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Desde: Bodas de Caná de Galilea
Hasta: Crucifixión, Muerte, Sepultura de Jesús

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El tema de “María Stma. Virgen-Madre”, 2ª parte, comprende:
Episodios y dictados  extraídos de la Obra magna
«El Evangelio como me ha sido revelado»
(«El Hombre-Dios»)
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1-17-85  (1-25-92).- La nueva Eva obedeció en todas las formas.
* La Maternidad de María responde a la maternidad de Eva. Ésta fue fruto de la canción de la mentira: «¿En razón de qué se os hizo macho y hembra para tener que vivir de este modo? Sois dioses».- Dice la Virgen: “Cuando comprendí la misión a que Dios me destinaba, me llené de gozo. Mi corazón se abrió como un lirio en capullo y vertió la sangre que habría de ser terreno para la Semilla del Señor.
.   ● Gozo de ser madre.
Desde mis primeros años me había consagrado a Dios porque la Luz del Altísimo me había iluminado acerca de la causa del mal del mundo; y yo quise, por lo que de mí dependía, borrar de mí la huella de Satanás. No sabía que no tenía Mancha. No podía pensarlo. El solo hecho de pensarlo habría sido presunción y soberbia, porque, habiendo nacido de padre y madre como los demás, no me era lícito pensar que justamente yo era la Elegida para ser la Sin Mancha. El Espíritu de Dios me había instruido del dolor del Padre cuando Eva pecó, cuando aceptó degradarse —siendo ella una criatura de Gracia— a un nivel de criatura inferior. Tenía yo intención de consolar ese dolor, poniendo de nuevo mi carne en situación de pureza angélica, conservándome pura en mis pensamientos, deseos y contactos humanos. Sólo para Él reservaba el latido de mi amor; solo para Él la razón de mi ser. No había en mí sed carnal, pero sí sentía el sacrificio de no ser madre. ■ La maternidad, exenta de lo que ahora la humilla, le había sido concedida por el Padre Creador también a Eva. ¡Una maternidad dulce y pura sin el peso del sentido! Yo la experimenté. ¡Cuán grande la pérdida de Eva, renunciando a esta riqueza! Mayor que  la pérdida de la inmortalidad. No, no creáis que es una exageración. Mi Jesús, y yo con Él conocimos lo que significa el debilitamiento próximo a la muerte. Yo, el dulce languidecer de quien, cansado, se duerme; Él, ese debilitamiento atroz de quien muere en el suplicio. A nosotros, pues, también nos vino la muerte. Sin embargo, la maternidad que me dejó intocable a mí, la nueva Eva, la conocí para que pudiese decir al mundo cuán dulce hubiera sido la suerte de la mujer, llamada a ser madre sin ningún sufrimiento. Y el deseo de esta pura maternidad, siendo, como es, la gloria de la mujer, podía estar, y estaba, en la Virgen toda de Dios. Añadid a esta consideración el honor en que era tenida en Israel la mujer que llegaba a ser madre, y comprenderéis mejor el sacrificio a que me comprometía al privarme de ella. Ahora a su sierva Aquel que es todo Bueno le concedía este don, sin privarme del candor de que yo me había revestido para ser flor en su trono. Por ello exultaba, con el doble gozo de ser madre de un Hombre y de ser Madre de Dios.
.   ● Gozo de ser aquella, por medio de la que se restablecía la paz entre el Cielo y la Tierra.
¡Oh qué gozo el haber deseado esta paz por amor a Dios y al prójimo, y de saber que por medio de mí, pobre esclava del Poderoso, Él venía al mundo! Decir: «Hombres, no lloréis más. Traigo conmigo el secreto que os hará felices.  No os lo puedo decir porque el secreto está encerrado en mi corazón, de la misma forma que el Hijo está encerrado en mi seno inviolado. Ya os lo traigo entre vosotros, ya cada día que pasa está más cercano el momento en que le veréis y sabréis su santo Nombre».
.   ● Gozo de haber hecho feliz a Dios: gozo del creyente que ve feliz a Dios.
¡Oh… haber arrancado del corazón de Dios la amargura de la desobediencia de Eva! ¡de la soberbia de Eva, de su incredulidad! ■ Mi Jesús os ha explicado con qué clase de culpa se manchó la primera pareja (1). Yo anulé esa Culpa, recorriendo en sentido inverso, volviendo a subir, las etapas por las que bajó Eva.  El principio de la Culpa estuvo en la desobediencia: «No comáis y no toquéis ese árbol», había dicho Dios. El hombre y la mujer, el rey de la creación, que podían comer y tocar todo fuera de aquel fruto, porque Dios quería que no fuesen inferiores a los ángeles, no obedecieron la orden dada. El árbol: el medio para probar la obediencia de los hijos. ¿Qué es la obediencia a la orden de Dios? Es un bien, porque Dios no ordena sino el bien. ¿Qué es la desobediencia? Es un mal, porque pone al corazón en disposición rebelde de la que puede aprovecharse Satanás. Eva fue al árbol. La curiosidad la arrastra, la imprudencia la empuja a no considerar la orden de Dios, puesto que ella es fuerte y pura, reina del Edén, en donde todas las cosas le obedecen, donde ninguna podrá causarle mal. Su presunción la llevó a la ruina. Y la presunción es el fermento de la soberbia. En el árbol encuentra al Seductor, el cual, a su inexperiencia, a su tan hermosa e inocente inexperiencia, a esa inexperiencia que no supo tutelar, le canta la canción de la mentira: «¿Piensas que hay aquí algo de mal? No. Porque Dios quiere teneros como esclavos de su poder. ¿Creéis que sois reyes? No tenéis ni siquiera la libertad de las fieras. Ellas tienen concedido el amarse con un amor verdadero, vosotros no. A las fieras se les ha concedido el ser creadoras como Dios. Ellas engendrarán hijos y verán crecer feliz su familia, a vosotros no.  A vosotros se os ha sido negado esta alegría. ¿En razón de qué, pues, se os hizo macho y hembra, para tener que vivir de este modo? Sois dioses. ¡No sabéis qué alegría supone ser dos en una sola carne, que crea una tercera, de muchas otras terceras! No creáis en las promesas de Dios acerca del gozo de una descendencia viendo a vuestros hijos procreando nuevas familias, dejando por ellas padre y madre. Os ha dado una apariencia engañosa de la vida. La verdadera vida consiste en conocer las leyes de la vida. Entonces seréis semejantes a dioses y podréis decir a Dios: ‘Somos tus iguales’». ■ Y la seducción continuó porque no había voluntad de rechazarla, sino, más bien, de continuarla, y de conocer aquello que no le pertenecía al hombre. He aquí, pues, que el árbol prohibido vino a ser, para la raza, realmente mortal, porque de sus ramas pendía el fruto del amargo saber que venía de Satanás. Y la mujer se convierte en hembra, y, con el fermento del conocimiento satánico en el corazón, fue a corromper a Adán. Humillada así la carne, corrompida la parte moral, degradado el espíritu, Adán y Eva conocieron el dolor y la muerte: del espíritu privado de la Gracia, y de la carne privada de la inmortalidad. Y la herida de Eva engendró el sufrimiento y la muerte, que no terminará sino hasta cuando muera la última pareja sobre la tierra”.
* Obediencia en la nueva Eva.-Virgen: “Yo recorrí en sentido inverso el camino de los dos pecadores. Obedecí. Obedecí en todas las formas:  Dios me pidió que fuera virgen. Obedecí. Habiendo amado la virginidad, que me hacía pura como la primera mujer antes de conocer a Satanás, Dios me pidió que fuese esposa. Obedecí, llevando al matrimonio a la pureza que tuvo, a ese grado de pureza que Dios tenía en su pensamiento cuando creó a los dos Primeros seres humanos. Convencida de mi destino de soledad en el matrimonio y de desprecio del prójimo por mi esterilidad santa, ahora Dios me pedía ser Madre. Obedecí. Creí que era posible, y que esa palabra venía de Dios, porque al oírla, la paz se derramaba dentro de mí. No pensé: «me lo merecía». No me dije a mí misma: «Ahora el mundo se admirará porque soy semejante a Dios dando ser a la carne que tendrá Dios». No. Me aniquilé en mi humildad. ■El gozo brotó de mi corazón como un tallo de rosa en flor. Pero enseguida se adornó de espinas punzantes y se encontró envuelta en la maraña del dolor, como esas ramas envueltas en campanillas de enredadera. El dolor del dolor de mi esposo: ésta era la angustia que ahogaba mi gozo. El dolor del dolor de mi Hijo: éstas eran las espinas de mi gozo. Eva buscó el placer, el triunfo, la libertad; yo acepté el dolor, el aniquilamiento, la esclavitud. Renuncié a mi vida tranquila, a la estimación de mi esposo, a mi propia libertad. No me reservé nada. Me convertí en la esclava de Dios en la carne, en la parte moral, en el espíritu. Me confié a Él, no solo en lo que se refiere a la concepción virginal, sino también en lo que se refiere a la defensa de mi honor, en lo que podía ser el consuelo de mi esposo, en lo que se refiere al medio con que conducirle a él también a la sublimación del matrimonio, de modo que ambos pudiésemos devolver al hombre y a la mujer la dignidad perdida. Abracé la voluntad del Señor por mí, por mi esposo, por mi Hijo. Dije: «sí» por los tres, segura como estaba de que Dios no faltaría a su promesa de socorrerme en mi dolor de esposa que se ve juzgada culpable, en mi dolor de madre que sabe que engendra para entregar a su Hijo al dolor. ■ Dije: «Sí». Sí y basta. Ese «sí» anuló el «no» de Eva al mandato de Dios. «Sí, Señor, como Tú quieras. Conoceré lo que Tú quieras. Viviré como Tú quieras. Estaré gozosa si Tú quieres. Sufriré por lo que Tú quieras. Sí, siempre sí, Señor mío, desde el momento en que tu rayo me hizo Madre hasta el momento en que me llamaste a Ti. Sí, siempre sí. Todas las voces de la carne, todas las pasiones de lo moral, bajo el peso de este mío perpetuo. Y encima, como encima de un pedestal de diamante, mi espíritu, al cual le faltan las alas para volar a Ti, pero que es dueño de todo el yo, domado y siervo tuyo, siervo en el gozo, siervo en el dolor. ¡Sonríe, oh Dios mío! ¡Alégrate! La Culpa ha sido vencida,  desaparecida, destruida; yace bajo mi calcañar, ha sido lavada en mi llanto, destruida por mi obediencia. De mi seno nacerá el nuevo Árbol que producirá el Fruto que conocerá todo el Mal por haberlo padecido en Sí y producirá todo el Bien. A Éste sí podrán acercarse los hombres, y seré feliz al ver que le aceptan, aunque no piensen que ha nacido de mí. Con tal de que el hombre se salve y Dios sea amado, hágase de su esclava lo mismo que se hace de la base de terreno en que un árbol crece: un escalón para subir»”.
* Destino de las esclavas de Dios: señalar la Cruz, el nuevo árbol que posee el fruto del conocimiento del Bien y del Mal porque le dice al hombre lo que está mal y lo que está bien.- Virgen: “María, hay que saber ser siempre escalón para que los demás suban a Dios. Si nos pisan, no importa, con tal de que logren ir a la Cruz. Es el nuevo árbol que posee el fruto del conocimiento del Bien y del Mal, porque le dice al hombre lo que está mal y lo que está bien, para que sepa elegir y vivir; y sabe, al mismo tiempo, hacer de sí elixir para curar a los que se han intoxicado con el mal que quisieron gustar. Nuestro corazón bajo los pies de los hombres, con tal de que el número de los redimidos crezca y que la Sangre de mi Jesús no sea derramada sin fruto. Éste es el destino de las esclavas de Dios. Mas luego mereceremos recibir en nuestro seno la Hostia santa, y, a los pies de la Cruz, embebida en su Sangre y en nuestro llanto, decir: «He aquí, oh Padre, la Hostia inmaculada que te ofrecemos para salud del mundo. Míranos, oh Padre, fundidas con Ella, y por sus méritos infinitos danos tu bendición». Y Yo te doy una caricia. Descansa, hija. El Señor está contigo”.(Escrito el 8 de Marzo de 1944).
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1  Nota  : Esta fue la explicación de Jesús: “Dios había dicho al Hombre y a la Mujer: «Conoced todas las leyes y misterios de la creación. Pero no pretendáis usurparme el derecho de ser el Creador del hombre. Para propagar la especie humana bastará el amor mío, que circulará en vosotros y, sin libídine sensual, solo por latido de caridad, dará vida a los nuevos Adanes de la estirpe. Os doy todo; y únicamente me reservo este misterio de la formación del hombre». (Es decir, «No comáis y no toquéis ese árbol» —Gén. 2,16—). ■Satanás se propuso arrebatar al hombre esta virginidad intelectual y así, con su lengua serpentina, halagó y hechizó miembros y ojos de Eva suscitando en ella sensaciones y sutilezas no experimentadas anteriormente porque no estaban intoxicados por la Malicia. Y ella «vio» y, viendo, quiso probar. La carne habíase despertado… Aquella sensación le resulta dulce. «Viendo que el fruto del árbol era bueno de comer, hermoso a la vista y de agradable aspecto, lo cogió y comió de él» —Gén. 3,6—. Y ella «comprendió». Bajó entonces la malicia a roerle las entrañas. Vio con nuevos ojos y oyó con nuevos oídos los instintos y la voz de las bestias; y los deseó con ansia loca. Fue la primera en pecar. Condujo a su compañero a pecar. Por eso sobre la mujer pesa una mayor condena. Por Eva el hombre llegó a rebelarse contra Dios y por ella conoció la lujuria y la muerte. Por ella perdió el dominio sobre sus tres reinos: el del espíritu, porque permitió que el espíritu desobedeciera a Dios; el de lo moral, porque permitió que las pasiones se adueñasen de él; el de la carne, porque le rebajó a las leyes instintivas de las bestias”. (Cfr. 1-17-82 en el tema «Pecado de Origen» ).
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1-29-147 (1-48-158).- Redención de la mujer llevada a cabo por María.
* La comenzó con su Maternidad divina. Pero no era suficiente. Porque el pecado de Eva era un árbol de 4 ramas. Y las cuatro tenían que cortarse.■ Dice María: “Yo, María, redimí a la mujer con mi Maternidad divina. Pero no fue sino el principio de la redención de la mujer. Al haberme negado a casarme por el voto de virginidad, había rechazado cualquier satisfacción de concupiscencia y así merecí la gracia de Dios. Pero no era suficiente. Porque el pecado de Eva era un árbol de cuatro ramas: soberbia, avaricia, glotonería, lujuria. Y las cuatro tenían que cortarse antes de hacerle estéril en sus raíces.
.  ● Vencí a la soberbia: humillándome hasta el fondo. Me humillé delante de todos. No me refiero a mi humildad para con Dios, que toda criatura debe tributarle. Su Verbo la tuvo. También yo, mujer, tenía que tenerla. ¿Pero has pensado qué humillación debí sufrir de parte de los hombres y sin defenderme en modo alguno? Incluso José, que era un hombre justo, me había acusado en su corazón. Los demás, que no eran justos, habían pecado de murmuración sobre mi estado, y el rumor de sus palabras, cual ola amarga, había venido a romperse contra mi persona humana. Y fue el principio de las innumerables humillaciones que mi vida de Madre de Jesús y del linaje humano me proporcionaron. Humillaciones de pobreza, humillaciones de perseguida, humillaciones por los reproches de los parientes y amigos que, ignorando la verdad, tomaban como débil mi modo de ser madre para con mi Jesús que se había convertido en un jovenzuelo, humillaciones en los tres años de su ministerio, humillaciones crueles en la hora del Calvario, humillaciones hasta reconocer que no tenía con qué comprar un lugar para sepultar a mi Hijo, ni aromas para envolver su cuerpo.
.  ● Vencí la avaricia de los primeros padres: renunciando por anticipado a mi Hijo. Una madre jamás renuncia a su hijo, a no ser que se vea forzada a ello. Ya sea la patria, o el amor de una esposa, o el mismo Dios quienes piden el hijo a su corazón, ella se opondrá a tal separación. Es natural. El hijo crece en el seno, y jamás se corta completamente el lazo que une su persona con la nuestra. Aun cuando se corta el ombligo, siempre queda un nervio que parte del corazón de la madre (un nervio espiritual más vivo y más sensible que un nervio físico) y se injerta en el corazón del hijo, y que siente como si le estiraran hasta el límite de lo soportable, si el amor de Dios o de una criatura, o las exigencias de la patria alejan al hijo de la madre; y que se rompe, hiriendo el corazón, si la muerte arranca a un hijo a su madre. Desde el momento que tuve mi Hijo renuncié a Él. Lo di a Dios. Lo di a vosotros. Yo me despojé del fruto de mi vientre para reparar el fruto que Eva robó a Dios.
.  ● Vencí la glotonería, tanto del saber como del gozar: aceptando saber solo lo que Dios quería que yo supiese, sin preguntarme a mí misma, sin preguntarle a Él, más de cuanto se me dijera. Creí sin hacer preguntas. Vencí la gula del gozar porque me negué a cualquier experiencia de los sentidos. Mi carne la puse bajo las plantas de mis pies. Puse la carne, instrumento de Satanás, y con ella al mismo Satanás, bajo mi calcañar para hacerme así un escalón para acercarme al Cielo. El Cielo: mi meta. Donde está Dios. Era mi única hambre, hambre que no es gula, sino necesidad bendecida por Dios, por este Dios que quiere que sintamos apetito de Él.
.  ● Vencí la lujuria, que es la gula llevada hasta la voracidad; pues cualquier vicio que no se refrena, conduce a otro peor. La gula de Eva, que era algo ya reprobable, la llevó a la lujuria. No le bastó haberse proporcionado a sí misma una satisfacción. Quiso llevar su crimen a una intensidad refinada; así conoció y enseñó a su compañero la lujuria. Yo invertí los términos y en vez de descender, subí siempre. En lugar de hacer bajar, siempre he llamado a lo alto, y de mi compañero, que era un hombre justo, hice un ángel. En ese momento en que tenía a Dios y con Él sus infinitas riquezas, me apresuré a despojarme de todas ellas, diciéndole: «Mira: se cumpla en Él y en mí tu voluntad». ■ Casto es el que tiene moderación no sólo en su cuerpo, sino también en sus afectos y pensamientos. Debía yo ser Casta para borrar la mancha de la carne, del corazón, de la mente. Me mantuve comedida sin decir ni siquiera de mi Hijo  —únicamente mío en la tierra como único de Dios en el Cielo—  «Esto es mío y para mí lo quiero»”.
* La finalizó al pie de la Cruz y —anulado en Ella hasta el último vestigio de Eva, la última raíz de aquel árbol de 4 ramas— obtuvo para la mujer esa paz perdida por Eva.-  ■ María: “Y a pesar de todo, no era suficiente para que la mujer pudiera poseer la paz que Eva había perdido. Esa paz perdida por Eva os la obtuve al pie la Cruz, cuando vi morir a Aquél que tú has visto nacer. Y, cuando sentí desgarrarse mis entrañas al grito de mi Hijo que moría, quedé vacía de toda feminidad de connotación humana: ya no carne, sino ángel. María, la Virgen desposada con el Espíritu Santo, murió en ese momento. Quedó la Madre de la Gracia, la que os generó la Gracia desde sus tormentos y os la dio. La hembra, a la que había vuelto yo a consagrar mujer en la noche de Navidad, a los pies de la Cruz conquistó los medios para venir a ser criatura del Cielo. Esto lo hice por vosotras, absteniéndome de toda satisfacción aun la más santa. De vosotras, reducidas por Eva a hembras no superiores a las compañeras de los animales, he hecho —basta con que lo queráislas santas de Dios. Por vosotras subí, y, como a José, os elevé. La roca del Calvario es mi Monte de los Olivos. De allí tomé ese impulso para llevar al Cielo, santificada de nuevo,  el alma de la mujer, junto con mi cuerpo, glorificado por haber llevado al Verbo de Dios y anulado en mí hasta el último vestigio de Eva, la última raíz de aquel árbol de las cuatro ramas venenosas, aquel árbol que tenía hincada su raíz en el sentido y que había arrastrado a la caída al linaje humano, y que hasta el fin de los siglos y hasta la última mujer os morderá las entrañas. ■ Os llamo desde allí, donde ahora resplandezco envuelta en el rayo del Amor, os llamo y os señalo la medicina para venceros a vosotras mismas: la Gracia de mi Señor y la Sangre de mi Hijo”. (Escrito el 6 de Junio de 1944).
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1-51-282 (1-13-309).- María manda a Judas Tadeo a Betsaida a invitar a Jesús a las bodas de Caná.
* “El deseo de mi Madre es ley para Mí”.- ■ Veo la cocina de Pedro. En ella están, además de Jesús, Pedro y su mujer, Santiago y Juan. Parece que han terminado de cenar y están conversando. Jesús se interesa por la pesca. Andrés entra y dice: “Maestro, aquí está el dueño de la casa en que vives, con uno que dice ser tu primo”. Jesús se levanta y se dirige a la puerta diciendo que pasen. Y cuando a la luz de la lámpara y del fuego ve que entra Judas Tadeo, exclama: “¡¿Tú, Judas?!”. Tadeo: “Yo, Jesús”. Y se besan. ■ Judas Tadeo es un hombre bien formado, en la plenitud de su belleza varonil. Alto, pero no como Jesús. Bien proporcionado en su cuerpo que es robusto, moreno, como lo era San José de joven, de un color aceitunado, pero no de tierra; y con unos ojos que tienen mucho de parecido con los de Jesús, porque son azules, aunque tienden a ser algo violáceos. Tiene barba cuadrada y morena, cabellos ondulados, menos rizados que los de Jesús, morenos como la barba. Tadeo dice: “Vengo de Cafarnaúm. He ido allí en barca y he venido aquí también en barca para llegar antes. Tu Madre te manda decir: «Susana se casa mañana. Te ruego, Hijo, que asistas a las bodas». María asiste y con ella, mi madre y los hermanos. Todos los parientes están invitados. Tú serías el único que estarías ausente y ellos, los parientes, te piden que no desaires a los novios”. ■ Jesús se inclina un poco y abriendo un tanto los brazos dice: “El deseo de mi Madre es ley para Mí. Pero también iré por Susana y por los familiares. Solo… lo siento por vosotros…” y mira a Pedro y los demás. “Son mis amigos” dice al primo. Y se los presenta comenzando por Pedro. Termina diciendo: “Y éste es Juan” y lo dice de forma muy especial, que llama la atención de Judas Tadeo y que hace ruborizarse al predilecto. Termina la presentación con estas palabras: “Amigos, éste es Judas, hijo de Alfeo, mi primo hermano, según dice la usanza,  porque es hijo del hermano del esposo de mi Madre; un buen amigo mío en el trabajo y en la vida”. Pedro: “Mi casa está abierta a ti como al Maestro. Siéntate”. Y después volviéndose a Jesús, Pedro dice: “Entonces, ¿no iremos contigo a Jerusalén?”. Jesús: “Claro que vendréis. Después de las bodas iré. Únicamente que no me detendré en Nazaret”. El hombre de Cafarnaúm dice: “Haces bien, Jesús, porque tu Madre será mi huésped durante algunos días. Así hemos quedado, y volverá a mi casa también después de la boda”. Jesús: “Entonces lo haremos así. Ahora, con la barca de Judas, Yo iré a Tiberíades y de allí a Caná, y con la misma barca volveré a Cafarnaúm con mi Madre y contigo. El día siguiente después del próximo sábado te acercas, Simón, si todavía quieres, e iremos a Jerusalén para la Pascua”. Pedro: “¡Sí que quiero! Incluso iré el sábado a la sinagoga para oírte”. ■ Tadeo pregunta: “¿Estás ya enseñando, Jesús?”. Jesús: “Sí, primo”. Pedro: “¡Y qué palabras! ¡No se oyen en labios de otro!”. Judas da un suspiro. Con la cabeza apoyada sobre la mano y el codo sobre la rodilla mira a Jesús y lanza otro suspiro. Parece como si quisiera hablar y no se atreviera. Jesús le provoca para que hable: “¿Qué pasa, Judas? ¿Por qué me miras y das suspiros?”. Tadeo: “Por nada”. Jesús: “No. Por nada no. ¿No soy acaso el mismo Jesús que tú estimabas? ¿Para el que nunca tenías secretos?”. Tadeo: “¡Sí que eres el mismo! ¡Y cuánta falta me haces, Tú, maestro de tu primo más mayor…!”. Jesús: “Entonces, habla”. Tadeo: “Quería decirte… Jesús… sé prudente… tienes una Madre… que aparte de Ti no tiene nada… Tú quieres ser un Rabí diferente de los otros y Tú sabes, mejor que yo, que… que las castas poderosas no permiten cosas distintas de las usuales, establecidas por ellos. Conozco tu modo de pensar… es santo… pero el mundo no lo es… y oprime a los santos… Jesús, Tú conoces la suerte de tu primo el Bautista… Está en prisión, y si todavía no ha muerto es porque aquel asqueroso Tetrarca tiene miedo a la gente y al rayo de Dios. Tú, ¿qué harás? ¿Qué final te quieres buscar?”. ■ Jesús: “Judas, ¿me preguntas esto, tú que conoces tan bien mi manera de pensar? ¿Hablas por propia iniciativa? ¡No, no digas mentiras! Te han mandado, no mi Madre por supuesto, a decirme esto…”. Judas baja la cabeza y calla. Jesús: “Habla, primo”. Tadeo: “Mi padre… mis hermanos José y Simón… sabes… por tu bien… porque te quieren y a María… no ven con buenos ojos lo que te propones hacer… y querrían que pensases en tu Madre…”. Jesús: “¿Y tú qué piensas?”. Tadeo: “Yo…  Yo…”. Jesús: “Dentro de ti combaten las voces de lo Alto y las de la Tierra. No digo voces de lo bajo, digo de la Tierra. Santiago, tu hermano, vacila aún más que tú. Pero Yo os digo que sobre la Tierra está el Cielo, y sobre los intereses del mundo está la causa de Dios. Tenéis necesidad de cambiar vuestro modo de pensar. Cuando sepáis hacerlo, entonces seréis perfectos”.
* No sabéis quién es mi Madre. Si lo supieseis… la veneraríais como a la Amiga más íntima de Dios, la Poderosa que todo lo puede en el Corazón del Eterno Padre, que todo lo puede en orden al Hijo de su corazón”.-Tadeo: “Pero… ¿y tu Madre?”. Jesús: “Judas, solo Ella tendría derecho a recordarme mis deberes de hijo, según la luz de la Tierra, o sea, a mi deber de trabajar para Ella, para hacer frente a sus necesidades materiales, a mi deber que tengo de asistirla y consolarla con mi presencia. Pero Ella no pide nada de esto. Desde que me dio a luz, Ella sabía que habría de perderme, para encontrarme de nuevo con más amplitud que la del pequeño círculo de la familia. Y desde entonces se ha preparado para ello. No es nueva en su sangre esta absoluta voluntad de donación a Dios. Su madre la ofreció al Templo antes de que Ella hubiera podido sonreír a la luz. Y Ella —me lo ha dicho innumerables veces que me ha hablado de su infancia santa teniéndome contra su corazón en las largas noches de invierno, o en las claras de verano llenas de estrellas— y Ella se ofreció a Dios ya desde aquellas primeras luces de su alba en el mundo. Y más aún se ofreció cuando me tuvo, para estar donde estoy, en la vía de la misión que de parte de Dios se me ha encomendado. ■ Llegará un momento en que todos me abandonarán; y quizás durante unos cuantos minutos, por la vileza que se apoderará de todos, pensaréis que hubiera sido mejor, para vuestra seguridad, no haberme conocido nunca. Pero Ella, que lo comprende y lo sabe, Ella estará siempre conmigo y vosotros volveréis a ser míos por medio de Ella. Con la fuerza de su segura y amorosa fe, Ella os aspirará hacia sí, y, por tanto, hacia Mí porque respira en Mí, porque Yo estoy en mi Madre y Ella está en Mí, y Ambos en Dios. Esto querría que comprendieseis vosotros todos, familiares según el mundo, amigos e hijos según el plan sobrenatural. Tú y contigo los demás, no sabéis quién es mi Madre. Si lo supieseis, no la criticaríais en vuestro corazón por no saberme tener sujeto a Ella, sino que la veneraríais como a la Amiga más íntima de Dios, la Poderosa que todo lo puede en el Corazón del Eterno Padre, que todo lo puede en orden al Hijo de su corazón. Ciertamente iré a Caná. Quiero hacerla feliz. Comprenderéis mejor después de esta hora”. ■ Jesús tiene un tono impotente y persuasivo. Judas le mira y pensativo dice: “Claro que iré también yo contigo y con ellos si me lo permites… porque comprendo que dices cosas justas. Perdona mi ceguedad y la de mis hermanos. ¡Eres Santo! ¡Más que nosotros!…”. Jesús: “No guardo rencor a quien no me conoce, ni siquiera a quien me odia. Pero me duele por el mal que a sí mismo se hace. ¿Qué tienes en esa bolsa?”. Tadeo: “El vestido que te envía tu Madre. Mañana es una fiesta grande. Cree que su Jesús tenga necesidad del vestido para no causar mala impresión entre los invitados. Ha estado diariamente cosiendo sin descanso desde las primeras luces del día hasta las últimas de la tarde, para hacértelo pero no pudo terminar el manto. Todavía faltan las orlas. Se siente muy desolada por ello”. Jesús: “No es necesario. Me pondré éste, y el otro será para Jerusalén. El Templo significa todavía más que una fiesta de bodas”. Tadeo: “Ella se pondrá feliz”. ■ Pedro: “Si queréis estar al amanecer en el camino de Caná, conviene que partáis al punto. La luna ya va a salir y es buena compañera para el camino”. Jesús: “Vamos pues; Juan, ven conmigo. Adiós Simón Pedro, Santiago, Andrés. Os espero la tarde del sábado en Cafarnaúm. ¡Adiós mujer! La paz sea contigo en tu hogar”. Salen Jesús con Judas y Juan. Pedro los sigue hasta la playa y los ayuda a embarcarse. Y la visión termina. (Escrito el 17 de Octubre de 1944).
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1-52-286 (1-14-313).- Jesús en las bodas de Caná (1).  El Hijo realiza para Ella el primer milagro.
* Llega María Santísima.- Llega la novia en ambiente festivo.- ■ Veo una casa de característica  oriental: un cubo blanco más largo que alto, con pocas entradas, rematado con una terraza rodeada de un muro de cerca de un metro de altura a la que da la sombra una vid que trepa hasta allí y extiende sus ramas sobre más allá de la mitad de esta soleada terraza. Una escalera exterior sube a lo largo de la fachada hasta una puerta, que está a la mitad de ella. En el nivel de la calle, hay unas puertas bajas y distanciadas, no más de dos por cada lado, que dan a habitaciones también bajas y oscuras. La casa se levanta en medio de una especie de campiña en donde hay más hierba que espacio libre, y tiene en el centro un pozo. Hay también higueras y manzanos. La casa mira hacia el camino, pero no está cerca de él; está un poco hacia dentro, y un sendero, entre las hierbas, la une a aquél, que parece camino de primer orden. Podría decirse que la casa se encuentra en la periferia de Caná: una casa de campesinos que vive en medio de su propiedad. ■ Veo a continuación a dos mujeres con vestidos largos y un manto que hace también de velo, que vienen caminando y se dirigen a esta parte del sendero. Una parece de mayor edad; sobre los cincuenta años y viste de oscuro: un color pardo-marrón como de lana natural. La otra viste más claro: un vestido de color amarillo pálido y manto azul, y aparenta unos treinta y cinco años. Es muy bella, esbelta, y tiene un porte lleno de dignidad, a pesar de ser todo gentileza y santidad. Cuando está más cerca, noto el color pálido de su rostro. Reconozco a María Santísima. No sé quién sea la otra, que es morena y de más edad. Hablan entre sí. La Virgen sonríe. Cuando están ya cerca de la casa, alguien, encargado de dar el aviso de su llegada, lo hace, y salen a su encuentro hombres y mujeres con trajes de fiesta, que las acogen con gran alegría, pero sobre todo a María Santísima. Parece una hora matinal, diría yo como las nueve, tal vez antes, porque el campo conserva todavía el aspecto fresco de las primeras horas del día en que aún brilla el rocío sobre la verde hierba y por el aire puro exento de polvo. Me parece que es la primavera, porque la hierba no está seca y los campos están cubiertos de trigo con espigas aún sin madurar. Todo es verde. Las hojas de las higueras y de los manzanos están verdes y tiernas, lo mismo sucede con las de los sarmientos. Pero no veo flores en los manzanos; y no veo fruta, ni en los manzanos, ni en las higueras, ni en la vid. Señal de que el manzano ha florecido ya, pero hace poco tiempo, y los pequeños frutos todavía no se ven. ■ María, a quien acompaña un anciano que es probablemente el dueño de la casa, sube por la escalera exterior y entra en la sala grande que parece ocupar toda o gran parte de la planta alta. Creo comprender que los recintos de la planta baja son las habitaciones propiamente dichas, las despensas, los trasteros y las bodegas; mientras que ésta se reserva sólo para usos especiales, como fiestas de carácter excepcional, o para trabajos que requieren mucho espacio, o también para colocar holgadamente productos agrícolas. Si de fiestas se trata, lo vacían completamente y lo adornan, como hoy, de ramas verdes, esterillas y mesas para alimentos. En el centro hay una mesa provista con jarras y platos llenos de frutas. A lo largo de la pared de la derecha, respecto a mí que miro, hay otra mesa pero menos provista. A lo largo de la pared izquierda hay una alacena larga y encima de ella platos con quesos y otros alimentos que me parecen ser tortas de miel, y dulces. En el suelo, junto a esta pared, hay otras jarras y seis grandes recipientes con forma de jarra de cobre. Se le podría dar el nombre de jarrones. ■ María escucha benévolamente todo lo que le dicen; después, cortésmente se quita el manto y ayuda a terminar de preparar la mesa. La veo ir de acá para allá poniendo en orden los lechos-silla, componiendo las guirnaldas de flores, dando mejor presentación a las frutas, viendo si en las lámparas hay aceite. Sonríe y habla muy poco y en voz muy baja, pero escucha mucho y con mucha paciencia. Un gran rumor de instrumentos musicales viene del camino, realmente no muy armoniosos. Todos, menos María, corren afuera. Veo entrar a la novia, toda adornada y feliz, rodeada de sus padres y amigos, al lado del novio, que ha sido el primero en salir a su encuentro.
* Llega Jesús a Caná con Juan y Judas Tadeo. “Vamos a hacer feliz a mi Madre”.- ■ Y en este momento la visión sufre un cambio. Estoy viendo, en vez de la casa, un pueblo. No sé si sea Caná o algún otro pueblo. Y veo a Jesús con Juan y otro, que probablemente, si no me engaño, es Judas Tadeo. Por lo que respecta a Juan, no me equivoco. Jesús está vestido de blanco y tiene un manto azul marino. Al oír el sonido de los instrumentos musicales, el compañero de Jesús pregunta algo a una persona y transmite la respuesta a Jesús, que, con la sonrisa en los labios, contesta: “Vamos a hacer feliz a mi Madre”. Y se dirige, a través de los campos, con sus dos compañeros hacia la casa. Me he olvidado decir que tengo la impresión de que María es o pariente o amiga de las padres del novio, porque se ve que los trata con familiaridad. ■ Cuando llega Jesús, la persona de antes, puesta como centinela, avisa a los demás. El dueño de la casa, junto con su hijo, el novio, y con María, baja a recibir a Jesús y le saluda respetuosamente. Saluda también a sus dos acompañantes. El novio hace lo mismo. Pero lo que más me gusta es el saludo lleno de amor y respeto de María a su Hijo, y viciversa. Ninguna muestra efusiva. Pero la palabra de saludo: “La paz sea contigo” va acompañada de una mirada de tal naturaleza, y una sonrisa tal, que valen por cientos de abrazos y besos. Se ve que el beso tiembla en los labios de María pero no lo da. Solo pone su pequeña mano blanca sobre la espalda de Jesús y le compone su larga cabellera. Es una caricia de enamorada púdica.
* “Mujer, qué hay más entre tú y Yo?”. Jesús sonríe. María sonríe. María ha leído en los ojos sonrientes de Jesús el asentimiento.- “Agradecédselo a María”.- ■ Jesús sube al lado de su Madre seguido por sus discípulos y los dueños de la casa.  Entra en la sala del banquete, donde las mujeres se apresuran a poner asientos y platos para los tres invitados, inesperados según parece. Puedo decir que la presencia de Jesús era dudosa, y del todo inesperada la de sus compañeros. Oigo claramente la voz llena, viril, dulcísima del Maestro que al poner pie en la sala dice: “La paz sea en esta casa y la bendición de Dios con todos vosotros”. Es un saludo a todos, lleno de majestad. Jesús domina a todos con su aspecto y estatura. Es el invitado, y tal vez fortuito, pero parece el rey del banquete; más que el novio, más que el dueño de la casa. Aunque sea humilde y condescendiente, es Él, el que domina. ■ Jesús se sienta en la mesa del centro, con el novio y la novia, los padres de los novios y los amigos de mayor importancia. A los dos discípulos, por consideración del Maestro, se les hace sentar en la misma mesa. Jesús está de espaldas a la pared en donde están los jarrones y la alacena. Por ello, no los ve, como tampoco ve el afán del mayordomo con los platos de carne que van siendo introducidos por una puertecita que está junto a la alacena. Observo una cosa: menos las respectivas madres de los novios y menos María, ninguna mujer está sentada en esa mesa. Todas las mujeres están —y meten bulla como si fueran cien— en la otra mesa que está pegando a la pared, y se las sirve después de que se ha servido a los novios y a los invitados de honor. Jesús está sentado al lado del dueño de la casa. Tiene enfrente a María, que está sentada al lado de la novia. ■ Empieza el banquete y le aseguro que a nadie falta el apetito, ni tampoco la sed. Los que comen y beben poco son Jesús y su Madre, la cual, además, habla muy poco. Jesús habla un poco más. Pero, a pesar de ser parco de palabras, no se manifiesta ni altanero ni desdeñoso. Es un hombre cortés, pero no hablador. Si le preguntan algo, responde. Si le hablan, muestra interés, expone su parecer, pero después se recoge en Sí como quien está acostumbrado a meditar. Sonríe, pero nunca ríe en forma estrepitosa. Y, si oye alguna broma un poco que no va, muestra sencillamente como si no le hubiese oído. María con sus ojos no se desprende de Jesús, igualmente Juan que está en el extremo de la mesa pero pendiente de los labios del Maestro. ■ María cae en la cuenta de que los servidores discuten con el mayordomo y de que éste se siente molesto y comprende que algo desagradable sucede. “Hijo”, dice bajo, llamando la atención de Jesús con esa palabra. “Hijo, no tienen más vino”. Jesús: “Mujer, ¿qué más hay entre tú y Yo?”. Jesús al decir estas palabras sonríe aún más dulcemente, y sonríe María, como dos que saben una verdad, que es su gozoso secreto y que todos los demás ignoran. María ordena a los sirvientes: “Haced lo que Él os diga”. María ha leído en los ojos sonrientes de Jesús el asentimiento, revestido de una gran enseñanza para todos los  «llamados». Jesús ordena a los sirvientes: “Llenad de agua los jarrones”. Veo que los llenan con agua traída del pozo (oigo el rechinar de la polea que baja y sube el cubo chorreando). Veo también al mayordomo echarse en la copa un poco de ese líquido con ojos de sorpresa, probarlo con gestos de aún más vivo asombro, degustarlo y hablarles al  dueño de la casa y al novio (estaban cercanos). ■ María mira a su Hijo y sonríe; después, correspondida con una sonrisa de Jesús, baja la cabeza con un ligero sonrojo: es feliz. Se oye un murmullo por la sala, las cabezas se vuelven todas hacia Jesús y María; hay quien se levanta para ver mejor, quien va a los jarrones… Silencio, y, después, un coro de alabanzas a Jesús. Pero Él se levanta y dice una frase: “Agradecédselo a María” y se retira del banquete. Los discípulos le siguen. En el umbral vuelve a decir: “La paz sea en esta casa y la bendición de Dios con vosotros”. Y añade: “Adiós, Madre”. Y la visión termina. (Escrito el 16 de Enero de 1944).
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1  Nota  : Cfr. Ju. 2,1-11.
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1-52-289  (1-15-317).- “Mujer ¿qué más hay entre tú y Yo?”.
* Ese «más», que muchos traductores omiten, es la clave de la frase y le da su verdadero significado”.Jesús me explica el significado de la frase. “Ese «más» que muchos traductores omiten, es la clave de la frase y le da su verdadero significado. Era Yo el Hijo sujeto a la Madre hasta el momento en que la voluntad del Padre me indicó que había llegado la hora de ser el Maestro. Desde el momento en que mi misión comenzó, ya no era el Hijo sujeto a la Madre, sino el Siervo de Dios. Rotas las ligaduras morales para con la que me había engendrado, se transformaron en otras más sublimes, se refugiaron todas en el espíritu, el cual llamaba siempre: «Mamá» a María, mi Santa. El amor no conoció ni descanso ni enfriamiento, más bien habría que decir que jamás fue tan perfecto como cuando, separado de Ella como por un segundo alumbramiento, Ella me dio al mundo para el mundo, como Mesías, como Evangelizador. Su tercera sublime y mística maternidad tuvo lugar cuando, en el patíbulo del Gólgota, me dio a luz  a la Cruz,  haciendo de Mí el Redentor del Mundo. ■  «¿Qué más hay entre tú y Yo?». Antes era tuyo, únicamente tuyo. Tú me mandabas y Yo te obedecía. Te estaba «sujeto». Ahora pertenezco a mi misión. ¿No lo dije acaso?: «Quien, una vez puesta la mano en el arado, se vuelve atrás, a ver lo que le queda, no es apto para el Reino de los Cielos». Yo había puesto mi mano en el arado para abrir con la reja no la tierra sino corazones, y sembrar en ellos la palabra de Dios. Quité de allí la mano tan sólo cuando me la quitaron para ser clavada en la Cruz y abrir con el torturante clavo el Corazón de mi Padre, haciendo salir de Él el perdón para el género humano. Aquel «más», olvidado por muchos, quería decir esto: «Tú has sido todo para Mí, Madre, mientras fui únicamente el Jesús de María de Nazaret, y me eres todo en mi espíritu; pero, desde que soy el Mesías esperado, pertenezco a mi Padre. Espera un poco todavía y, terminada mi misión, seré nuevamente todo tuyo; me tendrás nuevamente entre los brazos como cuando era pequeño y nadie te disputará ya este Hijo tuyo, considerado un oprobio del género humano, el cual te arrojará sus despojos para cubrirte de oprobio por haber sido la madre de un criminal. Y después me volverás a tener para siempre triunfante, en el Cielo. Pero ahora pertenezco a todos los hombres. Pertenezco al Padre que me ha enviado a ellos».  Ahí tienes lo que quiere decir ese pequeño «más»”. (Escrito el 16 de Enero de 1944).
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1-52-291 (1-15-318).- «Vayamos a hacer feliz a mi Madre».
* Sentido más alto de esa frase: de ser Ella la iniciadora de mi actividad de milagros y la primera benefactora del género humano. ■ Dice Jesús: “Cuando dije a los discípulos: «Vayamos a hacer feliz a mi Madre», había dado a la frase un sentido más alto de lo que parecía. No se trataba de la felicidad de verme, sino de ser Ella la iniciadora de mi actividad de milagros y la primera benefactora del género humano. ■ No lo olvidéis nunca: mi primer milagro se hizo por María; el primero: símbolo de que María es la llave del milagro. Yo no niego nada a mi Madre. Por su oración anticipo incluso el tiempo de la gracia. Yo conozco a mi Madre, la segunda en bondad después de Dios. Sé que concederos una gracia es lo mismo que hacerla feliz, porque Ella es la Toda amor. Por esto, sabiéndolo, dije: «Vayamos a hacer feliz a mi Madre»”.
* Destinada a unirse a Mí en el dolor, es justo que también estuviese unida a Mí en el poder”.- ■ Jesús: “Por otra parte quise manifestar al mundo su poder junto con el mío. Destinada para estar unida conmigo en la carne —pues fuimos una carne: Yo en Ella y Ella en torno a Mí, como pétalos de lirio alrededor del pistilo perfumado y lleno de vida—, destinada a unirse a Mí en el dolor —puesto que estuvimos en la Cruz Yo con la carne y Ella con su espíritu,  de la misma forma que  el lirio perfuma tanto con su corola como con la esencia que de ella se saca—, era justo que también estuviese unida a Mí en el poder. ■ Digo a vosotros, lo que dije a los convidados: «Agradeced a María. Por Ella habéis recibido al Dueño del milagro y por Ella tenéis mis gracias y sobre todo la de mi perdón». ¡Quédate en paz! Estamos contigo”. (Escrito el 16 de Enero de 1944).
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(<Jesús, acompañado de Pedro, Andrés, Juan, Santiago, Felipe y Bartolomé, se encuentra en Jerusalén>)
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1-54-301 (1-17-329).- “¿Por qué, entonces, en Caná? Y, ¿por qué aquí y no en tu tierra?”.
* Caná es el regocijo… el anticipo… Ella es la Anticipadora de la Gracia. Aquí honro a la Ciudad Santa, haciendo de ella, públicamente, la iniciadora de mi poder de Mesías. Pero allá, en Caná, honraba a la Santa de Dios, a la Toda Santa. El mundo me tiene por Ella. Justo es: por Ella venga mi primer milagro al mundo”.- ■ Andrés quiere preguntar algo a Jesús: “Yo quisiera una cosa…”. Jesús: “¿Cuál es, Andrés?”. Andrés: “Juan me ha contado el milagro de Caná… Teníamos muchas ganas de que hicieses alguno en Cafarnaúm… y has dicho que no hacías ningún milagro sin haber cumplido antes la Ley. ¿Por qué, entonces, en Caná? Y, ¿por qué aquí y no en tu tierra?”. Jesús: “Cada vez que el hombre obedece a la Ley se une a Dios y por eso aumenta su capacidad. El milagro es la señal de esta unión con Dios y es la prueba de su presencia benévola y aprobadora. Por esta razón quise cumplir con mi deber de Israelita antes de empezar la serie de prodigios“. Andrés: “Pero la Ley no te obligaba a Ti”. Jesús: “¿Por qué? Como Hijo de Dios, no. Pero como hijo de la Ley, sí. Israel por ahora solo me conoce como esto segundo… Incluso más adelante casi todo Israel me conocerá solo así, más aún, como menos todavía. Pero no quiero dar escándalo a Israel y obedezco a la Ley”. Andrés: “Eres santo”. Jesús: “La santidad no dispensa de la obediencia. Más aún, la perfecciona. Además de todo, tengo que daros ejemplo. ¿Qué dirías de un padre, de un hermano mayor, de un maestro, de un sacerdote que no diesen buen ejemplo?”. ■ Andrés: “¿Y entonces, Caná?”. Jesús: “Caná era el regocijo que mi Madre debía tener. Caná es el anticipo que se debe a mi Madre. Ella es la Anticipadora de la Gracia. Aquí honro a la Ciudad santa, haciendo de ella, públicamente, la iniciadora de mi poder de Mesías. Pero allá, en Caná, honraba a la Santa de Dios, a la Toda Santa. El mundo me tiene por Ella. Es justo que también por Ella vaya mi primer milagro al mundo”. (Escrito el 26 de Octubre de 1944).
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2-85-39 (2-50-519).- “Todo perdonaré al mundo porque, para venir al mundo y redimirle, me cupo la dicha de tenerla a Ella”.
* “La conocerás, Simón, y me dirás si existe una criatura semejante a Ella, incluso en belleza humana, sobre la faz de la tierra. Es hermosa, pero toda hermosura queda pequeña ante lo que emana de su interior”.- ■ Jesús esta en Jerusalén con Simón Zelote (1). Se abren paso entre la multitud de vendedores y de asnos que parece una procesión en camino, y al hacerlo dice Jesús: “Subimos primero al Templo, antes de ir a Get-Sammí. Oraremos al Padre en su casa”. Zelote: “¿Tan solo esto, Maestro?”. Jesús: “Nada más. No puedo entretenerme. Mañana al amanecer convinimos en estar en la puerta de los Peces, y si la multitud insiste… ¿cómo puedo librarme de ella? Quiero ver a los otros pastores (2). Los mando, como verdaderos pastores, por la Palestina, para que inviten a las ovejas a que se reúnan para que el Dueño del rebaño sea conocido, por lo menos de nombre; de modo que cuando ese nombre Yo lo pronuncie, sepan que soy Yo el Dueño del rebaño y vengan a Mí para que Yo las acaricie”. Zelote: “¡Dulce es tener un Dueño como Tú! Las ovejas te amarán”. Jesús: “Las ovejas, sí… pero no los machos cabríos… después de haber visto a Jonás (3), iremos a Nazaret y luego a Cafarnaúm. Simón Pedro y los demás sufren por tan larga ausencia… Iremos a hacerles felices, y a hacernos a la vez nosotros. Incluso el verano nos aconseja a esto. La noche está hecha para el descanso y muy pocos son los que posponen el descanso al conocimiento de la Verdad. El hombre… ¡el hombre! Frecuentemente se olvida de tener un alma y piensa y se preocupa tan solo de la carne. El sol durante el día es fuerte. No deja caminar y no deja enseñar en las plazas ni en los caminos. Tanto cansa, adormece los espíritus y los cuerpos. Pues entonces… es bueno que vayamos a instruir a mis discípulos; a la dulce Galilea, siempre verde y fresca con sus aguas… ■ ¿Has estado alguna vez allí?”. Zelote: “Una vez, de paso y en invierno, en uno de mis penosos andares de un médico a otro. Me gustó…”. Jesús: “¡Oh, es hermosa. Lo es siempre. Durante el invierno y, aún más, en las otras estaciones! Ahora que es verano, tiene noches, digamos, angelicales… Sí, de lo puras que son, parecen como si hubiesen sido hechas para el vuelo de los ángeles. El lago… el lago, con su cinturón de montes más o menos cercanos que lo resguardan, parece hecho justamente para hablar de Dios a las almas que buscan a Dios. Es un pedazo de cielo caído en el verdor; y el firmamento no le abandona, sino que se refleja en él con sus astros, multiplicándolos así… como para presentarlos al Creador esparcidos sobre una lámina de zafiro. Los olivos descienden casi hasta el nivel de las ondas y están llenos de ruiseñores, y también cantan su alabanza al Creador que hace que vivan en ese lugar tan dulce y placentero. ¡Y mi Nazaret! Toda extendida bajo el beso del sol, toda blanca, llena de verdor, sonriente entre los dos gigantes del grande y del pequeño Hermón. Y el pedestal de montes en que se apoya el Tabor, pedestal de suaves y verdes pendientes, que se yerguen en dirección a su señor frecuentemente cubierto de nieve, pero tan hermoso cuando el sol corona su cima, que se convierte en un alabastro de color rosado… En el lado opuesto, el Carmelo es de color lapislázuli a cierta horas de sol intenso en las que todas las venas de mármoles o de aguas, de bosques o de prados se muestran con sus diversos colores, como una amatista delicada bajo la primera luz, mientras que por la tarde es de un color violeta-celeste; y es un gigante de color sardónico cuando la luna lo muestra todo negro contra el color plateado de su luz. Y luego, más allá, al sur, la alfombra fértil y florida de la llanura de Esdrelón. ■ Y luego… y luego, ¡oh…, Simón! ¡allí hay una Flor… una Flor hay que vive solitaria despidiendo fragancia de pureza y amor para su Dios y para su Hijo! Es mi Madre. La conocerás, Simón, y me dirás si existe criatura semejante a Ella, incluso en belleza humana, sobre la faz de la tierra. Es hermosa, pero toda hermosura queda pequeña ante lo que emana de su interior. Si un hombre brutal la despojase de todas sus vestiduras, y la hiriera hasta desfigurarla y la arrojara a la calle como a un vagabundo, seguiría viéndola como Reina vestida con sus vestiduras reales, porque su santidad le haría de manto y esplendor. El mundo puede darme toda suerte de males, pero Yo todo perdonaré al mundo porque, para venir al mundo y redimirle, me cupo la dicha de tenerla a Ella, la humilde y gran Reina del mundo, que éste ignora, y por la cual, sin embargo, ha recibido el Bien y recibirá aún más durante siglos”. (Escrito el 22 de Enero de 1945).
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1  Nota  :  Cfr. Personajes de la Obra magna:  Apóstoles:  Simón Zelote.   2  Nota   :  Cfr.  Personajes de la Obra magna:  Pastores de Belén.  3  Nota  :  Jonás.  Cfr. Nota 2.
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(<Jesús, en su viaje de regreso a Galilea, ha llegado a la llanura de Esdrelón, a la hacienda donde el pastor Jonás trabaja para el fariseo Doras, un terrateniente sin escrúpulos. Jonás está muy enfermo. Desea ver a la Madre>)
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2-89-57 (2-54-539).- “Sabe esperarla, como se espera el levantarse de una estrella, de la primera estrella”.
“Piensa que, ya incluso desde ahora, Ella esparce sus dones de amor sobre ti”.-Dice Jonás: “Señor, si Tú nos amas, ya no se sufre. Antes no teníamos a nadie que nos amara… ¡Oh, si pudiera, yo al menos, ver a tu Madre!”. Jesús: “No te angusties. Yo te llevaré a Ella. Cuando la estación sea más suave, vendré con Ella. No te expongas a castigos inhumanos por la prisa de verla. Sabe esperarla, como se espera el levantarse de una estrella, de la primera estrella. Aparecerá ante ti improvisadamente, exactamente como hace la estrella vespertina que ahora no se ve e inmediatamente después titila en el cielo. Y piensa que, ya incluso desde ahora, Ella esparce sus dones de amor sobre ti. Adiós a todos vosotros. Mi paz os sirva de escudo contra las crueldades de quien os llena de temor. Adiós, Jonás. No llores. Con fe paciente has esperado muchos años, te prometo ahora una espera muy breve. No llores. No te dejaré solo. Tu bondad enjugó mi llanto infantil; ¿no te es suficiente la mía para enjugar el tuyo?”. Jonás: “Sí… pero Tú te marchas… y yo me quedo…”. Jesús: “Jonás, amigo, no dejes que vaya abatido por el peso de no poderte ayudar”. Jonás: “No lloro, Señor… Pero, ¿cómo lograré poder vivir sin verte más, ahora que sé que estás vivo?”. ■ Jesús vuelve a acariciar una vez más al anciano desolado y luego se separa; mas en el límite de la mísera era, erguido, abre los brazos bendiciendo la campiña. Luego se pone en camino. Simón, que ha notado el desacostumbrado gesto, pregunta: “¿Qué significa lo que hiciste, Maestro?”. Jesús: “He puesto una señal sobre todas las cosas, para que Satán no pueda, dañándolas, perjudicar a esos infelices. Más no podía…”. (Escrito el 27 de Enero de 1945).
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(<Jesús está reunido con sus discípulos en Nazaret en el huerto, junto a la casa. Les pone como ejemplo a su Madre. >)
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2-92-74 (2-57-557).- María pide a su Hijo seguirle como discípula para aprender su doctrina pero teme a la corrupción del mundo.
* Ella, que ya poseía esta doctrina en su seno, y mucho antes aún en su corazón, por don dado por Dios a la futura Madre de su Verbo, ha dicho: «No obstante… juzga Tú, si puedo ir contigo sin la posibilidad de perder la unión con Dios; sin que eso que es mundo pueda corromper». Y debí decirle: «Mamá, Yo te lo digo: el mundo no te corromperá; antes bien, el mundo será perfumado por ti»”.-■ Jesús les dice: “¿Veis? Hoy el firmamento está nublado porque el granizo está próximo. Nosotros, al escudriñar el cielo, hemos dicho: «No nos alejemos de casa». Ahora bien, si así sabemos juzgar respecto a las cosas que, a pesar de ser peligrosas, no son nada con respecto a los peligros que hay, pecando, de perder la amistad de Dios, ¿por qué no sabemos juzgar dónde puede haber peligro para el alma? ■ Mirad por ejemplo a mi Madre. ¿Podéis imaginar en Ella inclinación alguna al mal? Pues bien, dado que el amor la empuja a seguirme, dejará su casa cuando mi amor lo quiera. Pero esta mañana, después de habérmelo pedido una vez más —porque Ella, mi Maestra, me decía: «Que entre tus discípulos esté también tu Madre, Hijo; Yo quiero aprender tu doctrina»; Ella, que ya poseía esta doctrina en su seno, y mucho antes aún en su corazón, por don dado por Dios a la futura Madre de su VerboElla ha dicho: «No obstante… juzga Tú, si puedo ir contigo sin la posibilidad de perder la unión con Dios; sin que eso que es mundo, y que Tú afirmas que penetra con sus hedores,  pueda corromper este corazón mío que fue y es y quiere pertenecer sólo a Dios. Yo me someto a examen y, por cuanto sé, me parece que puedo hacerlo, porque… (y en esto, sin saberlo, Ella se procuró la mayor alabanza) porque yo no encuentro diferencia entre mi inocente paz de cuando era una flor del Templo y ésta que tengo en mí, ahora que desde hace más de seis lustros soy la mujer de hogar. Pero yo soy indigna sierva que conoce mal, y juzga aún peor, las cosas del espíritu. Tú eres el Verbo, la Sabiduría, la Luz, y puedes ser luz para tu pobre Mamá, que se resigna a no verte más antes que ser no grata al Señor». Y debí decirle con el corazón que se me estremecía de admiración: «Mamá, Yo te lo digo: el mundo no te corromperá; antes bien, el mundo será perfumado por ti». Mi Madre, lo acabáis de oír, supo ver los peligros del vivir en el mundo, también para Ella. Y vosotros, hombres, ¿pretendéis no verlos? ■ ¡Oh! Satanás a la verdad está en acecho. Y sólo los que vigilan serán los vencedores. ¿Los demás?… Para los demás será lo que está escrito”. (Escrito el 30 de Enero de 1945).
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(<Un admirado Pedro ha oído la reflexión hecha por Santiago de Alfeo sobre el nuevo tiempo inaugurado por Jesús: “Tiempo nuevo, tiene sistemas nuevos; no contrarios a la Ley; todos, eso sí, empapados de misericordia y caridad, porque Él es la Misericordia y el Amor bajado del Cielo”.- Palabras que Santiago de Alfeo dirigió en «Aguas claras» a un hombre, llamado Azarías, que desde que llegó aquí y oírle a Jesús, ha cambiado.>)
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2-130-308 (2-97-811).- “Pero tú… ¿dónde has aprendió a hablar tan bien?”.
* Sobre las rodillas de su Madre y a su lado. ¡Qué lecciones! ¡Qué palabras! Sólo Él puede hablar mejor que Ella; pero, lo que le falta en potencia, Ella te lo añade en dulzura… y entra…”.-  ■ Pedro dice admirado: “¡Qué bien hablas tú! Yo nunca sé qué decir. Sólo digo: «Sed buenos, amadle, escuchadle, creed en Él». ¡Verdaderamente no sé cómo podrá estar contento de mí!”. Santiago de Alfeo responde: “Pues lo está, y mucho”. Pedro: “¿Lo dices de verdad o por bondad?”. Santiago de Alfeo: “En verdad es así. Ayer mismo me lo decía”. Pedro: “¡¿Sí?! Hoy me siento más contento que el día en que me trajeron a mi esposa”. ■ Pedro: “Pero tú… ¿dónde has aprendido a hablar tan bien?”. Santiago de Alfeo: “Sobre las rodillas de su Madre y a su lado. ¡Qué lecciones! ¡Qué palabras! Sólo Él puede hablar mejor que Ella; pero, lo que le falta en potencia, Ella te lo añade en dulzura… y entra… ¡Sus lecciones…! ¿Has visto alguna vez un paño cuando toca con una esquinita un aceite oloroso? Va lentamente bebiendo no el aceite sino el perfume, y, aunque quitemos el aceite, queda el perfume como testigo para decir: «Yo estuve ahí». Igual Ella. También en nosotros —telas toscas luego lava­dos por la vida— Ella penetró con su sabiduría y gracia y su perfu­me permanece en nosotros”. ■ Pedro: “Por qué no la trae? ¡Dijo que lo haría! Nos haríamos mejores, me­nos calabazas… yo por lo menos. Y esta gente… Con la presencia su­ya serían mejores incluso esas víboras que vienen de vez en cuando…”.  Santiago de Alfeo:  “¿Tú crees? Yo no lo creo. Nosotros nos haríamos mejores, como también los humildes; pero, ¡los poderosos y los malos!… ¡Simón de Jonás, no prestes nunca a los demás tus sentimientos honestos! De hacerlo así, sufrirás desilusiones… Ahí viene Él; mejor no decirle nada…”. (Escrito el 14 de Marzo de 1945).
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(<Jesús está en Nazaret, en su casa. Mejor dicho, está en su antiguo taller de carpintero. Con Él están los doce apóstoles y su Madre y algunas discípulas: María Salomé madre de Santiago y de Judas,  Susana y Marta>)
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2-157-433 (3-17-69).- “Seguid su palabra, es mi voz, pero mucho más dulce; nada que añadir a ella, porque es palabra de la Madre de la Sabiduría”.
* “En la Religión universal de Cristo y en el Tiempo del perdón todo esto cambia. Toda la Gracia se ha reunido en una sola Mujer… Por la Mujer, la amada del Señor, todas las mujeres pueden llegar a ser discípulas del Señor no como la masa sino incluso como sacerdotes menores, coadjutoras de los sacerdotes”.- ■ Jesús les dice: “De la misma forma que en el Templo, y todavía antes, desde Moisés, hubo un pontífice, hubo sacerdotes, levitas, encargados de diversos servicios, oficios y puestos, cantores etc., de igual modo en mi Templo nuevo, que será tan grande y duradero como la tierra, habrá grandes y pequeños, todos necesarios, todos amados por Mí, y además mujeres, esa categoría nueva que Israel siempre ha despreciado, confinándola a los cantos virginales en el Templo o a la instrucción de las vírgenes en el Templo y nada más. No discutáis acerca de si ello era justo o no; en la Religión cerrada de Israel y en el Tiempo de la Ira, esto era justo. Todo el deshonor recaía sobre la mujer, origen del pecado. En la Religión universal de Cristo y en el Tiempo del Perdón todo esto cambia. Toda la Gracia se ha reunido en una sola Mujer y Ella la ha dado a luz al mundo para redención de éste. Por tal razón, la mujer ya no representa, ya no es el desdén de Dios, sino la ayuda de Dios. Por la Mujer, la amada del Señor, todas las mujeres pueden llegar a ser discípulas del Señor, no solo como la masa sino incluso como sacerdotes menores, coadjutoras de los sacerdotes, a los cuales les pueden dar mucha ayuda, respecto a ellos mismos y respecto a los fieles y a los que no lo son, respecto a aquellos que no serán conducidos a Dios tanto por el rugido de la palabra santa sino más bien por la sonrisa santa de una discípula mía”.
* Sí, dulce Madre mía, purísima Guía… Estrella santa… Madre suave… piadosa Criadora… saludable Cura…; sí, pero no siempre vendrán a ti estas criaturas que buscan la santidad, sino lepras, horrores, hediondeces… para gritarte: «¡Piedad! ¡Socórrenos! ¡Llévanos a tu Hijo!»”.- ■ Jesús: “No tendré mucho tiempo para dedicaros a vosotras en particular, pero os formaréis oyéndome, y lo conseguiréis mejor bajo la guía perfecta de mi Madre. Ayer esta mano materna (y Jesús toma en la suya la mano de María) ha conducido a Mí la jovencilla (1) de que os he hablado, la cual me dijo que el solo hecho de haberla escuchado y de haber estado a su lado unas pocas horas le había servido para madurar el fruto de la gracia recibida, llevándolo a la perfección. No es la primera vez que mi Madre trabaja por su Hijo, el Cristo. Tú y tú, primos míos además de discípulos míos, sabéis qué cosa sea María formando almas para Dios y lo podéis decir a aquellos o a aquellas que sientan temor de no haber sido preparados por Mí para la misión, o de una insuficiente preparación, cuando Yo ya no esté más entre vosotros. Ella, mi Madre, estará con vosotros ahora y cuando Yo no esté; y después, una vez que me haya marchado definitivamente. Ella os queda y con Ella queda la Sabiduría con todas sus virtudes. Seguid desde ahora en adelante todos sus consejos. ■ Ayer noche, ya solos, estando Yo sentado al lado de mi Madre, como cuando era pequeño, con mi cabeza apoyada sobre ese hombro suyo tan suave y tan fuerte, me dijo —habíamos hablado de la jovencita que se había puesto en camino en las primeras horas de la tarde llevándose en su corazón virginal un sol más brillante que el que brilla en el firmamento: su secreto santo—, me dijo: «¡Qué dulce es ser la Madre del Redentor!». Sí, qué dulce es cuando la criatura que se acerca al Redentor es ya una criatura de Dios, una criatura en que la única mancha es la Mancha de Origen —la cual no puede ser lavada sino por Mí— y todas las otras pequeñas manchas de imperfección humana han sido lavadas por el amor. Sí, dulce Madre mía, purísima Guía de las almas a tu Hijo, Estrella santa de orientación, Madre suave de los santos, piadosa Criadora de los más pequeños, saludable Cura de los enfermos; sí, pero no siempre vendrán a ti estas criaturas que buscan la santidad, sino lepras, horrores, hediondeces, nido de serpientes enroscadas junto a cosas inmundas, que se arrastrarán hasta tus pies, oh Reina del género humano, para gritarte: «¡Piedad! ¡Socórrenos! ¡Llévanos a tu Hijo!»”.
* “Yo beso y bendigo estas manos tuyas de las que vendrán a Mí tantas criaturas, y cada una será una gloria mía; aunque, antes que mía, Madre santa, será una gloria tuya”.-Jesús: “Entonces habrás de poner esta mano tuya de candor sobre las llagas, inclinarte con tu mirada de paloma paradisíaca sobre las deformidades infernales, aspirar el hedor del pecado, y no huir; antes al contrario, acoger en tu corazón a estos mutilados a causa de Satanás, a estos abortos, a esta podredumbre humana, y lavarlos con tu llanto, y traerlos a Mí… Entonces me dirás: «¡Qué difícil es ser la Madre del Redentor!». Mas tú lo harás, porque eres la Madre… ■ Yo beso y bendigo estas manos tuyas de las que vendrán a Mí tantas criaturas, y cada una será una gloria mía; aunque, antes que mía, Madre santa, será una gloria tuya. Vosotras, discípulas amadas, seguid el ejemplo de mi Maestra y de Santiago y Judas, y de todos los que quieran formarse en la gracia y sabiduría. Seguid su palabra: es mi voz,  pero mucho más dulce; nada que añadir a ella, porque es la palabra de la Madre de la Sabiduría”. (Escrito el 7 de Mayo de 1945).
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1  Nota  : Se trata de Analía, la primera consagrada virgen a Jesús. Cfr. Personajes de la Obra magna: Analía.
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(<Aglae [1], una joven de Siracusa, que, seducida por un romano y abandonada posteriormente por él, se entregó a una vida de prostitución,  ha llegado a la casa de la Madre, a Nazaret. Su proceso de conversión comenzó el día que, en Hebrón, oyó hablar a Jesús. Más tarde, la Madre la llevará a Jesús para recibir el perdón y comenzar una nueva vida>)
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3-168-49 (3-28-135).- María-Madre acoge a la exprostituta Aglae para que la lleve a Jesús: “Si vienes a mí, si buscas a mi Hijo por mi medio, no puedes ser sino un corazón que se arrepiente”.
*  A Aglae, que  confiesa su vida y su caída en un abismo de infamia y vicio, la Madre le dice: “Deja todo tu peso aquí sobre estas rodillas mías. María es un Mar que lava…”.- ■ Aglae se inclina profundamente y dice: “¡Ave, Señora!” y otra vez repite: “En nombre de Jesús, ten piedad de mí”. Virgen: “Entra y dime lo que quieres. No te conozco”. Aglae: “Nadie y muchos me conocen, Señora. Me conoce el vicio, y me conoce la Santidad. Pero tengo necesidad ahora de que la piedad me abra sus brazos. Tú eres la piedad…” y se echa a llorar. Virgen: “Entra. Entra. Dime. Has dicho suficiente para que comprenda que eres infeliz. Pero no sé todavía quién eres. Dime tu nombre, hermana”. Aglae: “¡No!, hermana no. No te puedo llamar hermana. Tú eres la Madre del Bien… y yo, yo soy el Mal…” y llora mucho bajo el manto que la oculta. María deja la lámpara sobre una silla, toma la mano de la desconocida arrodillada en el umbral, y la obliga a levantarse. ■ María no la conoce… Aglae se levanta, apenas sin fuerzas, temblorosa, sacudida con su llanto, pero se sigue resistiendo a entrar. Dice: “Soy una pagana, Señora. Para vosotros los hebreos: suciedad, aunque fuese santa. Doble suciedad porque soy una prostituta”. Virgen: “Si vienes a mí, si buscas a mi Hijo por mi medio, no puedes ser sino un corazón que se arrepiente. Esta casa acoge a quien tiene el nombre de Dolor” y tira de ella hacia dentro y cierra la puerta. Pone ahora la lámpara sobre la mesa, le ofrece una silla y luego: “Habla” le dice. ■ Aglae se seca las lágrimas con su velo y dice: “Es la hora de mi redención y me debo desnudar para… mostrarte las heridas que tiene el corazón. Y… tú eres una madre, y además… su Madre, por eso tendrás piedad de mí”. Virgen: “Sí, hija”. Aglae: “¡Oh, sí! ¡Llámame, hija! Tenía yo mi mamá… y la abandoné… después me dijeron que había muerto de dolor… Tenía mi papá… y me maldijo… y todavía hoy dice a los de esa ciudad: «No tengo ya ninguna hija»… (el llanto de nuevo cobra fuerzas. María palidece de pena. Le pone su mano sobre la cabeza para consolarla). Aglae vuelve a hablar: “No tendré más quien me llame ¡hija!… Sí,  acaríciame así, como hacía mi mamita… cuando era yo pura y buena… Deja que te bese esta mano y que con ella me seque mis lágrimas. Mi llanto solo no me lava. ¡Cuánto he llorado desde que comprendí!… Ya antes había llorado, porque es un horror ser una carne disfrutada e insultada por el hombre. Mas era llanto de una bestia maltratada, que odia y que se revuelve contra quien la tortura; y ese llanto me ensuciaba cada vez más, porque… yo cambiaba de dueño, pero no de bestialidad… Hace ocho meses que lloro… porque he comprendido… He comprendido mi miseria, mi podredumbre. Estoy cubierta de ella, saturada de ella y tengo náuseas… Pero mi llanto, siempre más consciente, no me lava todavía. Se mezcla con mi podredumbre y no la lava. ¡Oh Madre! ¡Seca tú mi llanto y así quedaré limpia y podré acercarme a mi Salvador!”. Virgen: “Sí, hija mía. Siéntate, aquí, conmigo. Habla tranquilamente. Deja todo tu peso, aquí, sobre estas rodillas mías de Madre” y María se sienta. Pero Aglae se desliza al suelo, a sus pies, porque quiere hablarle en esa  postura.

(<Aglae relata su vida en medio de la corrupción del patriciado romano hasta que la llevaron a Palestina. [Relatada en el episodio 3-168-49 en el tema “Judas Iscariote”]>)

■ María hace un acto de disgusto involuntario que nota Aglae, que dice: “¡Oh, tú eres pura! Tal vez te repugno…”. Virgen: “Habla, habla, hija. Mejor a María que a Él. María es un mar que lava…”. Aglae: “Sí, mejor a ti. Me lo dije a mí misma cuando supe que Él tenía una Madre… Un día llegó a Hebrón un hombre, tu Hijo. Él estimaba esa casa (2). Lo supe y le invité a entrar. No estaba Schiammai (3)… Desde la ventana ya había oído palabras y visto un rostro que me desosegó el corazón. Te juro, Madre, que no fue la carne, la que me empujó a tu Jesús. Fue aquello que Él me reveló lo que me hizo ir hasta el umbral, desafiando la burla del vulgo, para decirle: «Entra». Fue entonces cuando supe que tenía alma. Me dijo: «Mi nombre quiere decir: Salvador. Salvo a quien tiene voluntad de ser salvado. Salvo enseñando a ser puros, a amar el dolor más que el honor, el bien más que cualquier otra cosa. Soy el que busca a los perdidos, el que da la vida. Soy Pureza y Verdad». Me dijo que también yo tenía alma y que la había matado con mi modo de vivir. Pero ni me maldijo, ni me escarneció. ¡No me miró ni un instante! Es el primer hombre que no me comió con su ávida mirada, porque llevo conmigo la tremenda maldición de atraer al hombre… Me dijo que quien le busca le encuentra, porque Él está donde hay necesidad de médico y medicina. Y se fue. Pero sus palabras han quedado aquí, y de aquí jamás se han ido. Me decía a mí misma: «Su Nombre quiere decir Salvador», como queriendo empezar a curarme. De su visita me habían quedado grabadas sus palabras y sus amigos pastores. Di el primer paso al darles una limosna a ellos y pidiéndoles una oración… y luego… huí… Fue una fuga santa: huí del pecado yendo en busca del Salvador. Anduve buscándole, segura de que le encontraría porque así me lo había prometido. Me enviaron a donde un hombre que se llama Juan, creyendo que era Él, pero no era. Un hebreo me indicó «Aguas Claras» (4). ■ En «Aguas Claras» viví como un animal, pobre, pero feliz. Los rocíos y el río no me lavaron tanto como sus palabras. ¡Oh!, no perdía ni una de ellas. Una vez perdonó a un hombre asesino. Lo oí… y estuve para decirle: «Perdóname a mí también». Otra vez habló de la inocencia perdida… ¡Oh! cuántas lágrimas. Otra vez curó a un leproso… y estuve para decirle: «Límpiame de mi pecado…». Cierto día curó a un demente y era romano… y lloré… y me mandó que me dijeran que las patrias pasan, pero el Cielo permanece. Una tarde en que había tempestad me acogió en su casa… y luego hizo que me diera hospedaje el administrador… y por medio de un niño me mandó decir: «No llores»… ¡Oh, bondad suya! ¡Oh, miseria mía! Ambas tan grandes que no me atreví a llevar mi miseria a sus pies… no obstante que uno de los suyos (5) me hablase en la noche de la infinita misericordia de tu Hijo. ■ Y luego, mi Salvador se fue, insidiado por quienes veían pecado en el deseo de un alma vuelta a nacer… Le esperé… pero también le esperaba la venganza de aquellos que son más indignos que yo de mirarle. Porque yo he pecado como pagana contra mí misma, pero ellos pecan, conociendo ya a Dios, contra el Hijo de Dios… Y me pegaron… Pero me hirieron más sus acusaciones que las piedras; hirieron más ellos mi alma que mi carne, hundiéndola en la desesperación. ¡Oh, qué tremenda lucha contra mí misma! Desgarrada, sangrando, herida, febril, sin tener más al Médico, sin techo, ni pan, miré atrás, miré al futuro… El pasado me decía: «Vuelve», el presente. «Mátate», el futuro: «Ten esperanza». He esperado… No me he matado. Lo haría si Él me rechazara, porque no quiero volver a ser lo que era… ■ A duras penas llegué a un pueblo pidiendo refugio. Me reconocieron. Tuve que salir huyendo como una bestia, acá, allá, siempre perseguida, siempre escarnecida, siempre maldecida, porque quería ser honesta y porque había desengañado a los que, por medio mío, querían herir a tu Hijo. Siguiendo el curso del río llegué hasta Galilea y vine hasta aquí… Tú no estabas… Fui a Cafarnaúm: acababas de partir. Me vio un viejo, uno de sus enemigos, y me dijo que podía yo acusarle a Él, a tu Hijo, y como llorase sin reaccionar agregó: «Todo podría cambiar para ti si quisieses ser mi amante y mi cómplice para acusar al Rabí de Nazaret. Bastaría con que dijeras, delante de mis amigos, que Él era tu amante…». Huí como quien ve salir una serpiente de en medio de un manojo de flores. ■ Y así comprendí que no podía ir a postrarme a sus pies y vine a los tuyos. Aquí estoy. Písame, soy lodo. Aquí estoy: arrójame, porque soy pecadora. Llámame por mi nombre: prostituta. Todo aceptaré de tu parte, pero ten piedad, Madre. Toma mi pobre alma sucia y llévala a Él. Cierto que poner en tus manos mi lujuria es un crimen, pero solo en tus manos estará protegida del mundo —que la quiere para sí—, y hará penitencia. Dime qué debo hacer. Dime qué medios debo emplear para no ser más Aglae. ¿Qué cosa debo mutilar en mí? ¿Qué debo arrancar de mí para no ser más pecado, ni seducción, para no tener miedo ni de mí misma, ni del hombre? ¿Me debo arrancar los ojos? ¿Me debo quemar los labios? ¿Me debo cortar la lengua? Ojos, labios, lengua me han ayudado al mal. Aborrezco el mal y estoy dispuesta a castigarme y a sacrificarlos. ¿O quieres que me arranquen estas caderas que me empujaron a perversos amores? ¿Estas entrañas insaciables que temo se despierten? Dime, dime ¿cómo se hace para olvidarse de que una es hembra, y para hacérselo olvidar a los demás?”. ■ María está conturbada. Llora, sufre. De su dolor no hay más señal que las lágrimas que caen sobre la arrepentida. Ésta dice: “Quiero morir perdonada. Quiero morir,  no recordando a otro que al Salvador. Quiero morir con su sabiduría como amiga mía… ¡Y no puedo acercarme a Él, porque el mundo nos acecha a mí y a Él, para acusarnos…!”. Aglae llora echada en tierra, como un andrajo.
* “En este corazón hay una gran herida. Hace más de treinta años que gime y cada vez más crece y me consume. ¿Sabes cómo se llama? Amor. El amor es lo que abre mis venas para hacer que no esté sólo el Hijo para salvar… que me da fuego para que purifique a los que no se atreven a ir a donde mi Hijo… que me hace brotar lágrimas con que lavar a los pecadores. Tú querías mis caricias. Te doy mis lágrimas que te hacen más blanca para que puedas mirar a mi Señor”.- ■ María se pone de pié y, casi jadeando, susurra: “¡Qué difícil es ser redentores!”. Aglae, que oye aquel murmullo e intuye, dice: “¿Lo ves? ¿Ves que también tú sientes asco? Me voy. ¡Todo se ha acabado!”. Virgen: “No, hija, no se ha acabado. Ahora empieza. Escucha, pobre alma. No lloro por ti, sino por el mundo cruel. No te dejo ir sino te recojo, pobre golondrina a la que la tempestad ha arrojado contra mis paredes. Te llevaré a Jesús y Él te dirá qué camino debes seguir para tu redención…”. Aglae: “No tengo más esperanzas… El mundo tiene razón. No puedo ser perdonada”. Virgen: “El mundo no te puede perdonar, pero Dios, sí. Déjame que te hable en nombre del Amor Supremo que me ha dado un Hijo para que yo le dé al mundo; que me ha nacido de la feliz ignorancia de mi virginidad consagrada, para que el mundo tuviese el Perdón, y me ha sacado sangre, no en el parto sino del corazón, al revelarme que mi Hijo es la Gran Víctima. Mírame, hija. En este corazón hay una gran herida. Hace más de treinta años que gime y cada vez más crece y me consume. ¿Sabes cómo se llama?”. Aglae: “Dolor”. Virgen: “No. Amor. El amor es lo que abre mis venas para hacer que no esté sólo el Hijo para salvar; es el amor lo que me da fuego para que purifique a los que no se atreven a ir a donde está mi Hijo; el amor me hace brotar lágrimas con que lavar a los pecadores. Tú querías mis caricias. Te doy mis lágrimas que te hacen más blanca para que puedas mirar a mi Señor. No llores así. No eres la única pecadora que viene al Señor y regresa redimida. Hubo también otras y  habrá más. ■ ¿Dudas que pueda perdonarte? Pero ¿no ves en cada cosa de las que te ha sucedido un misterioso querer de su bondad divina? ¿Quién te llevó a Judea? ¿Quién a la casa de Juan? ¿Quién te puso a la ventana aquel día? ¿Quién encendió una luz para iluminarte sus palabras? ¿Quién te dio la capacidad de comprender que la caridad, unida a la plegaria de quien recibe el beneficio, obtiene ayuda divina? ¿Quién te dio fuerzas para huir de la casa de Sciammai? ¿Quién de perseverar los primeros días hasta su llegada? ¿Quién te trajo a su camino? ¿Quién te hizo capaz de vivir como penitente para limpiar cada vez más tu alma? ¿Quién te dio alma de mártir, alma de creyente, alma de perseverante, alma de pura?…”.
* “Entre mi pureza, una gracia del Señor, y tu heroica ascensión, puedes pensar que es más grande tu pureza… No sé lo que significa esta trágica hambre. No conozco otra cosa más que la santísima hambre de Dios… Es necesario que Él te diga en nombre de Dios: «Estás perdonada». Eso yo no lo puedo decir, pero ya desde ahora te doy mi beso como promesa, como principio de perdón”.- ■ Virgen: “No muevas la cabeza. ¿Crees que tan sólo sea puro el que no ha conocido el placer sensual? ¿Crees tú que el alma no pueda hacerse más virgen y bella? ¡Oh, hija! Entre mi pureza que es una gracia del Señor y tu heroica ascensión, rehaciendo el camino, hacia la cima de tu pureza perdida, puedes pensar que es más grande la tuya. Tú la rehaces contra el apetito de los sentidos, la necesidad y la costumbre; para mí es una dote natural como el respirar. Tú debes cercenar tu pensamiento, los afectos, la carne, para no acordarte, para no desear, para no secundar; yo… Oh, ¿puede una niña recién nacida apetecer la carne? ¿Tiene mérito en no hacerlo? Pues así yo. No sé lo que significa esta trágica hambre que ha hecho de los hombres una víctima. No conozco otra cosa más que la santísima hambre de Dios; tú, sin embargo, ésta no la conocías y por ti misma has conseguido apresarla, y has domado la otra, trágica y horrenda, por amor a Dios, que ahora es tu único amor. ¡Sonríe, hija de la misericordia divina! Mi Hijo obra por ti lo que te dijo en Hebrón. Ya lo ha hecho. Estás salvada porque has tenido buena voluntad para salvarte, porque has preferido la pureza, el dolor, el Bien. Tu alma ha renacido. Sí. Es necesario que Él te diga en nombre de Dios: «Estás perdonada». Eso yo no lo puedo decir, pero ya desde ahora te doy mi beso como promesa, como principio de perdón… ■ ¡Oh, Espíritu Eterno! Siempre hay un poco de Ti en tu María. Deja que Ella te infunda, Espíritu Santificador, sobre la criatura que llora y que espera. Por nuestro Hijo, oh Dios de amor, salva a ésta que de Dios espera la salvación. La Gracia, de la que el Ángel dijo que estaba yo llena, descanse por un milagro sobre ésta y la levante hasta Jesús, el Salvador bendito, el supremo Sacerdote, que la absolverá en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu…”. (Escrito el 20 de Mayo de 1945).
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1 Nota :
Cfr. Personajes de la  Obra magnaAglae.   2  Nota  : Fue la casa  del sacerdote Zacarías y de su esposa Isabel, prima de la Virgen María. Es la misma casa a la que un día llegó la Virgen María para visitar a su prima Isabel, embarazada en avanzada edad, y permaneció allí hasta que Isabel dio a luz a su hijo Juan el Bautista. 3  Nota  : Sciammai: es el nombre del amante de Aglae.  4  Nota  : Aguas Claras. Cfr. en  Personajes de la Obra magna: «Aguas Claras».   5  Nota  : Se trata del apóstol Andrés.
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3-196-234 (3-57-331).- El sábado en Getsemaní, Jesús rememora un hecho de la infancia de su Madre.
* “Todavía no tenía tres años, pues aún no estaba en el Templo, y ya se le rompía el corazón de amor. Y llevada por un delirio de amor, decía a su mamá que quería ser virgen para agradar más al Salvador, pero que querría ser pecadora para poder ser salvada”.- ■ La comitiva apostólica se dispersa por el olivar del Getsemaní que es muy hermoso en este día de Abril. Las lluvias de los días anteriores parecen haber llenado de plata los olivos y haberlos sembrado de flores, pues sus hojas resplandecen al sol y muchísimas florecillas están a los pies de los olivares. Los pájaros cantan y vuelan por todas partes. La ciudad se abre allá, hacia el oeste del observador. No se ve el hormiguero de gente dentro de ella, pero se ven las caravanas que se dirigen a la Puerta de los Peces —y hacia otras puertas cuyo nombre ignoro— de la parte oriental. La ciudad traga a esta multitud como si fuera un animal hambriento Jesús está paseando y mira a Yabés (1) que juega con Juan y con los más jóvenes… Los más viejos miran y sonríen. Bartolomé pregunta a Jesús: “¿Qué cosa diría tu Madre de este pequeñín?”. Tomás dice: “Yo digo que dirá: «Está muy delgaducho»”. Pedro responde: “¡No! Dirá: «¡Pobre niño!»”. Felipe objeta: “No, lo que te dirá es: «Me alegro de que le quieras»”. Zelote dice: “La Madre no lo pondría nunca en duda. Yo creo que no hablará. Le estrechará contra su corazón”. Le preguntan ahora a Jesús: “Y Tú, Maestro ¿qué crees que dirá?”. Jesús: “Hará lo que decís, pero lo pensará y lo dirá sólo en su corazón; al besarle no dirá sino: «¡Que seas bendito!» y le cuidará como si fuese un pajarito caído del nido. ■ Escuchad. Un día me habló de cuando era pequeñita. Todavía no tenía tres años, pues aún no estaba en el Templo, y ya se le rompía el corazón de amor y exhalaba, cual flor y aceituna, aplastada o rota en el molino, todo su aceite, todo su perfume. Y llevada de un delirio de amor, decía a su mamá que quería ser virgen para agradar más al Salvador, pero que querría ser pecadora para poder ser salvada, y casi lloraba porque su mamá no la entendía y no sabía decirle cómo se puede lograr ser «pura» y «pecadora» al mismo tiempo. Le trajo la paz su padre, con un pajarito que había salvado del peligro que corría en el borde de una fuente: le contó la parábola del pajarito, diciéndole que Dios la había salvado anticipadamente y que, por eso, debía bendecirle por doble motivo. Y la pequeña Virgen de Dios, María la gran Virgen, ejercitó su primera maternidad espiritual con aquel pajarito caído del nido, y le echó a volar cuando fue grande; ese pajarillo ya no dejó jamás el huerto de Nazaret, consolando con sus vuelos y trinos la casa triste y los corazones tristes de Ana y Joaquín cuando María fue al Templo. Murió poco antes de que Ana entregase su alma: había terminado su misión. Mi Madre había hecho voto de virginidad por amor, pero, siendo criatura perfecta, poseía en su sangre y en su espíritu la maternidad; porque la mujer está hecha para ser madre, y comete aberración cuando se hace sorda a este sentimiento…”.  (Escrito el 21 de Junio de 1945).
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1  Nota  : Yabés o Marziam.- Cfr.  Personajes de la  Obra magna:  Marziam.
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(<Desde Betania se dirigen hacia Belén. Al lado de Jesús van María su Madre, María de Alfeo y María Salomé. Le siguen los apóstoles y el niño Marziam. La Virgen les va indicando los lugares transitados por Ella y José, hace treinta y dos años, en su camino a Belén. Ya en Belén visitan la gruta del nacimiento, describiendo, la Virgen, todas las circunstancias que rodearon al Nacimiento. Se sientan después a la sombra de un manzano. Surgen temas a los que Jesús, como Maestro responde>)
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3-207-323 (4-69-427).- J. Iscariote dice: “El Verbo no debía de haberse humillado tanto naciendo como los demás hombres. ¿No habría podido aparecer en forma humana, ya adulta?”.
* “En verdad, Yo tengo cuerpo real y María, en verdad, es la Madre del Verbo Encarnado. Si la hora de mi nacimiento fue solo un éxtasis, la razón es, porque Ella es la nueva Eva sin peso de culpa ni herencia de castigo. Descansar en Ella no fue una humillación para Mí”.- ■ Zelote, hablando con sus compañeros, dice: “¡Cómo se percibe que desciende de David! ¡Qué sabiduría! ¡Qué poesía!”. Interviene Iscariote, que, aún bajo los sentimientos de días anteriores, a pesar de que esté tratando de volver a tener la misma franqueza de antes, habla poco: “Pues bien, yo quisiera entender por qué de la necesidad de esta Encarnación. De acuerdo que el único que con su palabra puede vencer a Satanás es Dios, de acuerdo que Dios es el único que puede tener el poder de redención, no lo pongo en duda; pero, en fin, me parece que el Verbo no debía de haberse humillado tanto naciendo como los demás hombres, y sujetándose a las miserias de la infancia, etc. ¿No habría podido aparecer con forma humana, ya adulta, o, si es que quería tener una Madre, elegírsela adoptiva, como hizo para el padre? Me parece que una vez se lo pregunté, pero no me respondió ampliamente, o al menos no lo recuerdo”. Tomás dice: “Pregúntaselo, dado que estamos en el tema…”. Iscariote: “Yo no. Ya le he hecho disgustarse y todavía no me siento perdonado. Preguntádselo vosotros por mí”. Santiago de Zebedeo le replica: “Pero, hombre, nosotros aceptamos todo sin pedir tantas dilucidaciones, y ¿tenemos que ser nosotros quienes hagan preguntas? ¡No es justo!”. Jesús pregunta: “¿Qué es lo que no es justo?”. Hay un momento de silencio; luego Zelote, haciéndose intérprete de todos, repite las preguntas de Judas de Keriot y las respuestas de otros. ■ Jesús: “No te guardo rencor. Esto ante todo. Hago las observaciones necesarias, sufro y perdono. Lo digo para quien todavía tiene miedo, fruto todavía de su turbación. En cuanto a mi real Encarnación, digo: Es justo que haya sido en este modo. En el futuro, muchos caerán en errores acerca de mi Encarnación, atribuyéndome precisamente esas formas erradas que Judas querría que Yo hubiera asumido: Hombre, aparentemente con cuerpo compacto, pero, en realidad, volátil como un juego de luces, siendo, por tanto, y no siendo al mismo tiempo, carne real. Y la maternidad de María sería tal, y al mismo tiempo, no lo sería. En verdad, Yo tengo cuerpo real y María, en verdad, es la Madre del Verbo Encarnado. Si la hora del nacimiento fue solo un éxtasis, la razón es, porque Ella es la nueva Eva sin peso de culpa ni herencia de castigo. Descansar en Ella no fue una humillación para Mí. ¿Rebajaba acaso al maná el tenerlo dentro del Tabernáculo? Al contrario: estar en esa morada era honor”.
.  ● “En verdad os digo que Yo soy Uno con el Padre eternamente y estoy unido a Dios como hombre”.- ■ Jesús: “Otros dirán que Yo, no teniendo cuerpo real, no padecí ni morí durante mi paso por la tierra. Sí, no pudiendo negar que Yo existí, se negará mi Encarnación real, o mi Divinidad verdadera. En verdad os digo que Yo soy Uno con el Padre eternamente y estoy unido a Dios como hombre, pues en verdad le era posible al Amor en su Perfección alcanzar lo inalcanzable, revistiéndose de Carne para salvar a la carne. A todos estos errores responde mi vida entera, que da sangre desde mi nacimiento hasta la muerte, y que se ha sujetado a todo lo humano, excepto el pecado”.
.  ● Vosotros no sabéis cómo se ablanda la Justicia desde que tiene a la Mujer como su colaboradora”.-Jesús: “Sí, he nacido de Ella, y por vuestro bien. Vosotros no sabéis cómo se ablanda la Justicia desde que tiene a la Mujer como su colaboradora. ¿Estás contento ahora, Judas?”. Iscariote: “Sí, Maestro”. Jesús: “Haz tú también lo propio conmigo”. Iscariote agacha la cabeza avergonzado, y… tal vez emocionado ante una tanta bondad. Se quedan allí por un poco más de tiempo bajo el manzano. Unos duermen, otros dormitan… (Escrito el 3 de  Junio de 1945).
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(<La Virgen, acompañada de Simón Zelote regresa a Keriot, a la casa de Judas Iscariote, donde Jesús se encuentra, después de haber permanecido unos días con Elisa de Betsur [1] y de haberla consolado>)
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3-214-368  (4-76-471).- “¡Eres verdaderamente la salud de los enfermos!”.
* Eres mi más grande ayuda”.- ■ “¡Ahí viene la Madre con Simón!”, grita el niño Marziam, que ve a María y a Simón subir la escalera que lleva a la terraza en que está la habitación. Todos se ponen de pie y van al encuentro de los dos que llegan. Alboroto de exclamaciones, de saludos, de sillas movidas. Nada distrae a María de saludar primero a Jesús y luego a la madre de Judas. Ésta se postra con gran veneración, pero María la levanta y la abraza como si fuese una querida amiga a quien vuelve a ver después de una larga ausencia. Entran de nuevo en la sala y María de Judas ordena a la criada que traiga alimentos para los que acaban de llegar. La Virgen, entregando un pequeño rollo, a Jesús, dice: “Mira, Hijo, el saludo de Elisa”. Jesús lo abre, lo lee y dice: “Lo sabía; estaba seguro. Gracias, Mamá, por Mí y por Elisa. ¡Eres verdaderamente la salud de los enfermos!”. Virgen: “¿Yo?… Tú, Hijo, no yo”. Jesús: “Tú; y eres mi más grande ayuda”. (Escrito el 10 de Julio de 1945).
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1 Nota : Elisa, una antigua compañera de la Virgen en el Templo, y pariente suya lejana, estaba pasando unos momentos muy amargos tras la muerte de su esposo Abraham de Samuel y de sus dos hijos. Cfr. Personajes de la Obra magna: Elisa de Betsur.
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(<Sucede durante la primera visita de María Magdalena, después de su conversión, a Tiberíades. En la Tiberíades profana y viciosa Magdalena ha sido recibida con ojos burlones y palabras morbosas y en la Tiberíades judía, por medio de un escriba, con palabras despectivas>)
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4-242-78 (4-105-632)  María Virgen co-partícipe en la Redención.
* La Virgen, que consuela a María Magdalena, dice: “Es como si mi corazón estuviera envuelto en espinas”.- ■ La Magdalena llora silenciosamente bajo su velo. La Virgen, tomándola de la mano, la consuela: “No llores, María. Después el mundo te respetará. Los primeros días son los más penosos”. Magdalena: “¡Oh, no es por mí! ¡Es por Él! Si le procurase algún mal, yo no me lo perdonaría. ¿Has oído lo que ha dicho el escriba? Le compro­meto”. Virgen: “¡Pobre hija! ¿No sabes que estas palabras silban como serpien­tes alrededor de Jesús desde cuando todavía no pensabas venir a Él? Me ha dicho Simón que ya desde el año pasado le acusaban de esto, porque curó a una leprosa (1), que en un tiempo había sido pecadora, vista en el mo­mento del milagro y nunca más, más mayor que yo, soy como si fuera su madre. ¿No sabes que mi Hijo tuvo que huir de «Aguas Claras» porque una des­dichada hermana tuya (2) había ido allí para redimirse? No teniendo pecado, ¿cómo crees que le pueden acusar? Con embustes. ¿Dónde los pueden encontrar? En su misión entre los hombres. Toman la buena acción como prueba de pecado. Cualquier cosa que hiciera mi Hijo para ellos sería siempre pecado. Si se encerrase en una vida eremítica, sería culpable de no cuidar del pueblo de Dios; desciende a vivir en medio de su pueblo y, porque lo hace, es culpable. Para ellos siempre es culpable”. Magdalena: “¡Entonces son odiosamente malos!”. ■ Virgen: “No. Están obstinadamente cerrados a la Luz. Él, mi Jesús, es el eterno Incomprendido; y siempre, y cada vez más, lo será”. Magdalena: “¿Y no padeces por ello? Te veo muy serena”. Virgen: “Calla. Es como si mi corazón estuviera envuelto en espinas y a cada respiro suyo se le clavase una (3). ¡Pero que Él no lo sepa! Me muestro así para sostenerle con mi serenidad. Si no le consuela su Mamá, ¿dónde podrá hallar consuelo mi Jesús? ¿En qué pe­cho podrá reclinar su cabeza sin que le hieran o calumnien por ha­cerlo? Por lo tanto, es muy justo que yo, sin pensar en las espinas que taladran mi corazón, ni en las lágrimas que bebo en las horas de soledad, extienda un suave manto de amor, ponga una sonrisa, cueste lo que cueste, para tranquilizarle más, tranquilizarle más hasta… hasta cuando la ola del odio sea tal, que ya nada le sirva, ni siquiera el amor de su Mamá…”. ■ María tiene dos surcos de llanto en su pálido rostro. Las dos hermanas la miran conmovidas. Marta, para consolarla, dice: “Pero nos tiene a nosotras, que le queremos. Y a los apóstoles…”. Virgen: “Os tiene a vosotras, sí. Tiene a los apóstoles… Todavía muy por debajo de su misión… Y mi dolor es más fuerte aún porque sé que Él no ignora nada…”. Magdalena pregunta: “¿Entonces sabrá también que yo le quiero obedecer hasta el ho­locausto si es necesario?”. Virgen: “Lo sabe. Eres una gran alegría en su duro camino”. Magdalena: “¡Oh, Madre!” y toma la mano de María y la besa con visible afecto. (Escrito el 3 de Agosto de 1945).
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1  Nota  : “La leprosa”: Se trata de la bella  de Corozaín.  2  Nota  : “Desdichada  hermana tuya”:  se trata de Aglae.  3 Nota  :Es como  si mi corazón  estuviera envuelto en espinas”. En una larga nota autógrafa, que ocupa las cuatro caras de un folio doblado e introducido en este lugar de la copia mecanografiada, María Valtorta, entre otras cosas, explica que […] De la misma forma que es verdad que María, por ser Inmaculada, había debido quedar exenta del dolor, así como quedó exenta de la corrupción de la muerte, es también verdad que, como Corredentora «debió» padecer, en su corazón y espíritu inmaculados, cuanto su Hijo padeció en la carne, en el corazón y espíritu santísimos. Es más, precisamente por la plenitud que había en Ella de todos los dones divinos, comprendió que sus privilegiadas y «únicas» condiciones de Inmaculada y de Madre de Dios le habían sido concedidas en previsión de la Pasión del Redentor, y que, por tanto, esta especialísima condición suya de gloria —segunda sólo respecto a la infinita gloria de Dios— le había sido dada a precio del Sacrificio del Hijo de Dios y suyo, del derramamiento total de esa Sangre divina y de la inmolación de esa Carne divina que se habían formado en su seno virginal, con su sangre virginal, y que habían sido nutridos con su leche virginal. También el conocer esto era causa de dolor. Un dolor que se fundía con el gozo, tan vasto y profundo como el dolor. […] Y no sólo eso, sino que, también por la plenitud que había en Ella de los dones divinos, María conoció anticipadamente o contemporáneamente e intelectivamente todo el complejo sufrimiento de su Hijo. Sobre su alma de Inmaculada, llena de la Luz de Dios, se proyectó siempre la sombra dolorosa de la Cruz y de todas las luchas y obstáculos que precederían a la Pasión y afligirían a su Jesús […].
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(<Judas Iscariote quiere pasar unos días en la casa de Nazaret con la Virgen. Porque, según él, cerca de Ella se siente distinto y, para no perderse, necesita liberarse del monstruo que le oprime. Pero falta el consentimiento del Hijo. Para obtenerlo, Judas pide a María con palabras insistentes la mediación de Ella ante su Hijo>)
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4-262-219 (5-125-783).- “Pobrecita mamá que te sujetas, por amor de un alma, al sufrimiento de tener cerca a uno que infunde miedo”.
* “Soy una pobre mujer porque todavía estoy sujeta a antipatías. No debería tener repugnancia a nadie, por amor tuyo. No soy pobre por otro motivo. ¡Oh! Pudiese devolverte a Judas espiritualmente curado. Darte  un alma y darte un tesoro. Y quien da un tesoro no es pobre”.-  ■ Y Judas se echa a llorar en realidad, a los pies de María que le contempla con una mirada de piedad y de angustia mezclada de miedo. Está muy pálida. No obstante, da un paso hacia delante, porque estaba casi hundida en el seto, para alejarse de Judas que se le estaba acercando demasiado, y pone una mano sobre los negros cabellos de Iscariote. “Cállate. Que no te oigan. Hablaré con Jesús, y si Él acepta, vendrás a mi casa. No me preocupo de lo que piense el mundo. No hace daño a mi alma. Solo tendría horror a que fuese yo culpable ante Dios. La calumnia me deja indiferente. De todas formas, no me calumniarán, porque Nazaret sabe que su hija nunca ha sido causa de escándalo. Y además, ¡que suceda lo que suceda!… lo que me preocupa es que te salves en tu espíritu. Voy a ver a Jesús. Tranquilízate”. Se pone su velo, blanco como su vestido, y rápida camina por la vereda que conduce a una especie de colinita cubierta de olivos. ■ Busca a Jesús y le encuentra absorto en meditación profunda. “Hijo, soy yo… ¡Escúchame!”. Jesús: “¡Oh, Mamá! ¿Vienes a orar conmigo? ¡Qué alegría, qué consuelo me das!”. Virgen: “¿Qué, Hijo mío? ¿Sientes tu espíritu cansado? ¿Estás triste? ¡Díselo a tu Mamá!”. Jesús: “Sí, cansado, tú lo has dicho, y afligido. No tanto por el cansancio y las miserias que veo en los corazones, cuanto porque veo que mis amigos no cambian. Pero no quiero ser injusto con ellos. Uno solo me produce cansancio, y es Judas de Simón…”. ■ Virgen: “Hijo, de él venía a hablarte…”. Jesús: “¿Hizo algo malo? ¿Te ha causado alguna pena?”. Virgen: “No. Pero me ha causado la pena que me causaría al ver a una persona muy corrompida… ¡Pobre hijo! ¡Está muy enfermo en su espíritu!”. Jesús: “¿Tienes piedad de él? ¿No tienes miedo? Un tiempo tenías…”. Virgen: “Hijo mío, mi piedad es todavía más grande que mi miedo. Querría ayudarte a Ti y a él salvarle su espíritu. Tú puedes todo, y no tienes necesidad de mí, pero Tú has dicho que todos deben cooperar con el Mesías a redimir… ¡y este hijo tiene mucha necesidad de redención!”. Jesús: “¿Qué más debo hacer de lo que ya hago por él?”. Virgen: “No puedes hacer nada. Pero podrías dejarme intentarlo a mí. Me rogó que te dijese que le permitieses estar en nuestra casa, porque le parece que allá podrá librarse de su monstruo… ■ ¿Meneas la cabeza? ¿No quieres? Se lo diré…”. Jesús: “No, Mamá. No es que no quiera. Meneo la cabeza porque sé que es inútil. Judas es como uno que se está ahogando y que, a pesar de que ve que se está ahogando, rechaza por orgullo el lazo que le echan para sacarle a la orilla. No tiene la voluntad de venir a la orilla. De cuando en cuando, sintiendo terror de ahogarse, busca y pide ayuda, se agarra al lazo… pero luego, por orgullo, suelta la ayuda, la rechaza, quiere valerse por sí solo… y se hace cada vez más pesado a causa del agua espesa que traga. Pero, para que no se diga que no he usado todo medio, que también esto se haga, pobrecita Mamá… sí pobrecita Mamá, que te sujetas, por amor de un alma, al sufrimiento de tener cerca… a uno que infunde miedo”. ■ Virgen: “No, Jesús, no digas eso. Soy una pobre mujer porque todavía estoy sujeta a antipatías. Repróchamelo. Lo merezco. No debería tener repugnancia a nadie, por amor tuyo. No soy pobre por otro motivo. ¡Oh! Pudiese devolverte a Judas espiritualmente curado. Darte un alma y darte un tesoro. Y quien da tesoros no es pobre. Hijo… voy a decir a Judas que sí, que lo permites. Tú dijiste: «Llegará un tiempo en que dirás: ‘¡Qué difícil es ser la Madre del Redentor!’». Ya lo he dicho una vez… por Aglae… Pero ¿qué es una vez? ¡La fragilidad humana es tan grande!… Y Tú eres Redentor de todos. ¡Hijo!… ¡Hijo! De la misma forma que te llevé a la pequeñuela en mis brazos para que la bendijeras, deja que te traiga en brazos a Judas, para que le bendigas…”. ■ Jesús: “Mamá… mamá… él no te merece…”. Virgen: “Jesús mío… Déjame hacer la prueba con Judas”. Jesús: “¡Que se haga como tú quieres! y que seas bendita por tu intención de amarme y de amar a Judas. Ahora oremos juntos, Mamá. ¡Es tan dulce orar contigo!…”. (Escrito el 24 de Agosto de 1945).
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4-264-227 (5-127-792).- Judas Iscariote en Nazaret.
* Las palabras de la Virgen hacen pensar a Iscariote: Sería mejor para ti ser un alma honesta que no un apóstol deshonesto.- ■ María va, ágil, de los nidos de las palomas, a la pequeña fuente que gotea cerca de la gruta; de ésta a la casa; y pese a tanto quehacer, encuentra tiempo para admirar sus flores o las palomas que platican en los senderos o vuelan sobre la casa y el huerto. ■ Entra Judas cargado de plantas y estacas. “Buenos días, Madre, me dieron todo lo que quería. He venido corriendo para que no padecieran. Espero que prenderán como la madreselva. El año que viene tu jardín será como un canasto lleno de flores, y así te podrás acordar del pobre Judas y de su estancia aquí” dice y va sacando con cuidado de una bolsa plantas con su raíz envuelta en tierra y en hojas húmedas. De otra saca las estacas. Virgen: “Muchas gracias, Judas, muchísimas gracias. No puedes imaginarte de lo feliz que me siento por esa madreselva de la gruta. Cuando yo era niña, allí, al final de aquellos campos, que entonces eran nuestros, había todavía una más hermosa. Hiedras y madreselvas la cubrían con sus ramas y flores: cortina de la gruta, protección de las minúsculas azucenas que crecían incluso dentro de la gruta, que era toda verde tapizada por los adiantos. Allí había un manantial… En el Templo siempre me acordé de esta gruta, y te lo puedo asegurar: cuando oraba ante el Velo del Santo, no sentía a Dios de manera diferente. Mejor dicho, debo decir, que allá volvían a aparecer los dulces coloquios de mi espíritu con mi Señor… Mi José hizo que pudiera tener esta gruta con un útil hilito de agua; pero, sobre todo, para darme el gusto de tener una grutita, semejante a la anterior… José era bueno, hasta en las cosas más pequeñas… Plantó una madreselva, y la hiedra que vive todavía. La madreselva murió en los años del destierro… luego la volvió a plantar, pero murió también hace tres años. Ahora tú la has vuelto a plantar. Ves, ya ha agarrado. Eres un buen jardinero”. ■ Iscariote, que cual experto trabaja en colocar las plantas en los lugares apropiados, dice: “Sí. Cuando fui pequeño, me gustaban mucho las plantas. Mi madre me enseñaba a cuidarlas… Ahora vuelvo a ser niño, a tu lado, Madre, y descubro mi antigua habilidad, para agradarte. ¡Eres muy buena conmigo!…”. Y va junto al seto de las flores nocturnas, a poner una maraña de raíces, que no sé si son de muguetes o de otras flores. “Aquí está bien” dice, apretando con un azadón en la parte donde ha enterrado las raíces. “No les hace falta mucho sol. No me las quería dar el siervo de Eleazar, pero insistí tanto hasta que me las dio”. Virgen: “Tampoco le quisieron dar a José aquellas gardenias, pero trabajó sin cobrar para poder obtenérmelas. Aquí siempre han prosperado muy bien”.  Iscariote: “Ya acabé, Madre. Ahora las voy a regar y les irá bien”. Las riega y luego se lava las manos en la fuentecilla. ■  María le mira —tan distinto de su Hijo como es,  tan distinto del Judas de ciertas horas de borrasca—, le escudriña, piensa, se le acerca, y poniéndole una mano en el brazo, dulcemente le pregunta: “¿Te sientes mejor, Judas? Quiero decir, en tu espíritu”. Iscariote: “¡Oh, Madre! Muy bien. Me siento tranquilo. Lo estás viendo. Encuentro gusto y salvación en las ocupaciones humildes y en estar contigo. No debería jamás salir de esta paz, de este recogimiento. Aquí… qué lejos de esta casa está el mundo…”. Judas mira al huerto, las plantas, la casita… Termina: “Pero si estuviese aquí, jamás sería apóstol. Y quiero serlo…”. Virgen: “Aunque —créeme, Judas— sería mejor para ti ser un alma honesta que no un apóstol deshonesto. Si caes en la cuenta que las alabanzas y honores de apóstol te dañan, renuncia Judas. Es mejor para ti ser un simple fiel de mi Jesús, un santo, que un apóstol pecador”. ■ Judas agacha la cabeza pensativo. María le deja en sus pensamientos y entra en la casa para continuar sus quehaceres. Judas sigue clavado en el mismo lugar un rato, después se pone a pasear de un lado para otro bajo el emparrado. Lleva los brazos cruzados; la cabeza baja. Piensa, piensa… y pasa a monologar, y gesticular solo… Un monólogo incomprensible; los gestos son los propios de una persona que tiene ideas contradictorias: parece suplicar y rechazar, o compadecerse, o maldecir algo. Y pasa de una expresión de interrogación, a una expresión de miedo, de angustia… hasta adquirir su rostro la expresión de sus peores momentos, y, así, de repente, se detiene a mitad de recorrido del sendero, y se queda así un rato, con una expresión de verdadero demonio… Luego se lleva las manos a la cara y huye al terraplén de los olivos, fuera de la vista de María, y llora con la cara oculta entre las manos, hasta que se calma; y se queda sentado con la espalda apoyada en un olivo, como aturdido…

(Judas lleva ya dos semanas en Nazaret. Su afabilidad ante la gente, su defensa de Jesús ante el sinagogo, sus amistades influyentes: Judas es un hombre práctico. Como ahora que acaba de reunirse con el sinagogo y otros de Nazaret, además de José y Simón de Alfeo —primos de Jesús— ante los que, con su retorcido pensamiento, ha dado a entender que existen serios interrogantes en algunas formas de conducta de Jesús. Se dirige luego a casa. Y, con la siguiente escena, termina la estancia de Judas en Nazaret)

* Judas encuentra a la Virgen llorando.- ■ Y se marcha caminando ligero. Entra tranquilo en casa. Sube a la terraza, donde María con las manos sobre las piernas, contempla el cielo preñado de estrellas; y con la leve luz de la lámpara, que Judas prendió para subir la escalera, se ven dos hilos de llanto que bajan por las mejillas de María. Judas pregunta con ansiosa premura: “¿Estás llorando, Madre?”. Virgen: “Porque me parece que el mundo esté cargado de insidias más que el cielo de estrellas. Insidias contra mi Jesús…”. ■ Judas se queda mirándola atento y no sabe qué hacer. María termina suavemente: “Pero me da fuerzas el amor de los discípulos… Amad mucho a mi Jesús… amadle… ¿Quieres quedarte aquí, Judas? Bajo a mi habitación. María de Cleofás, se ha ido a dormir después de preparar la levadura para mañana”. Iscariote: “Sí. Aquí me quedo. Aquí se está bien”. Virgen: “La paz sea contigo Judas”. Iscariote: “La paz sea contigo, María”. (Escrito el 27 de Agosto de 1945).
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(<Está a punto de concluir una fuerte disputa de Jesús con los fariseos de Cafarnaúm tras la curación de un endemoniado ciego y mudo>)
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4-269-275 (5-132-843).- “Los que hacen la voluntad de Dios son mis hermanos y hermanas, son mi madre” (1).
* No tengo nada que perdonar a mi Madre, ni Ella tiene nada que perdonarme, porque Ella juzga con justicia”.- ■ Un murmullo, ni de aprobación ni de protesta, recorre la multitud, que se va apiñando y que ya es numerosa, de manera que además del huerto y la terraza, está llenísima de gente, hasta la calle.  Hay gente sentada a caballo en la pared, que se levanta en el borde del huerto, y subida a la higuera del huerto y a los árboles de los huertos vecinos; porque todos quieren oír la disputa entre Jesús y sus enemigos. ■ Un ruido confuso llega ahora hasta los apóstoles cercanos a Jesús, esto es,  Pedro, Juan, Zelote y los hijos de Alfeo, porque los demás están en la terraza y otros en la cocina. Menos Judas Iscariote que está en la calle, entre la gente. Pedro, Juan, Zelote, los hijos de Alfeo recogen este murmullo y le dicen a Jesús: “Maestro, están tu Mamá y tus hermanos. Están allí afuera, en la calle. Te buscan porque quieren hablar contigo. Da orden de que se aleje la muchedumbre para que puedan acercarse a Ti, porque sin duda un motivo importante los ha traído hasta aquí a buscarte”. ■ Jesús alza la cabeza y ve en el fondo de la multitud el rostro angustiado de su Madre, que está luchando por no llorar, mientras José de Alfeo (2) le habla con vehemencia; y ve los gestos de negación de Ella, repetidos, enérgicos, a pesar de la insistencia de José. Ve también la cara de apuro de Simón (2), visiblemente apenado, disgustado… Pero no sonríe y no da ninguna orden. Deja a la Afligida en su dolor y a sus primos donde están. Baja los ojos hacia la muchedumbre y, respondiendo a los apóstoles que le están cerca, responde también a los que están lejos y que tratan de hacer valer la sangre más que el deber: “¿Quién es mi Madre y quiénes son mis hermanos?”. Despliega su mirada. Hay severidad en el rostro que palidece por esta violencia que debe hacerse para poner el deber por encima del afecto y la sangre, y para suspender el reconocimiento del vínculo con su Madre por servir al Padre. Dice señalando con un amplio gesto a la muchedumbre que se apiña en torno a Él, a la luz de las antorchas, bajo la luz de plata de la luna: “He aquí a mi madre, y he aquí a mis hermanos. Los que hacen la voluntad de Dios son mis hermanos y hermanas, son mi madre. No tengo otros. Y los míos serán tales si, antes que los demás y con mayor perfección que ninguno otro, hacen la voluntad de Dios hasta el sacrificio total de toda otra voluntad o voz de la sangre y del afecto”. ■ Nace entre la muchedumbre un murmullo más fuerte, como un mar agitado por un viento repentino. Los escribas son los primeros que dicen: “¡Es un demonio. Reniega incluso de su sangre!”. Los parientes se adelantan diciendo: “¡Es un loco! ¡Tortura hasta a su Madre!”. Los apóstoles dicen: “Verdaderamente en estas palabras está todo el heroísmo”. La muchedumbre dice: “¡Cómo nos ama!”. ■ A duras penas, María con José y Simón se abren paso: María, todo dulzura; José, todo furia; Simón, todo apuro. Llegan a donde está Jesús. José arremete enseguida: “¡Eres un loco! Ofendes a todos. No respetas ni siquiera a tu Madre. Pero ahora estoy aquí y te lo impediré. ¿Es verdad que vas por ahí haciendo trabajos de obrero? (3). Pues si esto es verdad, ¿por qué no trabajas en tu carpintería, para alimentar a tu Madre? ¿Por qué mientes diciendo que tu trabajo es la predicación, ocioso e ingrato, que es lo que eres, si luego vas a realizar trabajo pagado a casa ajena? Verdaderamente me pareces como si estuvieras en manos de un demonio que te indujera al camino errado. ¡Responde!”. Jesús se vuelve, toma de la mano al niño José, le acerca a Sí y luego le levanta sujetándole por las axilas y dice: “Mi trabajo fue para dar de comer a este inocente y a sus parientes, y en convencerles de que Dios es bueno; ha sido predicar en Corozaín la humildad y la caridad, y no sólo a Corozaín sino también contigo, José, hermano injusto. Te perdono porque sé que te muerden dientes de serpiente. Te perdono también a ti, Simón inconstante. No tengo nada que perdonar a mi Madre, ni Ella tiene nada que perdonarme, porque Ella juzga con justicia. Que haga el mundo lo que quiera. Yo hago lo que Dios quiere. Y con la bendición del Padre y de mi Madre soy feliz más que si todo el mundo me aclamase como rey suyo. Ven, Madre. No llores. Ellos no saben lo que hacen. Perdónalos”. Virgen: “¡Oh, Hijo mío! Yo sé. Tú sabes. No hay nada que decir…”. Jesús: “Nada más, aparte de decirle a la gente: «Idos en paz». Jesús bendice a la multitud, y luego, llevando a María con la mano derecha y con la izquierda al niño, se dirige a la pequeña escalera y es el primero en subirla. (Escrito el 2 de Septiembre de 1945).
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1  Nota  : Cfr. Mt. 12,46-50; Mc. 3,31-35; Lc. 8,19-21.  2  Nota  : José y Simón: Son primos de Jesús, hermanos de los dos apóstoles Santiago y Judas Tadeo. Cfr. Personajes de la Obra magna: Alfeo y familia.  3  Nota  : En la casa de una mujer de Corozaín, recientemente enviudada, Jesús, llevado por un acto de caridad, había terminado los trabajos de carpintería que había dejado inconclusos el esposo. Al finalizar los mismos, el niño de nombre José, con el consentimiento de su madre, consiguió que Jesús le llevara con Él durante un tiempo pues el niño sentía aún una fuerte nostalgia por su fallecido padre.
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(<Jesús ha  terminando su discurso en la ciudad de Gerasa>)
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4-288-399  (5-152-975).- “Mi misma Madre será bienaventurada, no tan solo por ser su alma inmaculada, sino por haber escuchado la palabra de Dios y haberla puesto en práctica al obedecer”.
* Una fuerte voz de mujer, entre la multitud admirada, canta la nueva bienaventuranza de María, o sea, la gloria de María: “Dichoso el vientre que te llevó…”. Jesús sonríe por esta alabanza a su Madre. Pero luego dice: “Más bien dichosos los que escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica.-  ■ Una fuerte voz de mujer se oye, cual canto de alondra, por encima del rumor de la admirada multitud, cantando la nueva bienaventuranza, o sea, la gloria de María: “Dichoso el vientre que te llevó y los pechos  que te amamantaron” (1). Jesús se vuelve hacia la mujer que ha alabado a su Madre por admiración hacia el Hijo. Sonríe, porque la alabanza tributada a su Madre le es dulce. Pero luego dice: “Más dichosos son los que escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica. Haz esto tú, mujer”. ■ Luego bendice y se dirige hacia la campiña seguido por los apóstoles que le preguntan: “¿Por qué dijiste esas palabras?”. Jesús: “Porque en verdad os digo que en el Cielo no se mide con las medidas de la tierra. Mi misma Madre será bienaventurada no tan solo por su alma inmaculada, sino por haber escuchado la palabra de Dios y haberla puesto en práctica al obedecer. El “que el alma de María sea sin mancha” es un prodigio del Creador; a Él, pues, sea dada la gloria por ello. Pero el “hágase en mi según tu palabra” es prodigio de mi Madre; por esto, pues, es grande su mérito. Tan grande que solo por esa capacidad suya de escuchar a Dios, que hablaba por boca de Gabriel, y por su voluntad de poner en práctica la palabra de Dios, sin pararse a pensar en las dificultades y dolores inmediatos y futuros que de su adhesión le vendrían, ha venido al mundo el Salvador. Veis, pues, que Ella es mi bienaventurada Madre no solo porque me engendró y amamantó sino también porque escuchó la palabra de Dios y la puso en práctica al obedecer”. (Escrito el 27 de Septiembre de 1945).
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1  Nota  : Cfr. Lc. 11,27-28
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(<Jesús se encuentra en una gruta del macizo que se halla a los pies de la ciudad de Yiftael. Se ha refugiado aquí a la espera de los ocho apóstoles que han ido a acompañar a Juan de Endor y Síntica [1] en su viaje a Antioquía. Es un Jesús angustiado que llora por Judas rogando por él al Padre>)
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5-317-113 (6-5-30).- “¡Un milagro para Jesús de María de Nazaret, nuestra eterna Amada! Un milagro que anule lo escrito. ¡La salvación de Judas!”.
* Jesús llama con todo su corazón a su lejana Madre… “el único consuelo de Dios… ”.- ■ Jesús se deja caer sobre las hojas y se queda así, inmóvil, extendido, con las manos debajo de la cabeza, con los ojos fijos en la bóveda rocosa, absorto, yo diría aturdido, como quien hubiera soportado un esfuerzo o un dolor superior a sus fuerzas. Luego, lentas lágrimas, sin que se oiga un sollozo, empiezan a bajar por sus mejillas, las bañan, para perderse entre sus cabellos, hacia las orejas, y terminar entre las secas hojas… Llora así, largo tiempo, y sin hablar, sin moverse… ■ Luego se sienta, y con la cabeza entre las rodillas, alzadas y ceñidas con sus manos entrelazadas, llama con todo su corazón a su lejana Madre: “¡Madre! ¡Madre! ¡Madre mía! ¡Eterna dulzura mía! ¡Oh Madre, cómo quisiera tenerte junto a Mí! ¿Por qué no te tengo siempre, Tú que eres el único consuelo de Dios?”. Con un leve y sordo murmullo la cóncava gruta responde a sus palabras, a sus sollozos… “¡Un milagro! ¡Un milagro para Jesús de Nazaret, para Jesús de María de Nazaret, nuestra eterna Amada! ¡Un milagro que borre lo escrito y lo anule! ¡La salvación de Judas! Ha vivido a mi lado, ha bebido mis palabras, ha partido conmigo el pan, se ha recostado sobre mi pecho… ¡Que no sea él mi traidor!… No te pido que no sea yo traicionado… Debe suceder, y sucederá… para que, por medio de mi dolor de ser traicionado, sean anuladas todas las mentiras; por el dolor de ser vendido, quede expiada toda avaricia; por mi congoja de que me blasfemen, reparadas todas las blasfemias; y, por la congoja de no habérseme creído, reciban fe aquellos que no la tienen ahora o en el futuro; para que, por mi tortura, queden purificados todos los pecados de la carne… ¡Pero, te ruego: no él, no él, Judas, mi amigo, mi apóstol!…”.  (Escrito el 2 de Noviembre de 1945).
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1 Nota : El Sanedrín,  conocedor de estas dos conquistas de Jesús, Juan de Endor y Síntica, no los veía con buenos ojos por ser gentiles y por tanto inmundos. Y, con la complicidad de Iscariote, buscaba la forma de deshacerse de ellos. Por este motivo, Jesús se decidió mandarlos a Antioquía a una posesión que allí tenía Lázaro. Cfr. Personajes de la Obra magna: a) Juan de Endor; b) Síntica.
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(<Mientras Jesús, en Yiftael, llora por Judas Iscariote implorando por él a su Padre, los ocho apóstoles con los dos que van a Antioquía, Juan de Endor y Síntica, navegan en esos momentos hacia Tiro en una barca fuerte y bastante grande que Pedro ha alquilado en Tolemaida. Se ha levantado una fuerte tempestad>)
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5-318-121 (6-6-39).- Canto a la Virgen en tiempo de peligro porque “Él está en Ella y Ella en Él. Pero si Él está aquí es porque ha estado antes Ella”.
* Ave estrella de la mañana… En ti espera el navegante…”.- ■ Olas gigantescas van comenzando a formarse. Olas que avanzan, que rechazan a la pobre barca en su intento de avanzar, y eso sin contar la llovizna que se hace cada vez más tupida… además de un viento que llega a azotar las espaldas de los navegantes. Simón de Jonás no es parco en echarle unos cuantos epítetos pintorescos, porque es un viento contrario que no ayuda, antes bien arroja a la barca contra los escollos del cabo ya cercano. La barca navega con dificultad en la curva de este pequeño golfo, de color oscuro como la tinta. Reman, reman, con dificultad, rojos, sudados, apretando los dientes, sin desaprovechar ni una brizna de fuerza en palabras. Los otros, sentados frente a ellos —yo los veo de espaldas— callan, mudos, bajo la tediosa lluvia. Juan y Síntica, en el centro (junto al mástil de la vela); detrás de ellos, los hijos de Alfeo, últimos, Mateo y Simón, que luchan por mantener derecho el timón a cada golpe de ola. Doblar el cabo es empresa fatigosa. Por fin lo hacen. Los remadores, que deben estar extenuados, pueden gozar de un poco de paz. ■ Se consultan sobre si refugiarse en un pueblecillo de allende el cabo. Pero se impone la idea de que “se debe obedecer al Maestro incluso contra lo sensato. Y Él dijo que se debe llegar a Tiro todo en una jornada”. Y continúan… El mar se calma al improviso. Notan el fenómeno. Santiago de Alfeo dice: “El premio de la obediencia”. Pedro confirma: “Sí, Satanás se ha marchado porque no ha logrado hacernos desobedecer”. Mateo observa: “De todas formas, llegaremos a Tiro de noche. Esto nos ha retrasado mucho…”. Zelote responde: “No importa. Iremos a dormir, y mañana buscaremos la nave”. Mateo: “¿Y la encontraremos?”. Tadeo dice seguro: “Jesús lo ha dicho. Por tanto, la encontraremos”. ■ Andrés observa: “Podemos izar la vela, hermano. Ahora hay viento bueno. Iremos raudos”. La vela, efectivamente, se hincha, no mucho, pero lo suficiente como para que sea mucho menos necesario remar; y la barca se desliza, como aligerada, hacia Tiro, cuyo promontorio —mejor: cuyo istmo— se ve blanquear allá, al norte, con las últimas luces del día. Y la noche cae rápida. Y parece extraño, después de tanta neblina, en el firmamento aparecen las estrellas con una claridad inimaginable. La Osa Mayor revuelca en medio de sus astros, mientras el mar se ilumina con los serenos rayos de la luna, tan blancos que casi parece rayar el alba. Después de un día penoso, sin el intervalo de la noche… ■ Juan de Zebedeo alza la cabeza al cielo, mira y sonríe, y, al improviso, empieza a cantar, siguiendo el ritmo de su remo con la estrofa y ritmando ésta con el remo:

“Ave, Estrella de la Mañana,
Jazmín de la noche,
Luna de oro de mi Cielo,
Madre santa de Jesús.

Espera en ti el navegante,
Te sueña el que sufre y muere,
¡Ilumina, Estrella santa y pía,
a quien te ama, oh María!…”.

Canta feliz, a pleno pulmón, con voz de tenor. Su hermano le dice: “¿Por qué haces? ¡Estamos hablando de Jesús y tú hablas de María!”. Juan de Zebedeo: “Él está en Ella y Ella en Él. Pero si Él está aquí es porque ha estado antes Ella… Déjame cantar…”. Y empieza, arrastrando tras de sí a los demás… ■ Llegan a Tiro. El desembarco es cómodo en el puerto más pequeño, el que está al sur del istmo, velado por lámparas que cuelgan de muchas barcas. Los que están allí no niegan su ayuda a los recién llegados.  (Escrito el 3 de Noviembre de 1945).
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(<Jesús ha decidido ir a Nazaret con Santiago de Alfeo y su hermano  Judas,  Pedro y Tomás. El resto de los apóstoles, bajo la guía de Simón Zelote, recorrerán algunos pueblos para, dentro de unos días, juntarse nuevamente todos>)
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5-336-238 (6-24-151).- El amor de Tomás por María Stma.: “¿No sabes que para mí estar al lado de tu Madre es una dulzura que no encuentro palabras para describírtela?”.
* “¡Ahora mi amor es María! Un amor que los sentidos desconocen. ¡Éstos mueren con sólo pensar en Ella! Es un amor que alegra mi espíritu. ¡Ah!, todo cuanto he visto en las mujeres, lo comparo con lo que veo en tu Madre, y digo dentro de mí: «En Ella habita toda justicia, toda gracia y belleza»”.- ■ Mientras ellos toman a la derecha, Jesús continúa su camino con sus primos, con Pedro y Tomás. El silencio los acompaña. Después Pedro salta con un potente y solitario: “¡Sabe Dios!…” como si fuera la conclusión de algo que venía meditando. Los otros, le miran… Jesús, al quite, desvía otras preguntas diciendo: “¿Estáis contentos vosotros dos de venir a Nazaret conmigo?” y pasa los brazos por los hombros a Pedro y a Tomás. Pedro, con toda su impetuosidad, dice: “¿Y lo preguntas?”. Tomás, más tranquilo, pero con su cara que resplandece de alegría, añade: “¿No sabes que para mí estar al lado de tu Madre es una dulzura que no encuentro palabras para describírtela? María es mi amor. Antes de ser tu  discípulo había pensado en formar una familia, y había puesto ya mis ojos en algunas muchachas, para escoger de entre ellas la que sería mi esposa. No había hecho promesa de no casarme. ¡Pero ahora… ahora!… ¡Ahora mi amor es María! Un amor que los sentidos desconocen. ¡Éstos mueren con sólo pensar en Ella! Es un amor que alegra mi espíritu. ¡Ah!, todo cuanto he visto en las mujeres —aun las más amadas como mi madre y mi hermana gemela—, todo lo que de bueno veo en ellas, lo comparo con lo que veo en tu Madre, y digo dentro de mí: «En Ella habita toda justicia, toda gracia y belleza. Su agraciado corazón es un jardín de hermosas flores… su rostro es un bello poema…». ¡Oh, qué necios, nosotros israelitas porque no nos atrevemos a pensar en los ángeles y con reverente temor elevamos nuestros ojos a los querubines del Santo de los Santos!… ¡Y ante Ella no abrigamos iguales sentimientos! Ella, que —estoy se­guro— supera ante los ojos de Dios a cualquier belleza angélica…”. ■ Jesús mira al enamorado Tomás, que ama tanto a su Madre, que parece como espiritualizar­se, tan grande es su sentimiento por María que le muda la expresión bondadosa del rostro. “Bueno, pues unas horas, pocas, estaremos con Ella. Nos detendremos hasta pasado mañana”. (Escrito el 20 de Noviembre de 1945).
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5-346-294 (6-34-204).- Solo los que unan una fe perfecta a un amor perfecto, sabrán el significado de los nombres de «Jesús» y de «María».
* Los apóstoles, enamorados de la Virgen María, van hablando de Ella con admiración… “Belleza pura que satisface sin ansias, así como cuando se contempla una flor”. “Todos vemos en María cuanto de más dulce hay en la mujer. ¡Qué pura es! ¡Qué madre tan querida! No se sabe si se le ama por una u otra cualidad…”. Pedro concluye: “Se le ama porque es «María». ¡Esta es la razón!”.-  ■ Jesús debió haber salido de Cesarea de Filipo a las primeras horas de la mañana porque, desde el lugar por donde van, se ven los montes y la llanura. Se dirige hacia el lago de Merón, para ir luego al de Genesaret. Van con Él los apóstoles y todos los discípulos que estuvieron en Cesarea. Que un grupo tan numeroso se vea por el camino, no llama la atención a nadie, porque se encuentran caravanas de israelitas y prosélitos que vienen de todos los lugares de la Diáspora que van a Jerusalén, donde desean permanecer por algún tiempo para escuchar a los rabíes y respirar el ambiente del Templo. Caminan rápidos bajo el sol que está alto, pero que no molesta, porque es un sol primaveral que juguetea entre la fronda nueva, con las ramas en flor, y que hace que salgan, que broten flores y más flores. La llanura anterior al lago parece una alfombra florida. Al dirigir los ojos por las colinas que lo circundan, se ven trozos blanquecinos, otros ligeramente rosados, otros que dejando su color rosa, se tiñen de rojo. Y cuando se pasa cerca de las pocas casas de campesinos o de las herrerías que hay por el camino, la vista se alegra al contemplar los primeros rosales de los huertos, que se columpean por las paredes o vallas de las casas. ■ Simón Zelote observa: “Los jardines de Juana de Cusa deben estar en flor”. Santiago de Alfeo se acuerda: “También el huerto de Nazaret debe parecer un cesto lleno de flores. María es la delicada abeja que va de rosal en rosal; de los rosales a los jazmines que pronto florecerán; a los lirios, que tienen ya sus botones; y cortará la rama del almendro como siempre hace, es más, ahora cortará la del peral o del granado, para ponerla en la jarra de su habitación. Cuando éramos pequeños le preguntábamos cada año: «¿Por qué tienes siempre allí una rama de árbol en flor y no pones rosas?». Y respondía: «Porque sobre esos pétalos veo escrita una orden que me viene de Dios y siento el aroma puro del aura celeste». ¿Te acuerdas, Judas?”. Judas Tadeo le responde: «¡Cómo no he de acordarme! También me acuerdo que, ya hombre, esperaba con ansias que llegara la primavera para ver a María caminar por su huerto bajo las nubes de sus árboles en flor y entre los setos de las primeras rosas. Nunca vi espectáculo más hermoso que esa bella mariposa que andaba de flor en flor, en medio de los revoloteos de las palomas…”. Tomás suplica: “¡Oh, vamos pronto a verla, Señor! También yo quiero ver eso”. Jesús responde: “Basta con que aceleremos el paso, descansemos poco en las noches, para llegar a Nazaret a tiempo”. Tomás: “¿De veras que me vas a dar este gusto, Señor?”. Jesús: “Sí, Tomás. Iremos todos a Betsaida y luego a Cafarnaúm. Allí nos separaremos: nosotros vamos en la barca a Tiberíades, y luego a Nazaret. Así cada uno, menos vosotros dos que sois de la Judea, vamos a tomar nuestros vestidos más ligeros. El invierno ha terminado”. Juan: “E iremos a decir a la Paloma: «Levántate, apresúrate, ¡oh amada mía!; ven porque el invierno ha pasado, la lluvia ha cesado, hay flores por los campos. Levántate, amiga mía, ven, paloma que estás escondida, muéstrame tu rostro y hazme escuchar tu voz» (1). Pedro exclama: “¡Bravo, Juan! Pareces un enamorado que cantara a su amada”. Juan: “Lo estoy. De María lo estoy. No veré a otras mujeres que despierten mi amor. Sólo María. Ella es mi tesoro”. Tomás dice: “Hace un mes decía yo lo mismo ¿verdad, Señor?”. Y Mateo añade: “Creo que todos estamos enamorados de Ella. ¡Un amor tan alto, tan celestial!… como solo Ella puede inspirarlo. Y el alma ama completamente su alma, la mente ama y admira su inteligencia, el ojo mira y se regocija en su belleza pura que satisface sin ansias, así como cuando se contempla una flor… ¡María, la Belleza de la tierra y, creo, la Belleza del Cielo…!”. Felipe interviene: “¡Tienes razón! Todos vemos en María cuanto de más dulce hay en la mujer. ¡Qué pura es! ¡Qué madre tan querida! No se sabe si se le ama por una u otra cualidad…”.  Pedro concluye: “Se le ama porque es «María». ¡Esta es la razón!”.
“Y el verdadero significado empezará a aparecer claro para los verdaderos creyentes y para los verdaderos amantes en la hora tremenda de tormento… cuando la Redentora redima con el Redentor”.- ■ Jesús, que los ha escuchado hablar, dice: “Todos habéis hablado bien. Muy bien ha dicho Simón Pedro. A María se le ama porque es «María». Os dije, cuando íbamos a Cesárea que solo los que unan una fe perfecta a un amor perfecto llegarán a saber el verdadero significado de las palabras: «Jesús, el Mesías, el Verbo, el Hijo de Dios y el Hijo del hombre». Pero ahora os digo que hay otro nombre denso en significados. Y es el de mi Madre. Solo aquellos que unan una fe perfecta a un amor perfecto llegarán a conocer el verdadero significado del nombre «María», de la Madre del Hijo de Dios. ■ Y el verdadero significado empezará a aparecer claro para los verdaderos creyentes y para los verdaderos amantes en la hora tremenda de tormento, cuando la Madre sea sometida a suplicio con su Hijo, cuando la Redentora redima con el Redentor, a los ojos de todo el mundo y por todos los siglos de los siglos”.
* “Ser Madre de mi carne, ya sería digno de alabanza. Pero ello sería poco respecto a cuanto Dios exige de Ella para completar la medida para la redención del mundo”.-  ■ Bartolomé, mientras se han detenido en las márgenes de un río en el que beben muchos discípulos, pregunta: “¿Cuándo?”. Jesús le responde evasivo: “Detengámonos a compartir del pan. El sol está en el zenit. Por la tarde habremos llegado al lago de Merón y podremos acortar el camino con unas barcas”. ■ Se sientan todos sobre la hierba tierna y tibia, de las orillas del arroyo. Juan dice: “Es una pena aplastar estas delicadas florecillas. Parecen pedacitos de cielo caído aquí sobre los prados”. Hay centenares y centenares de miosotis. Santiago su hermano le consuela: “Mañana renacerán más bellos. Están para servir de sala de banquete a su Señor”. Jesús ofrece y bendice los alimentos. Todos alegremente comen. Los discípulos, como si fuesen girasoles, miran en dirección de Jesús, que está sentado en el centro de la fila de sus apóstoles. ■ Pronto terminan de comer. Los condimentos fueron la tranquilidad y el agua pura. Pero como Jesús se queda sentado, nadie se mueve, y los discípulos dejando su lugar se acercan más para oír lo que dice Jesús, a quien los apóstoles le hacen preguntas, sobre todo acerca de lo que dijo en torno a su Madre. “Sí. Porque el ser Madre de mi carne, ya sería digno de alabanza. Fijaos que se recuerda a Ana de Elcana como madre de Samuel, y él era solo un profeta; pues bien, su madre es recordada por haberle engendrado. Por lo tanto, ya María sería recordada, y con altísimas alabanzas, por haber dado al mundo a Jesús, el Salvador. Pero ello sería poco, respecto a cuanto Dios exige de Ella para completar la medida exigida para la redención del mundo. Jamás María defraudará el deseo de Dios. Desde las exigencias de amor total hasta las de sacrificio total”.
* “Dos serán la causa de que mi Madre llore: Yo, salvando a la Humanidad; la Humanidad, con sus continuos pecados. Todo hombre cuesta lágrimas a mi Madre”.- Jesús prosigue: “Ella se ha entregado y se entregará. Y, cuando Ella haya consumado el más grande de los sacrificios, conmigo, por Mí, a favor del mundo, entonces los verdaderos fieles y los verdaderos amantes comprenderán el verdadero significado de su Nombre. A todo creyente verdadero y amante en el transcurso de los siglos, se le concederá saber el nombre de la gran Madre, de la Santa Engendradora que alimentará en los siglos a los hijos del Mesías con su llanto, para que crezcan para la vida celestial”. Iscariote pregunta: “¿Llanto, Señor? ¿Deberá llorar tu Madre?”. Jesús: “Toda madre llora, y la mía más que todas”. Iscariote: “¿Por qué? Yo hice llorar algunas veces a la mía, porque no siempre he sido un buen  hijo, ¡pero Tú! Tú jamás has causado ninguna pena a tu Madre”. Jesús: “Así es. Efectivamente, como Hijo suyo, nunca le causo aflicción alguna, pero se la daré como Redentor. Dos serán la causa de que mi Madre llore: Yo, salvando a la Humanidad; la Humanidad, con sus continuos pecados. Todo hombre que haya vivido, que vive, o que vivirá, cuesta lágrimas a mi Madre”. Santiago de Zebedeo, sorprendido, pregunta: “Pero ¿por qué?”. Jesús: “Porque cada hombre para redimirle me cuesta torturas”. (Escrito el 30 de Noviembre de 1945).
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1  Nota  : Cfr. Cantar 2,10-14.
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(<Han llegado a Nazaret. En la casa de Nazaret están reunidos apóstoles, discípulas, Marziam, los discípulos pastores, el sacerdote Juan, Esteban, Hermas y Mannaén. Jesús nombra a los que deben quedarse>)
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5-348-314 (6-36-224).- Revelación sobre las transfiguraciones de la Virgen. “Porque mi Madre, antes de Mí, debe ser transfigurada ante los ojos de los más merecedores, para ser mostrada cual Ella es”.
* Primera: Eterna belleza de su alma. El alma de mi Madre desde siempre es pensada por Dios; por esto es eterna en su belleza, en la cual Dios ha derramado todas las perfecciones para recibir de ella delicia y consuelo”.- ■ Los discípulos que no habían sido nombrados se marchan. Se puede entonces cerrar la puerta… para ser abierta de nuevo inme­diatamente, por la llegada de María de Alfeo, que no puede estar le­jos aunque se estropee su colada. Son casi cuarenta personas, así que se esparcen por el huerto tibio y calmo. Se distribuyen los ali­mentos. Todos, tan contentos como están de consumirlos en la casa del Señor y además distribuidos por María, los encuentran de un sa­bor celestial. Regresa Simón (1), después de acomodar convenientemente a los discípulos, y dice: “No me has llamado como a los demás, pero soy hermano tuyo y vengo de todas formas”. ■ Jesús: “Bien. Ven, Simón. He querido que estuvierais aquí para daros a conocer a María. Muchos de vosotros conocéis a la «madre» María; algunos a la «esposa» María. Pero ninguno conoce a la «virgen» María. Os la quiero dar a conocer en este jardín en flor, al cual vuestro corazón viene, con el deseo de volverlo a ver o para descansar después de las fatigas del apostolado. He oído lo que decíais, apóstoles, discípulos y parientes sobre mi Madre; he escuchado vuestras impresiones, vuestras afirmaciones sobre Ella. Os transformaré todo ello que es digno de admiración, todavía muy humano, en algo sobrenatural, en un conocimiento sobrenatural. Porque mi Madre, antes de Mí, debe ser transfigurada ante los ojos de los más merecedores, para ser mostrada cual Ella es. Veis a una mujer. Una mujer que por su santidad os parece distinta de las demás, y que veis en realidad como un alma envuelta en la carne, como la de todas sus hermanas de sexo. Pero ahora quiero descubriros el alma de mi Madre, su verdadera y eterna belleza. Ven aquí, Madre mía. No te ruborices. No te eches hacia atrás atemorizada, paloma suave de Dios. Tu Hijo es la Palabra de Dios, y puede hablar de ti y de tu misterio, de tus misterios, ¡oh sublime misterio de Dios! Vamos a sentarnos aquí, bajo esta sombra ligera de árboles en flor, junto a la casa, junto a tu habitación santa. ¡Así! Vamos a descorrer esta cortina ondeante. Que salgan olas de santidad y de Paraíso de esta habitación virginal para que nos llene a todos de ella.  Sí. A Mí también. Que perciba tus perfumes, Virgen perfecta, para poder soportar los hedores del mundo, para poder ver Candor después de haber saciado mis pupilas con tu Candor… Venid aquí, Marziam, Juan, Esteban, y vosotras, discípulas, poneos bien de frente a la puerta abierta de la morada casta de la que es Casta entre todas las mujeres. Y detrás vosotros, amigos míos. Y aquí, a mi lado, tú, amada Madre mía. ■ Poco antes os he dicho: «la eterna belleza del alma de mi Madre». Soy la Palabra y por ello sé hacer uso de la palabra sin error. He di­cho: eterna, no inmortal. Y no lo he dicho sin una finalidad. Inmortal es quien, habiendo nacido, ya no muere. Así, el alma de los justos es inmortal en el Cielo, el alma de los pecadores es inmortal en el In­fierno; porque el alma, una vez creada, ya no muere sino a la gracia. Pero el alma tiene vida, existe desde el momento en que Dios la pien­sa. La crea el Pensamiento de Dios. El alma de mi Madre desde siempre es pensada por Dios; por esto es eterna en su belleza, en la cual Dios ha derramado todas las perfecciones para recibir de ella delicia y consuelo. Está escrito (2) en el Libro de nuestro antepasado Salomón, que te antevió, y, por tanto, puede ser llamado profeta tuyo: «Dios me poseyó al principio de sus obras, desde el mismo principio, antes de la Creación. Ab aeterno fui establecida, al principio, antes de que fuera hecha la Tierra. No existían todavía los abismos y yo había sido ya concebida. No manaban aún las fuentes de las aguas, no habían sido asentadas aún las montañas sobre su pesada mole y yo ya existía. Antes de las colinas había sido dada a luz. Él no había hecho todavía la Tierra, ni los ríos, ni los fundamentos del mundo, y yo ya existía. Cuando preparaba los cielos y el Cielo, estaba presente. Cuando con ley inviolable cerró debajo de la bóveda el abismo, cuando afianzó en lo alto la bóveda celeste y colgó de ella las fuentes de las aguas, cuando fijó al mar sus confines y dictó a las aguas la ley de no superarlos, mientras echaba los cimientos de la Tierra, yo estaba con Él dando orden a todas las cosas. En medio de una constante alegría, jugaba en su presencia continuamente. Jugaba en el orbe». ■ ¡Sí, oh Madre a quien Dios, el Inmenso, el Sublime, el Virgen, el Increado, te llevó dentro de Sí. Que te llevó como un peso dulcísimo lleno de júbilo porque te sentía palpitar dentro de Él, que le enviabas sonrisas con las que hizo la Creación! Él tuvo que desprenderse de ti para darte al mundo, alma delicadísima, nacida purísima del Virgen para ser la «Virgen», Perfección de la Creación, Luz del Paraíso, Consejo de Dios, el cual, mirándote, pudo perdonar la Culpa, porque  sólo tú, tú sola, sabes amar como no sabe hacerlo toda la Humanidad junta. ¡En ti el Perdón de Dios! ¡En ti la Medicina de Dios, tú, caricia del Eterno en la herida infligida por el hombre a Dios! ¡En ti la Salud del mundo, Madre del Amor encarnado y del Redentor concedido! ¡Oh, el alma de mi Madre! ¡Hecho una sola cosa con el Amor en mi Padre, Yo te miraba dentro de Mí, oh alma de mi Madre!… Tu resplandor, tu ora­ción, la idea de que tú me llevarías, eran eterno consuelo de mi destino de dolor y de experiencias inhumanas, de lo que significa para el Dios perfectísimo el mundo corrompido. ¡Gracias, Madre! Llegué satisfecho al pensar en tus consuelos, descendí sintiéndote solo a ti, tu perfume, tu canto, tu amor… ¡Alegría, alegría mía!”.
* Segunda: Subida al Amor y Sierva de Dios. Ella cantaba: «Venga mi amado a su jardín…». Y desde lejanías infinitas, una Voz: «Cuán hermosa eres… hermana, esposa mía…». Y las dos voces: «El amor es más fuerte que la muerte…». La Virgen se transfiguraba así… mientras descendía Gabriel y la reclamaba haciendo que su espíritu descendiera a la carne para que Ella pudiera oír, comprender la petición de Aquel que la había llamado «Hermana» pero que la haría su «Esposa». Y el Misterio se realizó. La Elegida dijo la palabra por la que el amor «de Ella y de Él» se hizo Carne y vencerá a la Muerte.- ■ Jesús: “Pero, oíd, vosotros que ahora sabéis que una sola es la mujer en la que no hay mancha, una sola la Criatura que no cuesta heridas al Redentor, oíd la segunda transfiguración de María, la Elegida de Dios. Era una tarde serena de Adar. Estaban en flor los árboles en el huerto silencioso. María, prometida de José, había cogido una rama de árbol florecido para sustituir a la otra que había en su habitación. Hacía poco que María había venido a Nazaret, tomada del Templo para adornar una casa de santos. Y, con el alma tripartita (entre el Templo, la casa y el Cielo), miraba la rama florecida, pensando que con una parecida a ésa, florecida en modo insólito, una rama cortada en este jardincito en pleno invierno y que había echado flores como en primavera delante del Arca del Señor —quizás le había dado calor el Sol-Dios radiante en el lugar de su Gloria— Dios le había expresado su voluntad… Y pensaba también que el día de la boda José le había llevado otras flores, aunque no como esa primera, que tenía escrito en sus pétalos ligeros: «Te quiero unida a José»… ■ Muchas cosas pensaba… Y pensando subió a Dios. Las manos se movían diligentes entre la rueca y el huso, e hilaban un hilo más delgado que un cabello de su joven cabeza… Su alma tejía un tapiz de amor, yendo diligente, como la lanzadera, de la tierra al Cielo; de las necesidades de la casa, de su esposo, a las de su alma, de Dios. Y cantaba y oraba. El tapiz se formaba en el místico telar, se alargaba desde la tierra al Cielo, subía para perderse arriba… ¿Formado con qué? Con los hilos finos, perfectos, fuertes, de sus virtudes; con el veloz hilo de la lanzadera que Ella creía «suya», y, sin embargo, era de Dios: la lanzadera de la Vo­luntad de Dios en la cual estaba envuelta la voluntad de la pequeña, grande Virgen de Israel, la Desconocida para el Mundo, la Conocida para Dios; su voluntad se había envuelto, se había hecho una con la Voluntad del Señor. Y el tapiz se adornaba con flores de amor, de pureza, con palmas de paz, de gloria, con violetas, jazmines… Todas las virtudes florecí­an en el tapiz del amor que la Virgen de Dios extendía, invitante, desde la tierra hasta el Cielo. Y, no bastando el tapiz, lanzaba su corazón cantando: «Venga mi Amado a su jardín y coma el fruto de sus árboles frutales… Baje mi Amado a su jardín, a su huerto de aromas, a pasearse entre jardines, a recoger lirios. ¡Yo soy de mi Amado, y mi Amado es mío; Él, que apacienta entre  lirios!» (3). Y desde lejanías infinitas, entre torrentes de Luz, venía una Voz cual oído humano no puede oír, ni garganta humana formar. Decía: «¡Cuán hermosa eres, amiga mía! ¡Qué hermosa!… Tus labios destilan miel… ¡Un jardín cerrado eres tú, una fuente sellada,  oh hermana, esposa mía!…» (4), y las dos voces se unían para cantar la eterna ver­dad: «El amor es más fuerte que la muerte (5). Nada puede extinguir o apagar ‘nuestro’ amor». ■ La Virgen se transfiguraba así… así… así… mientras descendía Gabriel y la reclamaba, con su llamear, a la Tie­rra. Hacía que su espíritu volviese a la carne, para que Ella pudiera oír, comprender la petición de Aquel que la había llamado «Hermana», pero que  la haría su «Esposa». Y el Misterio se realizó… Y una púdica, la más púdica entre todas las mujeres, Aquella que ni siquiera conocía el estímulo instintivo de la carne, se turbó ante el ángel de Dios, porque aun un ángel turba la humildad y pudor de la Virgen; y sólo se calmó oyéndole hablar; y creyó; y dijo la palabra por la que el amor «de Ella y de Él» se hizo Carne y vencerá a la Muerte, y no habrá agua que pueda apagarle ni maldad que pueda sumergirle en lo profundo…”. ■ Jesús se inclina dulcemente hacia María, que ha caído a sus pies, casi extática, al rememorar la lejana hora, llena de una luz especial que parece brotase de su alma; y le pregunta quedo: “¿Cuál fue, ¡Purísima!, tu respuesta a aquel que te aseguraba que viniendo a ser Madre de Dios no perderías tu perfecta virginidad?”. Y María, casi en sueño, lentamente, sonriendo, con los ojos dilatados por un feliz llanto: “¡He aquí a la Sierva del Señor! Hágase en mí según su Palabra” y reclina, adorando, la cabeza en las rodillas de su Hijo.
. ● Y se cumplió. Y se cumplirá hasta el final. Hasta sus otras transfiguraciones. Ella será siempre «la Sierva de Dios». Hará siempre lo que diga «la Palabra»”.-Jesús la cubre con su manto, escondiéndola así a los ojos de todos, y dice: “Y se cumplió. Y se cumplirá hasta el final. Hasta sus otras transfiguraciones. Ella será siempre «la Sierva de Dios». Hará siempre lo que diga «la Palabra». ¡Ésta es mi Madre! Bueno es que empecéis a conocerla en toda su santa Figura… ¡Madre! ¡Madre! Alza tu cara, Amada… Llama a tus devotos a esta Tierra en que por ahora estamos…” dice mientras destapa a María, después de un rato en que no se ha oído ningún sonido aparte del zumbido de las abejas y el gorgoteo de la fuentecita. ■ María levanta la cara, cubierta de llanto, y susurra: “¿Por qué me has hecho esto Hijo? Los secretos del Rey son sagrados…”. Jesús: “Pero el Rey los puede revelar cuando quiere. Madre, lo he hecho para que se comprenda lo que dijo un Profeta: «Una Mujer encerrará dentro de sí al Hombre» (6), y lo otro del otro Profeta: «La Virgen concebirá y dará a luz a un Hijo» (7). Y también para que ellos, que se horrorizan por demasiadas cosas del Verbo de Dios que consideran humillantes, tengan como contrapeso otras muchas cosas que los confirmen en el gozo de ser «míos». Así no se volverán a escandalizar, y conquistarán así también el Cielo…”.  (Escrito el 2 de Diciembre de 1945).
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1  Nota  : Se trata de Simón de Alfeo,  hermano de los apóstoles Santiago  y Judas de Alfeo, quien se había ofrecido para dar alojo en su casa a algunos discípulos, no nombrados por Jesús para quedarse.   2  Nota  : “Está escrito en el Libro  de nuestro antepasado Salomón”, o sea, en el libro de los Proverbios 8,22-31, que recoge las palabras de la Sabiduría creadora del universo, en la cual la Obra valtortiana ve la imagen del alma de María Stma., presente en el pensamiento de Dios Creador. ■ Al final del fragmento bíblico citado, María Valtorta anota en una copia mecanografiada: La Revelación, La Iglesia, y los Santos Padres la llaman por eso “primogénita”. ■ De esta manera, María Valtorta quiere corroborar que el alma de María Stma., en cuanto “pensada” eternamente (para ser luego “creada” en la plenitud del tiempo) precede, también en predilección del Padre y en perfección propia, a cualquier otra alma de humana criatura. ■ El título de “segundogénita”, que la propia Obra da a María Stma. lo es solo en relación a Jesús, Hijo suyo encarnado y, hablando absolutamente,  Primogénito del Padre.   3  Nota  : Cfr. Cant. 5,1;  6,2-3.   4  Nota  : Cfr.  Cant.  4,1;  4,11-12.   5  Nota  : Cfr. Cant.  8,6-7.   6  Nota  : Cfr.  Jer. 31,21-22.   7  Nota  : Cfr  Is. 7,14-15.
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(<En la sinagoga de Cafarnaúm, Jesús acaba de manifestar a los judíos que Él es el Pan verdadero [Ju. 6,22-71] bajado del Cielo>)  
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5-354-361 (6-44-267).- “El Purísimo, el Increado, si se ha humillado haciéndose hombre por amor al hombre, no podía sino elegir un seno de Virgen, para revestir de Carne su Divinidad”.
* Si el Arca Mosaica contenía pan y Palabra de Dios, ¿qué Arca habrá preparado entonces Dios para su misma Palabra y para el Pan verdadero venido del Cielo?.- ■ Se oye no poco rumor en la sinagoga y fuera de ella por las nuevas y intrépidas palabras del Maestro, el cual, tras un momento para recuperar el aliento, vuelve sus ojos centelleantes y extáticos al lugar de donde parte el murmullo (son exactamente los grupos en que hay más judíos). Reanuda su discurso: “¿Por qué murmuráis entre vosotros? Sí, Yo soy el Hijo de María de Nazaret, hija de Joaquín de la estirpe de David, virgen consagrada en el Templo, luego casada con José de Jacob, de la misma estirpe de David. Muchos de vosotros conocisteis a los padres justos de José el carpintero, y conocéis a María, virgen heredera de la estirpe regia. Ambos de la misma estirpe davídica. Por ello murmuráis: «¿Cómo puede decir que ha bajado del Cielo?», y surge la duda en vosotros. Os voy a recordar a los Profetas cuando hablan de la Encarnación del Verbo. Os recuerdo también cómo —más para nosotros israelitas que para cualquier otro pueblo— es cosa importantísima que Aquel cuyo Nombre no nos atrevemos a pronunciar no podía tomar una Carne humana según las leyes normales de la humanidad, y menos además, de una humanidad caída. El Purísimo, el Increado, si se ha humillado haciéndose hombre por amor al hombre, no podía sino elegir un seno de Virgen, más puro que los lirios, para revestir de Carne su Divinidad. El pan que bajó del cielo en tiempos de Moisés fue depositado en el arca de oro cubierta por el propiciatorio, custodiada por los querubines, tras los velos del Tabernáculo. Y con el pan estaba la Palabra de Dios. Y muy bien hecho, porque se debe tributar suma reverencia a los dones de Dios y a las tablas de su santísima palabra. Pues bien, ¿qué habrá preparado entonces Dios para su misma Palabra y para el Pan verdadero venido del Cielo? Un arca más inviolada y preciosa que el arca de oro, y cubierta con el propiciatorio (1) precioso de su pura voluntad de inmolación, custodiada por los querubines de Dios, velada con el velo de su candor virginal, de una humildad perfecta, de una caridad sublime, y de todas las virtudes más santas”.
* “Yo he bajado del Cielo para cumplir el decreto de mi Padre, el decreto de salvar a los hombres. Pero esto es fe. Y la fe la da Dios a quien tiene una buena disposición de buena voluntad. Por eso, nadie puede venir a Mí si mi Padre no me lo trae”.- ■ Jesús: “¿Entonces? ¿No comprendéis todavía que mi paternidad está en el Cielo y que por tanto vengo de allí? Sí, Yo he bajado del Cielo para cumplir el decreto de mi Padre, el decreto de salvar a los hombres, según cuanto prometió en el momento mismo de la condena del hombre culpable, y repitió a los Patriarcas y Profetas. Pero esto es fe. Y la fe la da Dios a quien tiene una disposición de buena voluntad. Por eso, nadie puede venir a Mí si mi Padre no me lo trae, al verlo sumido en las tinieblas pero con deseo sincero de luz. Está escrito en los profetas: «Todos serán amaestrados por Dios» (2). Está dicho. Dios es quien les enseña a dónde ir para ser instruidos en orden a Dios. Así, pues, todo aquél que ha oído, en el fondo de su corazón, hablar a Dios ha aprendido del Padre a venir a Mí”. (Escrito el 7 de Diciembre de 1945).
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1  Nota  : Arca de la Alianza y  propiciatorio:  1.- El propiciatorio era la cubierta del Arca. Era una lámina de oro. A los lados del arca había dos querubines con las alas desplegadas y mirando hacia el propiciatorio. 2.- Allí estaba el trono de Dios en donde el Señor daba muestras o señales de su presencia oyendo las oraciones y hablaba a Moisés. 3.- Se llamaba propiciatorio porque era el lugar donde Dios se propiciaba o se aplacaba con el pueblo por las preces del sacerdote. 4.- Se llamaba también oráculo porque era el lugar de donde Dios hablaba a Moisés.   2  Nota  : Está escrito: «Todos serán amaestrados por Dios».- Cfr. Is. 54,13; Jer. 31,31-34.
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(<Analía [1] ha resuelto consagrar su vida al Señor. La madre de Analía, que no comprende la vocación de su hija, pide a Jesús que haga que Analía vuelva de nuevo con su prometido Samuel y que le haga abandonar su idea>)
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6-368-38 (6-58-376).- María Virgen anima a la vida consagrada: “no es desdicha… sino una gran gloria”.
* “Trata de ser realmente sabia en tu corazón. Verdadera sabiduría es no poner límites a la propia generosidad hacia el Señor”. ■ Jesús le dice: “Ten presente, mujer, que ni siquiera Dios puede oprimir la voluntad y libertad del hombre. Samuel y tu hija tienen el derecho de seguir lo que creen que es bueno para ellos. Especialmente Analía tiene derecho…”. Madre de Analía: “¿Por qué?”. Jesús: “Porque Dios la ama más que a Samuel. Porque ella da a Dios más amor que Samuel. ¡Tu hija pertenece a Dios!”. Madre de Analía: “¡No! En Israel no existe esto. La mujer debe casarse. Es mi hija… Su futuro matrimonio me daba paz para el futuro…”. Jesús: “Si no hubiera Yo intervenido, hace un año que tu hija estaría en el sepulcro. ¿Quién soy para ti?”. Madre de Analía: “El Maestro y Dios”. Jesús: “Y como Dios y como Maestro digo que el Altísimo tiene más derecho que cualquier otro sobre sus hijos, y que mucho va a cambiar en la nueva Religión, y de ahora en adelante podrán las vírgenes ser vírgenes eternamente por amor a Dios. No llores. Deja tu casa y ven con nosotros, hoy. Ven. Allá fuera está mi Madre con otras madres heroicas que han dado sus hijos al Señor. Únete a ellas”. La mujer gime: “Habla con Analía… ¡Haz la prueba, Señor!”. Jesús dice: “Está bien. Haré como quieres”, y abriendo la puerta grita: “Madre, ven con Analía”. ■ Las dos mujeres entran. Jesús dice: “Analía, tu madre quiere que te haga reflexionar una vez más. Quiere que hable con Samuel. ¿Qué debo hacer? ¿Qué respondes?”. Analía dice: “Habla con Samuel si quieres. Es más, yo misma te lo ruego que lo hagas. Pero solo porque querría que se hiciera justo oyéndote. En cuanto a mí Tú lo sabes. Te ruego que des a mi madre la respuesta verdadera”. Jesús: “¿Has oído, mujer?”. Madre de Analía: “¿Cuál es, pues, la respuesta?”. Es una voz destrozada, porque, la madre, al oír las primeras palabras de su hija, creyó que volvería atrás, pero luego ha comprendido que no es así. Jesús le dice: “La respuesta es que hace un año tu hija es de Dios y el voto es perpetuo, mientras dura la vida”. Madre de Analía: “¡Oh desgraciada de mí! ¿Qué madre habrá más infeliz que yo?”. ■ María suelta la mano de Analía para abrazar a la madre de la muchacha y decirle dulcemente: “No peques con tu pensamiento y con tu lengua. No es una desdicha dar a Dios un hijo; antes al contrario, es una gran gloria. Un día me dijiste que tu dolor era el haber tenido solo una hija, porque querrías haber tenido el varón consagrado al Señor. Y tienes no un varón, sino un ángel, un ángel que precederá al Salvador en su triunfo. ¿Y te vas a considerar infeliz? Mi madre, habiéndome concebido en tarda edad, espontáneamente me consagró al Señor desde el primer latido mío que sintió en su seno. Y no estuve con ella sino tres años. Y yo tampoco la tuve, sino en mi corazón. Pues bien, el haberme dado a Dios fue su paz a la hora de la muerte… ¡Ánimo, ven al Templo a alabar a Aquel que tanto te ama que ha elegido a tu hija como esposa! Trata de ser realmente sabia en tu corazón. Verdadera sabiduría es no poner límites a la propia generosidad hacia el Señor”. ■ La madre de Analía ha dejado de llorar. Escucha… Luego se decide. Toma su manto y se  envuelve en él. Y al pasar por delante de su hija suspira: “Primero la enfermedad, luego el Señor… ¡Se ve que no debería haberte tenido…!”. Analía suplica: “No, mamá. No digas eso. Nunca me has tenido tanto como ahora. Tú y Dios. Dios y tú. Solo vosotros, hasta la muerte…” y la abraza dulcemente y le pide: “¡Bendíceme, madre! Dame tu bendición porque sufro mucho al tener que hacerte sufrir. Pero Dios me quería así…”. Se besan llorando. Luego salen, detrás de Jesús y de la Virgen. (Escrito el 24 de Enero de 1946).
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1  Nota  : Cfr. Personajes de la Obra magna: Analía.
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(<Están Jesús, apóstoles, Madre y discípulas en la casa de Juana de Cusa, en Jerusalén, donde Juana ha preparado un banquete de amor querido por Él, convite para los más desamparados>)
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6-370-55 (7-60-393).- El rostro de doncella de la Virgen de las vírgenes. Predice el futuro de las vírgenes consagradas.
* La Virgen cambia de nombre a la hija de Jairo (1), virgen consagrada al Señor. También las hijas de Felipe, se consagran. Analía se reafirma en su consagración.- ■ En la primera rampa de la escalera se encuentran con la hija de Jairo y Analía que veloces vienen bajando. Exclaman: “¡Maestro, Señor!”. Jesús: “Dios esté con vosotras. ¿A dónde vais?”. Ellas: “A traer unas toallas. Nos dijo la servidora de Juana. ¿Vas a hablar, Maestro?”. Jesús: “Sí”. Analía dice: “¡Entonces corre, Miriam! Démonos prisa”. Jesús: “Tenéis todo el tiempo que queráis. Espero a otros”. Y después, mirando a la hija de Jairo, pregunta: “¿Pero desde cuándo te llamas Miriam?”. Hija de Jairo: “Desde el día de hoy. Tu Madre me dio este nombre. Porque… ¿verdad, Analía? Hoy es un gran día para cuatro vírgenes…”. Analía: “Oh, sí! ¿Se lo decimos al Señor o dejamos que sea María la que lo diga?”. Hija de Jairo: “María, María. Ve, ve, Señor. Tu Madre te lo dirá” y ligeras siguen. Están en la flor de la juventud. Son hermosas. Son unos ángeles en su mirar… ■ Están en la tercera rampa cuando se encuentran con Elisa de Betsur, que despacio baja con la mujer del apóstol Felipe. Ésta grita: “¡Ah, Señor! ¡A algunos das, y a otros quitas! ¡De todos modos sé bendito!”. Jesús: “¿De qué hablas?”. Mujer de Felipe: “¡Ahora lo vas a saber!… ¡Qué pena y al mismo tiempo qué alegría! Me quitas algo y me pones una corona”. Felipe que está cerca de Jesús pregunta: “¿A qué te refieres? ¿De qué hablas? Eres mi mujer y lo que te pasare, me pasa a mí…”. Mujer de Felipe: “Lo sabrás, Felipe. Sigue con el Maestro…”.
* “Ellas me hacían preguntas acerca de mi rostro de doncella, y sobre cómo serán las vírgenes del futuro.  Preveía para ellas una vida de oración, una vida que consolara a mi Jesús. Les decía: «La vírgenes serán las que sostendrán a los apóstoles, las que lavarán el mundo sucio y lo vestirán con su pureza, perfumándolo con ella, serán ángeles que cantarán himnos para que no se oigan las blasfemias. Jesús será feliz. Concederá gracias y su misericordia por estas ovejitas esparcidas entre lobos…»”.-  ■  María se acerca a su Hijo. Bajo la luz dorada que se filtra a través del gran toldo que cubre gran parte de la terraza, y que se hace una luz más delicada al contacto de las rosas y jazmines, Ella parece mucho más joven, mucho más esbelta, parece una hermana de las discípulas más jóvenes, apenas un poco mayor, pero hermosa, hermosa como la mejor de las rosas que penden en el colgante jardín, en los grandes macetones, donde hay además jazmines, lirios, y otras flores. Felipe, que se muere por saber la verdad, pregunta “¡Madre, mi mujer se expresó hace poco en ciertos términos!… ¿Qué ha pasado para que mi mujer diga que se ve mutilada y al mismo tiempo con una corona?”. Dulcemente María sonríe mientras le mira y —Ella que es tan poco dada a confidencias— le toma la mano y le dice: “¿Serías capaz de dar a mi Jesús la cosa que más amas? La verdad es que deberías… porque te da el Cielo y el camino para ir a él”. Felipe: “Sin duda, Madre, si supiera… que lo que le diera tiene el poder de hacerle feliz”. Virgen: “Lo tiene. Felipe, también tu segunda hija se consagra al Señor. Hace poco me lo dijo a mí y a tu mujer, ante muchas discípulas”. Felipe, atontado y señalando con el dedo a la jovencilla, pregunta: “¡¿Tú?! ¡¿Tú?!”. La joven se estrecha a la Virgen como buscando protección. El apóstol traga con dificultad este segundo golpe que le priva de nietos. Se seca el sudor que de improviso le ha brotado ante tal noticia… pasa los ojos sobre los presentes. Lucha… sufre. La hija llora: “¡Padre… perdóname… dame tu bendición!” y cae de rodillas a sus pies. Inconscientemente Felipe le acaricia los cabellos castaños, se limpia la garganta y dice: “Se perdona a los hijos que pecan… Tú no lo haces al consagrarte al Maestro… y… tu pobre padre no puede más que decirte: «¡Que seas bendita!»… ¡Ah, hija mía!… ¡Cuán suave y tremenda es la voluntad de Dios!” y se inclina, la levanta, la abraza, la besa en la frente, en su cabellera. Llora. Teniéndola todavía entre sus brazos se dirige a Jesús y le dice: “Mira. Yo le di el ser, pero Tú eres su Dios… Tu derecho vale más que el mío… gracias… gracias, Señor, de la alegría que…” se calla. Se echa a los pies de Jesús y se agacha para besárselos diciendo: “¡Nunca tendré nietecitos… nunca! ¡Era mi sueño!… ¡La sonrisa de mi vejez!… Perdona mi llanto, Señor… Soy un pobre hombre…”. ■ Jesús: “¡Levántate, amigo mío! ¡Alégrate de que cooperas a las primicias de los jardines angelicales! Ven. Vente conmigo y con mi Madre. Preguntémosle cómo sucedió todo, porque te lo aseguro que en esto no tengo culpa ni mérito”. La Virgen dice: “También yo sé muy poco. Estábamos hablando nosotras las mujeres y como sucede con frecuencia, me hacían preguntas acerca de mi rostro de doncella, y también sobre cómo serán las vírgenes del futuro, y sobre qué oficios y glorias preveía para ellas. Les respondía como sé… Preveía en el futuro para ellas una vida de oración, una vida que consolara a mi Jesús. Les decía: «Las vírgenes serán las que sostendrán a los apóstoles, las que lavarán el mundo sucio y lo vestirán con su pureza, perfumándolo con ella, serán ángeles que cantarán himnos para que no se oigan las blasfemias. Jesús será feliz. Concederá gracias y su misericordia por estas ovejitas esparcidas entre lobos…» y otras cosas más decía yo. Fue entonces cuando la hija de Jairo me dijo: «Dame un nombre, Madre, para mi futuro estado de virgen, porque no puedo permitir que un  hombre goce del cuerpo a quien Jesús dio la vida. ¡A Él pertenece este cuerpo mío para siempre mientras viva!». Y Analía dijo: «También yo me siento con ánimos de hacer lo mismo. Hoy me siento más alegre que nunca porque se ha acabado toda ligadura». Fue entonces cuando tu hija Felipe, exclamó: «También yo seré como vosotras ¡virgen para siempre!». Tu mujer se acercó entonces y trató de que considerara nuevamente las cosas, pero ella no cambió de parecer. A quien le preguntaba si era algo que desde hacía tiempo venía pensando, respondía: «¡No!», y a quien le preguntaba que cómo le había venido, contestaba: «No lo sé. Como una flecha de luz, me ha abierto en dos el corazón y he comprendido con qué amor amo a Jesús»”. ■ La mujer de Felipe pregunta a su marido: “¿Oíste?”. Felipe: “Sí, mujer, lo siento mucho… y debería cantar porque es una honra para mí. Engendramos dos ángeles, mujer. No llores. Hace poco has dicho que Él te ha coronado… La reina no llora cuando se le impone la corona”.  Pero las lágrimas corren por la cara de Felipe como por la de su mujer y por la de los hombres, ahora que todos están recogidos aquí arriba. (Escrito el 26 de Enero de 1946).
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1  Nota  : Se trata de la hija de Jairo,  el sinagogo de Cafarnaúm,  a la que Jesús había resucitado (Lc. 8,40).
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(<Han llegado a Betania, a la casa de Lázaro. En estos momentos, Jesús y María Magdalena se encuentran en el jardín>)

6-377-112 (7-67-449).- La pureza de la Virgen, Mujer de alma de niño, más aún, Mujer de alma de ángel, será la piedra preciosa del Paraíso. ¿Mas el Paraíso será solo de los niños?
* El Paraíso es luz, perfume, armonía. Pero si en él el Padre no se deleitara en contemplar a la Toda Hermosa que hace de la Tierra un paraíso, y si el Paraíso no tuviera en el futuro al Lirio vivo en cuyo seno están los tres pistilos de fuego de la Divina Trinidad, su luz, su perfume, su armonía, su alegría quedarían disminuidos”.- ■ Jesús se sienta en un asiento que está colocado justo contra el borde del estanque. María Magdalena se sienta a los pies de Jesús, en la hierba verde y bien cuidada. En un primer momento no hablan. Jesús, visiblemente, goza del silencio y del descanso en el fresco del jardín. María se deleita en mirarle. Jesús juega con el agua cristalina del estanque. Sumerge en ella sus dedos, la peina separándola en pequeñas estelas, y luego deja que toda la mano se sumerja en ese frescor puro. Dice: “¡Qué bonita es esta agua tan límpida!”. Magdalena: “¿Tanto te gusta, Maestro?”. Jesús: “Sí, María. Porque es cristalina. Mira, no tiene ni un vestigio de barro. Hay agua, pero es tan pura que parece que no hay nada. Podemos leer las palabras que se dicen los pececillos…”. Magdalena: “Como se lee en el fondo de las almas puras. ¿No es verdad, Maestro?” y María da un suspiro. ■ Jesús oye el suspiro cortado de María con una sonrisa, y medica inmediatamente la pena de María: “¿Dónde tenemos las almas puras, María? Es más fácil que un monte ande que no que una criatura sepa mantenerse pura con las tres purezas. Demasiadas cosas se mueven y fermentan en torno a un adulto. Y no siempre se puede impedir que entren dentro. Sólo los niños tienen el alma angélica, una alma que ignora aquello que se puede convertir en fango. Por eso los amo tanto. Veo en ellos un reflejo de la Pureza infinita. Son los únicos que llevan consigo un recuerdo de los Cielos. ■ Mi Madre es la Mujer de alma de niño. Más aún, es la Mujer de alma de ángel. Cual era Eva cuando salió de las manos del Padre. ¿Te imaginas, María, qué sería el primer lirio florecido en el jardín terrenal? También son muy bonitos estos que hacen de guía a esta agua. ¡Pero la primera que salió de las manos de Creador!… ¡Ah! ¿Era flor o diamante? ¿Eran pétalos u hojas de plata finísima? Y, sin embargo, mi Madre es más pura que ese primer lirio que perfumó los vientos. Y su perfume de Virgen inviolada llena Cielo y tierra, y al percibirlo irán en pos de él los buenos en el correr de los siglos. El Paraíso es luz, perfume, armonía. Pero si en él el Padre no se deleitara en contemplar a la Toda Hermosa que hace de la Tierra un paraíso, y si el Paraíso no tuviera en el futuro al Lirio vivo en cuyo seno están los tres pistilos de fuego de la Divina Trinidad, su luz, su perfume, su armonía, su alegría quedarían disminuidos. La pureza de mi Madre será la piedra preciosa del Paraíso».
* “Es necesario saber hacerse niños. El arrepentimiento sincero es filtro que depura y el amor la sustancia que preserva de toda nueva corrupción. Por eso… adultos y pecadores podrán volver a ser inocentes y entrar como ellos en mi Reino”.  ■ Jesús prosigue: “¡Mas el Paraíso es inconmensurable! ¿qué dirías de un rey que tuviera solo una piedra preciosa en su tesoro?, ¿aunque fuera la joya por excelencia? Cuando Yo abra las puertas del Reino de los Cielos… —no suspires, María: para esto he venido— muchas almas de justos y de niños entrarán, estela de candor, detrás de la púrpura del Redentor. Pero serán todavía pocas joyas para poblar los Cielos, pocos para formar los ciudadanos de la Jerusalén eterna. Y después… cuando los hombres conozcan la Doctrina de verdad y santificación, cuando mi Muerte haya dado de nuevo la Gracia a los hombres, ¿cómo podrían los adultos conquistar los Cielos, si la pobre vida humana es continuo lodo que contamina? ¿Será entonces sólo de los niños el Paraíso? ¡No!, ¡no! Es necesario saber hacerse niños, pero el Reino se abre también para los adultos. Como niños… Ésta es la pureza. ¿Ves esta agua? Parece muy limpia. Pero, observa: basta con que Yo, con un junco, remueva el fondo, para que se vuelva turbia. Afloran detritos y lodo. El agua clara se pone amarillenta y ninguno bebería de ella. Pero si quito el junco, vuelve la paz, y el agua, poco a poco vuelve a ser cristalina y bonita. El junco: el pecado. Así sucede con las almas. El arrepentimiento, créeme, es lo que las depura… El arrepentimiento sincero es filtro que depura; y el amor es la sustancia que preserva de toda nueva contaminación. ■ Por eso aquellos a quienes la vida hace adultos y pecadores podrán volver a ser inocentes como niños y entrar como ellos en mi Reino”. (Escrito el 14 de Agosto de 1944).
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(<Después de la curación de un endemoniado, esclavo de la lujuria, en la región de la Decápolis, Mateo pregunta a Jesús por qué se ven muchas mujeres atrapadas por el demonio de la lujuria>)
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6-420-376 (7-111-691).-  Tomás pregunta: “¿Maestro, ¿no te parece injusto el castigo que recibió la mujer?”. “No juzguéis jamás las obras de Dios. Pensad, más bien, que, como por la mujer entró el Mal en el mundo, por la Mujer es justo que entre el Bien en el mundo. Hay que borrar la página que escribió Satanás. Y lo hará el llanto de una Mujer”.
* “Vencerá a Eva en su triple pecado. Obediencia absoluta. Pureza absoluta. Humildad absoluta”. “¿Pero no es tu Madre la más grande porque te engendró?”. “Grande es el que hace la voluntad de Dios. Por esta razón María es grande”.- ■ Jesús le dice: “Piensa en la orden que Dios se dio a Sí mismo: «Hagámosle a Adán una compañera». Dios que es Bondad, no podía, no podía sino querer hacer una buena compañera a Adán. Quien es bueno ama. La compañera de Adán debía, por tanto, ser capaz de amar para acabar de hacer feliz a Adán en su estadía en el Paraíso terrenal. Debía ser tan capaz de amar, que fuera segunda, colaboradora y sustituta de Dios en amar al hombre, su criatura, de forma que, incluso en las horas en que la Divinidad no se revelaba a su criatura con su voz de amor, el hombre no se sintiera infeliz por falta de amor. Satanás sabía que existía esta perfección… Satanás, astuto, tortuoso y cruel, se ha arrastrado y ha entrado en esta perfección, y ahí mordió y ahí dejó su veneno. La perfección de la mujer en el amar se hizo así instrumento de Satanás para dominar a la mujer y al hombre, y así propagar el mal…”. Juan pregunta: “¿Entonces nuestras madres?”. Jesús: “Juan, ¿tienes miedo de ellas? No todas las mujeres son instrumento de Satanás. Perfectas en el sentimiento, son siempre extremas en la acción: ángeles, si quieren ser de Dios, demonios, si quieren ser de Satanás. Las mujeres santas, y entre ellas, tu madre, quieren ser de Dios y son ángeles”. ■ Tomás pegunta: “Maestro, ¿no te parece que fue injusto el castigo que recibió la mujer? También el hombre pecó”. Juan le contesta: “¿Y qué vamos a decir del premio entonces? Está escrito (1) que por la Mujer el Bien volverá al mundo y Satanás será vencido”. Jesús: “No juzguéis jamás las obras de Dios. Y esto como primera condición. Pensad, más bien, que, como por la mujer entró el Mal en el mundo, por la Mujer es justo que entre el Bien en el mundo. Hay que borrar la página que escribió Satanás. Y lo hará el llanto de una Mujer. Y como Satanás gritará por toda la eternidad sus voces, ved que la voz de una Mujer cantará para siempre a fin de acallar esas voces”. Tomás: “¿Cuándo?”. Jesús: “En verdad os digo que su voz ha bajado ya del Cielo donde por la eternidad cantaba su aleluya”. Tomás: “¿Será más grande que Judit?”. Jesús: “Más grande que cualquier mujer”. Tomás: “¿Qué hará?”. Jesús: “Vencerá a Eva en su triple pecado. Obediencia absoluta. Pureza absoluta. Humildad absoluta. Sobre esta base se erguirá, reina y triunfante…”. Tomás: “¿Pero no es tu Madre la más grande porque te engendró?”. Jesús: “Grande es el que hace la voluntad de Dios. Por esta razón María es grande. Todos sus otros méritos le vienen de Dios. Pero eso es suyo y por eso es bendita”. Todo termina. (Escrito el 29 de Septiembre de 1946).
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1  Nota  : Cfr. Gén. 3,15.
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(<Jesús, con los apóstoles y también con su Madre y otras mujeres, está en el huerto de la casa de Nazaret. Tanto Jesús como la Madre adoctrinan in­cluso sin querer. Todos están atentos a las pa­labras de los dos Maestros>)
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7-436-20 (8-128-24).- “Mi Madre es Salvadora conmigo, y lo sabe”.
* “Hace treinta y dos años que está esta espada en su corazón”.-  ■ Jesús dice: “Cuando Yo era un pequeño infante, fue­ron asesinados muchos pequeñuelos en el pecho mismo de sus madres. Y el mundo gritó de horror. Pero, cuando el Tiempo ya no exista ni para los individuos ni para la Humanidad entera, comprenderéis, una y mil veces, que fueron afortunados, benditos en Israel, en la Is­rael de los tiempos de Cristo, aquellos que, por haber sido extermi­nados en la infancia, fueron preservados del mayor de los pecados, el de ser cómplices de la muerte del Salvador”. María de Alfeo grita: “¡Jesús!”, y se pone en pie, asustada, mi­rando a su alrededor como si temiera ver salir a los deicidas de de­trás de los setos y de los troncos del huerto. “¡Jesús!” repite mirán­dole con pena. Jesús le pregunta: “¿Es que ya no conoces las Escrituras, que tanto te asombras de esto que digo?”. María de Alfeo: “Pero… Pero… No es posible… No debes permitirlo… Tu Madre…”. Jesús: “Es Salvadora conmigo, y sabe. Mírala e imítala”. ■ María, en efecto, está austera, regia con su palidez, que es inten­sa; e inmóvil. Tiene las manos apoyadas en su regazo, apretadas, co­mo en oración; alta la cabeza, la mirada fija en el vacío… María de Alfeo la mira. Luego se dirige de nuevo a Jesús: “¡Pero, de todas formas, no debes hablar de este horrendo futuro! Le clavas una espada en el corazón”. Jesús: “Hace treinta y dos años que está esta espada en su corazón”.  María de Alfeo: “¡Nooo! ¡No es posible! María… siempre tan serena… María…”. Jesús: “Pregúntaselo a Ella, si no crees en lo que digo”.  María de Alfeo: “¡Sí que se lo pregunto! ¿Es verdad, María? ¿Sabes esto?…”.  Y María, con voz blanca pero firme, dice: “Es verdad. Tenía Él cuarenta días cuando me lo dijo un santo… Pero incluso antes… ¡oh!, cuando el Ángel me dijo que, sin dejar de ser la Virgen, concebiría un Hijo, que por su concepción divina sería llamado Hijo de Dios, lo que realmente es; cuando se me dijo esto, y que en el seno de Isabel esté­ril estaba formado un fruto por milagro del Eterno, no me fue difícil recordar las palabras de Isaías: «La Virgen dará a luz un hijo que se­rá llamado Emmanuel»… ¡Todo, todo Isaías! Y donde habla del Pre­cursor… Y donde habla del Varón de dolores, rojo, rojo de sangre, irreconocible… un leproso… por nuestros pecados… La espada está en el corazón desde entonces, y todo ha servido para hincarla más: el cantar de los ángeles y las palabras de Simeón y la venida de los Re­yes de Oriente, y todo, todo…”.
* “¡No es posible que una madre sepa esto y esté serena!”. “Antes de ser Madre, soy hija y sierva de Dios. Mi serenidad ¿dónde la encuentro? En hacer la voluntad de Dios. Mi serenidad ¿de qué me viene? De hacer esta voluntad”.- María de Alfeo: “¿Pero, todo, qué otras cosas, María mía? Jesús triunfa, Jesús hace prodigios, le siguen turbas cada vez más numerosas… ¿No es, acaso, verdad?”. Y María, siguiendo en la misma postura, dice a cada pregunta: “Sí, sí, sí” sin congoja, sin alegría, solamente asiente con serenidad, porque así es… María de Alfeo: “¿Y entonces? ¿Qué otro todo te clava la espada en el corazón?”. Virgen: “¡Oh!… Todo…”. María de Alfeo: “¿Y estás tan serena? ¿Tan serena? Siempre igual que cuando llegaste aquí, casada, hace treinta y tres años. Y me parece ayer todo este cúmulo de recuerdos… ¿Pero cómo tienes esta fuerza?… Yo… yo estaría como loca… yo haría… no sé lo que haría… Yo… ¡Bueno, que no, que no es posible que una madre sepa esto y esté serena!”. Virgen: “Antes de ser Madre, soy hija y sierva de Dios… Mi serenidad ¿dónde la encuentro? En hacer la voluntad de Dios. Mi serenidad ¿de qué me viene? De hacer esta voluntad. Si hiciera la voluntad de un hombre, podría sentirme turbada, porque un hombre, aun el más sa­bio, siempre puede imponer una voluntad errada. ¡Pero la de Dios!… Si Él ha querido que sea Madre de su Cristo, ¿deberé acaso pensar que es un hecho cruel, y perder en este pensamiento mi serenidad? ¿Saber lo que será la Redención para Él, y para mí, también para mí, deberá turbarme con el pensamiento de cómo voy a superar ese mo­mento? ¡Oh! será tremenda…” y María sufre un involuntario sobre­salto, como un escalofrío improviso, y cierra las manos como para impedirles temblar, como para orar más ardientemente, mientras que su cara se pone aún más blanca, y los párpados sutiles, con un parpadeo de angustia, se cierran sobre sus dulces azules ojos. Pero, después de un profundo suspiro de congoja, reafirma su voz y termi­na: “Pero Él, Aquel que me ha impuesto su voluntad y a quien sirvo con amor confiado, me dará la ayuda para ese momento. A mí, a Él… Porque no puede el Padre dictar designios demasiado fuertes para las fuerzas del hombre… y socorre… siempre… Y nos socorrerá, Hijo mío… nos socorrerá… Él nos socorrerá… y sólo podrá ser Él, que tie­ne medios infinitos, el que nos socorra…”. Jesús: “Sí, Madre. El Amor nos socorrerá, y en el amor nos socorreremos recíprocamente. Y en el amor redimiremos…”. ■ Jesús se ha puesto al lado de su Madre y ahora le pone una mano en el hombro. Ella levanta la cara para mirar a su hermoso y sano Jesús, destinado a quedar desfigurado por las torturas, muerto con mil heridas, y dice: “En el amor y en el dolor… Sí. Y juntos…”.  Ya ninguno dice nada… En círculo —alrededor de los dos Protagonistas principales de la futura tragedia del Gólgota—, apóstoles y discípulas parecen estatuas pensativas. (Escrito el 14 de Mayo de 1946).
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(<Judas Iscariote, después de una temporada de ausencia que aprovechó para entregarse a su vida licenciosa —la misma Virgen días antes casualmente había tropezado con él en una de la calles de Tiberíades cuando iba totalmente ebrio—, llega a Nazaret con el pretexto de reunirse con Jesús y compañeros. Pero en realidad busca a la Madre. Pretende que Ella interceda por él ante su Hijo>)
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7-442-52 (8-134-55).- “Muchas espadas clavarán en mi corazón. Pero una será la tuya. Porque el recuerdo que guardo de ti, Judas, que no quieres salvarte, que te arruinas a ti mismo, que me causas miedo, no por mí, sino por tu alma, jamás se arrancará de mi corazón”.
* Las lágrimas corren por las mejillas de la Virgen, sin embargo no caen sobre la cabeza morena de Judas… Esas lágrimas santas las bebe el suelo.- ■ La puerta que comunica el comedor con el huerto se abre; en el dintel aparece María con el rostro muy pálido y triste. “¡Judas!” “¡María!” dicen ambos al mismo tiempo. “Te voy a abrir la puerta. Alfeo no me dijo más que: «Ve a tu casa. Alguien te quiere ver» y vine corriendo, tanto más cuanto que la anciana no me necesita más. Ha terminado sus sufrimientos por un hijo malo…”. ■ Judas, mientras María habla, corre por la vereda y vuelve a la entrada de la casa…  María abre. “La paz sea contigo, Judas de Keriot. Entra”. “La paz sea contigo, María”. Judas titubea. María está bondadosa, pero seria. Virgen: “Ayer por la noche un hijo destruyó el corazón de su madre… Vinieron a buscar a Jesús, pero Él ya no estaba. Y también a ti te lo digo: Jesús no está. Llegaste tarde”. Iscariote: “Sé que no está”. Virgen: “¿Cómo lo sabes, si apenas acabas de llegar?”. Iscariote: “Madre, quiero ser franco contigo que eres buena: desde ayer estoy aquí…”. Virgen: “¿Y por qué no viniste? Tus compañeros, en estos sábados, tan solo dejaron de venir un sábado…”. Iscariote: “Lo sé. Fui a Cafarnaúm y no los encontré”. Virgen: “No mientas, Judas. Te aseguro que no estuviste en Cafarnaúm. Bartolomé estuvo siempre allí y no te vio. Ayer vino él solo. Pero tú ayer estabas aquí. Por tanto… ¿Por qué mientes, Judas? ¿No sabes que la mentira es el primer paso hacia el robo y el homicidio?… La pobre Ester ha muerto incluso, matada por el dolor que le infligió su hijo con su conducta. Samuel, su hijo, empezó por ser la vergüenza de Nazaret con pequeñas mentiras, que poco a poco fueron creciendo… De ellas pasó a todo lo demás. ¿Quieres imitarle, tú que eres apóstol del Señor? ¿Quieres hacer morir a tu madre de dolor?”. ■ El regaño se verifica con voz baja, y lentamente. ¡Pero cómo duele! Judas no sabe qué replicar. Se sienta de golpe, con la cabeza entre las manos. María le mira. Dice: “¿Y bien? ¿Para qué quieres verme? Mientras cuidaba a la pobre Ester, rogaba por tu mamá… y por ti… porque me dais compasión ambos, y por dos motivo diferentes”. Iscariote: “Entonces, si sientes compasión, perdóname”. Virgen: “No te tengo rencor”. Iscariote: “¿Cómo?… ¿Ni siquiera por… aquella mañana en Tiberíades?… ¿Sabes? Estaba yo así porque la noche anterior las romanas me habían tratado mal, como a un loco… como a un traidor para con el Maestro. Es la verdad, lo confieso. Hice mal en haber hablado a Claudia (1). Me confié en su palabra. Pero lo hago, por una cosa buena. He causado dolor al Maestro. Él no me lo ha dicho, pero sé que sabe que hablé con Claudia. Seguro que fue Juana la que se lo dijo. Juana nunca me ha podido ver, y las romanas me causaron dolor… Para olvidarlo me embriagué…”. María hace involuntariamente un gesto de ironía, dice: “Entonces Jesús, por todos los dolores que diariamente paladea, debería embriagarse cada noche…”. ■ Iscariote:  “¿Se lo dijiste?”. Virgen: “Yo no aumento la amargura del cáliz de mi Hijo con noticias de nuevas defecciones, caídas, pecados, asechanzas… No dije nada y no diré”. Judas cae de rodillas tratando de besar la mano de María, pero Ella se hace a un lado sin descortesía. Muestra a las claras que no quiere que le bese la mano, ni que la toque. “¡Gracias, Madre! Me has salvado. Por eso vine… y para que de algún modo me presentes ante el Maestro sin que me regañe, ni me avergüence”. Virgen: “Hubiera bastado con que hubieras ido a Cafarnaúm, y luego que hubieras venido con los otros, y así nada hubiera pasado. Era lo más sencillo”. Iscariote: “Tienes razón… pero los otros no son buenos, y me espían para reprenderme y acusarme”. Virgen: “No ofendas a tus hermanos, Judas. ¡Basta de pecar! Tú has espiado aquí, en Nazaret, patria del Mesías, tú…”. Judas la interrumpe: “¿Cuándo? ¿El año pasado? Mira, cómo son. Tergiversaron mis palabras. Pero créeme que yo…”. Virgen: “No sé lo que has dicho ni hecho el año pasado. ■ Hablo de ayer. Tú estuviste desde ayer aquí. Sabes que Jesús ha partido. Así pues, indagaste, y no en casas amigas como la de Aser, Ismael, Alfeo, o en la del hermano de Judas y Santiago, ni en la de María de Alfeo, ni en las de unos cuantos que aman a Jesús. Porque si lo hubieras hecho, me lo hubieran venido a decir. La casa de Ester estaba llena de mujeres al amanecer, cuando murió. Y ninguna de ellas había oído hablar de ti. Eran las mejores de entre las de Nazaret, las que me aman y aman a Jesús, y que se esfuerzan en practicar su doctrina, a pesar de la hostilidad de sus maridos, padres e hijos. Tú indagaste, pues, en las casas de los enemigos de mi Jesús. ¿Qué nombre das a esto? No lo diré yo. Debes decírtelo a ti mismo. ¿Por qué lo hiciste? No quiero saberlo. ■ Tan solo te digo esto. Muchas espadas clavarán en mi corazón, clavadas y vueltas a clavar, sin compasión alguna quienes atormentan a mi Jesús y le odian. Pero una será la tuya, y jamás se me arrancará. Porque el recuerdo que guardo de ti, Judas, que no quieres salvarte, que te arruinas a ti mismo, que me causas miedo, no por mí, sino por tu alma, jamás se arrancará de mi corazón. Una me la clavó el justo Simeón cuando llevaba sobre mi pecho a mi Niño, a mi santo Corderito… La otra… la otra eres tú… La punta de tu espada ya me tortura el corazón y esperas clavar completamente tu espada de verdugo en el corazón de quien no ha hecho más que ofrecerte amor… ■ Pero soy una necia en pretender que me compadezcas tú, que no tienes compasión de tu misma madre… O dicho más claro: con un solo golpe atravesarás mi corazón y el suyo, hijo desventurado a quien las oraciones de dos madres no salvan…”. ■ Las lágrimas corren por las mejillas de la Virgen, sin embargo no caen sobre la cabeza morena de Judas, porque él no se ha movido del lugar donde ha caído de rodillas, separado de María… Esas lágrimas  santas las bebe el suelo. Esta escena me recuerda la de Aglae, sobre la que caían sus lágrimas porque se estrechaba a María con un sincero deseo de redención.
* Lágrimas, lágrimas, lágrimas… de Aquella que, sin Culpa, sufrió más que cualquier otra mujer, para ser la Corredentora”.-Virgen: “¿No encuentras alguna palabra, Judas? ¿No logras encontrar en ti la fuerza de un propósito bueno? ¡Oh, Judas, Judas! Dime: ¿Estás contento de la vida que llevas? Examínate, Judas. Sé humilde, sincero contigo mismo primero. Y luego con Dios, para ir a Él con tu fardo de piedras arrancadas de tu corazón y decirle: «Mira, me he arrancado estas losas de piedra por amor a Ti»”. Iscariote: “No tengo el valor… de descubrirme ante Jesús”. Virgen: “No tienes humildad de hacerlo”. Iscariote: “Es verdad. Ayúdame”. Virgen: “Ve a esperarle humildemente en Cafarnaúm”. Iscariote: “Podrías…”. Virgen: “No puedo hacer otra cosa diferente de la que hace mi Hijo: tener misericordia. No soy yo quien enseña a Jesús; es Jesús quien enseña a su discípula”. Iscariote: “Tú eres Madre”. Virgen: “Sí, eso es para mi corazón. Pero, por derecho suyo, Él es mi Maestro. No soy ni más ni menos que todas las otras discípulas”. Iscariote: “Eres perfecta”. Virgen: “Él es perfectísimo”. Judas guarda silencio. ■ Piensa. Luego dice: “¿A dónde fue el Maestro?”. Virgen: “A Belén de Galilea”. Iscariote: “¿Y después?”. Virgen: “No lo sé”. Iscariote: “Pero ¿regresa aquí?”. Virgen: “Sí”. Iscariote: “¿Cuándo?”. Virgen: “No lo sé”. Iscariote: “¡No me lo quieres decir!”. Virgen: “No puedo decir lo que no sé. Tú hace dos años que le sigues. ¿Puedes afirmar que haya seguido siempre un itinerario fijo? ¿Cuántas veces la voluntad de los hombres le obligan a cambiar de rumbo?”. Iscariote: “Tienes razón. Me voy a Cafarnaúm”. Virgen: “Hace mucho calor para que te puedas ir. Quédate. Eres un peregrino como todos los demás. Él dijo que las discípulas deben atenderlos”. Iscariote: “Mi vida te desagrada…”. Virgen: “El no querer curarte es lo que me causa dolor. Solo eso… Quítate el manto… ¿Dónde dormiste?”. Iscariote: “No he dormido. He esperado al alba para verte sola”. Virgen: “Entonces debes estar cansado. En el taller hay camas en que se acostaron Simón y Tomás. Es un lugar tranquilo y todavía hace fresco. Vete a dormir mientras te preparo de comer”. Judas va sin replicar y María, sin descansar, después de haber pasado la noche en vela, va a la cocina a poner el fuego, y al huerto a arrancar verduras. ■Lágrimas, lágrimas, lágrimas caen silenciosamente mientras se agacha sobre el hornillo para colocar la leña, o en los surcos donde toma las verduras, y mientras las lava en el cubo y las limpia… Lágrimas que caen sobre el alimento que da a las palomas, o sobre la ropa que saca de la pileta y extiende al sol… Lágrimas de la Madre de Dios… de Aquella que, Sin Culpa, no se vio libre de dolor y sufrió más que cualquier otra mujer, para ser la Corredentora…”. (Escrito el 23 de Mayo de 1946).
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1 Nota : El pueblo de Israel, interpretando erróneamente las escrituras, esperaba un reino de Dios terrenal, el reino de Israel, que lo inauguraría el Mesías prometido. Judas Iscariote, a pesar de los numerosos desmentidos de Jesús en este sentido, no solamente seguía tenazmente con su idea, sino que creyó que había llegado el momento de instaurarlo. Fue el día en que Claudia, la esposa de Pilatos  —que había asistido a un convite de los más desheredados ofrecido en el Palacio de Cusa—, tomando aparte a Judas, le manifestó que deseaba proteger a Jesús. Este encuentro con Claudia puso a Judas en las puertas de su sueño demencial. Acariciando esta idea, Judas se presentó un día donde Claudia y habló con ella, en nombre de Jesús, como su embajador. Judas quería arrancarle promesas para un restablecimiento del reino de Israel. Claudia le hizo muchas preguntas. Él habló mucho… De inmediato, Claudia, a través de Juana, la mujer de Cusa y otras amigas romanas, trasladó a Jesús su indignación y exigió una respuesta inmediata sobre las intenciones de su reino. Judas quedaba así al descubierto. Jesús mandó este mensaje a Claudia: “Dile que no tema. Yo soy el Rey de reyes, Aquel que los crea y los juzga; y que no tendré un trono que no sea el del Cordero, primero Inmolado, luego triunfante en el Cielo. Hazle saber inmediatamente”. Judas, herido en su orgullo, se entregó, como otras veces,  a la vida desordenada. Esta vez, como desahogo de su ira y de su frustración.
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(<Están en la ciudad transjordánica de Gamala. La expedición, además de la Madre,  está compuesta por apóstoles, y discípulas. Y un niño, Alfeo, desamado de madre, casada en segundas nupcias. El niño viene en la expidición con el consentimiento de su madre. En estos momentos, todos duermen. Cuando rompe el alba Jesús se despierta y se incorpora en su tosco lecho hecho de tierra y hierba>)
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7-455-142 (8-147-140).- “Tú, en el tiempo que permanezcas en la Tierra, segunda respecto a Pedro como jerarquía eclesiástica, primera respecto a todos como Madre de la Iglesia, habiéndome dado a luz a Mí, Cabe­za de este Cuerpo místico”.
*  María desea dar al Eterno una alabanza suficientemente perfecta por el don de haberla hecho Madre de Jesús. “Tú eres la viviente alabanza a Dios y lo serás siempre, Mamá. El Padre ya te ha preparado el sacrificio que habrás de consumar para es­ta alabanza perfecta. Y perfecta serás cuando lo hayas cumplido”.- ■ Mientras el primer rayo de sol hace del prado una alfombra sembrada de diamantes, va a despertar a los apóstoles y a las mujeres. Las unas y los otros se muestran tardos en despertarse porque están cansados. Pero María está despierta, inmovilizada por el niño, que duerme abrazado a su pecho, con la cabecita debajo de su mentón. Y la Madre, viendo aparecer a su Jesús por la entrada de la gruta, le sonríe con sus dulces ojos celestes, colorándose de rosa por la alegría de verle. Y se libera del niño, el cual gimotea un poco al sen­tir que le mueven; y se pone de pie y va donde Jesús con su silencio­so paso levemente ondeante, de paloma pudorosa. Virgen: “Dios te bendiga, Hijo mío, en este día”. Jesús: “Dios sea contigo, Mamá. ¿Has pasado una noche incómoda?”. Virgen: “No, no. Es más, bien feliz. Me parecía tenerte a Ti, cuando eras pequeñito, entre mis brazos… Y he soñado que de tu boca manaba un río de oro, emitiendo un cántico tan dulce que no se puede expresar, y como si una voz dijera, …¡oh, qué voz!: «Ésta es la Palabra que enriquece al mun­do y da beatitud a quien la escucha y obedece. Salvará sin límites de poder ni de tiempo ni de espacio». ¡Oh, Hijo mío! ¡Y esta Palabra eres Tú, mi Hijo! ■ ¿Cómo podría vivir tanto y hacer tanto como para poder agradecer al Eterno el haberme hecho Madre tuya?”. Jesús: “Que no te preocupe eso, Mamá. Cada uno de los latidos de tu co­razón contenta a Dios. Tú eres la viviente alabanza a Dios, y lo serás siempre, Mamá. Tú le das gracias desde que existes…”. Virgen: “No creo hacerlo suficientemente, Jesús. ¡Es tan grande, tan grande lo que Dios me ha hecho! Y, a fin de cuentas, ¿qué hago yo de más respecto a lo que hacen todas las mujeres buenas que son, como yo, tus discípulas? Hijo mío, dile a nuestro Padre, díselo Tú, que me dé la forma de darle gracias como el don merece”. Jesús: “Madre mía, ¿tú crees que el Padre necesita que pida esto para ti? Ya te ha preparado el sacrificio que habrás de consumar para es­ta alabanza perfecta. Y perfecta serás cuando lo hayas cumplido…”. Virgen: “¡Jesús mío!… Comprendo lo que quieres decir… ¿Pero seré ca­paz de pensar en esa hora?… Tu pobre Mamá…”. Jesús: “¡La Mujer más amada del Amor eterno! Esto eres, Mamá. Y el Amor pensará en ti”. Virgen: “Lo dices Tú, Hijo, y yo me fío en tu Palabra. Pero Tú… ora por mí, en aquella hora incomprendida por todos éstos… y que es ya inminente… ¿No es verdad? ¿No es, acaso, verdad?”. ■ Describir la expresión del rostro de María mientras mantiene es­te diálogo es imposible. No existe escritor que pueda traducirla en palabra sin deteriorarla con melosidades o colores inciertos. Sólo quien tiene corazón, y corazón bueno, cualquiera que sea su sexo, pue­de dar mentalmente al rostro de María la expresión real que tiene en este momento.
 Jesús pide a su Madre orar por Él en la hora de su muerte. “Sí. Ninguno de éstos comprende. No es por su culpa. Es Satanás quien crea los vapores para que no vean. Pero Yo y tú los salvaremos, a pesar de la asechanza de Sata­nás. Desde ahora te los confío, Madre mía. Te doy mi herencia. Una Madre que ofrezco a Dios: Hostia con la Hostia; y mi Iglesia que te la confío. ¡Ma­dre, todos bajo tu manto! Eres la única que puede y podrá cambiar los decretos de castigo del Eterno, porque nada podrá negar nunca la Tríada a su Flor”.- ■ Jesús la mira… Otra expresión intraducible en pobre palabra. Y le responde: “Y tú ora por Mí en la hora de la muerte… Sí. Ninguno de éstos comprende… No es por su culpa. Es Satanás quien crea los vapores para que no vean, y estén como ebrios y no comprendan, y no estén preparados por consiguiente… y sean más fáciles de doble­gar… Pero Yo y tú los salvaremos, a pesar de la asechanza de Sata­nás. Desde ahora te los confío, Madre mía. Recuerda estas palabras mías: te los confío. Te doy mi herencia. No tengo nada en la Tierra sino una Madre, que ofrezco a Dios: Hostia con la Hostia; y mi Igle­sia, que te confío a ti. Sé su Protectora. Hace poco estaba pensando cuántos Judas no habrá, a lo largo de los siglos, con esas todas sus taras. Y pensaba que uno que no fuera Jesús rechazaría, alejaría a este ser tarado. Pero Yo no le rechazaré. Soy Jesús. Tú, en el tiempo que permanezcas en la Tierra, segunda respecto a Pedro como jerarquía eclesiástica (él cabeza, tú fiel), primera respecto a todos como Madre de la Iglesia, habiéndome dado a luz a Mí, Cabe­za de este Cuerpo místico, tú no rechaces a los muchos Judas, sino socorre y enseña a Pedro, a los hermanos, a Juan, Santiago, Simón, Felipe, Bartolomé, Andrés, Tomás y Mateo, a no rechazar, sino a socorrer. Defiéndeme en mis seguidores, y defiéndeme contra aquellos que quieran dispersar y desmembrar a la naciente Iglesia. Y a lo lar­go de los siglos, oh Madre, siempre tú sé la Mujer que intercede y protege, defiende, ayuda a mi Iglesia, a mis Sacerdotes, a mis fieles, contra el Mal y el Castigo, contra sí mismos… ¡Cuántos Judas, oh Madre, a lo largo de los siglos! Y cuántos semejantes a limitados mentales que no sabrán entender, o a ciegos y sordos que no pueden ni ver ni oír, o a tullidos y paralíticos que no pueden acercarse… ¡Ma­dre, todos bajo tu manto! Eres la única que puede y podrá cambiar los decretos de castigo del Eterno para uno o para muchos, porque nada podrá negar nunca la Tríada a su Flor”. Virgen: “Así lo haré, Hijo. Por lo que depende de mí, ve en paz a tu meta. Tu Mamá está aquí para defenderte en tu Iglesia, siempre”. Jesús: “Dios te bendiga, Mamá… ■ ¡Ven! Voy a recoger para ti unos cálices de flor llenos de rocío perfumado, así te refrescas la cara como he he­cho Yo. Nos los ha preparado el Padre nuestro Santísimo y los pájaros me los han señalado. ¡Mira cómo todo sirve en la ordenada Creación de Dios! Este rellano elevado y cercano al lago, muy fértil por las nieblas que suben del mar galileo y por los árboles altos que atraen el rocío, haciendo que se refresquen las plantas y flores incluso en medio de este ardiente sol; esta abundante lluvia de gotas de rocío para llenar estos cálices y que sus amados hijos puedan lavarse el rostro… Ve lo que el Padre ha preparado para los que le aman. Ten. Agua de Dios en cálices de Dios, para refrescar a la Eva del nuevo Paraíso”. Y Jesús coge estas anchísimas flores —no sé cómo se llaman— y vierte en las manos de María el agua recogida en el fondo…   (Escrito el 8 de Julio de 1946).
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 ———–  (9-190-411).- “Amar a María es amar a Jesús. Es amarle más fácilmente. Aun en la muerte el seno de María es más dulce que la cuna. ¿Quién se atreverá a arrebatar de los brazos de María al moribundo que amamos y que es nuestro?”.
* “Ella os guía con sus caricias amorosas y os lleva mejor que Yo. Su tocar es  un sello ante el que Satanás huye”.- ■ Dice Jesús a María Valtorta: “Quédate en paz, María de María, y no quieras volver a faltar más ni siquiera en las cosas más insignificantes. Bajo el manto de María no hay más que cosas puras. Recuérdalo. Un día María mi Madre te dijo: «Yo ruego con lágrimas a mi Hijo». Y en otra ocasión: «Dejo a mi Jesús el cuidado de que me amen… Cuando me amáis vengo. Y mi llegada siempre es alegría y salvación». ■ Mi Madre te ama. Te he entregado a ella. Más bien te llevé conmigo, porque sé que donde puedo obtener lo que quiero con mi autoridad, Ella os guía con sus caricias amorosas y os lleva mejor que Yo. Su tocar es un sello delante del que huye Satanás. Tienes ahora su hábito y si eres fiel a las oraciones de ambas Ordenes (1) medita diariamente sobre toda la vida de nuestra Madre. Sus alegrías, sus dolores son mis alegrías, mis dolores, porque desde el momento en que el Verbo se hizo Jesús en Ella, me he alegrado y llorado por los mismos motivos que Ella”.
* Quien expira en Ella no oye más que los coros de las voces angelicales. No ve tinieblas sino los rayos de la Estrella matutina, no ve lágrimas sino su sonrisa”.- Jesús: “Mira, pues, que amar a María es amar a Jesús. Es amarle más fácilmente. Porque Yo te hago que lleves la cruz y te pongo sobre ella. Por el contrario, mi Madre te lleva a la cruz o está a los pies de la cruz para recibirte sobre el corazón que no sabe otra cosa más que amar. Aun en la muerte, el seno de María es más dulce que la cuna. Quien expira en Ella no oye más que las voces de los coros angelicales que vuelan alrededor de María. No ve tinieblas sino los rayos de la Estrella matutina. No ve lágrimas, sino su sonrisa. No conoce el miedo. ¿Quién se atreverá a arrebatar de nosotros, de los brazos de María al moribundo que amamos y que es nuestro? ■ No me des «gracias» a Mí. Dáselas a Ella que no ha querido acordarse de otra cosa, fuera del poco bien que has hecho y del amor que tienes por Mí y que por eso te quiere, para poner bajo sus pies, lo que tu buena voluntad no logra hacerlo. Grita: «¡Viva María!». Y quédate a sus pies, a  los pies de la Cruz. Te adornarás tu vestido con rubíes de mi Sangre y de perlas de su llanto. Tendrás un vestido de reina para entrar en mi Reino. Quédate en paz. Te bendigo”. (Escrito el 20 de Marzo de 1944).
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1  Nota  : Esto es, de la Orden de San Francisco y de la Orden de los Siervos de María, de las cuales, con permiso de la Autoridad Eclesiástica, María Valtorta es terciaria al mismo tiempo.
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8-503-14 (9-199-449).- “¡Éste es, hombres, vuestro error! Huís de Mí cuando más necesidad tenéis de Mí. Hasta os he abierto mi casa, la casa de mi Madre”.
“Os he llevado a mi casa, la casa de mi Madre, para que el aura que en ella suavemente sopla os haga capaces de comprender el Cielo con sus voces y mandatos. Os he llevado a Ella como un médico lleva a sus enfermos, apenas salidos de sus enfermedades, a aguas medicinales”.- ■ Tomás pregunta a Jesús: “Maestro, ¿puedo decirte una palabra?”. Jesús: “Cuál?”. Tomás: “El otro día dijiste que el Redentor, esto es, Tú, tendrá un traidor. ¿Cómo puede un hombre traicionarte a Ti, Hijo de Dios?”. Jesús: “De hecho un hombre no podría traicionar al Hijo de Dios, que es Dios como el Padre. Pero éste no será un hombre. Será un demonio en cuerpo de hombre. El más poseído de los hombres. María Magdalena tuvo siete demonios, y el endemoniado de hace unos cuantos días era la presa de Belcebú pero en éste estarán Belcebú y toda su corte de demonios… ¡Oh, en ese corazón estará verdaderamente el Infierno dándole coraje para vender, como cordero para ser degollado, al Hijo de Dios a sus enemigos!”. ■ Iscariote pregunta: “Maestro, ¿ha tomado Satanás ya posesión de ese hombre?”. Jesús: “No, Judas. Pero se inclina hacia Satanás e inclinarse a él quiere decir ponerse en condiciones de echarse en sus brazos”. ■ Andrés: “¿Y por qué no viene a Ti para que se cure de su inclinación? ¿Sabe que lo está o ignora?”. Jesús: “Si lo ignorase no sería culpable, como lo es, porque sabe que tiende hacia el mal y que no persevera en sus resoluciones de salir de él. Si perseverara, vendría a Mí… pero no viene… El veneno penetra y mi cercanía no le purifica, porque no la desea sino que huye de ella… ¡Éste es, hombres, vuestro error! Huís de Mí  cuando más necesidad tenéis de Mí”. ■ Mateo: “¿Ha venido algunas veces a Ti? ¿Le conoces? ¿Le conocemos nosotros?”. Jesús: “Mateo, Yo conozco a los hombres antes de que me conozcan. Tú lo sabes y también éstos. Soy Yo quien os llamé porque os conocía”. Mateo insiste: “¿Pero le conocemos nosotros?”. Jesús: “¿Y acaso no sois capaces de conocer a quien viene a vuestro Maestro? Vosotros sois amigos y compartís conmigo la comida, el descanso y las fatigas. Hasta mi casa os he abierto, la casa de mi santa Madre. Os he llevado a mi casa para que el aura que en ella suavemente sopla os haga capaces de comprender el Cielo con sus voces y mandatos. Os he llevado a Ella como un médico lleva a sus enfermos, apenas salidos de sus enfermedades, a aguas medicinales que los fortalezcan venciendo los restos de las enfermedades que siempre pueden convertirse de nuevo nocivas. Por esta razón, conocéis a todos los que vienen a Mí”.  (Escrito el 3 de Octubre de 1944).
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(<Jesús con sus discípulos y discípulas está en Nobe, en la casa del anciano Juan>)
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8-511-81 (9-208-513).- Misión de la Mujer corredentora. Cántico de Tobías: verdadero cántico de la Corredentora. Madre de los redimidos. La nueva y celestial Jerusalén tiene principio en Ella.
* “De la misma manera que Yo para todos los hombres, así una Mujer obtendrá en modo especial para las mujeres gracia y redención. «Tú tratarás de morderle el calcañar». No se tratará más que de un intento, porque la mujer tiene en sí aquello que vence al Adversario. Las mujeres cobrarán fuerzas en Ella”.- ■ Dice Jesús: “Os aseguro también que está para cambiar la posición de la mujer respecto a las tradiciones, como respecto a muchas otras cosas. Y ello será justo, porque de la misma manera que Yo para todos los hombres, así, una Mujer obtendrá en modo especial para las mujeres gracia y redención” (1). Iscariote pregunta riéndose: “¿Una mujer? ¿Y, según Tú, cómo va a redimir una mujer?”. Jesús: “En verdad te digo que Ella ya está redimiendo. ¿Sabes lo que es redimir?”. Iscariote: “¡Que si lo sé! Es librar del pecado”. Jesús: “Así es. Pero librar del pecado no serviría de mucho porque el Adversario es eterno y volvería a poner asechanzas. Se oyó una voz en el paraíso terrenal, era la voz de Dios que decía: «Pondré enemistad entre ti y la Mujer… Tú tratarás de morderle el calcañar,  porque Ella te aplastará la cabeza» (2). No se tratará más que de un intento, porque la Mujer tendrá, y tiene en sí, aquello que vence al Adversario. Y por tanto, redime desde que existe. Una redención ya presente, aunque oculta; pero pronto se dejará ver a los ojos del mundo y las mujeres cobrarán fuerzas en Ella” (3). Iscariote: “Que Tú redimas… está bien. Pero que una mujer lo pueda… no lo acepto, Maestro”. ■ Jesús: “¿No recuerdas a Tobías? ¿No recuerdas su cántico?” (4). Iscariote: “Sí, pero habla de Jerusalén”. Jesús: “¿Tiene, acaso, ya Jerusalén un Tabernáculo en que esté Dios? ¿Puede Dios presenciar desde su gloria los pecados que se cometen dentro de las murallas del Templo? Era necesario otro Tabernáculo, y que fuese santo, y que fuese estrella que condujera al Altísimo a los extraviados. Y esto se realiza en la Corredentora que por los siglos de los siglos se alegrará con ser la Madre de los redimidos. «Tú brillarás con una luz resplandeciente. Todos los pueblos de la Tierra se postrarán ante ti. Las naciones desde lejos vendrán a ti trayéndote dones y en ti adorarán al Señor… Invocarán tu gran nombre… Los que no escuchen estarán entre los maldecidos, y benditos aquellos que se adhieran a ti… Serás dichosa en tus hijos porque ellos serán los benditos reunidos con el Señor» (5). El verdadero cántico de la Corredentora. Y ya en el Cielo lo cantan los ángeles, que la ven… La nueva y celestial Jerusalén tiene principio en Ella. ¡Oh, es verdad! El mundo lo ignora. Lo ignoran los rabinos ofuscados de Israel…”. Jesús se sumerge en sus pensamientos. (Escrito el 11 de Octubre de 1946).
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1  Nota  : “Obtendrá gracia y redención”: no por propio mérito exclusivo, sino porque, como se leerá más tarde, tiene en sí aquello que vence al Adversario, es decir, tiene en sí a Jesús-Redentor, como un Tabernáculo en el que está Dios. El tabernáculo representa bien la imagen de la Madre que contiene al Hijo, de quien viene a ser —y esta vez por propio mérito exclusivo— socia hasta el punto de ser llamada Corredentora y Madre de los redimidos.   2  Nota  : “La Mujer te  aplastará  la cabeza”.- Cfr.  Gén. 3,15.   3  Nota  : “Las mujeres recobrarán fuerza en la Mujer”.-  Gén. 3,14-15  (“Pondré enemistad entre ti y la Mujer… entre tu descendencia y la suya… Tú tratarás de morderle el calcañar porque Ella te aplastará la cabeza”); Ap. 12,1-2 (“Apareció en el Cielo una señal grandiosa: una Mujer, vestida de sol, con la luna bajo los pies y en su cabeza una corona de 12 estrellas. Está embarazada y grita de dolor, porque llegó su tiempo de dar a luz”); 2 Cor. 11,3 (“Éste es mi temor: que la serpiente que sedujo a Eva con su astucia podría pervertiros”); 1 Tim. 2,11-14 (“La mujer debe ser sosegada y escuchar las instrucciones con atenta sumisión. No permito que la mujer enseñe ni que quiera mandar a su marido, sino que se quede tranquila. Porque Adán fue formado primero y después Eva. No fue Adán el que se dejó engañar sino la mujer, que, engañada, llegó a desobedecer. Sin embargo, la maternidad la salvará con tal de que lleve una vida ordenada y santa, en la fe y en el amor”).   4  Nota  : Cántico de Tobías. Su Cántico, que está en Tob. 13, y cuya parte citada empieza en el versículo 13: “Brillarás con luz resplandecientePueblos numerosos se postrarán ante ti… Tu nombre será glorioso para siempre… Serás dichosa  en tus hijos…”.    5  Nota  :  Nota anterior.
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(<Hay una mujer, Sabea, que tiene fama de hablar con palabras inspiradas. Los fariseos la consideran endemoniada. Según ellos, ella sostiene que, a pesar de que nunca ha visto a Jesús, conoce su cara y su voz. Sabea acaba de señalar y proclamar, delante de todos, —incluso de fariseos que han intentado previamente confundirla presentando ante ella a un hombre joven como si fuera Jesús mismo—, a Jesús como el Adonái esperado>)
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8-525-184 (9-222-612).- “Un seno de Mujer ha contenido y llevado la Potencia, la Sabiduría y el Amor de Dios. ¡Gloria a la Mujer! ¡Cantad, mujeres de Israel, sus alabanzas!”.
*  Sabea proclama las excelencias de la Mujer en cuyo seno Jesús, el Adonai esperado, ha tomado carne… “Sobre la tenebrosa onda de la Tierra cubierta por el diluvio de los pecados, Ella camina y salva, porque quien entra en Ella encuentra al Señor”.- ■ Sabea prosigue: “Para hacer esto se ha encarnado en un seno, en un seno de mujer de Israel, que ante Dios y ante los hombres es mayor que cualquier otra mujer. Ella cautivó el corazón de Dios con uno solo de los latidos de paloma. La belleza de su espíritu hechizó al Altísimo y Él ha hecho de Ella su trono. María de Aarón pecó porque en ella estaba el pecado. Débora juzgó lo que debía hacerse, pero no obró con sus manos. Yael fue fuerte, pero se manchó de sangre. Judit era justa y temía al Señor, y Dios estuvo en sus palabras y le permitió aquel acto para que fuera salvado Israel, pero por amor a la patria usó astucia homicida. Pero la Mujer que le ha generado supera a estas mujeres, porque es la Sierva perfecta de Dios y le sirve sin pecar. Toda pura, inocente y hermosa, es el hermoso Astro de Dios, desde su alba hasta su ocaso. Toda hermosa, es­plendorosa y pura por ser Estrella y Luna, Luz de los hombres para encontrar al Señor. Ni precede ni sigue al Arca santa, como María de Aarón, porque Arca es Ella misma. Sobre la tenebrosa onda de la Tierra cubierta por el diluvio de los pecados, Ella camina y salva, porque quien entra en Ella encuentra al Señor. Paloma sin mancha, sale y vuelve con el olivo, el olivo de paz para los hombres, porque Ella es la Oliva especiosa. Calla, y en su silencio habla y obra más que Débora, Yael y Judit, y no aconseja la batalla, no incita a las ma­tanzas, no derrama más sangre que la suya más selecta, la sangre con la que formó a su Hijo. ¡Pobre Madre! ¡Madre sublime!… Temía Judit al Señor, pero de un hombre había sido su flor. Ésta ha dado al Altísimo su flor intacta, y el Fuego de Dios ha descendido al cáliz de la suave azucena, y un seno de mujer ha contenido y llevado la Potencia, la Sabiduría y el Amor de Dios. ¡Gloria a la Mujer!  ¡Cantad, mujeres de Israel, sus alabanzas!”. ■ La mujer se calla, como si su voz estuviera sin fuerzas. Efectivamente, no sé cómo logra mantener ese timbre tan fuerte.
* Los escribas conminan a Jesús para que la haga callar porque de una mujer “la seducida y seductora” solo un demonio puede hablar. Jesús les recuerda el Génesis: “«La mujer aplastará… La Virgen concebirá ». Esta Mujer. Mi Madre”.- ■ Los escribas dicen: “¡Está loca! ¡Está loca! Dile que se calle. Loca o poseída. Impón al espíritu que la tiene poseída que se vaya”. Jesús les dice: “No puedo. No hay más que espíritu de Dios, y Dios no se expulsa a Sí mismo”. Un escriba dice: “No lo haces porque os alaba a Ti y a tu Madre y ello estimula tu orgullo”. Jesús: “Escriba, reflexiona en lo que sabes de Mí y verás que Yo no conozco orgullo”. Otro escriba, escandalizado, dice: “Pues, a pesar de todo, solo un demonio puede hablar en ella para celebrar así a una mujer… ¡La mujer! ¿Y qué es en Israel y para Israel la mujer? ¿Y qué es, sino pecado, ante los ojos de Dios? ¡La seducida y la seductora! Si no hubiera fe, difícilmente se podría pensar que en la mujer hubiera un alma. Le está prohibido acercarse al Santo por su impureza. ¡Y ésta dice que Dios descendió a Ella!…”, y sus compinches le hacen coro. Jesús, sin mirar a nadie a la cara —parece que hable consigo mismo— dice: “«La Mujer aplastará la cabeza de la Serpiente… (1). La Virgen concebirá y dará a luz a un Hijo que será llamado Emma­nuel… (2). Un vástago saldrá de la raíz de Jesé, una flor brotará de esta raíz y en Ella descansará el Espíritu del Señor» (3). Esta Mujer. Mi Ma­dre. Escriba, por el honor de tu saber, recuerda y comprende las pa­labras del Libro”. ■ Los escribas no saben qué responder. Esas palabras las han leído mil veces y mil veces las han considerado verdaderas. ¿Pueden ne­gar ahora? Callan. (Escrito el 5 de Noviembre de 1946).
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1  Nota  : Cfr. Gén. 3,15.   2  Nota  : Cfr. Is. 7,14.   3  Nota  : Is. 11,1-2.
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(<Hace unos días que Jesús y Juan han abandonado la gruta de Belén a donde, uno en pos del Otro,  habían llegado y posteriormente encontrado [1] >)

8-540-309  (9-237-732).- La Madre, confiada a Juan.
* “Juan, moriré con una gota de dulzura en mi océano de dolor si te veo «hijo» para con mi Madre”.- ■ Jesús y Juan van conversando. Deben haber encontrado en los días anteriores algunos pastores en cuya compañía han debido hacer un alto, porque hablan de ellos. Hablan también de un niño curado. Dulcemente, queriéndose. Aun cuando callan, se hablan con sus corazones, mirándose con la mirada de quien se siente feliz de estar con un amigo íntimo.  Se sientan para descansar y comer algo, reanudan la marcha, siempre con ese aspecto de paz que da paz a mi corazón sólo con verlo… ■ Jesús le dice: “Juan, escúchame. Dentro de no mucho…”. Juan, inmediatamente, interrumpiéndole, pregunta: “¿Qué, Señor?”, y le agarra un brazo y le detiene para mirarle a la cara, con ojos de preocupación escrutadora, con cara pálida. Jesús: “Dentro de poco tiempo, se cumplen tres años que empecé a evangelizar. Todo lo que había que decir a las gentes lo he dicho. Quienes quieren amarme y seguirme tienen ya los elementos para hacerlo, con seguridad. Los demás… Alguno se convencerá con los hechos. La mayor parte permanecerán sordos también a los hechos. Pero a éstos he de decirles unas pocas cosas. Y las diré. Porque también hay que observar la justicia, además de la misericordia. Hasta ahora la misericordia ha callado muchas veces y en muchas cosas. Pero, antes de callar para siempre, hablará el Maestro incluso con severidad de juez. ■ Pero no quería hablarte de esto. Quería decirte que dentro de poco, habiendo dicho al rebaño todo aquello que había que decir para hacerle mío, me recogeré mucho en la oración y me prepararé. Y, cuando no esté orando, me dedicaré a vosotros. Como hice al principio, haré al final. Vendrán las discípulas. Vendrá mi Madre. Nos prepararemos todos para la Pascua. Juan, desde ahora te pido que te dediques mucho a las discípulas. A mi Madre en especial…”. Juan: “¡Mi Señor! ¿Pero qué le puedo dar yo a tu Madre que Ella no posea sobreabundantemente; con tanta sobreabundancia, que tiene para darnos a todos nosotros?”. Jesús: “Tu amor. Ponte en el caso de que eres como un segundo hijo para Ella. Ella te ama y tú la amas. Tenéis un único amor que os une: el amor por Mí. Yo, su Hijo de carne y corazón, cada vez estaré más… ausente, absorto en mis… ocupaciones. Y Ella sufrirá, porque sabe… sabe lo que pronto va a venir. Tú debes consolarla incluso por Mí, hacerte tan amigo de Ella, que pueda llorar en tu corazón y sentirse consolada. Ya estás familiarizado con mi Madre, has vivido ya con Ella; pero, una cosa es hacerlo como un discípulo que ama reverencialmente a la Madre de su Maestro, y otra cosa es hacerlo como hijo. Quiero que lo hagas como hijo, para que Ella sufra un poco menos cuando ya no me tenga”. ■ Juan: “Señor, ¿vas a morir? ¡Hablas como uno que esté para morir! Me causas aflicción…”. Jesús: “Os he dicho varias veces que debo morir. Es como si hablara a niños distraídos o a personas con pocas luces. Sí. Voy a morir. Se lo diré también a los otros. Pero más tarde. A ti te lo digo ahora. Recuérdalo, Juan”. Juan: “Yo me esfuerzo en recordar tus palabras, siempre… Pero éstas son tan dolorosas…”. Jesús: “Que haces de todo para olvidarlas. ¿Quieres decir eso? ¡Pobre muchacho! No eres tú el que olvida, ni eres tú el que recuerda. Tú y tu voluntad. Es tu misma humanidad la que no puede recordar esta cosa que supera con mucho su capacidad de resistencia, esa cosa inmensamente grande —y no sabes siquiera cabalmente cuán grande, monstruosa será—; esa cosa tan grande, que te atonta como un peso caído de lo alto encima de tu cabeza. Y, a pesar de todo, es así. Ya pronto iré a la muerte. Y mi Madre se quedará sola. Moriré con una gota de dulzura en mi océano de dolor si te veo «hijo» para con mi Madre…”. Juan: “¡Oh, mi Señor! Si voy a ser capaz… si no me sucede como en Belén (2), sí, lo haré. Velaré con corazón de hijo. ¿Pero qué podré darle que la consuele si te pierde a Ti? ¿Qué le voy a poder dar, si yo también estaré como uno que ha perdido todo, entontecido por el dolor? ¿Có­mo lograré hacer esto, yo que no he sabido velar y padecer ahora, en la calma, durante una noche y por un poco de hambre? ¿Cómo voy a lograr hacer esto?”. Jesús: “No te intranquilices. Ora mucho en este tiempo. Te tendré mucho conmigo y con mi Madre. Juan, tú eres nuestra paz. Y lo seguirás siendo cuando llegue el momento. No temas, Juan. Tu amor hará todo”. Juan: “¡Oh, sí, Señor! Tenme mucho contigo. A mí, ya lo sabes, no me gusta el hacerme patente, el hacer milagros; yo sólo quiero y sólo sé amar…”. Jesús le besa una vez más en la frente, hacia la sien, como en la gruta… (Escrito el 16 de Diciembre de 1946).
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1  Nota  : Juan, con la venia de Pedro —que juzgó imprudente dejar solo a Jesús después del intento de apedreamiento por parte de los judíos en el Templo en la fiestas de la Dedicación del Templo [Ju. 10,22-39]— había seguido ocultamente los pasos de Jesús hasta la gruta de Belén a donde Jesús había llegado. Juan, que se había refugiado en una estancia contigua a la gruta, con la intención de estar cerca y velar así por el Maestro, recuerda ahora cómo sus fuerzas no fueron capaces de resistir más, después de dos días de ayuno, y tuvo que salir de su estancia e ir donde estaba el Maestro en busca de ayuda.   2  Nota  : Cfr. Nota 1.
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(<Jesús, en la casa de Lázaro en Betania en la víspera del sábado anterior a la entrada en Jerusalén, el Domingo de Ramos, se ha despedido de las mujeres discípulas. Va a darles la última consigna>)
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9-583-228 (10-44-300).-  “No erraréis nunca porque Ella es el Árbol de la Vida, el Arca viva de Dios, la Forma de Dios”.
* “Estad siempre sujetas a los Pastores. Y ahora y siempre sed hijas para mi Madre. Ella os guiará en todo. Amaos y amadme en María”.- ■ Jesús concluye: “Estad siempre sujetas a los Pastores en lo que es la obediencia a sus consejos y disposiciones; sed para ellos siempre hermanas en lo que es la ayuda en la misión y el apoyo en sus fatigas. Decid esto también a las que hoy no están aquí. Decídselo a las que vendrán en el futuro. ■ Y ahora y siempre sed como hijas para mi Madre. Ella os guiará en todo. Puede guiar a las jóvenes, a las viudas, a las casadas, a las madres, pues Ella ha conocido todas las consecuencias de todos los estados por experiencia propia, además de por sabiduría sobrenatu­ral. Amaos y amadme en María. No erraréis nunca, porque Ella es el Árbol de la Vida, el Arca viva de Dios, la Forma de Dios (1), en quien la Sabiduría se hizo una Sede y la Gracia se hizo Carne”. (Escrito el 22 de Marzo de 1947).
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1  Nota  : Forma de Dios es una expresión que María Valtorta corrige, en una copia mecanografiada, como forma de Dios y forma para Dios, y que explica con la siguiente nota: «Forma de Dios» porque el Creador, que la había predestinado a ser la Madre de Dios, de la misma ma­nera que le había dado un alma preservada, por singular privilegio, de la Culpa Origi­nal, también le había dado un cuerpo cabalmente perfecto, para que María fuera real­mente hecha a imagen y semejanza espiritual de Dios y corporal del Hijo de Dios hecho Hombre, el más hermoso de entre los hijos de los hombres. «Forma para Dios» porque el Verbo se modeló en su seno tomando de su Madre (la única que le aportó un cuerpo y, por tanto, la única que le transmitió la semejanza con el generador —en este caso: con la generadora—) la forma humana. Ella fue, pues, «forma» para la segunda Persona, que se encarnaba para hacerse Hombre.
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(<Jesús acaba de anunciar su muerte de cruz a Lázaro. Quiere, además, depositar en él su última voluntad: se encargará de congregar a los discípulos que se dispersarán después de su muerte. Lázaro ante el anuncio de esa muerte no puede reprimir las lágrimas>)
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9-587-272 (10-6-351).- “El pobre Jesús, cargado con los pecados del mundo, tiene necesidad de un consuelo. Y mi Madre me lo dará”.
* “El mundo tiene necesidad de dos víctimas, porque el hombre pecó con la mujer; y la Mujer debe redimir como el Hombre redime. Dios quiere que esté en mi Calvario para mezclar el agua del llanto virginal con el vino de mi Sangre divina y celebrar la 1ª Misa”.-  ■ Jesús, que se acerca a él y le pone una mano sobre la espalda, convulsa a causa de los sollozos, le dice: “¿Entonces? ¿Debo ser Yo, que tengo que morir, el que te consuele a ti que seguirás viviendo? Amigo, tengo necesidad de fuerzas y de ayuda. Te lo pido. Nadie fuera de ti me puede hacer ese favor. Conviene que los otros no lo sepan, porque si lo supiesen… correría sangre, y no quiero que los corderos se conviertan en lobos, ni siquiera por amor al Inocente. ■ Mi Madre… ¡oh, qué angustia hablar de Ella!… Está muy angustiada ya. También es una agonizante casi sin fuerzas… Hace treinta y tres años que también está muriendo; y ahora es toda una llaga como si hubiera sido víctima de un atroz suplicio. Te juro que he combatido entre la mente y el corazón, entre el amor y la razón, para decidir si era justo alejarla, enviarla a su casa donde Ella siempre sueña con el Amor que la hizo Madre, y paladea el sabor de su beso de fuego, y vibra con el éxtasis de aquel recuerdo y, con los ojos de su alma, siempre ve soplar levemente el aire impulsado y agitado por un resplandor angélico. A Galilea la noticia de mi muerte llegará casi en el momento en que podría decirle: «¡Madre, soy el Vencedor!». Pero, no, no puedo hacer esto. El pobre Jesús, cargado con los pecados del mundo, tiene necesidad de un consuelo. Y mi Madre me lo dará. ■ El mundo, aún el más pobre del mundo, tiene necesidad de dos víctimas. Porque el hombre pecó con la mujer; y la Mujer debe redimir, como el Hombre redime. Pero mientras no suena la hora, a mi Madre le doy sonrisas… Ella tiembla… lo sé. Siente que se acerca la Tortura. Lo sé. Y siente rechazo de ella por natural horror y por santo amor, así como Yo siento rechazo de la muerte, porque soy un ser «vivo» que debe morir. ¡Pero qué terrible sería, si supiese que será dentro de cinco días!… No llegaría viva a esa hora, y Yo quiero que esté viva para sacar de sus labios fuerzas, como de su seno saqué la vida. ■ Dios quiere que esté en mi Calvario para mezclar el agua del llanto virginal con el vino de mi Sangre divina y celebrar la primera Misa. ¿Sabes lo que será la Misa? No. No lo sabes. No puedes saberlo. Será mi muerte aplicada para siempre al género humano viviente o purgante. No llores, Lázaro. Ella es fuerte. No llora. Ha llorado desde que se convirtió en Madre. Ahora no llora más. Se ha crucificado la sonrisa en su rostro… ¿Has visto qué rostro presenta en esos últimos días? Se ha crucificado la sonrisa  para consolarme. ■ Te ruego que imites a mi Madre. No podía guardar Yo solo el secreto. Volví mis ojos a mi alrededor en busca de un amigo sincero y seguro, y encontré tu mirada leal. Me dije: «A Lázaro se lo descubriré». Yo, cuando tenías una pena en tu corazón, respeté tu secreto, y me abstuve de preguntártelo. Te pido igual respeto para el mío, después… después de mi muerte, lo dirás. Dirás esta conversación. Para que se sepa que Jesús conscientemente marchó a la muerte, y, a las torturas que conocía, unió ésta de no haber ignorado nada, ni sobre las personas, ni sobre el propio destino. Para que se sepa que, mientras todavía podía salvarse, no quiso, porque su amor infinito por los hombres no anhelaba otra cosa sino consumar el sacrificio por ellos”. (Escrito el 2 de Marzo de 1945).
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(<Jesús se dirige hacia Jerusalén acompañado de los Doce, con los que quiere compartir estos momentos. Las mujeres se les han adelantado por orden suya>)
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9-589-289 (10-8-367).- “¿Qué corazón de hiena es el que con un solo zarpazo desgarra lo que más ama el corazón materno: a Mí, su Hijo?”.
*  Satanás no soporta la luz virginal de la Rosa de Dios, no puede agredir a la Vencedora. Pero, fundido a un hombre corrompido, se acercará a la Mujer, y así, traidoramente morderla.- ■ Jesús les dice: “Me dice mi Padre, el Señor eterno: «Te he llamado, te he tomado de la mano, te he puesto cual pacto entre los pueblos, te he hecho luz de las naciones» (1). Y lo he sido. He sido luz para abrir los ojos a los ciegos, he sido palabra para que hablasen los mudos, llave para abrir las cárceles subterráneas de los que estaban en las tinieblas del error. Y ahora que soy todo esto, voy a la muerte. Entro en la oscuridad de la muerte. La muerte ¿lo entendéis?… Estas primeras profecías anunciadas, que se están cumpliendo, las digo Yo también con el profeta; las otras os las diré antes de que el demonio nos separe. ■ Ved a Sión allá en el fondo. Id a tomar la asna y el asno. Decid al hombre: «El Rabí Jesús los necesita». ■ Decid a mi Madre que no tardo. Está con las Marías sobre aquel promontorio. Me espera. Es mi triunfo humano. ¡Que sea también el suyo! Unidos siempre, ¡oh, unidos!… ¿Qué corazón de hiena es el que con un solo zarpazo desgarra lo que más ama el corazón materno: a Mí, su Hijo? ¿Es de hombre? No. Todo hombre nace de una mujer. Por instinto y por reflejo moral no puede herir a una mujer que es madre, porque piensa en la «suya». No es pues, un hombre. ¿Qué es entonces? Un demonio. Pero ¿puede un demonio agredir a la Vencedora? Para agredirla debe tocarla. Satanás no soporta la luz virginal de la Rosa de Dios. ¿Entonces? ¿Quién creéis que es? ¿No habláis? Os lo diré. El demonio más astuto se ha fundido con el hombre más corrompido y, como el veneno oculto en el diente del áspid, así está cerrado dentro de él, que puede acercarse a la Mujer, y así, morderla traidoramente. ¡Maldito sea este monstruo híbrido que es Satanás y hombre! ¿Le maldigo? No. El Redentor no pronuncia maldición alguna. Pero sí digo al alma de este monstruo híbrido lo mismo que dije a Jerusalén, monstruosa ciudad de Dios y de Satanás: «¡Oh, si en esta hora que todavía se te concede supieses venir al Salvador!». ¡No hay amor mayor que el mío! Ni tampoco hay poder mayor. También el Padre consiente, si digo: «Quiero», y Yo no sé decir sino palabras de piedad para aquellos que han caído y que desde su abismo me tienden sus brazos. ■ ¡Oh alma del más grande pecador! Tu Salvador en los umbrales de la muerte se inclina sobre tu abismo y te invita a tomar su mano. No será impedida mi muerte… Pero tú, a quien amo aún… te salvarías. Y el alma de tu Amigo no se estremecería de horror al pensar que por obra de su amigo debe conocer el horror de la muerte y de esta muerte concreta…”. ■ Jesús agobiado… se calla. Los apóstoles hablan en voz baja y se preguntan: “Pero ¿de quién está hablando? ¿Quién es?”. Judas desvergonzadamente miente: “Ciertamente ha de ser uno de los falsos fariseos… Me imagino que ha de ser José o Nicodemo, o bien Cusa o Mannaén. Tienen mucho que perder, y bienes… Sé que Herodes… Sé que el Sanedrín. ¡Él se fió mucho de ellos! ¿No caísteis en la cuenta que ayer tampoco estuvieron presentes? No tienen valor de estar con Él…”. Jesús no le oye. Ha ido delante y llegado a donde su Madre, que está con las Marías y con Marta y Susana. (Escrito el 3 de Marzo de 1945).
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1  Nota  : Cfr. Is. 42,6-7.
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(<Jesús va con su Madre, de noche, a la casa de Elisa, madre de Analía. Desean mostrar su pesar por la muerte de su hija Analía, acaecida ayer, Domingo de Ramos, durante la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén, mientras Analía pronunciaba hosannas y arrojaba flores desde el balcón, al paso de Jesús frente a su casa>)
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9-592-313 (10-11-387).- Jesús busca la ayuda de su Madre para ir a consolar a la madre de Analía.- Analía, la 1ª virgen consagrada al Señor.
* “Elisa, no sabes cuán profundo va a ser el mar de mi dolor. Yo… yo hace más de seis lustros que contemplo a mi Hijo, y, detrás de su cuerpo liso y limpio, que contemplo y acaricio, veo las llagas del Hombre de los dolores en que se convertirá”.- ■ Caminan por las calles silenciosas, vacías, de las que la luna poco a poco se va alejando y solo ilumina las casas altas de la colina de Sión. Más luminoso está el suburbio de Ofel, de casas más pobres y bajas. Llegan a la casa de Analía. Está cerrada, oscura, silenciosa. Se ven flores tiradas sobre los peldaños, tal vez las que ella misma arrojó antes de morir o que cayeron sobre su lecho fúnebre…  Jesús llama a la puerta. Toca otra vez… Se oye el ruido del bastidor de una ventana. Una voz que pregunta: “¿Quién es?”. La Virgen responde: “María y Jesús de Nazaret”. Elisa: “¡Oh, voy al punto!…”. Esperan muy poco. Se oye cómo corren los cerrojos. Se deja ver el rostro entristecido de Elisa que apenas logra sostenerse. Cuando María entra y le abre los brazos, se echa en ellos, llorando con sollozos, sin decir nada. Jesús cierra la puerta, y espera paciente que su Madre tranquilice esa congoja. Hay una habitación cerca de la puerta. Entran en ella. Jesús lleva la lámpara que Elisa había dejado en el suelo de la entrada antes de abrir la puerta. Elisa sigue gimiendo. Entre sollozos roncos, habla a María. Jesús de pie, calla… ■ Elisa no puede comprender por qué murió su hija de este modo… Y en medio de su sufrimiento, hace a Samuel causante de la muerte, porque la engañó: “Le destrozó el corazón ¡ese maldito! Ella no lo decía, pero no cabe duda que hace mucho tiempo que sufría, quién sabe desde cuánto tiempo! Y con el júbilo, cuando gritó, se le partió el corazón. ¡Sea maldito para siempre!”. Virgen: “No querida. No. No maldigas. No es así. Dios la amó tanto que quiso fuera a gozar de la paz. Y aun cuando hubiera muerto por causa de Samuel —no es así, pero supongámoslo por un instante—  piensa en qué muerte de júbilo ha tenido, y di que la malvada acción le procuró una muerte feliz”. Elisa: “¡Yo ya no la tengo!  ¡Se me ha muerto! ¡Se me ha muerto! Tú no sabes lo que significa perder una hija. Yo he experimentado dos veces este dolor. Porque ya la lloraba como muerta cuando tu Hijo me la curó. Pero ahora… Pero ahora… ¡Él no ha vuelto! No ha tenido compasión… ¡La he perdido! Mi hija está en la tumba. ¿Sabes lo que significa ver agonizar a un hijo?; ¿saber que debe morir?; ¿verle muerto cuando se le creía sano y fuerte? No lo sabes. Tú no puedes hablar sobre esto… Era hermosa como una rosa que se abre al primer rayo del sol. Quiso ponerse el vestido que le había tejido para sus bodas. Quiso llevar su corona de flores como una novia. Luego deshizo la guirnalda para arrojar las flores a tu Hijo. ¡Cantaba, cantaba! Su voz llenaba la casa. Era linda como la primavera. La alegría puso en sus ojos estrellas resplandecientes. Sus labios parecían de granada sirviendo de marco a sus blanquísimos dientes. Y se quedó blanca como el lirio que apenas empieza a abrir su corola. Se dobló sobre mi pecho como un tallo cortado… ¡Ni una palabra! ¡Ni un suspiro! ¡No más color en su cara, no más mirada! Estaba hermosa, como un ángel de Dios, pero sin vida. ■ Tú no sabes, tú que estás contenta por el triunfo de tu Hijo, que está sano y fuerte, ¡qué cosa es mi dolor! ¿Por qué no ha regresado? ¿Qué le hicimos, ella y yo, para que no hubiera tenido piedad de mi plegaria?”. Virgen: “¡Elisa, Elisa, no hables así!… El dolor te ciega y te hace sorda… Elisa, no conoces mi sufrir. Y no sabes cuán profundo va a ser el mar de mi dolor. Tú la has visto tranquila y hermosa entumecerse en paz. En tus brazos. Yo… yo hace más de seis lustros que contemplo a mi Hijo, y, detrás de su cuerpo liso y limpio, que contemplo y acaricio, veo las llagas del Hombre de los dolores en que se convertirá. ¿Sabes, tú que dices que no sé lo que es ver a un hijo ir dos veces a la muerte y una entrar y ya quedarse en paz en ella,  sabes lo que es para una madre tener ante sus ojos esta visión durante tantos años? ¡Mi Hijo! Mírale. Está ahí. Está vestido de rojo como si hubiese salido de un baño de sangre. Y dentro de poco, antes de que la cara de tu hija se haya afeado en el sepulcro, le veré bañado con su sangre inocente. Con esa sangre que le di. Si tú recogiste a tu hija sobre tu pecho, ¿comprendes cuál será mi dolor cuando vea morir a mi Hijo como a un malhechor sobre la cruz? Mírale. Es el Salvador de todos, tanto del cuerpo como del alma. Porque los cuerpos salvados por Él serán incorruptos y bienaventurados en su Reino. ¡Y, mírame! Mira a esta Madre que hora tras hora acompaña y conduce —no le retendría ni siquiera un paso— al sacrificio. Puedo comprenderte, pobre mamá. ¡Pero tú comprende mi corazón! No te irrites contra mi Hijo. Analía no hubiera soportado ver la agonía de su Señor. Él ha hecho que fuera feliz en una hora de regocijo”. Elisa, al oír estas palabras, ha dejado de llorar. Mira a María, en cuyo rostro de mártir se ven lágrimas silenciosas. Mira a Jesús que la mira con piedad…
* “¡Los lirios! Serán el símbolo de las que amarán como ha amado mi Madre a Dios… Consagradas al Rey. Recuerda el Cántico. Y serán las esposas, las amadísimas en la Tierra y en el Cielo”.- ■ Elisa cae a los pies de Él llorando: “¡Pero se me ha muerto, se me ha muerto, Señor! Como un lirio, como un lirio pisoteado. Nuestros poetas han dicho que eres el que te paseas entre los lirios (1). Oh verdaderamente, Tú nacido del lirio-María, bajas a menudo a los floridos jardines, y conviertes las purpurinas rosas en níveos lirios, y los cortas arrebatándoselos al mundo. ¿Por qué, por qué, Señor? ¿No es justo que una madre se regocije con la rosa que nació de ella? ¿Por qué apagar el color purpurino en la fría blancura de muerte del lirio?”. Jesús: “¡Los lirios! Serán el símbolo de las que amarán como mi Madre ha amado a Dios. El níveo prado del Rey divino”. Elisa: “Pero nosotras, las madres, lloraremos; nosotras tenemos derecho a nuestras hijas. ¿Por qué arrebatarles la vida?”. Jesús: “No quiero decir esto, Elisa. Las hijas quedarán, pero consagradas al Rey como las vírgenes en el palacio de Salomón. Recuerda el Cántico (2)… Y serán las esposas, las amadísimas en la Tierra y en el Cielo”. Elisa: “¡Pero mi hija ha muerto! ¡Está muerta!”. Y de nuevo  el llanto se apodera de ella. Jesús: “Yo soy la Resurrección y la Vida. Quien cree en Mí, aunque muera, vive, y en verdad te digo que no muere para siempre. Tu hija vive. Vive para siempre porque creyó en la Vida. Mi muerte será para ella una vida completa. Ha conocido la gloria de vivir en Mí antes de conocer el dolor de verme muerto. Tu dolor te ciega y te hace sorda. Mi Madre ha dicho bien. ■ Pero pronto dirás lo que he encargado que te transmitieran esta mañana: «Realmente su muerte fue una gracia de Dios». Créelo, Elisa. El horror se va a apoderar de este lugar. Vendrá el día en que las madres que habrán sufrido una desgracia, como tú, dirán: «Gracias se den a Dios que libró a nuestros hijos para que no contemplasen estos días». Y las madres que no hubieran sufrido alguna desgracia, gritarán al Cielo: «¿Por qué, ¡oh Dios!, no quitaste la vida a nuestros hijos para que no viesen esta hora?». Créelo, mujer. Cree en mis palabras. No levantes entre ti y Analía la verdadera valla que divide: la de no tener la misma fe. ¿Ves? Podía Yo no haber venido. Sabes cuánto me odian. ¡No te hagas ilusiones de este triunfo momentáneo!… En cualquier rincón de la calle puede ocultarse una asechanza contra Mí. He venido, de noche, a consolarte y a decirte estas palabras. Compadezco a una madre que sufre. Pero para que tu alma tenga paz, he venido a decirte estas palabras. Tranquilízate. Cálmate. Sé en paz”. Elisa: “Dame esa paz, Señor. ¡Yo no puedo! No puedo calmarme en medio de mi dolor. Tú que devuelves la vida a los muertos y la salud a los moribundos, da paz al corazón de una madre angustiada”. Jesús: “Así sea. Sea la paz contigo”. Le impone las manos bendiciéndola y orando por ella en silencio. María se ha arrodillado a su vez cerca de Elisa rodeándola con su brazo. ■ Jesús: “Adiós, Elisa. Me voy…”. Elisa: “¿No nos vamos a volver a ver, Señor? No voy a salir de casa durante muchos días y Tú te vas a marchar pasadas las fiestas pascuales. Tú… eres una parte de mi hija… porque Analía… porque Analía vivía en Ti y por Ti”. Llora un poco más calmada. Jesús la mira… Le acaricia la cabeza cana. Le dice: “Volverás a verme”. Elisa: “¿Cuándo?”. Jesús: “Dentro de ocho días” (3). Elisa: “¿Y me consolarás? ¿Me bendecirás para darme fuerzas?”. Jesús: “Mi corazón te bendecirá con toda la plenitud de amor con que amo a los que me aman. Vámonos, Madre”. Virgen: “Hijo mío, si me lo permites, quisiera quedarme un tiempo con ella. El dolor es una ola impetuosa que vuelve cuando se aleja Aquél que infunde paz… Volveré a casa a la hora de prima. No tengo miedo de andar sola. Tú lo sabes; como también sabes que sería capaz de atravesar un ejército enemigo para ir a consolar a un hermano de Dios”. Jesús: “Haz como quieras. Yo me voy. Dios esté con vosotras”. Sale sin hacer ruido. Cierra detrás de Sí la puerta de la habitación y la de la casa. (Escrito el 31 de Marzo de 1947).
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1  Nota  : Cfr. Cantar  2,1-6;  6,2.  2  Nota  : Cfr. Cantar  6,4-8,4.   3  Nota  : Y así fue,  pues Elisa  recibió, a los ocho días,  la visita de Jesús resucitado.
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(<La Virgen y otras mujeres han llegado a la casa del Cenáculo donde su Hijo va a celebrar su Última Cena.- Cfr. en Personajes de la Obra magna: Cenáculo>)
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9-599-397 (11-18-461).- En la casa del Cenáculo, antes de la Cena, Jesús se despide de su Madre: “Madre, he venido para beber fuerzas y consuelo de ti. Soy como un pequeñín que tenga necesidad del corazón materno para su dolor, y del seno de su madre para tener fuerzas”.
* ¡Pobre Madre que por la Gracia y por el Amor comprende llegada la hora!.- ■ En la habitación que ahora estoy viendo, está María con otras mujeres. Reconozco a Magdalena, a María, madre de Santiago y de Judas. Da la impresión de que acaban de llegar, acompañadas de Juan, porque se están quitando los mantos que pliegan y los ponen sobre los asientos que hay por la habitación, mientras se despiden del apóstol,  que se marcha, y saludan a una mujer y a un hombre que han acudido a recibirlas, y que quizás sean los dueños de la casa, y también discípulos o simpatizantes del Nazareno, porque muestran mucha confianza con María, que está vestida de color azul celeste oscuro. En la cabeza lleva un velo blanco que se deja ver cuando se quita el manto que la cubría también la cabeza. Está muy delgada de rostro. Parece como si hubiera envejecido. Se le nota la tristeza aun cuando sonría con dulzura. También sus movimientos son los de una persona cansada, como los de una persona sumergida en una idea. ■ Por la puerta entreabierta veo que el propietario de la casa va y viene al pasillo y al cenáculo. Enciende éste completamente, prendiendo los restantes mecheros de la lámpara. Luego va a la puerta que da a la calle y la abre. Entra Jesús con los apóstoles. Veo que ya es tarde, porque las sombras de la noche caen ya sobre la estrecha calle. Saluda al dueño a su manera acostumbrada: “La paz sea en esta casa”; y, luego, mientras los apóstoles bajan al cenáculo, entra en la habitación donde está la Virgen. Las mujeres piadosas le saludan con profundo respeto, y se marchan, cerrando la puerta y dejando así en libertad a la Madre y al Hijo. Jesús abraza a su Madre, la besa en la frente. María besa primero las manos de su Hijo, luego su mejilla derecha. Jesús toma a María de la mano y hace que se siente —hay dos taburetes, cerca el uno del otro—, y Él se sienta al lado. La ha invitado a sentarse acompañándola de la mano a los taburetes, y sigue agarrándole la mano aun cuando Ella ya se ha sentado. También Jesús está pensativo, triste, aun cuando se esfuerce en sonreír. María estudia ansiosa la expresión del rostro de su Hijo. ¡Pobre Madre, que por la gracia y por el amor comprende que la hora ha llegado! En su rostro destacan arrugas de dolor; sus ojos se dilatan por una intensa visión de agudo dolor. Pese a esto, conserva su serenidad al igual que su Hijo. Su porte es majestuoso como el de su Hijo. ■ Él la saluda y se encomienda a sus oraciones, le habla: “Madre, he venido para beber fuerzas y consuelo de ti. Soy como un pequeñín que tenga necesidad del corazón materno para su dolor, y del seno de su madre para tener fuerzas. Soy de nuevo, en estos momentos, tu pequeño Jesús de otros tiempos. No soy el Maestro, Madre, soy solo tu Hijo, como en Nazaret cuando era pequeño, como en Nazaret antes de abandonar mi vida privada. No tengo más que a ti. Los hombres, en estos momentos, no son ni amigos ni leales a tu Jesús. Ni siquiera tienen el valor para seguir el bien. Sólo los malos son leales y constantes y decididos en hacer lo que se proponen. Pero tú me eres fiel, y eres en esta hora mi fuerza. Sosténme con tu amor, con tus oraciones. De entre los que en mayor o menor grado me aman, eres la única que en esta hora sabes orar; orar y comprender. Los otros tienen sentimiento de fiesta, y están  pensando en ella o pensando en el crimen, mientras Yo sufro con tantas cosas. Después de la fiesta muchas cosas se acabarán, y entre ellas su modo humano de pensar. Sabrán ser dignos de Mí todos menos el que se ha perdido, a quien ninguna fuerza puede llevarle, al menos, al arrepentimiento. Pero por ahora son todavía hombres tardos que se regocijan, creyendo que está muy cerca mi triunfo; no comprenden que estoy muriendo. Los hosannas de hace pocos días los han embriagado. Madre, vine para esta hora y, con alegría sobrenatural, la veo aproximarse. Pero no dejo de temerla, porque este cáliz tiene dentro «traición», «renegamiento», «crueldad», «blasfemia», «abandono». Sosténme, Madre, como cuando con tus oraciones trajiste sobre ti al Espíritu de Dios, dando por medio de Él al mundo al Esperado de las gentes (1). Atrae ahora sobre tu Hijo la fuerza que me ayude a realizar la obra para la que vine. Madre, adiós. Bendíceme, Madre; también por el Padre. Perdona a todos. Perdonemos juntos desde ahora a los que nos torturan”. ■  Jesús ha caído de rodillas a los pies de su Madre, y la mira teniéndola asida a la cintura. María llora sin hacer ruido, con su rostro ligeramente alzado por la plegaria que desde su corazón eleva a Dios. Las lágrimas le ruedan por sus pálidas mejillas y caen sobre su pecho, sobre la cabeza de Jesús que la tiene apoyada en el corazón de María. Luego María pone su mano sobre la cabeza de Jesús como para bendecirle. Se inclina, le besa entre los cabellos, se los acaricia, como acaricia también los hombros, los brazos, toma su cara entre las manos y la vuelve hacia Ella, la estrecha contra su corazón. Con sus lágrimas en los ojos le besa en la frente, en las mejillas, en los doloridos ojos. Acaricia esa pobre cansada cabeza, como si fuera la de un niño, como vi que lo hacía en la gruta de Belén. Pero ahora no canta. Dice solo: “¡Hijo! ¡Hijo! ¡Jesús! ¡Jesús mío!” con voz tal que me desgarra el corazón. ■ Jesús se levanta. Se compone el manto. Queda de pie frente a su Madre que sigue llorando. La bendice. Va a la puerta. Antes de salir dice: “Madre, vendré otra vez antes de terminar mi Pascua. Ruega por Mí”. Y se va. (Escrito el 17 de Febrero de 1944).
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1  Nota  : Cfr. Jer. 14,7-9; 17,12-13; Gén. 49,8-12.
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(<En la Última Cena, ha llegado el momento de la institución de la Eucaristía>)
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9-600-413 (11-19-477).- La Madre recibe el Cuerpo y la Sangre, de manos de su Hijo.
* Jesús toma el decimotercer pedazo de Pan, toma el Cáliz y sale del Cenáculo.- ■ Jesús dice a los apóstoles: “Recordadlo. Me voy pero quedaremos siempre unidos mediante el milagro que ahora voy a realizar”.Jesús toma un pan entero. Lo pone sobre la copa, que está completamente llena de vino. Bendice y ofrece ambos, luego parte el pan en trece pedazos y da uno a cada apóstol, diciendo: “Tomad y comed. Esto es mi Cuerpo. Haced esto en recuerdo de Mí, que me marcho”. Da el cáliz y dice: “Tomad y bebed. Ésta es mi Sangre. Esto es el cáliz del nuevo pacto (sellado) en mi Sangre y por mi Sangre, que será derramada por vosotros para que se os perdonen vuestros pecados y para daros Vida. Haced esto en recuerdo mío”. Jesús está tristísimo. Toda huella de sonrisa, de luz, de color le han abandonado. Parece como si estuviese agonizante. Los apóstoles le miran angustiados. ■ Se pone de pie diciendo: “No os mováis. Regreso pronto”. Toma el decimotercer pedazo de Pan, toma el Cáliz y sale del Cenáculo. Juan dice en voz baja: “Va donde está su Madre”. Judas Tadeo con un suspiro: “¡Pobre mujer!”. Pedro con una voz que apenas se oye: “¿Crees que Ella sabe?”. Judas Tadeo: “Sabe todo. Siempre lo ha sabido”. Todos hablan en voz baja, como si estuviesen ante un cadáver. Tomás, que no quiere aún creer, pregunta: “Pero ¿estáis seguro sea así?…”. Santiago de Zebedeo le responde: “¿Todavía dudas de ello? Es su hora”. Zelote dice: “Que Dios nos dé fuerzas para serle fieles”. Pedro empieza a decir: “¡Oh! yo…”. Pero Juan, que está alerta, hace: “Psss. Regresa”. ■ Jesús vuelve a entrar. Trae en la mano la copa vacía. En su fondo, una mínima señal de vino, que bajo la luz de la lámpara parece realmente sangre. (Escrito el 9 de Marzo de 1945).
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(<Como parte de los discursos de la Última Cena, Jesús habla también de su Madre>).
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9-600-417 (11-19-481).- “Para Ella no es el mandato que os doy a vosotros: «Santificaos… para que podáis venir a Mí, cuando llegue vuestra hora». En Ella reside toda clase de gracias y santidad”.
* “Ni siquiera Ella, podrá ir donde voy Yo… Es la criatura que ha tenido todo y todo lo ha dado. Nada hay que añadir en Ella. Nada hay que quitar”.- ■ Dice Jesús: “Hijitos míos, todavía estaré un poco con vosotros; luego, me buscaréis como los huérfanos suelen buscar al padre o a la madre muertos. Con las lágrimas en los ojos iréis hablando de Él y en vano llamaréis al mudo sepulcro, y luego llamaréis a las puertas azules del Cielo, con el ansia de un alma en busca de amor, preguntando: «¿Dónde está nuestro Jesús? Queremos tenerle. Sin Él ya no hay luz, ni alegría, ni amor en el mundo. O devolvédnoslo o dejadnos entrar. Queremos estar donde Él está». Pero, por ahora, no podéis ir a donde Yo voy. Esto mismo se lo dije a los judíos: «Luego me buscaréis, pero a donde Yo voy vosotros no podéis ir». Lo mismo os digo a vosotros.  ■ Pensad en mi Madre… Ni siquiera Ella podrá ir a donde voy Yo. Y, sin embargo Yo dejé el Padre para venir donde Ella y hacerme Jesús en su vientre inmaculado. Nací de Ella, de la Inviolable, en un éxtasis luminoso; y de su amor, hecho leche, me nutrí. Yo estoy hecho de pureza y de amor porque María me nutrió con su virginidad fecundada por el Amor perfecto que vive en el Cielo. Yo crecía con sus fatigas y lágrimas… Y, sin embargo, le pido un heroísmo, cual nunca se ha realizado, y que respecto al de Judit (1), al de Yael (2) no tiene comparación. Y, con todo, nadie la iguala en amor a Mí. Y, pese a todo esto, la dejo y me voy a donde Ella no irá sino después de mucho tiempo. ■ Para Ella no es el mandato que os doy a vosotros: «Santificaos año por año, mes por mes, día tras día, hora tras hora, para que podáis venir a Mí, cuando llegue vuestra hora». En Ella reside toda clase de gracias y santidad. Es la criatura que ha tenido todo y que todo lo ha dado. Nada hay que añadir en Ella, y nada hay que quitar. Es el testimonio santísimo de lo que puede Dios. ■ Pero para estar seguro de que seréis capaces de llegar a donde esté Yo y de olvidar el dolor de la pérdida de vuestro Jesús, os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros. Así como Yo os he amado, amaos igualmente los unos a los otros. Por esto se conocerá que sois mis discípulos”. (Escrito el 9 de Marzo de 1945).
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1  Nota  : Cfr. Judt. 10,13.   2  Nota  : Cfr. Jue.  4-5.
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9-600-427 (11-20-491).- Una reflexión sobre la Última Cena: el poder de la oración de María.
* Por este dolor que ofreció por la Redención obtuvo para Mí el haber podido superar la angustia en el Huerto de los Olivos, y llevar a cabo la Pasión bajo todas sus múltiples durezas”.- ■ Jesús dice: “Yo era un Dios hecho Hombre. Un Hombre que, por no tener mancha alguna, poseía la fuerza espiritual para dominar la carne. Y, con todo, no sólo no rechazo, antes al contrario: invoco, la ayuda de la Llena de Gracia, la cual también en esa hora de expiación encontraría cerrado el Cielo, pero no tanto como para no lograr, —siendo Ella Reina de los ángeles—, arrebatar un ángel para el consuelo de su Hijo. ¡Oh, Ella no lo hubiera pedido para Ella, pobre Madre! También Ella saboreó la amargura del abandono del Padre. Por este dolor que ofreció por la Redención obtuvo para Mí el haber podido superar la angustia en el Huerto de los Olivos, y llevar a cabo la Pasión bajo todas sus múltiples durezas, cada uno de cuyos aspectos estaba orientado a lavar cualquier forma de pecado como sus medios para cometerlo”.  (Escrito el 17 de Febrero de 1944).
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9-603-452 (10-4-341).- Unión espiritual entre el Hijo y la Madre: “No había lágrima de mi Madre que no me hubiera mojado, y no hubo lamento mío que no hubiera encontrado un fortísimo eco en su corazón”.
* Nuestros corazones estaban unidos por fibras espirituales y siempre palpitaron al unísono”.- ■ Dice Jesús: “En estos días te he dado a conocer mis sufrimientos físicos que soportó mi Humanidad. Te he dado a conocer mis sufrimientos morales que estaban tan entrelazados tan íntimamente con los de mi Madre, como se entrelazan, se cruzan las enmarañadas lianas de las selvas ecuatoriales, que no se puede cortar una de ellas solamente, sin cortar otra; o como están las venas en el cuerpo: no se puede sacar sangre de una sola vena, porque la sangre corre por todo el cuerpo; o si se prefiere otra comparación: no se puede hacer morir a una madre que tiene en su vientre su hijito sin hacer morir a éste. ■ Ella, mi Madre me llevó no solo por nueve meses, sino durante toda la vida. Nuestros corazones estaban unidos por fibras espirituales y siempre palpitaron al unísono, y no había lágrima de mi Madre que no me hubiera mojado, y no hubo lamento mío que no hubiera encontrado un fortísimo eco en su corazón. Os causa dolor enteraros que una madre sabe que su hijo está irremediablemente enfermo, que tiene que morir, o bien que una madre sabe que su hijo está condenado a pena de muerte. Pues pensad en mi Madre que desde el momento que me concibió, supo que tenía Yo que ser condenado a muerte; pensad en esa Madre que cuando besaba mis tiernos miembros de pequeño sabía que llegaría el momento en que serían destrozados por el flagelo; en esa Madre que habría dado diez, cien, mil veces su vida con tal de impedir llegara la hora en que Yo fuera un hombre adulto, la hora de mi inmolación; sin embargo, Ella sabía y debía desear aquella hora tremenda por aceptar la voluntad del Señor, por la gloria del Señor, por beneficio de la Humanidad. No, no ha habido una agonía más larga —ni terminada en un dolor más grande— que la de mi Madre”. (Escrito el 15 de Febrero de 1944).
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(<Judas, después de haber entregado a Jesús, ha vagado errante por la ciudad. Se ha cruzado por dos veces con Él amarrado y zarandeado entre la multitud. Las dos veces la misma mirada de compasión de Jesús al traidor. Con el aspecto de una fiera enfurecida acosada por una jauría, ha vagado por los lugares recorridos por Jesús durante las últimas horas. Ha visto la sangre derramada por su Maestro. No puede ver esa sangre. Al verla, respira como si estuviese ahogando en un mar de sangre. Acaba de llegar a la casa del Cenáculo>)
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10-605-36 (11-24-538).- Judas de Keriot después de la traición: en el Cenáculo, ante la Madre.
¡Judas! ¡Judas! ¡Detente! ¡Espera! ¡Escucha! Te lo digo en su nombre: arrepiéntete, Judas. Él perdona…”.- ■ La casa del Cenáculo está cerrada, como abandonada. Se detiene. La mira. “¡La Madre!” murmura. “¡La Madre!…”. Se queda inmóvil… “¡También yo tengo una madre! ¡Y a una Madre le he matado su hijo!… También… quiero entrar… Volver a ver esa sala. Allí no hay sangre…”. Llama con un golpe a la puerta… otro… otro… La dueña de casa viene y trata de cerrar, pero Judas, de un empujón, la abre y, separando violentamente a un lado a la mujer, entra. Corre hacia la puertecita que da a la sala. La abre. Entra. Hermosos rayos matutinos entran por las ventanas abiertas. Da un suspiro de descanso. Sigue hacia delante. Aquí hay calma y silencio. La vajilla está toda en su lugar. Se comprende que nadie hasta ahora se ha preocupado de ella. Da la impresión de que esperase a los invitados. Judas va a la mesa. Mira si hay vino en las jarras. Lo hay. Bebe directamente y con ansia de una de ellas que sostiene con ambas manos. Luego se deja caer sentado. Apoya la cabeza sobre los brazos cruzados, encima de la mesa. No ha caído en la cuenta de que está sentado exactamente en el lugar de Jesús y que tiene ante sí el cáliz que se empleó para la Eucaristía. Se queda firme por unos minutos, hasta que la fatiga de la carrera desaparece. Luego levanta su cabeza, distingue la copa, se acuerda dónde está sentado. Se levanta como endemoniado. Pero la copa le atrae. Todavía hay un poco de vino rojo en el fondo; y el sol, al dar sobre el metal —parece de plata— enciende ese líquido. “¡Sangre! ¡Sangre, también aquí! ¡Su Sangre! ¡Su Sangre!… «Haced esto en recuerdo mío… tomad y bebed. Esta es mi SangreLa Sangre del nuevo testamento que será derramada por vosotros…». ¡Ah, maldito sea yo! ¡Porque para mi pecado no se derramará! No pido perdón porque Él no puede perdonarme. ¡Largo, largo! No hay lugar donde el Caín de Dios pueda encontrar reposo. ¡La muerte! ¡La muerte!…”.  Sale. ■ Se encuentra a María, enfrente, en pie, en la puerta de la habitación donde Jesús la había dejado. Ella, al oír ruido, se había asomado, esperando tal vez ver a Juan, que hace varias horas que marchó. La Virgen está pálida como si le hubieran sacado toda la sangre. Sus ojos, llenos de dolor, son muy semejantes a los de su Hijo. Judas se encuentra con esos ojos que le miran dolorosos y conscientes, como le miraron los de Jesús en la calle. Y, con “¡Oh!” de espanto, se pega contra la pared. “¡Judas!” dice María, “Judas, ¿a qué viniste?”. Las mismas palabras de Jesús, dichas con un amor doloroso. Judas las recuerda. Y lanza un aullido. La Virgen repite: “Judas, ¿qué has hecho? ¿Has correspondido a tanto amor con la traición?”. La voz de María es una temblorosa caricia. Judas intenta escapar. María le llama con una voz capaz de convertir a un demonio. “¡Judas! ¡Judas! ¡Detente! ¡Espera! ¡Escucha! Te lo digo en su nombre: arrepiéntete, Judas. Él perdona…”. Judas huye. La voz de María, su aspecto, ha sido el golpe de gracia, es decir, de desgracia, porque él la resiste. Huye precipitadamente. (Escrito el 31 de Marzo de 1944).
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10-605-39 (11-25-541).- “¡Oh, claro que le habría perdonado! Si se hubiera arrojado a los pies de mi Madre diciendo: «¡Piedad!»”.
* “Ella, la Misericordiosa, me le habría traído a los pies de la cruz. Y habría estado Ella, Sacerdotisa admirable, en su altar, entre la pureza y la culpa, porque es Madre de las vírgenes y de los santos, pero también de los pecadores”. ■ Dice Jesús:  “Mi Madre  —y era la Gracia la que hablaba y mi Tesorera la que ofrecía el perdón en mi nombre— se lo dijo: «Arrepiéntete, Judas. Él perdona…». ¡Oh, claro que le habría perdonado! Si se hubiera arrojado a los pies de mi Madre diciendo: «¡Piedad!», Ella, la Misericordiosa, le habría recogido como a un  herido, y en las heridas que Satanás le había hecho, en las que él había inoculado el traicionarme, habría derramado su llanto que salva, me le habría traído, a los pies de la cruz, tomándole de la mano para que Satanás no le pudiera arrebatar, y no le golpearan los discípulos; me lo habría traído para que mi Sangre hubiera caído primeramente sobre él, el más grande de los pecadores. ■ Y habría estado Ella, Sacerdotisa admirable en su altar, entre la pureza y la culpa, porque es Madre de las vírgenes y de los santos, pero también de los pecadores. Pero Judas no quiso. Reflexionad sobre el poder de la voluntad, de la cual sois dueños absolutos. Por ella podéis recibir el Cielo o el Infierno. Reflexionad qué quiere decir persistir en la culpa”. (Escrito el 31 de Marzo de 1944).
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10-606-42 (11-26-544).- Jesús-María antítesis de Adán-Eva.- Judas Iscariote es el nuevo Caín.
* Pareja Jesús-María debe anular todo lo que hizo la pareja Adán-Eva.-Dice Jesús: “La pareja Jesús-María es la antítesis de la pareja Adán-Eva (1). La primera está destinada a anular todo lo que hicieron Adán y Eva, y poner de nuevo a la Humanidad en el punto en que estaba cuando fue creado: rico en gracia y en todos los dones que el Creador le dio. La Humanidad ha experimentado una regeneración total (2) por obra de la pareja Jesús-María, quienes, así, han venido a ser los nuevos fundadores de la Humanidad. Todo el tiempo pasado ha sido borrado. El tiempo y la historia del hombre empiezan a partir de este momento en que la nueva Eva, por una inversión de términos en la creación (3), saca de su seno inmaculado, por obra del Señor Dios, al nuevo Adán. Pero para anular las obras de los Primeros, causa de mortal enfermedad, de perpetua mutilación, de empobrecimiento, aun más, de pobreza espiritual —porque después del pecado Adán y Eva se vieron despojados de todo lo que el Padre Santo les había donado, riqueza infinita—, estos Segundos tuvieron que obrar en todo y por todo, de modo opuesto a como obraron los dos Primeros. Por tanto, llevar la obediencia hasta la perfección que se aniquila y se inmola en la carne, en el sentimiento, en el pensamiento, en la voluntad, para aceptar todo lo que Dios quiere. Por tanto, llevar la pureza a una castidad absoluta, por la cual la carne… ¿qué significó la carne para Nosotros dos, puros?: velo de agua sobre el espíritu triunfante, caricia de viento sobre el espíritu que era rey, cristal que aísla al espíritu-señor y no lo corrompe, impulso que eleva y no peso que oprime; esto fue la carne para Nosotros: menos pesada y susceptible de ser sentida que un vestido de lino, sustancia leve interpuesta entre el mundo y el esplendor del «yo» sobrehumano, medio para poner por obra aquello que Dios quería; nada más. ■ ¿Poseímos el amor? Cierto que sí. Poseímos el «perfecto amor». No es, hombres, amor el hambre de los sentidos que os empuja a saciaros de la carne. Esto es lujuria, no otra cosa. Y tanto es verdad que al amaros de este modo —pensáis que es amor— no sabéis compadeceros, ayudaros, perdonaros. ¿Qué es, entonces, vuestro amor? Es odio. Es únicamente delirio paranoico que os empuja a preferir el sabor de alimentos pútridos antes que el sano, fortalecedor alimento de sentimientos nobles.  Nosotros tuvimos el «perfecto amor». Nosotros, los castos perfectos. Este amor abrazaba a Dios en el Cielo y, unido con Él, como lo están las ramas al tronco que las nutre, se extendía y bajaba a la Tierra y sobre sus habitantes en forma de reposo, de refugio, de alimento, de consuelo. Ninguno es excluido de este amor. Ni nuestros semejantes ni los seres inferiores ni la naturaleza vegetal ni las aguas ni los astros; ni siquiera los malos estaban excluidos de este amor. Porque éstos seguían siendo, aunque miembros muertos, miembros del gran cuerpo de lo Creado, y por esto, en ellos veíamos la santa imagen del Creador —aunque fuera, a causa de su maldad, una imagen ensuciada y deformada— que los había formado a su imagen y semejanza. Nosotros amamos: alegrándonos con los buenos; llorando sobre los no-buenos; orando —amor práctico que se expresa impetrando y obteniendo protección para aquel a quien amamos— orando por los buenos para que fuesen cada vez mejores y así pudieran acercarse cada vez  más a la perfección del Bueno que nos ama desde el Cielo; orando por los que vacilaban entre la bondad y la maldad, para que se fortaleciesen y pudiesen perseverar en el santo camino; orando por los malvados para que la Bondad hablase a su espíritu, incluso aterrorizándolos con un rayo de su poder, pero convirtiéndolos al Señor, su Dios. Nosotros amamos así, como ningún otro amó. Llevamos el amor a la cumbre de la perfección para llenar con nuestro océano de amor el abismo excavado por el desamor de los Primeros, que se amaron a sí mismos más que a Dios, queriendo conseguir más de lo que les era lícito: ser superiores a Dios. ■ Por esto, Nosotros tuvimos que unir a la obediencia, a la pureza, a la caridad, al desapego de todas las riquezas de la tierra (carne, poder, dinero: el trinomio de Satanás opuesto al trinomio de Dios, o sea, fe, esperanza, caridad) y oponer al odio, a la lujuria, a la ira, a la soberbia (las 4 pasiones perversas, antítesis de las 4 virtudes santas: fortaleza, templanza, justicia, prudencia) tuvimos que unir y oponer una constante práctica de todo lo que se oponía al modo de actuar de la pareja Adán-Eva. Y si mucho nos resultó  —por nuestra buena voluntad sin límites— incluso fácil, solo el Eterno sabe cuán heroico nos resultó esta práctica en ciertos momentos y en ciertos casos.
.  ● ¡No, Satanás no puede alzarse de debajo del calcañar de mi Virgen Madre!.-Aquí solo quiero hablar de uno de los momentos. Y de mi Madre, no mío; de la nueva Eva que ya había rechazado desde sus más tiernos años las lisonjas usadas por Satanás para seducirla a morder el fruto, y probar aquel sabor que había desquiciado a la compañera de Adán; la nueva Eva, que no se había limitado a rechazar a Satanás, sino que le había vencido aplastándole con su voluntad de obediencia, de amor, de castidad tan grandes que, él, el Maldito, quedó aplastado y subyugado. ¡No, Satanás no puede alzarse de debajo del calcañar de mi Virgen Madre! Suelta baba, echa espuma, ruge y blasfema. Pero su baba cae al suelo, su aullido no toca a esa atmósfera que rodea a mi Santa, que no percibe el hedor ni las risas burlonas diabólicas, que no ve —ni siquiera puede ver— la baba asquerosa de la Serpiente eterna, porque las armonías celestiales y los celestiales aromas danzan en torno de Ella enamorados en torno a su bella y santa persona, y porque sus ojos, más puros que el lirio y más enamorados que los de una tórtola, miran solo a su eterno Señor de quien es Hija, Madre y Esposa.
.  ● Eva maldice a Caín;  la 2ª Eva ama y perdona al 2º Caín.- ■ Cuando Caín mató a Abel (4), la boca de su madre profirió las maldiciones que su espíritu, separado de Dios, le inspiraba contra su prójimo más cercano: contra el hijo de sus entrañas profanadas por Satanás y embrutecidas por el deseo desenfrenado. Y esa maldición fue la mancha en el reino de lo moral humano, de la misma forma que el crimen de Caín fue la mancha en el reino de lo animal humano, arrastrado de sus instintos bestiales. Sangre sobre la Tierra, derramada por mano fraterna. La primera sangre, que atrae —como imán milenario— toda sangre que, extraída de las venas del hombre, la mano del hombre derrama. Maldición contra la Tierra, proferida por boca humana. Como si la Tierra no estuviera ya suficientemente maldecida por causa del hombre rebelde contra su Dios y hubiese necesitado saborear los cardos y las espinas y la dureza de los terrones del campo, de las sequías, de las granizadas, de las heladas, de los calores; esa Tierra que había sido creada perfecta, y a la que ayudaban todos los elementos para que fuese una morada cómoda y bella para el hombre, su rey. ■ María debe anular a Eva. María ve al segundo Caín: a Judas. María sabe que es el Caín de su Jesús, del segundo Abel. Sabe que la Sangre de este segundo Abel ha sido vendida por ese Caín y ya está siendo derramada. Pero no maldice. Ama y perdona. Ama y llama. ■ ¡Oh, Maternidad de María, mártir! ¡Maternidad tan sublime, como esa maternidad tuya virginal y divina! Esta última ha sido don de Dios, pero la primera, Madre santa, Corredentora (5), ha sido un don tuyo para ti, porque tú, solo tú supiste, en aquella hora, con el corazón quebrantado por los azotes que me habían desgarrado mi cuerpo, decir a Judas esas palabras; tú, solamente tú supiste en aquella hora, mientras sentías ya la cruz partirte el corazón, amar y perdonar. María: la nueva Eva. ■ Ella os enseña la nueva religión que lleva al amor hasta el punto de perdonar a quien mata a un hijo. No seáis como Judas que cierra su corazón ante esta Maestra de Gracia y se desespera diciendo: «Él no me puede perdonar», poniendo en duda las palabras de la Madre de la Verdad, y, por lo tanto, mis palabras, que había Yo repetido siempre que Yo había venido a salvar, y no a destruir (6). Para perdonar a aquel que, arrepentido, viniera a Mí. ■ María, la nueva Eva, recibió de Dios un nuevo hijo (7) «en lugar de Abel matado por Caín». Pero no lo tuvo a través de una hora de alegría animal que adormece el dolor bajo el influjo de los vapores de la sensualidad y el cansancio del contentamiento. Lo tuvo en una hora de dolor total, al pie de un patíbulo, entre los estertores de su Hijo moribundo, entre los improperios de una gentuza deicida y en medio de una desolación inmerecida y total, porque Dios ya tampoco la consolaba. ■ La vida nueva empieza para la Humanidad y para cada uno de los seres humanos en María. Vuestra escuela está en sus virtudes y en su modo de vivir. Y en su dolor —que tuvo todas las facetas, incluso la del perdón del asesino de su Hijo— está vuestra salvación”. (Escrito el 2 de Abril de 1944).
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1  Nota  : “La pareja Jesús-María devolverá al linaje humano al punto en que fue creado”. A este respecto y para la primera parte del presente cap., Cfr. Gén. 1-3; Rom. 5,12-21; 1 Cor. 15,21-24. 45; además, entre los grandes santos padres del siglo. II: S. Justino, “Diálogo contra Trifón el judío”  y  S. Irineo, “Contra las herejías”. 2 Nota : “La Humanidad se ha encontrado con una regeneración total”. La expresión “regeneración total” es muy exacta: de hecho el Padre que, por medio de su Hijo (Ju. 1,3), creó todo, por su mismo medio, al haberse hecho Hombre, con Amor Infinito, esto es, por virtud del Espíritu Santo todo ha vuelto a crear y crea, ha renovado todo. Por esto la Liturgia, sobre todo en el tiempo pascual, canta a su renovación llevada por el Padre, mediante su Cristo, por la fuerza del Espíritu Paráclito. El renacimiento, esto es, la renovación, no será perfecto y completo sino en el día de la resurrección de los cuerpos. Entonces, la expresión litúrgica:… “¡Oh  feliz culpa!, que mereció tener a tal y tan gran Redentor”.   3  Nota  : “La Nueva Eva,  por una inversión de términos en la creación,  forma de su seno inmaculado al nuevo Adán…”. En el sentido que entre tanto que Eva fue divinamente extraída del cuerpo de Adán (Cfr. Gén. 2,21-24), la nueva Eva no salió del nuevo Adán-Jesús sino Él de Ella, por virtud de una concepción y nacimiento milagrosos.   4  Nota  : Cfr. Gén. 4,1-16.   5  Nota  : “Corredentora”. En el sentido de que Ella es la Madre del Redentor, su Compañera en la obra de la Redención.   6  Nota  :  “Yo había  venido a salvar  y  no a destruir”.  Para este tema consolador:
a) Ju. 3,16-21: “Sí,  tanto amó al mundo que le dio su Hijo Único, para que todo el que crea en Él no se pierda, sino que tenga la vida eterna. Dios no mandó a su Hijo a este mundo para condenar al mundo, sino para salvarlo. El que cree en Él no se pierde; pero el que no cree ya se ha condenado por no creerle al Hijo Único de Dios. La Luz vino al mundo, y los hombres prefirieron las tinieblas a la Luz, porque sus obras eran malas: ahí está la condenación. El que obra mal odia la luz y no viene a la luz, no sea que su maldad sea descubierta y condenada. Pero el que camina en la verdad busca la luz para que se vea claramente que sus obras son hechas según Dios”.
b) Ju. 12,37-50. “Después de tantas señales milagrosas que Jesús había hecho delante de ellos, los judíos no creyeron en Él. Tenía que cumplirse lo escrito por Isaías: «Señor, ¿quién ha dado crédito a nuestras palabras? ¿A quién has revelado lo que harás para salvar?». Así es que no se pudieron convencer. Isaías dice en otro lugar: «Se cegaron sus ojos y se endureció su corazón, para no ver ni comprender; no quieren convertirse a Mí, ni que Yo los sane»… ■ Jesús clamó con voz fuerte: «El que cree en Mí en realidad no cree en Mí, sino en Aquel que me ha enviado. El que me ve, ve al que me envía. Yo soy la Luz y he venido al mundo para que quien crea en Mí no permanezca en tinieblas. Al que escucha mi Palabra pero no la obedece, no seré Yo quien le condene, porque Yo no he venido a condenar al mundo, sino a salvarlo. El que me desprecia  y no hace caso de mi palabra, tiene quien le juzgue y condene: será mi propia Palabra; ella le juzgará en el último día. Porque Yo no hablo por mi propia cuenta: el Padre que me envió me encargó lo que debo decir y cómo decirlo. Por mi parte, Yo sé que su mensaje es vida eterna. Por eso tengo que hablar y lo enseño tal como me dijo mi Padre»”.    7  Nota  : Cfr. Gén. 4,25-26.
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(<Juan —que se ha cruzado en el camino con Judas Iscariote— viene raudo hacia la casa del Cenáculo para recoger a María. La sentencia está pronunciada. Jesús va a salir para el Calvario. Es hora de llevar a la Madre donde el Hijo >)    
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10-607-50 (11-27-553).- Juan va a buscar a la Madre para acompañarla al Calvario: “Lo sé, Juan. Pero ahora… no veo más”.
* Desde anoche le he seguido en su dolor. No lo ves. Pero mi cuerpo ha sido azotado con los mismos flagelos, sobre mi frente he sentido las espinas… ¡Mi Hijo condenado a la cruz!… Él debe verme. No debo sentir mi dolor mientras Él siente el suyo”.- Son la 10,30 del viernes santo de 1944 (7 Abril 1944): la hora en que mi interno locutor me dice que fue la hora en que Juan fue donde la Virgen. Me parece que Juan está mucho más pálido que cuando le vi en el palacio de Caifás con Pedro. Tal vez porque allí la luz de la hoguera proyectaba un cálido reflejo en su cara. Ahora le veo como si hubiese salido de una larga enfermedad. Al ver su túnica de color lila, su cara parece la de un ahogado, por lo pálido que está. Los ojos han perdido su brillo. Sus cabellos están sucios y despeinados. La barba, que ha asomado en esas horas, le pone un velo claro en las mejillas y el mentón, y, siendo rubia clara, da a aquellas un aspecto aún más pálido. No queda en él nada del dulce y alegre Juan, como tampoco del inquieto Juan que pocas horas antes, con un acceso encendido de ira en el rostro, a duras apenas se ha contenido de pegar a Judas. ■ Llama a la puerta de la casa. Del interior una voz, que parece tiene miedo de encontrarse nuevamente con Judas, le pregunta quién es. Responde: “Soy Juan”. Le abren y entra.  Se dirige al cenáculo, sin responder a la dueña que le pregunta: “Pero, ¿qué está pasando en la ciudad?”. Se cierra dentro, y cae de rodillas contra el asiento en que estuvo Jesús, y llora llamándole con dolor. Besa el mantel en el lugar donde el Maestro puso unidas sus manos. Acaricia el cáliz que Jesús tuvo entre sus manos… Luego dice: “¡Oh, Dios Altísimo, ayúdame! ¡Ayúdame a decirlo a su Madre! ¡No tengo valor!… Sin embargo, debo decírselo. Debo decírselo, porque me he quedado solo”. Se levanta. Piensa. Toca nuevamente el cáliz como para conseguir fuerza. Mira a su alrededor… Ve todavía la toalla allí donde Jesús la dejó, después que se secó con ella las manos al final del lavatorio de los pies, y la otra toalla con que se ciñó la cintura. Las toma, las dobla, las acaricia, las besa. Se queda de pie sin saber qué hacer en medio de la habitación vacía. Dice: “¡Vamos!”, pero no va hacia la puerta, sino que vuelve a la mesa, toma el cáliz, el pan del que Jesús tomó un pedazo para dárselo a Judas mojado y que está en el rincón de la mesa. Los besa y, junto con las toallas, los toma y los aprieta contra su corazón, como una reliquia. Repite: “¡Vamos!” y suspira. Camina hacia la escalerita. Sube por ella, encorvado, con pasos lentos, que arrastra. Abre, sale. ■ La virgen está en la puerta de su habitación: “Juan, ¿has venido?” pregunta apoyándose contra la jamba, como quien no tiene fuerzas de mantenerse en pie. Juan levanta su cabeza, la mira. Quiere hablar. Abre la boca. No logra decir nada. Dos gruesas lágrimas resbalan por sus mejillas. Inclina su cabeza, avergonzado de su debilidad. Virgen: “Ven aquí, Juan. No llores. , no debes llorar. siempre le has amado y le has hecho feliz. Que esto te consuele”. Estas palabras abren los diques al llanto de Juan, tan fuerte que la dueña de la casa se asoma como también María Magdalena, la mujer de Zebedeo y las otras… Virgen: “Ven conmigo, Juan”. María se separa de la jamba y le toma de la muñeca y le lleva a la habitación como si fuese un niño. Cierra despacio la puerta para estar a solas con él. Juan no se opone; pero, cuando siente en su cabeza el contacto de la mano temblorosa de María, deposita en el suelo los objetos que llevaba apretados contra su corazón, y, cayendo de rodillas con el rostro hacia el suelo, teniendo un borde de la túnica de María apretado contra su afligida cara, en medio de sollozos, dice: “¡Perdón, perdón! ¡Madre, perdón!”. María, en pie, acongojada, con una mano en el pecho y el otro brazo pendiendo relajado, con una voz que destroza pregunta: “¿Qué debo perdonarte, pobre hijito? ¿Qué? ¡A ti, nada!”. Juan levanta su cara, la cara de un pobre niño que llora, y grita: “¡Porque le abandoné! ¡Porque huí! ¡No le defendí! ¡Oh, Maestro mío! ¡Oh Maestro, perdón! ¡Debería haber muerto antes de haberte dejado! ¡Madre, Madre! ¿Quién me quitará este remordimiento?”. Virgen: “Calma, Juan. Él te perdona. Te ha perdonado ya. Nunca ha tenido en cuenta este momento tuyo de extravío. Te ama”. María habla despacio, haciendo pausa entre frase y frase, como en un momento de ansia, con una mano sobre la cabeza de Juan y la otra contra su pecho que late de fuerte angustia. Juan: “Pero no lo he sabido comprender ni siquiera ayer por la noche… y me dormí, cuando Él nos pidió que velásemos. ¡Abandoné a mi Jesús! Luego escapé cuando aquel maldito llegó con esa gentuza…”. ■  Virgen: “Juan, no maldigas. No odies, Juan. Deja al Padre que juzgue. Escucha: ¿dónde está ahora?”.  Juan vuelve a caer con la cara sobre la tierra y llora más fuerte. Virgen: “Respóndeme, Juan. ¿Dónde está mi Hijo?”. Juan: “Madre… yo… Madre… ha sido…”. Virgen: “Ha sido condenado, lo sé. Te pregunto, ¿en estos momentos dónde está?”. Juan: “Hice todo lo posible porque me viera… procuré recurrir a los que pueden influir para obtener piedad, para que… para que le hicieran sufrir menos. No le han hecho mucho daño…”. Virgen: “No mientas, Juan. Ni siquiera por compasión a una madre. No lo lograrías. Sería inútil. Lo sé. Desde anoche le he seguido en su dolor. No lo ves. Pero mi cuerpo ha sido azotado con los mismos flagelos, sobre mi frente he sentido las espinas, he sentido los golpes… todo. Pero ahora… no veo más. ¡Ahora ignoro dónde esté mi Hijo, mi Hijo condenado a la cruz!… ¡A la cruz!… ¡Oh Dios, dame fuerzas! Él debe verme. No debo sentir mi dolor mientras Él siente el suyo. Cuando todo haya terminado, haz que muera, ¡oh Dios!, si quieres. Ahora no. Por Él no. Para que me vea. ■ Vamos, Juan. ¿Dónde está Jesús?”. Juan: “Está saliendo de la casa de Pilatos. Eso que oyes es la gritería que lanza la plebe a su alrededor. Está amarrado, en los escalones del Pretorio, esperando la cruz, o bien ya va hacia el Gólgota”. Virgen: “Avisa a tu madre, Juan, y a las otras mujeres. Vámonos. Toma esa copa, ese pan, esos lienzos… Ponlos aquí. Nos servirán de consuelo… después… y vámonos”. Juan recoge los objetos que estaban en el suelo y va a llamar a las mujeres. María le espera pasándose por el rostro los lienzos como para hallar en ellos la caricia de la mano de su Hijo. Besa el cáliz, el pan, y pone todo en un armario (1). Se envuelve estrechamente en su manto, haciendo que le llegue hasta los ojos, por encima del velo que le cubre la cabeza y el cuello. No llora, pero sí tiembla. Parece como si le faltase el aire, pues abre la boca para respirar. Juan entra seguido de las mujeres que vienen llorando. Virgen: “¡Hijas, calmaos! ¡Ayudadme a no llorar! Vámonos”. Se apoya en Juan que la guía y la sostiene como si fuese una ciega. La visión cesa así. Son las 12,30 de ahora, esto es, las 11,30 de la hora solar. (Escrito el 7 de Abril de 1944).
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1  Nota  : Sobre las reliquias.  Según esta Obra, como veremos paso tras paso, la Madre de Jesús juntó los vestidos que su Hijo llevó durante la última cena y la pasión, el cáliz de la eucaristía, los principales instrumentos, esto es, la corona de espinas, los clavos, la lanza; el sudario de Nique, llamado el Velo de la Verónica; las dos sábanas, esto es, la de la deposición y la de la sepultura; todas estas preciosidades las puso en un preciosa arca que le dio María Magdalena.
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(<Jesús viene subiendo con la cruz a cuestas la vía del Calvario. Ha sufrido ya las tres caídas. Se ha encontrado con las matronas de Jerusalén y con la Verónica que le ha enjugado el rostro con un lienzo finísimo>)
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10-608-62 (11-28-565 ).- La Madre (con Juan y las mujeres del Cenáculo) y el Hijo se encuentran en la vía dolorosa.
* Las palabras: “¡Mamá!” e “¡Hijo!” provocan sentimientos de profunda compasión… hasta en los soldados… y en el Cirineo que se apresura a quitar la cruz a Jesús.- ■ Continúa el camino. Dobla la ladera del monte, hacia el cruce con el camino empinado. Aquí, están María y Juan. Yo diría que Juan la ha llevado a ese punto de sombra, detrás de la escarpa del monte, para que descanse un poco. Es la parte más abrupta, solo orillada por ese camino. Hacia arriba y hacia abajo, la ladera, sea hacia arriba, sea hacia abajo, tiene áspero declive, de forma que, por este motivo, los crueles judíos la han descartado. Allí hay sombra, porque yo diría que es el Norte. Y María, estando pegada al monte, se ve al amparo del sol. Está apoyada en la ladera de tierra; de pie, pero ya agotada. Jadea también Ella, pálida como un cadáver, con su vestido azul oscuro, casi negro. Juan la mira con toda la compasión. También él ha perdido el color de su cara y está térreo. Dos ojos cansados y abiertos desmesuradamente. Despeinado. Las mejillas hundidas como si hubiera estado enfermo. Las otras mujeres, María y Marta, hermanas de Lázaro, María de Alfeo y de Zebedeo, Susana de Caná, la dueña de la casa, y otras que aún no conozco, están en medio del camino y observan si viene el Salvador. ■ Al ver que llega Longinos, corren a donde María a darle la noticia. María, sostenida del brazo por Juan, majestuosa en su dolor, se separa de la pared del monte y valerosamente se pone en medio de camino, apartándose solo cuando llega Longinos, quien desde lo alto de su caballo negro mira a esta pálida Mujer y a su rubio acompañante, pálido, de ojos azules como los de Ella. Mueve la cabeza al pasar seguido por los once que van a caballo. María trata de pasar entre los soldados de a pie. Pero éstos que tienen calor y prisa, tratan de rechazarla con las lanzas, tanto más cuando del camino empedrado caen piedras en protesta de tanta compasión.  Son los judíos que siguen imprecando por la pausa causada por las pías mujeres. Dicen: “¡Pronto, pronto! Mañana es Pascua. Hay que acabar esta misma tarde. ¡Cómplices! ¡Befadores de nuestra ley! ¡Opresores! ¡Muerte a los invasores y a su Mesías! ¡Le aman! ¡Fijaos cómo le aman! ¡Nosotros no queremos tenerle! ¡La carroña para las carroñas! ¡La lepra para los leprosos!”. Longinos pierde la paciencia, espolea a su caballo, seguido por diez lanceros, contra la canalla que insulta, que por segunda vez huye. ■ Y, haciendo esto, Longinos ve parado un pequeño carro (que había subido sin duda hasta allí desde los huertos que están al pie del monte), un pequeño carro que espera con su carga de verduras a que pase la turba para ir a la ciudad. Me imagino que un poco de curiosidad propia y de los hijos ha hecho al Cirineo subir hasta allí, porque de ninguna manera tenía necesidad de hacerlo. Los dos hijos, tumbados encima del montón de verduras, miran cómo huyen los judíos y se ríen de ellos. Su padre, al contrario, un hombre muy robusto como de 45 años de edad, en pie, junto al asno que, asustado, trata de echarse para atrás, mira atentamente a la comitiva. Longinos le mira de arriba abajo. Piensa que le puede servir y le ordena: “¡Oye, ven aquí!”. Cirineo finge no oír, pero con Longinos nadie juega. Repite la orden en tal forma que Cirineo deja las riendas del borrico a uno de sus hijos y se acerca al centurión, que le dice: “¿Ves a ese hombre?”. Y al decirlo se vuelve para señalar a Jesús. Y, en ese momento, ve a María, suplicando a los soldados que la dejen pasar. Siente compasión de Ella y grita: “Dejad pasar a la Mujer”. Luego dice al Cirineo: “No puede proseguir así cargado. Tú eres fuerte. Toma su cruz y llévala por Él hasta la cima”. Cirineo: “No puedo… tengo el asno… es asustadizo… los muchachos no pueden sujetarle…”. Longinos le replica: “Ve, si no quieres perder el asno y que se te den veinte azotes”. Cirineo no se opone más. Grita a los muchachos: “Volved a casa enseguida. Decid que no me tardo” y va donde Jesús. ■ Llega en el preciso momento en que Jesús se vuelve hacia su Madre —solo entonces Él la ve venir, y es que caminaba tan encorvado y con los ojos tan cerrados, que era como si estuviese ciego—, y  grita: “¡Mamá!”. Es la primera palabra que manifiesta su sufrimiento, desde cuando está siendo torturado. Y es que en ese grito se contiene la confesión de todo su tremendo dolor, de cada uno de los dolores, de alma, de corazón, de cuerpo. Es el grito agudo y desgarrador de un niño que muere solo, entre verdugos, en medio de los peores tormentos… y que llega a tener miedo hasta de su propia respiración. Es el lamento de un niño que delira aterrorizado por visiones de pesadilla… Y llama a su madre, a la madre, porque solo el beso fresco de ella calma el ardor de la fiebre, y su voz ahuyenta a los fantasmas, y su abrazo hace menos terrible la muerte… María se lleva la mano al corazón como si hubiese recibido una puñalada. Se tambalea levemente. Pero se recobra, acelera el paso y, mientras con los brazos tendidos va hacia su Hijo, grita: “¡Hijo!”. Pero lo dice en una forma tal, que el que no tiene corazón de hiena lo siente traspasado por ese dolor. Hasta los romanos experimentan un sentimiento de compasión… y eso que son hombres acostumbrados a las armas, a la muerte, con cicatrices en sus cuerpos. Las palabras: “¡Mamá!” e “¡Hijo!” conservan siempre su valor y lo conservan para todos aquellos que —lo repito— no son menos que las hienas, y son pronunciadas y comprendidas en todas partes,  provocando sentimientos de profunda compasión… ■El Cirineo siente esta compasión… Y dado que ve que María no puede, a causa de la cruz, abrazar a su Hijo y que después de haber tendido los brazos los deja caer de nuevo convencida de no poder hacerlo, —y Ella se limita a mirarle, queriendo expresar una sonrisa, una sonrisa que es martirial, para infundirle ánimo, mientras sus temblorosos labios beben el llanto; y Él, torciendo la cabeza bajo el yugo de la cruz, trata a su vez, de sonreírle y de enviarle un beso con sus pobres labios heridos, secos, golpeados—,  pues se apresura a quitar la cruz (y lo hace con la delicadeza de un padre, para no chocar con la corona o rozar las llagas). Pero María no puede besar a su Hijo… Hasta el más leve toque sería una tortura en esa carne lacerada. María se abstiene de hacerlo, y, además… los sentimientos más santos tienen un pudor profundo, requieren respeto o, al menos, compasión, mientras que aquí lo que hay es curiosidad y, sobre todo, escarnio: se besan solo los dos corazones angustiados. ■ La comitiva, que emprende de nuevo la marcha, movido por el empuje del pueblo enfurecido, los separa y aparta a la Virgen —blanco de las burlas de un pueblo— contra la pared del monte… (Escrito el 26 de Marzo de 1945).
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10-609-69  (11-29 569).-  Crucifixión, muerte y descendimiento (1).
* Los verdugos ofrecen tres pedazos de tela para que se cubran las ingles. María lo ve, se quita el largo y fino velo blanco que cubre la cabeza por debajo del manto oscuro; lo da a Juan  para que lo dé a Longinos y éste a Jesús.- ■ Cuatro musculosos hombres, que por su aspecto me parecen judíos, y judíos más merecedores de la cruz que los sentenciados, ciertamente de la misma calaña de los flageladores, y que estaban en un sendero, saltan al lugar del suplicio. Van vestidos de túnicas cortas y sin mangas. En las manos tienen clavos, martillos y cuerdas. Y muestran burlonamente estas cosas a los tres sentenciados. La muchedumbre se excita envuelta en sanguinario delirio. El centurión ofrece a Jesús la jarra, para que beba vino con mirra, que sirve de ligero anestésico (2). Pero Jesús no acepta. Los dos ladrones, por el contrario, beben mucho. Luego, junto a una piedra grande, casi en el borde de la cima, ponen esta jarra de amplia boca, ya vacía. ■ Se da a los sentenciados la orden de desnudarse. Los dos ladrones lo hacen sin ningún pudor. Es más, se divierten insinuando gestos obscenos hacia la plebe, y sobre todo hacia el grupo sacerdotal que se distingue por sus vestidos blancos de lino, grupo que, poco a poco y haciendo uso de su condición, han vuelto al rellano. Se les han juntado dos o tres fariseos y otros poderosos personajes a quienes el odio une. Veo a unos que conozco bien, por ejemplo a Yocana, a Ismael, al escriba Sadoc, a Elí de Cafarnaúm… Los verdugos ofrecen tres pedazos de tela para que se cubran las ingles. Los ladrones los toman con horribles maldiciones. Jesús, que se ha ido quitando sus vestidos lentamente por el agudo dolor de las heridas, lo rehusa. Tal vez piensa que puede conservar los paños menores que tuvo en la flagelación. Pero cuando se le dice que también se los quite, extiende su mano al verdugo y le pide el pedazo de tela para cubrirse. Es realmente el Aniquilado, el Nada, reducido a tener que pedir un trapo a los delincuentes. María lo ve, se quita el largo y fino velo blanco que le cubre la cabeza por debajo del manto oscuro; un velo que Ella ha bañado con sus lágrimas. Se lo quita sin que se caiga el manto. Lo da a Juan para que lo dé a Longinos y éste a Jesús. El centurión toma el velo sin poner dificultades, y cuando ve que Jesús está para desnudarse del todo, vuelto hacia el lugar donde no hay gente —mostrando así su espalda llena de golpes y de heridas abiertas que sangran— le da el velo de lino de la Virgen. Jesús lo reconoce. Se lo pone cuidadosamente para que no se caiga… Y en este velo —hasta ese momento mojado solo por el llanto— caen las primeras gotas de sangre, porque muchas heridas apenas cubiertas de coágulos, al agacharse para quitarse las sandalias y dejar en el suelo la ropa, se han abierto y la sangre de nuevo mana. ■ Jesús se vuelve hacia la plebe. Y se ve así que también el pecho, los brazos y las piernas fueron azotados. A la altura del hígado tiene  un  enorme moretón, y bajo el arco costal izquierdo se ven siete nítidas estrías en relieve, terminadas en siete pequeñas laceraciones sangrantes, rodeadas de un círculo violáceo… un cruel golpe de flagelo en esta zona tan sensible del diafragma. Las rodillas, magulladas por las repetidas caídas que ya empezaron después de la detención y que terminaron en la subida al Calvario, están negras de cardenales, y abiertas por la rótula, sobre todo la rodilla derecha, y con  una vasta laceración sanguínea.  La muchedumbre se burla como en coro: “¡Oh, bello! ¡El más bello de los hijos de los hombres! Las hijas de Jerusalén te adoran…” y en tono de salmo. “Mi amado es blanco y rubicundo, se distingue entre millares. Su cabeza es oro puro; sus cabellos, racimos de palmera, sedosos como pluma de cuervo. Los ojos son como dos palomas que se bañasen en arroyuelos no de agua, sino de leche, en la blancura de sus órbitas. Sus mejillas son jardines de aromas; sus labios, lirios purpurinos que destilan deliciosa mirra. Sus manos bellas, como trabajo de orfebre, terminando en róseos jacintos. Su tronco es marfil con vetas de zafiros. Sus piernas, perfectas columnas de blanco mármol sobre pedestales de oro. Su majestad es como la del Líbano, imponente, es más alto que el más alto cedro. Su lengua está impregnada de dulzura y él es toda una delicia” (3). Se carcajean. Gritan. “¡El leproso! ¡El leproso! (4). Fornicaste con un ídolo (5), pues Dios te castiga de este modo. ¿Has murmurado contra los santos de Israel, como María murmuró de Moisés (6), pues que has recibido este castigo? ¡Oh, oh, el Perfecto! ¿Eres el Hijo de Dios? ¡Que no! ¡Eres un aborto de Satanás! Por lo menos él, Mammona, es poderoso y fuerte. Tú… eres una piltrafa impotente y asquerosa”.
* Al primer golpe del martillo, María responde, al grito de su Hijo, con otro que parece ser el de un cordero degollado. Se inclina como destrozada… Para no darle más aflicción, Jesús no grita más… Mas a cada golpe de martillo Ella contesta con levísimo gemido y se inclina como si el golpe diese sobre Ella.-  ■ Atan a las cruces a los ladrones y se les lleva a su lugar, uno a la derecha, otro a la izquierda, respecto del lugar destinado a Jesús. Gritan, maldicen, sobre todo cuando meten las cruces en el agujero y los descoyuntan, haciendo que las cuerdas aprieten fuertemente sus muñecas. Blasfeman contra Dios, contra la Ley, contra los romanos, contra los judíos. Son unos demonios. ■ Es el turno de Jesús. Se extiende sobre el leño sin oponerse. Los dos ladrones se mostraron tan rebeldes que, no siendo suficientes los cuatro verdugos, habían tenido que intervenir varios soldados para sujetarlos, para que no diesen puntapiés a los verdugos cuando les amarraban las muñecas. Para Jesús no hay necesidad de esto. Se tiende y pone la cabeza donde le dicen que lo haga. Abre los brazos como se lo ordenan, extiende las piernas como le mandan. Tan solo se preocupa de acomodarse bien su velo. Ahora su largo, delgado y blanco cuerpo resalta sobre el madero oscuro y el suelo amarillo. Dos verdugos se sientan sobre su pecho para sujetarle. Me imagino cuál no habrá sido la opresión y dolor que habrá experimentado. Un tercer verdugo le toma el brazo derecho y lo sujeta: con una mano en la primera parte del antebrazo; con la otra, en el extremo de los dedos. El cuarto, que tiene ya en la mano el clavo largo, de cuerpo cuadrangular y de punta afilada, remachado en la cabeza, grande como de 2 cmtrs. y medio de diámetro, mira si el agujero ya hecho en la madera coincide con la juntura del radio y el cúbito en la muñeca. Coincide. El verdugo coloca la punta del clavo en la muñeca, levanta el martillo y da el primer golpe. Jesús, que tenía los ojos cerrados, al sentir el agudo dolor da un grito y se contrae, abre sus ojos que nadan en lágrimas. Ha de ser un fuerte dolor… El clavo penetra destrozándole músculos, venas, nervios, quebrándole los huesos…  María responde al grito de su Hijo con  otro que parece ser el de un cordero degollado. Se inclina, como destrozada, sosteniéndose la cabeza entre las manos. Para no darle más aflicción, Jesús no grita más, pero los golpes se suceden, metódicos, duros de hierro sobre hierro… y uno piensa que debajo hay un miembro vivo que los recibe. La mano derecha ya está clavada. ■ Se pasa a la izquierda. El agujero no coincide con la muñeca. Entonces toman una cuerda, amarran la muñeca izquierda, y la estiran hasta dislocar la juntura, hasta arrancar tendones y músculos, además de desgarrar la piel ya serrada por las cuerdas de la captura. También la otra mano debe sufrir, porque por reflejo se estira y en torno a su clavo se va agrandando el agujero de la muñeca. Ahora a duras apenas se llega al principio del metacarpo, junto a la muñeca. Se resignan y clavan donde pueden, o sea, entre el pulgar y los otros dedos, justo en el centro del metacarpo. Aquí el clavo entra más fácilmente, pero con un dolor mucho más intenso, pues toca nervios muy sensibles; tanto es así que los dedos se quedan inertes, mientras que los de la derecha se contraen y se doblan, poniendo de manifiesto su vitalidad. Jesús no grita más. Un lamento ronco desaparece tras de sus labios. Las lágrimas, después de haber caído sobre el madero, caen ahora en tierra. ■ Es el turno de los pies. A unos dos metros —un poco más— del extremo de la cruz hay un calzo, un saliente cuneiforme, escasamente suficiente para un pie. Los pies se ponen allí para ver si la medida está bien hecha. Y, dado que está un poco bajo y los pies llegan mal, tiran de los tobillos del pobre Jesús. El madero rugoso de la cruz restriega las heridas y mueve la corona, de forma que ésta se descoloca, arrancando nuevos cabellos, y está a punto de caer; de un manotazo un verdugo le vuelve a colocar sobre la cabeza. Ahora los que estaban sentados sobre el pecho de Jesús, se levantan para ponerse sobre las rodillas, porque Jesús, involuntariamente, retiró las piernas al ver brillar el larguísimo clavo, más del doble del que emplearon para las manos. Se apoyan sobre las rodillas excoriadas, hacen presión sobre los huesos de la pierna, mientras que los otros dos llevan a cabo la operación, mucho más difícil, de enclavar un pie sobre el otro, tratando de hacer coincidir las dos junturas de los tarsos. A pesar de que miren bien y tengan bien sujetos los pies, por los tobillos y los dedos, contra el apoyo cuneiforme, el pie de abajo se corre por la vibración del clavo, y tiene que desclavarle casi, porque, después de haber entrado en las partes blandas, el clavo, que ya había perforado el pie derecho, y sobresalía, tiene que ser centrado un poco más. Golpean, golpean… No se oye más que el horrible golpeteo del martillo sobre la cabeza del clavo, pues todo el Calvario no es sino ojos y oídos atentos, para captar cualquier gesto, cualquier ruido, para después reírse… ■ Al áspero golpe del martillo contesta un levísimo gemido de paloma: el gemido de María que se inclina a cada golpe, como si el martillo diese sobre Ella. Y es comprensible que parezca próxima a ser despedazada por esta tortura: pues la crucifixión es algo horrible, igual a la flagelación, por lo que toca a la contracción involuntaria muscular, pero más atroz de presenciar, porque se ve desaparecer el clavo en la carne viva. Eso sí, es más breve que la flagelación, que debilita mucho por su duración. (Para mí la agonía del Huerto, la flagelación y la crucifixión fueron los momentos más crueles. Me revelan toda la tortura a la que se sometió Jesús. La muerte me resulta consoladora porque digo: “¡Se acabó!”. Pero éstas no son el final, sino el principio de nuevos sufrimientos).Se arrastra ahora la cruz al agujero. La cruz rebota sobre el suelo desnivelado y sacude violentamente el cuerpo del pobre Jesús. Se levanta la cruz que, dos veces se escapa de las manos de los verdugos; una vez de plano; la otra, sobre el brazo derecho de la misma cruz, causando un horrible dolor a Jesús, porque la sacudida que recibe remueve las extremidades heridas. Y cuando, luego,  dejan caer la cruz en su agujero —oscilando además ésta en todas las direcciones antes de quedar asegurada con piedras y tierra, e imprimiendo continuos desplazamientos al pobre Cuerpo, suspendido con tres clavos—, el sufrimiento debe ser horrible. Todo el peso del cuerpo se echa hacia delante y cae hacia abajo, y los agujeros se ensanchan, especialmente el de la mano izquierda; y se ensancha el agujero practicado en los pies de donde mana sangre con  fuerza. ■ La sangre que brota de los pies, gotea por los dedos y cae en tierra, o desciende por el madero de la cruz; la de las manos recorre los antebrazos, porque las muñecas están más altas que las axilas, debido a la postura; y surca también las costillas bajando desde las axilas hacia la cintura. La corona, cuando la cruz cimbrea antes de ser fijada, se mueve, porque la cabeza se echa bruscamente hacia atrás, de manera que hinca en la nuca el grueso nudo de espinas en que termina la punzante corona, y luego vuelve a acoplarse en la frente y rasga, rasga sin piedad. Por fin, la cruz ha quedado asegurada. Ahora el tormento es el estar colgado. Levantan también a los ladrones, que, una vez en su agujero, gritan como si fuesen devorados vivos por el tormento de las cuerdas que rasgan sus muñecas y hacen que las manos se pongan negras, con las venas hinchadas como cuerdas.
* Longinos, compasivo, permite a la Madre y a Juan —tomado por «hijo»— , acercarse al pie de la Cruz. Ella queda al pie de la cruz, aunque un poco separada, para ser vista por Jesús y verlo a su vez. Recibe también insultos ignominiosos. Mas Ella trata de darle algún consuelo con una sonrisa acongojada enjugada en lágrimas… Un sol extraño. Intrepidez de Magdalena.- ■ Jesús calla. La plebe no se calla, al contrario empieza su gritería infernal. Ahora la cima del Gólgota tiene su trofeo y su guardia de honor. En el lado más alto, la cruz de Jesús; en los otros lados, las otras dos. Media centuria de soldados, con las armas al pie, rodea la cima; y, dentro de este círculo de soldados, los diez desmontados del caballo, se juegan a los dados los vestidos de los sentenciados. De pie, entre la cruz de Jesús y la de la derecha, está Longinos: parece como si montase guardia de honor al Rey mártir. La otra media centuria, descansa a las órdenes del ayudante de Longinos en el sendero de la izquierda y en el rellano más bajo, a la espera de que se le pueda necesitar. Los soldados muestran casi una indiferencia total. Solo alguno levanta, de vez en cuando, su cara a los crucificados. ■ Longinos, sin embargo, mira todo atentamente y con interés. Piensa, compara, saca sus conclusiones en su mente. ¡Qué distinto es Jesús de los otros dos crucificados y de los espectadores! Su mirada penetrante no pierde ningún detalle, y para ver mejor se hace visera con la mano porque el sol debe molestarle. Es, efectivamente, un sol extraño; de un color amarillo rojo de fuego. Y luego esta llama parece apagarse de golpe por un nubarrón de pez que aparece tras las cadenas montañosas judías y que corre veloz por el cielo, para desaparecer detrás de otros montes. Y cuando el sol vuelve a aparecer es tan fuerte, que a duras apenas lo soportan los ojos. Mirando, ve a la Virgen, justo al pie del escalón del terreno, y que mira a su Hijo con el rostro desgarrado de dolor. Llama a uno de los soldados que está jugando a los dados y le ordena: “Si la Madre de Él quiere subir con su hijo que la acompaña, que vaya. Escóltala y ayúdala”. Y María con Juan —tomado por «hijo»— sube por los escalones tallados en la roca tobosa —creo—  y traspasa el cordón de los soldados para ir al pie de la cruz, aunque un poco separada, para ser vista por Jesús y verlo a su vez. ■ La plebe le lanza inmediatamente insultos ignominiosos, que dedica también al Hijo. Pero Ella, con los labios temblorosos y pálidos, solo trata de darle algún consuelo con una sonrisa acongojada en que se enjugan las lágrimas que ninguna fuerza de voluntad puede en modo alguno contener. La plebe, empezando por los sacerdotes, fariseos, saduceos, herodianos, y otros de la misma calaña, quieren divertirse y se ponen en fila, subiendo por el camino empinado, orillando el escalón final y bajando por el otro sendero, o viceversa; y, al pasar al pie de la cima, por el rellano inferior, lanzan sus blasfemias, en señal de homenaje, contra el Agonizante. Toda la suciedad, crueldad, odio, insensatez de que los hombres son capaces brotan de esos labios infernales. Los más enfurecidos son los miembros del Templo, con sus compinches los fariseos. Los sacerdotes gritan: “¿Y entonces? Tú, Salvador del género humano, ¿por qué no te salvas? ¿Te ha abandonado tu rey Belcebú? ¿Ha renegado de Ti?”. Y una manada de judíos: “Tú, que no hace aún todavía cinco días, con ayuda del Demonio, hacías decir al Padre… ¡ja, ja!… que te iba a glorificar, entonces ¿por qué no le recuerdas que mantenga su promesa?”. Y tres fariseos: “¡Blasfemo! Ha salvado a los otros, y ¡decía que con la ayuda de Dios! ¡Y no logra salvarse a Sí mismo! ¿Quieres se te crea? Haz, entonces, el milagro. No puedes ya, ¿verdad? Ahora que tienes las manos clavadas y estás desnudo”. Y algunos saduceos y herodianos a los soldados: “¡Cuidado con el hechizo, vosotros que os habéis quedado sus vestidos! Lleva dentro la señal del Infierno”. Gentuza en coro: “Baja de la cruz y creeremos en Ti. Tú que destruyes el Templo… ¡Loco! Mira allá, el glorioso y santo Templo de Israel. Es intocable. ¡Profanador! Te estás muriendo…”. Otros sacerdotes: “¡Blasfemo! ¿Hijo de Dios, Tú? Baja, pues, fulmínanos, si eres Dios. No te tenemos miedo, al contrario, te escupimos”. Otros que pasan y menean su cabeza, gritan: “No sabe más que llorar. ¡Sálvate si es verdad que eres el Elegido!”. Los soldados dicen: “¡Eso, sálvate! Reduce a ceniza a estos bribones. Eso sois, vosotros judíos. Sois los peores bribones del imperio. Su hez. ¡Baja de la cruz! ¡Roma te pondrá en el Capitolio y te adorará como a una divinidad!”. Los sacerdotes, con los de su ralea: “Eran más dulces los brazos de las mujeres, que los de la cruz, ¿no es verdad? Pero, mira: están ya preparadas para recibirte éstas (y sueltan una palabra infame) tuyas. Toda Jerusalén te servirá de madrina de bodas”. Y silban como carreteros. Otros lanzan piedras: “Cambia estas piedras en panes, Tú, multiplicador de ellos”. Otros, remedando los hosannas del domingo de palmas, lanzan ramas gritando: “¡Maldito el que viene en nombre del demonio! ¡Maldito su reino! ¡Gloria a Sión que le arranca de entre los vivos!”. Un fariseo se coloca frente a la cruz y muestra el puño haciendo cuernos, y diciendo: “Te entrego al Dios del Sinaí. Así dijiste, ¿no es verdad? Ahora el Dios del Sinaí te prepara el fuego eterno. ¿Por qué no llamas a Jonás para que te ayude?”. ■ Otro: “No eches a perder la cruz con los golpes de tu cabeza. Debe servir para tus secuaces. Una legión entera morirá sobre ella, te lo juro por Yeové. Y el primero, que pediremos para crucificar, será Lázaro. Veremos si le libras entonces de la muerte”. Otro: “¡Sí! ¡Sí! Vamos a casa de Lázaro. Clavémoslo por el otro lado de la cruz”; y con una sorna horrible, remedan a las palabras lentas que Jesús dijo: “Lázaro, amigo mío, ¡ven fuera! Desligadle y dejadle que ande”. Otro: “¡No! Decía a Marta y a María, sus mujeres: «Yo soy la Resurrección y la Vida». ¡Ja, ja, ja! ¡La Resurrección  no puede repeler la muerte y la Vida  muere!”. Otro: “Allí están María y Marta. Vamos a preguntarles dónde está Lázaro y vamos a buscarle”. Y se acercan hacia las mujeres. Preguntan con arrogancia: “¿Dónde está Lázaro ¿En su palacio?”. Mientras las otras mujeres, aterrorizadas, corren a refugiarse detrás de los pastores (7), María Magdalena da un paso adelante, hallando en su dolor la antigua intrepidez de cuando era pecadora. Dice: “Id. Encontraréis en mi palacio a los soldados de Roma y a quinientos hombres de mis tierras armados, que os castrarán como a viejos cabrones destinados para comida de los esclavos que trabajan en los molinos”. Sacerdotes: “¡Desvergonzada! ¿Así hablas a los sacerdotes?”. Magdalena: “¡Sacrílegos! ¡Sucios! ¡Malditos! ¡Volveos! En vuestras espaldas estoy viendo llamas infernales”. Estos cobardes se vuelven, realmente aterrorizados, pues la afirmación de María no deja lugar a duda. Pero si no tienen llamas a las espaldas, en sus cinturas sienten las lanzas puntiagudas romanas, porque Longinos ha dado una orden, y la media centuria que estaba en descanso, entró en acción, y pica las nalgas de los primeros que encuentran. Éstos huyen gritando y la media centuria se queda cerrando los accesos a los dos senderos y haciendo de baluarte a la explanada. Los judíos maldicen, pero Roma es más fuerte. Magdalena se baja el velo —se lo había levantado para contestar a los ofensores—  y vuelve a su lugar. Las otras se le juntan.
* Ladrón de la derecha, y que casi tiene a sus pies a María, a quien mira más que a Jesús, desde unos momentos ha estado diciendo en voz baja: “La madre”… “Madre, en nombre de tu Hijo que agoniza, ruega por mí”. María levanta su rostro y le mira con una mirada acariciadora a este malvado al que el recuerdo de su madre y de verla a Ella le llevan al arrepentimiento. Dimas llora más fuerte.- ■ El ladrón de la izquierda continúa los insultos desde su cruz. Parece como si en él se condensasen las blasfemias de los demás y las va soltando todas, para terminar: “¡Sálvate y sálvanos si quieres que se te crea! ¿Tú, el Mesías? ¡Eres un loco! El mundo es de los listos, y Dios no existe. Yo existo. Es la verdad. Y para mí todo es lícito. ¿Dios?… ¡Una locura! ¡Creada para tenernos quietos! ¡Viva nuestro yo! ¡Él solo es rey y dios!”. El otro ladrón, el de la derecha, y que casi a sus pies tiene a María a quien mira más que a Jesús, que desde hace unos momentos ha estado diciendo en voz baja: “La madre”, dice: “Cállate. ¿No temes a Dios ni siquiera ahora que sufres esto? ¿Por qué insultas al que es bueno? Está en un suplicio mayor que el nuestro. Él no ha hecho nada malo”. Pero el ladrón continúa sus imprecaciones. ■ Jesús sigue callado. Jadeando por el esfuerzo de la posición, por la fiebre, por el estado cardíaco y respiratorio, consecuencia de la flagelación que fue muy violenta y también por la angustia profunda que le hizo sudar sangre, trata de encontrar un consuelo, aligerando el peso que recae sobre los pies, colgándose de las manos y haciendo un esfuerzo con los brazos. Tal vez lo haga también para vencer un poco el calambre que ya siente en los pies y que se nota por el estremecimiento muscular. Se nota el mismo temblor en las fibras de los brazos, sujetados a esa postura y seguramente helados en las extremidades, porque están en alto y la sangre no circula por ellos, llegando apenas a las muñecas de donde mana, no llegando a los dedos. Sobre todo los dedos de la izquierda tienen ya un color cadavérico y sin movimiento, doblados hacia la palma. También los dedos de los pies muestran su tormento; sobre todo los pulgares, tal vez porque su nervio no está muy herido: se mueven para arriba y para abajo, se separan. Y el tronco revela todo su sufrimiento con su movimiento, que es veloz pero no profundo, y se cansa sin hallar descanso. Las costillas, de por sí muy anchas y altas, porque la estructura del cuerpo de Jesús es perfecta, están ahora desmedidamente dilatadas por la postura que ha tomado el cuerpo y por el edema pulmonar que ciertamente se ha formado dentro. Y, sin embargo, no son capaces de aligerar el esfuerzo respiratorio; tanto es así, que todo el abdomen ayuda con sus movimientos al diafragma, que poco a poco se va paralizando. Y la congestión y la asfixia aumentan de minuto en minuto, como así lo indican el colorido azulado que se ve ya en los labios, de un rojo encendido por la fiebre, con matices de un rojo violeta que se distingue ya en el largo cuello a lo largo de las yugulares ya hinchadas, y se ensanchan hasta las mejillas, hacia las orejas y las sienes, mientras que la nariz aparece afilada y exangüe y los ojos se hunden cada vez más, dejando una lividez donde la sangre goteada de la corona no los baña. Debajo del arco izquierdo costillar se destaca el golpe, irregular pero violento, con que bate la punta cardíaca; y, de vez en cuando, por una convulsión interna que produce un sacudimiento profundo del diafragma, que se manifiesta en una distensión total de la piel, obligada al máximo en este cuerpo herido y agonizante. El rostro presenta el aspecto que vemos en las fotografías de la Sábana, con la nariz desviada e hinchada de una parte; y también el hecho de tener el ojo derecho casi cerrado, por la hinchazón que hay en ese lado, aumenta el parecido. La boca, por el contrario, está abierta, y reducida ya a una costra su herida en el labio superior. La sed, producida por la pérdida de la sangre, la fiebre, el sol, debe ser durísima;  tanto es así que Él, maquinalmente, bebe las gotas de su sudor y de su llanto, y también las de sangre que bajan por la frente hasta sus bigotes, y con ellas se baña la lengua… La corona de espinas le impide apoyarse al tronco de la cruz para ayudarse a estar suspendido de los brazos y aliviar así los pies. Los riñones y toda la espina dorsal se arquean hacia fuera, quedando Jesús separado del mástil de la cruz de la pelvis hacia arriba, por la fuerza de inercia que hace pender hacia delante un cuerpo suspendido, como estaba el suyo. ■ Los judíos, rechazados hasta fuera de la explanada, no dejan de insultar, y el ladrón impenitente hace eco. El otro, que mira con mayor compasión a la Virgen, llora y le reprocha duramente cuando oye que también Ella es insultada. “Cállate. Acuérdate que naciste de mujer. Piensa que nuestras madres han llorado por nosotros. Y fueron lágrimas que la vergüenza les arrancó… porque somos unos criminales. Nuestras madres ya murieron… quisiera pedirle perdón… ¿Lo podré? ¡Era una santa!… La maté con los dolores que le produje… soy un pecador… ¿quién me perdona? Madre, en nombre de tu Hijo que agoniza, ruega por mí”. María levanta por un momento su rostro desgarrado, mira a este malvado que, a través del recuerdo de su madre, y de verla a Ella, se encamina hacia el arrepentimiento, y parece como si le acariciara con su mirada de paloma. Dimas llora más fuerte. Y esto desata aún más las burlas de la plebe y de su compañero. La gente aúlla gritando: “¡Bravo, bravo! Tómate a ésta como Madre. ¡Así tiene dos hijos criminales!”. Y el otro por su parte: “Te ama porque eres un retrato de su amado…”.
*  La Cruz y las 7 palabras.- Luz crepuscular pavorosa.
1ª Palabra. ■ Jesús habla por vez primera: “Padre, perdónales porque no saben lo que hacen”. Esta súplica vence los temores que le quedaban a Dimas. Se atreve a mirar a Jesús y le dice: “Señor, acuérdate de mí cuando estés en tu Reino. Es justo que yo sufra. Compadécete de mí y dame la paz en la otra vida. Te oí hablar una vez; y, necio, rechacé tus palabras. Ahora me arrepiento de ello, de mis pecados delante de Ti, Hijo del Altísimo. Creo que has venido de parte de Dios. Creo en tu poder. En tu  misericordia, Jesús, perdóname en nombre de tu Madre y de tu Padre Santísimo”.
2ª Palabra. ■ Jesús se vuelve y le mira con  gran compasión. Una sonrisa bellísima se dibuja en su pobre boca. Responde: “Te digo esto: hoy estarás conmigo en el Paraíso”. El ladrón arrepentido se tranquiliza y, habiendo olvidado ya las oraciones aprendidas de niño, repite como una jaculatoria: “Jesús nazareno, rey de los judíos, ten piedad de mí; Jesús Nazareno, rey de los judíos, espero en Ti, Jesús Nazareno, rey de los judíos, creo en tu Divinidad”. El otro continúa con sus blasfemias. ■ El cielo se pone cada vez más tenebroso. Ahora difícil es que las nubes se abran para dejar paso al sol; antes al contrario, se superponen en una serie cada vez mayor de estratos plomizos, blanquecinos, verduzcos; se entrelazan o se desenredan, según las rachas de un viento frío que a intervalos atraviesa el firmamento y luego baja a la tierra y luego calla de nuevo (y es casi más siniestro el aire cuando calla, bochornoso y muerto, que cuando silba, cortante y veloz). La luz, que hasta ahora había sido fuerte, se va transformando en color verde. Las caras reflejan facciones estrambóticas. Las de los soldados, bajo sus yelmos y corazas antes brillantes y ahora como opacas en la luz verdosa y bajo un firmamento cenizo, muestran perfiles duros, como cincelados. Las de los judíos, que en su mayoría son morenos de cabellos y barba, ahora se asemejan —tan térreos se ponen sus rostros— a ahogados. Las mujeres parecen estatuas de nieve azulada por la exangüe palidez que la luz acentúa. ■ Jesús se pone extremadamente lívido, como si empezara ya la descomposición, como si ya estuviera muerto. La cabeza  empieza a reclinarse sobre el pecho. Las fuerzas rápidamente faltan. Tiembla, aunque le abrase la fiebre. Y, en medio de su débil estado, murmura el nombre que antes solo ha dicho en lo íntimo de su corazón: “¡Mamá!, Mamá!”. Lo dice quedamente, como en un suspiro, como si ya fuera víctima de un delirio que le impidiera retener lo que la voluntad quisiera controlar. La Virgen, cada vez que le oye, con ansias cada vez más intensas, extiende sus brazos como para socorrerle. La cruel gentuza se ríe de estos dolores del moribundo y de la acongojada. ■ De nuevo suben los sacerdotes y escribas, hasta ponerse detrás de los pastores, los cuales, de todas formas, están en el rellano de abajo. Y, dado que los soldados hacen ademán de rechazarlos, ellos protestan: “¿Están aquí estos galileos? Pues estamos también nosotros, que tenemos que constatar que se cumpla la justicia totalmente. Y, desde lejos, con esa luz extraña, no podemos ver bien”. De hecho, muchos empiezan a impresionarse por la luz que va envolviendo al mundo, y no falta quien sienta miedo. También los soldados señalan al firmamento y a una especie de cono, tan oscuro, que parece hecho de pizarra, y que se levanta como un pino por detrás de la cima de un monte. Parece una tromba marina. Se levanta, se levanta y parece generar nubes cada vez más negras, como si se tratase de un volcán  arrojando humo y lava.
3ª Palabra. ■ Es en esta luz crepuscular y pavorosa en la que Jesús entrega la persona de Juan a María y María a Juan. Inclina la cabeza, dado que María se ha puesto más debajo de la cruz para verle mejor, y dice: “Mujer, ahí tienes a tu Hijo. Hijo, ahí tienes a tu Madre”. El rostro de María aparece más desencajado aún, después de estas palabras, que es el testamento de su Jesús, el cual,  no tiene nada que dar a su Madre, sino un hombre; Él, que por amor al hombre la priva del Hombre-Dios, nacido de Ella. Pero trata, la pobre Madre, de no llorar sino mudamente, porque no puede, no puede no llorar… Las gotas del llanto brotan, a pesar de todos los esfuerzos hechos por contenerlas, aun  cuando trata de reflejar en su rostro desconsolado algo de serenidad para consolarle a su Hijo… Los sufrimientos son cada vez mayores. La luz disminuye lentamente. ■ En esta luz azulina se dejan ver, detrás de los judíos, Nicodemo y José, que ordenan: “¡Haceos a un lado!”. Los soldados preguntan: “No se puede. ¿Qué queréis?”. “Pasar. Somos amigos del Mesías”. Se vuelven los jefes de los sacerdotes y preguntan desdeñosamente. “¿Quién es el que se atreve a declararse amigo del rebelde?”. José con todo valor: “Yo, José de Arimatea, el Anciano, noble miembro del Gran Consejo, y conmigo Nicodemo, jefe de los judíos”. Los jefes de los sacerdotes dicen: “Quien se pone al lado del rebelde es un rebelde”. Nicodemo: “Y quien se pone de parte de los asesinos es un asesino, Eleazar de Anás. He vivido como un justo. Estoy ya viejo y próximo a la muerte. No quiero hacerme injusto cuando ya el Cielo desciende sobre mí y, con él, el Juez eterno”. Eleazar de Anás: “¡Y tú, Nicodemo! ¡Me maravillo!”. Nicodemo: “También yo. Una sola cosa me duele y es que Israel se haya corrompido tanto que no sepa reconocer a Dios”. Eleazar de Anás: “Me causas horror”. Nicodemo: “Entonces hazte a un lado y déjame pasar. No quiero otra cosa”. Eleazar de Anás: “¿Para contaminarte más todavía?”. Nicodemo: “Si no me he contaminado estando a vuestro lado, ninguna otra cosa me puede contaminar. Soldado, aquí tienes la bolsa y la contraseña para que me dejéis pasar”. Al decurión más cercano entrega la bolsa y una tabla encerada. El decurión  mira. Ordena a los soldados: “Dejad pasar a los dos”. José y Nicodemo se acercan a los pastores. No sé ni siquiera si Jesús los ve, en esta oscuridad que aumenta paulatinamente. Sus ojos se van cerrando lentamente. Pero José y Nicodemo le ven y lloran sin importarles nada, a pesar de que ahora recaigan sobre ellos las injurias de los sacerdotes. ■ Los sufrimientos son cada vez más fuertes. El cuerpo de Jesús experimenta los primeros arqueos tetánicos, y cada grito de la plebe le molesta muchísimo. La insensibilidad de sus tendones, de los nervios se extiende, desde las extremidades hasta el tronco, convirtiendo cada vez más difícil el movimiento cardíaco. El rostro de Jesús pasa alternativamente de un color rojo intenso a la palidez verdosa propia de un agonizante por desangramiento. Su boca se mueve con mayor fatiga, porque los nervios, cansados en exceso, del cuello y de la cabeza misma, que muchas veces han servido de palanca a todo el cuerpo haciendo fuerza contra el travesaño de la cruz, propagan el calambre incluso a las mandíbulas. La garganta, hinchada con las carótidas obstruidas, debe doler y extender su edema a la lengua, que se ve abultada y que apenas se mueve. La espalda, aun en los momentos en que las contracciones tetánicas no la arquean completamente desde la nuca hasta las caderas, apoyadas como puntos extremos en el tronco de la cruz, se va arqueando cada vez más hacia delante, porque los miembros van experimentando cada vez más el peso de las carnes muertas. La gente ve poco y mal estas cosas, porque la luz ya tiene la tonalidad de la ceniza oscura, y solo quien esté a los pies de la cruz puede ver bien. ■  En un cierto momento, Jesús se relaja totalmente, pendiendo hacia adelante y hacia abajo, como si estuviera ya muerto; deja de jadear, la cabeza le cuelga inerte hacia delante; el cuerpo, de las caderas hacia arriba, está completamente separado, formando ángulo con la cruz. La Virgen lanza un grito: “¡Ha muerto!”. Es un grito trágico, que se propaga por el aire sin luz. Jesús parece realmente muerto.  Las mujeres se hacen eco de este grito, y veo que entre ellas se forma confusión. Luego un grupo de unas diez personas se aleja, llevando algo. No puedo ver quiénes se alejan así: es demasiado escasa la luz brumosa; da la impresión de estar envueltos por una nube finísima de ceniza volcánica densísima. Algunos sacerdotes y judíos gritan: “No es posible. Es un pretexto para que nos vayamos. Soldado: pícale con la lanza. Es un buen remedio para devolverle la voz”. Y como los soldados no lo hacen, una descarga de piedras y terrones vuela hacia la cruz, y chocan contra el Mártir para caer después sobre las corazas romanas. El remedio, como irónicamente dicen los judíos, produce su efecto. No hay duda que alguna piedra dio en el blanco, tal vez en la herida de una mano, o en la misma cabeza, porque apuntaban hacia arriba. Jesús lanza un gemido doloroso y vuelve en Sí. El tórax vuelve a respirar fatigosamente. La cabeza se mueve hacia la derecha, buscando un lugar donde pueda apoyarse sin sufrir tanto, aunque en realidad encuentra solo mayor dolor.
4ª Palabra. ■ Con gran dificultad, Jesús se apoya una vez más sobre los pies torturados, encontrando fuerza en su voluntad, solo en su voluntad. Se yergue sobre la cruz, se pone derecho como si estuviese sano. Alza su rostro mirando con ojos bien abiertos al mundo extendido a sus pies, a la ciudad que apenas si se ve como algo blanco en medio de la bruma y al cielo negro del que la luz ha huido. Y a este cielo cerrado, compacto, bajo, semejante a una enorme lámina de pizarra oscura, Él grita con voz fuerte, superando con la fuerza de su voluntad, con el ansia de su alma, el obstáculo de las mandíbulas rígidas, de su lengua abultada, del edema de su garganta: “¡Eloi, Eloi, lamma scebacteni!” (me parece que dijo así). Debe de sentir morirse, y en un completo abandono del Cielo, para confesar con una voz así el abandono paterno. ■ La gente se ríe y se burla de Él. Lo insulta diciendo: “¡Dios no sabe qué hacer contigo! ¡Él maldice a los demonios!”. Otros gritan: “Veamos si Elías, al que ha invocado, viene a salvarle”. Otros: “Dadle un poco de vinagre, para que se limpie la garganta. Viene bien para limpiar la voz. Elías o Dios, —porque no se sabe lo que ese loco quiere— están lejos… ¡Hay que gritar más fuerte para que te oigan!”. Y ríen como hienas o como demonios. Pero ningún soldado le da vinagre, y nadie baja del Cielo para consolarle. Es la agonía solitaria, total, cruel, hasta sobrenaturalmente cruel, de Jesús-Víctima. Vuelve la avalancha de dolor sin consuelo que en Getsemaní le aplastó. Vuelven las olas de los pecados de todo el mundo a sumergir al náufrago Jesús, a sumergirle en su amargura. ■ Vuelve sobre todo la sensación, más dura que la misma cruz, más cruel que cualquier tormento, de que Dios le ha abandonado y que su plegaria no llega a Él… Y es el tormento final: el que acelera la muerte, porque exprime las últimas gotas de sangre de los poros, porque machaca las fibras aún vivas del corazón, porque finaliza aquello que, el saberse abandonado, había iniciado: la muerte. Porque, ante todo, esta fue la primera causa de la muerte de mi Jesús, ¡oh Dios mío, que le castigaste por nosotros!  Después de tu abandono, por tu abandono ¿qué es el hombre? O un loco, o un muerto. Jesús no podía volverse loco porque su inteligencia era divina y, espiritual como es la inteligencia, se sobreponía al golpe recibido de Dios. Muere, pues, el Inocente, el Santo muere. Muere el que es la Vida. Matado por tu abandono y por nuestros pecados.
5º Palabra. ■ La oscuridad es más densa. Jerusalén desaparece del todo. Las mismas faldas del Calvario parecen desaparecer. Solo la cima es visible. Es como si las tinieblas la hubieran mantenido en alto y así recogiera la única y última luz, y hubieran depositado ésta, como para una ofrenda, con su trofeo divino, encima de un lago de ónix líquido, para que esa cima fuera vista por el odio y el amor. De en medio de la oscuridad se oye la voz lastimera de Jesús: “¡Tengo sed!”. Se siente en verdad un viento que produce sed aun en los sanos. Un viento que es ahora violento, lleno de polvo, frío, pavoroso. Me pongo a pensar en el espasmo que habrá causado a los pulmones, al corazón, a la garganta, a sus miembros helados, adormecidos, heridos. Aun eso contribuyó a torturar al buen Jesús. Un soldado se dirige hacia un recipiente donde los verdugos echaron vinagre con hiel para que con su amargor aumente la salivación en los condenados al suplicio. Toma la esponja empapada en ese líquido, la pone sobre una caña delgada y resistente, que estaba preparada ahí al lado, y se la ofrece a Jesús, que con ansia la espera. Parece un niño hambriento que busca el seno materno. María que ve esto, y que sin duda pensará en lo que dije, llora y apoyándose en Juan dice: “¡Oh, y yo ni siquiera le puedo dar una gota de llanto!… ¡Oh, seno mío que no tienes leche! Oh Dios, ¿por qué nos abandonas? ¡Haz un milagro en favor de tu Hijo! ¿Quién me levanta para calmar su sed con mi sangre, pues que no tengo leche ya?…”.  Jesús, que ha chupado ávidamente la agria y amarga bebida, tuerce su cabeza ante el desagradable sabor. Ante todo, debe ser corrosiva sobre los labios heridos y abiertos. ■ Se retrae, se encoge, se abandona. Todo el peso del cuerpo gravita sobre los pies y hacia adelante. Las extremidades clavadas sufren el atroz dolor de irse hendiendo bajo el peso de un cuerpo abandonado a su propio peso. No se ve movimiento alguno para aliviar este dolor.  De las caderas arriba está separado del palo, y así se queda. La cabeza, cual pesada es, le cae hacia adelante de modo que el cuello parece como hundido en tres puntos: en la zona anterior baja de la garganta, completamente ahondada; y de una y otra parte del esternón cleido-mastoides. La respiración cada vez más jadeante, pero solo a intervalos. Es más un estertor, que quiere terminar, que una respiración. De tanto en tanto tose, y con la tos sale a los labios una espuma levemente colorada. La separación entre una y otra respiración es cada vez mayor. El abdomen no tiene movimientos. Solo el tórax los tiene, pero fatigosos, separados… La parálisis pulmonar se acentúa mucho. ■ Y cada vez más débil, vuelve a repetir su lamento infantil, al pronunciar la palabra: “¡Mamá!”. Y ella contesta: “Aquí estoy, tesoro mío”. Y cuando la vista que se le nubla le obliga a decir: “Mamá, ¿dónde estás? No te veo ya. ¿También tú me abandonas?”. Y esto no es ni siquiera una palabra, sino un murmullo apenas perceptible para quien más con el corazón que con los oídos recoge cada suspiro del Agonizante. Responde: “¡No, no, Hijo mío, no te abandono! Óyeme, querido mío… Mamá está aquí… aquí está… solo sufre por no poder llegar a donde estás…”. Es un desgarro del alma… Juan llora sin importarle nada. Jesús oye ese llanto, pero ni habla. Me imagino que la muerte inminente le hace hablar como si delirase, y tampoco comprende el consuelo que le dan su Madre y el amor del Predilecto. ■ Longinos —que inadvertidamente ha dejado su postura de descanso con los brazos cruzados y una pierna montada sobre la otra, ahora, sin embargo, está firme en postura de atento, con la mano izquierda sobre la espada y la derecha pegada, normativamente, al cuerpo, como si estuviese en las gradas del trono imperial— no quiere emocionarse. Pero su cara se altera con el esfuerzo de vencer la emoción y en sus ojos se ve un lejano brillo de lágrimas, que controla la disciplina militar.  Los otros soldados, que estaban jugando a los dados, dejan el juego. Se han puesto de pie; se han puesto también los yelmos, que le habían servido para agitar los dados, y están en grupo junto a la pequeña escalera excavada en la toba, silenciosos, callados. Los otros están de servicio, y no pueden cambiar de postura. Parecen estatuas. Pero alguno de los que están más cerca y que ha oído las palabras de la Virgen, murmura algo entre labios, y menea la cabeza.
6ª Palabra. ■ Un intervalo de silencio, luego suenan nítidas en la oscuridad total las palabras: “¡Todo se ha cumplido!, y luego el jadeo cada vez más estertoroso, con pausas de silencio entre un estertor y el otro, pausas cada vez mayores. Y el tiempo pasa al son de este ritmo angustioso: se sabe que la vida vuelve cuando el respiro áspero del Agonizante rompe el aire; la vida cesa cuando este sonido penoso deja de oírse. Se sufre cuando se oye… Se sufre cuando no se oye… Se dice: “¡Basta ya con este sufrimiento!”  y se dice: “¡Oh Dios, que no sea el último respiro!”. Las Marías lloran, todas, con la cabeza apoyada contra el realce terroso. Y se oye claro su llanto, porque ahora toda la plebe se ha callado para escuchar los estertores del Agonizante.
7ª Palabra. Muerte de Jesús tras un grito potente. ■ Otro intervalo de silencio. Luego, se oye con infinita dulzura, con ferviente plegaria, que Jesús ora: “¡Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu!”. Otro intervalo de silencio. Si se escucha el estertor, es un soplido que apenas sale de la garganta y labios. Luego sucede… el último espasmo de Jesús. Una convulsión atroz, que parece quisiera arrancar del madero el cuerpo enclavado. Por tres veces sube de los pies a la cabeza recorriendo todos los pobres nervios torturados; levanta tres veces el abdomen de un modo anormal, para dejarlo luego, tras haberlo dilatado como por una alteración de las entrañas; y baja de nuevo y se hunde como si hubiera sido vaciado; alza, hincha y contrae tan fuertemente el tórax, que la piel se introduce entre las costillas, que divergen y aparecen bajo la epidermis y abren nuevamente las heridas de la flagelación; una convulsión atroz que hace torcerse violentamente hacia atrás, una, dos, tres veces, la cabeza, que golpea contra el madero, duramente; es una convulsión que contrae, en un único espasmo, todos los músculos del rostro, y acentúa la desviación de la boca hacia la derecha y hace abrir desmesuradamente y dilatarse los párpados, bajo los cuales se ven girar los globos oculares y aparecer la esclerótica. Todo el cuerpo se pone rígido, cuan largo es. En la última de las tres contracciones, es un arco tenso, vibrante, que causa miedo verlo; ■ y luego un grito potente, inimaginable en ese cuerpo que era piltrafa, sale, rompe el aire; es  el «fuerte grito» de que hablan los evangelios y que es la primera sílaba de la palabra «Mamá»… Y ya nada más… La cabeza le cae sobre el pecho, el cuerpo está hacia delante, el temblor cesa, cesa la respiración. Ha muerto.
* La Cruz y la Tierra.-  ■ La tierra responde al grito del que acaba de morir con un estampido terrorífico. Parece como si de miles de gigantescas trompetas provenga ese único sonido, y acompañando este tremendo acorde, se oyen las notas aisladas, lacerantes, de los rayos que surcan el cielo en todos los sentidos y caen sobre la ciudad, en el Templo, sobre la gente… Pienso que alguno habrá sido alcanzado por rayos, porque éstos inciden directamente sobre la multitud; y son la única luz, discontinua, que permite ver algo. Y, de pronto, mientras todavía las descargas de los rayos se suceden, la tierra tiembla en medio de un torbellino de viento ciclónico. El terremoto y el ciclón se funden para dar un castigo apocalíptico a los blasfemos. Como un plato en las manos de un loco, la cima del Gólgota se balancea y se mueve. Las cruces danzan en tal forma que parece que van a saltar. Longinos, Juan, los soldados, se asen a donde pueden para no caer al suelo. Juan, mientras que con una mano se agarra a la cruz, con la otra sostiene a la Virgen, que, por el dolor y el temblor de la tierra, se ha reclinado sobre su pecho. Los otros soldados, y sobre todo los del lateral escarpado, se han refugiado en el centro para no caer por el barranco. Los ladrones gritan de temor. La multitud grita más aún. Quisieran huir. Pero no pueden. Enloquecidos, caen unos encima de otros, se pisotean, se precipitan a las hendiduras del terreno, se hieren mutuamente, ruedan ladera abajo. ■ Por tres veces se repiten el terremoto y el huracán. Luego, la inmovilidad absoluta de un muerto mundo. Solo relámpagos sin trueno surcan el firmamento e iluminan la escena de los judíos que huyen en todas direcciones, con las manos entre los cabellos o extendidas hacia delante o levantadas al cielo, del que se han burlado hasta ahora y al que en estos momentos temen. La oscuridad se atenúa con un indicio de luz que, ayudado por el relampagueo silencioso y magnético, permite ver que hay muchos por el suelo: muertos o desvanecidos, no lo sé. Una casa está ardiendo al otro lado de las murallas y sus llamas se alzan derechas en el aire detenido, poniendo así una pincelada de rojo fuego en el verde ceniza de la atmósfera.
*  La Lanzada.- ■ María levanta su cabeza del pecho de Juan y mira a Jesús. Le llama, porque no le distingue bien por la poca luz y porque sus ojos están llenos de lágrimas. Le llama tres veces: “¡Jesús! ¡Jesús! ¡Jesús!”. Es la primera vez que le llama por el nombre desde que está en el Calvario. Hasta que, al resplandor de un relámpago que forma como una corona sobre la cima del Gólgota, le ve, inmóvil, pendiendo todo Él hacia fuera, con la cabeza tan reclinada hacia delante y hacia la derecha, que con la mejilla toca el hombro y con el mentón las costillas. Entonces comprende. Entonces extiende sus brazos temblorosos en el aire oscuro y grita: “¡Hijo mío! ¡Hijo mío! ¡Hijo mío!”. Luego escucha… Tiene la boca abierta, con la que parece querer escuchar también; e igualmente tiene dilatados los ojos, como si hubiera abierto sus ojos de esa forma para ver… No puede creer que su Hijo haya muerto… ■ Juan, que también ha estado mirando y escuchando, y ha comprendido que todo ha acabado, abraza a la Virgen, trata de alejarla, diciendo: “No sufre ya”.  Pero, antes de que el apóstol termine sus palabras, María, que ha comprendido, se desprende de los brazos del apóstol, se vuelve, se pliega curvándose hasta el suelo, se lleva las manos a los ojos y grita: “¡No tengo ya Hijo!”. Luego se tambalea. Y se caería, si Juan no viniese en su ayuda. Luego Juan se sienta en el suelo, para sujetarla mejor en su pecho, hasta que las Marías  —a las que ya no les impide más el paso el círculo superior de soldados, porque, ahora que los judíos han huido, los romanos se han agrupado en el rellano de abajo y comentan lo sucedido— sustituyen al apóstol junto a la Madre. La Magdalena se sienta donde estuvo Juan, y casi coloca a María encima de sus rodillas, mientras la sostiene entre sus brazos y su pecho. La besa en su pálido rostro, inclinado hacia ella. Marta y Susana, con una esponja y un pedazo de lino mojados en vinagre, le mojan las sienes y la nariz mientras su cuñada María le besa las manos llamándola con voz desgarrada, y, en cuanto María vuelve a abrir los ojos y mira a su alrededor con una mirada como atónita por el dolor, le dice: “¡Hija!, hija amada, escucha… dime que me ves… soy tu María… ¡No me mires así!…”. Dado que el primer sollozo se escapa de la garganta de la Virgen, y las lágrimas caen nuevamente, ella, la buena María de Alfeo, dice: “Sí, sí, llora… Aquí conmigo… como ante una mamá, pobre, santa hija mía…” y, cuando oye que María le dice: “¡Oh, María, María! ¿Has visto?”, ella gime: “¡Sí!, sí… pero… pero… hija… ¡oh hija!…”. No encuentra otras palabras y se echa a llorar la anciana María: es un llanto desolado al que se unen el de Marta, el de María, la madre de Juan, y Susana. ■ Las otras piadosas mujeres ya no están. Pienso que se habrán ido, y con ellas los pastores, cuando se oyó ese grito femenino… Los soldados hablan entre sí: “¿Has visto a los judíos? Ahora tenían miedo”. “Y se golpeaban el pecho”. “Los más espantados eran los sacerdotes”. “¡Qué miedo! He sentido otros terremotos, pero como éste, ¡jamás! Mira: la tierra está llena de hendiduras”. “Allí se ve el hundimiento del camino ancho”. “Hay cuerpos”. “¡Déjalos! Menos serpientes”. “¡Otro incendio! En la campiña…”. “¿Pero ha muerto de veras?”. “Y ¿no lo estás viendo? ¿Lo dudas?”. ■ Aparecen de tras la roca José y Nicodemo. Está claro que se habían refugiado ahí, detrás del parapeto del monte, para librarse de los rayos. Se acercan a Longinos. “Queremos el cadáver”. Longinos:  “Solo el Procónsul lo concede. Id aprisa porque he oído que los judíos van al Pretorio para que se haga el crurifragio. No quisiera que a  Él le cortasen las piernas”.  José: “¿Cómo lo sabes?”. Longinos: “Informes del alférez. Os espero”. Los dos se dan a caminar, raudos, hacia abajo por el camino empinado. Desaparecen. ■ Es entonces cuando Longinos se acerca a Juan y le dice en voz baja algo que no oigo. Luego pide a un soldado una lanza. Mira a las mujeres que están cuidando de María, que poco a poco recobra sus fuerzas. Todas están de espaldas a la cruz. Longinos se pone enfrente del Crucificado, estudia bien el golpe, y luego arroja la larga lanza, que penetra profundamente de abajo arriba, de derecha a izquierda. Juan, que se encuentra en medio del deseo de ver y el horror de ver, aparta por un instante sus ojos. Longinos dice: “Está hecho, amigo”, y concluye: “Es mejor así. Como a un valiente. Y sin romperle los huesos… ¡Era en realidad un hombre justo!”. ■ De la herida gotea mucha agua y un hilito insignificante de sangre que ya tiende a coagularse. Gotea, he dicho. No brota sino sale solamente, filtrándose por el tajo de la herida que permanece inmóvil, mientras que si hubiera dependido de la respiración, el tajo se hubiera abierto y cerrado con el movimiento torácico-abdominal…
* Gamaliel y la señal.- El terror de los sepulcros abiertos.- ■ Entre tanto que en el Calvario no hay más que tragedia, yo alcanzo a José y Nicodemo que bajan por un atajo para acortar tiempo. Están casi en la base cuando se encuentran con Gamaliel. Viene despeinado, sin capucha, sin manto, sucia de tierra su espléndida vestidura, desgarrada por las zarzas; un Gamaliel que corre, subiendo y jadeando, con las manos en sus cabellos ralos y muy canosos, propios de la edad. Conversan por unos momentos. José: “¡Gamaliel! ¿Tú?”. Gamaliel: “¿Y tú, José? ¿Le abandonas?”. José: “Yo no. Pero, ¿por qué tú por aquí?, y en ese estado…”. Gamaliel: “¡Cosas horribles! ¡Estaba yo en el Templo! ¡La señal! ¡Los quicios de las puertas del Templo abiertos! El velo de color púrpura y jacinto cuelga desgarrado. ¡El Sancta Sanctorum al descubierto! ¡Tenemos la maldición sobre nosotros!”. Gamaliel ha dicho esto sin detenerse, continuando su paso veloz hacia la cima, enloquecido por la prueba de la que fue testigo. Los dos le miran irse… se miran entre sí… dicen al mismo tiempo: “«¡Estas piedras se estremecerán con mis últimas palabras!». ¡Se lo había prometido!…” (8). ■ Corren lo más que pueden. Por la campiña, entre el monte y las murallas, y más allá, vagan, en medio de un ambiente todavía caliginoso, personas con aspecto desquiciado… Gritos, gemidos, lamentos… Alguien grita: “¡Su Sangre ha hecho llover fuego para nosotros!”. Otros: “¡En medio de los rayos Yeové se ha aparecido para maldecir al Templo!”, u otro con el llanto en la boca: “¡Los sepulcros! ¡Los sepulcros!”. José, al entrar a la ciudad, agarra a uno que se está dando golpes contra la muralla, y le llama por su nombre: “Simón, ¿qué vas diciendo?”. Simón: “¡Déjame! ¡También tú eres un muerto! ¡Todos los muertos! ¡Todos afuera! ¡Me cubren de maldiciones!”. Nicodemo dice: “Ha enloquecido”. Le dejan, y siguen aprisa hacia el Pretorio. El terror se ha apoderado de la ciudad. Gente que vaga golpeándose el pecho. Gente que al oír por detrás una voz o un paso da un salto hacia atrás o se vuelve asustada. En uno de los muchos espacios abovedados sumidos en la oscuridad, la aparición de Nicodemo, vestido de lana blanca —porque para caminar más rápido se quitó el manto en el Gólgota— hace dar un grito de terror a un fariseo que huye. Pero luego éste cae en la cuenta de que es Nicodemo y se lanza a su cuello con un gesto efusivo raro, gritando: “¡No me maldigas! Mi madre se me ha aparecido maldiciéndome: «¡Eres un maldito para siempre!», y luego el fariseo se derrumba llorando: “¡Tengo miedo! ¡Tengo miedo!”. Los dos dicen: “¡Todos están locos!”. Han llegado al Pretorio. Y solo aquí, mientras esperan que el Procónsul los reciba, José y Nicodemo se enteran del por qué de tanto terror: muchos sepulcros se habían abierto con el sacudimiento telúrico y había quienes juraban haber visto salir de ellos esqueletos, los cuales, por un instante, se habían recompuesto con apariencia humana, e iban acusando del deicidio a los culpables, y maldiciéndolos. Los dejo en el atrio del pretorio, donde los dos amigos de Jesús entran sin escrúpulo alguno de contaminarse. ■ Vuelvo al Calvario. Alcanzo a Gamaliel que va subiendo, casi sin aliento, los últimos metros. Sigue golpeándose el pecho: y cuando llega al primero de los rellanos, se echa boca abajo —su largura blanca contrasta con el suelo amarillento— y entre sollozos: “¡La señal! ¡La señal! ¡Dime que me perdonas! Un gemido, solo un gemido para decirme que me escuchas, que me perdonas”. Comprendo que cree que Jesús está vivo todavía. Y no cae en la cuenta de ello, sino cuando un soldado, dándole con el asta de la lanza, le ordena: “Levántate, y deja de hablar. ¡De nada sirve! Deberías de haberlo pensado antes. ¡Ha muerto! Yo, pagano, te lo aseguro que Éste, a quien habéis crucificado, era realmente el Hijo de Dios”. Gamaliel: “¿Muerto? ¿Has muerto? ¡Oh!…”. Gamaliel levanta su cara aterrorizada, trata de alcanzar a ver la cima, en medio de esa luz crepuscular. Se convence de que Jesús ha muerto. Y ve también al grupo piadoso que consuela a María, y a Juan, en pie a la izquierda de la cruz, llorando, y a Longinos, en pie, a la derecha, respetuoso. Gamaliel se arrodilla. Extiende los brazos, lloroso: “¡Eras Tú! ¡Eras Tú! No podemos esperar ya perdón. Hemos pedido que tu Sangre cayese sobre nosotros. Y esa Sangre ahora clama al Cielo y el Cielo nos maldice… ¡Oh! Pero Tú eres la Misericordia… Yo te lo digo, yo, el rabí envilecido de Judá: «Que tu Sangre, por piedad, caiga sobre nosotros». Rocíanos con Ella porque es la única que puede alcanzarnos perdón…”. Llora. Luego, poco a poco confiesa su secreto tormento: “Tengo la señal que había pedido… Pero siglos y siglos de ceguedad espiritual están ante mi vista interior, y contra mi voluntad de ahora se levanta la voz de mi pensamiento soberbio de ayer… ¡Piedad de mí! ¡Luz del mundo, haz que descienda un rayo tuyo a las tinieblas que no te comprendieron! Soy el viejo judío fiel a lo que creía que era justicia, pero era error. Soy ahora un desierto desnudo, ya sin ninguno de los viejos árboles de la Fe antigua, sin semilla alguna o tallo alguno de la Fe nueva. Soy un desierto seco. Haz el milagro de que nazca una flor que tenga tu nombre, en el pobre corazón de este terco viejo israelita. Penetra Tú en mi pensamiento, esclavo de las fórmulas, Tú que eres el Libertador. Isaías lo ha dicho: «… pagó por los pecadores y sobre Sí tomó los pecados de muchos». ¡Oh, también los míos, Tú, Jesús de Nazaret!…” (9). Se levanta. Mira la cruz, que aparece cada vez más nítida bajo la luz que se va haciendo cada vez más clara y luego se marcha encorvado, envejecido, aniquilado. Vuelve el silencio al Calvario, apenas interrumpido por el llanto de la Virgen. Los dos ladrones, llenos de miedo, no hablan más.
* Crurifragio a los dos ladrones.- Descendimiento de la Cruz a Jesús. ■ Vuelven corriendo Nicodemo y José, diciendo que tienen el permiso de Pilatos. Pero Longinos que no se fía mucho manda un soldado a caballo donde el Procónsul para saber cómo comportarse incluso respecto a los dos ladrones. El soldado, va y vuelve al galope con la orden de entregar el Cuerpo de Jesús y de llevar a cabo el crurifragio en los otros, porque así lo han pedido los judíos. Longinos llama a los cuatro verdugos, que cobardemente se habían escondido al amparo de la roca, todavía aterrorizados por lo que acaba de suceder. Ordena que acaben a golpes de cachiporra. Y así se lleva a cabo. Sin protestas, por parte de Dimas. Entre el golpe de la cachiporra, asestado en el corazón después de haber batido las rodillas, en medio de ambos golpes,  sale de sus labios el nombre de Jesús; con maldiciones horribles, por parte del otro ladrón. El estertor de ambos es lúgubre. ■ Los cuatro verdugos hacen ademán de querer desclavar el cuerpo de Jesús, y desprenderlo de la cruz, pero José y Nicodemo no lo permiten. José mismo se quita el manto y dice a Juan que haga lo mismo y que sostenga las escaleras mientras suben con cuñas y tenazas. María, temblando, sostenida por las mujeres, se pone de pie. Se acerca a la cruz. Los soldados, terminado su oficio, se van. Pero Longinos, antes de bajar al rellano inferior, se vuelve desde la silla de su caballo negro para mirar a la Virgen y al Crucificado. Luego el ruido de los cascos suena contra las piedras y el de las armas contra los escudos, y se hace cada vez más lejano. ■ La mano izquierda está ya desclavada. El brazo cae a lo largo del Cuerpo, que ahora pende semiseparado. Le dicen a Juan que deje las escaleras a las mujeres y suba también. Y Juan, subido a la escalera donde antes estaba Nicodemo, se pasa el brazo de Jesús alrededor del cuello y lo sostiene desmayado sobre su hombro. Luego le ciñe a Jesús por la cintura mientras sujeta la punta de los dedos de la mano izquierda —casi abierta— para no tocar la horrible abertura. Una vez desclavados los pies, Juan a duras penas logra sujetar y sostener el Cuerpo de su Maestro entre la cruz y su cuerpo. La Virgen se pone ya a los pies de la cruz, sentada de espaldas a ella, preparada a recibir a su Hijo en el regazo. Pero desclavar el brazo derecho es la operación más difícil. A pesar de todo el esfuerzo de Juan, el Cuerpo todo pende hacia delante y la cabeza del clavo está hundida en la carne. Y, dado que no quieren herirle más, los dos hombres sacan todas sus fuerzas. Finalmente las tenazas agarran al clavo, y éste es extraído poco a poco. Juan sigue sujetando el cuerpo de Jesús por las axilas; la cabeza reclinada y vuelta sobre su hombro; al mismo tiempo que Nicodemo y José lo aferran: uno por los hombros, el otro por las rodillas. Así cuidadosamente bajan por las escaleras. ■ Ya en tierra, su intención es colocarle sobre la sábana que han extendido sobre sus mantos. Pero la Virgen quiere el Cuerpo; ya ha abierto su manto dejándolo pender de un lado, y está con las rodillas más bien abiertas para que sirvan como de cuna a su Hijo. Mientras los discípulos dan la vuelta para darle el Hijo, la cabeza con las espinas cuelga hacia atrás y los brazos penden hacia el suelo, y tocarían la tierra las manos heridas si la compasión de las mujeres no las sujetara para impedirlo. Ahora está en las rodillas de su Madre… Parece un niño cansado que durmiera recogido sobre el pecho maternal. María tiene a su Hijo con su brazo derecho pasado por debajo de sus hombros, y el izquierdo por encima del abdomen para sujetarle también por las caderas. La cabeza está reclinada en el hombro materno. Y Ella le llama… le llama con una voz desgarradora. Luego le separa de su hombro y le acaricia con la mano izquierda; recoge las manos de Jesús y las extiende y, antes de cruzarlas sobre el abdomen inmóvil, las besa; y llora sobre las heridas. Luego acaricia sus mejillas, sobre todo en el lugar del cardenal y la hinchazón. Besa los ojos hundidos; y la boca que ha quedado levemente torcida hacia la derecha y medio cerrada. Quiere arreglarle los cabellos, como ya lo hizo con la barba pegajosa de sangre, pero al intentarlo, halla las espinas. Se pincha al querer quitar esa corona, y no permite que otros la ayuden. Grita: “¡No, no! ¡Yo! ¡Yo!”. Y lo va haciendo con tanta delicadeza, que parece tener entre los dedos la cabeza tierna de un recién nacido. Una vez que ha logrado quitar la corona, se inclina para besar todos los arañazos de las espinas. Con la mano temblorosa separa los cabellos desordenados, se los arregla. Llora en silencio. Seca con los dedos las lágrimas que caen sobre el cuerpo helado y ensangrentado. Y quiere limpiarlas con su llanto y con su velo, que Jesús conserva todavía en sus caderas. Se acerca uno de sus extremos y con él se pone a limpiar y secar esos santos miembros. Vuelve a acariciar el rostro, las manos, las rodillas ensangrentadas, y otra vez sube a secar el Cuerpo sobre el que caen lágrimas y más lágrimas. ■ Haciendo esto es cuando su mano encuentra el desgarro del costado. La pequeña mano delgada entra casi toda en la amplia abertura de la herida. María se inclina para ver en medio de la semiluz. Y ve, ve el pecho abierto y el corazón de su Hijo. Entonces grita. Es como si una espada abriera su propio corazón. Grita y se desploma sobre el cuerpo de su Hijo. Parece como si Ella también hubiera muerto. La socorren, la consuelan. ■ Quieren quitarle el cadáver y como Ella grita: “¿Dónde pondré, dónde, que esté seguro y que sea digno de Ti?”. José inclinado profunda y respetuosamente, con la mano sobre el pecho, dice: “¡Consuélate! Mi sepulcro es nuevo y digno de un noble. Lo entrego a Él. Y éste, mi amigo Nicodemo, ha llevado ya los aromas al sepulcro, porque, por su parte, quiere ofrecer eso. Te ruego que nos permitas hacer eso, porque la tarde avanza… Es la Parasceve. ¡Permítenoslo, oh Mujer santa!”.  También Juan y las mujeres hacen el mismo ruego. Entonces María se deja quitar de su regazo el Cuerpo. Se levanta angustiada. Mientras le envuelven suplica: “¡Oh, hacedlo despacio!”. Nicodemo y Juan por la parte de los hombros, José por los pies, elevan los restos mortales, envueltos en la sábana, pero también sujetado con los mantos, que sirven de camilla, y se ponen en camino.  María, sujetada por su cuñada y la Magdalena, seguida por Marta, María de Zebedeo y Susana  —que han recogido los clavos, las tenazas, la corona, la esponja y la caña— bajan hacia el sepulcro. En el Calvario quedan las tres cruces. La de en medio no tiene ya el cuerpo. Las otras dos tienen su vivo trofeo que muere. (Escrito el 27 de Marzo de 1945).
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1  Nota  : Cfr. Mt. 27,33-58;  Mc. 15,22-45;  Lc. 23,33-52;  Ju. 19,23-34.   2  Nota  : Cfr. Sal. 68,22.   3  Nota  : Cfr. Cant. 5,10-16.   4  Nota  : Cfr. Is. 52,13; 53,12.   5  Nota  : Cfr.  Os. 1,2.   6  Nota  : Cfr. Núm. 12.    7  Nota  : En esta Obra se habla extensamente de los pastores que adoraron al Recién Nacido en la Gruta de Belén. Ellos fueron los primeros propagadores de la Buena Nueva del Nacimiento del Niño. Después de la matanza de Herodes fueron perseguidos, sobre todo por el pueblo de Belén, al ser acusados de ser la causa indirecta de la muerte de sus hijos. Fue tal el impacto que produjo en ellos la teofanía de Belén, que, a pesar de las acusaciones, persecuciones, todos ellos se mantuvieron fieles a aquel recuerdo durante toda su vida. Incluso, como se aprecia, en el día de la Crucifixión.   8  Nota  :  Gamaliel fue uno de los grandes rabíes de Israel. Junto con Hilel, otro gran rabí, eran considerados como los dos más grandes Doctores de la Ley. Según esta Obra, un hecho marcó la vida de Gamaliel.  Jesús, a los doce años, tiempo que la Ley destinaba para la mayoría de edad, para cumplir lo que la Ley ordenaba, estuvo en el Templo y se sometió a examen para adquirir la mayoría de edad según los preceptos de Israel. En el episodio analógico (Episodio 1-41-220 en el tema “Jesús Niño”) descrito por María Valtorta para la obra sobre el Evangelio, aparecen los personajes: Gamaliel y Hilel entre estos doctores. Jesús intervino en una disputa con ellos. Ese día, Gamaliel, impresionado por la ciencia de aquel Muchacho, oyó decirle: “Yo daré una señal…: Estas piedras del Templo se estremecerán cuando llegue mi hora”. Estas palabras habían dejado una huella profunda en Gamaliel. Hoy, delante de él, siendo su principal testigo, acaban de cumplirse esas palabras proféticas de Jesús. 9  Nota  : Cr. Is. 53,12.
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10-610-94 (11-30-592).- Sepultura y embalsamiento de Jesús (1).- Terrible angustia de la Dolorosa, en la cámara sepulcral.- “La Redención la terminó mi Madre”.
* El sepulcro de José de Arimatea en la base del Calvario.- ■ La pequeña comitiva, bajado ya el Calvario, encuentra en la base de éste el sepulcro de José de Arimatea, excavado en la roca calcárea. Entran en él con el Cuerpo de Jesús. Veo el sepulcro que es así: un lugar excavado en la piedra, situado al fondo de un huerto en flor. Parece una gruta, pero no hay duda de que ha sido excavada por la mano del hombre. Está la cámara sepulcral propiamente dicha con sus nichos (de forma distinta de los de las catacumbas). Estos son como agujeros redondos que penetran en la piedra como agujeros de una colmena; bueno, para tener una idea. No hay nada en ellos. Se ve el ojo vacío de cada nicho como una mancha negra en el fondo gris de la piedra. Luego, precediendo a esta cámara sepulcral, hay como una antecámara, en cuyo centro está la mesa de piedra para la unción. Sobre esta mesa se coloca a Jesús en su sábana. Entran también Juan y la Virgen, y nadie más porque la cámara preparatoria es reducida, y si entrasen muchos, no podrían moverse. Las otras mujeres se quedan a la puerta, cerca de la apertura, porque a decir verdad no hay puerta propiamente dicha.
* Terrible angustia de María.- ■ Los dos portadores destapan el cuerpo de Jesús. Mientras ellos, en un rincón, en una especie de mesa pequeña, a la luz de las antorchas, preparan vendas y aromas, María se inclina sobre el Hijo y llora. Otra vez le limpia con el velo que sigue todavía en las caderas de Jesús. Es el único baño que recibe el cuerpo de Jesús: las lágrimas de su Madre, y aunque copiosas y abundantes no sirven sino para quitar superficial y parcialmente el polvo, sudor y sangre de su Cuerpo torturado. María no se cansa de acariciar esos miembros helados. Y, con una delicadeza mayor que si tocara a un recién nacido, toma las pobres manos atormentadas, las oprime entre las suyas, besa los dedos, los extiende, trata de juntar los bordes de las heridas, como para curarlas y que duelan menos, se lleva a las mejillas esas manos que ya no pueden acariciar, y llora, llora invadida por un dolor atroz. Endereza y une los pobres pies, que tan desmayados están, como mortalmente cansados de tanto camino recorrido por nosotros. Pero estos pies están tan maltratados por la cruz, sobre todo el izquierdo, que está casi como aplanado, como si ya no tuviera tobillo. ■ Luego vuelve al cuerpo y lo acaricia. Está frío, rígido, y, al ver otra vez  la herida de la lanza —que ahora, dada la posición supina del Cuerpo sobre la superficie de piedra, está totalmente abierta, y permite ver mejor la cavidad torácica (la punta del corazón puede verse clara entre el esternón y el arco izquierdo de las costillas, y unos dos centímetros por encima se ve la cortada hecha con la punta de la lanza en el pericardio y en el cardio, como de un centímetro y medio largo; mientras que la cortada externa del costado derecho tiene, al menos, siete)—, al verla otra vez, María lanza de nuevo sus fortísimos sollozos como en el Calvario. Parece como si la lanza la atravesara también a Ella. Se retuerce en medio de su dolor. Se lleva las manos a su corazón, atravesado como el de Jesús. ¡Pobre Madre! ¡Cuántos besos no da en esa herida! Contempla la cabeza. La endereza porque se ha quedado ligeramente inclinada hacia adelante y mucho a la derecha. Trata de cerrar los párpados que lo están a medias. La boca sigue abierta, contraída, un poco torcida a la derecha. Compone los cabellos, que ayer eran hermosos, bien peinados y ahora son un mechón pegajoso de sangre. Desenreda los mechones más largos, se los alisa con sus dedos, se los frota para darles su antigua forma, que eran suaves y rizados. ■ Llora, y llora porque se acuerda de cuando Jesús era niño… El motivo fundamental de su dolor es el recuerdo de la infancia de Jesús, de su amor por Él, de sus cuidados, temerosos incluso del aire más vivo para su Hijo, y la realidad que ahora contempla. Su lamento me hace entristecer. Me hace llorar y sufrir como si una mano me hurgase en el corazón al ver su gesto cuando llorando dice: “¿Qué te han hecho, Hijo mío?” no resistiendo verlo así: desnudo, tieso, sobre una piedra. Se lo toma entre sus brazos. El derecho se lo pasa por la espalda y con la otra se lo aprieta contra el pecho, arrullándolo, como hacía en la gruta de Belén.  (Escrito el 19 de Febrero de 1944).

* Terrible angustia espiritual de María: Lamentaciones (2). Evocación al misterio del Verbo de Dios que tomó Carne en Ella.- ■ María está de pie, junto a la piedra del embalsamamiento. Acaricia y contempla. Gime y llora. La luz temblorosa de la antorcha ilumina a intervalos su rostro y veo que sobre él, que está palidísimo, caen gruesas lágrimas. Oigo lo que dice. Lo oigo todo. Claro, aun cuando lo dice entre labios, un real coloquio de un alma materna con el alma del Hijo. Recibo órdenes de escribirlo. ■ “¡Pobre Hijo! ¡Cuántas heridas!… ¡Cuánto sufriste! ¡Mira lo que te hicieron!… ¡Qué frío estás, Hijo! Tus dedos están helados. ¡Qué tiesos! Parecen rotos. Jamás habían estado así, ni cuando de niño tranquilamente dormías, ni cuando el cansancio de obrero te rendía… ¡Qué fríos están! ¡Pobrecitas manos! Dalas a tu Mamá, ¡tesoro mío, amor santo, amor mío! ¡Mira cuán laceradas están! ¡Mira, mira, Juan, qué desgarro en la herida del costado! ¡Oh, crueles! Da, da a tu Mamita esta mano, para que te la cure. No te lastimaré… La besaré, la bañaré en lágrimas, con mi aliento y con mi amor la calentaré. ■ ¡Hazme, Hijo, una caricia! Estás helado y yo ardo. Mi fiebre se verá aliviada con tu hielo y tu hielo se derretirá en mi fiebre. ¡Una caricia, Hijo! Hace pocas horas que no me acaricias, y ya me parecen siglos. Pasaron meses sin tus caricias y me parecieron horas porque continuamente esperaba tu llegada, y de cada día hacía una hora, de cada hora un minuto, y me decía que no estabas a una o más lunas lejos de mí, sino solamente a unos pocos días, a unas pocas horas. ¿Por qué ahora el tiempo parece tan largo? ¡Ah, congoja inhumana! ¡Porque has muerto! ¡Te me han muerto! ¡No estás ya en la Tierra! ¡Ya no! Cualquiera que sea el lugar a donde lance mi alma para buscar la tuya y a ella abrazarse —porque encontrarte, poseerte, sentirte era la vida de mi cuerpo y de mi espíritu— cualquiera que sea el lugar en que te busque con la ola de mi amor, ya no te encuentro, no te encuentro ya. ¡No me queda de Ti sino estos despojos fríos sin alma! ■ ¡Oh alma de mi Jesús! ¡Oh alma de mi Mesías! ¡Oh alma de mi Señor! ¿Dónde estás? ¿Por qué habéis quitado el alma a mi Hijo, crueles hienas, emparentadas de Satanás? ¿Por qué no me habéis crucificado con Él? ¿Tuvisteis miedo de cometer otro crimen? (La voz se hace cada vez más fuerte y desgarradora). ¿Y qué era matar a una pobre mujer, para vosotros que no habéis vacilado en matar a Dios hecho Carne? ¿No habéis cometido un segundo delito? ¿Y no es el más abominable, el de dejar que una madre sobreviva a su Hijo asesinado?”. María, que al hablar había levantado también la cabeza vuelve a inclinarse sobre el rostro muerto y a hablar en voz baja. Le habla a Él solo: “Por lo menos en la tumba, aquí dentro, habríamos estado juntos, como juntos estuvimos en la agonía de la cruz, juntos en el viaje a la otra vida y en el encuentro con la Vida. Pero si no puedo seguirte en el viaje, aquí puedo quedarme a esperarte”. ■ Se endereza de nuevo y con voz fuerte ordena a los presentes: “Idos, todos. Yo me quedo. Encerradme aquí con Él. Le esperaré. ¿Qué decís? ¿Que no se puede? ¿Por qué no? Si me hubiera muerto yo, ¿no estaría tendida a su lado, esperando a que se me embalsamase? Me quedaré a su lado, pero de rodillas. Asistí a sus vagidos cuando, tierno y rosado, lloraba en una noche de diciembre. Me quedaré ahora en esta noche del mundo que no tiene más a mi Jesús. ¡Oh, verdadera noche! ¡La Luz no existe más!… ¡Oh noche fría! ¡El amor ha muerto! ¿Qué dices, Nicodemo? ¿Que me contamino? Su Sangre no contamina. No me contaminé al engendrarle (3). ¡Ah! Cómo saliste, Tú, Flor de mi seno, sin romper ninguna fibra, sino como una flor de narciso perfumado que brota del alma del bulbo-matriz y florece, aunque el abrazo de la tierra no haya estado en la matriz. Florecer virginal que en Ti encuentra su razón, ¡oh Hijo, que viniste de un abrazo celestial y nacido en medio de fulgores celestiales!”. ■ Ahora María, la llena de dolores, vuelve a inclinarse sobre su Hijo. No hace caso de ninguna otra cosa que no sea Él, y en voz baja pregunta: “¿Te acuerdas, Hijo, de aquella vestidura sublime de esplendores que todo vistió mientras nacías a este mundo? ¿Te acuerdas de aquella beatífica luz que el Padre envió de los Cielos para envolver el misterio de tu florecer y para que te fuera menos repugnante este mundo oscuro, a Ti que eras Luz y venías de la Luz del Padre y del Espíritu Paráclito? ¿Y ahora?… Ahora oscuridad y frío… ¡Cuánto frío! ¡Mucho! Yo estoy temblando. Más que aquella noche de diciembre. Entonces, al tenerte, daba calor a mi corazón. Tú tenías a dos que te amaban… Ahora… Ahora estoy sola y agonizo. Pero te amaré por dos: por estos que te han amado tan poco que te abandonaron en el momento del dolor; te amaré por los que te han odiado; por todo el mundo te amaré, ¡oh Hijo! No sentirás el hielo del mundo. No, no lo sentirás. Tú no abriste mis entrañas para nacer; pero, para que no sientas el frío, estoy dispuesta a abrírmelas, a encerrarte dentro de mi seno. ¿Recuerdas cuánto este seno te amó, pequeño germen que palpitabas?… Es siempre este seno. ¡Oh! es mi derecho y mi deber de Madre. Es mi deseo. Solo la Madre puede tenerlo, puede tener hacia el Hijo un amor tan grande como el universo”. ■ La voz ha ido elevándose, y ahora resuena fuerte: “Idos. Yo me quedo. Dentro de tres días volved y juntos saldremos. ¡Oh, volver a ver el mundo apoyada en tu brazo, Hijo mío! ¡Qué bello será la luz de la sonrisa de resucitado! El mundo que se estremece al paso de su Señor. La Tierra ha temblado cuando la muerte te ha arrancado el alma, y de tu corazón ha salido tu alma. Pero ahora temblará… ya no por horror ni por convulsiones, sino con este estremecimiento suave —por mí desconocido, pero intuido por mi feminidad—, que hace vibrar a una virgen doncella, cuando después de una ausencia, oye las pisadas del prometido que viene para las nupcias. Mucho más: la Tierra temblará con un estremecimiento santo, como el que yo experimenté hasta lo más íntimo de mi ser, cuando tuve en mí al Señor Uno y Trino, y la voluntad del Padre con el fuego del Amor creó la semilla de que Tú viniste, ¡oh Niño santo mío, Criatura mía, Tesoro mío! ¡Eres todo de tu Mamá!… Cada niño tiene su padre y madre. Hasta el ilegítimo tiene un padre y una madre. Pero Tú tuviste solo a la Madre que formó tu carne de rosa y de lirio, que te fabricó tus venas, azules como nuestros ríos de Galilea, y estos labios de granado, y estos cabellos cuya hermosura no igualan las vedijas de oro de las cabras de nuestras colinas; y estos ojos: dos pequeños lagos del Paraíso. No, más bien: del agua de que procede el único y cuádruple Río del Lugar de delicias, y consigo arrastra, en sus cuatro ramales, el oro, el ónice, el bedelio y el marfil, los diamantes, las palmas, la miel, las rosas y riquezas infinitas, ¡oh Pisón!, ¡oh Gahón!, ¡oh Tigris!, ¡oh Eúfrates!: camino de los ángeles que exultan en Dios, camino de los reyes que te adoran. Esencia conocida o desconocida, pero viviente, presente aun en el corazón más oscuro. Solo tu Mamita te ha hecho esto con su «sí»… Te compuso de música y amor: de pureza y obediencia te hizo ¡oh alegría mía! ■ ¿Qué es tu Corazón? La llama del mío, que se dividió para concentrarse en corona en torno al beso que Dios regaló a su Virgen. Esto es tu Corazón. ¡Ah!”. (Es un grito tan desgarrador que Magdalena y Juan presurosos acuden a socorrerla; las otras no se atreven, pero lloran, y cubiertas con su velo miran de soslayo desde la abertura). “¡Ah, te lo destrozaron! ¡Por eso estás tan frío y por eso estoy tan fría yo! Ya no tienes dentro la llama de mi corazón, ni yo puedo continuar viviendo por el reflejo de esa llama que era mía y que te di para formarte con ella un corazón. ¡Aquí, aquí, aquí, sobre mi pecho! Antes de que la muerte me quite la vida, quiero calentarte, quiero mimarte. Te cantaba: «No hay casa, no hay alimento, solo hay dolor». ¡Oh palabras proféticas! Dolor, dolor, dolor para Ti, para mí. Te cantaba: «Duerme, duerme sobre mi pecho». También ahora: aquí, aquí, aquí…”. La Virgen, sentándose en el borde de la piedra, le recoge tiernamente en su regazo pasándose un brazo de su Hijo por los hombros, poniéndose la cabeza de su Hijo apoyada en un hombro y reclinando la suya sobre ella, estrechándole contra su pecho, acunándole, besándole, llena de dolor digna de compasión.
* Siguen la terrible angustia espiritual y las lamentaciones: No está muerto, duerme.- ■ Nicodemo y José se acercan y ponen en una especie de asiento que hay junto a la otra parte de la piedra, vasos, vendas y la sábana limpia (4) y un barreño con agua y montones de hilas, me parece.  María lo ve y en voz alta pregunta: “¿Qué pretendéis? ¿Qué queréis? ¿Prepararle, para qué? Dejadle en el regazo de su Madre. Si logro darle calor, antes resucitará. Si logro consolar al Padre y a Él por el odio deicida, el Padre perdonará cuanto antes, y Él también cuanto antes resucitará”. La Dolorosa parece como si delirase. “No. No os lo entrego. Una vez lo di, una vez lo he dado al mundo, y él no lo quiso. Le mató por no quererle. ¡Ahora no lo doy más! ¿Qué decís? ¿Que le amáis? ¡Ya! ¿Entonces, por qué no le defendisteis? Habéis esperado a decirle que le amabais cuando ya Él no os podía oír. ¡Qué pobre amor el vuestro! Pero, si teníais tanto miedo al mundo, que no fuisteis capaces de defender a un inocente, al menos deberíais habérmelo confiado a mí, a la Madre, para que defendiese al que de Ella nació. Ella sabía quién era y qué merecía. ¿Vosotros?… ■ Vosotros, le tuvisteis como Maestro, pero nada aprendisteis ¿No es verdad esto? ¿Pero no estáis viendo que no creéis en su resurrección? ¿Creéis? No. ¿Para qué preparáis vendas y aromas? Porque veis que es un pobre cadáver, hoy frío, mañana corrupto y queréis por esto embalsamarle. Dejad vuestras cosas. Venid a adorar al Salvador con el corazón puro de los pastores betlemitas. Mirad: su sueño no es más que el de un cansado. ¡Cuánto se cansó en la vida! ¡Cada vez más fatigado! Y en estas últimas horas… Ahora descansa… Para mí, para mí que soy su Madre, no es sino un Niño grande que duerme. Muy pobre es el lecho y la habitación, pero también su primera cama no fue más hermosa ni más alegre su lugar. Los pastores adoraron al Salvador mientras dormía su sueño de Niño. Vosotros adorad al Salvador mientras duerme su sueño de Vencedor de Satanás. Como los pastores id a decir al mundo: «¡Gloria a Dios! ¡El pecado ha muerto! ¡Satanás ha sido vencido! ¡Paz en la Tierra y en el Cielo entre Dios y el hombre!». Preparad el camino de su regreso. Yo os envío. Yo, a quien la Maternidad hace Sacerdotisa del rito. Id. He dicho que no quiero. Ya le he lavado con mis lágrimas. Basta. No es necesario lo demás. Y no os penséis que vais a poner esas cosas. Más fácil le será resucitar si está libre de esas fúnebres, inútiles vendas”.
* Quiere reafirmar su fe con el recuerdo de las 3 profecías de Jesús sobre su Resurrección y con el recuerdo de los 3 muertos, resucitados a un mandato suyo.Virgen: “¿Por qué me miras así, José? ¿Y tú, Nicodemo, por qué? ¿El horror de este día os ha embotado la mente? ¿No os acordáis? «A esta generación adúltera y malvada que pide una señal, no se dará sino la de Jonás… Así, el Hijo del hombre estará tres días y tres noches en el corazón de la Tierra». ¿No os acordáis? «El Hijo del hombre está para ser entregado en las manos de los hombres que le matarán, pero resucitará al tercer día». ¿No recordáis? «Destruid este Templo del Dios verdadero y en tres días lo resucitaré». El Templo es su Cuerpo, ¡oh, hombres! ¿Meneas la cabeza? ¿Me compadeces? ¿Me tomas por una loca? Pero ¡cómo! resucitó a los muertos, ¿y no podrá resucitarse a Sí mismo? ■ ¿Juan?…”. Juan: “¡Madre!”. Virgen: “Sí, llámame «madre». No puedo vivir sin pensar que así se me llame. Juan, estuviste presente cuando resucitó a la hija de Jairo y al joven de Naím. Estaban muertos, ¿no es verdad? No se trataba de un sopor profundo, ¿verdad? Responde”. Juan: “Estaban muertos. La niña había muerto dos horas antes, el joven un día y medio”. Virgen: “¿Y resucitaron a su mandato?”. Juan: “Resucitaron”. Virgen: “¿Habéis oído vosotros dos? ¿Por qué movéis la cabeza? ¡Ah, quizás lo que estáis insinuando es que la vida vuelve antes a uno que es inocente y joven! ¡Pues mi Niño es el Inocente! Y es el Siempre Joven. ¡Es Dios mi Hijo!…”. María mira con sus ojos desgarrados de aflicción y de fiebre a los dos que preparan, abatidos pero inexorables, los rollos de las vendas empapadas ya en los aromas. ■ María da dos pasos. Ha puesto nuevamente a su Hijo sobre la piedra con la delicadeza de quien pone en la cuna a un recién nacido. Da dos pasos, se inclina al pie del lecho fúnebre, donde, de rodillas, llora Magdalena; y la toma por la espalda, la zarandea, la llama: “María, responde. Estos piensan que Jesús no podrá resucitar porque es un hombre y un hombre muerto. ¿Tu hermano no es mayor que Él?”. “Sí”. Virgen: “¿No era todo una llaga?”. “Sí”.  Virgen: “¿No estaba ya corrompido antes de bajar al sepulcro?”. “Sí”. Virgen: ¿Y no resucitó después de cuatro días de asfixia y putrefacción?”. “Sí”. Virgen: “¿Y entonces?”.
* Sigue la terrible angustia espiritual: Satanás la ataca en la fe.- Ora y ofrece.- ■ Un silencio profundo, largo. Luego un grito horrible. María vacila. Se lleva la mano al corazón. La sostienen pero los rechaza. Parece que rechazase a quienes tratan de ayudarla, pero en realidad rechaza lo que Ella sola ve. Grita: “¡Atrás! ¡Atrás, cruel! ¡No esta venganza! ¡Cállate! ¡No te quiero oír! ¡Cállate! ¡Ah, me muerde el corazón!”. Magdalena: “¿Quién, Madre?”. Virgen: “Satanás, Satanás que dice: «No resucitará. Ningún profeta lo ha dicho». ¡Oh Dios Altísimo! Ayudadme todos, ¡vosotros espíritus buenos, vosotras personas piadosas! ¡Mi corazón vacila! No recuerdo más. ■ ¿Qué dicen los profetas? ¿Qué dice el salmo? Oh, ¿quién me repite los pasos que se refieren a mi Jesús?”. Magdalena con su voz armoniosa recita el salmo davídico sobre la pasión del Mesías (5). La Virgen llora más fuerte, sostenida por Juan. El llanto cae sobre su Hijo, que resulta todo mojado de lágrimas. María ve esto, y le seca, y en voz baja dice: “¡Tantas lágrimas! ¡Cuando tenías tanta sed, ni siquiera una gota te pude dar! ¡Y ahora… ahora te he bañado todo! Pareces un árbol bajo una lluvia tupida. Aquí, que tu Mamá te seca. ¡Hijo! ¡Tanta amargura has gustado! ¡Que sobre tu herido labio no caiga el amargor y la sal de las lágrimas de tu Madre!…”. Luego en voz fuerte: “María, David no dice… ¿conoces Isaías? Recita sus palabras…”. Magdalena recita el trozo referente a la pasión y termina con un sollozo: “«… entregó su vida a la muerte y fue contado entre los malhechores; Él, que quitó los pecados del mundo y rogó por los pecadores»” (6). Virgen: “¡Oh, cállate! ¡Muerte no! ¡No, no! ¡Oh, que vuestra falta de fe, unida con la tentación de Satanás, me mete dudas en el corazón! ¿Y no creeré, Hijo? ¿No creeré a tu santa palabra? ¡Dilo a mi corazón! Habla. Desde las riberas lejanas a donde has ido a libertar a los que esperaban tu llegada, envía tu voz a mi alma, que está ansiosa de recibirla. Di a tu Madre que regresas. Di: «al tercer día resucitaré». Te lo suplico, ¡Hijo y Dios!, ayúdame a proteger mi fe. Satanás la envuelve entre sus roscas para ahogarla. Satanás ha separado su boca de serpiente de la carne del hombre porque Tú le has arrebatado esta presa, pero ahora ha clavado sus dientes venenosos en la carne de mi corazón y me paraliza sus latidos y me quita su fuerza y su calor. ¡Dios, Dios, Dios! ¡No permitas que desconfíe yo! ¡No permitas que la duda me hiele! ¡No permitas a Satanás que me lleve a la desesperación! ¡Hijo, Hijo! Introdúceme tu mano en mi corazón: alejará a Satanás. Introdúcela en mi cabeza: le devolverá la luz. Santifica con una caricia mis labios para que fuertes digan: «Creo» aun contra todo un mundo que no cree. ■ ¡Oh, qué dolor es no creer! ¡Padre! Mucho hay que perdonar a quien no cree. Porque cuando ya no se cree… cuando ya no se cree… fácil es cualquier error. Lo digo… porque estoy probando este tormento. Padre, ¡piedad de los que no tienen fe! ¡Dales, Padre santo, dales, por esta Hostia sacrificada y por mí, hostia que aún se sacrifica, tu Fe a los sin fe!”. ■ Un prolongado silencio. Nicodemo y José hacen la señal a Juan y Magdalena. Ésta dice: “Ven, Madre”, y trata de retirar a María de su Hijo y de separar los dedos de Jesús entrelazados entre los de María que, llorando, los besa. María se endereza. Es majestuosa. Extiende una vez más los pobres dedos desangrados, coloca la mano inerte junto al Cuerpo. Después baja los brazos y, bien erguida, con la cabeza ligeramente hacia atrás, ora y ofrece. No se oye ninguna palabra, pero por el aspecto se comprende que ora. Es en verdad la Sacerdotisa en el altar, la Sacerdotisa en el momento de la oblación. “Offerimus praeclarae majestati tuae de tuis donis, ac datis, hostiam puram, hostiam sanctam, hostiam immaculatam…” (7). ■ Luego se vuelve: “Hacedlo. Pero Él resucitará. Inútilmente desconfiáis de mis palabras y no abrís los ojos a la verdad que Él os dijo. Inútilmente trata Satanás de poner asechanzas a mi fe. Para redimir el mundo es necesario aun la tortura que Satanás vencido atormenta mi corazón. La sufro y la ofrezco por los que vendrán. ¡Adiós, Hijo! ¡Adiós, amado mío! ¡Adiós, Niño mío! Adiós… Adiós… Santo… Bueno… Amadísimo… Hermosura… Alegría… Fuente de salud… Adiós… Mi beso…  Mi beso… Mi beso… sobre tus ojos… en tus labios… en tus cabellos de oro… en tus miembros helados… en tu corazón atravesado… ¡oh! ¡en tu corazón atravesado!… ¡Adiós, adiós!… ¡Señor, piedad de mí!”. (Escrito el 4 de Octubre de 1944).

* Embalsamiento.- ■ Los dos preparadores han terminado de disponer las vendas. Se acercan a la mesa, desnudan completamente a Jesús. Pasan rápidamente una esponja —me parece; o trapos de lino— por los miembros (es una muy apresurada preparación de los miembros, que gotean por todas partes). Después untan de ungüentos todo el cuerpo, que queda cubierto completamente bajo una capa gruesa de ungüento. Primero, levantaron el Cuerpo. Han limpiado la mesa de piedra. En ésta han puesto la Sábana, que cuelga por más de su mitad por la cabecera del lecho. Han colocado el cuerpo apoyado sobre el pecho y han untado todo el torso, las costillas, las piernas, toda la parte posterior. Luego con mucho cuidado le han dado la vuelta, procurando que no se desprendiera la pomada de los aromas. Ungen ahora por la parte anterior: primero el tronco; luego los miembros (primero los pies; por último, las manos que han unido encima del bajo vientre). La mezcla de los aromas debe ser pegajosa, como goma, porque veo que las manos han quedado fijas, mientras que antes siempre resbalaban por su peso de miembros muertos. Los pies no: conservan su posición: uno más derecho, el otro más extendido. Por último, la cabeza: la untan cuidadosamente de modo que el semblante desaparece bajo la capa del ungüento; después para mantener la boca cerrada, la han atado con la venda que faja el mentón. María gime. Luego levantan la sábana por el lado que recaía y la pliegan sobre Jesús, que desaparece bajo su grueso lienzo.  ■ Jesús no es ahora más que una forma cubierta por un lienzo. José procura que todo esté en su lugar y todavía pone sobre el Rostro un sudario de lino; y otros paños, semejantes a cortas y anchas tiras rectangulares, que pasan de derecha a izquierda, sobre el Cuerpo, que sujetan la sábana bien adherida al cuerpo: no es la típica envoltura que se ve en las momias; ni tampoco ha sido envuelto como lo fue Lázaro. Jesús no se ve más. Sus formas desaparecen bajo los lienzos de lino. Parece un montón grueso de tela, más estrecho en los extremos, más ancho en el centro, apoyado sobre el gris de la piedra. María llora más fuerte. (Escrito el 19 de Febrero de 1944).

* En mi Pasión fui tentado una sola vez. Mi Madre, la Mujer, expió por la mujer, culpable de todos los males, muchas veces. Satanás con centuplicada ferocidad atacó a la Vencedora… La Redención la terminó mi Madre”.- ■ Dice Jesús: “Y el tormento continuó con asaltos periódicos hasta el alba del domingo. En mi Pasión fui tentado una sola vez. Pero mi Madre, la Mujer, expió por la mujer, culpable de todos los males, muchas veces. Satanás con centuplicada ferocidad atacó a la Vencedora. Ella le había vencido (8). La atacó con una terrible tentación, tentación en la carne de la Madre; tentación en el corazón de la Madre; tentación al espíritu de la Madre. Todos creen que la redención terminó con mi último aliento. No. La terminó mi Madre, añadiendo su triple tortura para redimir la triple concupiscencia, luchando por tres días contra Satanás que quería que dudase de mi palabra, que no creyese en mi resurrección. ■ María fue la única que continuó creyendo. Grande y bienaventurada fue por esa fe. También esto he querido enseñarte. El tormento que sale al encuentro de mi tormento en Getsemaní. El mundo no comprenderá esta página, pero «los que están en el mundo sin ser de él» la comprenderán y amarán a la Dolorosa. Por esto te concedí esta visión. Quédate en paz con nuestra bendición”.  (Escrito el 4 de Octubre de 1944).
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1 Nota : Cfr. Mt. 27,59-61; Mc. 15,46-47; Lc. 23,53-55; Ju. 19,39-42. 2 Nota : Terrible angustia espiritual y lamentaciones de María Virgen.- Que la Virgen María, verdadera Madre de Jesús, Copartícipe de su destino, y dotada de un genio oriental, se haya angustiado y lamentado según la costumbre de su tiempo y lugar, pero con dignidad, es cosa que puede creerse y probarse. Cfr. Lc. 23,27 y la antífona del Breviario Romano en las Laudes del Sábado Santo: “Las mujeres ansiosas y llorosas se lamentaban junto al Monumento”. Si alguien se extrañase del contenido y de la manera de las Lamentaciones de la Virgen, como aparecen en esta Obra, tenga en cuenta que está en perfectísimo acuerdo, como aseguran los Especialistas, con una larga tradición homilética e himnográfica oriental, siríaca y griega (Cfr. Efrem. S. 4º: Anfiloquio de Iconio; el Romano Cantor, S. VI), que culmina en el s. VII con el “Llanto de la Virgen”, que nos legó S. Germano, patriarca de Constantinopla, donde hay semejantes o idénticas formas de lamentos (teológicas; consideraciones sobre el pasado y presente, la bondad, maldad, etcétera…) y muy similares si no ya idénticas expresiones (dulces, fuertes, terribles).   3 Nota :  Parto virginal de María.- “Su Sangre no contamina. No me contaminé al engendrarlo”.- Cfr. Lev. 12,1-8. Sin embargo la Virgen no se contaminó ya que el Amor divino la fecundó (Cfr. Mt. 1,18-23; Lc. 1,26-38. Símbolo Niceno Constantinopolitano). Amor del todo sobrenatural y espiritual, y no un amor humano, natural y sensible, porque dio a luz sobrenatural y milagrosamente a Jesús, como en el Prefacio a la Virgen de la liturgia romana se lee: “Y la gloria de la Virginidad, permanente, dio a luz para el mundo a Jesús, nuestro Señor, Luz eterna”. En otras palabras, Jesús nació, esto es, salió de María de la manera como entró y salió con las puertas cerradas del Cenáculo (Cfr. Ju. 20,19-29). Nada es imposible al poder del divino amor. Esto sucedió, sin embargo, no porque el concebir naturalmente y el engendrar intrínsecamente estén ligados al pecado, sino porque el Dios humanado debía ser concebido y nacer como Dios mismo, misteriosamente encarnado en una Mujer.   4  Nota  :  Dos Sábanas.- Según esta obra,  y parece muy razonable, hubo dos Sábanas: una para el descendimiento de la cruz, que no se le podía utilizar por la sangre, sudor, polvo; otra “limpia” para la sepultura. La segunda, “la limpia”, se conservaría en la Catedral de Turín; la primera, la del descendimiento, según el pensamiento de la Escritora de esta Obra, estaría escondida en el interior del Crucifijo llamado “El Rostro santo”, venerado en la catedral de Luca, pero cuando directamente se le preguntó, su respuesta fue negativa. Respecto a la Sábana Santa, Cfr. P. Scotti, A. Vaccari en Enciclopedia Católica, vol. 11, Ciudad del Vaticano, 1953, col. 692-697. En la colección 692 se lee: “Algunas telas conservadas en diversos lugares, quieren este honor (Compiege, Besançon, Cadouin, Bitonto etcétera…). Un buen análisis ha demostrado que la única Sábana que tenga serias probabilidades de ser la auténtica es la de Turín y que proviene de Lirey e Chamberry”. La presente Obra, según estudios y opinión del Prof. Lorenzo Ferri, habría dado nuevas pruebas a favor de tal autenticidad.   5  Nota  :  Cfr.  Sal.  21.   6  Nota  :  Cfr.  Is.  52,13-53,12.   7  Nota  :  “Ofrecemos a tu suprema majestad los dones que Tú mismo nos has dado, esto es, el sacrificio puro, santo e inmaculado…”.- Según las liturgias romana y ambrosiana, esta hermosa oración se dice después de la Consagración, en que se ofrece a la majestad del Padre su Hijo, antes de pedir la efusión del Espíritu Santo.   8   Nota   :  Cfr.  Gén. 3.
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10-611-104 (11-31-601).- Cierran el Sepulcro. Regreso al Cenáculo.
* Vuelve la angustia al dejar el Sepulcro. Toda la rebelión contenida durante 33 años contra la injusticia del mundo hacia su Hijo se agita en su corazón. Pero mansa, incluso en medio de ese dolor suyo que la hace delirar, ni maldice ni acomete. Solo pide ir donde Él está.- ■ José de Arimatea apaga una de las antorchas, da una última ojeada, y se dirige a la apertura del sepulcro, llevando encendida una antorcha. María se inclina una vez más para besar a su Hijo a través de los elementos que lo cubren. Y quisiera hacerlo dominando su dolor, conteniendo éste como forma de respeto al Cadáver, que, ya embalsamado, no le pertenece. Pero, cuando está cerca del rostro velado, no se domina y se sume en una nueva crisis de desolación… No sin dificultad la quitan. La alejan, con mayor dificultad aún, del lecho fúnebre. Ponen otra vez en su lugar las telas desordenadas, y, más en vilo que sujetándola, se llevan a la pobre Madre, que se aleja con la cara vuelta hacia atrás, para ver, para ver a su Jesús, que se queda solo en la oscuridad del sepulcro. ■Salen al huerto silencioso en medio de la luz vespertina. Ya la claridad que renació después de la tragedia del Gólgota vuelve a oscurecerse por la noche que desciende. Y allí, bajo los tupidos ramajes, aunque sin hojas todavía, donde apenas se ven los capullos de color blanco-rosado de los manzanos, (extrañamente retrasados en este huerto de José, mientras que en otras partes las flores están abiertas e incluso algunas muestran las minúsculas manzanitas), bajo esos tupidos ramajes, la penumbra es mayor que en otros lugares. Se corre la pesada piedra del sepulcro a su lugar. Largas ramas de un enmarañado rosal, que penden de lo alto de la gruta, parecen llamar a esa puerta de piedra y decir: «¿Por qué te cierras ante una madre que llora?». Y parecen verter también ellas lágrimas de sangre con sus pétalos rojos deshojados, con sus corolas que se extienden sobre la piedra oscura, con los botoncitos cerrados que golpean contra el cierre inexorable. ■ Pero pronto otra sangre humedecerá esa puerta sepulcral, y otro llanto. María, hasta ahora sujeta por Juan y sollozando, aunque bastante sosegada, se suelta ahora del apóstol y, emitiendo un grito que me imagino haya hecho temblar hasta las entrañas de los árboles, se arroja contra la puerta, se ase de donde puede de ella para empujarla. Se lastima dedos y uñas sin lograr algo y hasta hace palanca con la cabeza. Su gemido es el rugido de la leona que desfallece en los umbrales de la trampa donde han sido cogidos sus cachorros. Amorosa y feroz porque es madre. No se parece en nada a la dulce doncella nazaretana, a la bondadosa mujer hasta ahora conocida. Es la madre: solo y sencillamente la madre aferrada a su hijo con todas las fuerzas de su cuerpo y de su amor. Nadie más que Ella es la verdadera «dueña» de esa carne que Ella engendró, la única dueña después de Dios, y no quiere que se le arrebate su propiedad. Es la «reina» que defiende su corona, que es su hijo. ■ Toda la rebelión y las rebeliones que en treinta y tres años en cualquier otra mujer habría habido contra la injusticia del mundo hacia un hijo, todos los arrebatos santos y lícitos que cualquier otra madre habría manifestado durante aquellas últimas horas, para herir y matar con sus manos y sus dientes a los asesinos de su hijo; todas estas cosas que Ella, por amor al linaje humano, ha dominado siempre, ahora se agitan en su corazón, hierven en su sangre, pero, mansa incluso en medio de ese dolor suyo que la hace delirar, ni maldice ni acomete. Solo pide a la piedra que se haga a un lado, que le dé el paso, porque su lugar está allí dentro, donde Él está; solo pide a los hombres que, compadecidos de su amor, le obedezcan y le abran. Después de haber golpeado y ensangrentado con los labios y las manos la dura roca, se vuelve, se apoya con los brazos abiertos, agarrando todavía los dos bordes de la roca, y, terrible en su majestuosidad de Madre Dolorosa, ordena: “¡Abrid! ¿No queréis? Bueno. Aquí me quedo. ¿Dentro no? Entonces aquí afuera. Aquí está mi pan y mi lecho. Aquí mi lugar. No tengo otro domicilio. Ni quiero más. Idos vosotros. Regresad al mundo que es una pestilencia. Me quedo donde no hay codicia, ni olor a sangre”. Los demás compadecidos tratan de convencerla: “¡No puedes, Mujer!”. “¡No puedes, Madre!”. “¡No puedes, María, querida!”. Tratan de separarle las manos de la roca, atemorizados de aquellos ojos que desconocen, esos ojos duros, imperiosos, vidriosos, fosfóricos. ■ La imposición mal conviene a los mansos, y los humildes no saben insistir en la soberbia… Y enseguida cede en María la vehemencia de su ansia y el mandar imperioso. María vuelve a tener esa mirada dulce de paloma atormentada. Pierde esa imponencia del mandar: se inclina otra vez suplicante, y une las manos rogando: “¡Oh, dejadme! ¡Por vuestros muertos, por los vivos a los que amáis, piedad por una pobre madre!… Oíd… Oíd… mi corazón. Quiere paz para no tener este cruel palpitar. Allá arriba lo tuvo… El martillo hacía ¡pum, pum, pum!… y cada golpe hería a mi Niño… y se me clavaba en el cerebro y corazón… tenía la cabeza llena de esos golpes, y mi corazón palpitaba rápido al ritmo de ese ¡pum, pum, pum! descargado sobre las manos, sobre los pies de mi Jesús, de mi pequeño Jesús… ¡Mi Niño! ¡Mi Pequeñín!…”. Vuelve a Ella la anterior angustia que parecía haberse calmado después de su oración al Padre junto a la mesa de la unción. Lloran todos. Virgen: “No quiero oír gritos, ni golpes. El mundo está lleno de voces y ruidos. Cada voz me parece ese «horrible grito» que me ha petrificado la sangre en mis venas; cada ruido, el del martillo en los clavos. No quiero ver caras de hombres. Y el mundo está lleno de ellos… Hace casi doce horas que estoy viendo caras asesinas… Judas… los verdugos… los sacerdotes… los judíos… ¡Todos, todos unos asesinos! ¡Largo, largo!… No quiero ver a nadie… En cada hombre hay un lobo y una serpiente. Siento asco, siento miedo del hombre… Dejadme aquí, bajo estos árboles serenos, bajo esta hierba florida… Dentro de poco habrán salido las estrellas… Fueron siempre sus amigas y las mías… Ayer por la noche le acompañaron en su agonía solitaria… Conocen ellas tantas cosas… Vienen de Dios… ¡Oh, Dios, Dios!…”. Llora y se arrodilla. “Paz, Dios mío. ¡No me quedas más que Tú!”. ■ María de Alfeo: “Ven, hija. Dios te tranquilizará. Ven. Mañana es el sábado pascual. No podríamos venir a traerte alimentos”. Virgen: “¡No es necesario! ¡No es necesario! No quiero comida. ¡Quiero a mi Hijo! Se me quita el hambre con el dolor, la sed con mi llanto… Aquí… ¿Oís, cómo se queja ese autillo? Se queja conmigo, y dentro de poco llorarán los ruiseñores. Y mañana, cuando salga el sol, las calandrias y las currucas, y todos los pájaros que Él amaba. Las tórtolas vendrán conmigo a golpear esta piedra y a decir, sí, a decirle: «¡Levántate, amor mío, ven! Amor mío que estás en las hendiduras de la roca, en las grietas del despeñadero, déjame ver tu rostro, déjame escuchar tu voz» (1). ¡Aaaah, qué digo! ¡Ellos, también ellos, los torvos asesinos, se dirigieron a Él con palabras del Cántico! Sí, venid, hijas de Jerusalén, a ver a vuestro Rey con la diadema con que le coronó su patria en el día de sus bodas con la muerte, en el día de su triunfo de Redentor” (2). ■ María de Alfeo: “Mira, María, se acercan los guardias del Templo. Vámonos para que no te ofendan”. Virgen: “¿Los guardias? ¿Que me ofenden? No. Son unos cobardes. Lo son. Si, llevada de mi terrible dolor, los atacase, huirían como Satanás ante Dios. Pero me acuerdo de ser María… no les haré mal como lo merecerían. Seré buena… ni siquiera me verán. Y si me viesen y preguntasen: «¿Qué quieres?», les responderé: «La limosna de respirar el aire embalsamado que sale de esa hendidura». Les diré: «En nombre de vuestra madre». Todos han tenido una madre… aun el mismo ladrón compasivo lo dijo…”. María de Alfeo: “Pero éstos son peor que los bandoleros. Te insultarán”. Virgen: “¡Oh!… ¿Hay acaso un insulto que este día no haya yo saboreado?”.
* La Dolorosa comprende que debe volver para buscar a los apóstoles, a Iscariote… y guardar la fe de todos.- ■ Es la Magdalena la que encuentra la manera de doblegar a la Dolorosa para que obedezca. “Tú eres buena, santa. Crees, y eres fuerte. ¿Pero nosotros qué somos?… ¡Lo estás viendo! La mayor parte han huido; los que han quedado estamos aterrados. La duda, que ya nos muerde, nos haría ceder. Tú eres la Madre. Tienes no solo el deber y derecho sobre tu Hijo, sino también sobre lo que es de tu Hijo. Debes volver con nosotros, entre nosotros, para acogernos, asegurarnos, infundirnos tu fe. Tú lo has dicho, después de que justamente has reprochado nuestra pusilanimidad y falta de fe: «Más fácil le será a Él resucitar, si está libre de estas inútiles vendas». Y yo te lo digo: «Si nosotros logramos reunirnos en la fe en su Resurrección, resucitará antes. Le llamaremos con nuestro amor»… Madre, Madre de mi Salvador, regresa con nosotros, tú, amor de Dios, para darnos este amor tuyo. ¿Quieres que se pierda nuevamente la pobre María de Magdala que Él con tanta compasión salvó?”. Virgen: “No. Me lo reprocharía. Tienes razón. Debo volver… buscar a los apóstoles… a los discípulos… a los familiares… a todos… Decir… decir: creed. Decir: Él os perdona… ¿A quién ya se lo dije?  ¡Ah, a Iscariote!… Es necesario… sí,  es necesario buscarle también a él porque él es el mayor pecador…”. María se queda con la cabeza inclinada sobre el pecho. Tiembla como por repulsa y luego añade: “Juan: le buscarás. Me lo traerás. Debes hacerlo. Lo debo hacer, Padre. También esto hágase por la redención del linaje humano. Vámonos”. Se levantan. Salen del huerto semiobscuro. ■ Las guardias los ven salir sin decirles cosa alguna.
* De regreso al Cenáculo, lamento de la Virgen: “¿Qué motivo había para quitar la Vida al Vivo?”.- Invectiva contra Jerusalén. ■ El camino polvoriento y revuelto por la riada de gente que lo ha recorrido y batido con pies, piedras y garrotes, hace una curva alrededor del Calvario para llegar al camino principal que va paralelo a las murallas. Y aquí las huellas de lo que ha sucedido son aún más intensas. Dos veces María grita y se inclina para examinar bajo la poca luz el suelo, porque le ha parecido ver sangre y piensa que es de su Jesús. Pero solo son jirones de tela desgarrada (yo creo que con el jaleo de la fuga). El pequeño arroyo que corre a lo largo de este camino quedamente murmura en medio del gran silencio que lo envuelve todo. La ciudad, no viniendo de ella sino un profundo silencio, parece abandonada. Ahí está el puentecillo que conduce a la empinada vereda del Calvario. Y, frente al puente, la puerta Judiciaria. Antes de entrar por ella María se vuelve para mirar la cima del Calvario… y llora amargamente. Luego dice: “Vamos. Pero guiadme vosotros. No quiero ver ni Jerusalén, ni sus calles ni sus habitantes”. José de Arimatea: “Sí, sí. Démonos prisa. Van a cerrar las puertas y, ¿lo ves?, han reforzado la guardia en ellas. Roma teme alborotos”. ■ Virgen: “Tienes razón. ¡Jerusalén es una guarida de tigres! Es una tribu de asesinos. Una turba de depredadores; y estos usurpadores no solo alargan sus colmillos rapaces hacia las propiedades, sino también contra las vidas mismas. Hace treinta y dos años que acechan contra la vida de mi Niño… Apenas sabía decir «Mamá» y dar los primeros pasos, y reírse con sus pocos dientecitos entre sus labios de pálido coral, y ya vinieron a degollarle. Ahora dicen que había blasfemado y violado el sábado y que había incitado a la sublevación y ambicionado el trono y pecado con mujeres… Pero, en aquellos tiempos, ¿qué había hecho?, ¿qué blasfemia podía haber pronunciado, si apenas sabía llamar a su Madre?, ¿cómo podía violar la Ley, si Él, el eterno Inocente, era entonces también el inocente pequeñuelo del hombre?, ¿qué sublevación podía promover, si ni siquiera sabía tener un capricho? ¿A qué trono podía ambicionar? Tenía Él su trono en la Tierra y en el Cielo, y no pedía otros tronos: en el Cielo, el seno del Padre; en la Tierra mi seno. Jamás tuvo una mirada sexual, y podéis decirlo vosotras jóvenes y bellas. Pero en aquel tiempo, en aquel tiempo… su «sensualidad» estaba limitada a la necesidad de dormir y comer, y cortejaba, sí, cortejaba pero solo a mis tibios pechos, buscando poner encima la carita y dormir así; y cortejaba a mi romo pezón de donde brotaba mi amor transformado en leche… ¡oh Hijo mío!… ¡Y querían verte muerto! ¡Esto querían: quitarte la vida! Tu único tesoro.  La Madre al Hijo; el Hijo a la Madre para convertirnos en los más miserables y desgraciados del Universo. ¿Qué motivo había de quitar al Vivo la vida? ¿Por qué arrogaros el derecho de quitar esto que es la vida: bien de la flor y del animal, bien del hombre? Nada os pedía mi Jesús. No os pedía dinero, ni joyas, ni casas. Tenía una casa: pequeña y santa, y la había abandonado por amor a vosotros, hombres-hienas. Había renunciado por vosotros a aquello que hasta una cría de animal posee, y caminó pobre y solo por el mundo, sin tener siquiera el lecho que le había hecho el Justo, sin el pan tan siquiera que le hacía su Mamá; y dormía donde podía y comía donde podía sobre la hierba de los prados contemplando las estrellas; o en las casas de los buenos, como cualquier hijo de hombre.  Sentado a una mesa, o compartiendo con los pájaros de Dios los granos de trigo y el fruto de la zarza silvestre. Y no os pedía nada. Al contrario, os daba. Quería solo vida para dárosla con su palabra.  Mas vosotros, y tú Jerusalén, le quitasteis la vida. ¿Te has llenado de su Sangre y de su Carne? ¿Estás satisfecha? ¿O todavía no te llena, y quieres —tras vampiro y buitre, ¡hiena!— alimentarte de su cadáver, y, no satisfecha aún de insultos y tormentos, quieres todavía ensañarte y gozar arañando sus despojos y viendo otra vez sus contracciones musculares involuntarias, sus temblores, sus sollozos, sus convulsiones en mí: en mí que soy la Madre del Asesinado?”.
* De regreso al Cenáculo: incidente con el sanedrista Elquías.-Virgen: “¿Hemos llegado? ¿Por qué os detenéis? ¿Qué tiene que ver ese hombre con José? ¿Qué le dice?”. En efecto, uno de los escasos transeúntes ha parado a José y, en el silencio completo de la ciudad desierta, se oyen muy bien sus palabras: “Todos saben que entraste en la casa de Pilatos, profanador de la Ley. Darás cuenta de ello. ¡Se te prohíbe celebrar la Pascua! Estás contaminado”. José: “También tú, Elquías. ¡Me has tocado y estoy todo cubierto de la sangre del Mesías y de su  sudor mortal!”. Elquías: “¡Ay, horror! ¡Lejos! ¡Esa Sangre, lejos!”. José: “No tengas miedo. Ya te abandonó. Y te maldijo”. Elquías: “También tú estás maldecido. Y no vayas a pensar que ahora que andas del brazo con Pilatos vas a poder substraer el Cadáver. Ya hemos tomado nuestras medidas para esta jugada tuya”. Nicodemo se ha acercado lentamente mientras las mujeres se han detenido con Juan y se han pegado al fondo de un portal cerrado. José responde: “Ya lo hemos visto. ¡Cobardes! ¡Tenéis miedo hasta de un muerto! Pero de mi huerto y de mi sepulcro hago lo que yo creo conveniente”. Elquías: “Eso lo veremos”. José: “Lo veremos. Apelaré a Pilatos”. Elquías: “Sí. Fornica ahora con Roma”. Nicodemo da un paso adelante y dice: “Mejor con Roma que con el Demonio, como vosotros, ¡deicidas! ■ Y, oye, ¿me podrías decir cómo es que te has recobrado? Porque hace poco huías aterrorizado. ¿Se te está ya pasando? ¿No te es suficiente lo que te sucedió? ¿No se incendió una casa tuya? ¡Échate a temblar! El castigo no ha terminado. Es más, se acerca. Se cierne sobre tu cabeza como la Némesis de los paganos. Ni guardias ni sellos impedirán al Vengador levantarse y descargar su mano”. Elquías grita: “¡Maldito!”, y violentamente se vuelve y va a toparse con las mujeres. Comprende y pronuncia un soez insulto contra la Virgen. ■ Juan no dice ni una palabra. Pero, con un salto de pantera, se le echa encima y le arroja por tierra y, sujetándole con la rodilla y apretándole el cuello con las manos, le grita: “¡Pídele perdón o te estrangulo, demonio!”. Y no suelta a Elquías hasta que éste, oprimido y medio estrangulado por las manos de Juan, masculla: “Perdón”. Pero su grito atrae la patrulla. “¡Alto ahí! ¿Qué pasa? ¿Más alborotos? Quietos todos o sois muertos. ¿Quiénes sois?”. José: “José de Arimatea y Nicodemo, a quienes el Procónsul dio licencia de sepultar al Nazareno,  regresamos del sepulcro con su Madre, el hijo, familiares y amigos. Éste ofendió a su Madre y fue obligado a pedir perdón”. Oficial: “¿Eso solo? Debías haberlo degollado. Idos. ¡Soldados, arrestad a éste! ¿Qué otra cosa quieren estos vampiros? ¿Hasta el corazón de las madres? ¡Salve, judíos!”. Virgen: “¡Que horror! No son ya humanos… Juan, sé bueno con ellos. Ten presente el recuerdo de mi Jesús y de tu Jesús. Él predicó el perdón”. Juan: “Estás en lo cierto, Madre. Pero son unos criminales y no logro controlarme. Son unos sacrílegos. Te ofenden. Y esto no puedo permitirlo”.
* Son unos criminales y saben que lo son”.- Invectiva contra Jerusalén, desierta en esta hora: “Yo que soy la Madre de todos, debo afirmar que para mí, vuestra hija, habéis sido peores que padrastros”.-Virgen: “Son unos criminales, es verdad. Y saben que lo son. Mira cuán pocos hay por las calles. Y esos pocos cómo se escabullen furtivos. Después de su delito, los criminales tienen miedo. Verlos huir de ese modo, entrar en sus casas, cerrarse con pasadores por miedo, me causa horror. A todos los creo culpables del Deicidio. Mira, María, ese viejo. Ya se asoma a la tumba y, con todo —ahora que la luz de aquella puerta que se ha abierto le ilumina— me parece haberle visto desfilar acusando a mi Jesús, allí, en la cima del Calvario… Le llamaba ladrón… ¡Ladrón a mi Jesús!… Aquel jovencillo, casi niño todavía, lanzaba asquerosas blasfemias invocando que cayera sobre él su Sangre… ¡Oh infeliz!… ¿Y aquél hombre? Siendo tan musculoso y fuerte, ¿se habrá abstenido de golpearle? ¡Oh, no quiero ver! Mirad: encima del rostro que tienen resalta el rostro del alma y… y ya no tienen imagen de hombres, sino de demonios… Tan valientes contra Jesús cuando le llevaban atado, contra Él cuando le vieron crucificado… y ahora huyen, se esconden, se encierran en sus casas. Tienen miedo ¿De quién? De un muerto. Para ellos no es más que un muerto, porque niegan que sea Dios. ¿A quién tienen entonces miedo? ¿A qué cierran sus puertas? Al remordimiento. Al castigo. Pero nada sirve. El remordimiento está en vosotros. Y os seguirá para siempre. Y el castigo no es humano; de nada sirven cerraduras ni palos, ni puertas ni barrotes para defenderse de él. El castigo baja del Cielo, de Dios, que venga a su Hijo Inmolado, y atraviesa paredes y puertas, y con su llama celestial os marca para el castigo sobrenatural que os espera. El mundo irá al Mesías, al Hijo de Dios y mío. Irá a Aquel que vosotros habéis traspasado con clavos, pero vosotros seréis marcados para siempre, los Caínes de un Dios, marcados como el oprobio de la raza humana (3). ■ Yo que he nacido de vosotros, yo que soy Madre de todos, debo afirmar, que para mí, vuestra hija, habéis sido peores que padrastros, y que, en el inmenso número de mis hijos, vosotros sois los que más trabajo me costáis para acogeros, porque os habéis ensuciado con el crimen que habéis cometido contra mi Hijo. Y no queréis decir: «Eras el Mesías. Te reconocemos y te adoramos». Pero he ahí otra patrulla romana. El Amor no está ya en la Tierra. La Paz no existe entre los hombres. El Odio y la Guerra se agitan como esas antorchas humeantes. Los dominadores tienen miedo de la multitud desmandada. Saben por experiencia que cuando esa fiera que se llama hombre, ha saboreado sangre, se vuelve ávida de ferocidad… Pero no tengáis miedo a esos, que no son leones ni panteras reales, sino vilísimas hienas, que se lanzan sobre el inerme cordero pero tienen miedo del león armado de lanzas y autoridad. No tengáis miedo a estos viles chacales. Vuestro paso de hombres valientes los pone en fuga y el brillo de vuestras lanzas los hace más cobardes que conejos”.
* La Dolorosa quiere guardar todas las reliquias de su Hijo.-Virgen: “¡Esas lanzas! ¡Una de ellas ha abierto el corazón del Hijo mío! ¿Cuál de ellas? Verlas es sentir una flecha en mi corazón… Y sin embargo quisiera tenerlas entre mis manos que tiemblan, para ver cuál es la que todavía tiene huellas de sangre y decir: «¡Es ésta! ¡Dámela, soldado! Dala a una madre por amor a tu madre que está lejos… y yo rogaré por ella y por ti». Ningún soldado me la negaría, porque esos, hombres de guerra, fueron mejores durante la agonía de mi Hijo y mía. Oh, ¿por qué allá arriba no pensé en esto? Me sentía como si alguien me hubiera golpeado la cabeza. Yo la tenía atontada con esos golpes… ¡Oh, esos golpes! ¿Quién me hará que deje sentirlos aquí, en mi pobre cabeza? La lanza… ¡Cómo quisiera tenerla!…”. Juan: “Podemos buscarla, Madre. El centurión se mostró muy bueno con nosotros. Creo que no me la negará. Iremos mañana”. Virgen: “Sí, sí. Juan. Soy pobre. No tengo mucho dinero. Pero me despojaré hasta de lo último para comprarla… ¿Cómo no la pedí antes?”. María de Alfeo: “María amada, ninguno de nosotros se percató de esa herida… Cuando caíste en la cuenta de ella, los saldados ya se habían ido”. Virgen: “Es verdad… Estoy ofuscada por el dolor. ¿Y los vestidos? ¡No tengo nada de Él! Daría mi sangre por poseerlos…”.  María llora nuevamente desconsolada.
* En la casa del Cenáculo. La Virgen recuerda el encuentro con el traidor.Paroxismo en su congoja.- ■ De este modo llegan a la calle del Cenáculo. Y a tiempo, porque ya está agotada y camina verdaderamente a rastras, como una anciana decrépita. Y además lo manifiesta. La consuelan: “Un poco más. Ya llegamos”. Virgen: “¿Hemos llegado? ¿Tan corto ha sido el camino que esta mañana me pareció tan largo? ¿Esta mañana? ¿Fue esta mañana? ¿No hace más? ¿Cuántas horas o cuántos siglos han pasado desde que entré ayer tarde, y desde que salí esta mañana? ¿Soy de veras yo: la mujer cincuentona o una vieja cargada de años, una mujer de espaldas encorvadas y de cabeza cana? Me parece haber vivido todo el dolor del mundo y que éste pesa sobre mis espaldas, que se doblan bajo su peso. Cruz inmaterial, pero, ¡tan pesada…! De piedra. Una cruz tal vez más pesada que la de mi Jesús, porque yo cargo la mía y la suya con el recuerdo de su agonía y la realidad de la agonía mía. Vamos a entrar. Porque debemos entrar. Pero no es ningún consuelo; es un aumento de dolor. Por esa puerta entró mi Hijo para su última cena. Por ella salió para ir al encuentro de la muerte. Y se vio obligado a poner su pie, donde lo puso el traidor, que salió para llamar a los capturadores del Inocente. ■ Enfrente de aquella salida vi a Judas… ¡Vi a Judas! No le maldije. Le hablé con corazón de una madre adolorida. Angustiada por el Hijo bueno y por el hijo malo… ¡Vi a Judas! ¡Vi al Demonio en él! Yo —que siempre he tenido a Lucifer bajo mi calcañar y, mirando solo a Dios, jamás he bajado mis ojos para mirar a Satanás— conocí el rostro de Satanás al mirar a la cara del traidor. Hablé con el Demonio… Y huyó porque no soporta mi voz. ¿Le habrá dejado ya de modo que pueda hablar a ese muerto, y yo, la Madre, vuelva a concebirle con la Sangre de un Dios para darle a luz a la Gracia? Juan, júrame que le buscarás y que no serás cruel con él. No lo soy yo, que tendría derecho a serlo… ■ ¡Oh, dejadme entrar en esa sala donde mi Jesús cenó por última vez! Donde la voz de mi Niño pronunció en paz sus últimas palabras”. María de Alfeo: “Sí. Entraremos. Pero por ahora, mira, ven aquí, donde estuvimos ayer. Descansa. Despídete de José y Nicodemo que se retiran”. Virgen: “Sí. Hasta pronto. Os lo agradezco. Os bendigo”. María de Alfeo: “Pero ven, ven; ¡lo harás más cómodamente!”. Virgen: “No. Aquí. José… ¡Oh, no he conocido a nadie que lleve este nombre que no me haya amado!…”.  María de Alfeo prorrumpe en llanto. Virgen: “No llores… También José, tu hijo… Por amor, se equivocaba tu hijo. Quería darme una tranquilidad humana… ¡Pero hoy!… ¡Le he visto!… ¡Oh, todos los Josés son buenos con María!… José, te doy las gracias. Y también a ti, Nicodemo… Mi corazón se postra a vuestros pies cansados por el largo camino recorrido por Él… por darle los últimos honores… Yo solo puedo daros mi corazón; no tengo otra cosa… Y os lo doy, amigos leales de mi Hijo… y…  y perdonad, a una madre dolorida, las palabras que os he dicho en el sepulcro…”. Nicodemo contesta: “¡Oh, Santa! ¡Tú debes perdonarnos!”. José añade: “Cálmate ahora. Descánsate en tu fe. Mañana vendremos”. Nicodemo: “Sí. Vendremos. Estamos a tus órdenes”. La dueña de la casa objeta: “Mañana es sábado”. José: “El sábado ha muerto. Vendremos. Hasta pronto. El Señor esté con vosotros” y se van. ■ Las mujeres la invitan a retirarse: “Ven, María”. “Sí, Madre, ven”. Virgen: “No. Abrid. Me lo prometisteis hacerlo después de las despedidas. ¡Abrid esta puerta! No podéis cerrarla a una madre que quiere aspirar en el aire el olor del aliento, del cuerpo de su Niño. ¿No sabéis que yo fui quien le dio ese aliento y ese cuerpo? ¿Yo que le llevé nueve meses, que le di a luz, le di de mamar, le eduqué, le cuidé? Ese aliento es mío. Ese olor a cuerpo es mío. Es el mío, pero más hermoso en mi Jesús. Dejádmelo percibir una vez más”. María de Alfeo: “Así será, pero mañana. Ahora estás cansada. Ardes en fiebre. No puedes. Estás mal”. Virgen: “Sí, mal. Pero se debe a que tengo en los ojos la vista de su Sangre y en el olfato el olor de su Cuerpo llagado. Quiero ver la mesa donde vivo y sano se apoyó, que sienta el perfume de su cuerpo juvenil. ¡Abrid! ¡No me enterréis una tercera vez! Me lo ocultasteis bajo el aroma y la venda, luego me lo encerrasteis con una piedra. Ahora ¿por qué, por qué negar a una Madre que encuentre las últimas huellas de Él en el aliento que ha dejado detrás de esa puerta? Dejadme entrar. Buscaré por tierra, en la mesa, en el  asiento, la huella de sus pies, de sus manos. Y las besaré, las besaré hasta consumirme los labios. Buscaré… buscaré… tal vez encontraré un cabello de su rubia cabeza. Uno que no esté sucio de sangre. ¿Pero sabéis qué significa para una madre el cabello de un hijo suyo? Tú, María de Cleofás, tú, Salomé, sois madres. ¿No comprendéis? ■ ¡Juan, Juan, escúchame! Soy Madre para ti. Él así lo quiso. ¡Él! Me debes obedecer. ¡Abre! Te amo, Juan. Siempre te he amado pues le amabas. Te amaré mucho más todavía. Pero abre, abre te digo. ¿No quieres? ¿No quieres? ¡Ah, no tengo, pues, hijo! Jesús nada me negó. Porque era hijo. Tú niegas. No eres hijo. No comprendes mi dolor… Oh, Juan, perdona… Abre… No llores… abre… ¡Oh Jesús! ¡Jesús, escúchame!… tu espíritu obre un milagro. ¡Abre a tu pobrecita Mamá esta puerta que nadie quiere abrir! ¡Jesús, Jesús!”. María toca con los puños cerrados la puertecita, a esa puertecita que está muy bien cerrada. Está en un momento de paroxismo de su congoja. Hasta que se pone más pálida, y susurrando: “¡Oh, mi Jesús! ¡Voy! ¡Voy!”, se desploma sin fuerzas sobre los brazos de las mujeres que lloran, y que la sostienen para que no dé contra el suelo. La llevan a la habitación de enfrente. (Escrito el 28 de Marzo de 1945).
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1  Nota  : Cfr. Cant. 2,14.   2  Nota  : Cfr. Cant. 3,11.   3  Nota  : Cfr. Gén. 4,1-16.
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10-612-114 (11-32-610 ).- La noche del Viernes Santo.
*  Juan teme que la Virgen muera del dolor.- ■ La Virgen, auxiliada de las otras mujeres, vuelve en sí; su única fuerza consiste en  llorar y llorar. Parece como si su vida fuera a terminar en medio de ese llanto. Quieren que tome algo. Marta le ofrece un poco de vino, la dueña de casa un poco de miel, María de Alfeo, de rodillas, una taza de leche tibia y le dice: “Yo misma la ordeñé de la cabra de la pequeña Raquel” (será una hija de los que viven en esta casa de Lázaro, no sé si como inquilinos o guardas). Pero María no quiere nada. Solo llorar; y pedir y oír la promesa de que los apóstoles y discípulos serán buscados lo mismo que la lanza y los vestidos, y que, cuando sea de día —dado que ahora, de ninguna manera, quieren dejarla entrar— la dejarán entrar en la habitación del Cenáculo. Su cuñada le promete: “Sí, si te calmas un poco, si descansas un poco, te llevaré a esa habitación. Entraremos las dos, y de rodillas buscaré cualquier cosa de Jesús…” y María de Alfeo lanza un sollozo. “Fíjate. Aquí tienes la copa y el pan que Jesús partió, usado por Él para la Eucaristía. ¿Qué recuerdo mayor y más santo que éste? ¿Ves? Juan te los trajo ya desde esta mañana, para que los vieses esta noche… ■ Pobre Juan que está allí llorando y que tiene miedo…”. Virgen: “¿Miedo? ¿Por qué? Ven acá, Juan”. Juan sale de la sombra, porque en esta pequeña habitación hay solo una lamparita, puesta sobre la mesa, junto a los objetos de la Pasión. Se arrodilla a los pies de María que le acaricia y le pregunta: “¿Por qué tienes miedo?”. Y Juan, besándole las manos y llorando: “Porque estás mal. Tienes fiebre. Estás angustiada… Y no descansas. Si así sigues, te morirás como Él”. Virgen: “¡Ah, si fuese verdad!”. Juan: “¡No, Madre! ¡Mamá! ¡Oh!, es más dulce decir: «Mamá». Llamarte como a la mía. Permíteme que así te llame. Como no veo mucha diferencia entre mi madre y tú  —es más:  te amo más que a ella porque eres la Madre que Él me ha dado, y eres su Madre—  tú, no hagas demasiada diferencia entre el Hijo que tú engendraste y el hijo que  te ha sido dado… Y ámame un poco como amas a Él… Si fuera Él el que te dijese: «¡Tengo miedo de que te mueras!», ¿responderías: «¡Ah, si fuese verdad!»? No, no lo dirías. Es más, te dolería marcharte y dejarle a Él, a tu Cordero, en un mundo de lobos… ¿Y no te apenas por mí?… Soy mucho más cordero que Él: no porque yo sea bueno o puro, sino porque soy un tonto miedoso. Si faltas a tu pobre Juan, los lobos le destrozarán sin haber sabido dar un balido que hable de su Maestro… ¿Quieres que muera así, sin haberle servido? ¿Sin haber hecho nada durante mi vida? ¿Verdad que no? Entonces, Mamá, procura tranquilizarte… Por Él… ¡Oh!, ¿no dices que resucitará? Sí, así lo afirmas y es verdad. ¿Quieres que cuando Él venga encuentre sin ti la casa vacía? Porque seguro que vendrá aquí… ¡Pobre, pobre Jesús, si en lugar de tu grito maternal oyese los nuestros de congoja; si en lugar de encontrar tu pecho en el que reclinar su cabeza martirizada y gloriosa encontrase la piedra de tu sepulcro!… Debes vivir. Para que le saludes cuando vuelva… no digo a «nuestro amor» —nosotros somos dignos de todo reproche, por el modo con que nos hemos comportado— digo «a tu amor»”.
* Dinos, Madre de la Sabiduría ¿cómo será el encuentro?”.-  ■ Prosigue Juan: “Oh, ¿cómo será el encuentro? ¿Cómo será Él? Madre de la Sabiduría, Madre del tontísimo Juan, tú que sabes todo, dinos cómo será cuando aparezca resucitado”. Marta dice: “Lázaro tenía las heridas cerradas de las piernas, pero se veía las señales de las cicatrices. Apareció envuelto en vendas llenas de podredumbre”. Magdalena añade: “Tuvimos que lavarle y lavarle…”. Marta concluye: “Se sentía débil. Tuvimos que darle de comer por orden suya”. Juan dice: “El hijo de la viuda de Naím estaba como atolondrado, y parecía un niño incapaz de caminar y hablar con claridad; tanto fue así, que Él se lo devolvió a su madre para que le enseñara a usar de nuevo de las cosas buenas de la vida. Y Él mismo guió a la hija del Jairo cuando dio los primeros pasos…”. Magdalena dice: “Pienso que mi Señor nos enviará un ángel a anunciarnos: «Venid con vestidos limpios». Y mi amor los tiene preparados ya. Están en el palacio. No he podido tejerlos yo, pero se los di a tejer a mi nodriza, que vive ahora tranquila respecto a mi futuro, y no llora ya. Empleé el lino más precioso. Plautina me dio la púrpura. Noemí tejió su borde; yo hice el cinturón, la bolsa y el talet, bordándolos de noche para que nadie me viera. He aprendido de ti, Madre. No son perfectos, pero reciben su hermosura, más que de las perlas que forman su Nombre en el cinturón y en la bolsa, de mi llanto de amor y de mis besos: cada puntada es un latido de devoción por Él. Le llevaré esos vestidos. Me lo permitirás, ¿verdad?”. ■ Virgen: “¡Oh!… yo no creía que le fueran a despojar de sus vestidos… No estoy habituada a las costumbres del mundo y a su crueldad. Creía conocerlos ya… (y lágrimas corren por sus pálidas mejillas) pero me doy cuenta de que no sabía nada… Y pensaba: «Tendrá también después el vestido de su Mamá». ¡Le gustaba tanto…! Así lo había querido. Desde hacía tiempo lo había dicho: «Me harás un vestido así y así. Me lo llevarás para la Pascua… Porque Jerusalén me debe ver con vestido de púrpura de rey…». ¡Oh, esa lana, blanca como la nieve, mientras la tejía se ponía roja ante los ojos de Dios y míos, porque mi corazón recibió una nueva herida con aquellas palabras!… Las otras heridas, después de años y meses, habían dejado de rezumar sangre, aunque no se hubieran cerrado. ¡Pero ésta! Cada día, cada hora me removía la espada en el corazón: «¡Un día menos! ¡Una hora menos! ¡Y luego morirá!». ¡Oh, oh!… Y el hilado en el huso o en el telar se me volvía rojo… Se le introdujo en la tintura para que estuviese perfecto… pero estaba ya rojo…”. María nuevamente llora. Tratan de consolarla hablándole de la Resurrección. Susana le pregunta: “¿Qué dices tú? ¿Cómo será, ya resucitado? ¿Cómo resucitará?”. La Virgen sin saber qué decir, ciega en esta hora de martirio redentor, responde: “¡No sé!… ¡No sé nada!… ¡Fuera de que Él está muerto!…”. ■ Rompe otra vez a llorar, violentamente, y besa el velo que cubría las caderas de su Hijo, y lo aprieta contra su corazón y lo acuna como si de un niño se tratara… Y toca los clavos, las espinas, la esponja, y grita: “¡Esto! ¡Esto fue lo que ha sabido darte tu pueblo! ¡Hierro, espinas, vinagre, hiel! Insultos, insultos, insultos. Y de entre todos los hijos de Israel fue necesario buscar a uno de Cirene que te llevase la cruz. A ese hombre le amo como si fuera esposo. Si supiera de algún otro que hubiera ayudado a mi Niño le besaría los pies. Pero nadie tuvo piedad. ¡Salid! ¡Idos! ¡Veros a vosotros también me causa dolor! ¿Por qué entre todos, entre todos, no supisteis hacer que por lo menos su tortura no hubiera sido tan grande? Siervos inútiles y perezosos de vuestro Rey, ¡salid!”. Infunde temor. De pie, derecha, parece hasta más alta. Con ojos imperiosos, el brazo extendido señala la puerta. Manda como una reina en su trono.  Salen todos sin reaccionar para no intranquilizarla más y se sientan fuera de la puerta cerrada, escuchando sus gemidos, y cualquier ruido que haga. Pero, fuera del ruido de correr la silla hacia un lado, y de sus rodillas contra el suelo, porque se ha arrodillado con la cabeza contra la mesa, en la que están los objetos de la Pasión, no oyen otra cosa más que un llanto continuo, desconsolado. ■ Dice en voz tan baja, que los que están afuera no pueden escuchar: “¡Padre, Padre, perdono! Me hago soberbia y mala. Pero Tú lo ves. Es verdad lo que digo. Eran multitudes a su alrededor. Toda Palestina, durante estas fiestas, está entre las murallas santas… ¿Santas? No. Ya no son santas… lo sería si hubiera Él muerto en medio de ellas. Pero Jerusalén le ha expulsado como hubiera sido un vómito (1). Por tanto, en Jerusalén está presente solo el Delito… Y bien: de todo este pueblo que le seguía, ni siquiera ha podido reunirse  un puñado de gente que mostrase valor, no digo ya para salvarle —debía morir para redimir— pero sí para que muriera sin tantos tormentos. Estuvieron a la sombra o bien huyeron… Mi corazón se rebela contra tanta cobardía. Soy su Madre. Por esto perdona mi pecado de dureza soberbia…”, y llora…
* Noticias alarmantes.- Entereza de María Magdalena.- La Dolorosa ora… .- ■ …Afuera los otros están como en ascuas y por varias razones. Vuelve a entrar el dueño de la casa, que había salido a curiosear, y trae noticias alarmantes. Se dice que murieron muchos en el terremoto, que hubo heridos entre los seguidores del Nazareno y los judíos; que muchos han sido arrestados y que habrá  nuevas ejecuciones por rebelión y amenazas contra Roma; que Pilatos ha ordenado la detención de todos los seguidores del Nazareno y de los jefes del Sanedrín presentes en la ciudad o que hayan huido por Palestina; que Juana está muriéndose en su palacio; que Mannaén ha sido arrestado por Herodes por haberle reprochado en plena corte su complicidad en el Crimen. En una palabra todo un  montón de noticias terribles… ■ Las mujeres lloran, no por miedo de sus personas, sino por sus hijos y maridos. Susana piensa en su esposo, conocido como uno de los seguidores de Jesús en Galilea. María de Zebedeo piensa en el suyo que se hospeda en casa de un amigo, y en su hijo Santiago, de quien desde la noche anterior no tiene noticia alguna. Marta entre los sollozos dice: “¡Habrán ido ya a Betania! ¿Quién no sabe que Lázaro es partidario del Maestro?”. María Salomé le replica: “¡Roma le protege!”. Marta:  “¿Protegido? ¡Quién lo sabe! ¡Con el odio que le tienen los jefes de Israel y las acusaciones que podrán haber aducido ante Pilatos!… ¡Oh, Dios!”, y se lleva las manos a la cabeza y grita: “¡Las armas! ¡Las armas! ¡La casa está llena de ellas… y también el palacio! ¡Lo sé! Esta mañana, al amanecer, vino Leví, el guarda, y me dijo… ¡Pero también tú lo sabes! Y se lo dijiste en el Calvario a los judíos… ¡Necia! ¡Entregaste en esas crueles manos el arma para matar a Lázaro!…”. Magdalena: “Lo dije, sí. Dije la verdad sin saberlo. Pero cállate, ¡espantada gallina! Lo que dije da completa seguridad a Lázaro. Tendrán mucho cuidado en no aventurarse a buscar donde saben que hay gente armada. ¡Son unos cobardes!”. Marta: “Los judíos, sí; pero los romanos, no”. Magdalena: “No temo a Roma. Es justa y moderada en sus órdenes”. Juan dice: “María tiene razón. Longinos me dijo: «Espero que os dejarán tranquilos, pero si no fuera así, ven a verme, o manda a decir al Pretorio. Pilatos es bueno con los seguidores del Nazareno. También lo fue para con Él. Os defenderemos»”. María de Alfeo: “Pero, ¿si los judíos actúan por su cuenta? Ayer anoche fueron ellos los que capturaron a Jesús. Y, si dicen que somos unos profanadores, tiene derecho a prendernos. ¡Oh, mis hijos! ¡Tengo cuatro! ¿Dónde estarán José y Simón? Estuvieron en el Calvario y luego se bajaron cuando Juana ya no podía resistir más. Por ayudar y defender a las mujeres. Ellos, los pastores, Alfeo… ¡Todos! ¡Oh, seguro que ya los han matado! ¿Has oído que Juana está agonizando? Debieron haberla herido. Y ellos, antes de que la plebe pudiera haberla herido, tuvieron que defenderla, y murieron en la lucha… ¿Y Judas y Santiago? ¡Mi pequeño Judas! ¡Mi tesoro! ¿Y Santiago, dulce como una muchacha? ¡Oh, no tengo ya hijos! Como la madre de los jóvenes Macabeos (2) me encuentro yo…”.  ■ Todas lloran sin consuelo. Todas menos la dueña de la casa que ha ido a buscar un escondite para su marido; y María Magdalena, cuyos ojos en lugar de lágrimas despiden fuego, volviendo a ser la mujer valerosa de otros tiempos. No habla, pero atraviesa con su mirada a sus abatidas compañeras, y en ella puede leerse la palabra: “¡Pusilánimes!”. Así pasa el tiempo… ■ De vez en cuando alguien se levanta, abre despacio la puerta de la habitación, echa una ojeada, vuelve a cerrar. Los otros preguntan: “¿Qué hace?”. Y la persona que ha mirado, responde: “Continúa de rodillas. Ora”, o: “Parece como si hablara con alguien”, o también: “Se ha puesto de pie y gesticula caminando a un lado y a otro de la habitación”. (Escrito el 29 de Marzo de 1945).
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1  Nota  : Lev. 16; Hebr. 13,10-13.   2  Nota  : “jóvenes macabeos”, cuyo sacrificio está narrado en 2 Macabeos  7.
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10-612-119 (11-33-614).- Noche del Viernes Santo. Lamento de la Virgen: al recuerdo del Nombre de Jesús, de su Infancia y de su Pasión, y del abandono del Padre. Pide a Jesús una señal.
* Lamento al recuerdo del Nombre de Jesús.- ■ Virgen: “Jesús, Jesús, ¿dónde estás? ¿Me oyes todavía? ¿Oyes a tu pobrecita Mamá que grita, ahora,  tu Nombre santo y bendito, después de haberlo llevado en el corazón durante tantas horas? Tu Nombre santo, que ha sido mi amor, el amor de mis labios, que sentían el sabor de miel al pronunciarlo; de mis labios, que ahora, por el contrario, diciéndolo parecen beber el amargor que te quedó en los labios, el amargor de la atroz mezcla. Tu Nombre, amor de mi corazón que se hinchaba de alegría cuando yo lo pronunciaba, de igual manera que se había dilatado para dar su sangre, acogerte y vestirte con ella, cuando bajaste a mí desde el Cielo, tan pequeño, tan minúsculo, que habrías podido posarte en el cáliz de la menta silvestre; Tú, tan grande, Tú, el Poderoso, anonadado en una semilla de hombre por la salvación del mundo. Tu Nombre, ahora dolor de mi corazón, porque te han arrancado de las caricias que te daba Mamá, para echarte en los brazos de los verdugos, que te han atormentado hasta hacerte morir. Tengo el corazón triturado por este Nombre tuyo que he tenido que encerrar dentro de mí durante tantas horas, y cuyo grito crecía según crecía tu dolor, hasta quedar hecho trozos como cosa aplastada bajo el pie de un gigante: ¡oh, sí, que mi dolor es gigantesco y me aplasta y me tritura y no hay nada que pueda aliviarlo! ¿A quién le digo tu Nombre? Ninguna cosa responde a mi grito. Aun cuando gritase hasta romper la piedra que sirve de puerta a tu sepulcro, no lo oirías, porque estás muerto. ¿No oyes a tu Mamá? ■ ¡Cuántas veces, en estos treinta y cuatro años (1), te he llamado, Hijo! Desde que supe que debería ser Madre y que mi pequeñín sería llamado «¡Jesús!». Todavía no habías nacido y yo, al acariciar mi seno, donde crecías, te llamaba en voz baja: «¡Jesús!», y me parecía que te movías para contestarme: «¡Mamá!». Te daba ya una voz, ya soñaba tu voz; la oía antes de que nacieses. Y cuando la oí, delicada como la de un corderito recién nacido, temblar en la fría noche en que naciste, experimenté el abismo de la alegría… y creí haber probado el abismo del dolor, porque era el llanto de mi Hijo que tenía frío, que estaba mal, y que lloraba por primera vez como Redentor y yo no tenía fuego, ni cuna, ni podía sufrir en vez de Ti, Jesús. No tenía más que mi seno por fuego y almohada, y mi amor para adorarte, Hijo mío santo. Creía haber conocido el abismo del dolor… Pero era su amanecer, era el principio de ese dolor. Ahora es el mediodía, ahora es el fondo. Éste es el abismo, éste que toco ahora, después de haberme descendido a él durante los treinta y cuatro años, empujada por muchas cosas, y postrada hoy en la cima de tu cruz. ■ Cuando eras pequeño, te arrullaba cantando: «¡Jesús, Jesús!». Qué armonía más santa y bella que este Nombre, que hace sonreír a los ángeles en el Cielo. Para mí tu Nombre era más bello que el canto, ¡tan dulce!, de los ángeles de la noche de tu Nacimiento. Veía dentro de él el Cielo, todo el Cielo veía a través de tu Nombre. Y ahora al llamarte con Él, ahora que estás muerto y no me oyes, ni me respondes como si nunca hubieras existido, veo el Infierno. Todo el Infierno. Y también comprendo lo que significa ser condenado. Significa no poder decir más: «¡Jesús!».  ¡Horror! ¡Horror! ¡Horror!…” ( 2).
* Lamento al recuerdo de la Infancia de Jesús y de la Pasión de Jesús.-Virgen: “¿Cuánto durará este infierno para tu Mamá? Tú dijiste: «Dentro de tres días reedificaré este Templo». Hasta me repito a mí misma estas palabras tuyas, para no caer muerta, para estar preparada para saludarte a tu regreso y para seguir sirviéndote… Pero ¿cómo resistiré el saber que estás muerto durante tres días? ¿Tres días en la muerte, Tú, Tú, Vida mía?  Pero, ¡cómo! Tú que todo lo sabes, pues eres la Sabiduría infinita, ¿no conoces el dolor agudísimo de tu Mamá? ¿No puedes imaginártelo, recordando cuando te perdí en Jerusalén, y Tú me viste abrirme paso entre la gente que te rodeaba, con rostro de una náufraga que toca la costa después de haber luchado con las olas y con la muerte; con el rostro de una que saliera de una tortura, encadenada, sin sangre, envejecida, despedazada? Entonces podía imaginar que estabas tan solo perdido. Podía engañarme a mí misma que era así. Hoy no. Hoy no. Sé que estás muerto. No es posible engañarme más. He visto que te mataban. Mira: aunque el dolor me hiciera perder la memoria, aquí está tu Sangre, sobre mi velo, que me dice: «¡Ha muerto! ¡No le queda más sangre! ¡Ésta fue la última que brotó de su Corazón!». ¡De su Corazón! Del corazón de mi Niño. ¡De mi Hijo! ¡De mi Jesús! ¡Oh Dios! Dios piadoso, no dejes que me acuerde de que le abrieron el Corazón… ■ Jesús, no puedo estar aquí sola, mientras Tú estás solo allí. A mí que nunca me gustaron los caminos del mundo y las multitudes, lo sabes bien, desde que dejaste Nazaret te he seguido para no vivir lejos de Ti. Hice frente a la curiosidad y a los insultos. No enumero las fatigas porque desaparecían al volverte a ver, porque quería estar donde estabas. Y ahora estoy aquí sola. Y Tú estás allí solo. ¿Por qué no me dejaron en tu sepulcro? Me hubiera sentado cerca de tu helado lecho. Tomándote una mano entre la mía, para hacerte sentir que estaba yo cerca… No, para sentir que Tú estabas cerca de mí. Tú no sientes más. ¡Estás muerto! ■ Cuántas noches pasé junto a tu cuna, orando, amando, sintiéndome feliz de Ti. ¿Quieres que te diga cómo dormías, con los puñitos cerrados como dos capullos de flor juntos a tu carita santa? ¿Quieres que te diga cómo sonreías en el sueño y —sin duda, acordándote de la leche de tu Mamá— cómo, durmiendo, hacías el gesto de mamar con tus labios? ¿Quieres que te diga cómo te despertabas y abrías los ojitos y reías al verme inclinada sobre tu cara y tendías tus manitas con alegría impaciente para que te tomase en brazos y, con un  gritito dulce como el trino de una curruca, pedías tu alimento? ¡Oh, sí me sentía yo feliz cuando tomabas mi pecho y sentía el calor tibio de tu mejilla lisa, las caricias de tus manecitas, en mi pecho! No podías estar sin tu Mamá. ¡Y ahora estás solo! Perdóname, Hijo, por haberte dejado solo. Por no haberme rebelado por primera vez en mi vida y por no estar allá. Es mi lugar. Me sentiría menos desamparada, si me hubiera quedado cerca de tu fúnebre lecho, colocándote y cambiando, como en otro tiempo, las vendas… Aunque no me hubieses podido sonreírme ni hablarme, a mí me habría parecido tenerte de nuevo como cuando eras pequeño. Te tomaría sobre mi pecho, para que no sintieras el frío de la piedra, la dureza del mármol. ¿No he tenido también hoy? El regazo de una madre es siempre capaz de acoger al hijo, aun cuando sea adulto. El hijo es siempre un niño para su madre, aunque haya sido bajado de una cruz y esté cubierto de llagas y heridas. ■ ¡Cuántas! ¡Cuántas heridas! ¡Cuánto dolor! ¡Oh, mi Jesús, mi Jesús herido! ¡Tan herido! ¡Muerto de este modo! No, no. ¡Señor, no! ¡No puede ser verdad! ¡Estoy loca! ¿Muerto Jesús? Deliro. No puede morir. Sufrir, sí. Morir, no. ¡Él es la Vida! ¡Es el Hijo de Dios! Y Dios no muere. ¿No muere? ¿Y entonces por qué se llamó: «Jesús»? ¿Qué quiere decir «Jesús»? Quiere decir… ¡Oh, quiere decir: «Salvador»! ¡Ha muerto! Ha muerto, porque es el Salvador. Tuvo que salvar a todos, perdiéndose a Sí mismo… No deliro, no. No estoy loca, no. ¡Si lo estuviera sufriría menos! Él está muerto. Aquí está su Sangre. Aquí su corona. Aquí los tres clavos. ¡Con éstos, con éstos, me lo han traspasado! Mirad, ¡oh hombres!, con qué habéis atravesado a Dios, a mi Hijo. Os debo perdonar. Os debo amar. Porque Él os ha perdonado, porque Él me ha dicho que os ame. ■ Me ha hecho vuestra Madre. ¡Madre de los asesinos de mi Hijo! Una de sus últimas palabras, luchando contra el estertor de la agonía… «Madre, he aquí a tu hijo… a tus hijos». Aunque yo no fuera «la que obedece», hoy habría debido obedecer, porque fue la orden de un moribundo. Sí, Jesús, yo perdono, yo los amo. ¡Ah, se me rompe el corazón al perdonar, al amar! ¿Me oyes que los perdono y que los amo? Ruego por ellos. Mira, ruego por ellos… Cierro los ojos para no ver estos objetos con que te torturaron, para poder perdonarlos, amarlos para poder rogar por ellos. Cada clavo sirve para crucificar mi voluntad de no perdonar, de no amar, de no rogar por tus verdugos. ■ Debo, quiero pensar que estoy al pie de tu cuna. Entonces rogaba también por los hombres. Pero en aquellos momentos era cosa fácil. Tú estabas vivo, y yo, aun cuando imaginaba que los hombres podían ser crueles, jamás logré pensar que ellos, a quienes hiciste bien a manos llenas, pudieran serlo tanto contigo. Oraba, convencida que tu Palabra los haría buenos. En mi corazón, mirándolos, les decía: «ahora sois malos, estáis enfermos, hermanos. Pero dentro de poco Él os hablará, dentro de poco vencerá en vosotros a Satanás, y os dará la vida que habéis perdido». ¡La vida perdida! Tú, Tú, Tú has perdido la vida por ellos. ¡Jesús mío!  Si cuando estabas en pañales hubiese podido prever el horror de este día, mi dulce leche se hubiera cambiado en veneno por el dolor. Simeón había dicho: «Una espada atravesará tu corazón». ¿Una espada? ¡Un sinfín de ellas! ¡Cuántas heridas te han hecho, Hijo! ¡Cuántos gritos de dolor lanzaste! ¡Cuántas convulsiones dolorosas! ¡Cuántas gotas de sangre derramaste! Pues bien, cada una ha sido para mí una espada. Soy como una selva de espadas. En Ti no hay lugar donde tu piel no haya recibido un golpe. En mí no hay lugar que no haya sido atravesado. Las espadas me traspasan el cuerpo y llegan hasta el corazón. ■ Cuando esperaba tu nacimiento, te preparaba los pañales y las fajas, hilando el hilo más suave de la tierra. Jamás me puse a pensar en el precio, para tejerte lo más delicado. Qué bello eras con las fajas que te hacía tu Mamá. Todos me decían: «¡Oye, tu Niño es hermoso!». ¡Eras bello! Por encima del lino blanco asomaba tu cabecita rosada. Tenías dos ojitos más azules que el cielo, y la cabecita parecía —de tan rubio y esponjoso que tenías tu pelito— estar envuelta en una niebla de oro. Se parecían a la flor del almendro recién abierta. Creían que te perfumaba. No. Mi tesoro tenía solo el perfume de las fajas lavadas por su Mamá, caldeados en su corazón, besados con sus labios. Jamás me cansé de trabajar para Ti. ¿Y ahora? No tengo nada que hacer por Ti. Hace tres años que te ausentaste de casa, pero seguías siendo el objeto de mis días. Pensar en Ti, en tus vestidos, en tu comida: amasar la harina y hacer pan, cuidar las abejas para hacerte la miel, cuidar de los árboles para que te dieran fruta. ■ ¡Cuánto te gustaban las cosas que te llevaba la Mamá! Ninguna comida de rica mesa, ningún vestido de tela preciosa, eran para Ti como mis tejidos, mis comidas, mis cuidados, todo lo que se hacía con las manos de tu Madre. Cuando iba donde Tú estabas, mirabas enseguida mis manos, como cuando eras pequeño y yo y José te ofrecíamos nuestros pobres regalos, para mostrar que eres nuestro Rey. Jamás fuiste goloso, Niño mío. Amor era lo que buscabas. También ahora lo encontrabas, lo buscabas, ¡pobre Hijo mío, a quien el mundo amó tan poco! Ahora ya nada. Todo está terminado. Mamá no hará ninguna otra cosa por Ti. No tienes más necesidad… Ahora estás solo… También yo… ¡Oh feliz José, que no vio este día! ¡Ojalá tampoco yo hubiera estado! Pero, ¡entonces no habrías tenido ni siquiera el consuelo de ver a tu pobrecita Mamá! Hubieras estado solo en la cruz como lo estás ahora en el sepulcro. Solo con tus heridas. ¡Oh Dios, Dios! ■ ¡Cuántas heridas tiene tu Hijo, mi Hijo! ¿Cómo pude verlas, sin morir, yo que me desmayaba cuando de pequeño te hacías mal? Una vez te caíste en el huerto de Nazaret y te heriste la frente. Pocas gotas de sangre. Pero yo —que me sentí morir al ver tus gotas de sangre en la circuncisión, tanto que José tuvo que sujetarme porque temblaba como uno que está por morir— sentí como si esa minúscula herida te hubiera de llevar a la muerte, y más con mis lágrimas que con el agua y el aceite, te la curé, y no me quedé tranquila hasta que dejó manar sangre. Otra vez estabas aprendiendo a trabajar y te heriste con la sierra. Fue una nada, pero para mí fue como si la sierra me hubiera serrado en dos. No pude tranquilizarme hasta que vi tu mano curada seis días después. ¿Y ahora? ¿Y ahora? Ahora tienes las manos, los pies, el costado abierto. Ahora tu cuerpo cae a pedazos y tienes el rostro golpeado, esa cara que no me atrevía a tocarla con mis besos; llagadas tienes la frente y la nuca. Y nadie te ha curado, nadie te ha consolado. ■ ¡Oh Dios, mira mi corazón, que me has herido en mi Hijo! ¡Míralo! ¿No está acaso llagado como el Cuerpo de mi Hijo y tuyo? Los azotes cayeron como granizada sobre mí, cuando Él era golpeado. ¿Qué es la distancia para el amor? ¡He padecido los tormentos de mi Hijo! ¡Ojalá los hubiese padecido yo sola! ¡Ojalá estuviese yo sobre la piedra sepulcral! Mírame, ¡oh Dios! ¿No gotea acaso sangre mi corazón? Mira la corona de las espinas. La siento. Es una corona que me aprieta y perfora. Mira el agujero de los clavos: tres puñales clavados en el corazón. ¡Oh, esos golpes! ¡Esos golpes! ¿Cómo no se desplomó el cielo ante aquellos golpes sacrílegos dados en la carne de un Dios? ¡Y no haber podido gritar! ¡No haber podido lanzarme para arrancar el arma a los asesinos y defender a mi Hijo que moría!… ¡Haber tenido que oírlos y no haber hecho nada! Un golpe sobre el clavo, y entra éste en la carne viva. Otro golpe, y penetra más. Un tercero, un cuarto, se despedazan los huesos y nervios, y la carne de mi Niño era atravesada como lo era el corazón de su Mamá. Y cuando te levantaron en la cruz. ¡Cuánto debiste haber sufrido, Hijo santo! Todavía me parece ver tu mano desgarrarse con el golpe de la caída. Tengo el corazón desgarrado como ella. Estoy magullada, desgarrada, azotada, punzada, atravesada como Tú. No estuve contigo en la cruz. Pero mira a tu Mamá. ¿No estaba como Tú? No. No hubo diferencia en el martirio. Antes bien el tuyo ha terminado. El mío dura aún. No oyes más las acusaciones mentirosas, yo sí. No oyes más horribles blasfemias, yo todavía sigo oyéndolas. No sientes más la pinchada de las espinas y de los clavos, la sed y la fiebre. Yo estoy llena de puntas de fuego y me siento morir de sed ardiente, de delirio. ■ ¡Si al menos me hubieran permitido darte una gota de agua! Te hubiera dado mi llanto si la crueldad de los hombres negaba al Creador el agua, que Él había creado. Te di mucha leche, porque éramos pobres, Hijo mío, porque en la huida a Egipto perdimos muchas cosas, y tuvimos que conseguir un nuevo techo, muebles, vestidos, comida, y no sabíamos por cuánto tiempo duraría el destierro, ni lo que encontraríamos cuando regresásemos a nuestra tierra. Te di leche durante más tiempo del normal, para que no sintieras la falta de alimento. Hasta que no se te compró la cabrita, tu Mamá fue la cabrita, Hijo mío. Y tenías grandes los dientecitos y mordías… ¡Oh qué alegría verte reír cuando jugabas!… Querías andar. Fuiste muy sano y fuerte. Yo te sujetaba durante horas y horas y no sentía quebrantados mis riñones a pesar de estar inclinada hacia Ti, que dabas tus pasitos, y a cada uno de ellos decías: «¡Mamá, Mamá!». ¡Oh, feliz dicha el oírte cantar ese nombre! Hoy mismo lo dijiste: «¡Mamá, Mamá!». Pero tu Mamá no podía hacer otra cosa sino verte morir. ¡No podía ni siquiera acariciarte los pies! ¿Los pies? Aunque hubieran estado al alcance de mi mano, no habría podido tocarlos,  para no aumentar tu dolor. Cuánto debieron sufrir tus pobres pies. ¡Ah, si hubiera podido subir donde estabas y ponerme entre el madero y tu cuerpo e impedir que, con las convulsiones de la agonía, chocaras contra el madero! Todavía me parece oír cómo golpeaba tu cabeza contra el madero en los últimos estremecimientos. Y ese choque, ese choque me hace enloquecer. Lo tengo en la cabeza como un martillo. ■ ¡Vuelve, vuelve, querido Hijo, santo Hijo! Me muero. No soporto esta desolación mía. Muéstrame de nuevo tu rostro. Llámame otra vez. ¡No puedo imaginarte sin voz, sin mirar, cadáver frío y sin vida! ¡Oh Padre socórreme! Jesús no me oye. ¿No ha terminado acaso la Pasión? ¿No se ha cumplido con todo? ¿No bastan estos clavos, estas espinas, esta sangre, este llanto mío? ¿Se necesita algo más para curar al hombre?”.
* Lamento ante el abandono del Padre a Ella y a su Hijo.- Recuerdo de la herida hecha por la lanza: “¡Ésta, al menos, no la has sentido, Hijo mío! Solo la he sentido en el mío, cuando he visto tu Corazón abierto”.- Pide una señal para su Mamá: “Una señal, Jesús, si me quieres encontrar viva a tu regreso”.- Virgen: “Padre, te he mencionado los instrumentos de su dolor y mi llanto. Pero esto es lo de menos. Lo que lo hizo morir sobrenaturalmente desgarrado, fue tu abandono. Lo que me hace gritar es tu abandono. No te siento más. ¿Dónde estás, Padre santo? Era la «Llena de Gracia». El ángel me lo dijo: «Ave, María llena de Gracia, el Señor es contigo y eres bendita entre todas las mujeres».  ¡No, no es verdad! ¡No es verdad! Soy como una a quien hubieras maldecido por su pecado. No estás más conmigo. La Gracia se ha retirado, como si fuese yo una segunda Eva pecadora. Siempre te he sido fiel. ¿En qué te he desagradado? Siempre he hecho lo que has querido y siempre te he dicho: «Sí, Padre, estoy dispuesta». ¿Pueden acaso los ángeles mentir? ¿Y Ana, que me aseguró que me darías tu ángel en la hora del dolor? Estoy sola. No hallo ya gracia a tus ojos. No te tengo ya a Ti, Gracia, en mí. No tengo ya al ángel. ¿Mienten acaso los santos? ¿En qué te he desagradado, si ellos mienten y yo he merecido esta hora?  ¿Y Jesús? ¿En qué faltó tu Cordero puro y manso? ¿En qué te ofendimos, para que además del martirio sufrido a manos de los hombres, se tenga la tortura incalculable de tu abandono? Y además Él, Él que es tu Hijo, que te llamó con esa voz que hizo a la tierra estremecerse y sacudirse en un gesto de compasión. ¿Cómo pudiste haberle dejado solo en medio de tanta tortura? ■ ¡Pobre Corazón de Jesús, que te amaba tanto! ¿Dónde está la señal de la herida del Corazón? Aquí está. Mírala. Mira, Padre, esta señal. Aquí está la huella de mi mano que entró en la abertura que le hizo la lanza. Aquí… aquí. Y no la borran ni el llanto ni el beso de la Madre, que tiene ya abrasados los ojos de llorar y consumidos los labios de besar. Esta señal grita y acusa. Esta señal más que la sangre de Abel, grita a Ti desde la tierra. Y Tú, que maldijiste a Caín y no dejaste aquello sin castigo, no has intervenido en favor de mi Abel, ya desangrado por sus Caínes, y permitiste el último desprecio. Le has triturado el corazón con tu abandono, y has permitido que un hombre lo pusiera al descubierto, para que yo lo viese y  también me sintiese triturada. Pero por mí no me importa. Es por Él, por Él te pregunto y solicito tu respuesta. No debías… No debías… ■ ¡Oh, perdón, Padre santo! Perdona a una Madre que llora por su Hijo… ¡Ha muerto! ¡Ha muerto mi Hijo! Muerto con el Corazón despedazado. ¡Oh Padre, piedad, piedad! Te amo. Te hemos amado y Tú mucho nos has amado. ¿Cómo has permitido que fuese herido el Corazón de nuestro Hijo? ¡Oh Padre… piedad de una pobre mujer!  Deliro, Padre. ¡Soy tuya, soy nada y tengo la osadía de reprocharte! ¡Piedad! Has sido bueno. La herida, la única herida que no le ha hecho daño ha sido ésta. Tu abandono ha servido para que muriese antes de la puesta del sol y así evitarle otros tormentos. Has sido bueno. Todo haces con fines de bondad. Somos nosotros, las criaturas, que no comprendemos. Has sido bueno. ¡Bueno has sido! ■ Di, alma mía, estas palabras para que se aparte de ti este aguijón de tu sufrimiento, a tu sufrimiento. Dios es bueno y siempre te ha amado, alma mía. Desde la cuna hasta este momento, siempre te ha amado. Siempre ha querido que fueses feliz. Él mismo se te dio. Ha sido bueno, bueno, bueno. Gracias, Señor. Sé bendito por tu infinita bondad. Gracias, Jesús. También a Ti te doy las gracias. ¡Ésta, al menos, no la has sentido, Hijo mío! Solo la he sentido en el mío, cuando he visto tu Corazón abierto. Ahora está en el mío tu lanza, y rasga y destroza. Pero es mejor así. Tú ya no la sientes. ¡Jesús, piedad! ¡Una señal de tu parte! ¡Una caricia, una palabra para tu pobre Mamá que tiene el corazón destrozado! Una señal, una señal, Jesús, si me quieres encontrar viva a tu regreso”. (Sin fecha).
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1 Nota : 34 años.- No porque Jesús haya vivido  34 años —anota María Valtorta en una copia mecanografiada— sino porque María considera también los 9 meses de gestación. 2 Nota : “Ser condenado significa no decir ya más «¡Jesús!» ¡Horror! ¡Horror!…”.- De hecho los condenados, porque renegaron del Nombre de Jesús, no poseen el amor que el Espíritu Santo derramó en los corazones; y por tanto no pueden pronunciar este Nombre adorable y salvífico. Cfr. Rom. 5,5; 1 Cor. 12,3.
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10-612-127 (11-33-621).- Noche del Viernes Santo. Llega la señal: la Santa Faz impresa en el lienzo de Nique.- Ella es la Madre de todos: sean  israelitas o paganos.
* Nique trae el Velo con el Rostro del Redentor: es el Rostro de Jesús, vivo Rostro suyo, doloroso y sin embargo sonriente. ■ Un fuerte golpe a la puerta hace que todos se sobresalten. El dueño de la casa huye valientemente. María de Zebedeo quisiera que su Juan le siguiera y le empuja hacia el patio. Las otras, menos Magdalena, se juntan llorando. Magdalena decidida se dirige a la entrada y pregunta: “¿Quién llama?”. Una voz femenina responde: “Soy Nique. Tengo algo que dar a la Madre. ¡Abrid! ¡Pronto! La ronda está cerca”. Juan, que se había soltado de su madre y había corrido donde Magdalena, abre y quita todas las cerraduras. Entra Nique, acompañada de la criada y de un hombre musculoso que la escolta. Cierran. Nique: “Tengo una cosa…” llora. No puede seguir hablando. Todos curiosos le preguntan: “¿Qué cosa? ¿Qué cosa?”. Nique: “En el Calvario… Vi al Salvador en ese estado… Había preparado el velo con que se cubriese y no usase los harapos de los verdugos… Pero iba tan sudado  —además con sangre en los ojos— que pensé dárselo para que se secase. Él lo hizo… Me devolvió el velo. Yo ya no lo he usado… Quería tenerlo como reliquia con su sudor y su sangre. Al ver, poco después, con Plautina, Lidia y Valeria, el encarnizamiento de los judíos, decidimos regresar por miedo de que nos fuesen a quitar este lienzo. Las romanas son mujeres de corazón varonil. A mí y a mi criada nos pusieron en medio y nos sirvieron de defensa. Es verdad que para Israel son ellas contaminación… y que tocar a Plautina es un peligro. Pero eso se piensa en momentos de calma. Hoy todos estaban cual ebrios… En casa he llorado… durante horas… Luego sobrevino el terremoto y quedé desmayada… Al volver en mí, quise besar este lienzo y he visto… ¡Oh!… En él está la Faz del Redentor…”. Juan: “¡Déjame ver! ¡Déjame ver!”. Nique: “No. Primero a su Madre. Está en su derecho”. Juan: “¡Está casi muerta! No resistirá…”. Nique: “¡No digas eso! Al contrario, le servirá de consuelo, lo veréis. Llamadla”. ■ Juan llama suavemente a la puerta. Virgen: “¿Quién es?”. Juan: “Yo, Madre. Ha venido Nique… de noche… te ha traído un recuerdo… y regalo… Espera poder consolarte con ello”. Virgen: “¡Oh, un solo regalo me puede consolar! Y es la sonrisa de su Rostro…”. Juan exclama: “¡Madre!”, y la abraza por temor de que se vaya a caer, y dice como si fuera a decir un gran secreto: “El regalo es ése. La sonrisa de su Rostro, impresa en el lienzo con que Nique le secó en el camino al Calvario”. Virgen: “¡Oh, Padre! ¡Dios Altísimo! ¡Hijo santo! ¡Eterno Amor! ¡Sed benditos! ¡La señal! ¡La señal que te había pedido! Haz que pase, que pase”. María se sienta porque ya no se tiene en pie, y se arregla un poco mientras Juan hace una señal a las mujeres, que ojean, una señal para que Nique pase. Nique entra, se arrodilla a sus pies con la criada a su lado. Juan, de pie, cerca de María, le pasa el brazo derecho por la espalda para sostenerla. Nique no dice una palabra. Abre el arca, extrae el lienzo, lo desdobla. Es el Rostro de Jesús, vivo Rostro suyo, doloroso y sin embargo sonriente. Mira a su Madre y le sonríe. María da un grito de amor doloroso y extiende sus brazos. Las mujeres hacen lo mismo desde el vano de la puerta donde están apiladas; y la imitan también en el arrodillarse ante el Rostro del Salvador. ■ Nique no sabe qué decir. Pone el lienzo en las manos de la Virgen y se inclina para besar un borde de aquél. Luego sale hacia atrás, sin esperar a que María vuelva en sí de su éxtasis. Se va… Ya está fuera, en la oscuridad, cuando se acuerdan de ella… No queda más que cerrar la puerta como antes estaba. María de nuevo está sola. Su alma traba un coloquio con la Faz de su Hijo. Todos se retiran…
* A Valeria y romanas dice la Virgen: “Él ha llamado a su Reino a los hijos de Israel y a los paganos. A todos ha llamado… Ahora… Yo estoy aquí en su lugar. Y recibo a todos”.- ■ Llaman a la puerta fuertemente. Magdalena: “Será Valeria. Abre”. Juan lo hace sin temer, influenciado de la tranquilidad de Magdalena. Así es. Valeria llega con sus esclavos en la litera. Entra saludando a la latina: “Salve”. Juan dice: “La paz sea contigo, hermana. Entra”. Valeria: “¿Puedo ofrecer a la Madre el presente de Plautina? También Claudia ha contribuido. Pero si no le causa dolor el verme”. Juan entra donde está la Virgen. Virgen: “¿Quién ha llamado? ¿Pedro? ¿Judas? ¿José?”. Juan: “No. Es Valeria. Ha traído resinas preciosas. Te las quiere ofrecer… si no te causa pena”. Virgen: “Debo superar la pena. Él ha llamado a su Reino a los hijos de Israel y a los paganos. A todos ha llamado. Ahora… está muerto… Yo estoy aquí en su lugar. Y recibo a todos. Que entre”. ■ Valeria entra. Se ha quitado el manto oscuro y aparece toda blanca con su estola. Se inclina profundamente. Saluda y habla: “Domina, sabes quiénes somos. Las primeras redimidas del oscurantismo pagano. Éramos fango y tinieblas. Tu Hijo nos dio alas y luz. Ahora… está durmiendo en paz. Conocemos vuestras costumbres y queremos que también los bálsamos de Roma sean derramados sobre el Triunfador”. Virgen: “Dios os bendiga, hijas de mi Señor. Y… perdonad si no sé decir algo más”. Valeria: “No te esfuerces, Domina. Roma es fuerte, pero sabe también comprender el dolor y el amor. Te comprende, Madre Dolorosa. Hasta pronto”. Virgen: “¡La paz sea contigo, Valeria! A Plautina, y a todas vosotras mi bendición”. Valeria se retira dejando sus inciensos y otras esencias. Magdalena: “¿Lo ves, Madre? Todo el mundo da para el Rey del Cielo y de la Tierra”. La Virgen asiente: “Sí. Todo el mundo. Y su madre no pudo darle más que lágrimas”. ■ Un gallo de alguna casa cercana alegre canta. Juan se estremece. La Virgen le pregunta: “¿Qué te pasa?”. Juan: “Me acordé de Simón Pedro…”. Magdalena, que ha vuelto a entrar en la habitación, pregunta:  “¿Pero no estaba contigo?”. Juan: “Sí. En la casa de Anás. Luego me acordé que tenía que venir aquí. Después no le volví a ver”. Magdalena: “Dentro de poco amanecerá”. Virgen: “Sí. Abrid”. Abren las contraventanas y los rostros parecen más cenicientos a la luz verdecilla del alba. La noche del viernes ha pasado. (Escrito el 29 de Marzo de 1945).
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(<Jesús habla a María Valtorta. Acaba de hablarle de sus sufrimientos en la Pasión. Ahora va a referirse a los sufrimientos de su Madre>)
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10-613-137 (44-202: «Cuadernos»).- “Ella debía estar allí, como ángel de carne, para: -Impedir que me asaltase la desesperación al igual que el ángel espiritual lo había impedido en el Getsemaní. -Unir mi Dolor al suyo para vuestra Redención. -Recibir la investidura de Madre del género humano…”.- Hubo un porqué de la herida de la lanza.- La Madre era necesaria para la naciente Iglesia.
* “Verla morir a cada estremecimiento mío, fue para Mí el mayor de los dolores. Ni la traición ni el conocimiento de que mi Sacrificio habría de ser inútil para tantos, —que pocas horas antes me parecieron tan grandes que me hicieron sudar sangre—, podía compararse con éste”.- ■ Dice Jesús: “Esto respecto a los sufrimientos de tu Jesús en su Cuerpo inocente. Y no te hablo de las torturas de mi afecto hacia mi Madre y hacia su dolor. Era preciso ese dolor. Pero para Mí fue el desgarro más cruel. ¡Solo el Padre sabe lo que sufrió su Verbo en el espíritu, en lo moral y en lo físico! Y la presencia de mi Madre, con ser lo más deseado de mi corazón tan necesitado de consuelo en aquella soledad infinita que le rodeaba, soledad infinita proveniente de Dios y de los hombres, fue una tortura. Ella debía estar allí, como ángel de carne, para impedir que me asaltase la desesperación, de la misma forma que el ángel espiritual la había impedido en el Getsemaní. Debía estar allí para unir mi Dolor al suyo para vuestra Redención. Y, por último, debía estar allí para recibir la investidura de Madre del género humano. Mas, verla morir a cada estremecimiento mío, fue para Mí el mayor de los dolores. Ni la  traición ni el conocimiento de que mi Sacrificio habría de ser inútil para tantos, estos dos dolores que, pocas horas antes, me parecieron tan grandes que me hicieron sudar sangre, podían compararse con éste. ■ Ahora bien, ya has visto tú la grandeza de María en aquella hora. Su desgarro no le impidió ser más fuerte que Judit. Ésta mató. María se dejó matar a través de su Hijo. Y ni imprecó ni odió. Más bien oró, amó, obedeció. Siempre Madre, hasta el punto de pensar, en medio de esas torturas, que su Jesús tenía necesidad de su velo virginal para cubrir sus carnes inocentes, para defensa de su pudor, supo ser al mismo tiempo Hija del Padre de los Cielos y obedecer a la tremenda voluntad del Padre en aquella hora. No imprecó, no se rebeló; ni contra Dios ni contra los hombres: a éstos les perdonó; a Aquél le dijo «Fiat». También después la has oído: «Padre, yo te amo, y Tú nos has amado». Recuerda y proclama que Dios la ha amado y le renueva su profesión de amor. ¡En aquélla hora! Después de que el Padre la había traspasado y privado de su razón de ser. Le ama. No dice: «Ya no te amo porque has descargado tu mano sobre mí». Le ama. Y no se aflige tanto por su propio dolor, sino por el dolor que sufre su Hijo. No se lamenta por su corazón despedazado sino por el mío traspasado. De esto pide razón al Padre, no del propio dolor. ■ Pide razón al Padre en nombre del Hijo de ambos. Ella es auténticamente la Esposa de Dios. Ella es auténticamente la que concibió por unión con Dios. Ella sabe que a su Hijo no le engendró contacto alguno humano, sino únicamente el Fuego bajado del Cielo para penetrar en su seno inmaculado y depositar allí el Germen divino, la Carne del Hombre-Dios, del Redentor del mundo. Ella sabe y, como esposa y madre que es, pide la razón de esa herida. Las otras debían producirse; pero ésta, cuando todo estaba ya cumplido, ¿por qué…? ¡Pobre Mamá! Hubo un porqué que tu dolor no te ha permitido leer en mi herida. Y ese porqué fue para que los hombres viesen el Corazón de Dios. Tú le has visto,  María, y ya nunca más le olvidarás. Pero ya ves que María, a pesar de no ver en ese momento las razones sobrenaturales de esa herida, enseguida piensa que no me ha hecho daño, y por ello bendice a Dios. ¡Pobre Mamá! No se preocupa del mucho daño que esa herida le haya hecho a Ella; no me ha hecho daño a Mí, y eso le basta y le sirve para bendecir a Dios,  a ese Dios que la inmola. ■ Tan solo pide un poco de consuelo para no morir, pues es necesaria para la Iglesia naciente de la que fue constituida Madre pocas horas antes. La Iglesia, lo mismo que un recién nacido, tiene necesidad de los cuidados y de la leche de la Madre. María dará esto a la Iglesia sosteniendo a los apóstoles, hablándoles del Salvador, y rogando por ella. Mas, ¿cómo podría hacerlo si expirara esa misma noche? La Iglesia, a la que le quedan pocos días para estar ya sin quien es su Cabeza, se quedaría ya huérfana del todo si además expirara la Madre. Y la suerte de los recién nacidos huérfanos es siempre precaria”.
* “El de la Verónica es un Rostro de Jesús vivo; doliente, herido, es cierto, pero todavía vivo. Su sonrisa la saluda todavía”.- ■ Jesús: “Dios jamás defrauda una justa oración y conforta a sus hijos que esperan en Él. María lo comprueba en el consuelo de la Verónica. Ella, mi pobre Mamá, tiene clavada en sus ojos la estampa de mi Rostro extinto. No podía resistir verlo. No es su Jesús ese Jesús envejecido, hinchado, con esos ojos cerrados que ya no la miran, con esa boca torcida que ni le habla ni le sonríe. El de la Verónica es un rostro de Jesús vivo; doliente, herido, es cierto, pero todavía vivo. Su mirada la mira, su boca que aún parece decirle: «¡Mamá!». Su sonrisa la saluda todavía. ■ ¡Oh, María!, busca a tu Jesús en tu dolor. Él acudirá siempre, te mirará, te llamará y te sostendrá. Compartiremos el dolor, ¡pero estaremos unidos!”. (Escrito el 20 de Febrero de 1944).
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10-614-141 (11-34-627).- En el día de Sábado Santo. La Virgen debe creer por todos. Llegan al Cenáculo Mannaén, el pastor Isaac, Longinos, el apóstol Juan, Juana de Cusa, José de Arimatea y Nicodemo, los primos José y Simón.
* Es la Mujer que espera.-El alba avanza despacio, como cansada. La aurora tarda —cosa extraña— aun cuando no hay ni una nube en el cielo. Parece que los astros hayan perdido todo su brillo. Y, al igual que la luna que esa noche era pálida, también el sol, que aparece, es pálido. Parece como si los astros también hubieran llorado y tienen ese aspecto empañado como lo tienen los ojos de los buenos, que han llorado y lloran por la muerte del Señor. En cuanto Juan comprende que las puertas han sido abiertas, sale, sordo a las súplicas maternas. Las mujeres se atrincheran en casa, ahora más atemorizadas, porque ya no está Juan. María, que sigue en su habitación, con las manos sueltas sobre sus rodillas, mira fijamente por la ventana que da a un jardín bastante amplio, todo lleno de rosales en flor que orillan las altas tapias y los arriates del jardín no muy bien alineados. Los lirios todavía no florecen. Se ven bellos, tupidos, solo tienen hojas. María mira, mira, y creo que no ve nada, sino solo lo que tiene en su cansada cabeza: la agonía de su hijo. Las mujeres van y vienen. Se acercan a Ella, la acarician, le ruegan que tome algo que la reconforte… y cada una de estas veces, al venir ellas, entra una oleada de perfume pesado, mezclado, un perfume que aturde. María se estremece  cada vez, pero nada más. Ni una palabra. Ni un gesto. Nada. Está muy agotada. Solo espera. Es la Mujer que espera.
* Mannaén dice: “Por Nicodemo supe que todos los hombres han huido”.-  ■ Un golpe en la puerta… Las mujeres corren a abrir. María se vuelve en su asiento, sin levantarse, y mira fijamente a la entrada medio abierta. Entra Magdalena. Anuncia: “Es Mannaén… Quisiera saber si en algo puede servir”. Virgen: “Mannaén… Hazle entrar. Ha sido siempre bueno. No creía que fuera él…”. Magdalena: “¿En quién pensabas Madre?…”. Virgen: “Después… después. Que pase”. Entra Mannaén. No viene vestido de lujo como antes. Trae un vestido común y corriente de color café, casi negro, y un manto igual. Ninguna joya, ni la espada. Nada. Parece un hombre de condición económica buena, pero del pueblo. Se inclina a saludar, primero con las manos cruzadas sobre el pecho, y luego se arrodilla como ante un altar. Virgen: “Levántate, y perdona si no respondo a la inclinación. No puedo…”. Mannaén: “No debes. No lo permitiría. Sabes quién soy. Por esto te ruego que me trates como a tu siervo. ¿Te puedo servir en algo? Veo que no hay ningún hombre aquí. Por Nicodemo supe que todos han huido. No se podía hacer nada. Es verdad. Pero al menos le dimos el consuelo de que nos viera. Yo… yo le saludé en el Sixto. Y luego no pude porque… Es inútil decirlo. También esto fue cosa de Satanás. Ahora estoy libre y vine a ponerme a tu servicio. Ordena, Mujer”. Virgen: “Quisiera saber y hacer saber a Lázaro… Sus hermanas están preocupadas, y también mi cuñada y la otra María. Quisiéramos saber si Lázaro, Santiago, Judas y el otro Santiago están bien”. Mannaén: “¿Judas? ¿Iscariote? Él fue el que le traicionó”. Virgen: “Judas, el hijo del hermano de mi esposo”. ■  Mannaén: “¡Ah! Voy”, y se levanta, y al hacerlo hace un gesto de dolor. Virgen: “¿Estás herido?”. Mannaén: “¡Mmm… Sí! Cosa de nada. Un brazo que me duele un poco”. Virgen: “¿Por nuestra causa, acaso? ¿Por eso no estuviste allá arriba?”. Mannaén: “Sí, era por esto. Y solo eso me duele, no la herida. El resto de fariseísmo, de hebraísmo, de satanismo que había en mí —porque en satanismo se ha transformado el culto de Israel— ha salido por entero con esa sangre. Me siento como un recién nacido a quien después de habérsele cortado el ombligo no tiene más contacto con la sangre de su madre, y las pocas gotas que todavía quedan en el cordón cortado no entran en él, sino caen… ya inútiles. El recién nacido vive con su corazón y su sangre. Lo mismo yo. Hasta ahora no estaba todavía formado del todo. Ahora he llegado al final, y vengo, y he sido dado a Luz. Nací ayer. Mi madre es Jesús de Nazaret. Y me dio a luz cuando lanzó su último grito. Lo sé… porque he huido a casa de Nicodemo esta noche. Lo único que quisiera es verle. Cuando vayáis al sepulcro, decídmelo. Iré yo también… ¡No he visto su rostro de Redentor!”. Virgen: “Te está mirando, Mannaén. Vuélvete”. Mannaén que había entrado con la cabeza inclinada y que solo había mirado a la Virgen, se vuelve casi asustado y ve el Sudario. Se echa al suelo, rostro en tierra, en señal de adoración…  Llora. Se levanta. Se inclina ante María y dice: “Me voy”. Virgen: “Es sábado. Ya lo sabes. Ya nos andan acusando de violar la Ley por instigación suya”. Mannaén: “Estamos empatados, porque ellos violan la Ley del Amor, que es la primera y más grande. Él lo decía. Que el Señor te consuele”. Sale.
* La Virgen entra a la habitación del Cenáculo. Desea: Quisiera también una arca, hermosa, grande, que pueda cerrarse, para poner en ella todos mis tesoros”. ■ Pasan las horas. Cuán lentas son cuando se espera a alguien… María se levanta y, apoyándose en los muebles, se dirige a la puerta. Trata de atravesar el ancho vestíbulo de la entrada, pero al no tener apoyo, vacila como si estuviese ebria. Marta, que la ve desde la otra parte del patio, corre a auxiliarla, y pregunta: “¿A dónde quieres ir?”. Virgen: “Allá dentro. Me lo prometisteis”. Marta: “Espera a Juan”. Virgen: “Basta de esperar. Veis que estoy tranquila. Id a abrir, ya que cerrasteis por dentro. Espero aquí”. ■ Como todas han acudido, Susana va a llamar al dueño de la casa para que abra. Mientras tanto, María se apoya en la pequeña puerta, como si quisiera abrirla con la fuerza de su deseo. Llega el dueño. Miedoso, acobardado, abre y se retira. Y María, del brazo de Marta y de María Alfeo, entra en el Cenáculo. Todo está todavía como cuando terminó la Cena. La cadena de los acontecimientos y la orden dada por Jesús han impedido que alguien cambiara las cosas. Solo se han puesto los asientos en su lugar.  María, que nunca ha entrado en el Cenáculo, va derecha al lugar donde Jesús se sentó. Parece como si una mano la guiase. Y va tan rígida —grande es el esfuerzo que hace por ir— que parece casi sonámbula… Va. Da vuelta alrededor del asiento lecho, se mete entre éste y la mesa… se queda de pie por un momento. Luego cae derrengada sobre la mesa, con un nuevo estallido de lágrimas. Se calma. Se arrodilla y ora con la cabeza apoyada en el borde de la mesa. Acaricia el mantel, el asiento, la vajilla, el borde de la bandeja grande donde estuvo el cordero, el cuchillo empleado para trinchar, el ánfora puesta delante de ese sitio. No sabe que toca lo que Iscariote tocó. Se queda luego como embebida con la cabeza apoyada, con los brazos cruzados sobre la mesa. Nadie habla. ■ Al fin la cuñada dice: “Ven, María. Tenemos miedo a los judíos. ¿No quisieras que entrasen aquí, no?”. Virgen: “No, no. Es un lugar santo. Vámonos. Ayudadme… Hicisteis bien en habérmelo dicho. Quisiera también una arca, hermosa, grande, que pueda cerrarse, para poner en ella todos mis tesoros”. Magdalena dice: “Mañana hago que te la traigan de mi palacio. La más hermosa que tengo. Fuerte. Segura. Te la regalo con gusto”. Salen. María realmente está muy agotada. Se tambalea al subir los pocos escalones. Y, si su dolor es menos dramático, es porque ya no tiene fuerza para serlo; pero, en su moderación, es todavía un dolor más trágico. Vuelven a entrar en la habitación de antes. Y, antes de regresar a su sitio, María acaricia, como si estuviese vivo, el santo Rostro del Sudario.
* El pastor Isaac trae la noticia esperada: “Nos encontramos sin saber en Betania. Todos están allí. Los campos de Lázaro, desde la aurora, estaban cubiertos de fugitivos que lloraban… He visto al Santo de los Santos… Sí… Porque el velo del Templo está desgarrado desde arriba abajo”.- ■ Otra llamada al portón. Las mujeres se apresuran a salir y entornar la puerta. Con su voz cansada la Virgen dice: “Si fueran los discípulos, y sobre todo Simón Pedro y Judas, que vengan a verme enseguida”. Es Isaac el pastor. Entra, llora por algunos minutos. Después se postra ante el Sudario y luego ante la Virgen. No sabe qué decir. Ella es la que rompe el silencio: “Gracias. Te ha visto y te he visto. Lo sé. Os miró mientras pudo”. Isaac rompe en un llanto más fuerte. Habla solo cuando su llanto se calma. “No queríamos irnos, pero Jonatás nos lo pidió. Los judíos amenazaban a las mujeres… y luego no pudimos volver. Todo… todo estaba terminando. ¿A dónde podíamos ir en esos momentos? ■ Nos desparramamos por los campos y cuando llegó la noche nos reunimos a la mitad del camino entre Jerusalén y Belén. Nos parecía como si alejáramos su Muerte yendo hacia su gruta… Pero luego pensamos que no estaba bien que fuéramos allí… Era egoísmo y volvimos en dirección de la ciudad… Nos encontramos, sin saber cómo, en Betania…”. Las mujeres exclaman: “¡Mis hijos!”. “¡Lázaro!”. “¡Santiago!”. Isaac: “Todos están allí. Los campos de Lázaro, cuando la aurora empezó a alumbrar, estaban cubiertos de fugitivos que lloraban… ¡Sus inútiles amigos y discípulos!… Yo… fui donde Lázaro. Creía que sería el primero… Mas no. Estaban allí tus dos hijos, mujer, y el tuyo, con Andrés, Bartolomé, Mateo. Simón Zelote los había convencido de que fueran allí. Maximino, que había salido por los campos apenas amanecido, encontró a otros. Lázaro ha ayudado a todos, y lo sigue haciendo. Dice que el Maestro le dio tales órdenes. Lo mismo asegura Zelote”. María de Alfeo: “¿Pero dónde están mis otros dos hijos Simón y José?”. Isaac: “No lo sé, mujer. ■ Habíamos estado juntos hasta el terremoto. Luego… no sé nada con precisión. Entre las tinieblas y los rayos, los muertos resucitados, y el temblor del suelo y el tornado perdí la razón. Me encontré, al volver en mí, en el Templo. Y todavía me pregunto cómo es que estaba allí dentro, traspasado el límite sagrado. Fíjate: entre mí y el altar de los perfumes había solo un codo. ¡Fíjate! ¡Yo donde ponen pie solo los sacerdotes de turno!… Y… ¡Y he visto al Santo de los Santos!… Sí… porque el velo del Santo está desgarrado desde arriba abajo, como si lo hubiese desgarrado un gigante… Si me hubieran visto allí dentro, me hubieran lapidado. Pero ya nadie veía. Me encontré solo espectros de muertos y espectros de vivos. Porque, a la luz de los rayos, con la claridad de los incendios y con el terror en las caras, parecíamos espectros…”. María de Alfeo: “¡Oh, mi Simón! ¡Mi José!”. ■ Virgen: “¿Y Simón Pedro? ¿Y Judas de Keriot? ¿Tomás y Felipe?”. Isaac: “No lo sé, Madre. Lázaro me envió a ver,  porque le dijeron que… que os habían matado”. Virgen: “Vete entonces a tranquilizarle. Mandé antes a Mannaén. Pero ve también tú y dile… dile que solo Él ha muerto. Y yo con Él. Si encuentras a otros discípulos llévatelos contigo.  Pero quiero a Iscariote y a Simón Pedro”. Isaac: “Madre… perdónanos si no hicimos más”. Virgen: “Todo está perdonado… Vete”. Sale Isaac. Marta y María, Salomé y María de Alfeo le sofocan con multitud de súplicas, recomendaciones, órdenes. Susana llora sin hacer ruido porque nadie le habla de su esposo. Entonces es cuando Salomé se acuerda del suyo, y también llora.
* A Longinos que trae la lanza sin el asta, le dice: “Soy Madre de todos, hombre… Él ha terminado de evangelizar pero su Evangelio queda en la Iglesia… Aquí está.  Hoy herida y dispersa pero mañana… Y aun cuando no hubiese nadie, aquí estoy yo. El evangelio de Jesús, Hijo de Dios y mío, está escrito todo en mi corazón”.- ■ Silencio de nuevo. Hasta que otra vez se oye que llaman al portón. Como la ciudad está en calma, las mujeres tienen menos miedo. Pero cuando, de la entrada que se abre un poco, ven que se asoma la cara rasurada de Longinos, todas huyen como si hubieran visto a un muerto en su lienzo fúnebre o al demonio en persona. El dueño de la casa que, por curiosidad, vaga por el vestíbulo, es el primero en escapar. Acude Magdalena que estaba con la Virgen. Longinos, con una involuntaria sonrisita burlona en los labios, ha entrado y ha cerrado tras sí el pesado portón. No viene uniformado. Trae de vestido una corta túnica gris bajo un manto también oscuro. María Magdalena le mira, y él a ella. Luego, siguiendo junto a la puerta, Longinos pregunta: “¿Puedo entrar sin contaminar a nadie? ¿Sin aterrorizar a nadie? Esta mañana vi al ciudadano José y me ha hablado del deseo de la Madre. Pido perdón si no lo he pensado por mí mismo. Aquí está la lanza. La había guardado como recuerdo de un… del más Santo de todos. ¡Oh, que sí lo es! Justo es que lo tenga su Madre. En cuanto a los vestidos… es más difícil. No se lo digáis… tal vez han sido vendidos por unos cuantos céntimos… Es derecho de los saldados. Pero trataré de encontrarlos…”. Magdalena: “Ve. Ella está allí”. Longinos: “Pero yo soy pagano”. Magdalena:  “No importa. Se lo voy a decir. Si así quieres”. Longinos: “¡Oh, no!… no pensaba merecerlo”. ■ María Magdalena va donde la Virgen. “Madre, Longinos está allí afuera… Te ha traído la lanza”. Virgen: “Hazle pasar”. El dueño de la casa que está a la puerta, protesta: “Es un pagano”. Virgen: “Soy Madre de todos, hombre. Como Él es el Redentor de todos”. Entra Longinos y, en el umbral, saluda a su manera romana con el gesto, con el brazo (se ha quitado el manto), y luego con la voz: “Ave, Domina. Un romano te saluda, Madre del linaje humano. La verdadera Madre. No hubiera querido estar yo… en… en esa cosa. Pero eran órdenes. De todas formas, si logro darte lo que deseas, perdono al destino que me hubiera elegido para esa cosa horrible. Mira”, y le entrega la lanza envuelta en un trapo rojo. Es solo el hierro, sin el asta. María la toma. Se pone aún más pálida. Tanta es la palidez, que hasta los labios quedan borrados. Parece como si la lanza la hubiera quitado sangre. Tiembla. Finalmente dice: “Que Él te conduzca a Sí por tu buen corazón”. Longinos: “Ha sido el único Justo que me he encontrado en el vasto imperio de Roma. Me arrepiento de no haberle conocido por las palabras de mis compañeros. ¡Ahora… es tarde!”. Virgen: “No, hijo. Él ha terminado de evangelizar, pero su Evangelio queda en su Iglesia”. ■ Longinos, un tanto irónico, pregunta: “¿Dónde está su Iglesia?”. Virgen: “Aquí está. Hoy herida y dispersa, pero mañana se reunirá como el árbol que yergue su copa después de la tempestad. Y aun cuando no hubiese nadie, aquí estoy yo. El evangelio de Jesús, Hijo de Dios y mío, está escrito todo en mi corazón. Me basta mirar a mi corazón para podéroslo repetir”. Longinos: “Vendré. Una religión que tiene por jefe a un semejante héroe no puede menos de ser divina. Ave. Domina”. Y también Longinos se va. María besa la lanza donde todavía se ve Sangre de su Hijo… Quiere quitarla, pero al fin no lo hace “rubí de Dios en la cruel lanza” murmura…
* Juan vuelve solo, con una noticia: Iscariote, colgado de un olivo.- ■ El día, en medio de nubes que van y vienen amenazadoras de algún chubasco, pasa de este modo. Juan vuelve solo, cuando el sol está en su zenit. Juan: “Madre. No pude encontrar a nadie, fuera de… Judas de Keriot”. Virgen: “¿Dónde está?”. Juan: “¡Oh, Madre, qué horror! Está colgado de un olivo, hinchado y negro como si hubiera muerto hace varias semanas. Huele a podrido. Está horrible… En medio de riñas vuelan sobre él los buitres, cuervos, y qué sé yo… La algarabía me llevó en ese sentido. Estaba yo en el camino del Monte de los Olivos, y vi que sobre un saliente volaban en círculos negros pajarracos. Fui a ver… ¿Por qué?  No lo sé. Y vi. ¡Qué horror!…”. Virgen: “¡Qué horror! Dices bien. Más allá de la Bondad ha estado la Justicia. En realidad la Bondad está ausente, ahora… Pero Pedro, ¡Pedro!… Juan, tengo la lanza. En cuento a los vestidos… Longinos no dijo ni una palabra de ellos”. Juan: “Madre… quiero ir al Getsemaní. Él fue capturado sin manto. Tal vez esté allí. Luego iré a Betania”. Virgen: “Ve. Ve por el manto… Los otros están en casa de Lázaro, por eso no es necesario que vayas. Ve y vuelve aquí”. Juan se marcha, corriendo, sin haber tomado nada. Lo mismo que la Virgen que tampoco ha comido. Las mujeres sin sentarse han comido pan y aceitunas continuando su trabajo en los bálsamos.
* A Juana de Cusa le dice: “Es siempre la mujer la verdadera generadora. En el Bien. En el Mal. Nosotras generaremos la nueva Fe… ¡A todos. A todos debo dar fuerza! ¿Y a mí quién me la da?”.- ■ Y viene Juana de Cusa con Jonatás, su siervo. El llanto ha destrozado su cara. Apenas ve a la Virgen dice: “¡Me salvó! ¡Me salvó y Él está muerto! ¡Ahora me arrepiento de que me hubiese salvado!”. Y la Virgen Dolorosa debe consolar a esta mujer, curada pero envuelta en una sensibilidad enfermiza. La consuela, la anima diciéndole: “No le hubieras conocido ni amado, ni habrías podido servirle ahora. ¡Falta mucho que hacer en el futuro! Y deberemos hacer porque, lo ves… Nosotras somos las que hemos quedado, los varones han escapado. Es siempre la mujer la verdadera generadora. En el Bien. En el Mal. Nosotras generaremos la nueva Fe. De esta Fe, depositada en nosotras por el Dios-Esposo, estamos llenas; y la generaremos para la Tierra, para el bien del mundo. ¡Mira cuán bello es! ¡Cómo sonríe y suplica este nuestro santo trabajo! Juana, tú sabes que te amo. No llores más”. Juana: “¡Pero Él está muerto! Sí, ahí asemeja todavía a un vivo, pero ahora ya no está vivo. ¿Qué cosa es el mundo sin Él?”. Virgen: “Volverá. Vete. Ora. Espera. Cuanto más creas, tanto más pronto resucitará. El creer en esto, es mi fuerza… Y solo yo, Dios y Satanás sabemos cuántos ataques ha sufrido mi fe en su Resurrección”. ■ También Juana se va, grácil y encorvada como un lirio demasiado bañado en agua. Y cuando ella sale, la Virgen vuelve a su tortura. “¡A todos! ¡A todos debo dar fuerza! ¿Y a mí quién me la da?”. Y llora acariciando la Faz del lienzo, pues ahora se ha sentado junto al arca sobre la que está extendido el Sudario.
* José de Arimatea y Nicodemo llegan con bolsas de mirra; y en grupo, Zebedeo y el esposo de Susana, Simón y José de Alfeo.- La Virgen arrodillada ante el Sudario, besando frente, ojos, boca de su Hijo, dice: “¡Así, así! Para tener fuerzas… Debo creer. Debo creer. Por todos”.- ■ Llegan José de Arimatea y Nicodemo. Y ahorran a las mujeres el ir a comprar mirra y áloe porque los traen ellos en varias bolsas. Pero su fuerza parece acabarse cuando ven el Rostro impreso en el lienzo y ante el rostro desecho de la Madre. Se sientan en un rincón después de haberla saludado. No dicen nada. Serios, fúnebres… Luego se van. ■ Tampoco Ella tiene fuerza de hablar: cuanto más declina la tarde —precoz  por una neblina sofocante— tanto más la Virgen se convierte en un pobre ser atormentado. Las sombras de la tarde, como para cualquiera que sufre, son para Ella fuente de mayor dolor. Las otras mujeres se ponen también tristes. Sobre todo Salomé, María de Alfeo y Susana. Pero para ellas, en fin, llega el consuelo cuando en grupo llegan Zebedeo y el esposo de Susana, Simón y José de Alfeo. Los dos primeros se quedan en el vestíbulo contando que Juan los encontró mientras pasaba por el suburbio de Ofel. A los otros dos los encontró Isaac, errantes por los campos, dudando si volver a la ciudad, o dirigirse donde los hermanos, a quienes suponían en Betania. ■ Simón dice: “¿Donde está María? Quiero verla”. Su madre le guía. Entra y besa a su destrozada parienta. Virgen: “¿Estás solo? ¿Por qué no ha venido contigo José? ¿Por qué os habéis separado? ¿Todavía roces entre vosotros? No debéis. ¿Veis? ¡La razón de vuestros roces ha muerto!”. Y señala la Faz del sudario. Simón lo mira y llora. Dice: “Jamás nos hemos separado. No lo haremos. Sí, la razón de la discordia ha muerto, pero no como crees. Ha muerto porque José, ahora, ha comprendido… Está allí fuera… y no se atreve a venir…”. Virgen: “¡Oh, no! Yo no infundo miedo a nadie. No soy más que compasión. Habría perdonado aun al traidor. Pero no puedo ya. Se suicidó”. Se levanta. Camina encorvada, llamando: “¡José, José!”. Éste, ahogado en llanto, no responde. María se asoma a la puerta, como cuando habló a Judas, y apoyándose en la jamba, extiende la otra mano y la pone sobre la cabeza del mayor en edad y el más obstinado de los sobrinos. Le acaricia diciéndole: “Deja que me apoye en un José. Todo fue paz y serenidad mientras tuve ese nombre como rey en mi casa. Luego se murió… Y todo el bien humano de la pobre María murió también… Me quedó el bien sobrenatural de mi Dios e Hijo… Ahora soy la Abandonada… Pero si puedo estar entre los brazos de un José a quien amo, y tú sabes que sí te amo, me sentiré menos abandonada. Me parecerá volver atrás en el tiempo; poder decir: «Jesús está ausente, pero no muerto. Está en Caná, en Naím por razón de trabajos, pero regresa pronto…». Ven, José. Entremos juntos donde Él te espera para sonreírte. Nos ha dejado su sonrisa para decirnos que no tiene rencor”. José entra, asido a la mano de Ella, y en cuanto la ve sentada, se le arrodilla delante con la cabeza apoyada sobre sus rodillas. Sollozando dice: “¡Perdón, perdón!”. Virgen: “¡No me lo pidas a mí, sino a Él!”. José: “No puede dármelo. En el Calvario traté de atraer su mirada. A todos ha mirado, a excepción de mí… Tenía razón… Muy tarde le he conocido y amado como Maestro. Ahora todo ha terminado”. Virgen: “Ahora es cuando empieza. Irás a Nazaret y dirás: «Yo creo». Tu fe tendrá un valor inmenso. Le amarás con la perfección de los apóstoles futuros cuyo mérito será el de amar a Jesús a quien conocen sólo a través del espíritu. ¿Lo harás?”. José: “Sí, sí, para reparar. Pero quisiera oír de Él alguna palabra, y no la oiré ya más…”. Virgen: “Él resucitará al tercer día y hablará a quien le ama. Todo el mundo espera su Voz”. José: “Bendita tú que puedes creer…”. Virgen: “¡José! ¡José! Mi esposo era tu tío. Y creyó en algo que era todavía más difícil de creer que esto. Pudo creer que la pobre María de Nazaret era la Esposa y Madre de Dios. ¿Por qué tú, sobrino del justo José y que tienes el mismo nombre, no puedes creer que un Dios pueda decir a la muerte: «¡Basta!» y a la vida «¡Vuelve!»?”. José: “No merezco esta fe porque he sido malo. Injusto con Él. Pero tú… tú eres su Madre. Bendíceme. Perdóname… Dame el sosiego…”. Virgen: “Sí… Paz… Perdón… ¡Oh Dios! Una vez dije: “¡Cuán difícil es ser redentores! Ahora digo: ¡Cuán difícil es ser la Madre del Redentor! ¡Piedad, Dios mío! ¡Piedad!… ■ Vete, José. Tu madre ha sufrido mucho en estas horas. Consuélala… Me quedo yo aquí… Con todo lo que tengo de mi Niño… Y mis lágrimas solitarias obtendrán para ti la Fe. Hasta pronto, sobrino mío. Di a todos que quiero estar en silencio… pensar… orar… soy… soy una pobre mujer pendiente de un hilo sobre un abismo… El hilo es mi Fe… Y vuestra no-fe —porque nadie sabe creer total y santamente— choca continuamente contra este hilo mío… Y no sabéis qué esfuerzo me imponéis… No sabéis que estáis ayudando a Satanás a atormentarme. Vete…”. ■ María se queda sola…  Se arrodilla ante el Sudario. Besa la frente, los ojos, la boca de su Hijo y dice: “¡Así, así! Para tener fuerzas… Debo creer. Debo creer. Por todos”. La noche ha caído encima. Sin estrellas. Oscura. Bochornosa. María se queda sola con su dolor. El día del Sábado ha terminado. (Escrito el 30 de Marzo de 1945).
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10-615-151 (11-35-635).-Noche del Sábado Santo. Significado de la oración para María Stma.- Las tres llagas de la Dolorosa (3ª: terror de faltar la fe).- Acogida  a Pedro
* La Dolorosa percibe, en un instante, como un perfume angelical, un frescor del Cielo… .- ■ Entra cautelosa María de Alfeo y escucha. Probablemente piensa que la Virgen se ha adormecido. Se acerca, se inclina, la ve de rodillas con el rostro en tierra junto al Sudario. En voz baja dice: “¡Pobrecita! ¡Así se ha quedado!”. Pero la Virgen, saliendo de su oración, responde: “No. Estaba orando”. María de Alfeo la recrimina: “¡Pero de rodillas! ¡En la oscuridad! ¡Al frío! ¡La ventana abierta! ¡Fíjate, estás helada!”. Virgen: “Así me sentía mejor, María. Mientras oraba —y sólo el Eterno sabe cuán acabada estaba Yo después de haber sostenido a tantos cuya fe vacila, iluminando tantas inteligencias a quienes ni siquiera su muerte ha aclarado— me ha parecido percibir un perfume angelical, un frescor del Cielo, una caricia de ala… Fue un instante… Solo un instante. Pero me ha parecido que, en el mar de amargura que embravecido me sumerge desde hace ya tres días, penetrase una gota de calmante dulzura; me ha parecido como si la bóveda clausurada de los Cielos se abriese un poco y un rayo luminoso de amor bajase sobre la Abandonada; me ha parecido como si, viniendo de lejanías infinitas,  un murmullo incorpóreo dijese: «Ha terminado realmente». Mi plegaria hasta este momento desolada, encontró la calma, se ha teñido de esa luminosa paz  —¡oh, apenas una nada!— de esa luminosa paz que me solía dar mi oración…”.
“Aun en los quehaceres de la mujer, mi alma oraba sin interrupción. Pero cuando podía decir «Ahora es tiempo de recogerme en Dios» mi corazón ardía latiendo veloz. Y cuando me perdía en Él… esto no te lo puedo explicar. Cuando estéis en la luz de Dios lo comprenderás… Todo esto lo he perdido durante estos tres días”.- ■ Virgen: “¡Mis oraciones!… María, ¿amaste, no es verdad, muchísimo a tu Alfeo cuando eras su prometida?”. María de Alfeo: “¡Oh, María!… Cuando llegaba la aurora con todo mi corazón decía: «Ha pasado una noche. Una noche menos de espera». Me alegraba cuando llegaba el crepúsculo diciendo: «Un día más ha pasado. Más próxima estoy para entrar bajo su techo». Y cuando el sol iba a ponerse pensaba yo: «Dentro de poco llega». Y cuando le veía llegar tan bello de cara como es mi Judas  —y por esto mi Judas es mi predilecto— con ojos de ciervo enamorado como los tiene mi Santiago, ¡oh!, entonces yo ya no sabía dónde me encontraba. Y cuando me saludaba diciendo: «¡Amada mía!», y yo le respondía: «Señor mío», creo… creo que si en esos momentos me hubiese aplastado un carruaje o atravesado una flecha, no hubiera sentido dolor. ¡Y después!… ¡Cuando fui su mujer… ah!…”. María se pierde en el éxtasis de sus recuerdos. Luego: “¿Pero por qué esta pregunta?”. Virgen: “Para explicarte lo que para mí ha significado la oración. Centuplica tus sentimientos, hazlos mil y mil veces mayores y comprenderás lo que ha sido para mí la oración, la espera de esa hora… Ya de por sí creo que, aun cuando no estaba orando en la tranquilidad de la gruta o de mi habitación, sino que trabajaba en los quehaceres de la mujer, mi alma oraba sin interrupción… Pero cuando podía decir: «Ahora es tiempo de recogerme en Dios» mi corazón ardía latiendo veloz. Y cuando en Él me perdía… entonces… ■ No… esto no te lo puedo explicar. Cuando estéis en la luz de Dios lo comprenderás… Todo esto lo he perdido durante estos tres días… Ha sido todavía una cosa más angustiosa que el no tener a mi Hijo…”.
* “Satanás se ha aprovechado de estas dos llagas sobrepuestas: la muerte de mi Hijo y el abandono de Dios, abriendo la tercera llaga: la del terror de faltarme la fe… Estoy cierta que si hubiera dudado y hubiera dicho: «No es posible que resucite», yo, la nueva Eva, habría mordido la manzana de la soberbia… y se habría deshecho la obra del Redentor”.- ■ La Virgen prosigue: “Satanás se ha aprovechado de estas dos llagas sobrepuestas: la muerte de mi Hijo y el abandono de Dios, abriendo la tercera llaga, la del terror de faltarme la fe.  María, te amo mucho y eres mi parienta. Lo dirás a tus hijos apóstoles, para que sepan resistir en su apostolado y triunfar sobre Satanás. Estoy cierta que si hubiese dudado, si hubiera caído en la tentación del Demonio, y hubiera dicho: «No es posible que resucite», negando a Dios —porque decirlo era negar que Dios sea verdadero, sea poderoso— se hubiera convertido en nada tanta Redención. Yo, la nueva Eva, habría mordido la manzana de la soberbia, habría disfrutado de la sensualidad espiritual y habría deshecho la obra del Redentor (1). Continuamente los apóstoles serán tentados así por el mundo y la carne, por el poder, por Satanás. Que permanezcan firmes contra todas las torturas, y las corporales serán las más leves, para que no destruyan lo que Jesús ha hecho”. María de Alfeo: “Díselo tú, María, a mis hijos… ¿Qué crees que puede decir tu pobre cuñada? ■ ¡De todas formas! ¡Si ya hubieran venido! ¡Haber huido al primer momento… paciencia! ¡Pero después!…”. Virgen: “Has oído que Lázaro y Simón habían recibido órdenes de llevarlos a Betania. Jesús sabía todo…”. María de Alfeo: “Sí… pero…  cuando los vea los reprenderé duramente. Han sido unos cobardes. ¡Que los demás lo hayan sido!, pasa. Pero no ellos, ¡mis hijos! No se lo perdonaré jamás…”. Virgen: “Perdona, perdona… Ha sido un momento de extravío… No creían que Él pudiera ser apresado. Él lo había dicho…”. María de Alfeo: “Precisamente por eso nos los perdonaré. Lo sabían. Por lo tanto estaban ya preparados. Cuando se sabe una cosa, y se cree en quien la dice, nada sorprende”. La Virgen le contesta: “María, también a vosotras os ha dicho: «Resucitaré». Y con todo… si pudiera abriros el pecho y la cabeza, en vuestro corazón y en vuestro cerebro vería escrito: «No puede ser». ■  María de Alfeo: “Pero al menos… sí… es difícil creer… pero estuvimos en el Calvario”. Virgen: “Por gracia de Dios, de otro modo habríamos huido también nosotras. ¿Oíste a Longinos? Dijo: «algo horrendo». Y es un guerrero. Nosotras, mujeres, acompañadas solo de un muchacho hemos resistido porque Dios nos ayudó de modo especial. Por lo tanto, no puedes gloriarte de ello, pues. No es nuestro mérito”. María de Alfeo:  “¿Y por qué no les dio a ellos?”. Virgen: “Porque ellos serán los sacerdotes del mañana. Deben, por esto, saber. Saber, por haber experimentado, cuán fácil le es al fiel de una religión abjurar de ella. Jesús no quiere sacerdotes como esos que lo son tan poco, que llegaron a convertirse en sus más tenaces enemigos…”. ■ María de Alfeo: “Hablas de Jesús como si ya hubiera regresado…”. Virgen: “¿Lo ves? Tú también confiesas no creer. ¿Cómo, pues, puedes reprochar algo a tus hijos?”. María de Alfeo no puede replicar. Se queda con la cabeza inclinada, mueve maquinalmente algunos objetos. Encuentra una lamparita y sale, para volver después con ella encendida y colocarla en el sitio suyo normal. María se ha sentado nuevamente junto al Sudario. El Sudario que, con la luz  amarilla de la lámpara de aceite, a la luz de la llamita temblorosa, adquiere una viveza particular, y parece mover boca y ojos. “¿No tomas nada?” pregunta un poco pesarosa la cuñada. Virgen: “Un poco de agua. Tengo sed”. María sale y regresa… con una poca leche. Virgen: “No insistas. No puedo. Agua sí. No tengo más agua en mi… Creo que ni siquiera tengo sangre. Pero…”.
* Pedro llega donde la Madre. El valor del alma, de una sola.- ■  Llaman a  la puerta. María de Alfeo sale a ver. Hablan en el vestíbulo. Juan se asoma y la Virgen le pregunta: “Juan, ¿has regresado? ¿Aún nada?”. Juan: “Sí. Simón Pedro… y el manto de Jesús… juntos… en el Getsemaní. El manto…”. Y Juan cae de rodillas y dice: “Aquí está… pero está todo desgarrado y lleno de sangre. Las huellas de las manos son de Jesús. Solo Él las tenía así largas y delgadas. Pero los desgarros son de dientes. Se nota claramente que fue la boca de un hombre. Pienso que  haya sido… que habrá sido Judas Iscariote, porque junto al lugar donde Simón Pedro encontró el manto había un pedazo del vestido amarillo de Judas. Volvió allá… después… antes de suicidarse. Mira, Madre”. María no ha hecho más que acariciar y besar el pesado manto rojo de su Hijo, pero a la insistencia de Juan lo despliega, y ve las huellas sangrientas, los desgarros, hechos con los dientes. Tiembla y dice en voz baja: “¡Cuánta sangre!”. Parece no ver más que Sangre. Juan: “Madre… la tierra estaba roja de sangre. Simón Pedro, que fue allá corriendo apenas amanecido, dice que sobre las hojas de la hierba aún había sangre fresca… Jesús… No sé… No me parecía haberle visto herido… ¿De dónde salió tanta sangre?”. Virgen: “De su cuerpo. En la angustia… ¡Oh, Jesús, Víctima completa! ¡Oh Jesús mío!”. María llora tan angustiosamente, que las mujeres se asoman a la puerta a ver y luego se retiran. “Esto, esto, mientras todos te abandonaban… ¿Qué hacíais mientras Él padecía su primera agonía?”. Juan responde entre lágrimas: “Dormíamos, Madre…”. ■ Virgen: “¿Estaba allí, Simón? Cuenta”. Juan: “Había ido yo a buscar el manto. Había pensado en preguntarle a Jonás y Marcos… (2). Pero habían huido. La casa estaba cerrada y abandonada. Entonces bajé a las murallas, para recorrer el mismo camino del Jueves… Estaba yo tan cansado aquella noche, y afligido, que no podía recordar, ahora, dónde se había quitado Jesús el manto… En el lugar de la captura no encontré nada… Donde estuvimos los tres tampoco… Tomé el sendero que el Maestro había tomado… Y cuando vi a Simón Pedro allí, todo acurrucado y apoyado en una roca, pensé que hubiera muerto también él. Grité. Levantó la cabeza… y, de tan cambiado que le vi, pensé que se había vuelto loco. Lanzó un alarido, y quiso huir. Pero se tambaleaba, cegado por el llanto. Yo le agarré. Me dijo: «Déjame. Soy un demonio. Le negué. Como Él había dicho… Y el gallo cantó y Él me miró. He huido… he corrido por acá y por allá por los campos y luego me he encontrado aquí. ¿Y ves? Aquí Jeová ha hecho que encontrara su Sangre acusadora. ¡Sangre! ¡Todo Sangre! En la roca, en la tierra, sobre la hierba. Yo he hecho que esta Sangre fuera derramada. Como tú, como todos. Pero yo renegué de esa Sangre». Me parecía que deliraba. Trataba de calmarle, de sacarle de allí, pero no quería. Decía: «Aquí, aquí. A hacer guardia a esta Sangre y a su manto. Lo quiero lavar con mis lágrimas. Cuando no haya más Sangre en la tela, quizás entonces vuelva a vosotros golpeándome el pecho y diciendo: ‘¡He renegado del Señor!’». ■ Le dije que querías verle, que me habías enviado a buscarle, pero no quería creerlo. Entonces le dije que le buscabas también a Judas, para perdonarle, y que sufrías porque no podías hacer nada, pues ya se había suicidado. Entonces Pedro empezó a llorar más sosegadamente. Quiso informarse de todo. Me dijo entonces que sobre la hierba había aún Sangre fresca y que el manto había sido despedazado por Judas, pues había encontrado un trozo de su vestido. Le dejé hablar y hablar. Luego le dije: «Ven a donde la Madre». ¡Oh, cuánto tuve que rogarle para que lo hiciera! Y cuando creía que lo había ya convencido, y me ponía de pie para venir, él no se movía. Ha habido que esperar hasta el anochecer para que viniera. Pero cruzada la puerta, otra vez se escondió, en un huerto solitario, diciendo: «No quiero que la gente me vea. Sobre mi frente llevo escrita la palabra: ‘Renegador de Dios’». Ahora, ya en plena oscuridad, he logrado arrastrarle finalmente hasta aquí”. Virgen: “¿Dónde está?”. Juan: “Detrás de la puerta”. Virgen: “Dile que entre”. Juan: “Madre… No le reprendas. Está arrepentido”. Virgen: “Juan… ¿Me conoces tan poco todavía? Haz que pase”. Juan sale. Regresa solo. Dice: “No se atreve. Llámale tú”.  María con dulce voz: “Simón de Jonás, ven”. Nada. “Simón Pedro, ven”. Nada. “Pedro de Jesús y de María, ven”. Una explosión de llanto. Pero no entra. María se levanta. Deja el manto sobre la mesa y va a la puerta.  Pedro está allí acurrucado afuera. Como un perro sin dueño. Llora tan fuerte y todo encogido, que no percibe el ruido de la puerta al abrirse, ni los pasos fatigados de la Virgen. Cae en la cuenta de que está cerca cuando Ella se inclina hasta tomarle una mano, con que está apretando sus ojos, y le obliga a levantarse. ■ Entra en la habitación trayéndole consigo, como si fuera un niño. Cierra la puerta con el picaporte, y encorvada por el dolor como Pedro por la vergüenza, vuelve a su sitio. Pedro se acerca a sus pies, de rodillas, y llora sin freno. María acaricia sus cabellos entrecanos y sudados por el dolor. Hasta que se calme no deja de acariciarle. Cuando Pedro finalmente dice: “No puedes perdonarme; por tanto, no me acaricies más. Porque le negué”. María le responde: “Pedro, tú le negaste. Es verdad. Tuviste el valor de negarle en público, el valor cobarde de haberlo hecho. Los otros… fueron cobardes, menos los pastores, Mannaén, Nicodemo, José y Juan. Todos le han negado: hombres y mujeres de Israel, menos un puñado de mujeres… No nombro a los sobrinos y a Alfeo de Sara. Son parientes y amigos. Pero los demás… Y con todo no han tenido el valor satánico de mentir para salvarse, ni el valor espiritual de arrepentirse y llorar, ni el digno de alabanza de reconocer públicamente el error. Eres un pobrecillo. Lo fuiste, mejor dicho, mientras presumiste de ti. Ahora eres un hombre, mañana serás un santo. ■ Pero aunque no fueras lo que eres, te habría perdonado de todos modos. Habría perdonado a Judas, con tal de salvarle su alma. Porque el valor de un espíritu, de uno solo, es tan grande que justifica todo esfuerzo para superar repugnancias y resentimientos, hasta quedar destrozados por ese esfuerzo. Recuerda esto, Pedro. Te lo repito: El valor de un alma es tan grande, que aun a costa de morir uno por el esfuerzo que se hace por tenerla a nuestro lado, hay que tenerla así, entre los brazos, como yo tengo tu cabeza canosa, si se espera que teniéndola así, se la puede salvar.  Como una madre que, después que su hijo fue castigado por su padre, pone en su corazón la cabeza del hijo culpable, y, con las palabras de su corazón deshecho de dolor, que palpita, que palpita de amor y dolor, más con esas palabras que con los golpes del padre, hace que se corrija el hijo”.
*  “Pedro de mi Hijo… ven, ven aquí, al corazón de la Madre de los hijos de mi Hijo. Aquí Satanás no puede hacerte ningún mal, se calman las tempestades… ¿No sabes que es deber de las madres enderezar, curar, perdonar, llevar? Yo te llevo a Él”.-  ■ Virgen: “Pedro de mi Hijo, pobre Pedro que te has visto, como todos, en las manos de Satanás en estas horas de tinieblas, y no has caído en la cuenta de ello, y crees que todo has hecho tú solo, ven, ven aquí, al corazón de la Madre de los hijos de mi Hijo. Aquí Satanás no puede hacerte ningún mal. Aquí se calman las tempestades y  —en espera del Sol: de mi Jesús que resucitará, que te dirá: «La paz sea contigo, Pedro mío»— se alza la estrella de la mañana, pura, bella, y que hace puro, hermoso todo aquello que por ella es besado, como sucede con las cristalinas aguas de nuestro mar en las frescas mañanas de primavera. Por esto te he anhelado tanto. ■ A los pies de la cruz yo padecía martirio por Él y por vosotros, y, —¿cómo no lo oíste?—, y llamaba a vuestros corazones y llamaba tan fuertemente, que creo que vinieron realmente a mí. Y encerrados en mi corazón —mejor dicho, colocados sobre él, como los panes de la proposición— los  tuve bajo el baño de su Sangre y de su llanto. Pude hacerlo porque Él, en persona de Juan, me ha constituido Madre de toda la descendencia… ¡Cuánto te he anhelado!… Esa mañana, esa tarde, esa noche y al día siguiente… ¿Por qué has hecho esperar tanto a una Madre, Pedro, herido y pisoteado por el Demonio? ¿No sabes que es deber de las madres enderezar, curar, perdonar, llevar? Yo te llevo a Él”.
* De pie, tiene los brazos abiertos, cual sacerdotisa en el momento de la ofrenda, de la misma manera que en la cámara sepulcral ofreció la Hostia Inmaculada, aquí ofrece al pecador arrepentido. ¡Verdaderamente es la Madre de los santos y de los pecadores!.- Virgen: “Pedro, ¿quieres verle? ¿Quisieras ver su sonrisa para convencerte de que todavía te ama? ¿Sí? ¡Oh, entonces hazte a un lado, pon la frente sobre su frente coronada, tu boca sobre su boca herida, y besa a tu señor!”. Pedro: “Está muerto… No podré volver a hacerlo…”. Virgen: “Pedro, respóndeme, ¿cuál crees que haya sido el último milagro de tu Señor?”. Pedro: “El de darnos su Cuerpo. No, no, el del soldado que curó allí, allí… ¡oh, no me hagas recordar!…”. Virgen: “Una mujer fiel, amorosa, valiente, se llegó a Él en el Calvario, y le secó el Rostro. Y Él, para demostrar cuánto puede el amor, imprimió su Rostro en el lino. Mírale, Pedro. Esto consiguió una mujer, durante las horas de tinieblas infernales, y de la ira divina. Sólo porque amó. Ten presente esto, Pedro, para las horas en que te pareciera que el Demonio es más fuerte que Dios. Dios se hallaba prisionero de los hombres, ya avasallado, condenado, azotado, ya agonizando… Y, a pesar de todo —dado que Dios, aun en las más duras persecuciones, siempre es Dios, y, si se puede perseguir a la Idea, intocable es Dios que la suscita— mira que Dios, a los que niegan, a los incrédulos, a los hombres de los necios «¿por qué?», de los culpables «no puede ser», de los sacrílegos «lo que no comprendo no es verdad», responde sin palabras con este lienzo. Mírale. ■ Un día, tú me contaste que habías dicho a Andrés: «¿Que el Mesías se te haya mostrado? ¡No puede ser verdad!» y luego tu razonamiento humano tuvo que doblegarse ante la fuerza del espíritu que veía al Mesías allí donde la razón no lograba. Una vez, en medio de un mar tempestuoso, preguntaste: «¿Puedo ir Maestro?» y luego, a medio camino, en medio de las olas, dudaste y gritaste: «El agua no me puede sostener», y con el lastre de la duda te faltó poco para ahogarte. Solo cuando contra la razón humana prevaleció el espíritu, que supo creer, pudiste encontrar la ayuda de Dios. Otra vez dijiste: «Si Lázaro hace ya cuatro días que ha muerto, ¿para qué hemos venido? Para morir inútilmente». Y es que no podías, con tu razón humana, admitir otra solución. Y tu razón quedó desmentida por el espíritu, que, al mostrarte con el resucitado la gloria del Resucitador, te mostró que no habías ido allí inútilmente. Otra vez, mejor dicho, otras veces, al oír que tu Señor hablaba de muerte atroz, dijiste: «¡Esto no te sucederá jamás!». Y ves qué mentís ha recibido tu razón. Yo espero ahora que tu espíritu diga una palabra en este último caso”. Pedro: “Perdón”. Virgen: “Eso no. Otra palabra”. Pedro: “Creo”. Virgen: “Otra”.  Pedro: “No la sé…”. Virgen: “Amo. Pedro, ama. Serás perdonado. Creerás. Serás fuerte. Serás el sacerdote y no el fariseo que oprime, que no tiene sino formalismos, que carece de una fe activa. ■ Mírale. Atrévete a mirarle. Todos le han mirado y venerado. También Longinos… ¿Y tú no vas a poder? ¡Fuiste incluso capaz de renegar de Él! Si ahora no le reconoces, a través de mi fuego materno, de mi amor doloroso que os une, que os da paz, ya no podrás hacerlo. Él resucitará. ¿Cómo podrás mirarle en su nuevo fulgor, si no conoces su rostro de Maestro que se convertirá en el del Triunfador? Porque el dolor, todo el Dolor de los siglos y del mundo, le ha moldeado con cincel y martillo en aquellas horas que pasaron de la noche del Jueves hasta las tres de la tarde de ayer, viernes. Y han cambiado su rostro. Antes era sólo el Maestro, el Amigo. Ahora es el Juez y Rey. Ha subido a su trono para juzgar. Se ha puesto la corona. Y así quedará. Sólo que, después de la resurrección gloriosa, no será más el Hombre Juez y Rey, sino el Dios Juez y Rey. Mírale, mírale, mientras la Humanidad, y el Dolor le envuelven, para poderle mirar cuando triunfe con su Divinidad”. ■ Finalmente Pedro levanta su cabeza de las rodillas de María y la mira con sus ojos hinchados en llanto, con una cara de un viejo niño desconsolado y sorprendido del mal que ha hecho y del inmenso bien que encuentra. María le obliga a ver a su Señor. Como si estuviera enfrente de un rostro vivo, Pedro con lágrimas prorrumpe: “¡Perdón, perdón! No sé cómo fue. Qué fue. No era yo. Había algo que me hizo no ser yo. ¡Pero… te amo, Jesús! ¡Te amo, Maestro mío! ¡Vuelve, vuelve! ¡No te vayas sin decirme que me has comprendido!”. ■ Al decir estas palabras María repite lo que había hecho en la cámara sepulcral. De pie, tiene los brazos abiertos, cual sacerdotisa en el momento de la ofrenda. Y, de la misma manera que allí ofreció la Hostia inmaculada, aquí ofrece al pecador arrepentido. ¡Verdaderamente es la Madre de los santos y de los pecadores! Luego levanta a Pedro. Le vuelve a consolar. Le dice como diría a un niño: “Ahora estoy más contenta. Sé que estás aquí. Ahora vete allá con las mujeres y con Juan. Tenéis necesidad de descanso y alimento. Vete. Y sé bueno”. ■ Y, mientras en la casa donde reina ahora más tranquilidad que en la noche anterior,  tienden a volver las costumbres humanas del sueño y del alimento, en una casa que presenta el aspecto cansado y resignado de las moradas donde los supervivientes, despacio, vuelven en sí de la impresión recibida por la muerte, María es la única que quiere permanecer en pie. Firme en su lugar, en su espera, en su oración. Siempre, siempre, siempre; por los vivos y por los muertos, por los justos y culpables, por el regreso, el regreso de su Hijo. Su cuñada quería quedarse con Ella. Pero ahora está durmiendo profundamente, sentada en su rincón, con la cabeza arrimada a la pared. Marta y María vienen por dos veces, pero cargadas de sueño se retiran a una habitación cercana y, después de algunas palabras, se entregan al descanso… Más allá, en una pequeña habitación, duermen Salomé y Susana; mientras que, encima de dos esteras echadas en el suelo, duermen rumorosamente Pedro y Juan. El primero todavía con un sollozo mecánico que parece escucharse en su roncar. El segundo con una sonrisa de niño que sueña en algo bello. La vida vuelve a sus hábitos y la carne a sus derechos… Solo la Estrella de la mañana brilla insomne, con su amor que vela cerca de la imagen de su Hijo. Y así pasa la noche del sábado, hasta que el canto del gallo, cuando brota el alba, hace poner de pie a Pedro con un grito. Un grito de espanto, de dolor con el que despierta a los que están durmiendo. Ha terminado la tregua para ellos y empieza de nuevo la pena; mientras que para María solo va aumentando el ansia de la espera. (Escrito el 31de Marzo de 1945).
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1  Nota  : “Estoy cierta que si hubiera dicho: «No es posible que resucite», se hubiera quedado en nada la Redención”.- Esta afirmación de la Virgen parece equivocada y necia. Al contrario, es exacta y muy cabal. Según el plan divino de la Redención estaba establecido que, como el género humano había ido a la ruina por causa de Adán y Eva que formaron un único principio de muerte, así fuese restaurado por el nuevo Adán, Jesús, y por la nueva Eva, María, constituyendo un solo principio de nuevo nacimiento. María de hecho no sólo es la Madre del Redentor, sino su compañera activa con Él, como lo atestigua la antigua tradición, iluminada y esclarecida a través de los siglos con la ayuda del Espíritu Santo, que ha puesto en luz que el paralelismo (analógico) entre Eva y María no consiste propiamente en la maternidad (Eva no fue madre de Adán, pero María, sí de Jesús) sino precisamente en la asociación en la obra, de subyugación de parte de Eva, de Redención de parte de María. ; 2  Nota  :  Jonás y  Marcos.  Padre e hijo, en la casa del Getsemaní, sirvientes de la casa de Lázaro.

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