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El tema de “María Magdalena”, 2ª parte, comprende:
a) Episodios y dictados extraídos de la Obra magna

 .          «El Evangelio como me ha sido revelado»

 .                      («El Hombre-Dios»)
b) Dictado extraído de los «Cuadernos de 1943/1950»

                                                         .

                         a) Episodios y dictados extraídos de la Obra magna
.                                 «El Evangelio como me ha sido revelado»
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7-485-365  (8-180-350).- Jesús llega a Betania para la fiesta de los Tabernáculos (1).- Lázaro está muy mal. Pide una fe ilimitada a Marta, María y Lázaro.
* “¡Marta! ¡Marta! ¿Qué sabes de las operaciones y decretos de Dios?”.- ■  La pequeña ciudad de Ensemes, acoclada en medio del verde y toda encendida del sol (de un sol que empieza su ocaso), pronto queda atrás; pasan el gran manantial, rico en aguas, situado un poco al norte donde empieza Betania, y luego aparecen las primeras casas entre el verdor… Han llegado después de un largo y cansado camino. Y aunque estén muy fatigados parecen cobrar vigor tan solo con sentirse cerca de la casa amiga de Betania. El pueblo está envuelto en la tranquilidad, casi vacío. Muchos de sus habitantes deben haber partido ya a Jerusalén para la fiesta; por este motivo, Jesús pasa inadvertido hasta que llega a las cercanías de la casa de Lázaro. Solo cuando está cerca del jardín boscoso de la casa, donde estaban todas aquellas zancudas, encuentra a dos hombres que le reconocen, le saludan y le preguntan: “¿Vas a la casa de Lázaro, Maestro? Haces bien. Está muy mal. Venimos de allá. Le llevamos leche de nuestras borricas, el único alimento que puede soportar su estómago, junto con un poco de jugo de frutas y miel. Sus hermanas no hacen más que llorar. Están acabadas por sus desvelos y por el dolor… Él no hace más que esperarte con ansias. Me imagino que ya se hubiera muerto, si el anhelo de volverte a ver no le sostuviese la vida”. Jesús: “Voy inmediatamente. Dios esté con vosotros”. Algunos preguntan con curiosidad: “¿Le vas a curar?”. Jesús: “La voluntad de Dios se manifestará en él y con ella su poder”, y deja a los dos perplejos, y se encamina aprisa al cancel del jardín. ■ Le ve un criado. Corre a abrirle, pero no lanza ninguna exclamación de alegría. Apenas abre, se arrodilla para venerar a Jesús y con voz dolorosa dice: “¡Bienaventurado, Señor! Ojalá que tu venida sea señal de alegría para esta casa que llora. Lázaro, mi patrón…”. Jesús: “Lo sé. Someteos todos a la voluntad del Señor. Él premiará el sacrificio de vuestra voluntad a la suya. Ve a llamar a Marta y María. Las espero en el jardín”. El siervo corre, Jesús le sigue despacio después de haber dicho a los apóstoles: “Voy donde Lázaro. Descansad que lo necesitáis…”. Y, efectivamente, mientras se asoman a la puerta las dos hermanas —tienen dificultad en reconocer al Señor, pues muy cansados están sus ojos de vela y lágrimas, y el sol, dándoles precisamente en los ojos—, otros criados, por una puerta secundaria, salen al encuentro de los apóstoles y los acompañan. Jesús: “¡Marta! ¡María! Soy Yo. ¿No me reconocéis?”. Gritan las hermanas: “¡Oh, Maestro!”, y corren a Él arrojándose a sus pies, a duras penas ahogando los sollozos. Besos y lágrimas envuelven los pies de Jesús, como sucedió en la casa de Simón el fariseo. Pero esta vez Jesús no se muestra tan serio como entonces al sentir el lavatorio del llanto de Marta y María; esta vez se inclina y las toca en la cabeza, las acaricia y bendice. Les ordena que se levanten, y agrega: “Venid. Vamos bajo el emparrado de los jazmines. ¿Podéis dejar solo a Lázaro?”. Más con señales que con palabras, entre sollozos, responden que sí, y van al quiosco sombrío entre cuyo follaje tupido y oscuro, cual si fuera una estrellita, se ve una blanca y olorosa flor de jazmín. ■ Jesús: “Hablad, pues”. Las hermanas hablan alternativamente: “Maestro, llegas a una casa en que reina la tristeza. Con el dolor no sabemos ni qué hacer. Cuando el criado nos dijo: «Hay alguien que os busca» no pensamos en Ti. Cuando te vimos, no te reconocimos. ¿Ves? Nuestros ojos están rojos del llanto. ¡Lázaro se muere!…” y las lágrimas interrumpen sus palabras. Jesús: “Y Yo he venido…”. María, cuya esperanza se refleja en las lágrimas que le corren, exclama: “¿A curarle? ¡Oh, Señor mío!”. Marta, juntando sus manos en expresión de alegría, dice: “¡Ya lo decía yo! Si Él viene…”. Jesús: “¡Marta, Marta! ¿Qué sabes de las operaciones y decretos de Dios?”. Exclaman juntas: “¡Ay, Maestro! ¿No vas a curarle?”,  y vuelven a sumirse en el dolor. Jesús: “Yo os digo: tened una fe ilimitada en el Señor. No dejéis de tenerla pese a toda insinuación o acaecimiento, y veréis grandes cosas cuando vuestro corazón no tenga ya motivo para esperar verlas. ■  ¿Qué dice Lázaro?”. Marta: “Sus palabras son eco de las tuyas. Nos dice: «No dudéis de la bondad y poder de Dios. En cualquier cosa que sucediese, Él intervendrá para vuestro bien y el mío, y para el bien de muchos, de todos los que como yo y como vosotros sepan permanecer fieles al Señor». Y, cuando está en condiciones de hacerlo, nos explica las Escrituras, que es ya lo único que lee, y nos habla de Ti, y dice que va a morir en una era dichosa, porque ha empezado la era de la paz y del perdón. Pero le oirás Tú mismo… Es que dice también otras cosas que nos hacen llorar incluso más que por él…”.
* “Eres (Magdalena) una de las almas que Satanás más odia. Pero también eres una de las que Dios más ama. Recuérdalo”.- ■ María dice: “Ven, Señor. Cada minuto que pasa es un minuto robado a la esperanza de Lázaro. Él ha estado contando las horas… Ha repetido: «Y con todo para la fiesta vendrá a Jerusalén…».  Nosotras, nosotras que sabemos muchas cosas que no comunicamos a Lázaro para no causarle dolor alguno, no abrigábamos ninguna esperanza, porque creíamos que no vendrías por causa de los que te buscan… Marta pensaba sobre todo así, yo menos porque… yo, si estuviese en tu lugar, desafiaría a mis enemigos. No soy de las que tienen miedo de los hombres. Ahora no tengo miedo más, ni aun de Dios. Sé cuán bueno es con las almas arrepentidas…”, y le mira con sus ojos llenos de  amor. ■ Jesús pregunta: “¿De nada  tienes miedo, María?”. Magdalena: “Del pecado… y de mí misma… Siempre tengo miedo de volver a caer en el mal. Pienso que Satanás me debe odiar mucho”. Jesús: “Tienes razón. Eres una de las almas que Satanás más odia. Pero también eres una de las que Dios más ama. Recuérdalo”. Magdalena: “Lo tengo presente. Es lo que me da fuerzas. Recuerdo lo que dijiste en la casa de Simón: «Mucho se le ha perdonado, porque mucho ha amado», y a mí: «Te son perdonados tus pecados. Tu fe te ha salvado. Vete en paz». Dijiste «los pecados». No muchos. Todos. Y entonces pienso que me has amado. ¡Dios mío! Sin medida. Si mi pobre fe de entonces que nacía de mi alma cargada de culpas, pudo alcanzar tanto de Ti, ¿mi fe de ahora no será capaz de defenderme del mal?”. Jesús: “Sí, María. Vela cuidadosamente sobre ti, con humildad y prudencia. Pero ten fe en el Señor. Él está contigo”.
* Lázaro dice: “Creo en todo, Señor. Hasta en las cosas desmentidas por los hechos”.- ■ Entran en la casa. Marta va a ver a su hermano. María quisiera servir a Jesús pero Él quiere ir antes a donde Lázaro. Entran en la habitación semiobscura donde el sacrificio se va consumando. Lázaro: “¡Maestro!”. Jesús: “¡Amigo mío!”. Lázaro extiende sus brazos esqueléticos en alto, los de Jesús se inclinan a abrazar el cuerpo del amigo que languidece. Un largo abrazo. Luego Jesús coloca al enfermo sobre los almohadones y le mira compasivamente. Lázaro sonríe. Está feliz. En su cara demacrada los ojos hundidos brillan con la alegría de tener allí a Jesús, que  le dice: “¿Lo ves? He venido, y estaré mucho tiempo contigo”. ■ Lázaro: “¡Oh, no puedes, Señor! A mí no me dicen todo. Pero sé lo suficiente como para decirte que no puedes. Al dolor que te causan, agregan el mío, mi parte, no concediéndome expirar entre tus brazos. Pero yo, que te amo, no puedo por egoísmo tenerte cerca de mí, sabiendo que peligras. Tú… ya me he tomado las providencias… debes cambiar siempre de lugar. Todas mis casas están abiertas para Ti. Los guardas tienen órdenes lo mismo que los mayordomos de mis campos. No vayas al Getsemaní para quedarte allí un tiempo. Está muy vigilado. Me refiero a la casa. Porque a los olivos, especialmente a los de arriba, puedes ir, y por muchos caminos, sin que lo sepan ellos. ¿Sabes que Marziam está ya aquí? Algunos interrogaron a Marziam, cuando estaba con Marcos en el molino de aceitunas. Querían saber dónde estabas, y si ibas a venir. El muchacho respondió bien: «Él es israelita y vendrá. Por dónde, no lo sé, pues le dejé en el Merón». Así ha impedido que te llamaran pecador y no ha mentido”. Jesús: “Te lo agradezco, Lázaro. Haré lo que me dices. De todos modos nos veremos frecuentemente” y vuelve a mirarle. ■  Lázaro: “¿Me miras, Maestro? ¿Ves cómo me he quedado? Como un árbol que se despoja de sus hojas en otoño, así me despojo poco a poco de carne, de fuerza y de horas de vida. Pero digo la verdad diciendo que, si siento el no vivir lo suficiente para ver tu triunfo, me alegro por marcharme para no ver el odio que aumenta a tu alrededor, y ¡yo impotente como estoy para detenerlo!”. Jesús: “No eres impotente; nunca lo eres. Tomas providencias para con tu Amigo aun antes de que Él llegue. Tengo dos casas de paz, y, podría decir: igualmente queridas: la de Nazaret y ésta. Si allí está mi Madre, el amor celestial casi cuanto el Cielo por el Hijo de Dios, aquí tengo el amor de los hombres por el Hijo del hombre. El amor amigo, que cree, que me venera… ¡Gracias, amigos míos!”. ■ Lázaro: “¿No va a venir tu Madre?”. Jesús: “Al principio de la primavera”. Lázaro: “Entonces no la veré más…”. Jesús: “Sí, la verás. Te lo aseguro. Me debes creer”. Lázaro: “En todo, Señor. Hasta en las cosas desmentidas por los hechos”. Jesús: “¿Dónde está Marziam?”. Lázaro: “En Jerusalén con los discípulos, pero viene a la tarde. Dentro de poco. ¿Y tus apóstoles? ¿No están contigo?”. Jesús: “Están allí con Maximino que les da algo para su cansancio y agotamiento”. Lázaro: “¿Habéis caminado mucho?”. Jesús: “Mucho. Sin parar. Te lo contaré después… Ahora descansa. Te bendigo”. Jesús le bendice y se retira. (Escrito el 2 de Septiembre de 1946).
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1  Nota  : Tabernáculos o fiesta de las Tiendas, al final de las recolecciones de otoño.
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 (<Jesús, después de una larga gira, ha llegado nuevamente a Betania. Ha dejado a sus apóstoles más allá del patio, y Él se ha dirigido a la casa amiga>)
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8-519-135 (9-216-564).- Las llagas feas y repugnantes de Lázaro.
* María Magdalena ha comprobado que la enfermedad, cruel y fétida que destruye a Lázaro, no es lepra.- ■ Jesús, que ya ha llegado al cancel, llama a un siervo que le abra. Entra. Pregunta por Lázaro. El siervo le dice: “Oh, Señor. ¿Ves? Vuelvo de recoger hojas de laurel y alcanfor y bayas de ciprés y otras hojas y frutos olorosos para hervirlos con vino y resinas y preparar el baño para mi amo. La carne se le cae a pedazos y no se aguanta el hedor. No sé si te dejarán pasar…”. Por temor de que aun el aire pudiera escuchar, en voz bajísima añade: “Ahora que no puede ocultar que tiene llagas, las amas no admiten a nadie… por temor… Sabes… Pocos aman verdaderamente a Lázaro… Y muchos, muchísimos se alegrarían de… ¡Oh, no me hagas pensar en lo que es el terror de este hogar!”. Jesús: “Hacen bien ellas. Pero no tengáis miedo. No sucederá ninguna desgracia”. El siervo insiste: “¿Podrá curarse? Un milagro tuyo…”. Jesús: “No se curará. Pero esto servirá para glorificar al Señor”. El siervo se siente defraudado… Jesús que cura a todos pero aquí en Betania no hace nada. Solo un suspiro es la muestra de lo que piensa. Dice: “Voy a anunciarte a las amas”. Los apóstoles rodean a Jesús, deseosos de saber el estado de Lázaro, y se quedan horrorizados al saberlo. ■ Las dos hermanas ya vienen. Su juventud y su diferente hermosura parece nublada por el dolor y fatiga de las vigilias prolongadas. Pálidas, abatidas, demacradas, con grandes ojeras en aquellos ojos que un tiempo brillaban; sin anillos, ni brazaletes, vestidas de color ceniza obscuro, parecen más bien esclavas que dueñas. Se arrodillan a cierta distancia ante Jesús, ofreciéndole solo el llanto. Un llanto resignado, mudo, que desciende como de una fuente interna, y que no puede detenerse. Jesús se acerca. ■ Marta alarga sus brazos susurrando: “Apártate, Señor. En verdad tememos ser pecadoras contra la Ley sobre la lepra (1). ¡Pero no podemos, oh Dios, no podemos provocar un decreto semejante contra nuestro Lázaro! Pero Tú no te acerques, porque, no tocando sino llagas, estamos contaminadas. Solo nosotras. Porque hemos apartado a todos los demás, y todo nos lo dejan en la puerta, y nosotras tomamos las cosas, y lavamos, y quemamos, en la habitación contigua a la de nuestro hermano. Mira nuestras manos. Están corroídas de la cal viva que usamos para los vasos que devolvemos a los siervos. Pensamos que así somos menos culpables” y llora. ■ María Magdalena que ha estado callada, entre lágrimas dice: “Deberíamos llamar al sacerdote. Pero… Yo, yo soy la más culpable porque me opongo a ello, pues sostengo que no es la enfermedad maldita de Israel. ¡No, no lo es! Pero nos odian tanto, y tantos, que dirían que lo es. ¡Por mucho menos, Simón, tu apóstol, fue declarado leproso!”. Marta solloza: “No eres ni sacerdote ni médico, María”. Magdalena: “No lo soy. Pero sabes lo que he hecho para asegurarme de lo que dije. Señor, he ido y recorrido todo el valle de Hinnón, todo Siloán, todos los sepulcros que hay cerca de En Rogel, vestida de esclava, con el velo puesto, a la luz de la aurora, con víveres y aguas medicinales, vendas y vestidos. Todo lo di, todo lo di. Decía que era un voto por un ser a quien amaba yo. Es la verdad. Pedía que se me mostrasen solo las llagas de los leprosos. Debieron haberme tomado por loca… ¿Alguien, acaso, quiere ver esos horrores? Pero yo, poniendo mis presentes en los bordes de las rocas, pedía que me mostrasen sus llagas. Y ellos arriba, yo más abajo; ellos asombrados, yo con repugnancia; ellos llorando, llorando yo… ¡he mirado, mirado, mirado! He visto esos cuerpos cubiertos de escamas, de costras, de llagas; caras corroídas, cabellos blancos y duros cual espinas, ojos que eran cuevas de pus, carrillos que dejaban ver los dientes, calaveras que se mueven en cuerpos vivos, manos reducidas a tendones monstruosos, pies como ramas nudosas; he visto el horror, el hedor, la podredumbre. Si pequé adorando la carne, si gocé con los ojos, con el olfato, con el oído, con el tacto, de lo hermoso, de lo perfumado, de lo armonioso, de lo suave y delicado, ¡oh!, te aseguro que los sentidos se purificaron ya con la mortificación de esto que vi (2). Mis ojos se han olvidado de la belleza seductora del hombre, al contemplar esos monstruos; los oídos, con esas voces ásperas, que ya no son humanas, han expiado el pasado gozo de voces varoniles; y todo mi cuerpo se ha estremecido, mi asco ha sido indescriptible… y todo resto de culto a mí misma ha muerto, porque he visto lo que somos después de la muerte… Pero traje conmigo esta certeza: que Lázaro no está leproso. Su voz no está cascada, sus cabellos y todo el resto de su piel está intacto, y sus llagas son diferentes. ¡No, no está leproso! Y Marta me aflige porque no cree, porque no conforta a Lázaro en el sentido de no creerse contaminado. ¿Sabes? Ahora, que sabe que estás aquí, no quiere verte, para no contaminarte. ¡Los necios temores de mi hermana le privan de tu consuelo!…”. ■ Su naturaleza vehemente lleva a Magdalena a la cólera. Pero al ver que su hermana estalla en un llanto desolado, su vehemencia desaparece inmediatamente, la abraza, la besa diciéndole: “¡Marta, perdón, perdón! ¡El dolor me hace ser injusta! ¡Es el amor que tengo por Lázaro y por ti el que querría convenceros! ¡Pobre hermana mía! ¡Pobres mujeres, eso es lo que somos!”. Jesús les dice: “¡Ea, ánimo! ¡No lloréis así! Tenéis necesidad de paz y de compasión recíproca, por vosotras y por él. Y os aseguro que Lázaro no está leproso”. Marta suplica: “¡Oh, ven a donde está, Señor! ¿Quién mejor que Tú puede juzgar que no está leproso?”. Jesús: “¿No te acabo de decir que no lo está?”. Marta: “Sí, ¿pero cómo puedes afirmarlo si no lo ves?”. Jesús: “¡Oh, Marta, Marta! Dios te perdona porque sufres y eres como alguien que delira. Me das compasión. Voy a ver a Lázaro y le veré la llaga y…”. Marta, poniéndose de pie, grita: “…¡se las curarás!”. Jesús: “Varias veces te he dicho que no puedo hacerlo… Pero quiero que estéis tranquilas con lo que se refiere a la ley de la lepra. Vamos…”. Y abre la marcha hacia la casa, haciendo señas a los apóstoles de no seguirle.
* Lázaro muestra a Jesús sus feas y repugnantes llagas, brotadas a lo largo de las varices de las piernas.- ■ María se adelanta corriendo, abre la puerta, corre por un pasillo y de éste abre otra puerta, que da a un pequeño patio interior, anda unos cuantos pasos y entra en una habitación semiobscura, llena de jofainas, vasos, jarras, vendas… Se siente un olor que es mezcla de aromas y de descomposición. Hay una puerta frente a la de antes, y María la abre y, con una voz que quiere ser radiante de alegría, grita: “Hermano, aquí está el Maestro. Viene a decirte que yo tengo razón. Alégrate, sonríe, que está entrando quien nos ama, quien nos trae la paz”, y se inclina sobre su hermano, le incorpora sobre los almohadones, le besa, sin preocuparse del hedor que, pese a todos los paliativos, se siente que sale de su cuerpo hecho llaga; y sigue todavía inclinada arreglándole, cuando el dulce saludo de Jesús resuena en la habitación, que parece iluminarse por la presencia del Señor. ■ Lázaro: “Maestro, ¿no tienes miedo?… estoy…”. Jesús: “¡Enfermo! Nada más que eso, Lázaro. Las normas han sido dadas, muy amplias y severas, por un comprensible sentido de prudencia. Es mejor exagerar por prudencia que por imprudencia, en ciertos casos como los de las enfermedades contagiosas. Pero tú no eres contagioso, amigo mío, no estás contaminado. Tanto, que no creo faltar a la prudencia respecto a los hermanos si te abrazo y te beso así” y, tomando entre sus brazos el cuerpo enflaquecido, besa a Lázaro. Lázaro: “¡En realidad eres la Paz! Pero todavía no has visto. María te lo va a hacer ver. Soy ya un muerto, Señor. No sé cómo mis hermanas pueden resistir…”. ■ Tampoco sabría yo, pues verdaderamente son feas y repugnantes las llagas que han salido a lo largo de las varices de las piernas. Las hermosas y suaves manos de María pasan por encima de ellas y con su voz maravillosa, responde: “Tu enfermedad son rosas para tus hermanas. Rosas que tienen espinas solo porque tú sufres. ¿Ves, Maestro? ¡La lepra no es así!”. Jesús: “No lo es. Una dura enfermedad, te consume, pero no es de peligro. ¡Créele a tu Maestro! Cúbrele, María. Ya he visto”. Marta, obstinada en la esperanza, dice suspirando: “¿No quieres tocarlas?”. Jesús: “No es necesario. No lo hago, no por asco, sino para no causarle dolor”. Marta se agacha, sin insistir más, hacia una palangana donde hay vino o vinagre aromatizado, y sumerge unos paños, que luego pasa a su hermana. Lágrimas mudas caen en el líquido rojizo… María envuelve las piernas y extiende de nuevo las mantas sobre los pies, ya inertes y amarillentos como los de un muerto. ■ Lázaro pregunta: “¿Has venido solo?”. Jesús: “No. Con todos menos con Judas de Keriot, que se quedó en Jerusalén, y vendrá… Pero si ya me hubiera ido, le enviaréis a Betabara. Iré allá. Que allí me espere”. Lázaro: “Te vas pronto…”. Jesús: “Y pronto regresaré. Dentro de poco es la Dedicación. Estaré contigo unos cuantos días”. Lázaro: “No podré hacerte los honores para las Encenias…”. Jesús: “Estaré en Belén ese día. Quiero volver el lugar donde nací”. Lázaro: “Estás triste… Sé… ¡Oh, y no poder hacer nada!”. Jesús: “No estoy triste. Soy el Redentor… Pero, tú estás cansado. No luches contra el sueño, amigo mío”. Lázaro: “Era para honrarte…”. Jesús: “Duérmete, duérmete. Nos veremos después”. Y Jesús se retira sin hacer ruido.
* Mi corazón está mucho más llagado que vuestro hermano. Está rojo de dolor”.- ■ Marta, ya fuera en el patio, pregunta: “¿Ya has visto, Maestro?”. Jesús: “Sí, ya he visto. Pobres discípulas mías… Yo lloro con vosotras… Pero os puedo decir en secreto que mi corazón está mucho más llagado que vuestro hermano. Está rojo de dolor…”. Y las mira con una tristeza tan viva que las dos olvidan su dolor. No pudiendo abrazarle, por ser mujeres, se limitan a besarle las manos, el vestido y a querer honrarle cual cariñosas hermanas. Le sirven en una sala pequeña y le rodean con cariño. (Escrito el 28 de Octubre de 1946).
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1  Nota  : Ley referente a la lepra.- Cfr. Lev. 13 y 14.   2  Nota  : La enfermedad cruel, horrenda y fétida que iba destruyendo a Lázaro, hasta reducirlo al estado de un cadáver, no era lepra, sino unas varices ulceradas y por tanto con llagas grandes y profundas, llenas de gangrena. Quien haya visto semejantes casos, dará la razón a María Magdalena, que —como afirma aquí— el espectáculo de aquellos horrores habían extinguido en ella las malas inclinaciones y le habían ayudado a expiar y reparar las culpas de una desenfrenada sensualidad.
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(<Jesús se encuentra en un camino próximo a Jericó,  cerca del río Jordán. Los fariseos le han presentado a una mujer, Sabea, que tiene fama de hablar con palabras inspiradas. Pero para ellos es una endemoniada. Según ellos, ella sostiene que, a pesar de que nunca ha visto a Jesús, conoce su cara y su voz. ■ Y eso ha sucedido. Sabea acaba de señalar y proclamar, delante de todos, —incluso de fariseos que han intentado previamente confundirla presentando ante ella a un hombre joven como si fuera Jesús mismo—, a Jesús como el Adonái esperado>)

8-525-190  (9-222-617).-  El escriba Sadoc y el reto.- Promesa de “voces” en el futuro.
* “¿No eres tú Sadoc, llamado el escriba de oro?… Y te recuerdo el reto que te propuse en Quedes. Dentro de poco verás cumplirse una parte de él. Cuando la luna vuelva a la fase… te daré esa prueba. Ésta es la primera. La otra la tendrás cuando el trigo cimbree sus espigas aún verdes con el leve viento de Nisán”.- ■ Los escribas rodean a Jesús y le llevan aparte, y alejan a todos los demás con miradas y palabras amenazadoras, y uno de ellos dice: “Lo menos que puedes hacer es curarla. Porque, aunque quieras afirmar taxativamente que no está poseída de demonio, lo que no puedes negar es que sea una enferma. ¡Mujeres!… Y mujeres sacrificadas por el destino… Su vitalidad bien que se debe manifestar por alguna parte… y divagan… y ven cosas irreales… y, sobre todo, te ven a Ti que eres joven y apuesto… y…”. Jesús reacciona con una actitud de mando: “¡Cállate, boca de serpiente! Ni tú mismo crees en lo que dices” e interrumpe las palabras en los labios del escriba delgado y narigudo que al prin­cipio se había burlado de la mujer como falsa profetisa. Dice otro escriba: “No ofendamos al Maestro. Le hemos elegido como juez de un ca­so que nosotros no logramos juzgar…”. Es el escriba que había ido al encuentro de Jesús por el camino y que  le había dicho que no todos los escribas eran sus adversarios, sino que algunos le ob­servaban para emitir un juicio, con la sincera voluntad de seguirle si le consideraban Dios. Los otros arremeten contra él: “¡Cállate, Joel el Alamot, hijo de Abías! Sólo un mal nacido como tú puede decir esas palabras”. El escriba se pone rojo por la ofensa, pero se domina y res­ponde con dignidad: “Si mi nacimiento no puede aceptarse, ello no quita que mi inteligencia sea clara. Al contrario, el prohibirme muchos placeres ha hecho de mí un hombre de sabiduría. Y, si fuerais santos, no humillaríais al hombre, sino respetaríais al sabio”. ■ Un escriba dice: “¡Bien, bueno! Vamos a hablar de lo que nos urge. Tú tienes el deber de curarla, Maestro, porque con ese delirio suyo asusta a la gente y ofende al sacerdocio, a los fariseos y a nosotros”.  Jesús pregunta dulcemente: “¿Si os hubiera alabado me diríais que la curara?”. Un escriba, sin darse cuenta de que cae en una trampa, dice: “No. Porque haría que la gente nos respetase, este pueblo de cabrones que nos odia en su corazón y no pierde ocasión de escarnecernos”. Jesús pregunta otra vez con dulzura:  “¿Pero no seguiría siendo una enferma? ¿No tendría el deber de curarla?”. Parece un estudiante que estuviera preguntando al maestro lo que debe hacer. Y los escribas, cegados por la soberbia, no comprenden que se es­tán confesando a sí mismos… “En ese caso, no. ¡Es más: dejarla, de­jarla con su delirio! Hacer lo posible para que la gente crea que es profetisa. ¡Honrarla! Señalarla…”. Jesús: “¡¿Pero si fueran cosas no verdaderas?!”. Escriba: “¡Maestro, aparte del punto en el que dice cosas contra nosotros, el resto serviría mucho para elevar el orgullo de Israel contra los ro­manos y sujetar el orgullo del pueblo hacia nosotros!”.  Jesús dice firmemente: “Pero no se le podría decir: «Habla así, pero no digas eso»”. Escriba: “¿Y por qué no?”. Jesús: “Porque quien delira habla sin saber lo que dice”. Escriba: “¡Con dinero y alguna que otra amenaza… se obtendría todo! También así se comportaban los profetas”. Jesús: “En verdad, me resulta gratuita esa afirmación…”. Escriba: “¡Ya! Porque no sabes leer entre líneas y porque no todo se dejó escrito en papel”. Jesús, cambiando de tono, dice: “Pero el espíritu profético no conoce imposiciones, escriba. Viene de  Dios, y a Dios ni se le compra ni se le amedrenta”. ■ Es el principio de su contraataque. Escriba: “Pero ésta no es profetisa. Ya no es tiempo de profetas”. Jesús: “¿Ya no es tiempo de profetas? ¿Y por qué?”. Escriba: “Porque no nos los merecemos. Estamos demasiado corrompidos”. Jesús: “¿Verdaderamente? ¿Y lo dices tú? ¿Tú, que poco antes la juzgabas digna de castigo porque afirmaba esa misma cosa?”. El escriba se queda desorientado. Le ayuda otro: “El tiempo de los profetas ha cesado con Juan. Ya no hacen falta”. Jesús  “¿Y cómo es eso?”. Escriba: “Porque estás Tú para hablarnos de la Ley y hablarnos de Dios”. Jesús: “También en tiempos de los profetas estaba la Ley, y la Sabiduría hablaba de Dios. Y, a pesar de todo, había profetas”. Escriba: “¿Pero qué profetizaban? Tu venida. Ya has venido. Ya no hacen falta”. Jesús, señalando al escriba narigudo que ha ultrajado a la mujer después de haberla tentado al error, dice: “En multitud de ocasiones, he oído vuestra pregunta, y la de los sacerdotes y fariseos, de si era o no era el Mesías. Y dado que lo afirmaba fui tachado de blasfemo y de loco, y se cogieron piedras para lanzarlas sobre Mí. ¿No eres tú Sadoc, llamado el escriba de oro?”. Sadoc:  “Lo soy. ¿Y qué?”. Jesús:  “Pues que tú, justamente tú, has sido siempre el primero, tanto en Giscala como en el Templo, que ha empezado la violencia contra Mí. Pero Yo te perdono. Sólo te recuerdo que lo hacías diciendo que no podía ser el Mesías, mientras que ahora lo sostienes. Y te recuerdo el reto que te propuse en Quedes (1). Dentro de poco verás cumplirse una parte de él. Cuando la luna vuelva a la fase con que ahora resplandece en el cielo, te daré esa prueba. Ésta es la primera. La otra la tendrás cuando el trigo, que ahora duerme en la tierra, cimbree sus espigas aún verdes con el leve viento de Nisán” (2).
* “En verdad, en verdad os digo que mientras haya hombres habrá siempre profetas. Son las antorchas en medio de las tinieblas del mundo; el fuego…; los toques de trompeta…; las voces que recuerdan a Dios y sus verdades… y traen al hombre la voz directa de Dios…”.- ■ Jesús prosigue: “Y a los que dicen que son inútiles los profetas les respondo: «¿Quién podrá poner límites al Señor Altísimo?». En verdad, en verdad os digo que mientras haya hombres habrá siempre profetas. Son las antorchas en medio de las tinieblas del mundo; el fuego en medio del hielo del mundo; los toques de trompeta que despertarán a los que duermen; las voces que recuerdan a Dios y a sus verdades, caídas, con el tiem­po, en el olvido y la desatención, y traen al hombre la voz directa de Dios y suscitan vibrantes emociones en los olvidadizos, en los apáticos hijos del hombre. Tendrán otros nombres, pero igual misión e igual suerte de humano dolor y de sobrehumano gozo. ■ ¡Ay, si no existieran estos espíritus que serán odiados por el mundo y amados especialmente por Dios! ¡Ay si no existieran estos espíritus, para pa­decer y perdonar, amar y actuar en obediencia al Señor! El mundo perecería entre las tinieblas, entre el hielo, en un sopor de muerte, en un estado de deficiencia mental, de ignorancia salvaje y embrutecedora. Por eso, Dios los suscitará, y siempre los habrá. ¿Y quién podrá imponer a Dios que no lo haga? ¿Tú, Sadoc?, ¿o tú?, ¿o tú? En verdad os digo que ni los espíritus de Abraham, Jacob y Moisés, de Elías y Eliseo, podrían imponer a Dios esta limitación, y sólo Dios sabe cuán santos eran y en medio de qué luces eternas se encuentran”. ■ Sadoc: “¿Entonces no quieres ni curar a la mujer ni condenarla?”. “No” “¿Y la juzgas profetisa?”. “Inspirada, sí”. Sadoc dice: “Eres un demonio como ella. Vamos. No nos interesa perder más tiempo con demonios”, y da un empujón propio de un… mozo de cuerda a Jesús, para apartarle. Muchos le siguen. ■ Algunos se quedan. Entre éstos, el hombre al que han llamado Joel Alamot. Jesús, señalando a los que se están marchando, pregunta: “¿Y vosotros no los seguís?”. Uno muy anciano dice: “No, Maestro. No vamos a marchar porque es de noche. Pero queremos decirte que creemos en tu juicio. Dios lo puede todo, es verdad. Y para nosotros que caemos en muchas culpas puede susci­tar espíritus que nos corrijan en orden a la justicia”. Jesús: “Así es como dices. Y esta humildad tuya es más grande a los ojos de Dios que tu saber”. Anciano: “Entonces acuérdate de mí cuando estés en tu Reino” Jesús: “Sí, Jacob”. Jacob: “¿Cómo sabes mi nombre?”. Jesús sonríe, pero no responde. Los otros tres dicen: “Maestro, también de nosotros acuérdate”. Y el último que habla, Joel Alamot, dice también: “Y bendigamos al Señor, que nos ha regalado esta hora”. Responde Jesús: “¡Bendigamos al Señor!”. Se saludan. Se separan. (Escrito el 5 de Noviembre de 1946).
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1  Nota  :  el reto, de la señal pedida por los escribas y prometida por Jesús, expuesto en el episodio 5-342-272.   2  Nota  :  Nisan: Abril.
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〈<Jesús, acompañado de todos sus apóstoles —durante la fiesta de las Encenias o Dedicación del Templo (el 25 del Kisléu)—, ha llegado nuevamente a Betania a visitar a sus desconsolados amigos>)

 8-536-280 (9-233-704).- Marta y María Magdalena, preparadas por Jesús a la muerte de Lázaro. “Cuando Lázaro haya… muerto. Entonces enviadme un aviso enseguida”.
* “Sabéis también, sobre todo tú, María, que cuanto más se ama, más se obtiene. Amar es saber esperar y creer más allá de cualquier medida y de cualquier realidad que aconseje a no creer y a no esperar”.- ■ Zelote observa: “Ahí están Maximino y Sara. Debe estar muy mal Lázaro para que sus hermanas no salgan a tu encuentro”. Los dos se acercan presurosos y se postran. En sus rostros, en sus vestidos está impresa la huella que el dolor y la fatiga acompañan a las familias en donde se lucha contra la muerte. Maximino no dice sino: “Maestro, ven…” pero tan afligido, que vale más que un discurso. ■ Llevan a Jesús a la puerta de la pequeña habitación, mientras los otros siervos se ocupan de los apóstoles. Al leve toque de la puerta acude Marta, saca la cabeza flaca y pálida: “¡Maestro, Ven! ¡Bendito seas!”. Jesús entra, atraviesa la habitación que precede a la del enfermo, entra en ésta. Lázaro está durmiendo. ¿Lázaro? Un esqueleto, una momia amarillenta que respira… Su cara es una calavera, y en el sueño es aún más visible su destrucción. La piel cenicienta y estirada brilla en los ángulos de los pómulos, de las mandíbulas; en la frente, en las órbitas, tan profundas que parecen no tener ojos; en la nariz afilada, que parece haber crecido tanto que desfigura el contorno de las mejillas. Los labios están pálidos hasta el punto de desaparecer, y da la impresión de que no pueden cerrarse sobre las dos filas de dientes semidescubiertos, semicerrados… Una cara ya de muerto. ■ Jesús se inclina para mirar. De nuevo se yergue. Mira también a las dos hermanas, las cuales a su vez le miran con toda el ansia concentrada en sus ojos, en su alma adolorida, llena de esperanza. Les hace una señal, y, sin ruido, sale afuera, al pequeño patio que precede a las dos habitaciones. María y Marta le siguen. Cierran la puerta tras sí.  Una vez solos ellos, entre cuatro paredes, en silencio, con el cielo arriba sobre sus cabezas, se miran. Las hermanas no saben ya pedir, no saben ni siquiera hablar. Pero Jesús habla: “Vosotras sabéis quién soy. Sé quiénes sois vosotras. Sabéis que os amo. Sé que me amáis. Conocéis mi poder. Conozco vuestra fe en Mí. Sabéis también, sobre todo tú, María, que cuanto más se ama, más se obtiene. Amar es saber esperar y creer más allá de cualquier medida y de cualquier realidad que aconseje a no creer y a no esperar. Pues bien, por todo esto os digo que sepáis esperar y creer contra toda realidad contraria. ¿Me entendéis? Digo: sabed esperar y creer contra realidad contraria. Yo no puedo detenerme aquí más de unas pocas horas. Sólo el Altísimo sabe cuánto desearía como hombre detenerme aquí con vosotras, para asistirle, consolarle, para asistiros y confortaros. Pero como Hijo de Dios sé que es necesario que me vaya, que me aleje… que no esté aquí cuando… me añoréis más que el aire que respiraréis. Un día… muy pronto… comprenderéis estas razones que ahora os parecen crueles. Son razones divinas, que me duelen a Mí como Hombre, tanto como a vosotras. Son dolorosas por ahora. Ahora porque vosotras no podéis abrazar y contemplar su belleza y sabiduría. Y Yo no os lo puedo revelar. Cuando todo se haya cumplido, entonces comprenderéis y os alegraréis… ■ Escuchadme. Cuando Lázaro haya… muerto. ¡No lloréis así! Entonces enviadme un aviso enseguida. Y, entre tanto, arreglad todo para los funerales con gran pompa, cual corresponde a él, y a vuestra casa. Él es un judío de fama. Pocos le aprecian por lo que es, pero supera a muchos ante los ojos de Dios… Os haré saber dónde esté para que me podáis encontrar”. Marta, entre sollozos, dice: “Pero, ¿por qué no estar aquí por lo menos en ese momento? Nos resignamos, sí, a su muerte… Pero Tú… Pero Tú… Pero Tú…”. Y no puede decir nada más, y sofoca su lloro en sus vestidos… María, sin embargo, mira a Jesús, le mira, le mira, como hipnotizada… y no llora. Jesús: “Sabed obedecer, sabed creer, esperar… sabed decir siempre «sí» a Dios… Lázaro os está llamando… Id. Yo voy ahora… No tendré más la posibilidad de hablaros a solas. Recordad lo que os acabo de decir”. Y mientras presurosas entran, Jesús se sienta sobre una banquita de piedra y ora. (Escrito el 4 de Diciembre de 1946).
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8-542-322 (10-2-9).- Los judíos “amigos”en casa del enfermo Lázaro (1).
* Los judíos quieren ver a Lázaro ¡un hombre tan amigo! por torcida finalidad: por creer que se oculta a un leproso.- ■ Aunque esté deshecha de dolor y cansancio, Marta sigue siendo la señora que sabe recibir y ofrecer la casa, y honrar a las personas con ese porte señorial perfecto propio de la verdadera señora. Así, ahora, habiendo antes conducido al grupo a una de las salas, da las indicaciones para que se traigan los refrescos habituales y para que los huéspedes tengan todo aquello que pueda serles reconfortante. Los criados van de acá para allá sirviendo bebidas calientes, vinos de calidad, ofreciendo fruta espléndida, dátiles dorados como topacios, uvas secas, parecidas a nuestra uva moscatel, de racimos de una perfección fantástica, y miel virgen; todo en ánforas, copas, bandejas, platos preciosos. Y Marta vigila atentamente, para que ninguno quede desatendido; es más, según la edad, y quizás también según las personas (cuyos caracteres le resultan bien conocidos), da la pauta para el servicio a los criados. Así, para a un criado que se dirige a Elquías con una ánfora llena de vino y con una copa y le dice: “Tobías, no vino sino agua de miel y jugo de dátiles”. Y a otro: “Sin duda, Juan prefiere el vino. Ofrécele el blanco de uva pasa”. Y, personalmente, al viejo escriba Cananías le ofrece leche caliente, abundantemente dulcificado por ella en la dorada miel mientras dice: “Te vendrá bien para tu tos. Te has sacrificado para venir, estando enfermo y en un día tan frío. Me conmueve el veros tan solícitos”. Cananías: “Es nuestro deber, Marta. Euqueria era de nuestra estirpe. Una verdadera judía que nos honró a todos”. Marta: “El honor a la venerada memoria de mi madre toca mi corazón. Transmitiré a Lázaro estas palabras”. ■ Elquías, falso como siempre, se ha acercado: “Pero nosotros queremos saludarle. ¡Un hombre tan amigo!”. Marta: “¿Saludarle? No es posible. Está demasiado agotado”. Félix dice: “¡No le vamos a molestar! ¿No es verdad, vosotros? Nos contenta­mos con un adiós desde la puerta de su habitación”. Marta: “No puedo, no puedo de ninguna manera. Nicomedes (2) se opone a cualquier tipo de fatiga o de emoción”. Calascebona dice: “Una mirada al amigo moribundo no puede matarle, Marta. ¡Demasiado nos dolería el no haberle saludado!”. Marta está nerviosa, vacilante. Mira hacia la puerta, quizás para ver si María viene en su ayuda. Pero María está ausente. Los judíos observan este nerviosismo suyo, y Sadoc, el escriba, se lo dice a Marta: “Se diría que viniendo te hemos puesto nerviosa, mujer”. Marta: “No. Nada de eso. Comprended mi dolor. Hace meses que vivo al lado de uno que agoniza y… ya no sé… ya no sé moverme como antes en las fiestas…”. Elquías dice: “¡Esto no es una fiesta! ¡No queríamos tampoco que nos dieras estos honores! Pero… quizás… quizás nos escondes algo y por eso no nos dejas ver a Lázaro ni permites que pasemos a su habitación. ¡Je! ¡Je! ¡Esto se sabe! Pero, no temas, que la habitación de un enfermo es lugar sagrado de asilo para cualquiera. Créelo…”. ■ Magdalena aparece en la puerta: “No hay nada que esconder en la habitación de nuestro hermano. Nada hay escondido en ella. Esa habitación únicamente acoge a un  moribundo para el que sería un acto de piedad evitarle todo recuerdo penoso. Y tú, Elquías, y todos vosotros, sois recuerdos penosos para Lázaro” y lo dice con su espléndida voz de órgano manteniendo apartada la cortina purpúrea de la puerta con la mano.  Marta, suplicante para frenarla, gime: “¡María!”. Magdalena: “Nada, hermana. Déjame hablar…”. Se dirige a los otros: “Y para quitaros todas las dudas, que uno de vosotros —sólo un recuerdo del pasado volverá a causar dolor— venga conmigo, si ver a un moribundo no le molesta y el hedor de la carne que muere no le produce náuseas”.
* Magdalena dice: “Sí, yo también soy un recuerdo, pero no de dolor como tú dices; soy el recuerdo de la Misericordia de Dios”.- ■ Un herodiano dice irónico: “¿Y tú no eres un recuerdo que causa dolor?”. El herodiano, al que ya he visto aunque no sé dónde, sale del rincón en que se hallaba y se pone frente a María.  Marta gime. María mira con mirada de águila inquieta, sus ojos que centellean; se yergue altiva, olvidándose del cansancio y el dolor que verdaderamente encorvan su cuerpo, y, con una expresión de reina ofendida, dice: “Sí, yo también soy un recuerdo, pero no de dolor como tú dices; soy el recuerdo de la Misericordia de Dios. Y, viéndome a mí, Lázaro muere en paz, porque sabe que encomienda su espíritu en las manos de la infinita Misericordia”. Herodiano: “¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¡No eran éstas las palabras de otros tiempos! ¡Tu virtud! A quien no te conoce podrías mostrársela…”. Magdalena: “Pero a ti no, ¿no es así? Pues precisamente a ti te la pongo de­lante de los ojos, para decirte que uno se hace como aquellos con quienes va. Yo, en aquellos tiempos, por desgracia, estaba contigo, y era como tú; ahora estoy con el Santo, y me hago honesta”. ■ Herodiano: “Una cosa destruida no se reconstruye, María”. Magdalena: “Efectivamente, tú, todos, vosotros, no podéis reconstruir el pa­sado; no podéis reconstruir lo que habéis destruido: no puedes tú, que me causas horror; ni vosotros, que ofendisteis en el tiempo del dolor a mi hermano y que ahora, por torcida finalidad, queréis apa­recer como amigos suyos”. Uno, de aproximadamente cuarenta años, dice: “¡Oh, eres audaz, mujer! El Rabí habrá expulsado de ti muchos demonios, pero mansa no te ha hecho”. Magdalena: “No, Jonatás ben Anás, no me ha hecho débil; al contrario, me ha hecho fuerte, con esa audacia que es propia de la persona honesta, de la persona que ha querido volver a ser honesta y ha roto todo vínculo con el pasado para hacerse una vida nueva. ¡Vamos, ¿quién viene donde Lázaro?!”. Se muestra imperiosa como una rei­na. Los domina a todos con su franqueza, despiadada incluso contra sí misma. Marta, por el contrario, está angustiada, con lágrimas en esos ojos suyos que miran fijamente a María suplicándole que calle. Elquías, falso como una serpiente, dice: “¡Voy yo!” y lo dice acompañando sus palabras de un suspiro de víctima.
* Finalidad de la visita de estos “amigos”: saber de los grandes amigos de Lázaro y del Rabí, y dar un buen “consejo” porque “pensamos que estáis fuera de vuestros cabales. Avisad al Maestro (de cuyo paradero ellos quieren saber). Llamadle también para Lázaro” (para venir a curar a Lázaro así como ha curado a otros leprosos).- ■ Los otros se vuelven hacia Marta. Uriel, el rabí visto en Giscala, el que allí lanzó piedras a Jesús y le hirió, dice:  “¡Tu hermana!… Siempre ese carácter. No debería. Tiene que ganarse mucho perdón”. Marta, azuzada por estas palabras, encuentra de nuevo su fuerza y dice: “La ha perdonado Dios. Cualquier otro perdón no tiene valor después de ése. Y su vida actual es ejemplar para el mundo”. Pero la audacia de Marta pronto decae y se muda en llanto. Gime, entre lágrimas: “¡Sois crueles! Con ella… conmigo… No tenéis compasión ni del dolor pasado ni del dolor actual. ¿A qué habéis venido? ¿A ofender y dar dolor?”. Uriel: “No mujer, no. Sólo para saludar a este judío que agoniza. ¡Para ninguna otra cosa! ¡Para ninguna otra cosa! No debes tomar a mal nuestras rectas intenciones. Hemos sabido por José y Nicodemo que había habido un agravamiento, y hemos venido… de la misma forma que ellos, los dos grandes amigos del Rabí y de Lázaro. ¿Por qué esa actitud de tratarnos de manera distinta a nosotros que amamos al Rabí y a Lázaro como ellos? No sois justas. ¿Puedes, aca­so, decir que ellos —con Juan, Eleazar, Felipe, Josué y Joaquín— no hayan venido a informarse de cómo estaba Lázaro?, ¿y que Mannaén no ha venido?…”. Marta: “Yo no digo nada. Lo que me asombra es que sepáis todo tan bien. No sabía que hasta por dentro las casas fueran vigiladas por vosotros. No sabía que existiera un nuevo precepto, además de los seiscientos trece que ya existen: el de indagar, espiar dentro de las familias… ¡Perdón! ¡Os estoy ofendiendo! El dolor me hace perder los cabales, y vosotros lo agudizáis”. ■ Uriel: “¡Te comprendemos, mujer! Hemos venido a daros un consejo bueno porque pensamos que estáis fuera de vuestros cabales. Avisad al Maestro. Ayer incluso, siete leprosos vinieron a dar gloria al Señor porque el Rabí los había curado. Llamadle también para Lázaro”. Marta, muy agitada, grita: “Mi hermano no está leproso. ¿Éste es el motivo por el que queríais verle? ¿Para esto habéis venido? No. ¡No está leproso! Mirad mis manos. Le curo desde hace años y yo no tengo lepra. Tengo la piel enrojecida por los ungüentos aromáticos, pero no tengo lepra. No tengo…”. Jonatás de Uziel: “¡Calma! Calma, mujer. ¿Quién ha dicho que Lázaro esté leproso? ¿Quién sospecha en vosotras un pecado tan horrendo como el de ocultar a un leproso? ¿Tú crees que, a pesar de vuestro poder, no habríamos descargado nuestra mano sobre vosotras si hubierais pecado? Nosotros somos capaces de pasar por encima incluso del cuerpo de  nuestro padre y de nuestra madre, de nuestra esposa y de nues­tros hijos, con tal de hacer obedecer los preceptos. Esto te lo digo yo, Jonatás de Uziel”. ■ Arquelao dice: “¡Cierto! ¡Es así! Y ahora te decimos, por el amor que te profesamos,  por el amor que profesábamos a tu madre, por el que profesamos a Lázaro: llamad al Maestro. ¿Meneas la cabeza? ¿Quieres decir que ya es tarde? ¿Cómo es eso? ¿No tienes fe en Él, tú, Marta, discípula fiel? ¡Eso es grave! ¿Tú también empiezas a dudar?”. Marta: “Blasfemas, escriba. Creo en el Maestro como en el Dios verdadero”. Félix insinúa: “¿Y entonces por qué no quieres intentarlo? Él ha resucitado muertos… Al menos, eso se dice… ¿Es que no sabes dónde está? Si quieres, te le buscamos nosotros, te ayudamos nosotros”. Sadoc, dice tentador: “¡No, hombre, no! En casa de Lázaro ciertamente se sabe dónde está el Rabí. Dilo con franqueza, mujer, y nos pondremos en marcha para buscártele y te le traeremos aquí, y estaremos presentes en el milagro para exultar contigo, con todos vosotros”. Marta vacila, casi tentada a ceder. Los otros instan, mientras ella dice: “No sé dónde está… No tengo la menor idea… Se marchó hace unos días y nos saludó como quien se marcha para largo tiempo… Para mí sería consolador saber dónde está… Al menos, saberlo… Pero no lo sé, de verdad…”. Cornelio dice: “¡Pobre mujer! Nosotros te ayudaremos… Te le traeremos aquí”. ■ Magdalena con voz de trueno: “No. No hace falta. El Maestro… ¿Os referís a Él, no es verdad? El Maestro dijo que debíamos esperar más de lo esperable, y esperar únicamente en Dios. Y nosotras así lo haremos”, y lo dice mientras regresa con Elquías, quien inmediatamente la deja y habla, encorvado, con tres fariseos. Uno de ellos, que es Doras, dice: “¡Pero se está muriendo, por lo que oigo!”. Magdalena: “¿Y entonces? ¡Pues muera! No pondré obstáculos al decreto de Dios, ni desobedeceré al Rabí”.
* Judíos expulsados de la casa por Magdalena.- ■ El herodiano dice burlón: “¿Y qué pretendes esperar después de la muerte, insensata?”. Magdalena: “¡Qué! ¡Pues la Vida!”. La voz es un grito de fe absoluta. Herodiano: “¿La Vida? ¡Ja! Sé sincera. Tú sabes que ante una verdadera muerte nulo es su poder, y en tu insensato amor por Él no quieres que eso se ponga de manifiesto”. Magdalena: “¡Salid todos! Le correspondería a Marta hacerlo, pero Marta os teme; yo sólo temo ofender a Dios, que me ha perdonado. Por eso, lo hago en vez de Marta. Salid todos. No hay lugar en esta casa para los que odian a Jesucristo. ¡Fuera! ¡A vuestras guaridas tenebrosas! Fuera todos. O haré que os expulsen los criados como a un hatajo de harapientos inmundos”. Se muestra majestuosa en su ira. Los judíos ahuecan el ala, extremadamente cobardes, ante esta mujer (verdad es que parece un arcángel airado)… ■ La sala se  desaloja. Las miradas de María, según van cruzando de uno en uno la puerta pasando por delante de ella, crean como la sombra de un yugo romano, bajo el cual debe humillarse la soberbia de los derrotados judíos. Por fin, la sala queda vacía.
* Marta teme la venganza. “¿En quién piensas que se van a vengar? Y aunque pudieran hacerlo… ¿no seríamos más semejantes a Él siendo pobres y trabajadoras?”.- ■ Marta, rompiendo a llorar, se derrumba sobre la alfombra. Magdalena: “¿Por qué lloras, hermana? No veo la razón de ello…”. Marta: “¡Oh!, los has ofendido… y ellos te han, nos han ofendido… y… ahora se vengarán… y…”. Magdalena: “¡Cállate, mujer desatinada! ¿En quién piensas que se van a vengar? ¿En Lázaro? Antes tienen que deliberar, y antes de que decidan… ¡Oh, en un gulal (3) uno no se venga! ¿En nosotras? ¿Es que, aca­so, necesitamos su pan para vivir? Los haberes no nos los tocarán. Se proyecta sobre ellos la sombra de Roma. ¿En qué, entonces? Y aunque pudieran hacerlo, ¿no somos, acaso, fuertes y jóvenes las dos? ¿No vamos a poder trabajar? ¿No es pobre Jesús? ¿No ha sido, acaso, nuestro Jesús obrero? ¿No seríamos más semejantes a Él, siendo pobres y trabajadoras? ¡Gloríate si lo eres! ¡Espera serlo! ¡Pí­deselo a Dios!”. ■ Marta: “Pero lo que te han dicho…”. Magdalena: “¡Ja! ¡Ja! ¿Lo que me han dicho? Es la verdad. Me la digo tam­bién yo a mí misma: he sido una inmunda. ¡Ahora soy la cordera del Pastor! Y el pasado ha muerto. Ánimo, ven donde Lázaro”. (Escrito el 19 de Diciembre de 1946).
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1  Nota  : Ju. 11,1-2.    2  Nota  : Nicomedes: el médico romano.   3  Nota  : “Gulal”: es una palabra hebrea desconocida por la propia escritora, y que vendría a significar algo repudiable, como el estiércol de que se habla en 1 Reyes 14,10.
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8-543-327 (10-3-13).-  Marta envía a un criado a llamar  al Maestro (1).
* Lázaro desahuciado por el médico romano.- ■ Me encuentro todavía en la casa de Lázaro y veo que Marta y María salen al jardín acompañando a un hombre más bien anciano, majestuoso de presencia, y creo que no es hebreo porque tiene la cara rasurada como los romanos. Una vez que están un poco lejos de la casa, María le pregunta: “Bueno, Nicomedes, ¿qué  nos dices, entonces, de nuestro hermano? Nosotras le vemos muy… enfermo… Habla”. El interpelado abre sus brazos con un gesto de compasión, pues sabe que no hay remedio alguno. Se detiene, contesta: “Está muy enfermo… Desde que tomé cuidado de él, jamás os engañé. He hecho todo lo posible y vosotras lo sabéis. Pero todo ha sido inútil. Esperaba también… sí, esperaba que, al menos, pudiera vivir reaccionando al agotamiento de la enfermedad con la buena nutrición y bebidas reconfortantes que le preparaba. He probado incluso una cierta clase de venenos adecuados para preservar a la sangre de la corrupción y para sostener las fuerzas, según las viejas escuelas de los grandes maestros de la medicina. Pero la enfermedad es más fuerte que los remedios. Esta clase de enfermedades son corrosivas. Destruyen. Y cuando se dejan ver en la superficie, los huesos están ya invadidos, y como la savia en un árbol sube de las raíces a la copa, así también esta enfermedad se ha extendido por todo el cuerpo…”. Marta dice:  “Pero tiene enfermas solo las piernas…”. Nicomedes: “Es cierto, pero la fiebre destruye también allí donde vosotras creéis que no hay mal. Mirad esta ramita caída de este árbol. Parece carcomida, aquí cerca de donde se desgajó. Pero ved… (la desmenuza con sus dedos) ¿Habéis visto? Bajo la corteza que parecía buena estaba ya la caries hasta la punta, donde parece que todavía hay vida, porque se ven hojitas. Lázaro está ya agonizando. El Dios de vuestros padres, y los dioses y semidioses de nuestra medicina no han podido hacer nada… o no han querido. Hablo de vuestro Dios… Y por esto… y por esto, preveo que la muerte se acerca a Lázaro, parte porque la fiebre sigue aumentando, síntoma de la corrupción que ha entrado en la sangre, parte por los movimientos irregulares del corazón, y parte también por la falta de estímulos y reacciones en todos los órganos del enfermo. Lo estáis viendo: no se alimenta ya, no retiene lo  poco que come y no asimila lo que retiene. Es el final… Y —creed en lo que os dice un médico que es deudor a vosotras, por recuerdo de Teófilo— que más deseable sería la muerte… Son enfermedades terribles. Desde hace miles de años destruyen al hombre y el hombre no logra prevenirse contra ellas. ■ Solo los dioses podrían, si…”.  Se detiene, las mira frotándose con los dedos el mentón rasurado. Piensa. Luego dice: “¿Por qué no llamáis al Galileo? Es vuestro amigo. Él puede, porque todo lo puede. He examinado a personas que estaban condenadas a morir y que fueron curadas. Una fuerza extraña sale de Él. Un fluido misterioso que reanima, que junta las reacciones dispersas y hace que se curen… No sé. También le he seguido, mezclado entre la multitud y he visto cosas maravillosas. Llamadle. Soy un pagano, pero honro al Taumaturgo misterioso de vuestro pueblo. Sería Yo feliz que Él pudiese lo que yo no”. Magdalena replica: “Él es Dios, Nicomedes. Por esto puede todo. La fuerza que dices que fluye de Él, es su voluntad de Dios”. Nicomedes: “No me burlo de vuestra fe. Más bien la espoleo para que llegue hasta lo imposible. Por otra parte… Se sabe que los dioses algunas veces han bajado a la Tierra. Yo… nunca hubiera creído… Pero como hombre y médico honrado que lo soy, debo afirmar que es verdad, porque el Galileo hace curaciones que solo un dios puede hacer”. Magdalena insiste: “No un dios, Nicomedes. El verdadero Dios”. Nicomedes: “Está bien. Como quieras. Yo creeré en Él y me haré su seguidor si viere a Lázaro… resucitado. Porque en su caso ya no se trata de curación, sino de resurrección. Llamadle pues y con urgencia… porque, si no me he hecho un tonto, al máximo dentro de tres ocasos a partir de éste, habrá muerto. Dije «al máximo». Puede suceder que sea hasta antes…”. ■ Marta responde: “Oh, podríamos, pero no sabemos donde está…”. Nicomedes: “Yo lo sé. Me lo dijo un discípulo suyo que iba a donde él llevándole unos enfermos, dos de los cuales eran míos. Está al otro lado del Jordán, cerca del vado. Así me dijo. Vosotras conoceréis tal vez mejor el lugar”. Magdalena dice: “¡Ah, claro, la casa de Salomón!”. Nicomedes: “¿Está muy lejos?”. Magdalena: “No”. Nicomedes: “Entonces, mandad inmediatamente a un siervo a decir que venga. Yo vuelvo más tarde y me quedaré para ver su poder en Lázaro. Salve, dómina. Y mutuamente animaos”. Hace la inclinación, se dirige a la salida, donde un siervo le espera para tenerle el caballo y abrirle el cancel.
* La fe absoluta de María y la fe vacilante de Marta ante la promesa de Jesús. ■ Marta, después de haber visto partir al médico, pregunta: “¿Qué hacemos, María?”. Magdalena: “Obedezcamos al Maestro. Él nos dijo que le avisásemos después de muerto. Y así lo haremos”. Marta: “Pero una vez muerto… ¿de qué sirve tener aquí al Maestro? Para nuestro corazón sí, Él será un consuelo. ¿Pero para Lázaro?… Voy a enviar a un siervo que le diga que venga”. Magdalena: “No. Echarías a perder el milagro. Él ordenó que supiéramos esperar y creer contra todo lo imposible. Y si así lo hacemos, veremos el milagro. Estoy segura. Si no lo hacemos, Dios nos dejará con nuestra presunción porque queremos hacer las cosas mejor que Él, y no nos concederá nada”. Marta: “¿Pero no estás viendo cuánto sufre Lázaro? ¿No oyes cómo desea ver al Maestro, en sus momentos lúcidos? No tienes corazón. ¡Quieres negar a nuestro pobre hermano su última alegría!… ¡Pobre hermano nuestro! ¡Dentro de poco ya no tendremos hermano! ¡Ni padre, ni madre, ni hermano! La casa destruida y nosotras solas como dos palmeras en el desierto”. ■ Cae en una crisis de dolor, yo diría  también en una crisis de nervios típica oriental. Se agita, se golpea la cara despeinándose la cabellera. María la sujeta. Le grita: “¡Cállate! ¡Cállate te lo mando! Puede oírnos. Le amo más y sé dominarme mejor que tú. Pareces una mujer enferma. ¡Cállate, te lo mando! Con estas tonterías no se cambia la suerte de nadie, ni tampoco se hace uno digno de que se le compadezca. Si lo haces para conmoverme estás equivocada. Piénsalo bien. Mi corazón se despedaza. Pero obedece”. Marta, dominada por la fuerza y las palabras de su hermana, se calma un tanto, pero en medio de su dolor que es más tranquilo, llora, ruega, invocando a su madre. “¡Madre, oh madre mía, consuélame! Dame más paz de la que me has dado después de tu muerte. ¡Si estuvieras aquí, madre! ¡Si los dolores no te hubieran matado! Si estuvieses, nos guiarías y te obedeceríamos para bien de todos… ¡Oh!”. María cambia de color y, silenciosamente, llora con un rostro angustiado y retorciéndose las manos. Marta la mira y dice: “Nuestra madre cuando estaba para morir, me hizo prometerme que sería yo para Lázaro una madre. Si estuviese aquí…”. Magdalena: “Obedecería al Maestro porque fue una mujer buena. Es inútil que trates de conmoverme. Dime si quieres que fui yo quien mató a mi madre por las aflicciones que le causé. Y te responderé: «Tienes razón». Pero si quieres que diga que está bien que mande llamar al Maestro, te respondo: «No». Y siempre te diré: «No». Estoy cierta que desde el seno de Abraham aprueba lo que digo y me bendice. Vamos adentro”. ■ Marta, angustiada: “¡Ya no tenemos nada! ¡Nada!”. Magdalena: “¡Todo! Todo, debes decir. Tú escuchas al Maestro y pareces muy atenta mientras habla, y luego te olvidas de lo que dijo. ¿No ha afirmado siempre que amar y obedecer nos hace hijos de Dios y herederos de su Reino? Si es así, ¿cómo puedes asegurar que nos quedaremos sin nada, si tenemos a Dios y poseemos su Reino por nuestra fidelidad? Oh, verdaderamente hemos de ser absolutas como yo lo fui en el mal, incluso para poder ser, y saber, y querer ser absolutas en el bien, en la obediencia, en la esperanza, en la fe, en el amor…”. ■ Marta: “Pero permites que los judíos se burlen y hagan insinuaciones sobre el Maestro. El otro día oíste…”. Magdalena: “¿Todavía estás acordándote de los graznidos de esas cornejas, del revoloteo de esos buitres? Déjalos que escupan lo que traen dentro. ¿Qué te importa el mundo? ¿Qué es éste en comparación de Dios? Mira, menos que este sucio moscón, entorpecido o envenenado por haber chupado  inmundicias, que aplasto así” y con un fuerte golpe de su pie aplasta al moscardón que camina lentamente por entre la grava del sendero. Luego toma a Marta por un brazo y le dice: “¡Animo! Vamos adentro y…”. Marta: “Por lo menos hagámosle saber al Maestro: Mandémosle a decir que está agonizando, sin agregar más…”. Magdalena: “Como si tuviese necesidad de que se lo dijésemos. Él dijo: «Cuando haya muerto, hacédmelo saber». Y lo haremos. No antes”. Marta: “Nadie, nadie se compadece de mi dolor. Tú menos que nadie”. Magdalena: “Déjate de lagrimear así. No lo puedo soportar…”. En su angustia se muerde los labios para dar fuerza a su hermana, pero ni siquiera llora. ■ Marcela sale corriendo de la casa. La sigue Maximino: “¡Marta, María, corred, Lázaro está mal! No responde más…”. Las dos hermanas se echan a correr, raudas, y entran en la casa… Luego se oye la voz enérgica de María que da órdenes para el caso, se ve que corren criados con bebidas estimulantes y jofainas de agua hirviendo, se oyen los cuchicheos, se ven gestos de dolor… Poco a poco la calma vuelve. Los criados hablan entre sí, menos nerviosos, pero sin abrigar esperanzas. Unos menean la cabeza, otros la levantan al cielo abriendo los brazos, como diciendo: “Así es”. Algunos lloran, otros esperan el milagro.
* Marta, secretamente, envía un criado para avisar a Jesús.- ■ Ahí tenemos nuevamente a Marta, pálida como un cadáver. Mira tras sí, para ver si la siguen. Mira a los criados que vienen apretados en torno a ella angustiados. Vuelve a mirar para ver si de la casa sale alguien a seguirla. Luego, ordena a un criado: “Tú, ven conmigo”. El siervo se separa del grupo y la sigue hacia dentro del emparrado de los jazmines. Marta habla, sin perder de vista la casa, que a través del tupido follaje puede verse. “Escúchame bien. Cuando todos los criados hayan vuelto a entrar y yo les dé indicaciones para que todos estén ocupados en la casa, tú irás a las caballerizas, tomarás uno de los caballos más veloces, lo ensillas… Si por casualidad alguien te ve, dile que vas a casa del médico… No mientes tú ni te enseño a mentir yo, porque en realidad te mando a donde está el Médico bendito… Toma contigo cebada para el caballo y alimentos para ti, y esta bolsa para todo lo que puedas necesitar. Sal por el pequeño cancel y, pasando  por los campos arados, que no producen ruido con los cascos del caballo, te alejas de la casa. Luego tomas el camino de Jericó y galopas sin detenerte ningún momento, ni siquiera de noche. ¿Entendido? Sin detenerte un momento. La luna nueva te alumbrará el camino, si viene la oscuridad mientras todavía vas de camino. Piensa que la vida de tu patrón está en tus manos y en tu rapidez. Deposito mi confianza en ti”. El siervo promete:  “Patrona, te serviré cual fiel esclavo”. ■ Marta prosigue: “Vas al vado de Betabara. Lo pasas y te diriges a la otra Betania de la Transjordania. ¿La conoces? Donde al principio bautizaba Juan”. Siervo: “La conozco. También fui allá a purificarme”. Marta: “En ese pueblo está el Maestro. Todos te señalarán la casa donde está hospedado. Pero si, en lugar del camino principal, sigues las orillas del río, es mejor. Te ven menos y encuentras por ti mismo la casa. Es la primera de la única calle del pueblecito, la que lleva de los campos al río. No puedes equivocarte. Una casa baja, sin terraza ni habitaciones superiores, con un huerto que se encuentra, viniendo del río, antes de la casa,  un huerto cerrado por un pequeño cancel de madera y un seto de blancos espinos, creo… bueno, un seto. ¿Has entendido? Repítelo”. El siervo repite. ■ Marta: “Está bien. Trata de hablar con Él, con Él solo y le dirás que tus patronas te mandan a decirle que Lázaro está muy enfermo, que está para morir, que no resistimos más, que él le quiere ver y que venga inmediatamente, inmediatamente, por piedad. ¿Has entendido bien?”. Siervo: “Sí, patrona”. Marta: “Después vuelve inmediatamente, de forma que ninguno note mucho tu ausencia. Lleva una lámpara contigo para las horas de oscuridad. Ve, corre, galopa, mata el caballo, pero regresa rápido con la respuesta del Maestro”. Siervo: “Así lo haré, patrona”. Marta: “¡Vete, vete! ¿Ya ves? Han entrado todos en casa. Vete al instante. Nadie te verá hacer los preparativos. Yo misma te llevaré la comida. Vete. Te la pongo al pie del cancel pequeño. Ve y que Dios sea contigo. ¡Vete!…”. Ansiosa, le empuja, y luego corre a casa, rápida y cauta, para salir después sigilosa por una puerta secundaria, por el lado sur, con una pequeña bolsa en las manos; camina rozando un seto hasta la primera apertura, tuerce, desaparece…”. (Escrito el 20 de Diciembre de 1946).
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1  Nota  :    Cfr. Ju. 11, 3-3.
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(<Ha llegado el siervo de Marta a la casa de Salomón cerca del vado, al otro lado del Jordán, donde Jesús se aloja. Se ve que el pobre animal palpita en sus flancos por la carrera y el largo viaje. El siervo comunica a Pedro, solo en casa en ese momento, que trae un recado urgente de sus patronas para el Maestro. Pedro, receloso en un principio, se interesa sobremanera cuando el siervo le dice que los sanedristas estuvieron en Betania>)

8-545-345 (10-5-29).- El siervo de Betania refiere a Jesús el mensaje de Marta (1).
* “Diles que estén tranquilas. No se trata de enfermedad mortal, sino de la Gloria de Dios para que su poder se manifieste en su Hijo”.- ■ El siervo cuenta a Pedro: “Casi todos, y con ellos había saduceos, escribas, fariseos, judíos de la alta clase social, y uno que otro herodiano…”. Pedro: “¿Qué fue a hacer esa gentuza a Betania? ¿Estaba José con ellos? ¿También Nicodemo?”. Siervo: “No. Ellos habían ido antes. Lo mismo que Mannaén. Los que fueron, no eran de los que aman al Señor”. Pedro: “¡Bien lo creo! ¡Son tan pocos los miembros del Sanedrín que le estiman! ¿Pero qué querían en concreto?”. Siervo: “Saludar a Lázaro. Lo dijeron al entrar…”. Pedro: “¡Uhm, qué amor tan extraño! ¡Siempre le han evitado por muchas razones… ¡Bien!… Creámosles… ¿Se han quedado mucho tiempo?”. Siervo: “Bastante. Se fueron un poco irritados. Yo no soy criado de la casa, y por eso no servía a las mesas; pero los otros que estaban dentro para servir dicen que hablaron con las patronas y quisieron ver a Lázaro. Elquías fue a verle y…”. Pedro masculla entre dientes: “¡Un sinvergüenza!…”. Siervo: “¿Qué dijiste?”. Pedro: “¡Nada, nada! Continúa. ¿Y habló con Lázaro?”. Siervo: “Creo que sí. María le acompañó. Pero luego, no sé por qué… María se enojó, y los criados, que estaban alerta en las habitaciones contiguas para acudir enseguida, dicen que los echó de la casa como a perros…”. Pedro: “¡Brava ella! ¡Era lo que se debía hacer! ¿Y te enviaron a que vinieses a referir esto?”. Siervo: “No me hagas perder más tiempo, Simón de Jonás”. Pedro: “Tienes razón. Ven”. ■ Le lleva hacia una puerta. Toca: “Maestro, un siervo de Lázaro está aquí. Quiere hablarte”. Jesús responde: “Que entre”. Pedro abre, hace pasar al siervo, cierra y se va, meritoriamente, junto al fuego a mortificar su curiosidad. Jesús, sentado al borde de su camastro en el pequeño cuarto donde apenas hay lugar para el lecho y para quien allí vive, que no cabe duda que antes era una bodega como puede verse por los ganchos y estacas que hay en las paredes, mira sonriente al criado que de rodillas le saluda: “La paz sea contigo”. Luego agrega: “¿Qué nuevas me traes? Levántate y habla”. Siervo: “Mis patronas me mandan decirte que inmediatamente vayas porque Lázaro está muy enfermo y el médico dice que va a morir. Marta y María te lo suplican y me mandaron que te dijera: «Ven porque eres el único que puedes curarle»”. Jesús: “Diles que estén tranquilas. No se trata de una enfermedad mortal, sino de la Gloria de Dios para que su poder se manifieste en su Hijo”. Siervo: “Maestro, está muy grave. La gangrena le va haciendo caer la carne a pedazos y no come ya. Casi he matado el caballo para llegar lo más pronto posible”. Jesús: “No importa. Las cosas son como digo”. Siervo: “¿Pero vas a ir?”. Jesús: “Iré. Diles que iré y que tengan fe. Que tengan fe. Una fe completa. ¿Entendiste? Vete. La paz sea contigo y con quien te envió. Te repito: “Que tengan fe absoluta. Vete”. El criado saluda y sale. ■ Pedro le viene al encuentro: “Fuiste rápido en dar el recado. Me imaginaba que ibas a hablar mucho…”. Le mira, le mira… Las ganas de saber le saltan por todos los poros. Pero se refrena…  El siervo se despide: “Me voy. ¿Quieres darme un poco de agua para mi caballo? Tengo que partir”. Pedro: “Ven. ¡Agua!… Tenemos un río, además del pozo”. Pedro toma una lámpara. Va delante de él y le da agua. Dan de beber al caballo. El siervo levanta la manta, observa las herraduras, la cincha, las bridas, los estribos. Dice: “Corrí mucho. Pero todo está en orden. Hasta pronto, Simón Pedro, y ruega por nosotros”.  Saca el caballo, llevándolo de las riendas. Se apoya en el estribo para subir a la silla. Pedro le detiene poniéndole una mano en el brazo, y le dice: “Quisiera saber una sola cosa: ¿corre peligro de estar aquí? ¿Le amenazan? ¿Quisieron saber por las hermanas dónde estábamos? Dilo en nombre de Dios”. Siervo: “Nada de eso, Simón. Nada de eso se ha hablado. Vinieron por Lázaro… Nosotros sospechamos que era para ver si estaba el Maestro, y si Lázaro estaba leproso, porque Marta gritaba con todas sus fuerzas de que no estaba leproso, y lloraba… Hasta pronto, Simón. La paz sea contigo”. Pedro: “Y contigo y con tus patronas. Que Dios te acompañe en tu regreso…”. Le mira mientras se marcha… hasta que desaparece, pronto, por el camino principal, porque el criado ha escogido éste que está iluminado por la luna, y no escoge el sendero oscuro que va a lo largo del río. Pedro se queda pensativo. Luego cierra el cancel y entra en la casa.
* “Siéntate junto a Mí, pobre Simón, que no quieres convencerte que no pasará nada sino hasta el momento destinado por Dios, y entonces ninguna cosa podrá defenderme del Malo”.- ■ Va donde Jesús que sigue sentado sobre el camastro, las manos apoyadas sobre el borde y ensimismado. Pero reacciona, al sentir que Pedro se acerca, y que le mira interrogativamente. Le sonríe. Pedro: “¿Sonríes, Maestro?”. Jesús: “Me sonrío contigo, Simón de Jonás. Siéntate junto a Mí. ¿Han regresado los demás?”. Pedro: “No, Maestro. Ni siquiera Tomás. Habrá encontrado con quién hablar”. Jesús: “Eso está bien”. Pedro: “¿Está bien que hable? ¿Está bien que tarden los demás? Él habla incluso demasiado. ¡Siempre está alegre! ¿Y los otros? Estoy siempre preocupado hasta que regresan. Siempre tengo miedo”. Jesús: “¿De qué cosa, Simón mío? Nada nos amenaza por ahora, créemelo. Cálmate e imita a Tomás que está siempre alegre. Tú, sin embargo, desde hace algún tiempo estás muy triste”. Pedro: “Cualquiera que te ama no puede menos de estarlo. Soy un viejo y reflexiono mejor que los jóvenes. También ellos te aman, pero son jóvenes y piensan menos… Pero si quieres que esté más alegre, me esforzaré en estarlo. ■ Y para ello dame algo para que lo esté. Dime la verdad, Señor mío. Te lo pido de rodillas (y se arrodilla en verdad). ¿Qué te dijo el criado de Lázaro? ¿Que te buscan? ¿Que te quieren hacer mal? ¿Que…?”. Jesús pone su mano sobre la cabeza de Pedro: “Nada de esto, Simón. Nada de esto. Vino a decirme que  Lázaro está muy grave y no me habló sino de Lázaro“. Pedro: “¿De veras? ¿De veras?”. Jesús: “De veras, Simón. Y he respondido que tengan fe”. Pedro: “Pero, los del Sanedrín estuvieron en Betania, ¿lo sabes?”. Jesús: “Es natural. La casa de Lázaro es famosa. Según nuestras costumbres hay que honrar a una persona influyente que está muriendo. No pierdas la calma, Simón”. Pedro: “¿Pero crees de veras que no hayan tomado esto como excusa de…?”. Jesús: “De ver si estaba Yo allí. No me encontraron. Vamos, no estés tan asustado como si ya me hubieran capturado. Siéntate junto a Mí, pobre Simón, que no quieres convencerte que no pasará nada sino hasta el momento destinado por Dios, y que entonces… ninguna cosa podrá defenderme del Malo…”. ■ Pedro se le enrosca al cuello, le tapa la boca besándola en ella y diciendo: “¡Cállate! ¡Cállate! ¡No me digas estas cosas! ¡No quiero oírlas!”. Jesús logra zafarse de él, para murmurarle: “¡No las quieres oír! ¡En esto está el error! Pero te compadezco… Oye, Simón, ya que tú eres el único que está aquí, solo Yo y tú debemos saber lo que ha pasado. ¿Me comprendes?”. Pedro: “Sí, Maestro. No diré nada a mis compañeros”. Jesús: “Muchos sacrificios ¿verdad, Simón?”. Pedro: “¿Sacrificios? ¿Cuáles? Aquí está uno bien. Tenemos lo necesario”. Jesús:  “Sacrificios de no preguntar, de no hablar, de soportar a Judas… de estar lejos de tu lago… Pero Dios te recompensará de todo”. Pedro: “¡Oh, si a esto te refieres!… Por lo que toca al lago… tengo el río y hago que me baste. Por lo que toca a Judas… te tengo a Ti que me recompensas sin medida alguna… Por las otras cosas… ¡Menudencias! Me sirven para ser menos brusco y más semejante a Ti. ¡Qué feliz me siento de estar contigo! ¡Cerquita de Ti!”.
* Anuncio de Jesús a Pedro sobre Roma: “Iré. Roma es la cabeza del mundo. Conquistada Roma, el mundo está conquistado. Iré en mis apóstoles. Vosotros me la conquistaréis. Yo estaré con vosotros”.- ■ Pedro prosigue: “El palacio de César no me parecería más hermoso que esta casa, si no pudiese estar en ella siempre así, cerca de Ti”. Jesús: “¿Qué sabes tú del palacio de César? ¿Lo has visto alguna vez?”. Pedro: “No. Y nunca lo veré. Ni me importa. Pero me lo imagino grande, hermoso, con muchas bellas cosas… y porquerías. Como toda Roma, según pienso. No estaría allí, ni aunque me revistiesen de oro”. Jesús: “¿Dónde? ¿En el palacio de César o en Roma?”. Pedro: “En todos esos lugares. ¡Lugares de maldición!”. Jesús: “Y porque lo son, hay que evangelizarlos”. Pedro: “¿Y qué te propones hacer en Roma? ¡Es un lupanar! Nada hay que hacer allí, a no ser que vengas Tú, entonces…”. Jesús: “Iré. Roma es la cabeza del mundo. Conquistada Roma, el mundo está conquistado”. Pedro: “¿Vamos a ir a Roma? ¿Te proclamarán allí rey? ¡Misericordia y poder de Dios! ¡Sería un milagro!”. Pedro se ha puesto de pie con los brazos en alto ante Jesús que sonriente le responde: “Iré en mis apóstoles. Vosotros me la conquistaréis. Yo estaré con vosotros”. (Escrito el 22 de Diciembre de 1946).
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1  Nota  : Cfr. Ju. 11,4-4.
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8-546-349 (10-6-32).-  El día de los funerales de Lázaro.
* Hierven sentimientos enfrentados.- ■ La noticia de la muerte de Lázaro debe haber surtido el efecto que produce el hurgar con un palo dentro de una colmena. Toda Jerusalén habla de ella. Personalidades, mercaderes, gente humilde, pobres, gente de la ciudad, de los lugares cercanos, forasteros de paso —pero no completamente nuevos en el lugar—,  extranjeros que están allí por vez primera —y que preguntan que quién es ése cuya muerte es motivo de tal manifestación popular—, romanos, legionarios, funcionarios, levitas, sacerdotes… que se reúnen y se separan continuamente corriendo acá o allá… Corrillos de gente que con palabras o expresiones diversas hablan de lo acaecido. Algunos alaban, otros lloran, algunos sienten su miseria ahora más que nunca, porque ha muerto su bienhechor; algunos se lamentan: “No tendré nunca más un jefe semejante a él”; otros enumeran sus méritos; otros su hacienda, su linaje, los servicios y cargos de su padre, y la belleza y riqueza de la madre y su nacimiento «propio de una reina»; y no falta quien traiga a la memoria páginas familiares sobre las que sería mejor correr un velo, sobre todo cuando está de por medio un muerto que por aquellas ha sufrido. ■ Las noticias más diversas sobre la causa de la muerte, sobre el lugar del sepulcro, sobre la ausencia de Jesús que era su gran amigo y protector… Todo esto hace hablar a los corrillos de gente. Las opiniones que prevalecen son dos: una que atribuyen todo lo sucedido a la actitud malévola de los judíos, sanedristas, fariseos y compinches para con el Maestro; la otra, que Éste, al verse frente a una verdadera enfermedad mortal, se escabulló porque en este caso no habrían surtido efecto sus engaños. Sin necesidad de ser uno muy agudo, fácilmente se comprende de dónde proceda este segundo modo de pensar, que sulfura a muchos, que replican: “¿Eres tú, fariseo? Si es así, ten cuidado, porque ante nosotros no se habla mal del Santo. Malditas víboras, hijas de hienas del Leviatán. ¿Quién os paga para que habléis mal de Mesías?”. Y en las calles se oyen discusiones, insultos, y se asiste a algún puñetazo incluso; palabras mordaces lanzadas contra los fariseos y escribas que pasan dándose el aire de dioses, sin dignarse a echar una mirada a la plebe que vocifera a favor de ellos o contra ellos, a favor del Mesías o contra Él. ¡Acusaciones, y cuántas! “Éste está diciendo que el Maestro es un falso. Ha de ser uno de los que recibieron sus denarios”. “¿Sus denarios? Los nuestros, debes decir. Por estos motivos indignos nos despellejan. Pero ¿dónde está éste? Quiero ver si es uno de los que ayer vinieron a decirme…”. “Ha huido. ¡Viva Dios que aquí debemos unirnos y actuar! Son demasiado descarados”. Otra conversación: “Te he oído y te conozco. Diré cómo hablas del Supremo Tribunal”. “Yo pertenezco al Mesías, y la baba del demonio no me hace nada. Díselo también a Anás y a Caifás, si te parece, y que sirva para hacerlos más justos”. Y en otra: “¿Yo? ¿Que yo sea perjuro y blasfemo porque sigo al Dios viviente? Tú lo serás que le ofendes y le persigues. Te conozco, no lo olvides. Te he visto y escuchado. ¡Espía! ¡Vendido! Venid a capturar a ése…” y, mientras tanto, empieza a propinarle a un judío unos bofetones tales, que le ponen la cara huesuda y verdosa. Otro que está más allá, dirigiéndose a un grupo de miembros del Sanedrín, grita: “Cornelio, Simeón, ved que me están pegando”. Uno de ellos, sin volverse siquiera al que lleva las de perder en medio de un grupo de gente de pueblo que se hace rápida justicia por sí mismo, le responde: “Ten paciencia en nombre de la fe y no te ensucies los labios y manos en la vigilia del sábado”. Las mujeres llaman a sus maridos con gritos, con súplicas, para que no se comprometan. ■ Los legionarios patrullan, abriéndose paso con sendos golpes de saeta amenazando con arrestos y castigos. La muerte de Lázaro, el hecho principal, sirve de pretexto para pasar a hechos secundarios, al desahogo de la larga tensión que hay en los corazones. Los miembros del Sanedrín, ancianos, escribas, saduceos, judíos influyentes, pasan indiferentes, con aire socarrón, como si toda esa explosión de rencor, de venganzas personales, de nerviosismo, no tuvieran la raíz en ellos. Y a medida que van pasando las horas va creciendo la agitación y los corazones se van encendiendo cada vez más. “Éstos dicen, oídlo bien, que el Mesías no puede curar a los enfermos. Yo era leproso y ahora estoy sano. ¿Los conocéis a éstos? No soy de Jerusalén, pero nunca los he visto entre los discípulos del Mesías, de dos años a esta parte”.  “¿Éstos? ¡Déjame ver a ése del medio! ¡Ah, vil hundido! Éste es el mismo que la pasada luna me vino a ofrecer dinero en nombre del Mesías, diciendo que Él anda reclutando hombres para apoderarse de Palestina. Y ahora dice… Pero ¿por qué le has dejado huir?”. “¿Te das cuenta? ¡Qué granujas! Y casi les hago caso. Tenía razón mi suegro”.
* Discípulos falsos agitan al pueblo con el infundio de que el Maestro, como otros falsos Mesías anteriores, incita a la violencia.- ■ …“Pero, ved ahí a José el Anciano con Juan y Josué. Vamos a preguntarles si es verdad que el Maestro quiere reclutar soldados. Son buenos y lo saben”. Corren en grupo al encuentro de los tres miembros del Sanedrín y le exponen su pregunta. José de Arimatea, que debe ser estimado y escuchado por el pueblo, que le conoce como justo, les responde: “Marchaos a vuestras casas, hombres. Por las calles se peca y se causa daño. No polemicéis. No os alarméis. Ocupaos de vuestras cosas y de vuestras familias. No escuchéis a los agitadores de gente ilusa, ni os dejéis engañar. El Maestro es un maestro, no un guerrero. Vosotros le conocéis. Dice lo que piensa. No os habría enviado a otros a deciros que le siguieseis como guerreros, si hubiera querido que lo fueseis. No les hagáis daño a Él, como tampoco a vosotros mismos ni a nuestra patria. Regresad a vuestros hogares. No hagáis de lo que ya de por sí es una desventura (la muerte de un justo) una serie de desventuras. Volved a vuestras casas y rogad por Lázaro, bienhechor de todos”. ■ También Juan —el que era un celoso—, dice: “El Mesías es un hombre de paz, no de guerra. No escuchéis a falsos discípulos. Recordad lo distinto que eran los otros que se proclamaron Mesías. Recordad, comparad y vuestra conciencia os dirá que tales insinuaciones a la violencia no pueden proceder de Él ¡A casa! ¡A casa! Os esperan vuestras mujeres llorando y vuestros hijos que tiemblan de miedo. Dicho está: «¡Ay de los violentos y de  los que encienden riñas!»”. Un grupo lloroso de mujeres se acerca a los tres miembros del Sanedrín y una de ellas: “Los escribas amenazaron a mi marido. ¡Tengo miedo, José, háblales!”. José de Arimatea: “Lo haré con la condición de que tu marido sepa guardar silencio. ¿Creéis ayudar al Maestro con estas agitaciones, y que honráis al difunto? Os equivocáis. A Él y al muerto causáis mal”.
* El funeral de Lázaro se celebra rápido porque su cuerpo, ya antes de morir, estaba descompuesto.- ■ Y José de Arimatea deja a todos para ir al encuentro de Nicodemo que, seguido por sus siervos, viene por una calle: “No esperaba verte, Nicodemo. Yo mismo no sé cómo he podido. El siervo de Lázaro ha venido, después del canto del gallo, a darme la noticia de la desgracia”. Nicodemo: “A mi casa llegó más tarde. Me he puesto en camino inmediatamente. ¿Sabes si el Maestro está en Betania?”. José de Arimatea: “No, allí no. Mi intendente de Bezeta ha estado allí en la hora tercera y me ha dicho que no está”. Juan exclama: “Hay una cosa que no comprendo… ¿Cómo… a todos el milagro y a él no?”. José de Arimatea: “Tal vez porque a la casa de Lázaro le ha dado ya un milagro mayor que una curación: hizo que María se redimiese, y devolvió la paz y la honra…”. Josué exclama: “¡Paz y honra! De los buenos a los buenos. Porque muchos… no han dado ni dan honra, ni siquiera ahora que María… Vosotros no lo sabéis… Hace tres días que estuvieron allá Elquías y muchos otros… y no fueron respetuosos. María los echó de casa. Me lo dijeron furiosos. Y yo les dejé hablar para no descubrir mi corazón…”. Nicodemo pregunta: “¿Y ahora van a ir a los funerales?”. Josué: “Han recibido el aviso y se han reunido en el Templo a debatir este asunto. ¡Los siervos tuvieron que correr mucho desde muy temprano!”. Nicodemo: “¿Por qué tan rápido el funeral? ¡Inmediatamente después de la hora sexta!”. Josué: “Porque Lázaro estaba ya descompuesto antes de morir. Me dijo mi mayordomo que, pese a los aromas y resinas que ardían por las habitaciones, el olor del cadáver se percibe hasta en el portal de la casa. Y luego al atardecer empieza el sábado. No se podía obrar de otro modo”.
* Tres motivos del Sanedrín para asistir al entierroSobre todo el 3º: El reto lanzado hace muchas lunas a los escribas (en Quedes) y vuelto a recordar después a orillas del Jordán: rehacer de la descomposición un cuerpo.Nicodemo: “¿Y dices que se reunieron en el Templo? ¿Para qué?”. Josué: “A decir verdad, se había ya determinado que se reuniesen todos para hablar sobre Lázaro. Querían declararle leproso…”. José de Arimatea dice en tono de defensa: “Eso no. Él habría sido el primero que se habría separado según la Ley”. Y agrega: “He hablado con su médico. Absolutamente excluyó la enfermedad de la lepra. Estaba enfermo de una corrupción que le iba pudriendo”. Nicodemo pregunta: “Entonces, ¿de qué discutieron, si Lázaro estaba ya muerto?”. José de Arimatea dice como explicación: “Sobre si vendrían o no al entierro, después que María los echó fuera. Algunos querían venir, otros, no. Pero la mayoría quería ir por tres motivos. Para ver si estaba el Maestro, primera y única causa común a todos. Para ver si obraba el milagro, segunda razón. Y tercera porque se acordaron de unas palabras recientes que el Maestro dijo a los escribas cerca del Jordán, allá por Jericó”. Juan, encogiendo los hombros, pregunta: “¡El milagro! ¿Cuál, si ya está muerto?”, y concluye: “¡Los mismos de siempre! ¡Siempre en busca de lo imposible!”. José de Arimatea  hace notar: “El Maestro ha resucitado a otros muertos”. Juan: “Será verdad, pero si hubiese querido mantenerle vivo no le habría dejado morir. Lo que dijiste antes de que no estaba leproso, es verdad. Ellos se convencieron”. Nicodemo: “Pero Uziel se acordó, —lo mismo que Sadoc—, de un reto que sucedió hace ya muchas lunas (1). Se trata de que el Mesías dijo que daría la prueba de su poder al rehacer un cuerpo descompuesto. Y Lázaro está en esa situación. Y Sadoc el escriba añadió que, a orillas del Jordán (2), el Rabí, motu propio, le dijo que con la nueva luna vería cumplirse el reto, que consiste en que uno, en estado de descomposición, vuelva a vivir, y ya sin estado de descomposición ni enfermedad. Y han vencido ellos. Si ello sucede, es, sin duda, porque está el Maestro. Y también, si ello sucede, ya no hay duda sobre Él”. José de Arimatea  dice en voz baja: “Con tal de que no sea para mal…». ■Juan: “¿Para mal? ¿Por qué? Los escribas y fariseos se convencerán…”. José de Arimatea: “¡Oh, Juan! ¿Pero es que eres un extranjero para poder afirmar esto? ¿No conoces a tus paisanos? ¿Pero cuándo los ha hecho santos la verdad? ¿No te dice nada el hecho de que a mi casa no hayan llevado la invitación para la asamblea?”. Nicodemo: “Tampoco a mí me invitaron. Dudan de nosotros y con frecuencia nos dejan afuera”. Y pregunta: “¿Y estuvo Gamaliel?”. Juan: “Estuvo su hijo. Irá en nombre de su padre, que está enfermo en Gamala de Judea”. Nicodemo: “¿Y qué dijo Simeón?”. Juan: “Nada en particular. Se limitó a escuchar. Luego se fue. Hace poco ha pasado con unos discípulos de su padre, en dirección a Betania”. ■ Están casi cerca de la Puerta que lleva al camino de Betania. Juan exclama: “¡Mira! Está vigilada. ¿Por qué será? Detienen a los que salen”. “Hay agitación en la ciudad”. “¡No es una agitación de las más fuertes!…”. Llegan a la Puerta  y los paran como a todos los demás. José de Arimatea protesta: “¿Qué razón hay para ello, soldado? Todos me conocen en la Antonia y no tenéis nada en mi contra. Os respeto y respeto vuestras leyes”. Soldado: “Órdenes del centurión. El Procurador está por llegar a la ciudad y queremos ver quién sale por las puertas, y sobre todo por ésta que comunica con el camino de Jericó. Te conocemos, pero también conocemos lo mucho que nos apreciáis. Tú y los tuyos podéis pasar. Si gozáis de alguna autoridad entre el pueblo, decidles que es mejor que estén quietos. A Poncio no le gusta cambiar de costumbres por súbditos que causan molestias… y podría ser muy severo. Te lo digo a ti, porque eres leal”. Pasan… José dice: “¿Habéis oído? Preveo días duros… Habrá que aconsejar a los otros, más que al pueblo…”.
* Las hermanas, sentadas bajo el pórtico, fuera de la casa, reciben el pésame de multitud de gente.- ■ El camino a Betania está lleno de gente. Todos van al entierro. Se ven sanedristas y fariseos mezclados con saduceos y escribas, y éstos con campesinos, siervos, mayordomos de las diversas fincas rústicas que tiene Lázaro en la ciudad y en el campo. Cuanto más se acerca uno a Betania, más va agregándose gente —procedente de todos los senderos y caminos— a este camino, que es el principal. Ahí está Betania vestida de luto por su conciudadano más famoso. Todos sus habitantes con lo mejor que tienen se vuelcan a la calle. Van a la casa del difunto, pero no entran en ella. Se detienen cerca del cancel, en el camino. Miran a los invitados y se intercambian nombres e impresiones. “Ahí está Natanael ben Faba. ¡Oh, el viejo Matatías, pariente de Jacob! ¡El hijo de Anás! Mírale allí con Doras, Calascebona y Arquelao. ¡Mira! ¿Cómo se las han arreglado los de Galilea para venir? Están todos. Mira: Elí, Yocana, Ismael, Urías, Joaquín, Elías, José… El viejo Cananías con Sadoc, Zacarías y Yocana saduceos. Está también Simeón de Gamaliel. Solo. El rabí no está. ¡Ahí están Elquías con Nahúm, Félix, Anás el escriba, Zacarías, Jonatás de Uziel! Saúl con Eleazar, Trifón y Yoazar. ¡Buenos son! Otro de los hijos de Anás. El más pequeño. Está hablando con Simón Camit. Felipe con Juan el de Antipátrida. Alejandro, Isaac, y Jonás de Babaón. Sadoc. Judas, descendiente de los Asideos, y creo que es el último. Ahí están los administradores de los distintos palacios. No veo a los amigos fieles. ¡Cuánta gente!”. ■ ¡De veras ¡Cuánta gente! Toda muy seria y con señales de dolor en sus caras. Se abre el cancel y entran todos. Muchos de los cuales he visto como amigos, o enemigos alrededor del Maestro. Gamaliel no está, tampoco el sanedrista Simón. Veo también a otros que nunca había visto en las discusiones en torno a Jesús, o que si los vi, no supe su nombre… Pasan rabinos con sus discípulos, y escribas en grupos compactos. Pasan judíos cuyas riquezas oigo enumerar… El jardín está lleno de gente que, después de haber presentado sus pésames a las hermanas —las cuales, como será, quizás, costumbre, están sentadas bajo el pórtico, y por tanto, fuera de la casa—, vuelven a esparcirse por el jardín formando una mezcla continua de colores y haciendo continuas y profundas reverencias.
* La alegría de los enemigos.  ■ Marta y María están agotadas. Están agarradas de las manos como dos niñas, asustadas por el vacío que se ha creado en su casa, por la nada que llena su día, ahora que no hay que cuidar a Lázaro. Escuchan las palabras de los visitantes, lloran con los verdaderos amigos, con los fieles súbditos. Hacen gestos de reverencia a los austeros, solemnes, rígidos sanedristas, que han venido más por ostentación que por honrar los últimos momentos de Lázaro. José, Nicodemo, los amigos de más confianza, se ponen al lado de ellas con palabras cortas, con las que muestran su amistad que vale más que todo. ■ Vuelve Elquías con los más intransigentes, con quienes ha estado hablando mucho, y dice: “¿No podríamos ver al difunto?”. Marta se pasa con dolor la mano por la frente y pregunta: “¿Ha sido eso acaso costumbre en Israel? Está ya embalsamado…” y lágrimas lentas recorren por las mejillas. Elquías: “No es costumbre, tienes razón. Pero nosotros deseamos hacerlo. Los amigos más fieles tienen derecho a ver por última vez al amigo”. Marta: “También nosotras, sus hermanas, hubiéramos tenido este derecho. Pero ha sido necesario embalsamarle enseguida… Y, cuando volvimos a la habitación de Lázaro, no vimos más que vendas que envolvían el cuerpo”. Elquías: “Deberíais haber dado órdenes claras. ¿No podríais ahora, levantar el sudario y descubrir la cara?”. Marta: “¡Oh, está ya descompuesto!… Y ya es la hora de los funerales…”. José intervine: “Elquías, me parece que nosotros… por exceso de amor, causamos dolor. Dejemos en paz a las hermanas”. Se acerca Simeón, hijo de Gamaliel, e impide la respuesta de Elquías: “Mi padre vendrá tan pronto como pueda. Le represento. Él apreciaba a Lázaro, lo mismo que yo”. Marta se inclina respondiendo: “Que Dios premie al rabí la honra que da a mi hermano”. Como se queda ahí el hijo de Gamaliel, Elquías se retira sin insistir más y se pone a hablar con los demás que le hacen notar: “¿Pero no sientes qué mal huele? ¿Dudas de que haya muerto? Además ya veremos si no tapan completamente el sepulcro. Nadie puede vivir sin aire”. ■ Otro grupo de fariseos se acerca a las hermanas. Son casi todos los de Galilea. Marta, recibidos los pésames, no puede menos de admirarse de su presencia. Simón de Cafarnaúm explica: “El Sanedrín ha celebrado sesiones de importancia y por eso nos encontrábamos en la ciudad”, y mira a María cuya conversión no cabe duda que recuerda. Pero se limita tan solo a mirarla. ■ Ahora se acercan Yocana, Doras hijo de Doras e Ismael con Cananías, Sadoc y otros cuyos nombres ignoro. Antes de que abran sus bocas de serpientes, se hablan con los ojos. Esperan que José se aleje con Nicodemo para hablar con tres judíos. Ahora están listos para herir. El viejo Cananías con su voz cascada de vejete, descarga la puñalada: “¿Qué te parece, María? Vuestro Maestro es el único ausente de los muchos amigos de tu hermano. ¡Bonita amistad! ¡Tanto amor mientras Lázaro estuvo bien! ¡Indiferencia cuando es la hora de mostrarla! Todos han sido objeto de algún milagro. Pero aquí no hay milagro. ¿Qué dices de esto? ¡Qué bien te engañó! ¡Qué bien se comportó el hermoso Rabí de Galilea! ¡Je, je! ¿No decías que te había ordenado que esperaras más allá de lo posible? ¿No has, pues, esperado? ¿Sirve esperar en Él? Esperabas en la Vida, dijiste. ¡Me lo imagino! Él se llama «la Vida». ¡Je, je! Pero allí dentro está tu hermano muerto. Y ahí está abierta ya la entrada del sepulcro. Entre tanto el Rabí está ausente. ¡Je, je!”. Doras con un guiño dice: “Él sabe dar muerte, pero no vida”. ■ Marta se oculta la cara con las manos y llora. La realidad se impone. Su esperanza, bien desilusionada: el Rabí no ha vuelto. No ha venido siquiera a consolarlas. Y podía haberlo hecho. Marta llora. No sabe más que llorar. También María llora. La realidad la tiene ante los ojos. Ha creído, ha esperado más allá de lo posible… y nada ha acaecido. Los siervos han puesto ya la piedra de la entrada del sepulcro porque el sol comienza a bajar, y baja más aprisa en invierno, y es viernes, y todo tiene que terminarse a tiempo, de modo que los huéspedes no vayan a dejar de observar la ley del Sábado, que dentro de poco empezará. Ha esperado mucho, siempre, demasiado. Todo lo puso en esta esperanza. Se ha llevado un chasco. Cananías insiste: “¿No me respondes? ¿Te convences ahora de que es un impostor, que se aprovechó de vosotras y que os escarneció? ¡Pobres mujeres!” y tanto él como los demás mueven sus cabezas, repitiendo: “¡Pobres mujeres!”.
* Fidelidad de Magdalena.- Entierro de Lázaro.- ■ Maximino se acerca: “Es hora. Dad las órdenes. Os toca a vosotras”. Marta cae al suelo. La socorren. Se la llevan usando para ello solo los brazos, entre los gritos de dolor de la servidumbre que comprende que ha llegado la hora del entierro. Empiezan los lamentos. María, convulsa, se aprieta las manos. Suplica: “Un poco más. Un poco más. Mandad criados por el camino que va a Ensemes, por el que va a la fuente, por todos los senderos. Criados a caballo. Que vean si ya viene…”. Cananías: “¿Pero, desdichada, esperas todavía? ¿Pero qué se necesita para convencerte de que os ha traicionado y defraudado? Os ha odiado y escarnecido”. ¡Es demasiado! Con la cara bañada en lágrimas, llena de dolor, pero siempre fiel, en medio del semicírculo de los huéspedes que están reunidos para ver salir el cadáver, María en voz alta grita: “Si Jesús de Nazaret lo ha hecho así, bien hecho está, y grande es su amor por todos nosotros de Betania. ¡Todo para la gloria de Dios y suya! Él ha dicho que de esto vendrá gloria para el Señor, para que resplandezca completamente el poder de su Verbo. Vamos, haz lo que debes hacer, Maximino; el sepulcro no es un obstáculo para el poder de Dios…”. ■ Se hace a un lado, ayudada por Noemí que ha acudido presurosa, y hace un gesto… El cadáver, envuelto en vendas, sale de la habitación, atraviesa el jardín entre dos hileras de gente, entre los lamentos. María quiere ir detrás, pero vacila. Cuando todos se dirigen al sepulcro, ella también va y llega a tiempo para ver cómo desaparece el bulto inmóvil en el interior oscuro del sepulcro, a cuya entrada los siervos tienen en alto antorchas encendidas para que vean los que bajan abajo. Porque el sepulcro de Lázaro está más bien excavado hacia abajo, tal vez para aprovechar el terreno rocoso. María da un grito profundo de dolor. Se oye el nombre de Lázaro, se oye el de Jesús. Parece como si le arrancaran el corazón. Solo pronuncia esos nombres y los repite hasta que el denso ruido del cierre de la roca, puesta a la entrada de la tumba, le dice que Lázaro ya no está en la Tierra ni siquiera con el cuerpo. María cae rendida sobre quien la sostiene, pierde el conocimiento, no sin antes haber gritado: “¡Jesús, Jesús!”. Se la llevan adentro. ■ Se queda Maximino para despedir a los huéspedes y darles las gracias en nombre de todos los familiares. Todos le dicen que volverán todos los días para el duelo… Lentamente se van. Los últimos son José, Nicodemo, Eleazar, Juan, Joaquín, Josué. En el cancel se encuentran a Sadoc con Uriel que maliciosamente riendo, dicen: “¡Su reto! ¡Y nosotros lo hemos temido!”. “¡Bien muerto está! ¡Cómo apestaba pese a los perfumes! ¡No hay duda, no! No era necesario quitar el sudario. Creo que estaba ya lleno de gusanos”. Están felices. José les mira. Una mirada tan dura que cercena palabras y sonrisas. Todos se apresuran a regresar para estar en la ciudad antes del final del ocaso. (Escrito el 23 de Diciembre de 1946).
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1  Nota  : Episodio: 5-342-272.   2  Nota  : Episodio: 8-525-190.
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8-547-362 (10-7-43).- Jesús decide ir a Betania: “a casa de nuestro amigo Lázaro que duerme” (1).
* Dejadme hacer lo que quiero: hacer el bien mientras tengo las manos libres. Llegará la hora en que no podré mover un dedo. El mundo se encontrará sin mi fuerza. Será una hora tremenda de castigo para el hombre que no haya querido amar. Y esa hora se repetirá cuando haya rechazado a la divinidad hasta convertirse en un sin-Dios. Hora que vendrá cuando esté próximo el fin del mundo. La falta de fe imperante inutilizará mi potencia de milagro. Porque el milagro no puede ser concedido donde no hay fe ni voluntad de obtenerlo: sería objeto de burla e instrumento de mal, pues se emplearía el bien recibido para hacer un mal mayor”.- ■ Está por acabarse la cena. Llenos, satisfechos de la comida y del calor, se quedan un poco de sobremesa. Hablan menos. Algunos empiezan a cabecear. Tomás se divierte dibujando con el cuchillo un ramo de flores en la mesa. La voz de Jesús los saca de sí, abriendo los brazos que tenía cruzados en el borde de la mesa y extendiendo sus manos como hace el sacerdote cuando pronuncia «Dominus vobiscum», dice: “Y sin embargo hay que partir”. Pedro pregunta: “¿A dónde, Maestro? ¿A donde el hombre de las ovejas?”. Jesús: “No, Simón. A casa de Lázaro. Regresemos a Judea”. Pedro: “Maestro, recuerda que los judíos te odian”. Santiago de Alfeo advierte: “Hace poco querían apedrearte”. Mateo protesta: “Pero, Maestro, ¡esto es una imprudencia!”. Iscariote ataca:  “Lo que sea de nosotros no te importa, ¿verdad?”. Tadeo ruega: “¡Oh, Maestro y hermano mío! Te conjuro en nombre de tu Madre y en nombre de la divinidad que hay en Ti, que no permitas que los satanases pongan sus manos sobre tu persona, para impedirte hablar. Estás solo, demasiado solo contra todo un mundo que te odia y que, en la Tierra, es poderoso”. Juan, con dilatados ojos de un niño que tiene miedo, que sufre, exclama: “¡Maestro, cuida de tu vida! ¿Qué sería de mí, de todos, si no te tuviésemos más?”. ■ Pedro, después de lo que dijo, se ha vuelto hacia los de más edad y hacia Tomás y Santiago de Zebedeo y habla nerviosamente con ellos. Todos son del parecer de que Jesús no debe acercarse a Jerusalén, al menos hasta que la temporada de pascua permita que pueda estar con mayor seguridad, porque entonces, dice, habrá un gran número de sus seguidores, que habrán ido de todas partes de la Palestina para las fiestas pascuales, lo cual será una defensa suya. Nadie de los que le odian se atreverá a tocarle cuando vean a su alrededor a un pueblo que le ama. Se lo dicen, angustiadamente, casi queriendo imponerse… El amor los impele a hablar. ■ Jesús: “¡Calma, calma! ¿No tiene acaso doce horas el día? Si uno camina de día, no se tropieza, porque le alumbra la luz; pero si camina de noche, tropieza porque no puede ver. Sé lo que hago, porque la Luz está en Mí. Dejaos guiar de quien ve. Tened en cuenta que mientras no llegue la hora de las tinieblas, nada me puede pasar. Cuando llegue esa hora, nadie me podrá salvar de las manos de los judíos, ni siquiera los ejércitos de César. Porque lo que está escrito debe cumplirse y las fuerzas del mal trabajan a escondidas para cumplir su hora. Dejadme hacer lo que quiero. Hacer el bien mientras tengo las manos libres. Llegará la hora en que no podré mover un dedo, ni decir una palabra para hacer un milagro. El mundo se encontrará sin mi fuerza. Será una hora tremenda de castigo para el hombre. No para Mí. Para el hombre que no haya querido amar. Y esa hora se repetirá, por voluntad del hombre que haya rechazado a la Divinidad hasta convertirse en un sin-Dios, un seguidor de Satanás y de su hijo maldito. Hora que vendrá cuando esté próximo el fin de este mundo. La falta de fe imperante inutilizará mi potencia de milagro. No porque me falte poder, sino porque el milagro no puede ser concedido donde no hay fe y voluntad de obtenerlo; donde el milagro, en caso de realizarse, sería objeto de burla e instrumento de mal, pues se emplearía el bien recibido para hacer un mal mayor.  Ahora todavía puedo hacer milagros, y dar a gloria  a Dios. Vamos, pues, a casa de nuestro amigo Lázaro que duerme. Vamos a despertarle de su sueño para que esté listo y pronto a servir a su Maestro”.
* “Esperé a que muriese, no por las hermanas, sino por vuestra causa, para que creáis y crezcáis en vuestra fe”.- El ave, la nube y el viento.- ■ Varios le dicen: “Si está dormido, está bien. Terminará por curarse. El sueño es un buen remedio, ¿Para qué despertarle?”. Jesús: “Lázaro ha muerto. Esperé a que muriese para ir allá, no por sus hermanas ni por él, sino por causa vuestra, para que creáis, para que crezcáis en la fe. Vamos a casa de Lázaro”. Tomás con tono fatalista dice: “¡Está bien! ¡Vamos, pues! Moriremos todos, como ha muerto él y como Tú quieres morir”. Jesús: “Tomás, Tomás, y todos vosotros, que por dentro criticáis y protestáis, tened en cuenta que el que quiera seguirme deberá tener respecto a su vida la misma preocupación que tiene el ave por la nube que pasa: dejarla pasar siguiendo el viento que la arrastra. El viento es la voluntad de Dios, quien puede daros o quitaros la vida según le plazca; y vosotros no debéis quejaros de ello, de la misma manera que el ave no se queja de la nube que pasa, sino que canta igualmente, segura de que más tarde vendrá la calma. Porque la nube es el contratiempo, el cielo la realidad. El cielo permanece siempre azul, aun cuando las nubes parecen ponerlo gris. Es y permanece azul por encima de las nubes. Lo mismo sucede con la Vida verdadera: es y permanece aunque la vida humana decline. El que quiera seguirme no debe tener ni ansia por la vida ni miedo de perderla.  Os voy a decir cómo se conquista el Cielo. Pero, ¿cómo podéis imitarme, si tenéis miedo de ir a Judea, vosotros a quienes no pasará nada? ¿Teméis de que os vean? Sois libres, de abandonarme. Pero si queréis quedaros, debéis aprender a desafiar al mundo, con sus críticas, sus trampas, sus burlas, sus tormentos, para conquistar mi Reino”.
* “Habrá mucha gente. Y los corazones experimentarán una profunda impresión: a quien me odia y a quien me ama de un modo absoluto. ¿No recordáis de la discusión en Quedes con los escribas?… A orillas del Jordán, Yo mismo les recordé a los escribas este reto”.-Jesús: “Vamos, pues, a sacar de la muerte a Lázaro que hace dos días que está durmiendo en el sepulcro; pues murió la noche que vino aquí el criado de Betania. Mañana, a la hora de sexta (2), después de la despedida de los que esperan a mañana para recibir de Mí confortación y premio a su fe, partiremos y pasaremos el río pernoctando en casa de Nique. Luego, al amanecer, partiremos para Betania, tomando el camino que pasa por Ensemes. Llegaremos a Betania antes de sexta. Habrá mucha gente. Y los corazones experimentarán una profunda impresión. Lo prometí y mantengo mi palabra”. Santiago de Alfeo, temeroso, pregunta: “¿A quién, Señor?”. Jesús: “A quien me odia y a quien me ama de un modo absoluto. ■ ¿No recordáis de la discusión en Quedes con los escribas? (3). Tuvieron la arrogancia de llamarme mentiroso porque resucité una niña que acababa de morir y a uno que había muerto el día anterior. Dijeron: «¡Pero todavía no has logrado rehacer uno que está descompuesto!». Efectivamente, solo Dios puede sacar del fango un hombre y de la materia putrefacta rehacer un cuerpo intacto y vivo. Pues bien, Yo lo haré. Durante la luna del mes de Kisléu, a orillas del Jordán (4), recordé Yo mismo  a los escribas este reto y añadí: «En la nueva luna se realizará». Esto es para quien me odia. ■ Por otra parte, a las hermanas que me aman de forma absoluta, prometí que premiaría su fe, si continuaban esperando aun contra lo creíble. Las he probado mucho y las he afligido mucho, y solo Yo conozco sus sufrimientos en estos días y su perfecto amor. En verdad, os digo que merecen un gran premio porque, más que por no ver resucitado a su hermano, se angustian porque Yo pueda ser escarnecido. Vosotros creíais que estaba Yo absorto, cansado y triste. Estaba con ellas con mi espíritu y oía sus gemidos y contaba sus lágrimas. ¡Pobres hermanas! Ahora siento deseos de traer nuevamente a la Tierra a un justo, un hermano a los brazos de sus hermanas, un discípulo al grupo de mis discípulos. ¿Lloras, Simón? Sí. Tú y Yo somos los más grandes amigos de Lázaro. Lloras de dolor por Marta y María, por la muerte del amigo, y también por la alegría de saber que pronto volveremos a verle. ■ Levantémonos a preparar las alforjas y e ir a descansar para levantarnos al amanecer y dejar todo arreglado aquí… donde no es seguro que regresemos. Habrá que distribuir entre los pobres cuanto tenemos y avisar a los más activos que entretengan a los peregrinos para que no me busquen hasta que no esté en otro lugar seguro. Hay que decirles que avisen a los discípulos que me busquen en casa de Lázaro. Hay mucho que hacer. Y hay que hacerlo antes de que lleguen los peregrinos. ¡Ea! Apagad el fuego y encended las lámparas y que cada uno vaya a hacer lo que tiene que hacer y luego a descansar. La paz sea con todos vosotros”. Se levanta. Bendice y se retira a su pequeña habitación  ■ Zelote comenta: “¡Ha muerto ya hace días!”. Tomás exclama: “Esto sí que es un milagro”. Andrés dice: “¡Quiero ver ahora qué inventarán para dudar!”. Iscariote pregunta: “¿Pero cuándo vino el criado?”. Responde Pedro: “La noche anterior al viernes”. Iscariote pregunta otra vez: “¿Sí? ¿Y por qué  no lo habías dicho?”. Pedro replica: “Porque el Maestro me ordenó que no dijera nada”. Iscariote: “Entonces… cuando  lleguemos allí… serán ya cuatro días que está en el sepulcro”. Mateo dice: “Así es. Viernes tarde un día, sábado tarde dos días, esta tarde tres días, mañana cuatro… Cuatro días y medio… ¡Oh, poder eterno! ¡Estará ya hecho pedazos!”. Pedro: “Estará ya desmembrado… Quiero verlo y luego…”. Santiago de Alfeo pregunta: “¿Qué, Simón Pedro?”. Pedro: “Y luego, si Israel no se convierte, ni siquiera Yeové con sus rayos podrá convertirlo”. Se van hablando entre sí. (Escrito el 24 de Diciembre de 1946).
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1  Nota  : Cfr. Ju. 11,5-16. 2  Nota  :  Hora sexta: aproximadamente a las 12 del mediodía Cfr.- Anotaciones, n. 6:  El día hebreo.  3  Nota : En Quedes, los fariseos pidieron una señal: la resurrección de un cadáver corrupto. Jesús les contestó que se les dará una única señal: la de Jonás. Pasaje referido en el episodio 5-342-272.  4 Nota : En un camino próximo a Jericó, a orillas del río Jordán, Jesús le recordó al fariseo Sadoc el reto que le propuso en Quedes. Parte de él se cumplirá dentro de poco. Con la nueva luna “te daré esa prueba. Ésta es la primera. La otra la tendrás cuando el trigo cimbree sus espigas aún verdes con el viento de Nisán” (Abril). Pasaje referido en 8-525-190.
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 8-548-365 (10-8-46).-  La resurrección de Lázaro (1).
*  Sorpresa de los enemigos.- ■ Jesús se acerca a Betania por Ensemes. La marcha habrá debido ser fatigosa por los difíciles caminos de los montes de Adomín. Los apóstoles, exhaustos, a duras penas siguen a Jesús que camina rápido como si el amor le llevara en sus alas de fuego. Una sonrisa brillante hay en su rostro. La cabeza la trae en alto bajo los rayos tibios de un sol de mediodía. Antes de que lleguen a las primeras casas de Betania, le ve un rapazuelo descalzo que va a la fuente que está cerca del pueblo con una jarra de bronce vacía. Da un grito. Deja la jarra en tierra y corre, con toda la velocidad de sus piernecillas, al pueblo. “Va a avisar que has llegado” observa Judas Tadeo, después de que se rió, como los demás, de la decisión del niño que dejó su jarra a merced del primero que pasare. ■ La pequeña ciudad, vista así, desde la fuente, que está un poco elevada respecto a ella, se ve serena, como desierta. Tan solo el humo gris que sale por las chimeneas indica que en las casas están las mujeres ocupadas en preparar la comida, y alguna que otra voz varonil entre los olivares, entre los extensos y silenciosos huertos, advierte que alguien está en su trabajo. A pesar de todo, Jesús prefiere tomar un atajo que pasa por detrás del pueblo, para llegar a la casa de Lázaro sin llamar la atención de la gente. Casi están a mitad del camino, cuando oyen a sus espaldas al rapazuelo de antes, que los adelanta corriendo, luego se detiene y mira, pensativo, a Jesús… “La paz sea contigo, pequeño Marcos. ¿Huiste de miedo?” le pregunta Jesús acariciándole. Marcos: “Yo no, Señor. Yo no tengo miedo. Pero como durante muchos días, Marta y María han enviado a sus criados a los caminos que vienen aquí, para ver si venías, pues ahora que te he visto, he ido corriendo a decir que venías…”. Jesús: “Hiciste bien. Las hermanas prepararán su corazón para verme”. Marcos: “No, Señor. Las hermanas no se prepararán porque no saben nada. No quisieron que lo dijese. Me agarraron de los brazos cuando dije, al entrar en el jardín: «El Rabí está aquí», y me echaron afuera diciendo: «Eres un mentiroso o un tonto. Él no viene porque ya no puede hacer el milagro». Y como insistí en afirmar que eras Tú, me dieron dos tortazos como nunca hasta ahora me habían dado… Mira qué coloradas tengo las mejillas. ¡Me queman! Me echaron afuera diciendo: «Esto es para purificarte por haber visto un demonio». Yo te miraba para ver si te habías convertido en demonio. Pero no lo veo… Sigues siendo mi Jesús, tan hermoso como los ángeles de que me cuenta mi mamá”. Jesús se inclina a besarle en las mejillas que han recibido las bofetadas, diciendo: “Así se te va a parar el ardor. Me duele que por Mí hayas sufrido…”. Marcos: “A mí no, Señor, porque esos tortazos me valieron dos besos tuyos” y se agarra a las piernas de Jesús esperando otros besos. ■ Tadeo le pregunta: “Dime, Marcos, ¿quién te echó fuera? ¿Los criados de Lázaro?”. Marcos: “No. Los judíos. Vienen todos los días para el pésame. ¡Hay muchos! Hay en la casa y en el jardín. Llegan temprano y se van tarde. Parece como si fueran los dueños. Maltratan a todos. Ves que no hay nadie por los caminos. Los primeros días la gente observaba… pero después… Ahora solo nosotros, los niños, estamos en las calles. ¡Ay, mi jarra! Mi madre está esperando el agua. Ahora también ella me pegará…”. Todos se echan a reír al ver la desolación del niño ante la perspectiva de los futuros golpes. Jesús dice: “Vete, pues, ahora rápido…”. Marcos: “Es que… quería entrar contigo y verte hacer el milagro…” y concluye:… “y ver sus caras… para vengarme de los cachetes recibidos…”. Jesús: “Eso no. No debes desear vengarte. Debes ser bueno y perdonar… Tu madre está esperando el agua…”. Santiago de Zebedeo dice: “Voy yo, Maestro. Sé dónde vive Marcos. Le explico a su madre lo que ha sucedido y luego te alcanzo…” y se marcha rápidamente. ■ Continúan el camino lentamente. Jesús lleva de la mano al niño que salta de gozo… Están ya en el enrejado del jardín. Lo pasan. Se ven muchas cabalgaduras atadas a él, vigiladas por los criados de sus dueños. El murmullo que se levanta atrae la atención de algún judío, que se vuelve hacia el cancel abierto, justo en el momento en que Jesús cruza el umbral del jardín. “¡El Maestro!” exclaman los primeros que le ven, y esta palabra corre como el viento de grupo en grupo. Se propaga cual ola, que, venida de lejos, va a romperse en la orilla, a chocar contra las paredes de las casas y penetra en ellas. Palabra transmitida por los judíos presentes, o por algún fariseo, rabí, escriba o saduceo esparcidos por el lugar. Jesús sigue avanzando lentamente, a la par que todos que, aun acudiendo de todas partes, se hacen a un lado del camino por el que Él va. Y como nadie le saluda, tampoco Él saluda a nadie, como si no conociera a muchos de los que están allí reunidos mirándole con ira y odio en sus ojos (excepto los pocos que, siendo discípulos ocultos suyos, o por lo menos de recto corazón aunque no le amen como Mesías, le respetan como a un hombre justo). Son José, Nicodemo, Juan, Eleazar, Juan el escriba, que vi en la multiplicación de los panes, el otro Juan que dio comida cuando se bajaba del monte de las bienaventuranzas, Gamaliel con su hijo, Josué, Joaquín, Mannaén, el escriba Yoel de Abías, que estuvo en el Jordán, cuando lo de Sabea, José Bernabé (2) discípulo de Gamaliel, Cusa, que mira a Jesús de lejos, un poco amedrentado de volverle a ver después del error cometido, o quizás cohibido por el respeto humano que le impide acercarse como amigo. Lo cierto es que ni los amigos, u observadores sin odio, ni los enemigos le saludan. Y Jesús no saluda. Se ha limitado a una común y corriente inclinación al poner su pie en el sendero; luego ha seguido recto, como ajeno a la mucha gente que le rodea. El rapazuelo descalzo camina a su lado con sus vestidos de campesino, con la carita jubilosa, con sus negros ojitos, bien abiertos para ver todo y… para desafiar a todos…
* Fe de Marta y de María.- “Yo soy la Resurrección y la Vida”.- ■ Marta sale de la casa con un grupo de judíos que han venido a visitarla, entre los cuales están Elquías y Sadoc. Se pone la mano en la frente para que el sol no la moleste en los ojos hinchados de llorar, y ver por dónde viene Jesús. Le ve. Se separa del grupo y corre a Él, que está a pocos pasos distante de la fuente que reverbera con los rayos del sol. Se arroja a los pies de Jesús después de la primera reverencia, y le besa los pies mientras, en medio de un estallido de llanto, dice: “La paz sea contigo, Maestro”. También Jesús le ha dicho, en cuanto la tuvo cerca: “La paz sea contigo” y ha levantado su mano para bendecir. Para ello, ha soltado la mano del niño, al cual Bartolomé toma y retira un poco hacia atrás. Marta continúa: “Para tu sierva no hay paz”. Arrodillada como está, levanta su cara y con un grito de dolor que rompe el silencio: “¡Lázaro ha muerto! Si hubieses estado aquí, no habría muerto. ¿Por qué no viniste antes, Maestro?”. Su voz tiene un cierto tono de reproche. Luego vuelve al tono abatido de una persona que ya no tiene fuerzas para nada y que el único consuelo que le queda es poder recordar los últimos movimientos y deseos de un hermano al que se ha tratado de dar lo que deseaba, y, por lo tanto, no queda ningún remordimiento: “Tantas veces que te llamó nuestro hermano Lázaro… Ahora, ya lo ves. Yo estoy acongojada y María llora y no encuentra resignación. Y él ya no está más aquí. ¡Tú sabes cuánto le amábamos! ¡Todo lo esperábamos de Ti!…”. ■ Un murmullo de compasión hacia la mujer y de censura hacia Jesús, un común acuerdo al pensamiento implícito: «y podías habernos escuchado porque nosotras lo merecemos por el amor que te profesamos, y, Tú, en cambio, nos has desilusionado» corre de grupo en grupo, de personas que menean la cabeza y miran burlonamente. Solo los pocos, ocultos discípulos que hay entre la multitud congregada, tienen miradas de compasión hacia Jesús, que escucha, muy pálido y triste, a esta Marta angustiada que le está hablando. Gamaliel, con los brazos cruzados sobre el pecho en su amplia y rica vestidura de lana muy fina, adornada con flecos azules, distante un poco entre un grupo de jóvenes entre los que está su hijo y José Bernabé, le mira sin odio, sin amor. ■ Después de que Marta se secó la cara, continúa hablando: “Pero aun ahora abrigo la esperanza, porque sé que el Padre te concederá cualquier cosa que Tú le pidas”. Una profesión dolorosa, heroica de fe que brota con voz dulcísima, con ansia temblorosa en la mirada, con la última esperanza, temblorosa, en su corazón. Jesús: “Tu hermano resucitará. Levántate, Marta”. Ésta se levanta, pero sigue inclinada en señal de reverencia. Responde: “Lo sé, Maestro. Resucitará en el último día”. Jesús: “Yo soy la Resurrección y la Vida. Quien cree en Mí, aunque haya muerto, vivirá. Y quien crea y viva en Mí no morirá para siempre. ¿Crees tú en esto?”. Jesús, que antes había hablado en voz casi baja y solo a Marta, alza el tono de la voz para decir estas frases con que proclama su potencia de Dios, y el perfecto timbre de aquella resuena como tañido de oro en el vasto jardín. Un estremecimiento, casi de espanto, sacude a los presentes; pero luego algunos hacen sonrisas maliciosas y menean la cabeza. Marta —a la que Jesús, teniendo apoyada una mano sobre su hombro, parece querer transfundirle una esperanza cada vez más fuerte— que tenía baja la cabeza, alza la cara. La alza hacia Jesús y fija sus ojos llenos de dolor en las luminosas pupilas de Jesús. Entonces, apretando sus manos sobre el pecho con tono del todo distinto al anterior, responde: “Sí, Señor. Yo creo en esto. Creo que Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo, que ha venido al mundo. Y que todo lo que quieres, lo puedes. Creo. Voy a llamar a María” y ligera se va. Desaparece dentro de la casa. ■ Jesús permanece donde está, mejor dicho, da algunos pasos adelante, y se acerca al cuadro del jardín que rodea al estanque, cuadro que brilla bajo las gotas de agua que el surtidor en alas del viento ha depositado en él, como si fuese una pluma de plata. Se queda contemplando cómo se mueven los peces, cómo juguetean, como si escribiesen comas de plata y reflejos de oro en el agua que el sol hiere. Los judíos le observan. Involuntariamente han formado grupos bien distintos. Por una parte, frente a Jesús están sus enemigos, habitualmente divididos entre sí por razón de sectas pero a los que ahora el odio une. A su lado, detrás de los apóstoles (a los que se ha unido Santiago de Zebedeo), José, Nicodemo y otros de buen corazón. Más allá, Gamaliel en su mismo lugar y en su postura de antes, y que está solo, porque su hijo y sus discípulos se han separado para distribuirse entre los dos grupos principales para estar más cerca de Jesús. ■ Con su grito habitual de “¡Rabboni!” María ha salido de la habitación y con los brazos extendidos corre a Jesús, se echa a sus pies que los besa entre fuertes sollozos. Varios judíos que estaban en casa con ella y que la han seguido, unen sus sollozos, de dudosa sinceridad, al de ella. También Maximino y Marcela, Sara, Noemí han seguido a María, y todos los criados. Los lamentos son fuertes y agudos. Me imagino que dentro no se haya quedado nadie. Marta, al ver a María que llora tan fuerte, también se echa a llorar. “La paz sea contigo, María. ¡Levántate! ¡Mírame! ¿Por qué lloras como uno que no tiene esperanzas?”. Jesús se inclina, para decir en tono bajo estas palabras, puestos sus ojos en los negros ojos de María, que, estando de rodillas, apoyada sobre sus talones, tiende hacia Él sus manos en actitud de súplica; y que, debido a su fuerte sollozo, no puede hablar. “¿No te dije que debías esperar más allá de lo creíble para ver la gloria de Dios? ¿Ha cambiado acaso tu Maestro para que haya razón de que así te angusties?”. Pero María no escucha las palabras que la quieren preparar a la alegría que tanto ha esperado después de amargas angustias, y grita: “¡Oh, Señor! ¿Por qué no viniste antes? ¿Por qué te alejaste tanto de nosotros? Sabías que Lázaro estaba enfermo. Si hubieras estado aquí, no hubiera muerto. ¿Por qué no viniste? Debía yo mostrarle que le amaba. Y para eso tenía que vivir. Debía mostrarle que persevero en el bien. Tantas penas que le di. ¡Y ahora! Ahora que podía hacerle feliz, se me quita. Tú podías conservármele. Brindar a la pobre María el gozo de consolarle después de tanto dolor que le causé. ¡Oh, Jesús, Jesús! ¡Maestro mío! ¡Salvador mío! ¡Esperanza mía!”. Y pone nuevamente su frente sobre los pies de Jesús que baña con lágrimas diciendo: “¿Por qué lo hiciste, Señor? ¡Los que te odian se alegran de lo que está pasando!… ¿Por qué lo hiciste Jesús?”. En la voz de María no hay reproche, como lo hubo en la de Marta. ■ María tiene solo esa angustia de quien, además de su dolor de hermana, siente también el de discípula porque percibe menoscabo, en el corazón de muchos, la estima de su Maestro. Jesús, un tanto inclinado para oír las palabras de María, que sigue con su cara pegada al suelo, se yergue y dice con voz fuerte: “¡No llores, María! También tu Maestro sufre por la muerte del amigo fiel… por haber tenido que dejarle morir…”. ¡Qué miradas de alegría envenenada brillan en las caras de los enemigos de Jesús! Lo creen vencido y se regocijan, entre tanto que en las caras de sus amigos la tristeza es cada vez mayor.
* Resurrección de Lázaro.- ■ Con voz todavía más fuerte Jesús dice: “Yo te ordeno: no llores. Levántate, Mírame. ¿Crees que Yo que tanto te he amado, lo haya hecho sin motivo alguno? ¿Crees que te haya causado este dolor inútilmente? Ven. Vamos a donde está Lázaro. ¿Dónde lo enterrasteis?”. Jesús, más que a María y Marta —las cuales, llorando ahora más violentamente, no hablan— pregunta a todos los demás, especialmente a los que han salido de la casa con María y parecen los más turbados. Probablemente sean parientes muy lejanos. Y éstos responden a Jesús, que a las claras se ve que está muy afligido: “Ven y velo Tú” y se dirigen al lugar del sepulcro que está en el extremo del huerto, donde el terreno tiene ondulaciones y vetas rocosas calcáreas que afloran a la superficie.  Marta, al lado de Jesús, que ha forzado a María a ponerse en pie, y que la está guiando porque difícilmente puede ver con las lágrimas, señala con la mano a Jesús dónde está enterrado Lázaro, y cuando están cerca del lugar dice: “Es allí, Maestro, donde tu amigo está enterrado”. Señala la piedra colocada oblicuamente en la entrada del sepulcro. ■ Jesús, para ir a ese sitio, seguido por todos, ha tenido que pasar por delante de Gamaliel. Pero ninguno de los dos se saludaron. Luego, Gamaliel se ha unido a los otros y se ha parado, como todos los fariseos más inflexibles, a unos metros del sepulcro. Jesús, por su parte, ha seguido adelante, hasta muy cerca de la tumba, junto con las dos hermanas, con Maximino y con los que tal vez sean parientes. Mira la pesada piedra que sirve de puerta al sepulcro y de obstáculo entre Él y su amigo difunto y llora. El llanto de las hermanas aumenta, como también el de los amigos íntimos y familiares. ■ “Quitad la piedra” grita Jesús al improviso, habiéndose enjugado antes su llanto. Todos experimentan una reacción de estupor y un murmullo corre por entre todos, murmullo que ha crecido con el de algunos de Betania que han entrado en el jardín y se han unido a los convocados. Veo a algunos fariseos que se llevan la mano a la frente meneando la cabeza como diciendo: “¡Está loco!”. Nadie cumple lo que Jesús ordena. Ni siquiera sus más fieles. Jesús repite en voz más alta su orden, haciendo estremecerse más todavía a la gente, la cual, experimentando dos sentimientos opuestos, hace ademán como de huir y, inmediatamente después, de acercarse más, para ver, sin importar el hedor del sepulcro. ■ Marta, esforzándose por contener el llanto, replica: “No es posible, Maestro. Hace ya cuatro días que está allá abajo. Sabes de qué muerte murió. Solo nuestro amor podía cuidarle… Ahora hiede horriblemente, pese a los ungüentos… ¿Qué quieres ver? ¿Su podredumbre?… No se puede… incluso la impureza de la corrupción que se contrae (3) y…”. Jesús insta: “¿No te he dicho que si creyeres, verás la gloria de Dios? Quitad la piedra. ¡Lo ordeno!”. Es la orden de un Dios.  Se escucha “¡Oh!” que sumiso escapa de todos los pechos. El color huye de todas las caras. Algunos tiemblan como si por sus cuerpos pasase el helado viento de la muerte. Marta hace la señal a Maximino el cual manda a los siervos que vayan a traer los instrumentos necesarios para mover la pesada piedra. Ellos se marchan a buen paso. Regresan con picos y fuertes palancas. Ponen mano a la obra. Meten las puntas de los relucientes picos, entre la roca y la piedra; introducen después las palancas debajo de los picos y así logran hacer rodar la piedra por un lado, para correrla luego cautelosamente hasta la pared rocosa. Un hedor horrible sale de dentro que obliga a retroceder a todos. Marta en voz baja dice: “Maestro, ¿quieres ir allá abajo? Tienes necesidad de antorchas…”. Pero el pensamiento de tener que hacerlo la pone pálida. ■ Jesús no la responde. Levanta sus ojos al cielo, abre los brazos en forma de cruz, ora con voz muy fuerte, recalcando bien cada palabra: “Padre, te doy gracias por haberme escuchado. Sé que siempre me escuchas. Pero lo he dicho por estos que están aquí presentes, por la gente que me rodea, ¡para que crean en Ti, en Mí, y en que Tú me has enviado!”. ■ Sigue en esta posición por unos instantes. Tan transfigurado está, que parece raptado en éxtasis. Mientras, sin sonido de voz, dice otras secretas palabras de oración o adoración, no sé. Lo que sí sé es que está tan espiritualizado, que no se le puede mirar sin sentirse palpitar fuertemente el corazón en el pecho. Parece hacerse, de cuerpo, luz; espiritualizarse, crecer en estatura, elevarse del suelo. Aun conservando el color de sus cabellos, de sus ojos, de su piel, de los vestidos, —y no como durante la transfiguración del Tabor en la que todo se convirtió en luz y en un resplandor avasallador—, parece emanar luz y que todo en Él se haga luz. La luz parece ponerle alrededor una aureola, sobre todo en torno al rostro, levantado al cielo y transportado en la contemplación de su Padre. Así permanece por unos instantes, ■ luego vuelve a ser Él, el Hombre, aunque con una majestad imponente. Se acerca hasta el umbral del sepulcro. Mueve los brazos —hasta ese momento los había tenido extendidos en cruz y con las palmas vueltas hacia el cielo—, los mueve hacia delante; vuelve las palmas hacia abajo: las manos, por tanto, están ya dentro de la galería del sepulcro y su blancor resalta en la negrura que la llena. Él hunde en esa negrura muda el fuego azul de sus ojos, cuyo fulgor de milagro es hoy insostenible; y con voz poderosa, con un grito más fuerte que cuando en el lago mandó al viento calmarse, con una voz como en ningún otro milagro había yo oído, grita: “¡Lázaro, sal afuera!”. La voz, por el eco, se refleja en la concavidad sepulcral, retumba dentro, sale y se extiende por el jardín; y rebota contra los desniveles de las ondulaciones de Betania: yo creo que llega hasta las faldas de las colinas que hay más allá de los campos, y desde allí vuelve, hecha eco mil veces, como una orden que no puede dejar de cumplirse. El eco se repite desde infinitas partes: “¡afuera! ¡afuera! ¡afuera!”. ■ Un fuerte estremecimiento se apodera de todos; y, si la curiosidad tiene clavados a todos en sus sitios, las caras palidecen, los ojos se dilatan, mientras las bocas se entreabren involuntariamente con el grito de estupor ya en las gargantas. Marta, un poco hacia atrás y al lado, está como fascinada mirando a Jesús. María, que no se había separado del lado de Jesús, cae de rodillas al umbral del sepulcro, con una mano sobre el pecho como para frenar las palpitaciones de su corazón y la otra agarrada, inconscientemente, a un extremo del manto de Jesús, y se ve que tiembla, porque el manto se mueve. ■ Una cosa blanca parece brotar de lo profundo de la caverna subterránea. Primero es casi imperceptible, pequeña línea convexa; luego se cambia en una forma oval, a la que se agregan líneas más claras, más grandes, cada vez mayores… Y el que estuvo muerto, en medio de sus vendas, avanza lentamente, cada vez más visible, cual fantasma, cada vez más impresionante. Jesús retrocede, retrocede, insensiblemente, pero continuamente, a medida que el otro avanza; la distancia entre ambos es, por tanto, siempre igual. María debe soltar el borde del manto, pero no se mueve de donde está. La alegría, la emoción, todo, la clavan al sitio donde está. Un “¡oh!” cada vez más claro brota de las gargantas, cerradas antes, por la emoción de la expectativa: de susurro casi imperceptible, pasa a ser voz; de voz a grito potente. Lázaro ha llegado ya al umbral. Ahí se para, rígido, mudo, semejante a una estatua de yeso en que apenas el cincel ha trabajado; es una figura larga, estrecha en la cabeza, estrecha en las piernas, más ancha en el tronco, macabra como la muerte misma, un espectro con el blancor de las vendas sobre el fondo oscuro del sepulcro.
* Lázaro, ante todos, despojado de las vendas, come, habla y camina.- ■ Y bajo la luz del sol, que da sobre Lázaro, se ve que las vendas ya chorrean podredumbre por varios puntos. Jesús grita: “Quitadle las vendas, y dejad que camine. Dadle vestidos y comida”. Marta conmocionada: “¡Maestro!…” y quizás querría decir algo más. Pero Jesús la mira fijamente y la subyuga con su brillante mirada; y ordena: “¡Aquí! ¡Pronto! Traed un vestido. Vestidlo en la presencia de todos y dadle de comer”. Y no se  vuelve para mirar a nadie. Sus ojos miran solo a Lázaro, a María que está cerca del resucitado, sin preocuparse de la repugnancia que todos experimentan al ver las vendas, y a Marta que jadea como si se le fuese a saltar el corazón y que no sabe si gritar de alegría o llorar… ■ Los siervos se apresuran a cumplir las órdenes del Señor. Noemí es la primera en correr y la primera en regresar con vestidos doblados sobre el brazo. Algunos sueltan las vendas, después de haberse arremangado las mangas y haberse ceñido el vestido para que no toque la podredumbre que cae de las vendas. Marcela y Sara regresan con jarras de perfumes, seguidas de criados, unos con lavamanos y jarras de agua caliente, otros con bandejas, con tazones llenos de leche, y vino, fruta, tortas cubiertas con miel. Las vendas estrechas y larguísimas, de lino, como me parece, hechas para el caso, se desenredan como rollos de cinta de una gran bobina, y se van amontonando en el suelo, cargadas de ungüentos aromáticos y de podredumbre. Los criados las retiran por medio de palos. Han empezado por la cabeza, donde también hay materia purulenta (sin duda,  que debe caer de la nariz, de las orejas, de la boca). El sudario que fue puesto sobre la cara está empapado de lo mismo. ■ Aparece la cara de Lázaro palidísima, flaquísima con los ojos cerrados por los ungüentos puestos en las órbitas, y con los cabellos pegados, lo mismo que su barba corta. Va cayendo lentamente la sábana, el sudario colocado en torno a su cuerpo, a medida que las vendas van bajando, bajando, bajando, devolviendo así forma humana a lo que antes habían hecho parecer una gran crisálida. La espalda huesuda, los brazos flaquísimos, las costillas apenas cubiertas de piel, el vientre hundido van apareciendo lentamente. Y conforme las vendas van cayendo, las hermanas, Maximino, los siervos se dan prisa en quitar la primera capa de porquería y de bálsamos e insisten hasta que —cambiando continuamente el agua y añadiendo a ella productos aromáticos— la piel aparece limpia. ■ Lázaro, cuando le limpian la cara y puede ver, dirige sus ojos a Jesús antes que a sus hermanas. Se olvida de todo lo que tiene a su alrededor, y, con una sonrisa amorosa en sus pálidos labios y un brillar de llanto en sus profundos ojos, mira a Jesús. También Jesús le sonríe y una breve lágrima se asoma en el ángulo de sus ojos, y, sin decir nada, hace que la mirada de Lázaro se levante al cielo; Lázaro comprende y mueve sus labios en silenciosa plegaria. Marta piensa que quiere decir algo, y que todavía no puede hablar, y le pregunta: “¿Qué quieres decirme, Lázaro mío?”. Lázaro: “Nada, Marta. Daba gracias al Altísimo”. Su pronunciación es segura, su voz fuerte. La gente lanza un nuevo “¡oh!” de estupor. Ya le han quitado hasta las caderas y limpiado. Le ponen una túnica corta, algo así como un camisón, que le llega hasta los muslos. ■ Le sugieren que se siente para acabarle de quitar las vendas de las piernas y lavarle las piernas. En cuanto quedan éstas al descubierto, Marta y María, señalando piernas y vendas, gritan fuerte. Y, a pesar de que en las vendas amarradas a las piernas y en la sábana puesta sobre ellas, la supuración es tan abundante, las piernas se ven completamente cicatrizadas. Donde un tiempo hubo gangrena, no se ve más que cicatrices de color rojizo. La gente, toda, grita de estupor. Jesús sonríe, y sonríe a Lázaro, que por un instante mira sus piernas curadas, para abstraerse luego mirando fijamente a Jesús. Parece no poder saciarse de verle. Los judíos, fariseos, saduceos, escribas, rabinos, se acercan, cautelosos de no mancharse sus vestiduras. Miran de cerca a Lázaro. Miran de cerca a Jesús. Pero ni Lázaro ni Jesús se ocupan de ellos. Se miran mutuamente. Todo lo demás no vale nada. ■ Ponen las sandalias a Lázaro. Se pone de pie, ágil, seguro. Toma las vestiduras que María le ofrece. Se las pone él solo, se abrocha el cinturón, se ajusta los pliegues. Ahí está flaco, pálido, pero igual que todos. Se lava las manos y los brazos hasta el codo, arremangándose las mangas, y luego con agua limpia se limpia la cara y la cabeza, hasta que siente que no tiene nada. Se seca los cabellos y la cara. Da la toalla al siervo y se dirige a Jesús. Se postra. Le besa los pies. Jesús se agacha, le levanta, le estrecha contra el pecho diciéndole: “Bienvenido, amigo mío. La paz y la alegría sean contigo. Vive para realizar tu feliz suerte. Levanta tu cara para que te dé el beso de saludo”. Y le besa en las mejillas. Lázaro corresponde en igual forma al beso de Jesús. Después Lázaro se dirige a sus hermanas a quienes besa, lo mismo hace con Maximino y Noemí que lloran de alegría y con algunos que me imagino que son parientes o amigos muy íntimos. Luego besa a José, a Nicodemo, a Simón Zelote y a algún otro. ■ Jesús personalmente va donde está un criado que tiene una bandeja con alimentos, toma una torta con miel, una manzana, un vaso de vino, y se los da a Lázaro, después de haberlos ofrecido y bendecido, para que coma  y beba. Y Lázaro come con el apetito de quien está sano. Todos lanzan otro “¡oh!” de estupor.
* “¿Te basta, Sadoc, lo que has visto? Un día me dijiste que para creer teníais necesidad, tú y los que son como tú, ver que un muerto descompuesto se recompusiera y recuperara la salud. Dios lo ha hecho. He ahí el testimonio viviente de lo que soy. Fui Yo quien dije: «Hagamos al hombre…». Porque Yo soy el Verbo del Padre. Hoy, Yo, el Verbo, dije a la que era menos que el lodo, a la corrupción: «vive»”.- ■ Jesús parece ver solo a Lázaro, pero en realidad observa todo y a todos, y, al notar que, con gestos de ira Sadoc, Elquías, Cananías, Félix, Doras, y otros están para marcharse, dice en voz alta: “Espera un momento, Sadoc. Tengo que decirte una palabra. A ti y a los tuyos”. Ellos se paran con aire de delincuentes. José de Arimatea se sobresalta de miedo y hace señal a Zelote para que detenga a Jesús. Pero Él ya está yendo hacia el rencoroso grupo, y les dice con voz fuerte: “¿Te basta, Sadoc, lo que has visto? Un día me dijiste que para creer teníais necesidad, tú y los que son como tú, ver que un muerto descompuesto se recompusiera y recuperara la salud. ¿Estás satisfecho de la podredumbre que viste? ¿Eres capaz de afirmar que Lázaro estaba muerto y que ahora está vivo y tan sano como no lo estaba desde hace años? Lo sé; vosotros vinisteis a tentar a éstos, a causarles más dolor y sembrar en ellos la duda. Vinisteis a buscarme, esperando encontrarme escondido en la habitación del agonizante. Vinisteis no porque os hubieran movido el amor y el deseo de honrar al difunto, sino para aseguraros de que Lázaro estaba realmente muerto, y habéis seguido viniendo, cada vez más contentos a medida que el tiempo pasaba. Si las cosas hubieran salido como esperabais, como ya creíais que iban, hubierais tenido razón para estar alegres. El Amigo que cura a todos, pero no cura al suyo. El Maestro que premia la fe de todos, pero no la de sus amigos de Betania. El Mesías impotente ante la realidad de una muerte. Esto era el incentivo de vuestra alegría. Pero ved que Dios os ha dado la respuesta. Ningún profeta jamás ha podido juntar lo que estaba deshecho, además de muerto. Dios lo ha hecho. He ahí el testimonio viviente de lo que soy. ■ Un día Dios tomó un poco de lodo, le dio forma, sopló en él y se convirtió en hombre (4). Fui Yo quien dije: «Hágase el hombre según nuestra imagen y semejanza». Porque Yo soy el Verbo del Padre. Hoy, Yo, el Verbo, dije a la que era menos que el lodo, a la corrupción: «Vive» y la corrupción volvió a convertirse en carne, en carne perfecta, viva, palpitante. Os está viendo. Allí está. Y a la carne junté el alma que hacía unos días estaba en el seno de Abraham. Lo volví a llamar porque quise, porque todo lo puedo. Yo, el Viviente, Yo el Rey de reyes a quien están sujetas todas las criaturas y cosas. ¿Qué respondéis?”. Cual un juez, como Dios que es, está delante de ellos derecho, alto, majestuoso. Ellos no responden Jesús insiste: “¿No os basta esto para creer, para aceptar lo que no puede desmentirse?”. ■ Sadoc, agriamente, le dice: “Has cumplido tan solo una parte de la promesa. Esto no es la señal de Jonás…” (5).  Jesús: “También ésa se os dará. Lo he prometido y lo mantengo.  Hay otro aquí, presente, que espera otra señal, y la tendrá. Y como es recto, la aceptará (6). Vosotros no. Vosotros permaneceréis en lo que sois”. ■ Da media vuelta y ve a Simón, el sanedrista, hijo de Eliana. Le mira. Le mira. Deja a los que estaba hablando y llegado a él, le dice en voz baja pero firme: “¡Es bueno para ti que Lázaro no recuerde su estadía entre los muertos! ¿Qué hiciste de tu padre, Caín?”. Simón huye con un grito de miedo, que luego se transforma en aullido de maldición: “¡Seas maldito, Nazareno!”, al cual Jesús responde: “Tu maldición ha llegado al Cielo y de allá el Altísimo te la arroja. Estás marcado con la señal (7), ¡desgraciado!”. Vuelve al grupo de gente que está sin saber qué decir, casi aterrorizada. Se encuentra con Gamaliel que se dirige a la salida. Le mira, y Gamaliel le mira a Él. Jesús sin pararse, le dice: “Prepárate, ¡oh rabí! Pronto vendrá la señal. Nunca miento”.
* Abatimiento de Jesús ante la muerte espiritual, insalvable de muchos.- ■ Poco a poco el jardín queda vacío. Los judíos están atolondrados, pero los más de ellos respiran ira por todos sus poros. Si las miradas pudieran reducir en ceniza a alguien, Jesús estaría pulverizado ya desde hacía mucho tiempo. Hablan, discuten entre sí al irse alejando, saboreando la dura derrota, de modo que no son capaces ya de ocultar bajo una apariencia hipócrita de amistad el objeto de su presencia. Se van sin despedirse ni de Lázaro, ni de sus hermanas.  Se quedan atrás algunos que el milagro ha conquistado para el Señor. Entre ellos José Bernabé, que se echa de rodillas ante Jesús y le adora; lo mismo hace Yoel de Abías. Y otros más, que no conozco, pero que deben ser personas importantes. Lázaro, entre tanto, rodeado de sus más íntimos, se ha retirado a casa. José, Nicodemo y los otros buenos de corazón se despiden de Jesús. Con grandes inclinaciones de cuerpo se despiden los judíos que estaban con Marta y María. Los siervos cierran el cancel. La paz vuelve a la casa. ■ Jesús mira a su alrededor. Ve humo y llamas de fuego en el fondo del jardín, en dirección del sepulcro. Solo, derecho en medio de un sendero, dice: “La podredumbre que el fuego destruye… La podredumbre de la muerte… Pero, la de los corazones… de esos corazones ningún fuego la destruirá… Ni siquiera el fuego del Infierno. Será eterna… ¡Qué horror!… Más que la muerte… Más que la corrupción… Y… Pero ¿quién te salvará, ¡oh linaje humano! si tanto te gusta la corrupción? Amas la corrupción. Y Yo… Yo he arrancado del sepulcro a un hombre con una palabra… Y con un mar de palabras… y uno de dolores… no podré arrancar al hombre del pecado, a los hombres, a millones de hombres”. ■ Se sienta y se cubre la cara con las manos, abatido… Un siervo que pasa le ve. Corre a la casa. Poco después sale de casa María. Corre donde Jesús, ligera como si no tocase el suelo. Se le acerca, le dice suavemente: “Rabboni, estás cansado… Ven, Señor mío. Tus apóstoles, cansados, han ido a la otra casa; todos menos Simón Zelote… ¿Lloras, Maestro? ¿Por qué?”. Se arrodilla a los pies de Jesús… le observa… Jesús la mira. No responde. Se levanta y va hacia la casa, seguido de María.
* Jesús dice a Magdalena: “Has merecido el milagro. Que ello te afirme en saber esperar y creer”.- ■ Entran en una sala. Lázaro no está, y tampoco Zelote. Pero está Marta, llena de alegría. Se vuelve a Jesús y explica: “Lázaro fue a bañarse. Para limpiarse bien. ¡Oh Maestro, Maestro! ¡Qué puedo decirte!”. Le adora con todo su ser. Nota la tristeza de Jesús y le pregunta: “¿Estás triste, Señor? ¿No estás feliz de que Lázaro…?”. Le llega una sospecha: “¡Oh, estás irritado conmigo! Pequé (8). Es verdad”. Magdalena dice: “Pecamos, hermana”. Marta: “No. Tú no. Maestro, María no pecó. María supo obedecer, yo fui la que desobedecí. Te mandé llamar porque… porque no podía soportar más que aquellos insinuasen que no eres el Mesías, el Señor… y no podía verle sufrir… Lázaro te necesitaba con ansias. Te llamaba… Perdóname, Jesús”. ■ Jesús: “¿Y tú no hablas, María?”. Magdalena: “Maestro… yo… Yo he sufrido en ese momento tan sólo como mujer. Sufría porque… Marta, jura, jura aquí ante el Maestro que jamás, jamás dirás a Lázaro lo que dijo en su delirio… Maestro mío… Yo te he conocido del todo, ¡oh divina Misericordia!, en las últimas horas de Lázaro. ¡Oh Dios mío! ¡¿Cuánto me has amado Tú, Tú que me has perdonado, Tú, Dios, Tú, Puro, Tú…, si mi hermano, que mucho me ama, siendo hombre, solo hombre, no ha perdonado todo en el fondo de su corazón?! No, no es así; debo decir: no ha olvidado mi pasado y, cuando la agonía debilitaba sus fuerzas y entorpecía su bondad, que creía olvido del pasado, ha expresado su dolor a gritos, su desdén contra mí… ¡Oh!…”. María llora… ■ Jesús: “No llores, María. Dios te ha perdonado y olvidado. El alma de Lázaro también ha perdonado y olvidado, ha querido olvidar. El hombre no ha podido olvidar. Y cuando el cuerpo, en medio de sus estremecimientos, debilitó la voluntad ya frágil, el hombre ha hablado”. Magdalena: “No estoy enojada por ello, Señor. Esto me ha servido para amarte más y amar mucho más a Lázaro. A partir de ese momento fue cuando yo deseé tu presencia… porque sentía angustia de que Lázaro fuera a morir sin paz por mi causa… y luego, luego, cuando he visto que los judíos se burlaban de Ti… cuando vi que no venías, ni aun después de la muerte, ni siquiera después que te había esperado obedeciendo hasta más allá de lo posible, esperando hasta cuando el sepulcro se abrió para recibirle, entonces sí que mi corazón sufrió. Señor, si debía expiar, y, sin duda, debía hacerlo, he expiado, Señor…”. ■ Jesús:  “¡Pobre María! Conozco tu corazón. Has merecido el milagro. Que ello te afirme en saber esperar y creer”. Magdalena: “Maestro mío, esperaré y creeré siempre de hoy en adelante. No dudaré más, jamás, Señor. Viviré de fe. Tú me has dado la capacidad de creer en lo increíble”.
* Jesús dice a Marta: “No has sabido obedecer porque no has sabido creer y esperar totalmente y no has sabido creer y esperar porque no has sabido amar totalmente”.-Jesús: “¿Y tú, Marta? ¿Tú no has aprendido? No. Todavía no. Eres mi Marta. Pero no eres todavía mi perfecta adoradora. ¿Por qué te entregas a la actividad y no a la contemplación? Es cosa más santa. ¿Ves? Tu fuerza, estando demasiado dirigida a cosas terrenas, ha cedido ante la comprobación de esos hechos terrenales que pueden parecer algunas veces no tener remedio. En verdad las cosas terrenas no tienen remedio, si no interviene Dios. La criatura necesita por eso saber creer y contemplar; necesita amar hasta el extremo de las fuerzas de todo hombre, con su pensamiento, el alma, el cuerpo, la voluntad, con todas las fuerzas del hombre, repito. Quiero que seas fuerte, Marta. Quiero que seas perfecta. No has sabido obedecer porque no has sabido creer y esperar completamente, y no has sabido creer y esperar porque no has sabido amar totalmente. Pero Yo te perdono, te absuelvo, Marta. He resucitado hoy a Lázaro. Ahora te doy un corazón más fuerte. A él le he devuelto la vida, en ti te infundo la fuerza de amar, creer y esperar perfectamente. Sed felices y gozad de la paz. Perdonad a quienes en aquellos días os ofendieron…”. ■ Magdalena: “Señor, en esto yo he pecado. Hace poco, al viejo Cananías, que te había tomado a burla los otros días, le dije: «¿Quién ha ganado? ¿Tú o Dios? ¿Tu burla o mi fe? Jesús es el Viviente y es la Verdad. Sabía yo que su gloria brillaría con mayor fuerza. Y tú, viejo, reconstruye tu alma, si no quieres gustar la muerte»”. Jesús: “Dijiste bien. Pero no disputes con los malvados. María, perdona. Perdona si me quieres imitar… Ya viene Lázaro. Oigo su voz”.
* Lázaro dice a Magdalena: “Tú me has dado a Jesús y la medida de lo que es Él. Y tú has sido dada por Jesús a mí: Tú, María, eres el don de Dios”.- ■ En efecto, Lázaro entra, trae la barba rasurada, los cabellos peinados y perfumados. Con él están Maximino y Zelote. “¡Maestro!”. Lázaro se arrodilla una vez más adorándole. Jesús le pone la mano sobre la cabeza y sonriente le dice: “La prueba ha sido superada, amigo mío, la superaste tú y tus hermanas. Sed ahora felices y fuertes para servir al Señor. ¿Qué recuerdas, amigo, del pasado? Quiero decir: de tus últimas horas”. Lázaro: “Un gran deseo de verte y una gran paz con el amor de mis hermanas”. Jesús: “¿Y qué es lo que más te dolía dejar al morir?”. Lázaro: “A Ti, Señor, a mis hermanas. A Ti, porque no podría servirte, a ellas porque me han brindado toda clase de alegrías…”. ■ Magdalena suspira: “¡Oh! ¿Yo, hermano?”. Lázaro: “Tú más que Marta. Tú me has dado a Jesús y la medida de lo que es Él. Y tú has sido dada por Jesús a mí: tú, María,  eres el don de Dios”. Magdalena: “Lo decías también cuando agonizabas…” y mira detenidamente el rostro de su hermano. Lázaro: “Porque era y es mi constante pensamiento”. Magdalena:  “Pero te causé muchos dolores”. Lázaro: “También la enfermedad me causó dolor. Pero con ella espero haber expiado las culpas del viejo Lázaro, y haber resucitado purificado para ser digno de Dios. Tú y yo: los dos resucitados para servir al Señor, y entre ambos Marta, ella que siempre ha sido la paz de nuestro hogar”. Jesús: “¿Lo oyes, María? Lázaro habla palabras de sabiduría y verdad.  Ahora me retiro y os dejo en vuestra alegría…”. Lázaro: “No, Señor. Quédate. Con nosotros. Aquí. Quédate en Betania y en mi casa. Será bello…”. Jesús: “Me quedaré. Quiero premiarte todo lo que padeciste. ■ Marta, no estés triste. Marta, piensa que no me causaste dolor alguno. No estoy triste por causa vuestra, sino por quienes no quieren redimirse. Cada vez odian más. Tienen el veneno en el corazón. Pues bien… perdonemos”. Lázaro, con su benévola sonrisa, dice: “Perdonemos, Señor”… y con estas palabras termina la visión. (Escrito el 26 de Diciembre de 1946).
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1  Nota  :  Cfr. Ju. 11,17-44.   2  Nota  : José Bernabé, discípulo de Gamaliel, como Saúl, y compañero de éste en la predicación del Evangelio. Aparece en Hech. 4, 9, 11; 12; 13-15; Una vez en 1 Cor. 9; tres veces en Gal. 2.- Cfr.  Personajes de la Obra magna: José, llamado Bernabé.   3  Nota  :  Cfr. Lev. 21,1-13; 22,1-9;  Núm. 6,1-12; 19,11-22;  31,13-24; Ez. 44,15-31; Ag. 2,10-14.  4  Nota  :  Cfr. Gén. 2,7.   5  Nota  :  Cfr  Jon. 2.   6  Nota  :  Alusión al gran rabí de Israel Gamaliel.   7  Nota  : “Estás marcado con la señal”.- Esta “señal” no parece ser de la que se habla en el Gen. 4,15 sino tal vez una alusión a la “señal de la Bestia” de que se habla en el Apocalipsis. Cfr. Dan. 7 y  Ap. 13; 14,6-13; 19,11-21; 20,1-6.   8  Nota  : “¡Oh, estás irritado conmigo! Pequé”, dice Marta a Jesús, pues ella, —sin esperar a que Lázaro muriera, olvidándose de las palabras de Jesús: “saber esperar y creer contra toda realidad contraria” y “cuando Lázaro haya… muerto entonces enviadme un aviso enseguida”— ante la gravedad de su hermano, había enviado un mensajero hasta Jesús para rogarle que con la máxima urgencia viniera a Betania. María Magdalena, en cambio, había sabido “esperar y creer contra toda realidad contraria”.
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 8-548-382 (10-9-59) – Reflexiones sobre la resurrección de Lázaro.
* “Sabía que la resurrección de Lázaro sería un arma de doble filo, porque convertiría a los judíos de recto corazón y haría que los que no eran de recto corazón, me odiasen más. Pero necesitaba convencer a los incrédulos más obstinados… y convencer también a mis discípulos que, destinados a llevar la fe al mundo, tenían necesidad de poseer una fe fortalecida con milagros de primer orden”.-Dice Jesús: “Hubiera podido llegar a tiempo para impedir que muriese Lázaro. Pero no quise hacerlo. Sabía que esa resurrección sería un arma de doble filo, porque convertiría a los judíos de recto corazón y haría que los que no eran de recto corazón, odiasen más. De éstos, y al son de esta última manifestación de mi poder, partió la sentencia de muerte contra Mí. Pero había venido al mundo para esto, y la hora ya se había madurado para que ello se cumpliera. También hubiera podido ir donde Lázaro inmediatamente. Pero necesitaba convencer, a los incrédulos más obstinados, con la resurrección a partir de un estado de corrupción ya avanzado; y también quería convencer a mis discípulos, que, destinados a llevar mi fe al mundo, tenían necesidad de poseer una fe fortalecida con milagros de primer orden. ■ En los apóstoles había mucha  humanidad. Varias veces lo he dicho. No era éste un obstáculo insuperable; más bien, era una consecuencia lógica de su condición de hombres llamados a ser míos cuando eran ya hombres maduros. No se cambia una mentalidad, una «forma mentis» de la noche a la mañana. Ni Yo, en mi Sabiduría, no quise tampoco escoger y educar niños y formarlos según mi modo de pensar para hacer de ellos mis apóstoles. Habría podido hacerlo. No lo hice para que las almas no me reprochasen el  haber despreciado a los que no son inocentes y alegaran como disculpa que con mi elección había Yo querido dar a entender que los adultos no pueden cambiar. No. Todo puede cambiarse si se quiere. De hecho, hice que los que eran pusilánimes, peleadores, usureros, sensuales, incrédulos, se convirtiesen en mártires y santos, en evangelizadores del mundo. Sólo el que no quiso cambiar, no cambió”.
“Hay dos formas de pedir el milagroOs ruego que tengáis presente, como regla sobrenatural vuestra, lo que respondí a Tomás: nadie puede ser mi verdadero discípulo si uno no sabe dar a la vida humana el peso que le conviene… El que quiera salvar su vida en este mundo, perderá la Vida eterna. Lo dije y lo repito. La vida cristiana es un continuo heroísmo”.-Jesús: “Yo amé y amo al pequeño y al débil —tú eres un ejemplo— con tal de que tengan la voluntad de amarme y de seguirme y de estos «nada» hago mis predilectos, mis amigos, mis ministros. Y me sigo sirviendo de ellos, y es un milagro continuo que obro, para hacer que los demás crean en Mí y que no ahoguen la posibilidad de milagro. ¡Cómo disminuye esta posibilidad!: cual lámpara a la que le falta aceite, así esta posibilidad agoniza y muere, debido a la falta de fe en el Dios del milagro. ■ Hay dos formas de pedir el milagro. A una de ellas,  Dios accede con amor. A la segunda, le vuelve la espalda desdeñado. La primera es la que pide, como he enseñado a pedir, sin desconfianza ni cansancio, y cree que Dios la escucha, porque Dios es bueno y quien es bueno escucha, porque Dios es poderoso y todo lo puede. Esta forma de pedir es amor, y Dios concede lo que pide a quien ama. La otra es la prepotencia de los rebeldes que quieren que Dios sea su siervo y que se humille ante sus acciones malas y que les dé a ellos aquello que ellos no le dan a Él: amor y obediencia. Esta forma es una ofensa, que Dios castiga negando sus gracias. ■ Os quejáis de que Yo ya no realizo los milagros colectivos. ¿Cómo podría realizarlos? ¿Dónde están las colectividades que creen en Mí? ¿Dónde, los verdaderos creyentes? ¿Cuántos son, en una colectividad, los verdaderos creyentes? Cual flores supervivientes en un bosque quemado por un incendio, así veo Yo, de vez en cuando, a un corazón creyente; el resto lo ha quemado Satanás con sus doctrinas. Y cada vez lo quemará más. Os ruego que tengáis presente, como regla sobrenatural vuestra, lo que respondí a Tomás: Nadie puede ser mi verdadero discípulo, si uno no se sabe dar a la vida humana el peso que le conviene: como medio para conquistar la vida verdadera, no como fin. El que quiera salvar su vida en este mundo, perderá la Vida eterna. Lo dije y lo repito. ■ ¿Qué son las pruebas? La nubecilla que pasa. El Cielo permanece y os espera más allá de la prueba. He conquistado el Cielo para vosotros con mi heroísmo. Debéis imitarme. El heroísmo no está reservado sólo a aquellos que deben conocer el martirio. La vida cristiana es un continuo heroísmo, porque es una lucha continua contra el mundo, el demonio y la carne. Yo no os obligo a que me sigáis. Os dejo libres. Pero no quiero que seáis hipócritas. O conmigo y como Yo, o contra Mí. No podéis engañarme. Y Yo no desciendo a hacer alianzas con el Enemigo. Si le preferís antes que a Mí, no podéis pensar en tenerme a Mí al mismo tiempo como amigo vuestro. O él o Yo. Escoged”.
“El dolor de Marta es distinto del de María… ¡Felices los que se comportan de tal modo que no tienen ningún remordimiento de haber causado dolor a alguien que ahora está muerto…! Pero ¡cuánto más feliz aquel que no tiene remordimiento de haber causado dolor a su Dios, a Mí, Jesús, y no teme su encuentro conmigo!”.- ■  Jesús: “El dolor de Marta es distinto del de María debido a la distinta psicología de las dos hermanas y al distinto modo de comportarse que habían tenido. ¡Felices los que se comportan de tal modo que no tienen ningún remordimiento de haber causado dolor a alguien que ahora está muerto y que ya no puede ser consolado del dolor que le causó! Pero ¡cuánto más feliz aquel que no tiene remordimiento de haber causado dolor a su Dios, a Mí, Jesús, y no teme su encuentro conmigo!; antes al contrario, suspira por este encuentro, como alegría ansiosamente soñada durante toda su vida y por fin alcanzada. ■ Soy vuestro Padre, vuestro Hermano, vuestro Amigo. ¿Por qué, pues, me herís tantas veces? ¿Sabéis lo que os queda de vida? ¿Vivir para reparar? No lo sabéis. Entonces, hora tras hora, día tras día, obrad bien. Me haréis siempre feliz. Si el dolor tocare a vuestras puertas —porque el dolor es santificación, es mirra que preserva de la corrupción carnal— tendréis siempre en vosotros la seguridad de que os amo, que os amo aun en ese dolor, y tendréis siempre la paz que mana de mi amor. Tú, pequeño Juan, sabes si sé consolar aun en el dolor”.
“Y —milagro en el milagro— quise que Lázaro fuese desatado y limpiado en la presencia de todos”.-Jesús: “En mi oración al Padre se repitió lo que dije al principio: era menester sacudir con un milagro la obstinación de los judíos y del mundo en general. La resurrección de uno que hacía cuatro días había sido sepultado, que había sido enterrado por una larga y repugnante enfermedad que todos sabían, no era cosa de dejar indiferente, ni siquiera dudoso a alguien. Si le hubiera curado mientras vivía, o dado la vida apenas muerto, la mordacidad de mis enemigos hubiera podido tener duda sobre la realidad del milagro. Pero el hedor del cadáver, la podredumbre que manaba de las vendas, la larga permanencia en el sepulcro, no dejaban lugar a duda alguna. ■ Y —milagro en el milagro— quise que Lázaro fuese desatado y limpiado en la presencia de todos para que viesen que no solo había vuelto la vida, sino también la integridad de miembros donde antes la gangrena había hecho estragos. Cuando hago un favor, siempre hago más de lo que se me pide”.
“Lloré ante la tumba de Lázaro. Y a esto se ha dado diversos nombres. Lloré, no tanto por la pérdida de un amigo y por el dolor de sus hermanas, cuanto porque tres ideas que, como tres clavos, habían hincado siempre su punta en mi corazón”.-Jesús: “Lloré ante la tumba de Lázaro. Y a esto se ha dado diversos nombres. Sabed entre tanto que las gracias se obtienen con dolor mezclado con fe segura en el Eterno. Lloré no tanto por la pérdida de un amigo y por el dolor de sus hermanas, cuanto porque, cual fondo submarino que se agita, en aquella hora salieron a flote, más vivas que nunca, tres ideas que, como tres clavos, habían hincado siempre su punta en mi corazón. ■ La comprobación de la ruina a la que Satanás había llevado al hombre al seducirle al mal. Ruina, cuya condena humana, era el dolor y la muerte. La muerte física, emblema y símbolo vivo de la muerte espiritual, que la culpa infiere al alma sumergiéndola, a ella que estaba destinada a vivir cual reina, en el reino de la luz, en las tinieblas infernales. ■ La persuasión de que ni siquiera este milagro, puesto como corolario sublime de tres años de evangelización, convencería al mundo judío acerca de la Verdad que Yo traía. Y que ningún milagro iba a convertir para Cristo al mundo que habría de venir. ¡Oh, qué dolor el estar próximo a morir por tan pocos! ■ La visión mental de mi próxima muerte. Era Hombre-Dios. Y para ser Redentor debía sentir el peso de la expiación; por lo tanto, también el horror de la muerte y de una muerte semejante. Yo era uno que vivía, uno que me sentía sano, y sin embargo me decía: «Pronto habré muerto, pronto estaré en un sepulcro como Lázaro. Pronto la agonía más atroz será mi compañera. Debo morir». La bondad de Dios os libra del conocimiento del futuro. Pero a Mí no me libró. ■ Vosotros que os lamentáis de vuestra suerte, creedme. No hubo otra más triste que la mía, porque tuve la presciencia de todo cuanto me sucedería, junto a la pobreza, incomodidades, amarguras que me acompañaron desde mi nacimiento hasta la muerte. No os lamentéis, pues. Esperad en Mí. Os doy mi paz”. (Escrito el 23 de Marzo de 1944).
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8-549-385 (10-10-62).- Repercusión de la resurrección de Lázaro (1). Decreto del Sanedrín.
* Gran revuelo en la gente del pueblo, en las sinagogas, en los bazares del Templo, en el palacio de Herodes, en la Antonia, en los romanos.- ■ Si la noticia de la muerte de Lázaro había impresionado y agitado a Jerusalén y gran parte de Judea, la noticia de su resurrección termina de producir impresión y penetrar hasta en los lugares en que no había producido agitación la noticia de su muerte. Quizás los pocos fariseos y escribas —o sea, los miembros del Sanedrín— presentes en la resurrección no hayan hablado de ella a la gente. Pero lo cierto es que los judíos sí lo han hecho y la noticia se ha extendido como un rayo, de casa a casa, de terraza a terraza; voces femeninas la transmiten, mientras que, en la calle, el pueblo la difunde con una gran alegría por el triunfo de Jesús y por Lázaro. La gente puebla de nuevo las calles, corre de aquí para allí, creyendo ser el primero en dar la noticia, pero quedando desilusionada, porque la noticia se sabe en Ofel y en Bezeta, en Sión y en el Sixto; se sabe en las sinagogas, en los bazares del Templo y en el palacio de Herodes; se sabe en la Antonia, y desde la Antonia se difunde, o viciversa, hacia los puestos de guardia; llena tanto los palacios como los tugurios: “El Rabí de Nazaret ha resucitado a Lázaro de Betania que murió el viernes pasado, que fue sepultado antes del sábado y ha resucitado a eso de la hora sexta de hoy”. Las aclamaciones hebreas al Mesías y al Altísimo se mezclan con las de los romanos: “¡Por Júpiter! ¡Por Pólux! ¡Por Libitina!” etc. etc.  Los únicos que no hablan por las calles son los miembros del Sanedrín. No veo a ninguno de ellos. ■ Veo a Cusa y a Mannaén que salen de un espléndido palacio y oigo a Cusa decir: “¡Extraordinario, extraordinario! Ya mandé la noticia a Juana. ¡Realmente Él es Dios!” y Mannaén le contesta: “Herodes, que vino desde Jericó a presentar sus obsequios… a su patrón: Poncio Pilatos, parece un loco en su palacio; Herodías, por su parte, está fuera de sí y le insta para que ordene arrestar a Jesús. Ella tiembla por su poder; él por sus remordimientos. A Herodes le castañetean los dientes mientras pide a los más fieles que le defiendan… de los espectros. Se ha embriagado para darse valor y el vino le crea fantasmas en su mente. Grita, diciendo que el Mesías ha resucitado también a Juan, el cual le grita de cerca las maldiciones en nombre de Dios. Yo he huido de esta Gehena. Me ha sido suficiente decirle: «Lázaro ha resucitado por obra de Jesús Nazareno. Ten cuidado de no tocarle, porque es Dios». Mantengo en él este temor para que no ceda a los deseos homicidas de ella”. Cusa: “Yo, sin embargo, tendré que ir allá… Debo ir. Pero antes quise pasar por casa de Eliel y Elcana. Viven retirados, pero no dejan de ser grandes voces en Israel. Juana está contenta de que los honre. Y yo…”. Mannaén: “Son una buena protección para ti. Es verdad. Pero no como el amor del Maestro. Ese amor es la única protección que puede tener valor…”.  Cusa no replica. Piensa… Yo los pierdo de vista. ■ De Bezeta viene todo respetuoso José de Arimatea. Le detiene un grupo de vecinos de la ciudad que no están seguros todavía de que se deba creer o no la noticia. Y se lo preguntan a él. Les responde: “Es verdad. Es verdad. Lázaro ha resucitado y está también curado. Le vi con mis propios ojos”. El grupo de vecinos: “Entonces… ¡Él es el Mesías!”. José de Arimatea responde prudentemente: “Sus obras son  tan grandes… Su vida es perfecta. Los tiempos han llegado. Satanás combate contra Él. Que cada uno resuelva en su corazón lo que es el Nazareno”. Saluda y se va. Ellos intercambian sus opiniones y terminan por concluir: “Realmente es el Mesías”. ■ Un grupo de legionarios habla. Dicen: “Si mañana puedo, voy a Betania. ¡Por Venus y Marte, mis dioses preferidos! Podré dar la vuelta al mundo, desde los desiertos ardientes hasta las heladas tierras germánicas, pero encontrarme donde resucite uno que ha muerto días antes no me sucederá nunca más. Quiero ver cómo es uno que vuelve de la muerte. Estará negro por las aguas de los ríos de ultratumba…”.  “Si era virtuoso estará pálido, porque habrá bebido de las aguas azules de los Campos Elíseos. No hay solo la laguna Estiges”. “Nos dirá cómo son los prados de asfódelo del Hades… (2). Voy yo también…”. “Si Poncio Pilatos quiere…”. “¡Claro que lo quiere! Ha mandado inmediatamente un correo a Claudia para llamarla. A Claudia le gustan estas cosas. La he oído más de una vez conversar, con las otras y con sus libertos griegos, de alma y de inmortalidad”. “Claudia cree en el Nazareno. Para ella es mayor que ningún otro hombre”. “Sí. Pero para Valeria es más que un hombre. Es Dios. Una especie de Júpiter y de Apolo, por poder y hermosura, dicen, y más sabio que Minerva. ¿Vosotros le habéis visto? Yo he venido con Poncio por primera vez aquí y no sé…”. “Creo que has llegado a tiempo para ver muchas cosas. Hace poco, Poncio gritaba como Estentor, diciendo: «Aquí hay que cambiar todo. Tienen que comprender que Roma manda y que ellos, todos, son siervos. Y cuanto más grandes sean, más siervos, porque son más peligrosos». Creo que era por esa tablilla que le había llevado el criado de Anás…”. “Sí, claro, no quiere escucharlos… Y nos cambia a todos porque… no quiere amistades entre nosotros y ellos”. “¿Entre nosotros y ellos? ¡Ja! ¡Ja! Ja! ¿Con esos narigudos que solo saben a chivo? Poncio digiere mal el demasiado cerdo que come. Todo lo más… la amistad es con alguna mujer que no desprecia el beso de bocas sin barba…” y el que habló ríe maliciosamente.  “El hecho es que después de la agitación de los Tabernáculos ha pedido y obtenido el cambio de todos los soldados, y que nosotros tenemos que irnos…”. “Eso es verdad. Ya estaba anunciada en Cesarea la llegada de la galera que trae a Longinos y a su centuria. Suboficiales nuevos, soldados nuevos… y todo por esos cocodrilos del Templo. Yo estaba bien aquí”.  “Mejor estaba yo en Brindis… pero me acostumbraré” dice el que ha llegado hace poco a Palestina. Se alejan también ellos.
* Reunión de emergencia del Sanedrín.- ■ Pasan algunos guardias del Templo con tablillas enceradas. La gente los ve y comenta: “El Sanedrín se reúne con carácter urgente. ¿Qué pretenderá hacer?”. Uno responde: “Vamos a subir al Templo a ver…”. Toman la calle que va hacia el Moria. El sol desaparece tras las casas de Sión y de los montes occidentales. Se viene la noche que pronto desaloja a los curiosos de las calles. Los que han subido al Templo, bajan de mal humor porque habían sido alejados incluso de las puertas, donde se habían detenido para ver pasar a los sanedristas. El interior del Templo, desierto, vacío, envuelto en la luz de la luna, parece inmenso. ■ Los sanedristas van llegando poco a poco a la sala del sanedrín. Están todos, como cuando Jesús fue condenado (3), a excepción de los que entonces hicieron de secretarios. Solo están los miembros del Sanedrín, unos en sus respectivos lugares, otros formando grupos junto a las puertas. Entra Caifás con su cara de sapo, obeso y malo. Se dirige a su puesto.  Empiezan inmediatamente a discutir sobre los hechos ocurridos, y tanto les apasiona la cosa, que pronto la reunión se anima mucho; dejan los sitiales y bajan al espacio vacío gesticulando y hablando en alto. Hay quien aconseja la calma y que se ponderen bien las cosas antes de tomar decisiones.

  (<Primera iniciativa del Sanedrín después de la resurrección de Lázaro.- El Sanedrín se plantea el tema central: la resurrección de Lázaro y sus consecuencias. Ahora, ante esa manifestación indubitable y portentosa de Jesús, parece que la situación se les escapa de las manos. Incluso los judíos más influyentes, que fueron testigos de la resurrección, dicen que Jesús es el Mesías. Gamaliel mismo ahora en presencia de todo el Sanedrín ha proclamado que Jesús es el Rabí más grande de Israel. Y José de Arimatea se atreve a decir que Jesús es Dios. La situación, es, pues, insostenible y peligrosa. Es inaplazable, por tanto, buscar un motivo de acusación contra el Nazareno. Los más intransigentes salen del Sanedrín y van a entrevistarse en la Antonia con Pilatos. Ni la carcajada de Pilatos los amilana cuando se presentan ante él como los más fieles servidores de Roma. La acusación que presentan: “La resurrección de Lázaro es un peligro para el César” provoca en Pilatos la reacción contraria a la esperada por ellos. Pilatos los tacha de mentirosos y cobardes y los expulsa>)

* Decreto del Sanedrín.- ■ Los expulsados por Pilatos regresan al aula del Sanedrín. Cuentan lo sucedido. La agitación es máxima. La noticia del arresto de muchos bandidos y de las batidas en las grutas para atrapar a los demás desquicia completamente a los que se habían quedado, porque muchos, cansados de esperar, se habían marchado. Algunos sacerdotes gritan: “Y pese a todo, no podemos dejarle vivir”. Sadoc grita chillonamente: “No podemos dejar que actúe. Él actúa. Nosotros no. Día tras día perdemos terreno. Si le dejamos libre todavía, continuará haciendo milagros y todos creerán en Él. Y los romanos terminarán por atacarnos y destruirnos completamente. Poncio piensa de este modo, pero si la multitud le aclamase rey ¡ah! entonces Poncio tiene el deber de castigarnos, a todos. No podemos permitirlo”. ■ Alguien objeta: “Está bien. ¿Pero cómo? el camino… legal, el romano, no ha resultado. Poncio no tiene ninguna preocupación por el Nazareno. Nuestro camino… el legal, no sirve. Él no falta en nada…”. Caifás insinúa: “Se inventa la culpa, si es que no la hay”. Casi todos gritan con horror: “Hacerlo así, es pecado. ¡Jurar en falso! ¡Condenar al inocente! ¡Es… demasiado! Es un crimen, porque significaría su muerte”. ■ Caifás, vomitando odio frío y astuto, grita: “¿Y qué? ¿Eso os espanta? Sois unos necios y no sois capaces de entender nada. Después de lo sucedido, Jesús debe morir. ¿No comprendéis que es mejor para nosotros que muera un hombre, en vez de que mueran muchos? Que muera Él para salvar a su pueblo, y así no se vea destruida nuestra nación. Por otra parte, Él dice que es el salvador. Que se sacrifique pues, para salvar a todos”. Le contestan:  “Pero, Caifás ¡Reflexiona! Él…”. Caifás: “Lo he dicho. El Espíritu del Señor está sobre mí, sumo Sacerdote. ¡Ay de quien no respeta al pontífice de Israel! ¡Que los rayos de Dios caigan sobre él! ¡Basta, basta de esperar, de vacilación! ■ Ordeno y decreto que cualquiera que sepa dónde se encuentra el Nazareno que venga a denunciar su paradero, y que el anatema caiga sobre quien no obedezca mi palabra”. Algunos objetan: “Pero Anás…”. Caifás: “Anás me ha dicho: «Todo lo que hagas será cosa santa». La sesión ha terminado. El viernes, entre tercia y sexta, venid todos aquí para deliberar. He dicho todos. Hacedlo saber a los ausentes. Que se convoque a todos los jefes de familias y de secciones: a todo lo mejor de Israel. El Sanedrín ha hablado. Podéis iros”. Caifás es el primero en salir. Los demás se van hablando en voz baja y sumisa. Salen del Templo para dirigirse a sus hogares. (Escrito el 27 de Diciembre de 1946).
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1  Nota  : Cfr. Ju. 11,45-53.   2  Nota  : Expresiones tomadas de la mitología romana. Campos elíseos era un prado para los virtuosos. La laguna Estiges estaba reservada para los malos; la hierba asfódelo era la hierba consagrada a Proserpina. Los prados de asfódelo del Hades: donde se paseaban las sombras de los héroes.  Estentor: Personaje de la Hélade (757 a. C.) cuya voz era tan fuerte como la de 50 hombres juntos.   3  Nota  : Las fechas.- Cfr. María Valtorta y la Obra  n. 6. 1: Las fechas.
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8-550-398  (10-11-73).- En Betania, entusiasmo de los apóstoles. Misión de amor para Lázaro y de contemplación absoluta para Magdalena.  Jesús debe huir a Efraín.
* Entusiasmo de los apóstoles y exaltación anímica de Judas Iscariote que se autoalaba por haberse servido de su sentido práctico, aun después del reproche que por ello recibió de Jesús un día .- ■ En Betania. ¡Es hermoso es estar así! Con el cariño de los amigos y junto al Maestro en los días soleados que huelen un poco a primavera; mirando a los campos que abren sus surcos a un débil despunte de trigo; mirando a los huertos que rompen el verde uniforme del invierno con las primeras florecillas multicolores; mirando a los setos, que, en los lugares donde más les da el sol, sonríen con yemas que se abren; mirando a los almendros en cuyas copas comienzan a echar espuma las primerizas florecillas. Jesús goza de todo ello y con Él los apóstoles y sus tres amigos de Betania. ¡Parecen tan lejanos la mala voluntad, el dolor, la tristeza, la enfermedad, la muerte, el odio, la envidia, todo lo que causa pena, tormento, preocupaciones en la tierra…! ■ Los apóstoles, todos, están jubilosos y lo expresan. Muestran su persuasión —¡tan segura, tan triunfante!— de que Jesús ya ha vencido a todos sus enemigos, de que su misión irá adelante sin obstáculos, de que será reconocido como Mesías hasta por los más obstinados. Hablan entusiasmados, eufóricos, haciendo proyectos para el futuro, soñando… soñando mucho y humanamente; tanto, que se les ve rejuvenecidos. El más exaltado, por ese carácter suyo que le empuja siempre a los extremos, es Judas de Keriot. Se autofelicita por haber sabido esperar y por haber actuado hábilmente; se autofelicita por su larga fe en el triunfo del Maestro, por haber plantado cara a las amenazas del Sanedrín… ■ Está tan excitado, que al final dice, en medio del estupor atónito de sus compañeros, algo que hasta ese momento ha mantenido oculto: “¡Querían comprarme, seducirme con lisonjas, y con amenazas, al ver que aquéllas no daban resultado! ¡Si supierais! Pero yo les he pagado con la misma moneda. He fingido estima por ellos, como ellos por mí; los he lisonjeado, como ellos me lisonjeaban; los he traicionado, como ellos querían traicionarme… Para esto me querían. Querían hacerme creer que probaban al Maestro con buena intención para poder proclamarle solemnemente el Santo de Dios. ¡Pero los conozco! Los conozco. Y, en todo lo que me decían que querían hacer, me movía hábilmente, de modo que la santidad de Jesús apareciese más radiante que el sol de mediodía en un cielo sin nubes… ¡Mi juego era peligroso! ¡Si lo hubieran comprendido! Pero estaba preparado a todo, aun a morir, con tal de ser útil a Dios en mi Maestro. Y de este modo me informaba de todo… ■ ¡Eh!, algunas veces me tomasteis por loco, por malo, por intratable. ¡Si supierais todo! Solo soy yo quien conoce las largas noches, los cuidados que tenía que tomar para que nadie cayese en la cuenta. Sospechabais de mí. Lo sé. Pero no os guardo rencor. Mi modo de obrar… sí… pudo dar sospechas. Pero el fin era bueno, y eso era lo único que me preocupaba. Jesús no sabe nada de esto. Esto es, creo que hasta sospecha de mí. Pero procuraré guardar silencio sin pedirle alabanzas. También vosotros guardáis silencio. ■ Un día, al principio de estar con Él, cuando estaba con Él —y también tú, Simón Zelote, y tú, Juan de Zebedeo, estabais conmigo— me reprendió porque me gloriaba de tener sentido práctico de las cosas. Desde entonces yo… no le he hecho notar esta cualidad, pero he seguido usándola, para bien suyo. He obrado como una madre con su hijo inexperto. La madre le quita todos los obstáculos del camino, le acerca la rama sin espinas y le alza la que puede herirle; o, con acciones juiciosas, le invita a hacer aquello que debe saber hacer, y a evitar lo que le puede causar daño, sin que el hijo caiga en cuenta. Es más, el hijo cree que ha conseguido por sí mismo caminar sin tropezar, recoger una bonita flor para su mamá, o hacer esa cosa o aquella otra. Yo he hecho lo mismo con el Maestro. ■ Porque la santidad no basta en un mundo de hombres y de diablos. Es necesario combatir con armas iguales, al menos, con armas de hombres… y, algunas veces… no viene mal meter entre las otras armas un poco de astucia del Infierno. Esta es mi idea. Pero Él no quiere escuchar estas ideas… Es demasiado bueno… ¡Bien! Yo comprendo todo, y comprendo a todos, y os perdono a todos vosotros los malos pensamientos que hayáis podido tener respecto a mí. Ahora ya sabéis. Ahora podremos amarnos como buenos compañeros. Y todo por amor a Él y para su gloria” y señala a Jesús, que pasea mucho más lejos, en una explanada llena de sol, conversando con Lázaro, que le escucha con una sonrisa de éxtasis en su faz.
*   Jesús y Lázaro conversan.
.   ● Lázaro teme el haber hablado en su agonía de lo que había sido el dolor de su vida. Pero Jesús le tranquiliza.- ■ Los apóstoles se alejan en dirección a la casa de Simón en Betania. Jesús, sin embargo, se acerca con su amigo. Los oigo. Dice Lázaro: “Es así. Había comprendido que había una finalidad grande, benigna, sin duda, en el hecho de dejarme morir. Pensaba que era porque quizás querías evitarme ver la persecución de que eres objeto. Y, Tú sabes que digo la verdad, estaba contento de morir para no verla. Me desespera. Me turba. Mira, Maestro. He perdonado muchas cosas a los jefes de nuestro pueblo. Tuve que perdonar hasta en los últimos días… Elquías… Pero la muerte y la resurrección han borrado lo que había antes de ellas. ¿Para qué recordar las últimas acciones de ellos para causarme dolor? ■ Todo he perdonado a María. Ella parece que no lo cree. No sé por qué, pero desde que resucité ha tomado una cierta actitud… no sabría explicarla. Hay una dulzura y sumisión, extrañas en ella… Ni siquiera en los primeros días que regresó, redimida por Ti, se comportaba de este modo… Bueno, quizás, Tú sabes, y me puedes decir al respecto… Quizás sabes que los que vinieron aquí le echaron en cara algo y con dureza. Yo, siempre, cuando la veía absorta en la idea de su pasado, trataba de disminuir el recuerdo de su error, para aliviar su sufrimiento. No puede encontrar la calma. ¡Y parece tan… por encima de cualquier tipo de abatimiento! A algunos les podrá parecer incluso poco arrepentida… pero yo la comprendo… Lo sé. Lo hace todo por expiar. Creo que hace grandes penitencias, y de toda clase. No me extrañaría que bajo sus vestidos llevase un cilicio, ni que su carne conociera las dentelladas de los azotes… Pero el amor fraterno que tengo yo y que quiere sostenerla interponiendo un velo entre el pasado y el presente, no lo tienen los demás. ¿Sabes acaso si alguien le dijo palabras duras, alguien que no sepa perdonar, a ella que tiene tanta necesidad de perdón?”. Jesús: “No lo sé, Lázaro. María no me ha hablado de ello. Solo me dijo que había sufrido mucho al oír ciertas insinuaciones de los fariseos de que Yo no soy el Mesías, porque no te curaba o no te resucitaba”. ■ Lázaro: “¿Y… de mí no dijo nada? Sabes… me sentía mal… y recuerdo que mi madre en sus últimas horas nos manifestó cosas que tanto a Marta como a mí nos habían pasado desapercibidas: fue como si el fondo de su alma y de su pasado flotasen a la superficie. Mi temor es… Mi corazón sufrió mucho por María… y ha hecho mucho esfuerzo para que no percibiera nunca lo que por ella he sufrido… Mi temor es el haberla herido ahora que es buena, mientras que, antes por amor de hermano y luego por amor a Ti, nunca la había herido en el tiempo infame, cuando ella era una vergüenza. ¿Qué te ha dicho de mí, Maestro?”. Jesús: “Me ha manifestado su dolor por haber tenido demasiado poco tiempo para mostrarte su cariño como hermana y condiscípula. Al perderte comprendió la pérdida del tesoro de afectos que en el pasado había pisoteado… y ahora se siente feliz de poderte dar todo el amor que quiere darte, para decirte que para ella eres un hermano santo, un hermano bueno”. Lázaro: “¡Ah, lo había intuido! Esto me da gozo. Pero temía haberla ofendido… Desde ayer pienso… pienso… ■ me esfuerzo en recordar… pero no lo logro”. Jesús: “¿Y para qué quieres recordar el pasado, Lázaro? Tienes ante tu vista el futuro. El pasado se quedó en la tumba. Es más, ni siquiera se quedó allí. Se ha quemado junto con las vendas con que estuviste atado. Pero si esto te tranquiliza, te diré las últimas palabras que tuviste para tus hermanas,  sobre todo para María. Dijiste que por María Yo había venido aquí y vengo, porque María sabe amar más que todos los demás. Es verdad. Le dijiste que ella te ha amado más que todos los que te han amado. Y también esto es verdad porque ella te ha amado al renovarse por amor a Dios y a ti. Le dijiste, y con toda razón, que toda una vida de placeres no te hubiera proporcionado la alegría que tienes ahora gracias a ella. Y las bendijiste como un patriarca bendice a sus seres amados. También bendijiste a Marta, a la que llamaste «tu paz»; y a María a quien  llamaste «tu alegría». ¿Estás contento ahora?”. Lázaro: “Sí, Maestro. Ahora estoy contento”. Jesús:  “Pues entonces, dado que la paz da misericordia, perdona también a los jefes del pueblo que me persiguen; ya que dabas a entender que puedes perdonar todo, menos el mal que me hacen”. Lázaro: “Es así, Maestro”. Jesús: “No Lázaro. Yo los perdono. Tú debes perdonarlos si quieres ser semejante a Mí”. Lázaro: “¡Oh, semejante  a Ti no puedo! ¡Soy un hombre cualquiera!”.
.  ● “El arrepentimiento, perfecto después del juicio de Dios, Lázaro, ha recreado tu alma”.- ■ Jesús: “El hombre se quedó allá abajo. ¡El hombre! Tu corazón… Tú sabes lo que sucede al hombre después de la muerte…”. Lázaro interrumpe con energía: “No, Señor, no recuerdo nada de lo que sucedió”. Jesús sonríe y le responde: “No me refería a tu saber personal, a tu experiencia propia. Me refería a lo que cualquier creyente sabe lo que le sucede cuando muere”. Lázaro: “¡Ah!, el juicio particular. Lo sé. Creo. El alma se presenta ante Dios y la juzga”. Jesús: “Es así. El juicio de Dios es justo e inmutable. Es de infinito valor. Si el alma juzgada es mortalmente culpable, es condenada eternamente. Si es levemente culpable se le envía al Purgatorio. Si es justa va a la paz del Limbo en espera de que Yo abra las puertas del Cielo. Así, pues, yo he llamado a tu espíritu habiendo sido ya juzgado él por Dios. Si hubieras sido un condenado no te habría podido llamar a la vida porque al hacerlo, habría anulado el juicio de mi Padre: para los condenados no hay cambio. Son sentenciados para siempre. No estabas, pues, en el número de los condenados. Por lo tanto: o estabas en la categoría de los bienaventurados o en la de los que lo serán después de la purificación. ■ Piensa bien, amigo mío. Si la voluntad sincera de arrepentimiento que puede tener el hombre, siendo todavía hombre, o sea, carne y alma, tiene un valor de purificación; si un rito simbólico de bautismo en las aguas, que el corazón aceptó por contrición, tiene para nosotros los hebreos fuerza purificadora de las fealdades contraídas en el mundo y por la carne ¿qué valor no tendrá el arrepentimiento, más real y perfecto, mucho más perfecto, de un alma ya liberada de la carne, que comprende lo que es Dios, iluminada acerca de la gravedad de sus errores, iluminada acerca de la inmensidad de la alegría que ha alejado de sí por horas, años o siglos: la alegría de la paz del Limbo, que poco después será la alegría de la posesión de Dios?; ¿qué será la purificación doble, triple del arrepentimiento perfecto, del amor perfecto, del baño en el ardor de las llamas encendidas por el amor de Dios y por el amor a los espíritus, en el cual y por el cual los espíritus se despojan de toda impureza y surgen bellos como serafines, con una corona que ni siquiera los serafines tienen: con la de su martirio terreno y ultraterreno contra los vicios y por el amor? ¿Qué será? Dilo, pues, amigo mío”. ■ Lázaro: “No sé… una perfección. Mejor… una re-creación”. Jesús: “Has dicho la palabra exacta. El alma queda como recreada. Se hace semejante a la de un niño. Es nueva. Desaparece todo el pasado, su pasado de hombre. Cuando desaparezca la Culpa Original, el alma, ya sin mancha o sombra de ella, será super-creada y digna del Paraíso: Yo llamé a tu alma que ya se había re-creado, porque amaba el Bien, por la expiación de los sufrimientos y de la muerte, y por tu perfecto arrepentimiento y perfecto amor alcanzados aun después de la muerte. ■ Tú tienes, pues, el alma completamente inocente, de un recién nacido. Si eres un niño recién nacido ¿por qué quieres poner sobre esta infancia espiritual los vestidos pesados del hombre adulto? Los niños tienen alas y no cadenas para su espíritu alegre. Los niños me imitan fácilmente, porque no han adquirido todavía ninguna personalidad. Se hacen como Yo soy, porque en su alma limpia de huellas se puede imprimir, sin confusión de rasgos, mi figura y mi doctrina. Tienen el alma libre de humanos recuerdos, resentimientos, prejuicios. No hay nada en ella. Y puedo Yo estar en ellas, perfecto, absoluto, como estoy en el Cielo. Tú, que te encuentras como un recién nacido, uno que ha nacido nuevamente, porque en tu vieja carne la capacidad motora es nueva, no tiene pasado, ni mancha, ni huellas de lo que fue;  tú, que has vuelto para servirme, solo para esto, debes, más que todos, ser como Yo soy. Mírame. Mírame bien. Mírate en Mí cual en un espejo. Dos espejos que se miran para reflejar mutuamente la presencia de lo que aman. Tú eres un adulto y un infante. Adulto por la edad, infante por la limpieza de corazón. Superas a los infantes porque conoces el Bien y el Mal, y porque supiste escoger el Bien aún antes del bautismo en las llamas del amor”.
.   ●  Misión de amor para Lázaro.-Jesús: “Pues bien, Yo te lo digo, a ti, que te has purificado: «Sé perfecto como lo es nuestro Padre celestial, y como lo soy Yo. Sé perfecto, esto es, sé semejante a Mí que te amé tanto, que he ido contra todas las leyes de la vida y de la muerte, del Cielo y de la Tierra (un milagro sin igual) para  tener de nuevo en la Tierra a un siervo de Dios, a un verdadero amigo mío; y en el Cielo a un bienaventurado, a un gran bienaventurado». Esto lo digo a todos: «Sed perfectos». Y ellos, la mayoría, no tienen el corazón que tú tenías, digno del milagro, digno de ser tomado como instrumento para esta glorificación de Dios en su Hijo. Y ellos no tienen tu deuda de amor para con Dios… Puedo decírtelo, puedo exigírtelo a ti. Y en primer lugar lo exijo en una cosa: en no guardar rencor a quien te ha ofendido y me ofende. Perdona. Perdona, Lázaro. Fuiste sumergido en las llamas del amor. Debes ser «amor», para que no tengas otra cosa más que el abrazo de Dios”. ■ Lázaro: “Y si hago así ¿habré cumplido la misión para la que me resucitaste?”. Jesús: “La habrás realizado”. Lázaro: “Basta, Señor. No quiero preguntar ni saber más. Mi ideal es servirte. Si te he servido en lo poco que pude, cuando estuve enfermo o muerto, si logro servirte mucho ahora que estoy sano, mi sueño se habrá realizado y no pido más. ¡Sé bendito, Jesús y Maestro mío! Y que también lo sea Aquél que te envió”. Jesús: “Bendito sea siempre el Señor Dios Omnipotente”.
*   Jesús y Magdalena conversan.
.   ● María Magdalena considera que debe caminar aún mucho para salir del fondo de su abyección, y pide ayuda a Jesús que le promete: “María te ayudaré aumentando tu amor incalculablemente. Para ti el amor es el único camino. No sabes sino amar. Es tu naturaleza, tu oficio”.- ■ Se dirigen a casa. Sale María que los ha visto… Lázaro es llamado por Maximino y dice a Jesús: “Voy a ver, Maestro. Habrán venido los mayordomos. Durante varios meses todos los negocios han estado parados. Ahora se apresuran a darme cuentas…”. Jesús: “Que apruebas de antemano porque eres un buen patrón”. Lázaro: “Y porque ellos son buenos siervos”. Jesús: “El buen patrón hace buenos subordinados”. Lázaro: “Entonces yo voy a ser un buen subordinado, porque te tengo a Ti como perfecto Patrón” y se va sonriendo, ágil, tan distinto del Lázaro de años anteriores.  ■ María se queda con Jesús, que le pregunta: “Y tú, María, ¿serás una buena sierva de tu Señor?”. Magdalena: “Tú lo puedes saber, Rabboni. Yo… yo sé que fui una gran pecadora”. Jesús sonriendo: “Mira a Lázaro. También él estuvo muy enfermo, y sin embargo, está ahora completamente sano”. Magdalena: “Así es, Rabboni. Tú le curaste. Lo que haces, lo haces siempre completamente. Nunca Lázaro había sido tan fuerte, ni había estado tan contento como desde que salió del sepulcro”. Jesús: “Tú has dicho, María. Lo que Yo hago es siempre completo. Por esto, también tu redención es completa, porque Yo la he realizado”. Magdalena: “Es verdad, Salvador mío, Redentor, Rey, Dios. Es verdad. Y si quieres también yo seré una buena sierva de mi Señor. Por mi parte, lo quiero. No sé si Tú quieres”. Jesús: “Lo quiero, María. Una buena sierva mía. Hoy más que ayer. Mañana más que hoy. Hasta que te diga: «Basta, María. Es la hora de que descanses»”. ■ Magdalena: “De acuerdo, Señor. Quisiera que Tú me llamases en ese día como llamaste a mi hermano del sepulcro. ¡Oh, llámame fuera de la vida!”. Jesús: “No fuera de la vida, no. Te llamaré a la Vida, a la verdadera Vida. Te llamaré a que salgas fuera del sepulcro que es la carne y la Tierra. Te llamaré a las nupcias de tu alma con el Señor”. Magdalena: “Mis nupcias. Tú amas las almas vírgenes, Señor…”. Jesús: “Amo a quienes me aman, María”. Magdalena: “Eres divinamente bueno, Rabboni. Por esto me moría de dolor cuando oía que te llamaban malo, porque no venías. Era algo así como si todo se me viniera encima. Cuánto me costaba decirme a mí misma: «¡No, no! No debes aceptar esta evidencia. Esto que te parece evidencia es un sueño. La realidad es el poder, la bondad, la divinidad de tu Señor». ¡Ah, cuánto me hicieron sufrir la muerte de Lázaro y sus palabras! ¿Te ha dicho alguna cosa? ¿No se acuerda? Dime la verdad…”. Jesús: “Nunca miento, María. Lázaro teme haber hablado y haber manifestado lo que había sido el dolor de su vida. Pero Yo, sin mentir, le he tranquilizado, y ahora está tranquilo”. ■ Magdalena: “Gracias, Señor. Esas palabras suyas… me hicieron bien. Así como un médico que ataca el mal en su raíz y lo quema. Esas palabras terminaron por destruir a la «vieja» María. Me consideraba todavía muy grande. Ahora… mido el fondo de mi abyección y sé que debo caminar mucho para salir de él. Lo haré, si me ayudas”. Jesús: “Te ayudaré, María. Aun después de ido, te ayudaré”. Magdalena: “¿Cómo, Señor mío?”. Jesús: “Aumentando tu amor incalculablemente. Para ti el amor es el único camino”. Magdalena: “¡Demasiado dulce para lo que tengo que expiar! Todos se salvan con el amor. Todos conquistan el Cielo. Pero lo que es suficiente para los puros, para los justos, no es para las grandes pecadoras”. Jesús: “No hay otro camino para ti, María. Cualquiera que sea la ruta que tomares, siempre será el amor: amor si haces bien en mi Nombre; amor si evangelizas;  amor si te aíslas de todos; amor si te martirizas; amor si te hacen mártir. No sabes sino amar, María. ■ Es tu naturaleza. Las llamas no hacen otra cosa que arder, bien sea que se arrastren por el suelo quemando la paja, bien sea que suban como un abrazo de resplandores en torno a un tronco, a una casa o a un altar, para lanzarse al Cielo. Cada uno tiene su propia naturaleza. La sabiduría de los maestros de espíritu consiste en saber aprovechar las tendencias del individuo orientándolas hacia el camino por el que puedan resolverse en bien. Igual ley existe en los animales y plantas, y sería necio el pretender que un árbol frutal diese solo flores, o que produjese frutos diversos de su naturaleza; o que un animal realizase funciones que no son de su especie. ¿Podrías exigir que esa abeja que no sabe más que hacer miel, fuese un pájaro que cantara entre las ramas? ¿O que esta rama de almendro, que lo corté de aquél árbol, produjese resinas aromáticas en lugar de estas florecillas? La abeja trabaja, el pajarillo canta, el almendro da frutos, la planta resinosa da aromas. Todos son para el oficio a que se les ha destinado. De igual modo las almas. Tu oficio es amar”.
.  ● Magdalena pide a Jesús, como un favor, que la encienda, aunque el amar a Dios «con todas las fuerzas» sea ya un martirio. No importa. Ella pide que le dé un amor ilimitado para amarle como debe ser, para amarle como a nadie ha amado. Jesús le dice: “Me pides un sufrimiento semejante a una hoguera que quemara sin acabarse. Ella quema y consume poco a poco… Piénsalo”.-Magdalena: “Entonces enciéndeme, Señor. Te lo pido como un favor…”. Jesús: “¿No te basta la fuerza de amor que tienes?”. Magdalena: “Es muy poca, Señor. Podría emplearla en amar a los hombres, pero no a Ti que eres el Señor infinito”. Jesús: “Y porque lo soy, sería necesario un amor sin límites…”. Magdalena: “Así es, Señor mío. Esto es lo que quiero, que pongas dentro de mí un amor sin límites”. Jesús: “María, el Altísimo, que sabe lo que es el amor, dijo al hombre: «Me amarás con todas las fuerzas». No quiere más, porque sabe que amar con todas las fuerzas es ya un martirio”. Magdalena: “No importa, Señor mío. Dame un amor ilimitado para amarte como debe ser, para amarte como a nadie he amado”. Jesús: “Me pides un sufrimiento semejante a una hoguera que quemara sin acabarse. Ella quema y consume poco a poco… Piénsalo”. Magdalena: “Hace mucho tiempo que lo pienso, Señor mío. Pero no me atrevía a pedírtelo. Ahora sé cuánto me amas. Ahora comprendo en qué forma me amas, y me atrevo a pedírtelo. ■ Dame este amor sin límites, Señor”. Jesús la mira. Ella está delante de Él, todavía enflaquecida por las noches sin dormir y por el dolor. Viste sencillamente y peina sin adornos, como una niña, con la cara pálida que enrojece por el ansia de lo que quiere alcanzar, con los ojos suplicantes, que arden de amor: ya más serafín que mujer: es, verdaderamente, la contempladora que pide el martirio de la contemplación absoluta. Jesús, después de haberla mirado, como para medir su voluntad, dice: “Sí”. Magdalena exclama: “¡Ah, Señor mío, qué honra es morir por Ti!” y cae de rodillas, besándole los pies. Jesús: “Levántate, María. Ten estas flores. Son las de tus nupcias espirituales. Sé dulce como lo es el fruto de este almendro, pura como su flor, luminosa como el aceite que de este fruto se extrae, cuando se le enciende, perfumada como ese aceite, cuando, lleno de esencias, es esparcido en todos los banquetes o sobre las cabezas de reyes, perfumando con tus virtudes. Entonces habrás esparcido sobre tu Señor el bálsamo que Él apreciará infinitamente”. María recoge las flores, pero no se levanta, sino que anticipa su bálsamo de amor regando de lágrimas y besos los pies de su Maestro.
* José de Arimatea le da conocer el decreto del Sanedrín y Jesús decide refugiarse en Efraín. ■ Llega Lázaro: “Maestro, hay un niño que te busca. Fue a casa de Simón a buscarte, y ha encontrado allí solo a Juan, que le ha mandado hacia acá. No quiere hablar sino contigo”. Jesús: “Bien. Tráele aquí. Estaré bajo el emparrado de los jazmines”. María entra en la casa con Lázaro. Jesús va al emparrado. Regresa Lázaro que trae de la mano al niño que vi en casa de José de Séforis. Jesús le reconoce al punto y le saluda. “¿Tú, Marcial? La paz sea contigo. ¿A qué has venido?”. Marcial: “Me han mandado a decirte una cosa…” y mira a Lázaro que comprende y que hace como para irse. Jesús: “Quédate, Lázaro. Éste es Lázaro, mi amigo. Puedes hablar delante de él, porque no tengo otro amigo más fiel”. El niño cobra confianza. Dice: “Me mandó José el Anciano, porque ahora vivo con él, a decirte que vayas cuanto antes, a Betfagé, cerca de la casa de Cleonte. Tiene algo que decirte. Pero ve pronto. Dijo que fueras solo, porque tiene que decirte algo en secreto”. Lázaro, sobresaltado, pregunta: “Maestro, ¿qué pasa?”. Jesús: “No sé, Lázaro. No hay más que ir. Ven conmigo”. Lázaro: “Con mucho gusto, Señor. Podemos irnos con el niño”. Marcial: “No, Señor. Me voy solo. Me lo ordenó José. Me dijo: «Si lo haces tú solo y bien, te querré como un padre» y yo deseo que José me quiera como a un hijo. Me voy inmediatamente a la carrera. Tú puedes venir detrás”. Jesús: “La paz sea contigo, Marcial”. El niño desaparece como una golondrina. “Vamos, Lázaro. Tráeme el manto. Voy a adelantarme, porque ves, el niño no puede abrir el cancel y no quiere llamar a nadie”. Jesús va rápido al cancel; Lázaro, rápido, a la casa. Jesús abre los cerrojos al niño que se marcha raudo; Lázaro trae el manto a Jesús y, al lado de Jesús, va por el camino que lleva a Betfagé. ■ Lázaro: “¿Qué es lo que querrá José, para enviar con tanto secreto a un niño?”. Jesús responde: “Un niño no llama la atención de nadie”. Lázaro: “¿Crees… que…?  ¿Sospechas… que…? ¿Crees que estás en peligro, Señor?”. Jesús: “Estoy cierto de ello”. Lázaro: “¡Cómo! ¿Ahora? Una prueba mayor no hubieras podido haber dado…”. Jesús: “El odio crece azuzado por las realidades”. Lázaro afirma lleno de dolor: “¡Oh, entonces soy yo la causa! Te he hecho daño… Un dolor mío sin igual”. Jesús: “No por causa tuya. No te aflijas sin motivo. Has sido el medio, pero la causa ha sido la necesidad, comprende esto, la necesidad de dar al mundo la prueba de mi naturaleza divina. Si no hubieras sido tú, otro habría sido, porque Yo debía demostrar al mundo que, como Dios que soy, puedo todo lo que quiero. Volver a la vida a uno ya muerto días antes y ya descompuesto, no puede ser obra más que de Dios”. Lázaro: “¡Ah, lo que quieres es consolarme! Para mí la alegría, toda mi alegría… ha desaparecido… Sufro, ¡Señor!”. Jesús hace un gesto como para decir: “¡Bueno!” y ambos se callan. Caminan a buen paso. ■ La distancia entre Betania y Betfagé es corta, y pronto llegan. José pasea arriba y abajo por el camino que está al principio del pueblo. Está vuelto de espaldas cuando Jesús y Lázaro salen por una callejuela ocultada por un seto. Lázaro le llama. “¡Oh, la paz sea con vosotros! Ven, Maestro. Te estuve esperando aquí para verte inmediatamente. Pero vayamos al olivar. No quiero que nos vean…”. Los lleva detrás de las casas que hay en un espeso olivar. José de Arimatea dice: “Maestro, mandé al niño que es espabilado y obediente, y me quiere mucho. Porque tengo que hablarte. No quería que alguien me viera. Atravesé el Cedrón para venir aquí… Maestro, debes irte de aquí inmediatamente. El Sanedrín ha decretado tu captura y el bando se leerá mañana en las Sinagogas. Cualquiera que sepa dónde estás, tiene la obligación de avisarlo. No es necesario que te diga, Lázaro, que tu casa será la primera que estará bajo vigilancia. Salí del Templo a eso de la hora sexta. Me he puesto inmediatamente a la obra, porque mientras hablaban, yo ya había hecho mi plan. Fui a casa. Tomé al niño. Salí a caballo por la puerta de Herodes, como si fuera a dejar la ciudad. Atravesé luego el Cedrón y lo seguí. Dejé mi caballo en Getsemaní. Mandé corriendo al niño, que conocía el camino porque había ido conmigo a Betania. ■ Márchate lo más pronto posible, Maestro. A un lugar seguro. ¿Conoces algún lugar? ¿Sabes a dónde ir?”. Lázaro: “¿Pero no basta con que se aleje de acá? Digamos ¿de Judea?”. José de Arimatea: “No basta, Lázaro. Están que se mueren de rabia. Tiene que irse a donde ellos no van…”. Lázaro replica intranquilo: “Por todas partes van. No vas a querer que el Maestro abandone Palestina…”. José de Arimatea: “Bueno ¿qué quieres que te diga? El Sanedrín lo quiere”. Lázaro: “Por mi causa ¿no es verdad? Dilo”. José de Arimatea: “Bu… Bueno… Por tu causa… esto es, porque todos se convierten a Él y a ellos… no les gusta”. Lázaro: “¡Es un crimen! ¡Un sacrilegio! Es…”. Jesús, pálido, pero tranquilo, levanta su mano para poner silencio: “Cállate, Lázaro. Cada uno tiene su oficio. Todo está escrito. Te lo agradezco, José. Te aseguro que me voy. Vete, vete, José. Que no vayan a notar tu ausencia… Que Dios te bendiga. Te haré saber por medio de Lázaro dónde estoy. Vete. Te bendigo a ti, a Nicodemo y a todos los de buen corazón”. Le besa y se separan. ■ Jesús vuelve con Lázaro, por el olivar, hacia Betania, mientras José se dirige a la ciudad. Lázaro, angustiado, le pregunta: “¿Qué vas a hacer, Maestro?”. Jesús: “No lo sé. Dentro de pocos días llegan las discípulas con mi Madre. Tenía que esperarlas…”. Lázaro: “Respecto a esto… yo las recibiría en tu nombre y te las llevaría. ¿Pero Tú, mientras, a dónde vas? A casa de Salomón no me convence… Tampoco a alguna casa de discípulos conocidos. ¡Mañana!… ¡Tienes que partir inmediatamente!”. Jesús: “Puedo encontrar un lugar. Pero quisiera esperar a mi Madre. Su angustia empezaría demasiado pronto si no me encontrase”. Lázaro: “¿A dónde irías, Maestro?”. Jesús: “A Efraín”. Lázaro: “¿Samaria?”. Jesús: “Samaria. Los samaritanos son menos samaritanos que otros muchos, y me aman. Efraín es tierra de frontera…”. Lázaro: “¡Oh! y para mostrar su desprecio a los judíos, te honrarán y defenderán. Pero… ¡espera! Tu Madre no puede venir sino por el camino de Samaria o el del Jordán. Yo y Maximino tomaremos uno u otro camino con los demás criados. Y uno u otro se encontrarán con Ella. No volveremos si no es con ellas. Bien sabes que nadie de la casa de Lázaro te puede traicionar. Entre tanto ve a Efraín. Y pronto. ¡Ah, estaba escrito que no pudiera alegrarme de estar contigo! Pero iré. Por los montes de Adomín. Estoy sano ahora. Puedo hacer lo que quiera. ¡Es más! Haré creer que por el camino de Samaria me dirijo a Tolemaida para embarcarme hacia Antioquía… Todos saben que allí tengo tierras… Las hermanas se quedarán en Betania… Tú… Sí… Voy a preparar ahora dos carros, que os llevarán a Jericó. Mañana al amanecer seguiréis el camino a pie. ¡Oh, Maestro, Maestro mío! ¡Sálvate!”. Después de la excitación de los primeros instantes, Lázaro cae en la tristeza y llora. ■ Jesús suspira, pero no dice nada. ¿Qué puede decir?… Han llegado a la casa de Simón. Se separan. Jesús entra en la casa. Los apóstoles sorprendidos ya de que el Maestro se había ido sin decir nada, le rodean. Ordena: “Tomad vuestros vestidos. Preparad las alforjas. Partimos inmediatamente. Hacedlo aprisa y uníos a Mí en casa de Lázaro”. Tomás pregunta: “¿También los vestidos mojados? ¿No podemos tomarlos al regreso?”. Jesús: “No regresaremos. Tomad todo”. Los apóstoles se marchan hablándose unos a otros con las miradas. Jesús va a tomar sus cosas que tiene en la casa de Lázaro y se despide de las consternadas hermanas… Los carros están pronto preparados. Carros grandes, cubiertos, tirados por robustos caballos. Jesús se despide de Lázaro, de Maximiliano, de los siervos que han acudido. Suben a los carros, que están aguardando por una puerta de atrás. Los conductores levantan los látigos. Y empieza el viaje por el mismo camino que recorrió Jesús solo hace unos cuantos días. (Escrito el 30 de Diciembre de 1946).
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 (<El siguiente episodio tiene lugar cuando Jesús, después de su estancia con sus apóstoles durante un tiempo en Efraín, decide abandonarla. Y con todo un séquito de gente  —la Virgen y las discípulas Juana de Cusa, Nique, Susana, Elisa, Salomé y María de Alfeo, Marta y María Magdalena que habían llegado a Efraín— Jesús con sus apóstoles emprende viaje hacia Jericó y Betania, a través de Samaria. Han pasado por Silo, Lebona, Siquem y Tersa donde han sido mal recibidos. Están en el otro lado de esta ciudad, esperando a la noche para ponerse en camino, por indicaciones de una compasiva mujer samaritana quien además les ha llevado comida”>)
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9-575-163 (10-36-244).-Ira de María Magdalena y el fuego de los “hijos del trueno” (1).
* La ira de Magdalena contra la ciudad hostil.- ■ Comen. Pero la indignación devora a los hombres y el abatimiento quita el apetito a las mujeres, a todas menos a María de Magdalena, para quien, lo que en las otras produce miedo o abatimiento, en ella siempre produce el efecto de un licor que estimula los nervios y el coraje; sus ojos centellean contra la ciudad hostil; solo la presencia de Jesús —que ya ha dicho que no se tenga rencor— le impide lanzar palabras duras; y, no pudiéndose controlar, descarga su ira contra el inocente pan, al que hinca sus dientes de forma tan significativa, que el Zelote, sonriendo, no puede contenerse diciendo: “¡Suerte tienen esos de Tersa de que no puedan caer en tus manos! ¡Pareces, María, una fiera encadenada!”. Magdalena: “Lo soy. Dices bien. Y ante los ojos de Dios el contenerme de entrar allí, como merecen, tiene más valor que todo lo que he hecho hasta ahora por expiar”. Jesús: “¡Tranquila, María! Dios te ha perdonado culpas más grandes que las de ellos”. Magdalena: “Es verdad. Ellos te ofendieron a Ti, Dios mío, una vez, y por influencia de otros. Yo, muchas veces… y por mi propia voluntad… y no puedo ser intransigente ni soberbia…”. Vuelve a bajar los ojos hacia su pan donde caen dos lágrimas. ■ Marta le pone la mano en el regazo y le dice en bajo tono: «Dios te ha perdonado. No te abatas más… Recuerda lo que has obtenido: a nuestro Lázaro…”. Magdalena, levantando sus espléndidos ojos que la humildad hace muy dulces, dice: “No es abatimiento. Es agradecimiento. Es emoción… Y es también la constatación de que  todavía carezco esa misma misericordia que yo tan ampliamente he recibido… ¡Perdóname, Rabboni!”. Jesús: “Nunca se niega, María, el perdón al humilde de corazón”.
* Los hijos del trueno piden permiso para ordenar fuego del cielo.- ■ La tarde va declinando envuelta en olor a violetas. Poco a poco las cosas pierden su propia figura, los mismos tallos de lino parecen formar una masa oscura. Los pájaros en los árboles dejan de cantar. La primera estrella enciende su luz. El grillo entre la hierba entona su melodía nocturna. La samaritana dice suspirando: “Podemos irnos ahora. Aquí, entre los campos, no nos verán. Venid seguros. No os traiciono. No lo hago por una recompensa. Lo único que pido es la piedad del Cielo, porque todos tenemos necesidad de piedad”. Se levantan. La siguen. Pasan a distancia de Tersa, entre campos y huertos semiobscuros, pero no tanto como para no ver a hombres a la entrada de los caminos en torno a hogueras… Mateo dice: “Nos acechan…”. Felipe balbucea entre dientes: “¡Malditos!”. Pedro no habla, pero levanta su puño en alto en señal de invocación o de protesta. ■ Santiago y Juan de Zebedeo, que vienen hablando animosamente entre sí, se vuelven a Jesús y le dicen: “Maestro, si tu perfección de amor no quiere recurrir al castigo, ¿quieres que lo hagamos nosotros? ¿Quieres que ordenemos al fuego del cielo que baje y que acabe con esos pecadores? Nos has dicho que todo lo que pidamos con fe, lo obtendremos…”. Jesús, que caminaba un poco cabizbajo, como cansado, se endereza bruscamente y los fulmina con dos miradas que centellean a la luz de la luna. Los dos retroceden, callando asustados al sentir esa mirada. Jesús, sin quitar de ellos sus ojos, les dice: “No sabéis de qué espíritu sois. El Hijo del hombre no ha venido para la ruina de las almas, sino para salvarlas. ¿No recordáis lo que os he dicho?  En la parábola del trigo y la cizaña he dicho: «Dejad que por ahora el trigo y la cizaña crezcan juntamente. Si quisierais separarlos ahora podrías arrancar, con la cizaña, también el trigo. Dejadlos, pues, hasta que llegue el tiempo de la siega. Entonces diré a los segadores: recoged ahora la cizaña, amarradla en haces para quemarla y poned el trigo en el granero»”.
* “Por ahora, en el mundo, se da el día de Dios y de Satanás. Dios siembra el Bien, el Demonio arroja entre las semillas de Dios sus condenadas cizañas, sus escándalos, sus maldades, sus semillas que promueven maldad y escándalos”.- ■ Jesús ya ha atenuado su ira hacia los dos que, si habían pedido castigar a los de Tersa, lo habían hecho por amor a Él. Los toma a uno a la derecha y otro a la izquierda, por los codos, y reanuda la marcha, guiándoles así, y hablando a todos, que se han reunido en torno de Él, que se había parado: “En verdad os digo que el tiempo de la siega está cercano. La primera siega será la mía. Y para muchos no habrá otra segunda. Pero, y alabemos por ello al Altísimo, alguno que en mi tiempo no supo hacerse espiga de buen grano, después de la purificación del Sacrificio pascual, renacerá con una alma nueva. Hasta ese día no castigaré a nadie… Después vendrá la Justicia…”. Pedro pregunta: “¿Después de la Pascua?”. Jesús: “No. Después del tiempo. No hablo de estos hombres de ahora. Miro los siglos futuros. El hombre siempre se renueva, como las mieses en los campos. Y las cosechas se van siguiendo. Dejaré lo que los hombres del futuro necesitan para convertirse en buen trigo. Si no quieren, al fin del mundo, mis ángeles separarán la cizaña del trigo. Entonces vendrá el día eterno de Dios. Por ahora, en el mundo, se da el día de Dios y de Satanás: Dios siembra el Bien, el Demonio arroja entre las semillas de Dios sus condenadas cizañas, sus escándalos, sus maldades, sus semillas que promueven maldad y escándalos. Porque habrá siempre quienes inciten a otros contra Dios, como ha sucedido aquí, con estos que, en verdad, son menos culpables que los que les han incitado al mal”. Mateo pregunta: “Maestro, todos los años uno se purifica en la Pascua de los Ácimos (2), pero siempre se sigue siendo lo mismo que se era. ¿Será distinto acaso… este año?”. Jesús: “Muy distinto”. Mateo: “¿Por qué? Explícanoslo.
* Metáfora del trueno, del rayo y el amor.- ■ Y Juan dice: “¡Oh sí! Nos lo dices y nosotros nos haremos mejores… Pero ya ahora perdónanos, Jesús”. Jesús: “Os he llamado con el nombre apropiado (3). Pero el trueno no daña. El rayo sí que puede matar. De todas formas, el trueno, muchas veces es anuncio del rayo. Lo mismo le puede suceder a aquel que no elimina de su corazón todo desorden contra el amor. Hoy pide permiso para castigar. Mañana castiga sin pedir permiso. Pasado mañana castiga incluso sin razón. Es fácil el descenso… Por eso os digo que os despojéis de toda dureza hacia vuestro prójimo. Haced como Yo hago y estaréis seguros de no equivocaros jamás. ¿Acaso habéis visto alguna vez que Yo me vengue de los que me causan dolor?…”. (Escrito el 5 de Marzo de 1947).
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1  Nota  : Cfr. Lc. 9,51-56.   2  Nota  : Pascua de los Ácimos.- Cfr. Anotaciones  n. 2: Las fiestas de Israel.   3  Nota  : Se refiere al apodo “Hijos del trueno” con que Jesús  había calificado a Santiago y Juan de Zebedeo en el camino hacia Akcib. Al pasar por tierras fenicias, en las que habían sido recibidos con indiferencia e incluso con desprecio, Santiago había pedido venganza.  Y para Juan incluso la misma violencia era útil en ciertos casos. Ante estas fogosas expresiones de Santiago y Juan y, al ver a su Juan, una paloma, transformado en gavilán, dijo Jesús a los dos hermanos: “¡Y os asombráis porque unos fenicios se queden indiferentes, y de que haya hebreos que tengan odio en su corazón, y de que unos romanos me conminen a marcharme, cuando vosotros sois los prime­ros que no habéis entendido todavía nada después de dos años de es­tar conmigo, cuando vosotros os habéis llenado de hiel por el rencor que tenéis en el corazón, y acogéis por buena aliada a la violencia! ¡Esta sí que es una derrota! ¿Cuándo se ha visto que un temporal be­neficie con sus rayos y granizadas? Pues bien, para recuerdo de este pecado vuestro contra la caridad, para recuerdo de cuando vi aparecer en vuestra cara de hombres airados, en vez de hombres ángeles, que quisiera siempre ver en vosotros, os voy a apodar «los hijos del trueno»”. (Pasaje relatado en el Tema “Iglesia” 1ª parte, Episodio 5-330-193).
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(<Cerca de Jericó se les ha agregado un nutrido grupo de discípulos capitaneados por Mannaén que manifiesta: “He venido aquí con éstos. Y no te dejaré hasta que te vea a salvo en casa de Lázaro… Ya conocéis el decreto. Y el odio también”. Cuando llegan a Jericó, son también muchos los discípulos y discípulas que los reciben. Y todos juntos han emprendido el viaje a Betania. ■ El siguiente episodio tiene lugar en la casa de Lázaro de Betania durante la despedida de las discípulas, en la víspera del sábado anterior a la entrada en Jerusalén, el Domingo de Ramos. Lázaro comunica a Jesús que ya han venido las mujeres y que las ha pasado a la sala blanca: “Juana, Nique, Elisa, Valeria con Plautina y otra amiga suya o liberta, llamada Marcela; una vieja que dice conocerte: Ana de Merón, y Analía con otra jovencilla de nombre Sara. Están con las discípulas, con tu Madre y mis hermanas”>)

9-583-223 (10-44-296).- Firmeza en la fe de María Magdalena.
* “Los diamantes se forman con lentitud, Juana. Se necesitan si­glos de fuego sepultado. Nunca hay que tener prisa ni desanimarse. A menudo lo que la primera vez parece un fracaso se transforma en triunfo la segunda”.- ■ El charloteo de las mujeres llena la bonita sala blanca, una de las destinadas para los banquetes, de blancas paredes y blanco techo, blancas cortinas gruesas, blancas tapicerías que cubren los asientos, blancas láminas de mica o de alabastro, usadas como cristales de ventanales y para las lámparas. Una quincena de mujeres hablando no es cosa de poco. ■ Pero en cuanto Jesús aparece en el umbral de la puerta, corriendo la pesada cortina, se hace un silencio absoluto. Todas se levantan y se inclinan con el máximo respeto. “Paz a todas vosotras” dice Jesús con una dulce sonrisa… Ningún rastro de la recién terminada borrasca de dolor (1) se ve en su cara, que aparece serena, luminosa, pacífica, como si ninguna cosa penosa hu­biera ocurrido o estuviera para ocurrir con pleno conocimiento suyo. Juana de Cusa dice: “Paz a Ti, Maestro. Hemos venido. Me enviaste el recado de que viniera con todas las mujeres que estaban conmigo. Te he obedecido. Conmigo estaba Elisa. La tengo conmigo en estos días. Y conmigo es­taba ésta, que dice que es seguidora tuya. Había venido buscándote porque no se ignora que yo soy tu feliz discípula. Y también está con­migo Valeria (2), en mi casa desde que estoy en mi palacio. Con Valeria estaba Plautina, que había ido a visitarla. Con ellas estaba ésta. Va­leria te hablará de ella. Después vino Analía, a la que habían infor­mado de tu deseo; y esta jovencita que creo que es pariente suya. Nos hemos organizado para venir. Y no nos hemos olvidado de Nique. ¡Es tan bonito sentirse hermanas en la misma fe en Ti… y esperar que también las que ahora están al nivel de un amor natural por el Ma­estro asciendan más, como ha hecho Valeria!”, y  lo dice, mirando de soslayo a Plautina, que… se ha quedado en el amor natural… Jesús: “Los diamantes se forman con lentitud, Juana. Se necesitan si­glos de fuego sepultado… Nunca hay que tener prisa… ni desanimarse nunca, Juana…”. Juana: “¿Y cuando un diamante se vuelve… ceniza?”. Jesús: “Señal es de que aún no era diamante perfecto. Se necesita más paciencia y más fuego. Volver a empezar, esperando en el Señor. A menudo lo que la primera vez parece un fracaso se transforma en triunfo la segunda”.
* Una apasionada Magdalena confiesa su fe ante sus compañeras, israelitas y romanas: “¿Pue­de, acaso, una mujer que ha resucitado como yo y que ha visto resuci­tar a su hermano dudar ya de algo? No. Nada me hará ya dudar. ¡Oh, mi Señor! ¡Sé quién eres! ¡El fango ha co­nocido a la Estrella! El que es. Esto eres”. Y se echa al suelo a besar los pies de Cristo, que le dice: “Álzate, María. Mantén siempre con firmeza esta fe tuya. Y álza­la como una estrella en las horas de borrasca, para que los corazones claven en ella su mirada y sepan esperar”.- María Magdalena, con su voz de órgano, desde el fondo de la sala dice: “O la tercera o la cuarta, e incluso más. Yo he sido un fracaso muchas veces, ¡Pero, al final, has triunfado, Rabboni!”. Su hermana Marta dice: “María se alegra cada vez que puede humillarse recordando el pasado…”, y lo dice suspirando pues querría que ese pasado quedara borrado del recuerdo de todos los corazones. Magdalena: “¡Verdaderamente, hermana, es así! Me alegro de recordar el pasado. Pero no para abatirme, como dices, sino para subir más, impul­sada por el recuerdo del mal cometido y por el agradecimiento hacia Aquel que me ha salvado. Y también para que quien duda de sí mismo o de algún ser querido, pueda hallar nuevo aliento y llegar a esa fe que mi Maestro dice que sería capaz de mover las montañas”. Juana, que tan mansa y tímida es y que aún más lo parece si se la compara con la Magdalena, suspira: “Y tú la posees. ¡Dichosa tú! Tú no conoces el miedo…”. Magdalena: “No lo conozco. Nunca ha existido jamás en mi naturaleza humana, y ahora, desde que soy propiedad de mi Salvador, ya no lo conozco ni siquiera en mi alma. Todo ha servido para aumentar mi fe. ¿Pue­de, acaso, una mujer que ha resucitado como yo y que ha visto resuci­tar a su hermano dudar ya de algo? No. Nada me hará ya dudar”. ■ Plautina dice: “Mientras Dios está contigo, o sea, mientras está contigo el Rabí… Pero Él está diciendo que pronto nos dejará. ¿Qué será entonces nuestra fe? Quiero decir vuestra fe, porque yo todavía no he logrado salir más allá de los límites humanos…”. Magdalena: “Su presencia material o su material ausencia no afectarán a mi fe. No temeré. Esto no es soberbia, es conocimiento de mí misma. Aunque las amenazas del Sanedrín se hicieran realidad… No, yo no temeré…”. Plautina insiste: “¿Pero qué puedes temer? ¿Que el Justo no sea justo? Este te­mor tampoco yo lo tendré. Creemos en Él como en muchos sabios cuya sabi­duría gustamos; yo añadiría: de muchos sabios de los que nos nutrimos con la vida de su pensamiento, aun siglos después de haber desapa­recido ellos. Pero si tú…”. Magdalena: “No temeré ni siquiera por su muerte. La Vida no puede morir. Ha resucitado Lázaro, que era… un pobre ser humano…”. Plautina: “No por sí ha resucitado, sino porque el Maestro ha llamado su es­píritu del mundo de ultratumba. Obra que sólo el Maestro puede ha­cer. ¿Pero quién llamará al espíritu del Maestro, si le matan a Él?”. Magdalena: “¿Que quién? Pues Él. O sea, Dios. Dios se ha hecho a Sí mismo, Dios por Sí mismo puede resucitarse”. Plautina: “Dios… sí… en vuestra fe, Dios se ha hecho a Sí mismo. Ya de por sí admitir esto es difícil para nosotros, que pensamos que los dioses vienen los unos de los otros por amores divinos”. María Magdalena la interrumpe impetuosa: “Por torpes, irreales amores, debes decir”. Plautina dice en tono conciliador: “Como quieras…”. Y está para terminar la frase pero María de Magdala se anticipa otra vez y dice: “Pero el Hombre —esto es lo que quieres decir— no puede resucitar­se por sí mismo. Pero Él, de la misma forma que por Sí mismo se ha hecho Hombre, porque nada le es imposible al Santo de los santos, pues por Sí mismo se dará la orden de resucitar. Tú no puedes com­prender (3). No conoces las figuras de nuestra historia de Israel. Él y sus prodigios están en esas figuras. Y todo se cumplirá como está es­crito. ■ Yo creo con antelación, Señor. Todo lo creo. Que Tú eres el Hijo de Dios y el Hijo de la Virgen, que eres el Cordero de salvación, que eres el Mesías santísimo, que eres el Libertador y Rey universal, que tu Reino no tendrá fin ni límites, y, en fin, que la muerte no prevale­cerá contra Ti, porque la vida y la muerte han sido creadas por Dios y le están sujetas como todas las cosas. Yo creo. Y, si el dolor de verte desconocido y vejado será grande, mayor será mi fe en tu Ser eterno. Yo creo. Creo en todo lo que de Ti está escrito, en todo lo que Tú dices. ■ Supe creer también respecto a Lázaro, la única que supo obedecer y creer, la única que supo reaccionar contra aquellos hombres y contra aquellas cosas que querían persuadirme de que no creyera. Sólo en el extremo, cercana al final de la prueba, sentí desconcierto… Pero la prueba duraba ya mucho… y ya no pensaba que ni siquiera Tú, Ma­estro bendito, pudieras acercarte al gulal después de cuatro días de muerto… Ahora… ya no dudaría en creer ni aunque, en vez de días, hubiera de abrirse un sepulcro para restituir su presa después de meses de tenerla en su vientre. ¡Oh, mi Señor! ¡Sé quién eres! ¡El fango ha co­nocido a la Estrella!” (4). María se ha acurrucado a sus pies, en el suelo de mármol, ya sin vehemencia: mansa, adoradora con la expresión de su rostro, que tiene alzado hacia Jesús. ■ Jesús pregunta: “¿Quién soy?”. Magdalena: “El que es (5). Esto eres. Lo otro, la exterioridad humana, es el re­vestimiento, el necesario revestimiento que vela tu esplendor y san­tidad, para que tu santidad pudiera venir a nosotros y salvarnos. Pe­ro Tú eres Dios, mi Dios”. Y se echa al suelo, a besar los pies de Cristo, y parece como si no pudiera despegar los labios de los dedos que sobresalen por debajo de la larga túnica de lino. Jesús: “Álzate, María. Mantén siempre con firmeza esta fe tuya. Y álza­la como una estrella en las horas de borrasca, para que los corazones claven en ella su mirada y sepan esperar; al menos eso…”. (Escrito el 22 de Marzo de 1947).
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1  Nota  : Se refiere a un último intento —que tuvo lugar hace escasos momentos—, fallido intento de Jesús para salvar a Judas Iscariote   2  Nota  : Valeria, Plautina.- Cfr. Personajes de la Obra magna: Romanos/as.   3  Nota  : Alusión a los prodigios que Moisés realizó. Cfr, entre otros: Ex., Núm., sobre Elías (1 Rey. 17-22), Eliseo (2 Rey. 2-13).   4  Nota  : “Estrella”, esto es Jesús. Cfr. Núm. 24,17; 2 Pe. 1,19; Ap. 2,28; 22,16.   5  Nota  : Cfr. Ex. 3,13-15; Is. 42,8.
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(<Es sábado, víspera de la entra en Jerusalén. A pesar de los meses transcurridos desde la resurrección de Lázaro, amor y odio mueven a muchos de los peregrinos, congregados en Jerusalén para la Pascua, y aun de los mismos Jerosolimitanos, a ir a Betania a ver a Jesús y a Lázaro>).

9-585-252 (10-46-321).- Sábado, víspera de la entrada en Jerusalén. Judíos y peregrinos en Betania para ver a Jesús, a Lázaro y su sepulcro.- El Sanedrín ha decidido, acabar también con Lázaro (1).
* Preguntas que hacen a Lázaro: “¿Eres el resucitado de la muerte? ¿Fue una muerte verdadera? ¿Qué recuerdas?”.- ■ Hay peregrinos procedentes de todos los lugares; gente que suplica, que insiste en ver a Jesús. Con los hebre­os están mezclados gentiles, y con éstos prosélitos. Y observan a Lá­zaro y le miran de reojo como si fuera un ser irreal. Lázaro soporta la molestia de esta celebridad no buscada, respondiendo pacientemente a los que le hacen preguntas. Pero no da la orden a los criados de que abran la cancilla. Uno pregunta: “¿Eres tú el hombre resucitado de la muerte?”. El que pregunta tiene claro aspecto de ser mestizo, porque de hebreo no tiene más que la típica nariz más bien gruesa y aguileña, mientras que el acen­to y la manera de vestir revelan que es extranjero. Lázaro: “Lo soy, para dar gloria a Dios, que me sacó de la muerte para hacerme siervo de su Mesías”. Otros preguntan: “¿Pero fue una muerte verdadera?”. Lázaro: “Preguntádselo a esos judíos importantes. Ellos vinieron a mis funerales y muchos estuvieron presentes en mi resurrección”. Insisten: “¿Pero qué sentiste? ¿Dónde estabas? ¿Qué recuerdas? Cuando volviste a la vida, ¿qué sucedió en ti? ¿Cómo te resucitó?… ¿No se puede ver el sepulcro donde estuviste? ¿De qué moriste? ¿Ahora estás perfectamente? ¿Ya no tienes ni siquiera las señales de las llagas?”. Lázaro, paciente, trata de responder a todos. Pero, si bien le re­sulta fácil decir que se encuentra perfectamente y que incluso las señales de las llagas durante los meses que han pasado desde que re­sucitó se han borrado ya, no puede decir lo que sintió y cómo le resu­citó. Y responde: “No lo sé. Me encontré vivo en mi jardín, en medio de los criados y de mis hermanas. Cuando me liberaron del sudario, vi el sol, la luz, tuve hambre, comí, sentí la alegría de vivir y del gran amor del Rabí por mí. Lo demás, más que yo, lo saben los que se encontraban presentes. Ahí están tres de ellos hablando, y otros dos ahí llegan”. (Son estos últimos Juan y Eleazar, miembros del Sa­nedrín, mientras que los tres que están hablando son dos escribas y un fariseo que efectivamente vi en la resurrección de Lázaro, pero cuyo nombre no recuerdo). Los gentiles manifiestan: “¡Ésos a nosotros que somos gentiles no nos hablan! Id vosotros, que sois judíos, a preguntarles…”.
* Las palabras esculpidas en la roca del sepulcro: «¡Lázaro, sal afuera!», esculpidas por Lázaro “para que fueran incancelables las palabras del grito divino que me devolvió la vida. Cuando yo esté ahí dentro y no pueda ya celebrar el poder misericordioso del Rabí, quiero que el sol las siga leyendo en la piedra…” provocan escándalo en los fariseos que con amenazas llaman a Lázaro sacrílego… celebrante del sortilegio del hijo de Belcebú.- ■ Y se vuelven insistentes al máximo a Lázaro: “Pero tú enséñanos el sepulcro donde estuviste”.  Lázaro se decide. Dice algo a los siervos y luego se dirige a la gente: “Id por ese camino que va entre ésta y la otra casa mía. Yo salgo a vuestro encuentro para llevaros al sepulcro, aunque, en rea­lidad, lo único que se ve es un agujero abierto en la roca”. Exclaman: “¡No importa! ¡Vamos! ¡Vamos!”. Un escriba dice: “¡Espera, Lázaro! ¿Podemos ir también nosotros? ¿O para nosotros está prohibido lo que se concede a extranjeros?”. Lázaro: “No, Arquelao. Ven si quieres, si es que no te contamina el acercarte a un sepulcro”. Arquelao: “No me contamina porque no contiene muerte”. Lázaro: “Pero la contuvo durante cuatro días. ¡Por mucho menos uno es considerado impuro en Israel! El que roza con su vestido a uno que to­có un cadáver decís que es impuro. Y mi sepulcro, a pesar de que des­de hace mucho esté abierto, todavía despide tufaradas de cadáver”. Arquelao: “No importa. Nos purificaremos”. Lázaro mira a los dos fariseos Juan y Eleazar y les dice: “¿También venís vosotros?”. “Sí, vamos”. ■ Lázaro va a buen paso hacia el lado limitado por los setos altos y compactos como muros. Abre una cancilla que está encajada en uno de ellos. Se asoma al camino que lleva a la casa de Simón y hace una señal a los que esperan para que se acerquen. Los guía hacia el sepulcro. Un rosal en flor rodea su entrada, pero no es suficiente para borrar el horror que sale de una tumba abierta. En la roca, bajo el arco florecido del rosal, se leen las palabras: «¡Lázaro, sal afuera!». Los enemigos las ven enseguida, y enseguida dicen: ¿Por qué has mandado que esculpan ahí esas palabras? ¡No debías hacerlo!”. Lázaro: “¿Que por qué? En mi casa puedo hacer lo que quiera, y nadie puede acusarme de pecado por haber querido esculpir en la roca, para que fueran incancelables, las palabras del grito divino que me devol­vió la vida. Cuando esté ahí dentro y no pueda ya celebrar el poder misericordioso del Rabí, quiero que el sol las siga leyendo en la piedra, y que las plantas las aprendan de los vientos y las acaricien los pájaros y las flores, y sigan por mí bendiciendo el grito del Cristo que me llamó de la muerte”. Arquelao: “¡Eres un pagano! ¡Eres un sacrílego! Blasfemas contra nuestro Dios. Celebras el sortilegio del hijo de Belcebú. ¡Cuidado, Lázaro!”. Lázaro: “Os recuerdo que estoy en mi casa y que estáis en mi casa, y que habéis venido sin que nadie os llamara, y, además, con fines indignos. Sois peores que éstos, que son paganos pero que reconocen a un Dios en el que me resucitó”. Arquelao: “¡Anatema! Como es el Maestro, así es el discípulo. ¡Qué horror! ¡Vámonos! Fuera de esta cloaca inmunda. ¡Corruptor de Israel, el Sanedrín recordará tus palabras!”. Lázaro: “Y Roma, vuestros complots. ¡Salid de aquí!”. Lázaro, siempre manso, trae a su memoria que es hijo de Teófilo, y los echa como a una manada de perros. ■ Se quedan los peregrinos, de todas las procedencias. Y éstos pre­guntan y miran y suplican ver a Jesús. Lázaro: “Le veréis en la ciudad. Ahora no. No puedo”. Peregrinos: “¡Ah!, ¿pero va a la ciudad? ¿Realmente va a la ciudad? ¿No mien­tes? ¿Va, a pesar de que le odien tanto?”. Lázaro: “Va. Ahora marchaos, tranquilos. ¿No veis cómo todos descansan dentro? No se ve a nadie ni se oye ninguna voz. Habéis visto lo que queríais ver: a mí, el resucitado y el lugar de su sepultura. Ahora marchaos. Pero no de­jéis que vuestra curiosidad sea estéril. ¡Que el hecho de haberme visto a mí, que soy prueba viva del poder de Jesucristo, Cordero de Dios y Mesí­as santísimo, os conduzca a todos a su camino! Por esta esperanza me siento contento de haber resucitado, porque espero que el milagro haga reaccionar a los que dudan y convertir a los paganos de forma que persuada a todos de que uno solo es el verdadero Dios y uno solo es el verdadero Mesías: Jesús de Nazaret, Maestro santo”. La gente se va de mala gana. ■ Pero, si se va uno, vienen diez; porque nueva gente sigue viniendo. Pero Lázaro logra con la ayu­da de algunos criados empujar afuera a todos y cerrar las cancillas. Al irse a retirar, ordena: “Vigilad por que no fuercen las cancillas o salten por encima de ellas. Pronto anochecerá y se marcharán a sus lugares de alojamiento”.
* El decreto del Sanedrín sobre Jesús sigue vigente y alcanza hasta Lázaro, según los fariseos sanedristas Eleazar y Juan, seguidores ocultos del Maestro. ■ Pero, en esto, ve que de tras una espesura de mirtos salen Eleazar y Juan. “¿Qué? No os había visto y creía…”.  “No nos expulses. Hemos entrado en una espesura para no ser vistos. Tenemos que hablar con el Maestro. Hemos venido nosotros porque sospechan menos de nosotros que de José y Nicodemo. Pero no quisiéramos ser vistos por nadie, aparte de por ti y por el Maestro… ¿Son de fiar tus criados?”. Lázaro: “En casa de Lázaro se acostumbra a ver y oír sólo lo que agra­da al dueño, y de no saber nada para los extraños. Venid. Por este sen­dero. Entre estas dos paredes vegetales más opacas que un muro”. Los guía por el caminito que hay entre la doble, impenetrable ba­rrera de bojes y de laureles. “Quedaos aquí. Os traigo a Jesús”. “¡Que nadie se percate!…”. “No temáis”. ■ La espera dura poco. Pronto en el sendero, semiobscuro por la enramada, aparece Jesús, blanco todo con su túnica de lino. Lázaro se queda en el límite del sendero como si estuviera de guardia, o por prudencia. Pero Eleazar le dice —más que decírselo, se lo indica con un gesto— que se acerque. Lázaro se acerca mientras Jesús saluda a los dos, que le reverencian inclinándose profundamente. “Maestro, escucha, y tú también, Lázaro. En cuanto ha corrido la noticia de tu llegada y de que estás aquí, el Sanedrín se ha reunido en casa de Caifás. Todo lo que se hace es un abuso… Y ha decidido… ¡No te hagas falsas ilusiones, Maestro! ¡Vigila, Lázaro! Que no os seduzca la falsa calma, la aparente somnolencia del Sanedrín. Es algo fingido, Maestro. Fingen para atraerte hacia ellos y apresarte sin que la muchedumbre se altere y se prepare a defender­te. Tu suerte está sellada y el decreto no se cambia. Puede ser ma­ñana o dentro de un año, pero se cumplirá. El Sanedrín no olvida nunca sus venganzas. Espera, sabe esperar la ocasión propicia, ¡pero luego!… ■ Y también tú, Lázaro. Quieren quitarte de en medio, apre­sarte, eliminarte, porque por causa tuya demasiados los abandonan para seguir al Maestro. Tú —lo has dicho con exactas palabras— eres el testimonio de su poder. Y quieren destruir ese testimonio. Las muchedumbres pronto olvidan. Ellos eso lo saben. Una vez desaparecidos tú y el Rabí, se apagarán muchos entusiasmos”. Jesús dice: “¡No, Eleazar! ¡Arderán con viva llama!”. El fariseo Juan dice: “¡Oh, Maestro! ¿Pero… qué pasará si Tú mueres? ¿Qué cosa hará que nuestra fe en Ti eche llamas, aun cuando así fuere, si Tú estás ya muerto? Yo esperaba tan sólo poder darte una alegre noticia y al mismo tiempo hacerte una invitación: mi esposa pronto dará a luz al hijo que tu justicia ha hecho florecer poniendo de nuevo la paz entre dos corazones en tempestad (2). Nacerá para Pentecostés. Quisiera decirte que vinieras a bendecirle. Si entras bajo mi techo, toda calamidad quedará para siempre alejada de mi hogar”. Jesús: “Te doy ya desde ahora mi bendición…”. Fariseo Juan: “.¡Entonces es que no quieres venir a mi casa! ¡No me crees leal! ¡Lo soy, Maestro! ¡Dios me ve!”. Jesús: “Lo sé. Es que… para Pentecostés ya no estaré entre vosotros”. Fariseo Juan: “Pero el niño nacerá en la casa que tengo en el campo…”. Jesús: “Ya lo sé. Pero Yo ya no estaré. No obstante, tú, tu esposa, el que nacerá y los hijos que ya tienes tenéis mi bendición. Os doy las gra­cias por haber venido. Ahora marchaos. Guíalos por el sendero hasta más allá de la casa de Simón. Que no los vean… Yo vuelvo a casa. La paz a vosotros…”. (Escrito el 27 de Marzo de 1947).
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1  Nota  : Cfr. Ju. 12,9-11.   2  Nota  : Se refiere al episodio donde se cuenta que Juan, un Anciano sanedrista, a causa de su forma de vida conyugal y mordido por los celos, estuvo a punto de perder a su mujer y había recurrido a Jesús a pedir ayuda para recomponer su maltrecho matrimonio.
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(<Este mismo sábado se celebra una cena en Betania, en la casa de Lázaro y hermanas. Las discípulas y la afligida Madre han preferido quedarse en la casa contigua de Simón Zelote. Durante la cena, María Magdalena ha salido de la sala del banquete mientras Marta ponía sobre la mesa unas bandejas colmadas de frutas>)

9-586-259 (10-47-327).- Cena en Betania: Magdalena unge cabeza y pies de Jesús (1).  J. Keriot ha decidido.
* Judas dice con desaire: “¡Qué derroche inútil y pagano! Estos son gestos propios de una cortesana lasciva. ¡Demasiado recuerdan tu pasado! ¡Por lo menos era una libra de nardo puro! Y de gran valor. Yo lo habría vendido al menos por trescientos denarios. Habría dado el dinero a los pobres que nos asedian”.- ■ Magdalena vuelve a entrar a la sala del banquete. Trae en las manos una jarra de cuello estrecho y terminado en un piquito. El alabastro es de un precioso color amarillo-rosado, como la piel de ciertas personas rubias. Los apóstoles la miran, pensando que tal vez haya traído algún raro manjar. Pero María no va al centro, a donde está su hermana, al interior de la «U» que forman las mesas. No. Pasa por detrás de los triclinios y va a colocarse entre el de Jesús y Lázaro y el de los dos Santiagos. Destapa la jarra de alabastro y pone la mano debajo del pico, y recoge algunas gotas de un líquido que sale lentamente. Un penetrante olor de tuberosas y de otras esencias, un perfume intenso y riquísimo, se esparce por la sala. Pero María no se siente satisfecha con eso poco que sale. Se agacha y rompe con un golpe seguro el cuello de la jarra contra el ángulo del triclinio de Jesús. El estrecho cuello cae al suelo esparciendo sobre los mármoles del suelo gotas perfumadas. Ahora la jarra tiene una boca amplia y sale el ungüento exuberante. María se pone a la espalda de Jesús y echa sobre la cabeza de Él el bálsamo denso, y luego lo extiende con las peinetas que se ha quitado, y repeina la cabellera de Jesús. Su cabeza rubia y rojiza brilla como si fuera de oro bruñido. La luz de la lámpara que los siervos han encendido se refleja en la cabeza rubia de Jesús como en un casco de bronce pulido. El perfume es embriagador. Penetra por las narices, sube a la cabeza; tan penetrante es, esparcido de esa manera, sin medida, que casi irrita como los polvos de estornudar. ■ Lázaro, que tiene la cabeza vuelta hacia su hermana, sonríe al ver con qué cuidado unge y compone los cabellos de Jesús, mientras que no se preocupa de que sus propios cabellos, no sujetos ya por el ancho peine que ayudaba a las horquillas en su función, estén descendiendo cada vez más por el cuello y ya estén próximos a soltarse del todo y caer sobre los hombros. También Marta mira y sonríe. Los demás hablan en voz baja y con diversas expresiones en sus caras. ■ Pero María no está satisfecha todavía. Queda todavía mucho ungüento en la jarra, y los cabellos de Jesús, a pesar de ser tupidos, están ya empapados. Entonces María repite el gesto de amor de un lejano atardecer. Se arrodilla a los pies del triclinio, desata las correas de las sandalias de Jesús y le descalza los pies; luego, metiendo sus largos dedos en la jarra, saca toda la cantidad de ungüento que puede, y lo extiende, lo esparce sobre los pies desnudos, dedo por dedo; luego la planta y el calcañar; y, más arriba, en el tobillo, que ha descubierto haciendo a un lado el vestido de lino; por último, sobre el empeine de los pies, y se detiene allí, en los metatarsos, en el lugar por donde entrarán los clavos tremendos, e insiste hasta que ya no encuentra bálsamo en la jarra. Entonces rompe la jarra contra el suelo, y, libres ya las manos, se saca las gruesas horquillas, se deshace rápidamente las pesadas trenzas, y el resto del bálsamo lo echa sobre los pies de Jesús. ■ Judas alza su voz. Hasta ese momento había estado en silencio, contemplando con mirada de lujuria y de envidia a la hermosísima mujer y al Maestro cuya cabeza y pies estaban siendo ungidos por ella. Es la única voz clara de reproche; los otros, no todos, pero sí algunos, habían mostrado un cierto descontento, pero sin mayor consecuencia. Pero Judas, que incluso se había puesto en pie para ver mejor la unción de los pies, dice con desaire: “¡Qué derroche inútil y pagano! ¿Qué necesidad había de hacerlo? ¡Y luego no queremos que los jefes del Sanedrín nos critiquen de que hay pecado! Estos son gestos propios de una cortesana lasciva y no dicen bien, mujer, de la nueva vida que llevas. ¡Demasiado recuerdan tu pasado!”. El insulto es tal que todos se quedan pasmadísimos, de modo que unos se sientan sobre sus triclinios, otros se ponen de pie, todos miran a Judas, como a uno que, de pronto, se hubiera vuelto loco. Marta se pone colorada. Lázaro de un brinco se pone en pie dando un fuerte golpe sobre la mesa. Grita: “En mi casa…” pero luego mira a Jesús y se refrena. ■ Iscariote: “Sí. ¿Me miráis? Todos habéis murmurado en vuestro corazón. Pero ahora, por haberme hecho eco vuestro y haber dicho claramente lo que pensabais, sin titubear os oponéis a mí. Repito lo que he dicho. No quiero, ciertamente, afirmar que María sea la amante del Maestro. Pero sí digo que ciertos actos no son apropiados ni con Él ni con ella. Es una acción imprudente, y hasta injusta. Sí. ¿Por qué este derroche? Si ella quería destruir los recuerdos de su pasado, hubiera podido darme a mí esa jarra y ese ungüento. ¡Por lo menos era una libra de nardo puro! Y de gran valor. Yo lo habría vendido al menos por trescientos denarios, que es lo que vale un nardo de tal calidad. Habría dado el dinero a los pobres que nos asedian. Nunca son suficientes. Y mañana muchísimos serán los que en Jerusalén pedirán una limosna”. Los demás asienten: “¡Es verdad! Podías haber empleado una parte para el Maestro y la otra…”. ■ María Magdalena está como si estuviese sorda. Continúa secando los pies de Jesús con sus cabellos sueltos, que también ahora están espesos en la parte de abajo por el ungüento,  y están más oscuros que en la parte superior de la cabeza. Los pies de Jesús de color marfil viejo están lisos y blandos, como si se hubieren cubierto de una nueva piel. María pone nuevamente las sandalias a Jesús. Besa los pies, sorda a todo, menos a lo que no sea su amor por Jesús.
* “Ella siente que estoy para morir y ha querido anticiparle a mi cuerpo las unciones para la sepultura”.- ■ Y Jesús, poniéndole una mano sobre la cabeza, que tiene agachada para el último beso, la defiende diciendo: “Dejadla en paz. ¿Por qué la afligís y molestáis? No sabéis lo que ha hecho. María ha realizado en Mí una acción de deber y de amor. Siempre habrá pobres entre vosotros. Estoy ya para irme. Siempre los tendréis, pero no más a Mí. A ellos podréis darles un óbolo. A Mí, al Hijo del hombre entre los hombres, no será posible tributarle ninguna honra, porque así lo quieren y porque le ha llegado su hora. El amor, a ella, le es luz; ella siente que estoy para morir y ha querido anticiparle a mi cuerpo las unciones para la sepultura. En verdad os digo que en cualquier parte que sea predicada la Buena Nueva se hará mención de este acto suyo de amor profético. Sí, en todo el mundo. Durante todos los siglos. ¡Quiera Dios hacer de cada una de las criaturas otra María, que no calcula precios, que no abriga apegos, que no guarda el más mínimo recuerdo del pasado, sino que destruye y pisotea todo lo carnal y mundano, y se rompe y se esparce como ha hecho con el nardo y el ungüento, sobre su Señor y por amor. No llores, María. Te repito ahora aquellas palabras que dije a Simón el fariseo y a Marta tu hermana: «Todo te ha sido perdonado porque has sabido amar totalmente». «Tú has elegido la mejor parte y no se te quitará». Quédate en paz, mi hermosa oveja a quien encontré nuevamente. Quédate en paz. Que los pastos del amor sean en la eternidad tu alimento. Levántate, besa también mis manos, que te absolvieron y han bendecido… ¡A cuántos han absuelto, bendecido, curado, hecho bien! Y sin embargo, Yo os aseguro que el pueblo a quien he hecho tantos bienes está preparándose para torturarlas…”. ■ Un silencio pesado se cierne sobre el aire impregnado del fuerte perfume. María, con los cabellos sueltos por detrás y por delante, besa la mano derecha, que Jesús le ha ofrecido, y no sabe apartar de esa mano sus labios… Marta, conmovida, se acerca a su hermana, le recoge los cabellos sueltos, los trenza luego acariciándola, y extendiéndole el llanto sobre las mejillas tratando de secárselo… Nadie tiene ganas de seguir comiendo… Las palabras de Jesús hacen a todos pensar. El primero que se levanta es Judas de Alfeo. Pide permiso para retirarse. Santiago, su hermano, hace lo mismo, y lo mismo hacen Andrés y Juan. Se quedan los otros, pero ya en pie, para lavarse las manos en las aljofainas de plata que los siervos les presentan. María y Marta hacen lo mismo con el Maestro y Lázaro.
* Judas Iscariote da muestras de su satanizada mente.- ■ Entra un siervo y se inclina a decir algo a Maximino. “Maestro”, dice éste después de haberle escuchado “hay una serie de personas que quisieran verte. Dicen que vienen de lejos. ¿Qué hacemos?”. Jesús llama a Felipe, a Santiago de Zebedeo, a Tomás y les ordena: “Id, anunciad la Buena Nueva. Curad. Hacedlo en mi nombre. Anunciad que mañana subiré al Templo”. Simón Zelote pregunta: “¿Convendrá en decir esto, Señor?”. Jesús: “Es inútil tenerlo oculto porque más que mis amigos, mis enemigos lo han esparcido en la santa ciudad. Id”. Pedro: “¡Uhm! Se comprende que los amigos lo sepan… Pero los amigos no traicionan. Lo que no sé es cómo logran saberlo los otros”. Judas de Keriot dice desvergonzadamente: “Entre los muchos amigos siempre hay algún enemigo, Simón de Jonás. Demasiados son ya… los amigos, y con demasiada facilidad son recibidos como tales. ¡Cuando pienso en lo que tuve que insistir y esperar yo!… Pero eran los primeros días y había cautela. Después vinieron los deslumbradores triunfos y la cautela se perdió. ¡Y fue un error! Pero eso les sucede a todos los vencedores. Las victorias empañan el modo de ver las cosas y debilitan la prudencia de actuar. Naturalmente me estoy refiriendo a nosotros, discípulos. No estoy hablando del Maestro. Él es perfecto. ¡Si hubiéramos seguido siendo nosotros doce, no deberíamos temblar por traición alguna!”. ■ La mirada de Jesús que echa sobre el apóstol traidor es indescriptible. Una mirada de llamada y de dolor infinito. Pero Judas no la acepta. Pasando delante de las mesas se dispone a salir… Jesús le sigue con la mirada y cuando le ve que está ya a punto de irse le pregunta: “¿A dónde vas?”. Evasivamente le responde: “Afuera…”. Jesús: “¿Fuera de la habitación o fuera de casa?”. Iscariote: “Afuera… Así, así… a caminar un poco”. Jesús le apremia: “No vayas, Judas. Quédate conmigo, con nosotros…”. Iscariote: “Han salido tus hermanos y también Juan con Andrés. ¿Por qué no puedo salir?”. Jesús:  “Tú no vas a descansar como ellos…”. Judas no responde y obstinado sale. Nadie habla, los que se han quedado, esto es, Pedro, Simón y Bartolomé se miran entre sí. Jesús mira afuera. Se ha levantado y ha ido a una ventana para seguir los movimientos de Judas. ■ Cuando le ve salir de la casa con el manto ya puesto y dirigirse al cancel, que desde aquí no se ve, le llama con fuerte voz: “¡Judas, espérame! Debo decirte una cosa”, y aparta suavemente a Lázaro, quien, intuyendo el dolor de su Maestro, había rodeado su cintura con un brazo; y sale de la sala y alcanza a Judas que había seguido caminando, aunque más lento. Le alcanza a un tercio largo de la distancia que hay entre la casa y la cerca del jardín, en una pequeña espesura de árboles de hojas gruesas; árboles que parecen de cerámica color verde oscuro, tachonada de pequeñas flores reunidas en ramilletes (y cada flor es una crucecita con pétalos gruesos como si hubieran sido hechos de una cera apenas amarilla, de un intenso perfume). No sé su nombre. Jesús le lleva detrás de la espesura y, tomándolo del antebrazo con la mano, vuelve a preguntarle: “¿Adónde vas, Judas? Te ruego que te quedes aquí”. Iscariote: “Tú que sabes todo, ¿por qué me lo preguntas? ¿Qué necesidad tienes de preguntar, Tú, que lees en el corazón de los hombres? Sabes que voy a ver a mis amigos. No me das permiso de ir con ellos. Me buscan. Voy”. Jesús: “¡Tus amigos! ¡Tu ruina, deberías decir! A ella vas. A tus verdaderos asesinos vas. ¡No vayas, Judas! ¡No vayas! Vas a cometer un crimen… Tú…”. Iscariote: “¡Ah, tienes miedo! ¡Finalmente lo tienes! ¡Finalmente sientes que eres humano! ¡Que eres un hombre! ¡No más que eso! Porque solo el hombre tiene miedo de la muerte. Dios no, porque sabe que no puede morir. Si te sintieses Dios, sabrías que no podrías morir y no deberías tener miedo. Porque Tú, ahora, ahora que sientes próxima la muerte, la temes como cualquier mortal, y buscas por todos los medios evitarla, y en todas las cosas ves un peligro. ¿Dónde está tu antigua audacia? ¿Dónde esas firmes declaraciones de estar contento, sediento, de llevar a cabo el Sacrificio? ¡No hay ni eco de eso en tu corazón! Creías que nunca llegaría esta hora, y por eso te hacías el fuerte, el generoso, decías frases solemnes. ¡Venga ya! ¡No te quedas corto respecto a los que tachas de hipócritas! ¡Nos has deslumbrado y desilusionado! ¡Y nosotros que habíamos dejado todo por Ti! ¡Nosotros que por tu causa somos objeto de odio! Tú eres la causa de nuestra ruina…”. Jesús: “Basta. ¡Ve, ve! ¡No han pasado muchas horas desde que tú me dijiste: «Ayúdame a quedarme! ¡Defiéndeme!». Lo he hecho. ¿Y de qué ha servido? ■ Dime una sola cosa, pero antes de decírmela, reflexiona bien. ¿Realmente quieres ir con tus amigos, los prefieres a Mí? ¿Es esta tu voluntad?”. Iscariote: “Sí. Lo es. No tengo necesidad de reflexionar, porque desde hace tiempo no tengo otra voluntad”. Jesús: “Entonces vete. Dios no hace fuerza a la voluntad del hombre” y Jesús le vuelve las espaldas volviendo despacio adentro. Cuando está cerca de la casa levanta su cabeza atraído por la mirada que Lázaro le dirige desde el lugar donde estuvo antes. El pálido rostro de Jesús se esfuerza en sonreír al migo fiel. (Escrito el 28 de Marzo de 1947).
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1  Nota  : Cfr. Ju. 12,1-8; Mt. 26,6-13; Mc. 14,3-9.
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9-587-267 (10-6-347).- El adiós a Lázaro.- Revelación de la Pasión.- Una encomienda al amigo.- La Primera Misa. Qué será la Misa.
* Jesús anuncia su muerte de cruz a Lázaro y confirma a Judas como el traidor, Satanás encarnado (no solo poseído).- ■ Jesús está en Betania. Ya es tarde. Un plácido atardecer de abril. Desde las grandes ventanas de la sala del banquete se puede ver el jardín de Lázaro que está en flor; más allá el huerto que parece toda una nube de ligeros pétalos. Perfume del nuevo verdor, perfume agridulce de flores de árboles frutales, de rosas y de otras flores, se mezcla, y entra a las habitaciones con la serena brisa del atardecer que hace ondear levemente las cortinas extendidas en los vanos de las puertas y temblar las llamas de las lámparas. Allí se funden los perfumes de nardos, convalarias, y jazmines; y forman una esencia singular, recuerdo del bálsamo con que María Magdalena ungió a su Jesús, que tiene todavía el pelo más oscuro a causa de la unción. ■ En la sala están aún Simón, Pedro, Mateo y Bartolomé. Los demás tal vez han ido a otras ocupaciones. Jesús se levanta de la mesa y mira un rollo de pergamino que Lázaro le ha presentado. María de Magdala va de acá para allá por la sala… parece una mariposa atraída por la luz. Lo único que sabe hacer es girar en torno a su Jesús. Marta tiene cuidado de los criados que recogen la preciosa vajilla, que hay sobre la mesa. Jesús, colocando el folio en un alto aparador que tiene incrustaciones de marfil en la brillante madera negra, dice: “Lázaro, Ven. Tengo que decirte algo”. Lázaro, levantándose de su asiento que está cerca de la ventana, dice: “Voy, Señor”, y sigue a Jesús hacia el jardín en que los últimos rayos del día se mezclan con el primer claror de la luna. ■ Jesús camina, dirigiéndose más allá del jardín, al lugar donde está el sepulcro en que fue enterrado Lázaro, y sobre el que ahora hay un rosal, todas florecidas en la boca vacía.  Encima de ésta, en la roca levemente inclinada, está esculpido: “¡Lázaro, sal fuera!”. Jesús se detiene allí. La casa, oculta por árboles y setos, ya no se ve. Se siente un silencio completo. Se siente una soledad absoluta. “Lázaro, amigo mío” pregunta Jesús, de pie ante su amigo, mirándole fijamente con un atisbo de sonrisa en su rostro enflaquecido y más pálido de lo habitual. “Lázaro, amigo mío, ¿sabes quién soy?”. Lázaro: “Eres Jesús de Nazaret, mi amado Jesús, mi santo Jesús, mi poderoso Jesús”. Jesús: “Eso para ti. Pero para los demás ¿quién soy?”. Lázaro: “Eres el Mesías de Israel”. Jesús: “¿Y qué mas?”. Lázaro: “El Prometido, el Esperado… ¿por qué me lo preguntas? ¿Dudas de mi fe?”. Jesús: “No, Lázaro. Pero quiero confiarte una verdad. Nadie fuera de mi Madre y de uno de mis discípulos, lo sabe. Mi Madre porque no ignora nada. El discípulo mío porque es copartícipe en esta cosa. A los otros se la he dicho muchas veces en estos tres años. Pero su amor ha hecho de nepente y escudo ante la verdad anunciada. No han podido comprender todo… ■ Y es mejor que no lo hayan comprendido para evitar un crimen. Por otra parte inútil, porque lo que debe suceder, debe serlo. Pero Yo quiero decírtelo ahora esto”. Lázaro: “¿Dudas que te ame menos que ellos? ¿A qué crimen te refieres? ¿Qué crimen va a cometerse? En nombre de Dios ¡habla!”. Lázaro está excitado. Jesús: “Voy a decírtelo, claro. No dudo que me ames. Tanto es así que te voy a depositar en ti mi última voluntad…”. Lázaro: “¡Oh, Jesús! Esto lo hace quien está próximo a la muerte. Yo lo hice cuando comprendí que no vendrías, y que yo tenía que morir”. Jesús: “Y Yo debo morir”. Lázaro: “¡Noooh!”, y lanza un profundo gemido. ■ Jesús: “No grites. Que nadie nos oiga. Quiero hablarte a solas. Lázaro, amigo mío, ¿tienes idea de lo que sucede en estos momentos en que estamos juntos, en esta intimidad de amigos, que nunca ha sido turbada? Un cierto tipo, con otros iguales a él, está contratando el precio con que comprarán o venderán al Cordero. ¿Sabes cómo se llama el Cordero? Se llama Jesús de Nazaret”. Lázaro: “¡Noooh! Es verdad que tienes enemigos, pero nadie puede venderte. ¿Quién?… ¿Quién es?”. Jesús: “Uno de los míos. Uno que ha pensado que le he desencantado, y que, cansado de esperar, quiere librarse de Aquel que ya no es más que un peligro personal para él. Piensa que puede recobrar una antigua estimación ante los grandes del mundo. Sin embargo, el mundo de los buenos como el de los malos le despreciará. Ha llegado a este cansancio de Mí, de la espera de aquello que, con todos los medios, ha tratado de alcanzar: la grandeza humana. La persiguió primero en el Templo, creyó alcanzarla con el Rey de Israel, y ahora la busca nuevamente, en el Templo y con los romanos… Lo espera… Pero Roma, si sabe premiar a sus fieles servidores… sabe también aplastar bajo sus pies a los denunciantes cobardes. El traidor está cansado de Mí, de la espera, de la carga que significa el ser bueno. ■ Para quien es malo, ser, tener que fingir ser bueno es un peso intolerable. Se puede soportar por algún tiempo… pero luego, no se puede más… y la persona se libra de ella para volver a ser libre. ¿Libre? Eso piensan los malvados… También él lo cree. Pero no es libertad. El ser de Dios es libertad. Estar contra Dios es prisión de cepos y cadenas, de argolla, y latigazos, como ningún galeote condenado al remo,  como ningún esclavo a trabajos forzados la soporta bajo el azote del carcelero”. Lázaro: “¿Quién es? Dímelo ¿Quién es?”. Jesús: “No es necesario”. Lázaro: “Sí que es necesario… ¡ah!… Solo puede ser él: el hombre que siempre ha sido una mancha de tu grupo, el que hace poco ofendió a mi hermana. ¡Es Judas de Keriot!”. Jesús: “No. Es Satanás. Dios ha tomado carne en Mí: Jesús. Satanás ha tomado carne en él: Judas de Keriot. ■ Un día… hace mucho tiempo… en este jardín tuyo, consolé unas lágrimas y disculpé a un alma que había caído en el fango. Dije que la posesión es el contagio de Satanás que inocula su veneno en el ser y lo desnaturaliza. Dije que es connubio de un espíritu con Satanás y con el instinto animal. Pero la posesión es todavía poca cosa respecto a la encarnación. Yo seré poseído por mis santos y ellos lo serán por Mí. Pero solo en Jesucristo está Dios como está en el Cielo, porque Yo soy el Dios hecho carne. Única es la encarnación divina. De igual modo en uno solo estará Satanás, Lucifer, tal y como está en su reino, porque solo en el asesino del Hijo de Dios Satanás está encarnado. En estos momentos, en que te estoy hablando, él está ante el Sanedrín, tratando y empeñándose para que me maten. Pero no es él: es Satanás”.
* Quieren silenciar la Voz que durante tres años los ha atormentado, aunque sin dejarlos amar… era una sacudida que invitaba a despertar a su alma. Ellos no querían oír a esta alma suya, porque la han amarrado con su triple sensualidad… Lázaro, tú que estuviste muerto y fuiste resucitado, dime ¿qué cosa es el  morir?”.- La agonía es el prepurgatorio de los moribundos.-Jesús: “Ahora escucha, Lázaro, fiel amigo. Te voy a pedir algunos favores. Nunca me has negado ninguno. Tu amor ha sido tan grande que, sin faltar jamás al respeto, ha sido siempre activo a mi lado, con mil ayudas, con muchas prudentes y oportunas ayudas y con sabios consejos, que Yo siempre acepté porque vi en tu corazón un verdadero deseo de mi bien”. Lázaro: ¡Oh, Señor mío, mi alegría era pensar en Ti! ¿Qué otra cosa puedo hacer sino preocuparme por mi Maestro y Señor? ¡Muy poco, muy poco me has permitido que hiciera yo por Ti! Mi deuda hacia Ti, que has devuelto a María a mi amor y a mi honor, y a mí a la vida, es tal, que… Oh, ¿por qué me has mandado llamar de la muerte para hacerme vivir esta hora? Todo el horror de la muerte y toda la angustia de mi alma, tentado por Satanás al miedo, en el momento en que iba a presentarme ante el Juez eterno, ya los había superado, ¡y había oscuridad!… ¿Qué te pasa, Jesús? ¿Por qué te estremeces y te pones más pálido aún de lo que ya de por sí estás? Tu rostro está más pálido que esta blanca rosa que se marchita bajo los rayos de la luna. ¡Oh, Maestro! Parece como si la sangre y la vida se te fueran acabando…”. Jesús: “En realidad me siento como uno que está muriendo con las venas abiertas. Toda Jerusalén —y quiero decir con ello «todos mis enemigos de entre los poderosos de Israel»— está pegada a Mí con sus ávidas bocas y me extrae la vida y la sangre. Quieren silenciar la Voz que durante tres años los ha atormentado, aunque sin dejarlos de amar… porque cada una de mis palabras, aunque era una palabra de amor, era una sacudida que invitaba a su alma a despertar, y ellos no querían oír a esta alma suya, porque la han amarrado con su triple sensualidad. ¡Y no solo los grandes!… sino toda, toda Jerusalén, muy pronto, va a ensañarse con el Inocente y pedir su muerte… y con Jerusalén Judea… y con Judea Perea, Idumea, la Decápolis, Galilea, Siro-fenicia… todo, todo Israel reunido en Sión para el «Paso» del Mesías de esta vida a la muerte… ■ Lázaro, tú que estuviste muerto y fuiste resucitado, dime ¿qué cosa es el morir? ¿Qué experimentaste? ¿De qué te acuerdas?”. Lázaro: “¿El morir?… No recuerdo exactamente lo que fue. Después de los grandes sufrimientos, me sobrevino un fuerte desfallecimiento… Me parecía que no sufría más, y que tenía un profundo sueño… La luz, los ruidos se hacían cada vez más débiles, más lejanos… Dicen mis hermanas y Maximino que daba muestras de que sufría mucho… Pero yo no me acuerdo…”. Jesús: “Entiendo. La piedad del Padre amortigua en los agonizantes su capacidad intelectual, de modo que sufren únicamente en el cuerpo, que es el que debe ser purificado por este prepurgatorio que es la agonía. Pero Yo… ¿Y de la muerte qué recuerdas?”. Lázaro: “Nada, Maestro. Tengo un espacio oscuro en el espíritu. Una zona vacía. Tengo una interrupción, que no sé cómo llenar, en el curso de mi vida. No tengo recuerdos. Si mirase en el fondo de ese agujero negro que me tuvo durante cuatro días, a pesar de ser ya de noche y de estar en la sombra, sentiría —no vería, pero sí sentiría—, el frío húmedo salir desde sus entrañas y sacudir mi cara. Lo cual es ya una sensación. Pero yo, si pienso en esos cuatro días, no tengo nada. Nada. Esa es la palabra”. Jesús:  “Claro. Los que regresan no pueden contar… El misterio se revela poco a poco a quien  entra en él. Pero Yo, Lázaro, sé lo que voy a sufrir. Sé que sufriré con pleno conocimiento. No habrá bebidas ni desfallecimiento que suavicen mi agonía para que sea menos atroz. Yo me sentiré morir. Ya lo estoy sintiendo… Ya estoy muriendo, Lázaro. Como un enfermo que no tiene remedio, he estado muriendo en estos treinta y tres años. Y, a medida que el tiempo me ha ido acercando a esta hora,  tanto más se ha acercado la muerte. Antes era solo el morir del saber que había nacido para ser Redentor, luego fue el morir de quien se ve atacado, acusado, escarnecido, perseguido, obstaculizado… ¡Qué cansancio!… el morir por tener a mi lado, siempre más cerca, hasta tenerlo asido a Mí, como un pulpo ase a un náufrago, a aquél que es mi traidor. ¡Qué náusea! Ahora voy a morir con la angustia de tener que decir «adiós» a los amigos más queridos, y a mi Madre…”.
* “¿Sabes quién de entre mis más íntimos ha sabido transformarse para llegar a ser mi posesión como Yo anhelo? Solo tu hermana, María”.- Lázaro: “¡Oh, Maestro!, ¿estás llorando? Sé que lloraste aun delante de mi sepulcro porque me amabas. Pero ahora… Lloras de nuevo. Estás helado completamente. Tienes las manos frías como un cadáver. Sufres. Sufres demasiado…”. Jesús: “Soy el Hombre, Lázaro. No soy solo Dios. Del hombre poseo su sensibilidad y sus afectos. Mi alma se angustia al pensar en mi Madre… Y con todo te lo aseguro, que esta tortura mía se ha hecho monstruosa al tener que soportar la cercanía del traidor, el odio satánico de todo un mundo, la sordera de aquellos que no odian pero tampoco saben amar valientemente, porque para hacerlo así es necesario llegar a ser como el Amado quiere y enseña… ■ Muchos me aman, es verdad pero siguen siendo «ellos». No han cambiado su modo de ser por mi amor. ¿Sabes quién de entre mis más íntimos ha sabido transformarse para llegar a ser mi posesión, como Yo anhelo? Solo tu hermana, María. Partió de una animalidad completa y pervertida para llegar a una espiritualidad angelical. Y esto por la única fuerza: que es el amor”. Lázaro: “Tú la redimiste”. Jesús: “A todos he redimido con mi palabra. Pero solo ella se ha transformado totalmente, a causa de su gran amor. Pero estaba diciendo antes, que tan monstruoso es mi sufrimiento por todas esas circunstancias, que no anhelo sino que todo se realice. Mis fuerzas se van doblando… Será menos pesada la cruz que esta tortura de mi espíritu y de mi corazón”. Lázaro: “¿La cruz? ¡Noooh! ¡Oh, no! ¡Es demasiado atroz! ¡Demasiado infamante! ¡No!”. Lázaro, que ha tenido, en pie frente a su Maestro, desde hace un rato, entre sus manos las manos heladas de Jesús, las suelta, y cae sobre el asiento de piedra, se cubre la cara con las manos y llora desconsoladamente.
* El mundo, aun el más pobre del mundo, tiene necesidad de dos víctimas. Porque el hombre pecó con la mujer. Y la Mujer debe redimir como el Hombre redime. Dios quiere que esté en mi calvario para mezclar el agua del llanto virginal con el vino de mi Sangre divina, y celebrar la Primera Misa. ¿Sabes lo que será la Misa?”.- ■ Jesús, que se acerca a él y le pone una mano sobre la espalda, convulsa a causa de los sollozos, le dice: “¿Entonces? ¿Debo ser Yo, que tengo que morir, el que te consuele a ti que seguirás viviendo? Amigo, tengo necesidad de fuerzas y de ayuda. Te lo pido. Nadie fuera de ti me puede hacer ese favor. Conviene que los otros no lo sepan, porque si lo supiesen… correría sangre, y no quiero que los corderos se conviertan en lobos, ni siquiera por amor al Inocente. ■ Mi Madre… ¡oh, qué angustia hablar de Ella!… Está muy angustiada ya. También es una agonizante casi sin fuerzas… Hace treinta y tres años que también está muriendo; y ahora es toda una llaga como si hubiera sido víctima de un atroz suplicio. Te juro que he combatido entre la mente y el corazón, entre el amor y la razón, para decidir si era justo alejarla, enviarla a su casa donde Ella siempre sueña con el Amor que la hizo Madre, y paladea el sabor de su beso de fuego, y vibra con el éxtasis de aquel recuerdo y, con los ojos de su alma, siempre ve soplar levemente el aire impulsado y agitado por un resplandor angélico. A Galilea la noticia de mi muerte llegará casi en el momento en que pueda decirle: «¡Madre, soy el Vencedor!». Pero, no, no puedo hacer esto. El pobre Jesús, cargado con los pecados del mundo (1), tiene necesidad de un consuelo. Y mi Madre me lo dará. El mundo, aún el más pobre del mundo, tiene necesidad de dos víctimas. Porque el hombre pecó con la mujer; y la Mujer debe redimir, como el Hombre redime. Pero mientras no suena la hora, a mi Madre le doy sonrisas… Ella tiembla… lo sé.  Siente que se acerca la Tortura. Lo sé. Y siente rechazo de ella por natural horror y por santo amor, así como Yo siento rechazo de la muerte, porque soy un ser «vivo» que debe morir. ¡Pero qué terrible sería, si supiese que será dentro de cinco días!… No llegaría viva a esa hora, y Yo quiero que esté viva para sacar de sus labios fuerzas, como de su seno saqué la vida. ■ Dios quiere que esté en mi Calvario para mezclar el agua del llanto virginal con el vino de mi Sangre divina y celebrar la primera Misa. ¿Sabes lo que será la Misa? No. No lo sabes. No puedes saberlo. Será mi muerte aplicada para siempre al género humano viviente o purgante. No llores, Lázaro. Ella es fuerte. No llora. Ha llorado desde que se convirtió en Madre. Ahora no llora más. Se ha crucificado la sonrisa en su rostro… ¿Has visto qué rostro presenta en esos últimos días? Se ha crucificado la sonrisa  para consolarme. ■ Te ruego que imites a mi Madre. No podía guardar Yo solo el secreto. Volví mis ojos a mi alrededor en busca de un amigo sincero y seguro, y encontré tu mirada leal. Me dije: «A Lázaro se lo descubriré». Yo, cuando tenías una pena en tu corazón, respeté tu secreto, y me abstuve de preguntártelo. Te pido igual respeto para el mío, después… después de mi muerte, lo dirás. Dirás esta conversación. Para que se sepa que Jesús marchó conscientemente a la muerte, y a las torturas que conocía unió ésta de no haber ignorado nada, ni sobre las personas, ni sobre el propio destino. Para que se sepa que, mientras todavía podía salvarse, no quiso, porque su amor infinito por los hombres no anhelaba otra cosa sino consumar el sacrificio por ellos”.
* “Te quedarás aquí a esperar…  Jerusalén, en los próximos días, estará corrompida. Sus miasmas volverán locos incluso a los menos crueles, incluso a mis propios discípulos que huirán. Y en medio de su terror, ¿a dónde irán? Vendrán a tu casa, Lázaro. Júntalos, dales valor. Diles que les perdono. Confío mi perdón en tus manos. Se sentirán angustiados por haber huido”.-Lázaro: “¡Oh, sálvate, Maestro, sálvate! Te puedo ayudar a que huyas. Esta misma noche. ¡Una vez huiste a Egipto! Huye de nuevo ahora. Partamos. Tomamos a tu Madre y a mis hermanas. Sabes que nada de mis riquezas me atrae. Mi riqueza, como la de Marta y María, eres Tú. Partamos”. Jesús: “Lázaro, en aquella ocasión huí porque no había llegado mi hora. Ahora está ya a la puerta. Y me quedo”. Lázaro: “Entonces voy contigo. No te abandonaré”. Jesús: “No. Tú te quedas aquí. Puesto que una licencia concede que quien está dentro de la distancia de un sábado puede consumir el cordero en su casa; así que tú, como de costumbre, consumirás aquí tu cordero. Sin embargo, deja que vengan conmigo tus hermanas… para que estén con mi Madre… ¡Oh, qué cosas te ocultaban, oh Mártir, las rosas del amor divino! ¡El abismo! ¡El abismo! ¡Y de él ahora suben, y atacan, las llamas del Odio para morderte el corazón! Tus hermanas, sí; ellas son fuertes y valerosas… y mi Madre será un ser agonizante, inclinado sobre mi cadáver. Juan no basta. Juan es el amor. Pero todavía no ha alcanzado la madurez. Madurará y se hará hombre en el suplicio de estos próximos días. Pero la Mujer tiene necesidad de las mujeres, que atiendan sus horribles heridas. ¿Las dejas ir?”. Lázaro: “Todo, todo te lo he dado con alegría. ¡Lo único que me afligía es que me pidieras tan pocas cosas!”. Jesús: “Ya lo ves. De nadie he aceptado tanto como de los amigos de Betania. ■ Ésta ha sido una de las acusaciones que el injusto me ha echado en cara más de una vez. Pero Yo aquí, entre vosotros, encontraba muchas cosas que consolaban al Hombre de todas sus amarguras de hombre. En Nazaret era el Dios que se consolaba con la Única Delicia de Dios. Aquí era Yo el hombre. Y antes de subir al patíbulo, te doy gracias, amigo fiel y cariñoso, amigo gentil y diligente, reservado y docto, discreto y generoso. Te agradezco todo. Mi Padre te lo pagará después…”. Lázaro: “Ya he recibido todo con tu amor y con la redención de María”. Jesús: “¡Oh, no! ¡Todavía debes recibir mucho! Escúchame. No te desesperes de este modo. Dame tu inteligencia para que Yo pueda decirte lo que todavía te pido. ■ Te quedarás aquí a esperar…”. Lázaro: “No, eso no. ¿Por qué María y Marta, yo no?”. Jesús: “Porque no quiero que te vayas a corromper como se van a corromper todos los varones. Jerusalén, en los próximos días, estará corrompida como lo está el aire que envuelve a una carroña podrida, que revienta de improviso al golpe que un viajero le dio con el talón. Corrompida y corruptora. Sus miasmas volverán locos incluso a los menos crueles, incluso a mis propios discípulos, que huirán. Y en medio de su terror, ¿a dónde irán? Vendrán a tu casa, Lázaro. ¡Cuántas veces, durante estos tres años han venido en busca de pan, de hospedaje, de defensa, de descanso y del Maestro!… Volverán. Cual ovejas desbandadas por el lobo que ha matado al pastor correrán al redil. Júntalos, dales valor. Diles que les perdono. Confío mi perdón en tus manos. Se sentirán angustiados por haber huido. Les dirás que no caigan en un pecado mayor, que es el de perder la esperanza de mi perdón”. Lázaro: “¿Huirán todos?”. Jesús: “Todos,  menos Juan”. ■ Lázaro: “Maestro, no vas a pedirme que acoja a Judas, ¿verdad? Haz que me muera en medio de tormentos, pero no me pidas eso. Muchas veces se estremeció mi mano al sentir la espada, deseosa de acabar con el oprobio de la familia, y nunca lo hice porque no soy un hombre sanguinario. Tan solo sentí la tentación. Pero te juro que si vuelvo a ver a Judas, le degüello como a un cabro de delito”. Jesús: “No le volverás a ver. Te lo prometo”. Lázaro: “¿Huirá? No importa. He dicho: «Si le vuelvo a ver». Ahora te digo: «Le buscaré hasta los confines del mundo y le mataré»”. Jesús: “No debes desearlo”. Lázaro: “Lo haré”. Jesús: “No podrás, porque donde estará él, no podrás ir”. Lázaro: “¿Dentro del  Sanedrín? ¿Dentro del Santo? Allí le alcanzaré y le mataré”. Jesús: “No estará allá”. Lázaro: “¿En casa de Herodes? Me matarán, pero antes le mataré”. Jesús: “Estará con Satanás, y tú nunca estarás con Satanás. Pero aparta de ti inmediatamente este pensamiento homicida, si no, te abandono”. Lázaro: “¡Oh, oh!… Sí. Por Ti. ¡Oh, Maestro, Maestro!”. Jesús: “Sí. Tu Maestro… ■ Acogerás a mis discípulos. Los consolarás. Los encaminarás hacia la paz. Yo soy la Paz. Y también después… Después los ayudarás. Betania será siempre Betania, hasta que el Odio hurgue en este hogar de amor creyendo desparramar las llamas cuando en realidad lo que hará será esparcirlas por el mundo para encenderlo por entero. Te bendigo, Lázaro, por todo lo que hiciste y por lo que harás…”. Lázaro: “Nada he hecho, nada. Me sacaste de la muerte, y no me permites que te defienda. ¿Qué es lo que he hecho, entonces?”. Jesús: “Pusiste a mi disposición tus casas. ¿Ves? Era el destino. El primer alojo en Sión en una tierra que es tuya. El último también en una de ellas. Estaba escrito que fuese tu huésped. Pero no me podrás defender de la muerte. ■ Al principio de esta conversación te pregunté: «¿Sabes quién soy?». Ahora respondo: «Soy el Redentor». El Redentor debe consumar el sacrificio hasta la última inmolación. Por lo demás, créemelo,  que el que subirá a la cruz y será expuesto a las miradas y burla del mundo no será un ser vivo, sino un muerto. Yo soy ya un muerto, matado por el no amor, más y antes que por la tortura.Todavía algo más. Mañana temprano iré a Jerusalén. A tus oídos llegará que Sión ha aclamado como a vencedor a su Rey que entrará montado sobre un asno. No te vayas a hacer ilusiones por este triunfo y no vayas a juzgar que la Sabiduría, que te está hablando fue no sabia en este plácido anochecer. Más veloz que la luz de un bólido que aparece en el firmamento y desaparece por espacios desconocidos, se disipará el entusiasmo del pueblo y dentro de cinco noches, a esta hora empezará la tortura con un beso de engaño que abrirá las bocas que mañana gritarán hosannas, para formar un coro de atroces blasfemias y feroces gritos de condena. ■ ¡Finalmente, ciudad de Sión, pueblo de Israel, tendrás al Cordero pascual! Lo tendrás en esta fiesta. Es la Víctima preparada desde hace siglos. El Amor la engendró y se preparó por tálamo un seno en que no hubo mancha. Y el Amor la consuma. Aquí está. Es la Víctima consciente. No como el cordero que, mientras el carnicero afila el cuchillo para degollarlo, todavía come la hierbecilla del huerto, o, ignorante mama todavía la leche materna. Yo soy el Cordero que consciente dice adiós a la vida, a la Madre, a los amigos, y va al sacrificador y le dice: «¡Aquí me tienes!». ■ Yo soy el Alimento del hombre. Satanás ha suscitado un hambre que  jamás se ha saciado, que no puede saciar. Solo un alimento puede saciar esa hambre porque la quita. Y ese Alimento está aquí. Aquí está, ¡hombre!, tu Pan. Aquí tu Vino. Celebra la Pascua, ¡oh linaje humano! Atraviesa tu mar, rojo por las llamas satánicas. Lo pasarás teñido con mi Sangre, ¡oh raza humana! preservada del fuego infernal. Puedes pasar. Los cielos, advertidos de mi deseo, ya entreabren las puertas eternas. ¡Mirad, almas de los muertos! ¡Mirad, hombres vivientes! ¡Mirad, almas que seréis incorporadas en los siglos futuros! ¡Mirad, ángeles del Paraíso! ¡Mirad, demonios del Infierno! ¡Mira, oh Padre! ¡Mira, oh Paráclito! La Víctima sonríe. No llora más. Todo está dicho. Adiós, amigo. No te veré más antes de mi muerte. Démonos el beso de despedida. Y no dudes. Te dirán: «¡Era un loco! ¡Era un demonio! ¡Un mentiroso! ¡Murió y decía ser la Vida!». A ellos y sobre todo a ti respóndete: «Era y es la Verdad y la Vida». Él es el Vencedor de la muerte. Lo sé. No puede ser el eterno muerto. Yo le espero. Y, antes de que se consuma todo el aceite de la lámpara que el amigo, invitado a las bodas del Triunfador, tiene preparada para iluminar al mundo, Él, el Esposo, volverá. Y esta vez la luz jamás será apagada”. Cree esto, Lázaro. Obedece mi deseo. ¿Oyes a este ruiseñor, cómo canta después de que se calló al oír tu llanto? Haz tú también lo mismo. Que tu alma, después de que haya llorado por mi muerte, que cante el himno seguro de tu fe. Sé bendito por el Padre, por el Hijo y por el Espíritu Santo”. (Escrito el 2 de Marzo de 1945).

* ¡Cuánto he sufrido! Durante toda la noche, desde las 23 del jueves, 1º Marzo, hasta las 5 de la mañana del viernes. He visto a Jesús en una angustia casi como la de Getsemaní, sobre todo cuando habla de su Madre, del traidor, y muestra el miedo que experimenta por la muerte. He obedecido lo que me ordenó Jesús, de escribir esto en un cuaderno separado para formar una Pasión más pormenorizada. Usted, Padre Migliorini, vio mi cara esta mañana… imagen pálida del sufrimiento padecido… y no añado más porque hay cosas que el pudor no permite.
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1  Nota  : Cfr. Is. 52,13-53,12; 2 Cor. 5,21; Gal. 3,13.
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(<Jesús ha hecho ya su entrada en Jerusalén el Domingo de Ramos. El Jueves Santo ha celebrado, en el Cenáculo, la Última Cena. El siguiente episodio tiene lugar durante el trayecto del Cenáculo hacia el Getsemaní [lugar de la Agonía y el prendimiento de Jesús]. En estos momentos, los apóstoles Juan y Simón Zelote caminan al lado de Jesús, separados de los demás compañeros>)
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9-602-437 (11-21-496).- La pasión dentro de la gran Pasión de Jesús: las tinieblas y contemplación de lo que son las tinieblas.- Una encomienda para Simón Zelote.
“Nadie, excepto el llamado por Dios a ello por misión especial, comprenderá esta pasión dentro de la gran Pasión… Esta tortura espiritual será la más atroz”.-Jesús dice: “Simón, es la hora de mi pasión. Para hacerla más completa, el Padre me retira la luz conforme se aproxima la hora. Dentro de poco tendré solo tinieblas y la contemplación de lo que son las tinieblas: o sea, todos los pecados de los hombres. No puedes, no podéis entender. Nadie, excepto el llamado por Dios a ello por misión especial, comprenderá esta pasión dentro de la gran Pasión; y, dado que el hombre es material incluso en el amar y reflexionar, habrá quien llore y sufra por mis golpes, por los tormentos del Redentor; pero no se medirá esta tortura espiritual que, creedlo vosotros que me estáis escuchando, será la más atroz… Habla, pues, Simón. Guíame por los senderos por donde tu amistad fue por causa mía, porque Yo soy un pobre que va perdiendo la visión y ve fantasmas, no cosas reales…”. Juan le abraza a Jesús y le pregunta: “¿Qué? ¿Pero es que ya no ves a tu Juan?”. Jesús: “Te veo. Pero los fantasmas surgen de las tinieblas de Satanás. Visiones de pesadillas y de dolor. Todos estamos envueltos esta noche en esta miasma del infierno, esta noche; en Mí trata de crear cobardía, desobediencia y dolor; en vosotros, aun cuando no sois miedosos ni criminales, creará desilusión y miedo; en otros —personas que incluso no son ni medrosos ni dados al delito— creará miedo y delincuencia; en otros que son ya de Satanás, creará la perversión sobrenatural (lo llamo así porque su perfección en el mal será tal, que superará las humanas posibilidades y alcanzará la perfección que es siempre propia de lo sobrehumano). Habla, Simón”.
* Zelote habla de la actitud de los amigos en estos días.- ■ Zelote dice: “Sí. Desde el martes no hacemos otra cosa sino salir para informarnos, para prevenir, para buscar ayuda”. Jesús: “¿Y qué habéis podido hacer?”. Zelote: “Nada. O muy poco”. Jesús: “Y ese poco será «nada» cuando el miedo paralice los corazones”. Zelote: “He tenido también un choque con Lázaro… Es la primera vez que me sucede… Un choque porque me parecía que no hacía nada… Él podría hacer algo. Es amigo del Gobernador. ¡Es el hijo de Teófilo! Pero Lázaro ha desechado todas mis propuestas. Le he dejado gritándole: «¡Pienso que eres tú ese amigo de quien habla el Maestro! ¡Me causas horror!». Y no quería yo volver a su casa… Pero esta mañana me ha llamado y me ha dicho: «¿Puedes creer todavía que sea yo el traidor?». Yo ya había visto a Gamaliel y a José y a Cusa, y a Nicodemo y a Mannaén, y, en fin, a tu hermano José (1)… y ya no podía creer esa cosa. Le he dicho: «Perdona, Lázaro, pero siento que la cabeza me da más vueltas que cuando yo mismo era un leproso». Y así es, Maestro… Yo ya no soy yo… Pero ¿por qué sonríes?”. Jesús: “Porque eso viene a confirmar lo que antes te había dicho. La neblina de Satanás te envuelve y te turba. ¿Qué ha respondido Lázaro?”. Zelote: “Ha dicho: «Te comprendo. Ven hoy con Nicodemo. Tengo necesidad de verte». ■ Y es lo que he hecho mientras Simón Pedro iba donde los galileos. Porque tu hermano —él, desde tan lejos— está más informado que nosotros. Dice que lo supo por casualidad al estar hablando con un galileo viejo, que vive cerca de la zona de mercado, amigo de Alfeo y de José”. Jesús: “¡Ah!.. sí… un gran amigo de la casa…”. Zelote: “Él está allí con Simón y las mujeres; también está la familia de Caná”. Jesús: “He visto a Simón”. Zelote: “Pues bien, José, por este amigo suyo, que además es amigo de uno del Templo que ahora es pariente suyo por enlaces con mujeres, ha sabido que tu captura estaba decidida, y le ha dicho a Pedro: «Siempre he estado en desacuerdo con Él, pero por amor y mientras Él era fuerte. Pero ahora que es como un niño en manos de sus enemigos, yo, pariente suyo que siempre le ha amado, estoy con Él. Es deber de sangre y de corazón»”. Jesús sonríe, y vuelve a verse en él, un instante, la cara serena de las horas de alegría. Zelote: “Y José ha dicho a Pedro: «Los fariseos de Galilea son áspides como todos los demás fariseos. Pero la Galilea no está compuesta toda de fariseos. Aquí hay muchos galileos que le aman. Vamos a decirles que se reúnan para defenderle. No tenemos más que cuchillos. Pero hasta un palo es un arma, si se maneja bien. Y si no llegan los soldados romanos, pronto habremos dado cuenta de esa vil canalla que son los esbirros del Templo». Y Pedro se fue con él. Yo, mientras, iba a casa de Lázaro con Nicodemo. ■ Habíamos decidido convencer a Lázaro de que viniese con nosotros y abriese su casa para estar contigo. Nos dijo: «Debo obedecer a Jesús y estar aquí, sufriendo el doble…». ¿Es verdad?”. Jesús: “Es verdad. Yo le di esa orden”. Zelote: “Pero me dio dos espadas. Son suyas. Una para mí y otra para Pedro. También Cusa quería darme espadas. Pero… ¿qué son dos pedazos de hierro contra todo el mundo? Cusa no puede creer que sea verdad cuanto Tú dices. Jura él que no sabe nada y que en la corte no hay otro deseo más que de gozar de la fiesta… Una juerga, como de costumbre. Tanto es así que dijo a Juana que se retire a una casa que tienen ellos en Judea. Pero Juana quiere estar aquí, dentro de su palacio; como si no estuviera. No se aleja. Y con ella están Plautina, Ana, Nique y dos romanas de la casa de Claudia. Lloran, ruegan y hacen rogar a los niños inocentes. Pero no es tiempo de oraciones, es tiempo de sangre. Siento que retorna en mi el «zelote» y ya ardo en deseos de matar para cobrar venganza…”. Jesús: “¡Simón! Si hubiera querido dejarte morir como un maldito no te hubiera sacado de tu desolación…”. Jesús se muestra muy severo. Zelote: “¡Oh, perdón, Maestro, perdón!… Estoy como borracho, como uno que delira”. Jesús: “¿Qué dice Mannaén?”. Zelote: “Que no puede ser verdad, y que si lo fuese te seguiría hasta el suplicio”. ■ Jesús: “¡Ved cómo todos vosotros confiáis en vosotros mismos!… ¡Cuánta soberbia hay en el hombre! Nicodemo y José, ¿qué saben?”. Zelote: “No más que yo. Hace tiempo, en una asamblea, José se enfrentó al Sanedrín. Los llamó asesinos por querer matar a un inocente y dijo: «Aquí dentro todo es contra la ley. Razón tiene Él: ‘La abominación está en la casa del Señor. Este altar va a ser destruido porque ha sido profanado’». No le lapidaron porque se trata de él. Pero desde entonces le han ocultado todo. Tan solo Gamaliel y Nicodemo han seguido manteniendo la amistad con él. Pero el primero no habla y el segundo… Ni él ni José han vuelto a ser llamados al Sanedrín para las definitivas resoluciones. Ellos se reúnen ilegalmente, acá y allá, a distintas horas, por el miedo a ellos y a Roma. ■ ¡Ah, se me olvidaba!… Los pastores. También ellos están con los galileos. ¡Pero somos pocos! ¡Si Lázaro hubiera querido escucharme y hubiera ido al Pretor! Pero no nos escuchó… Hicimos esto… Mucho y… nada… y yo me siento tan anonadado que quisiera ir por los campos, dando alaridos como un chacal, entregarme a la orgía, matar como si fuera yo un salteador, para ver si puedo quitarme este pensamiento de que «todo es inútil», como dijo Lázaro, como dijeron José y Cusa, Mannaén y Gamaliel”… El Zelote no parece él… ■ Jesús: “¿Qué dijo el rabí?” Zelote: “Dijo: «No conozco exactamente los propósitos de Caifás. Pero os digo que lo que decís está profetizado tan solo para el Mesías. Y como yo no reconozco en este profeta al Mesías, no veo que haya motivo para intranquilizarse. Se dará muerte a un hombre bueno, amigo de Dios. Pero, ¿de cuántos semejantes a Él ha bebido Sión la sangre?». Y, dado que insistíamos en tu Naturaleza divina, repitió tercamente: «Cuando vea la señal, creeré» (2). Y prometió abstenerse de votar contra Ti; es más, prometió que si es posible, convencerá a los otros de no condenarte. Esto, no más. ¡No cree, no cree! Si se pudiese llegar a mañana… Pero Tú dices que no. ¡Oh ¿qué haremos nosotros?!”.
* Encomienda para Simón Zelote: llevar a la casa de Lázaro a los discípulos errantes.- ■ Jesús le dice: “Tu irás a la casa de Lázaro y tratarás de llevarte contigo a todos los que puedas. No solo de los apóstoles, sino también de los discípulos que encontrares extraviados vagando por los campos. Procura ver a los pastores y darles esta orden. La casa de Betania es más que nunca la casa de Betania; es la casa de la buena hospitalidad. Quien no tenga valor de enfrentarse al odio de todo un pueblo, que se refugie allí. A esperar…”. Zelote: “Pero nosotros no te dejaremos”. Jesús: “No os separéis… Separados, no seríais nada. Unidos, seréis todavía una fuerza. Simón: prométeme esto. Tú eres sereno, leal; eres un hombre de palabra y tienes preponderancia sobre Pedro. Tienes conmigo una gran deuda. Te recuerdo esto por primera vez, para obligarte a obedecerme. Mira: estamos ya en el Cedrón. De allí viniste a Mí, leproso y de allí saliste limpio. Por lo que Yo te di, dame ahora: da al Hombre lo que Yo di al hombre. Ahora el leproso soy Yo…”. Los dos discípulos gimen al mismo tiempo:  “¡Noooo! ¡No digas eso!”. Jesús: “¡Así es! Pedro y mis hermanos serán los que más abatidos se sentirán. Mi honrado Pedro se sentirá como un criminal y no tendrá paz. Y mis hermanos… no tendrán valor para mirarse ni mirar a mi Madre… Te los confío…”. ■ Juan angustiado pregunta: “Señor ¿y yo qué seré? ¿No piensas en mí?”. Jesús: “¡Oh pequeñito mío! Tú estás confiado a tu amor. Y tan robusto es que te guiará como una madre. No te doy ni órdenes ni guías. Te dejo sobre las aguas del amor, que son tan tranquilas y profundas que no me hacen dudar nada de tu futuro. Simón, ¿has entendido? ¡Prométeme, prométeme!”. Da lástima ver a Jesús tan angustiado… Sigue diciendo: “¡Antes de que vengan los otros! ¡Oh gracias! ¡Seas bendito!”…  (Escrito el 11 de Febrero de 1944).
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1  Nota  : José (de Alfeo), primo de Jesús. Es el hermano mayor de los apóstoles Santiago y Judas de Alfeo, y de Simón de Alfeo. Hijos de María de Alfeo y de Alfeo, hermano de José, esposo de María Virgen. 2  Nota  : El rabí Gamaliel. Cfr. Nota 3 del Episodio 2-114-204.
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(<Jesús, una vez apresado en el Getsemaní, sufridos los diferentes procesos, azotado y cargado con la cruz ha subido ya al Calvario y ha sido crucificado. En la subida al Calvario se le han unido su Madre con Juan y las otras mujeres: María y Marta, hermanas de Lázaro, María de Alfeo y de Zebedeo, Susana de Caná. Y más alejadas de éstas: Juana de Cusa, Nique (la Verónica), Elisa, las romanas Lidia y Valeria. Y el grupo de pastores>)

10-609-73 (11-29 573).- En el Calvario, la intrepidez de Magdalena, ante los insultos al Crucificado.
“Id. Encontraréis en mi palacio a los soldados de Roma y a quinientos hombres de mis tierras armados, que os castrarán como a viejos cabrones destinados para comida de los esclavos que trabajan en los molinos”.- ■ Jesús calla. La plebe no se calla, al contrario empieza su gritería infernal. Ahora la cima del Gólgota tiene su trofeo y su guardia de honor. En el lado más alto, la cruz de Jesús; en los otros lados, las otras dos. Media centuria de soldados, con las armas al pie, rodea la cima; y, dentro de este círculo de soldados, los diez desmontados del caballo, se juegan a los dados los vestidos de los sentenciados. De pie, entre la cruz de Jesús y la de la derecha, está Longinos: parece como si montase guardia de honor al Rey mártir. La otra media centuria, descansa a las órdenes del ayudante de Longinos en el sendero de la izquierda y en el rellano más bajo, a la espera de que se le pueda necesitar. Los soldados muestran casi una indiferencia total. Solo alguno levanta, de vez en cuando, su cara a los crucificados. ■ Longinos, sin embargo, mira todo atentamente y con interés. Piensa, compara, saca sus conclusiones en su mente. ¡Qué distinto es Jesús de los otros dos crucificados y de los espectadores! Su mirada penetrante no pierde ningún detalle, y para ver mejor se hace visera con la mano porque el sol debe molestarle. Es, efectivamente, un sol extraño; de un color amarillo rojo de fuego. Y luego esta llama parece apagarse de golpe por un nubarrón de pez que aparece tras las cadenas montañosas judías y que corre veloz por el cielo, para desaparecer detrás de otros montes. Y cuando el sol vuelve a aparecer es tan fuerte, que a duras apenas lo soportan los ojos. Mirando, ve a la Virgen, justo al pie del escalón del terreno, y que mira a su Hijo con el rostro desgarrado de dolor. Llama a uno de los soldados que está jugando a los dados y le ordena: “Si la Madre de Él quiere subir con su hijo que la acompaña, que vaya. Escóltala y ayúdala”. Y María con Juan —tomado por «hijo»— sube por los escalones tallados en la roca tobosa —creo—  y traspasa el cordón de los soldados para ir al pie de la cruz, aunque un poco separada, para ser vista por Jesús y verlo a su vez. ■ La plebe le lanza inmediatamente insultos ignominiosos, que dedica también al Hijo. Pero Ella, con los labios temblorosos y pálidos, solo trata de darle algún consuelo con una sonrisa acongojada en que se enjugan las lágrimas que ninguna fuerza de voluntad puede en modo alguno contener. La plebe, empezando por los sacerdotes, fariseos, saduceos, herodianos, y otros de la misma calaña, quieren divertirse y se ponen en fila, subiendo por el camino empinado, orillando el escalón final y bajando por el otro sendero, o viceversa; y, al pasar al pie de la cima, por el rellano inferior, lanzan sus blasfemias, en señal de homenaje, contra el Agonizante. Toda la suciedad, crueldad, odio, insensatez de que los hombres son capaces brotan de esos labios infernales. Los más enfurecidos son los miembros del Templo, con sus compinches los fariseos. Los sacerdotes gritan: “¿Y entonces? Tú, Salvador del género humano, ¿por qué no te salvas? ¿Te ha abandonado tu rey Belcebú? ¿Ha renegado de Ti?”. Y una manada de judíos: “Tú, que no hace aún todavía cinco días, con ayuda del Demonio, hacías decir al Padre… ¡ja, ja!… que te iba a glorificar, entonces ¿por qué no le recuerdas que mantenga su promesa?”. Y tres fariseos: “¡Blasfemo! Ha salvado a los otros, y ¡decía que con la ayuda de Dios! ¡Y no logra salvarse a Sí mismo! ¿Quieres se te crea? Haz, entonces, el milagro. No puedes ya, ¿verdad? Ahora que tienes las manos clavadas y estás desnudo”. Y algunos saduceos y herodianos a los soldados: “¡Cuidado con el hechizo, vosotros que os habéis quedado sus vestidos! Lleva dentro la señal del Infierno”. Gentuza en coro: “Baja de la cruz y creeremos en Ti. Tú que destruyes el Templo… ¡Loco! Mira allá, el glorioso y santo Templo de Israel. Es intocable. ¡Profanador! Te estás muriendo…”. Otros sacerdotes: “¡Blasfemo! ¿Hijo de Dios, Tú? Baja, pues, fulmínanos, si eres Dios. No te tenemos miedo, al contrario, te escupimos”. Otros que pasan y menean su cabeza, gritan: “No sabe más que llorar. ¡Sálvate si es verdad que eres el Elegido!”. Los soldados: “¡Eso, sálvate! Reduce a ceniza a estos bribones. Eso sois, vosotros judíos. Sois los peores bribones del imperio. Su hez. ¡Baja de la cruz! ¡Roma te pondrá en el Capitolio y te adorará como a una divinidad!”. Los sacerdotes, con los de su ralea: “Eran más dulces los brazos de las mujeres, que los de la cruz, ¿no es verdad? Pero, mira: están ya preparadas para recibirte éstas (y sueltan una palabra infame) tuyas. Toda Jerusalén te servirá de madrina de bodas”. Y silban como carreteros. Otros, lanzando piedras: “Cambia estas piedras en panes, Tú, multiplicador de ellos”. Otros, remedando los hosannas del domingo de ramos, lanzan ramas gritando: “¡Maldito el que viene en nombre del demonio! ¡Maldito su reino! ¡Gloria a Sión que le arranca de entre los vivos!”. Un fariseo se coloca frente a la cruz y muestra el puño haciendo cuernos, y diciendo: “Te entrego al Dios del Sinaí. Así dijiste, ¿no es verdad? Ahora el Dios del Sinaí te prepara el fuego eterno. ¿Por qué no llamas a Jonás para que te ayude?”. ■ Otro: “No eches a perder la cruz con los golpes de tu cabeza. Debe servir para tus secuaces. Una legión entera morirá sobre ella, te lo juro por Yeové. Y el primero, que pediremos para crucificar, será Lázaro. Veremos si le libras entonces de la muerte”. Otro: “¡Sí! ¡Sí! Vamos a casa de Lázaro. Clavémoslo por el otro lado de la cruz”; y con una sorna horrible, remedan a las palabras lentas que Jesús dijo: “Lázaro, amigo mío, ¡ven fuera! Desligadle y dejadle que ande”. Otro: “¡No! Decía a Marta y a María, sus mujeres: «Yo soy la Resurrección y la Vida». ¡Ja, ja, ja! ¡La Resurrección no puede repeler la muerte y la Vida muere!”. Otro: “Allí están María y Marta. Vamos a preguntarles dónde está Lázaro y vamos a buscarle”. Y se acercan hacia las mujeres. Preguntan con arrogancia: “¿Dónde está Lázaro ¿En su palacio?”. Mientras las otras mujeres, aterrorizadas, corren a refugiarse detrás de los pastores, María Magdalena da un paso adelante, hallando en su dolor la antigua intrepidez de cuando era pecadora. Dice: “Id. Encontraréis en mi palacio a los soldados de Roma y a quinientos hombres de mis tierras armados, que os castrarán como a viejos cabrones destinados para comida de los esclavos que trabajan en los molinos”. Sacerdotes: “¡Desvergonzada! ¿Así hablas a los sacerdotes?”. Magdalena: “¡Sacrílegos! ¡Sucios! ¡Malditos! ¡Volveos! En vuestras espaldas estoy viendo llamas infernales”. Estos cobardes se vuelven, realmente aterrorizados, pues la afirmación de María no deja lugar a duda. Pero si no tienen llamas a las espaldas, en sus cinturas sienten las lanzas puntiagudas romanas, porque Longinos ha dado una orden, y la media centuria que estaba en descanso, entró en acción, y pica las nalgas de los primeros que encuentran. Éstos huyen gritando y la media centuria se queda cerrando los accesos a los dos senderos y haciendo de baluarte a la explanada. Los judíos maldicen, pero Roma es más fuerte. Magdalena se baja el velo —se lo había levantado para contestar a los ofensores— y vuelve a su lugar. Las otras se le juntan. (Escrito el 27 de Marzo de 1945).
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(<Jesús ha pronunciado desde la cruz las sietes palabras. Todo su cuerpo se pone rígido, cuan largo es. En la última de las tres contracciones, es un arco tenso, vibrante, que causa miedo verlo; y luego un grito potente, inimaginable en ese cuerpo que era piltrafa, sale, rompe el aire; es el «fuerte grito» de que hablan los evangelios y que es la primera sílaba de la palabra «Mamá»… Y ya nada más… La cabeza le cae sobre el pecho, el cuerpo está hacia delante, el temblor cesa, cesa la respiración. Ha muerto>).

10-609-86 (11-29 584).- En el Calvario, tras la muerte de de Jesús
* La Cruz y la Tierra.- ■ La Tierra responde al grito del que acaba de morir con un estampido terrorífico. Parece como si de miles de gigantescas trompetas provenga ese único sonido, y acompañando este tremendo acorde, se oyen las notas aisladas, lacerantes, de los rayos que surcan el cielo en todos los sentidos y caen sobre la ciudad, en el Templo, sobre la gente… Pienso que alguno habrá sido alcanzado por rayos, porque éstos inciden directamente sobre la multitud; y son la única luz, discontinua, que permite ver algo. Y, de pronto, mientras todavía las descargas de los rayos se suceden, la tierra tiembla en medio de un torbellino de viento ciclónico. El terremoto y el ciclón se funden para dar un castigo apocalíptico a los blasfemos. Como un plato en las manos de un loco, la cima del Gólgota se balancea y se mueve. Las cruces danzan en tal forma que parece que van a saltar. Longinos, Juan, los soldados, se asen a donde pueden para no caer al suelo. Juan, mientras que con una mano se agarra a la cruz, con la otra sostiene a la Virgen, que, por el dolor y el temblor de la tierra, se ha reclinado sobre su pecho. Los otros soldados, y sobre todo los del lateral escarpado, se han refugiado en el centro para no caer por el barranco. Los ladrones gritan de temor. La multitud grita más aún. Quisieran huir. Pero no pueden. Enloquecidos, caen unos encima de otros, se pisotean, se precipitan a las hendiduras del terreno, se hieren mutuamente, ruedan ladera abajo. ■ Por tres veces se repiten el terremoto y el huracán. Luego, la inmovilidad absoluta de un muerto mundo. Solo relámpagos sin trueno surcan el firmamento e iluminan la escena de los judíos que huyen en todas direcciones, con las manos entre los cabellos o extendidas hacia delante o levantadas al cielo, del que se han burlado hasta ahora y al que en estos momentos temen. La oscuridad se atenúa con un indicio de luz que, ayudado por el relampagueo silencioso y magnético, permite ver que hay muchos por el suelo: muertos o desvanecidos, no lo sé. Una casa está ardiendo al otro lado de las murallas y sus llamas se alzan derechas en el aire detenido, poniendo así una pincelada de rojo fuego en el verde ceniza de la atmósfera.
* La Magdalena se sienta donde estuvo Juan, y casi coloca a María encima de sus rodillas, mientras la sostiene entre sus brazos y su pecho. La besa en su pálido rostro, inclinado hacia ella.- ■ María levanta su cabeza del pecho de Juan y mira a Jesús. Le llama, porque no le distingue bien por la poca luz y porque sus ojos están llenos de lágrimas. Le llama tres veces: “¡Jesús! ¡Jesús! ¡Jesús!”. Es la primera vez que le llama por el nombre desde que está en el Calvario. Hasta que, al resplandor de un relámpago que forma como una corona sobre la cima del Gólgota, le ve, inmóvil, pendiendo todo Él hacia fuera, con la cabeza tan reclinada hacia delante y hacia la derecha, que con la mejilla toca el hombro y con el mentón las costillas. Entonces comprende. Entonces extiende sus brazos temblorosos en el aire oscuro y grita: “¡Hijo mío! ¡Hijo mío! ¡Hijo mío!”. Luego escucha… Tiene la boca abierta, con la que parece querer escuchar también; e igualmente tiene dilatados los ojos, como si hubiera abierto sus ojos de esa forma para ver… No puede creer que su Hijo haya muerto… ■ Juan, que también ha estado mirando y escuchando, y ha comprendido que todo ha acabado, abraza a la Virgen, trata de alejarla, diciendo: “No sufre ya”. Pero, antes de que el apóstol termine sus palabras, María, que ha comprendido, se desprende de los brazos del apóstol, se vuelve, se pliega curvándose hasta el suelo, se lleva las manos a los ojos y grita: “¡No tengo ya Hijo!”. Luego se tambalea. Y se caería, si Juan no viniese en su ayuda. Luego Juan se sienta en el suelo, para sujetarla mejor en su pecho, hasta que las Marías —a las que ya no les impide más el paso el círculo superior de soldados, porque, ahora que los judíos han huido, los romanos se han agrupado en el rellano de abajo y comentan lo sucedido— sustituyen al apóstol junto a la Madre. La Magdalena se sienta donde estuvo Juan, y casi coloca a María encima de sus rodillas, mientras la sostiene entre sus brazos y su pecho. La besa en su pálido rostro, inclinado hacia ella. Marta y Susana, con una esponja y un pedazo de lino mojados en vinagre, le mojan las sienes y la nariz mientras su cuñada María le besa las manos llamándola con voz desgarrada, y, en cuanto María vuelve a abrir los ojos y mira a su alrededor con una mirada como atónita por el dolor, le dice: “¡Hija!, hija amada, escucha… dime que me ves… soy tu María… ¡No me mires así!…”. Dado que el primer sollozo se escapa de la garganta de la Virgen, y las lágrimas caen nuevamente, ella, la buena María de Alfeo, dice: “Sí, sí, llora… Aquí conmigo… como ante una mamá, pobre, santa hija mía…” y, cuando oye que María le dice: “¡Oh, María, María! ¿Has visto?”, ella gime: “¡Sí!, sí… pero… pero… hija… ¡oh hija!…”. No encuentra otras palabras y se echa a llorar la anciana María: es un llanto desolado al que se unen el de Marta, el de María, la madre de Juan, y Susana.  ■ Las otras piadosas mujeres ya no están. Pienso que se habrán ido, y con ellas los pastores, cuando se oyó ese grito femenino… Los soldados hablan entre sí: “¿Has visto a los judíos? Ahora tenían miedo”. “Y se golpeaban el pecho”. “Los más espantados eran los sacerdotes”. “¡Qué miedo! He sentido otros terremotos, pero como éste, ¡jamás! Mira: la tierra está llena de hendiduras”. “Allí se ve el hundimiento del camino ancho”. “Hay cuerpos”. “¡Déjalos! Menos serpientes”. “¡Otro incendio! En la campiña…”. “¿Pero ha muerto de veras?”. “Y ¿no lo estás viendo? ¿Lo dudas?”.
* José y Nicodemo piden el cadáver.- La lanzada.- ■ Aparecen de tras la roca José y Nicodemo. Está claro que se habían refugiado ahí, detrás del parapeto del monte, para librarse de los rayos. Se acercan a Longinos. “Queremos el cadáver”. Longinos: “Solo el Procónsul lo concede. Id aprisa porque he oído que los judíos van al Pretorio para que se haga el crurifragio. No quisiera que a Él le cortasen las piernas”. José: “¿Cómo lo sabes?”. Longinos: “Informes del alférez. Os espero”. Los dos se dan a caminar, raudos, hacia abajo por el camino empinado. Desaparecen. ■ Es entonces cuando Longinos se acerca a Juan y le dice en voz baja algo que no oigo. Luego pide a un soldado una lanza. Mira a las mujeres que están cuidando de María, que poco a poco recobra sus fuerzas. Todas están de espaldas a la cruz. Longinos se pone enfrente del Crucificado, estudia bien el golpe, y luego arroja la larga lanza, que penetra profundamente de abajo arriba, de derecha a izquierda. Juan, que se encuentra en medio del deseo de ver y el horror de ver, aparta por un instante sus ojos. Longinos dice: “Está hecho, amigo”, y concluye: “Es mejor así. Como a un valiente. Y sin romperle los huesos… ¡Era en realidad un hombre justo!”. ■ De la herida gotea mucha agua y un hilito insignificante de sangre que ya tiende a coagularse. Gotea, he dicho. No brota sino sale solamente, filtrándose por el tajo de la herida que permanece inmóvil, mientras que si hubiera dependido de la respiración, el tajo se hubiera abierto y cerrado con el movimiento torácico-abdominal…
* Gamaliel y la señal: El velo del templo desgarrado. “Yo, pagano, te lo aseguro que Éste, a quien habéis crucificado, era realmente el Hijo de Dios”.- El terror de los sepulcros abiertos.- ■ Entre tanto que en el Calvario no hay más que tragedia, yo alcanzo a José y Nicodemo que bajan por un atajo para acortar tiempo. Están casi en la base cuando se encuentran con Gamaliel. Viene despeinado, sin capucha, sin manto, sucia de tierra su espléndida vestidura, desgarrada por las zarzas; un Gamaliel que corre, subiendo y jadeando, con las manos en sus cabellos ralos y muy canosos, propios de la edad. Conversan por unos momentos. José: “¡Gamaliel! ¿Tú?”. Gamaliel: “¿Y tú, José? ¿Le abandonas?”. José: “Yo no. Pero, ¿por qué tú por aquí?, y en ese estado…”. Gamaliel: “¡Cosas horribles! ¡Estaba yo en el Templo! ¡La señal! ¡Los quicios de las puertas del Templo abiertos! El velo de color púrpura y jacinto cuelga desgarrado. ¡El Sancta Sanctorum al descubierto! ¡Tenemos la maldición sobre nosotros!”. Gamaliel ha dicho esto sin detenerse, continuando su paso veloz hacia la cima, enloquecido por la prueba de la que fue testigo. Los dos le miran irse… se miran entre sí… dicen al mismo tiempo: “«¡Estas piedras se estremecerán con mis últimas palabras!». ¡Se lo había prometido!…”. ■ Corren lo más que pueden. Por la campiña, entre el monte y las murallas, y más allá, vagan, en medio de un ambiente todavía caliginoso, personas con aspecto desquiciado… Gritos, gemidos, lamentos… Alguien grita: “¡Su Sangre ha hecho llover fuego para nosotros!”. Otros: “¡En medio de los rayos Yeové se ha aparecido para maldecir al Templo!”, u otro con el llanto en la boca: “¡Los sepulcros! ¡Los sepulcros!”. José, al entrar a la ciudad, agarra a uno que se está dando golpes contra la muralla, y le llama por su nombre: “Simón, ¿qué vas diciendo?”. Simón: “¡Déjame! ¡También tú eres un muerto! ¡Todos los muertos! ¡Todos afuera! ¡Me cubren de maldiciones!”. Nicodemo dice: “Ha enloquecido”. Le dejan, y siguen aprisa hacia el Pretorio. El terror se ha apoderado de la ciudad. Gente que vaga golpeándose el pecho. Gente que al oír por detrás una voz o un paso da un salto hacia atrás o se vuelve asustada. En uno de los muchos espacios abovedados sumidos en la oscuridad, la aparición de Nicodemo, vestido de lana blanca —porque para caminar más rápido se quitó el manto en el Gólgota— hace dar un grito de terror a un fariseo que huye. Pero luego éste cae en la cuenta de que es Nicodemo y se lanza a su cuello con un gesto efusivo raro, gritando: “¡No me maldigas! Mi madre se me ha aparecido maldiciéndome: «¡Eres un maldito para siempre!», y luego el fariseo se derrumba llorando: “¡Tengo miedo! ¡Tengo miedo!”. Los dos dicen: “¡Todos están locos!”. Han llegado al Pretorio. Y solo aquí, mientras esperan que el Procónsul los reciba, José y Nicodemo se enteran del por qué de tanto terror: muchos sepulcros se habían abierto con el sacudimiento telúrico y había quienes juraban haber visto salir de ellos esqueletos, los cuales, por un instante, se habían recompuesto con apariencia humana, e iban acusando del deicidio a los culpables, y maldiciéndolos. ■ Los dejo en el atrio del pretorio, donde los dos amigos de Jesús entran sin escrúpulo alguno de contaminarse. Vuelvo al Calvario. Alcanzo a Gamaliel que va subiendo, casi sin aliento, los últimos metros. Sigue golpeándose el pecho: y cuando llega al primero de los rellanos, se echa boca abajo —su largura blanca contrasta con el suelo amarillento— y entre sollozos: “¡La señal! ¡La señal! ¡Dime que me perdonas! Un gemido, solo un gemido para decirme que me escuchas, que me perdonas”. Comprendo que cree que Jesús está vivo todavía. Y no cae en la cuenta de ello, sino cuando un soldado, dándole con el asta de la lanza, le ordena: “Levántate, y deja de hablar. ¡De nada sirve! Deberías de haberlo pensado antes. ¡Ha muerto! Yo, pagano, te lo aseguro que Éste, a quien habéis crucificado, era realmente el Hijo de Dios”. Gamaliel: “¿Muerto? ¿Has muerto? ¡Oh!…”. Gamaliel levanta su cara aterrorizada, trata de alcanzar a ver la cima, en medio de esa luz crepuscular. Se convence de que Jesús ha muerto. Y ve también al grupo piadoso que consuela a María, y a Juan, en pie a la izquierda de la cruz, llorando, y a Longinos, en pie, a la derecha, respetuoso. Gamaliel se arrodilla. Extiende los brazos, lloroso: “¡Eras Tú! ¡Eras Tú! No podemos esperar ya perdón. Hemos pedido que tu Sangre cayese sobre nosotros. Y esa Sangre ahora clama al Cielo y el Cielo nos maldice… ¡Oh! Pero Tú eres la Misericordia… Yo te lo digo, yo, el rabí envilecido de Judá: «Que tu Sangre, por piedad, caiga sobre nosotros». Rocíanos con Ella porque es la única que puede alcanzarnos perdón…”. Llora. Luego, poco a poco confiesa su secreto tormento: “Tengo la señal que había pedido… Pero siglos y siglos de ceguedad espiritual están ante mi vista interior, y contra mi voluntad de ahora se levanta la voz de mi pensamiento soberbio de ayer… ¡Piedad de mí! ¡Luz del mundo, haz que descienda un rayo tuyo a las tinieblas que no te comprendieron! Soy el viejo judío fiel a lo que creía que era justicia, pero era error. Soy ahora un desierto desnudo, ya sin ninguno de los viejos árboles de la Fe antigua, sin semilla alguna o tallo alguno de la Fe nueva. Soy un desierto seco. Haz el milagro de que nazca una flor que tenga tu nombre, en el pobre corazón de este terco viejo israelita. Penetra Tú en mi pensamiento, esclavo de las fórmulas, Tú que eres el Libertador. Isaías lo ha dicho: «… pagó por los pecadores y sobre Sí tomó los pecados de muchos» (1). ¡Oh, también los míos, Tú, Jesús de Nazaret!…”. Se levanta. Mira la cruz, que aparece cada vez más nítida bajo la luz que se va haciendo cada vez más clara y luego se marcha encorvado, envejecido, aniquilado. Vuelve el silencio al Calvario, apenas interrumpido por el llanto de la Virgen. Los dos ladrones, llenos de miedo, no hablan más.
* Descendimiento de la Cruz entre José de Arimatea, Nicodemo y Juan. María, sujetada por su cuñada y la Magdalena, seguida por Marta, María de Zebedeo y Susana bajan hacia el sepulcro.- ■ Vuelven corriendo Nicodemo y José, diciendo que tienen el permiso de Pilatos. Pero Longinos que no se fía mucho manda un soldado a caballo donde el Procónsul para saber cómo comportarse incluso respecto a los dos ladrones. El soldado, va y vuelve al galope con la orden de entregar el Cuerpo de Jesús y de llevar a cabo el crurifragio en los otros, porque así lo han pedido los judíos. Longinos llama a los cuatro verdugos, que cobardemente se habían escondido al amparo de la roca, todavía aterrorizados por lo que acaba de suceder. Ordena que acaben a golpes de cachiporra. Y así se lleva a cabo. Sin protestas, por parte de Dimas (2). Entre el golpe de la cachiporra, asestado en el corazón después de haber batido las rodillas, en medio de ambos golpes, sale de sus labios el nombre de Jesús; con maldiciones horribles, por parte del otro ladrón. El estertor de ambos es lúgubre. ■ Los cuatro verdugos hacen ademán de querer desclavar el cuerpo de Jesús, y desprenderlo de la cruz, pero José y Nicodemo no lo permiten. José mismo se quita el manto y dice a Juan que haga lo mismo y que sostenga las escaleras mientras suben con cuñas y tenazas. María, temblando, sostenida por las mujeres, se pone de pie. Se acerca a la cruz. Los soldados, terminado su oficio, se van. Pero Longinos, antes de bajar al rellano inferior, se vuelve desde la silla de su caballo negro para mirar a la Virgen y al Crucificado. Luego el ruido de los cascos suena contra las piedras y el de las armas contra los escudos, y se hace cada vez más lejano. La mano izquierda está ya desclavada. El brazo cae a lo largo del Cuerpo, que ahora pende semiseparado. Le dicen a Juan que deje las escaleras a las mujeres y suba también. Y Juan, subido a la escalera donde antes estaba Nicodemo, se pasa el brazo de Jesús alrededor del cuello y lo sostiene desmayado sobre su hombro. Luego le ciñe a Jesús por la cintura mientras sujeta la punta de los dedos de la mano izquierda —casi abierta— para no tocar la horrible abertura. Una vez desclavados los pies, Juan a duras penas logra sujetar y sostener el Cuerpo de su Maestro entre la cruz y su cuerpo. La Virgen se pone ya a los pies de la cruz, sentada de espaldas a ella, preparada a recibir a su Hijo en el regazo. Pero desclavar el brazo derecho es la operación más difícil. A pesar de todo el esfuerzo de Juan, el Cuerpo todo pende hacia delante y la cabeza del clavo está hundida en la carne. Y, dado que no quieren herirle más, los dos hombres sacan todas sus fuerzas. Finalmente las tenazas agarran al clavo, y éste es extraído poco a poco. Juan sigue sujetando el cuerpo de Jesús por las axilas; la cabeza reclinada y vuelta sobre su hombro; al mismo tiempo que Nicodemo y José lo aferran: uno por los hombros, el otro por las rodillas. Así cuidadosamente bajan por las escaleras. ■ Ya en tierra, su intención es colocarle sobre la sábana que han extendido sobre sus mantos. Pero la Virgen quiere el Cuerpo; ya ha abierto su manto dejándolo pender de un lado, y está con las rodillas más bien abiertas para que sirvan como de cuna a su Hijo. Mientras los discípulos dan la vuelta para darle el Hijo, la cabeza con las espinas cuelga hacia atrás y los brazos penden hacia el suelo, y tocarían la tierra las manos heridas si la compasión de las mujeres no las sujetara para impedirlo. Ahora está en las rodillas de su Madre… Parece un niño cansado que durmiera recogido sobre el pecho maternal. María tiene a su Hijo con su brazo derecho pasado por debajo de sus hombros, y el izquierdo por encima del abdomen para sujetarle también por las caderas. La cabeza está reclinada en el hombro materno. Y Ella le llama… le llama con una voz desgarradora. Luego le separa de su hombro y le acaricia con la mano izquierda; recoge las manos de Jesús y las extiende y, antes de cruzarlas sobre el abdomen inmóvil, las besa;  y llora sobre las heridas. Luego acaricia sus mejillas, sobre todo en el lugar del cardenal y la hinchazón. Besa los ojos hundidos; y la boca ha quedado levemente torcida hacia la derecha y medio cerrada. Quiere arreglarle los cabellos, como ya lo hizo con la barba pegajosa de sangre, pero al intentarlo, halla las espinas. Se pincha al querer quitar esa corona, y no permite que otros la ayuden. Grita: “¡No, no! ¡Yo! ¡Yo!”. Y lo va haciendo con tanta delicadeza, que parece tener entre los dedos la cabeza tierna de un recién nacido. Una vez que ha logrado quitar la corona, se inclina para besar todos los arañazos de las espinas. Con la mano temblorosa separa los cabellos desordenados, se los arregla. Llora en silencio. Seca con los dedos las lágrimas que caen sobre el cuerpo helado y ensangrentado. Y quiere limpiarlas con su llanto y con su velo, que Jesús conserva todavía en sus caderas. Se acerca uno de sus extremos y con él se pone a limpiar y secar esos santos miembros. Vuelve a acariciar el rostro, las manos, las rodillas ensangrentadas, y otra vez sube a secar el Cuerpo sobre el que caen lágrimas y más lágrimas. ■ Haciendo esto es cuando su mano encuentra el desgarro del costado. La pequeña mano delgada entra casi toda en la amplia abertura de la herida. María se inclina para ver en medio de la semiluz. Y ve, ve el pecho abierto y el corazón de su Hijo. Entonces grita. Es como si una espada abriera su propio corazón. Grita y se desploma sobre el cuerpo de su Hijo. Parece como si Ella también hubiera muerto. La socorren, la consuelan. ■ Quieren quitarle el cadáver y como Ella grita: “¿Dónde pondré, dónde, que esté seguro y que sea digno de Ti?”. José inclinado profunda y respetuosamente, con la mano sobre el pecho, dice: “¡Consuélate! Mi sepulcro es nuevo y digno de un noble. Lo entrego a Él. Y éste, mi amigo Nicodemo, ha llevado ya los aromas al sepulcro, porque, por su parte, quiere ofrecer eso. Te ruego que nos permitas hacer eso, porque la tarde avanza… Es la Parasceve. ¡Permítenoslo, oh Mujer santa!”.  También Juan y las mujeres hacen el mismo ruego. Entonces María se deja quitar de su regazo el Cuerpo. Se levanta angustiada. Mientras le envuelven suplica: “¡Oh, hacedlo despacio!”. Nicodemo y Juan por la parte de los hombros, José por los pies, elevan los restos mortales, envueltos en la sábana, pero también sujetado con los mantos, que sirven de camilla, y se ponen en camino. María, sujetada por su cuñada y la Magdalena, seguida por Marta, María de Zebedeo y Susana —que han recogido los clavos, las tenazas, la corona, la esponja y la caña— bajan hacia el sepulcro. En el Calvario quedan las tres cruces. La de en medio no tiene ya el cuerpo. Las otras dos tienen su vivo trofeo que muere. (Escrito el 27 de Marzo de 1945).
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1  Nota  : Cfr. Is. 53,12.  2  Nota  : Nombre de uno de los ladrones crucificados.
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10-610-101 (11-30-598).- En el Santo Sepulcro, antes del embalsamiento, terrible angustia de la Dolorosa: Satanás la ataca en la fe.
* Magdalena con su voz armoniosa recita el salmo davídico sobre la pasión del Mesías y luego recita el trozo de Isaías referente a la pasión. ■ Un silencio profundo, largo. Luego un grito horrible. María vacila. Se lleva la mano al corazón. La sostienen pero los rechaza. Parece que rechazase a quienes tratan de ayudarla, pero en realidad rechaza lo que Ella sola ve. Grita: “¡Atrás! ¡Atrás, cruel! ¡No esta venganza! ¡Cállate! ¡No te quiero oír! ¡Cállate! ¡Ah, me muerde el corazón!”. Magdalena: “¿Quién, Madre?”. Virgen: “Satanás, Satanás que dice: «No resucitará. Ningún profeta lo ha dicho». ¡Oh Dios Altísimo! Ayudadme todos, ¡vosotros espíritus buenos, vosotras personas piadosas! ¡Mi corazón vacila! No recuerdo más. ■ ¿Qué dicen los profetas? ¿Qué dice el salmo? Oh, ¿quién me repite los pasos que se refieren a mi Jesús?”. Magdalena con su voz armoniosa recita el salmo davídico sobre la pasión del Mesías (1). La Virgen llora más fuerte, sostenida por Juan. El llanto cae sobre su Hijo, que resulta todo mojado de lágrimas. María ve esto, y le seca, y en voz baja dice: “¡Tantas lágrimas! ¡Cuando tenías tanta sed, ni siquiera una gota te pude dar! ¡Y ahora… ahora te he bañado todo! Pareces un árbol bajo una lluvia tupida. Aquí, que tu Mamá te seca. ¡Hijo! ¡Tanta amargura has gustado! ¡Que sobre tu herido labio no caiga el amargor y la sal de las lágrimas de tu Madre!…”. Luego en voz fuerte: “María, David no dice… ¿conoces Isaías? Recita sus palabras…”. Magdalena recita el trozo referente a la pasión y termina con un sollozo: “«… entregó su vida a la muerte y fue contado entre los malhechores; Él, que quitó los pecados del mundo y rogó por los pecadores»” (2). Virgen: “Oh, cállate! ¡Muerte no! ¡No, no! ¡Oh, que vuestra falta de fe, unida con la tentación de Satanás, me mete dudas en el corazón! ¿Y no creeré, Hijo? ¿No creeré a tu santa palabra? ¡Dilo a mi corazón! Habla. Desde las riberas lejanas a donde has ido a libertar a los que esperaban tu llegada, envía tu voz a mi alma, que está ansiosa de recibirla. Di a tu Madre que regresas. Di: «al tercer día resucitaré». Te lo suplico, ¡Hijo y Dios!, ayúdame a proteger mi fe. Satanás la envuelve entre sus roscas para ahogarla. Satanás ha separado su boca de serpiente de la carne del hombre porque Tú le has arrebatado esta presa, pero ahora ha clavado sus dientes venenosos en la carne de mi corazón y me paraliza sus latidos y me quita su fuerza y su calor. ¡Dios, Dios, Dios! ¡No permitas que desconfíe yo! No permitas que la duda me hiele! ¡No permitas a Satanás que me lleve a la desesperación! ¡Hijo, Hijo! Introdúceme tu mano en mi corazón: alejará a Satanás. Introdúcela en mi cabeza: le devolverá la luz. Santifica con una caricia mis labios para que fuertes digan: «Creo» aun contra todo un mundo que no cree. ■ ¡Oh, qué dolor es no creer! ¡Padre! Mucho hay que perdonar a quien no cree. Porque cuando ya no se cree… cuando ya no se cree… fácil es cualquier error. Lo digo… porque estoy probando este tormento. Padre, ¡piedad de los que no tienen fe! ¡Dales, Padre santo, dales, por esta Hostia sacrificada y por mí, hostia que aún se sacrifica, tu Fe a los sin fe!”. ■ Un prolongado silencio. Nicodemo y José hacen la señal a Juan y Magdalena. Ésta dice: “Ven, Madre”, y trata de retirar a María de su Hijo y de separar los dedos de Jesús entrelazados entre los de María que, llorando, los besa. María se endereza. Es majestuosa. Extiende una vez más los pobres dedos desangrados, coloca la mano inerte junto al Cuerpo. Después baja los brazos y, bien erguida, con la cabeza ligeramente hacia atrás, ora y ofrece. No se oye ninguna palabra, pero por el aspecto se comprende que ora. Es en verdad la Sacerdotisa en el altar, la Sacerdotisa en el momento de la oblación. “Offerimus praeclarae majestati tuae de tuis donis, ac datis, hostiam puram, hostiam sanctam, hostiam immaculatam…” (3). ■ Luego se vuelve: “Hacedlo. Pero Él resucitará. Inútilmente desconfiáis de mis palabras y no abrís los ojos a la verdad que Él os dijo. Inútilmente trata Satanás de poner asechanzas a mi fe. Para redimir el mundo es necesario aun la tortura que Satanás vencido atormenta mi corazón. La sufro y la ofrezco por los que vendrán. ¡Adiós, Hijo! ¡Adiós, amado mío! ¡Adiós, Niño mío! Adiós… Adiós… Santo… Bueno… Amadísimo… Hermosura… Alegría… Fuente de salud… Adiós… Mi beso…  Mi beso… Mi beso… sobre tus ojos… en tus labios… en tus cabellos de oro… en tus miembros helados… en tu corazón atravesado… ¡oh! ¡en tu corazón atravesado!… ¡Adiós, adiós!… ¡Señor, piedad de mí!”. (Escrito el 4 de Octubre de 1944).
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1  Nota  :  Cfr. Sal. 21.   2  Nota  :  Cfr. Is. 52,13-53,12   3  Nota  :   “Ofrecemos a tu suprema majestad  los dones que Tú mismo nos has dado, esto es, el sacrificio puro, santo e inmaculado…”.- Según las liturgias romana y ambrosiana, esta hermosa oración se dice después de la Consagración, en que se ofrece a la majestad del Padre su Hijo, antes de pedir la efusión del Espíritu Santo.
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(<Vuelve la angustia al dejar el Sepulcro. Toda la rebelión contenida durante 33 años contra la injusticia del mundo hacia su Hijo se agita en el corazón de la Dolorosa. Pero mansa, incluso en medio de ese dolor suyo que la hace delirar, ni maldice ni acomete. Solo pide ir donde Él está>)

10-611-107 (11-31-601).- María Magdalena encuentra la manera de doblegarla para que obedezca.
* “Tú eres la Madre. Tienes no solo el deber y derecho sobre tu Hijo, sino también sobre lo que es de tu Hijo. Debes volver con nosotros, entre nosotros, para acogernos, asegurarnos, infundirnos tu fe”. ■ Es la Magdalena la que encuentra la manera de doblegar a la Dolorosa para que obedezca. “Tú eres buena, santa. Crees, y eres fuerte. ¿Pero nosotros qué somos?… ¡Lo estás viendo! La mayor parte han huido; los que han quedado estamos aterrados. La duda, que ya nos muerde, nos haría ceder. Tú eres la Madre. Tienes no solo el deber y derecho sobre tu Hijo, sino también sobre lo que es de tu Hijo. Debes volver con nosotros, entre nosotros, para acogernos, asegurarnos, infundirnos tu fe. Tú lo has dicho, después de que justamente has reprochado nuestra pusilanimidad y falta de fe: «Más fácil le será a Él resucitar, si está libre de estas inútiles vendas». Y yo te lo digo: «Si nosotros logramos reunirnos en la fe en su Resurrección, resucitará antes. Le llamaremos con nuestro amor»… Madre, Madre de mi Salvador, regresa con nosotros, tú, amor de Dios, para darnos este amor tuyo. ¿Quieres que se pierda nuevamente la pobre María de Magdala que Él con tanta compasión salvó?”. Virgen: “No. Me lo reprocharía. Tienes razón. Debo volver… buscar a los apóstoles… a los discípulos… a los familiares… a todos… Decir… decir: creed. Decir: Él os perdona… ¿A quién ya se lo dije?  ¡Ah, a Iscariote!… Es necesario… sí,  es necesario buscarle también a él porque él es el mayor pecador…”. María se queda con la cabeza inclinada sobre el pecho. Tiembla como por repulsa y luego añade: “Juan: le buscarás. Me lo traerás. Debes hacerlo. Lo debo hacer, Padre. También esto hágase por la redención del linaje humano. Vámonos”. Se levantan. Salen del huerto semiobscuro.  (Escrito el 28 de Marzo de 1945).
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10-612-116 (11-32-611).- La noche del Viernes Santo, en la casa del Cenáculo. Magdalena dice tener preparados los vestidos para el Resucitado.
* En espera del Resucitado.- ■ Juan dice: “Oh, ¿cómo será el encuentro? ¿Cómo será Él? Madre de la Sabiduría, Madre del tontísimo Juan, tú que sabes todo, dinos cómo será cuando aparezca resucitado”. Marta dice: “Lázaro tenía las heridas cerradas de las piernas, pero se veía las señales de las cicatrices. Apareció envuelto en vendas llenas de podredumbre”. Magdalena añade: “Tuvimos que lavarle y lavarle…”. Marta concluye: “Se sentía débil. Tuvimos que darle de comer por orden suya”. Juan dice: “El hijo de la viuda de Naím estaba como atolondrado, y parecía un niño incapaz de caminar y hablar con claridad; tanto fue así, que Él se lo devolvió a su madre para que le enseñara a usar de nuevo de las cosas buenas de la vida. Y Él mismo guió a la hija del Jairo cuando dio los primeros pasos…”. Magdalena dice: “Pienso que mi Señor nos enviará un ángel a anunciarnos: «Venid con vestidos limpios». Y mi amor los tiene preparados ya. Están en el palacio. No he podido tejerlos yo, pero se los di a tejer a mi nodriza, que vive ahora tranquila respecto a mi futuro, y no llora ya. Empleé el lino más precioso. Plautina me dio la púrpura. Noemí tejió su borde; yo hice el cinturón, la bolsa y el talet, bordándolos de noche para que nadie me viera. He aprendido de ti, Madre. No son perfectos, pero reciben su hermosura, más que de las perlas que forman su Nombre en el cinturón y en la bolsa, de mi llanto de amor y de mis besos: cada puntada es un latido de devoción por Él. Le llevaré esos vestidos. Me lo permitirás, ¿verdad?”. ■ Virgen: “¡Oh!… yo no creía que le fueran a despojar de sus vestidos… No estoy habituada a las costumbres del mundo y a su crueldad. Creía conocerlos ya… (y lágrimas corren por sus pálidas mejillas) pero me doy cuenta de que no sabía nada… Y pensaba: «Tendrá también después el vestido de su Mamá». ¡Le gustaba tanto…! Así lo había querido. Desde hacía tiempo lo había dicho: «Me harás un vestido así y así. Me lo llevarás para la Pascua… Porque Jerusalén me debe ver con vestido de púrpura de rey…». ¡Oh, esa lana, blanca como la nieve, mientras la tejía se ponía roja ante los ojos de Dios y míos, porque mi corazón recibió una nueva herida con aquellas palabras!… Las otras heridas, después de años y meses, habían dejado de rezumar sangre, aunque no se hubieran cerrado. ¡Pero ésta! Cada día, cada hora me removía la espada en el corazón: «¡Un día menos! ¡Una hora menos! ¡Y luego morirá!». ¡Oh, oh!… Y el hilado en el huso o en el telar se me volvía rojo… Se le introdujo en la tintura para que estuviese perfecto… pero estaba ya rojo…”. María nuevamente llora. Tratan de consolarla hablándole de la Resurrección. Susana le pregunta: “¿Qué dices tú? ¿Cómo será, ya resucitado? ¿Cómo resucitará?”. La Virgen sin saber qué decir, ciega en esta hora de martirio redentor, responde: “¡No sé!… ¡No sé nada!… ¡Fuera de que Él está muerto”.
* Noticias alarmantes.- Entereza de María Magdalena.- La Dolorosa ora.- ■ …Afuera los otros están como en ascuas y por varias razones. Vuelve a entrar el dueño de la casa, que había salido a curiosear, y trae noticias alarmantes. Se dice que murieron muchos en el terremoto, que hubo heridos entre los seguidores del Nazareno y los judíos; que muchos han sido arrestados y que habrá  nuevas ejecuciones por rebelión y amenazas contra Roma; que Pilatos ha ordenado la detención de todos los seguidores del Nazareno y de los jefes del Sanedrín presentes en la ciudad o que hayan huido por Palestina; que Juana está muriéndose en su palacio; que Mannaén ha sido arrestado por Herodes por haberle reprochado en plena corte su complicidad en el Crimen. En una palabra todo un  montón de noticias terribles… ■ Las mujeres lloran, no por miedo de sus personas, sino por sus hijos y maridos. Susana piensa en su esposo, conocido como uno de los seguidores de Jesús en Galilea. María de Zebedeo piensa en el suyo que se hospeda en casa de un amigo, y en su hijo Santiago, de quien desde la noche anterior no tiene noticia alguna. Marta entre los sollozos dice: “¡Habrán ido ya a Betania! ¿Quién no sabe que Lázaro es partidario del Maestro?”. María Salomé le replica: “¡Roma le protege!”. Marta:  “¿Protegido? ¡Quién lo sabe! ¡Con el odio que le tienen los jefes de Israel y las acusaciones que podrán haber aducido ante Pilatos!… ¡Oh, Dios!”, y se lleva las manos a la cabeza y grita: “¡Las armas! ¡Las armas! ¡La casa está llena de ellas… y también el palacio! ¡Lo sé! Esta mañana, al amanecer, vino Leví, el guarda, y me dijo… ¡Pero también tú lo sabes! Y se lo dijiste en el Calvario a los judíos… ¡Necia! ¡Entregaste en esas crueles manos el arma para matar a Lázaro!…”. Magdalena: “Lo dije, sí. Dije la verdad sin saberlo. Pero cállate, ¡espantada gallina! Lo que dije da completa seguridad a Lázaro. Tendrán mucho cuidado en no aventurarse a buscar donde saben que hay gente armada. ¡Son unos cobardes!”. Marta: “Los judíos, sí; pero los romanos, no”. Magdalena: “No temo a Roma. Es justa y moderada en sus órdenes”. Juan dice: “María tiene razón. Longinos me dijo: «Espero que os dejarán tranquilos, pero si no fuera así, ven a verme, o manda a decir al Pretorio. Pilatos es bueno con los seguidores del Nazareno. También lo fue para con Él. Os defenderemos»”. María de Alfeo: “Pero, ¿si los judíos actúan por su cuenta? Ayer anoche fueron ellos los que capturaron a Jesús. Y, si dicen que somos unos profanadores, tiene derecho a prendernos. ¡Oh, mis hijos! ¡Tengo cuatro! ¿Dónde estarán José y Simón? Estuvieron en el Calvario y luego se bajaron cuando Juana ya no podía resistir más. Por ayudar y defender a las mujeres. Ellos, los pastores, Alfeo… ¡Todos! ¡Oh, seguro que ya los han matado! ¿Has oído que Juana está agonizando? Debieron haberla herido. Y ellos, antes de que la plebe pudiera haberla herido, tuvieron que defenderla, y murieron en la lucha… ¿Y Judas y Santiago? ¡Mi pequeño Judas! ¡Mi tesoro! ¿Y Santiago, dulce como una muchacha? ¡Oh, no tengo ya hijos! Como la madre de los jóvenes Macabeos (1) me encuentro yo…”. ■ Todas lloran sin consuelo. Todas menos la dueña de la casa que ha ido a buscar un escondite para su marido; y María Magdalena, cuyos ojos en lugar de lágrimas despiden fuego, volviendo a ser la mujer valerosa de otros tiempos. No habla, pero atraviesa con su mirada a sus abatidas compañeras, y en ella puede leerse la palabra: “¡Pusilánimes!”. Así pasa el tiempo… ■ De vez en cuando alguien se levanta, abre despacio la puerta de la habitación, echa una ojeada, vuelve a cerrar. Los otros preguntan: “¿Qué hace?”. Y la persona que ha mirado, responde: “Continúa de rodillas. Ora”, o: “Parece como si hablara con alguien”, o también: “Se ha puesto de pie y gesticula caminando a un lado y a otro de la habitación”. (Escrito el 29 de Marzo de 1945).
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1  Nota  : “jóvenes macabeos”, cuyo sacrificio está narrado en 2 Macabeos 7.
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10-612-127 (11-33-621).- Noche del Viernes Santo. Llega la señal: la Santa Faz impresa en el lienzo de Nique.- Magdalena sale en busca de ungüentos.- Las mujeres preparan los ungüentos para embalsamar (1).
* Nique trae el Velo con el Rostro del Redentor: es el Rostro de Jesús, vivo Rostro suyo, doloroso y sin embargo sonriente. ■ Un fuerte golpe a la puerta hace que todos se sobresalten. El dueño de la casa huye valientemente. María de Zebedeo quisiera que su Juan le siguiera y le empuja hacia el patio. Las otras, menos Magdalena, se juntan llorando. Magdalena decidida se dirige a la entrada y pregunta: “¿Quién llama?”. Una voz femenina responde: “Soy Nique. Tengo algo que dar a la Madre. ¡Abrid! ¡Pronto! La ronda está cerca”. Juan, que se había soltado de su madre y había corrido donde Magdalena, abre y quita todas las cerraduras. Entra Nique, acompañada de la criada y de un hombre musculoso que la escolta. Cierran. Nique: “Tengo una cosa…” llora. No puede seguir hablando. Todos curiosos le preguntan: “¿Qué cosa? ¿Qué cosa?”. Nique: “En el Calvario… Vi al Salvador en ese estado… Había preparado el velo con que se cubriese y no usase los harapos de los verdugos… Pero iba tan sudado  —además con sangre en los ojos— que pensé dárselo para que se secase. Él lo hizo… Me devolvió el velo. Yo ya no lo he usado… Quería tenerlo como reliquia con su sudor y su sangre. Al ver, poco después, con Plautina, Lidia y Valeria, el encarnizamiento de los judíos, decidimos regresar por miedo de que nos fuesen a quitar este lienzo. Las romanas son mujeres de corazón varonil. A mí y a mi criada nos pusieron en medio y nos sirvieron de defensa. Es verdad que para Israel son ellas contaminación… y que tocar a Plautina es un peligro. Pero eso se piensa en momentos de calma. Hoy todos estaban cual ebrios… En casa he llorado… durante horas… Luego sobrevino el terremoto y quedé desmayada… Al volver en mí, quise besar este lienzo y he visto… ¡Oh!… En él está la Faz del Redentor…”. Juan: “¡Déjame ver! ¡Déjame ver!”. Nique: “No. Primero a su Madre. Está en su derecho”. Juan: “¡Está casi muerta! No resistirá…”. Nique: “¡No digas eso! Al contrario, le servirá de consuelo, lo veréis. Llamadla”. ■ Juan llama suavemente a la puerta. Virgen: “¿Quién es?”. Juan: “Yo, Madre. Ha venido Nique… de noche… te ha traído un recuerdo… y regalo… Espera poder consolarte con ello”. Virgen: “¡Oh, un solo regalo me puede consolar! Y es la sonrisa de su Rostro…”. Juan exclama: “¡Madre!”, y la abraza por temor de que se vaya a caer, y dice como si fuera a decir  un gran secreto: “El regalo es ése. La sonrisa de su Rostro, impresa en el lienzo con que Nique le secó en el camino al Calvario”. Virgen: “¡Oh, Padre! ¡Dios Altísimo! ¡Hijo santo! ¡Eterno Amor! ¡Sed benditos! ¡La señal! ¡La señal que te había pedido! Haz que pase, que pase”. María se sienta porque ya no se tiene en pie, y se arregla un poco mientras Juan hace una señal a las mujeres, que ojean, una señal para que Nique pase. Nique entra, se arrodilla a sus pies con la criada a su lado. Juan, de pie, cerca de María, le pasa el brazo derecho por la espalda para sostenerla. Nique no dice una palabra. Abre el arca, extrae el lienzo, lo desdobla. Es el Rostro de Jesús, vivo Rostro suyo, doloroso y sin embargo sonriente. Mira a su Madre y le sonríe. María da un grito de amor doloroso y extiende sus brazos. Las mujeres hacen lo mismo desde el vano de la puerta donde están apiladas; y la imitan también en el arrodillarse ante el Rostro del Salvador. ■ Nique no sabe qué decir. Pone el lienzo en las manos de la Virgen y se inclina para besar un borde de aquél. Luego sale hacia atrás, sin esperar a que María vuelva en sí de su éxtasis. Se va… Ya está fuera, en la oscuridad, cuando se acuerdan de ella… No queda más que cerrar la puerta como antes estaba. María de nuevo está sola. Su alma traba un coloquio con la Faz de su Hijo. Todos se retiran.
* Magdalena que, con su presencia infunde ánimo, sale a su palacio y a casa de Juana en busca de ungüentos.- Regreso de Magdalena con bolsas de tarritos.- Las mujeres preparan los ungüentos.- ■ Pasa el tiempo. Luego Marta pregunta: “¿Cómo haremos para los ungüentos? Mañana es sábado…”. Salomé dice: “Y no podremos comprar nada…”. Marta: “Sin embargo hay que hacerlo… Son necesarias muchas libras de áloe y mirra… ¡pero le lavaron tan mal!…”. María de Cleofás observa: “Habría que tener todo preparado para la aurora del primer día después del sábado”. Susana pregunta: “¿Y los guardias? ¿Cómo haremos?”. Marta responde: “Se lo diremos a José, si no nos dejan entrar”. Susana: “No podremos quitar la piedra”. Magdalena interviene: “¿Dices que somos cinco y que no podremos? Tenemos fuerzas… y además el amor nos ayudará”. Juan dice: “Yo iré con vosotras”. Salomé: “Tú no. No quiero perderte también a ti, hijo”. Magdalena: “No te preocupes. Nos las arreglaremos  nosotras”. Salomé: “Bueno… ¿pero quién nos da los aromas?”. Todas se quedan abatidas… Luego Marta dice: “Habríamos podido preguntarle a Nique si era verdad lo de Juana… y lo de las revueltas…”. Salomé: “¡Claro! Somos unas tontas. Podíamos hasta tener los aromas. Isaac estaba en la puerta de su casa cuando hemos vuelto…”. ■ Magdalena: “En nuestro palacio hay muchos vasos con esencias, y hasta incienso. Voy a traerlos”. Se levanta y se pone el manto. Marta grita: “Tú no vas”. Magdalena: “Yo iré”. Marta: “Estás loca. ¡Te prenderán!”. María de Cleofás: “Tu hermana tiene razón. ¡No debes ir!”. Magdalena: “¡Oh, no sois más que unas mujeres inútiles y chillonas! ¡Qué valiente escuadrón de seguidores tenía Jesús! ¿Habéis acabado tan pronto vuestra reserva de valor? A mí por el contrario, cuanto más valor uso, más me viene”.  Juan: “Voy con ella. Soy hombre”. Salomé: “Y yo soy tu madre. Te lo prohíbo”. Magdalena: “Tranquila, María de Salomé; tranquilo, Juan. Voy sola. No tengo miedo. Sé lo que significa caminar de noche por las calles. Por amor al pecado lo hice miles de veces… ¿y voy a temer ahora que quiero servir al Hijo de Dios?”. Salomé: “Pero hoy la ciudad está revuelta. Oíste lo que dijo ese hombre”. Magdalena: “Es una gallina como vosotras. Me voy”. Salomé: “¿Y si te encuentran los soldados?”. Magdalena: “Les diré: «Soy la hija de Teófilo, sirio, siervo fiel del César» y me dejarán seguir. Además el hombre ante una mujer joven y bella es un juguete más inofensivo que una paja. Lo sé, y para vergüenza mía…”. Marta: “¿Dónde quieres encontrar perfumes en el palacio, si hace años que nadie vive ahí?”. Magdalena: “¿Lo crees? ¡Marta! ¿No recuerdas que Israel os obligó a dejarlo porque era uno de mis lugares de cita con mis amantes? Allí tenía yo todo lo que bastaba para volverles más locos de lo que yo era. Cuando mi Salvador me salvó, escondí, en un lugar que solo yo conozco, los alabastros e inciensos que empleaba para mis orgías de amor. He jurado que únicamente el llanto por mis pecados sería el agua perfumada de María arrepentida; y la adoración por Jesús el Santísimo, sus ardientes inciensos. Y juré que aquellos restos de un culto profano a los sentidos y a la carne los usaría únicamente para santificarlos en Él y ungirle. Ha llegado la hora. Me voy. Quedaos. Y tranquilas. Conmigo viene el ángel de Dios y nada me pasará. Hasta pronto. Os traeré noticias. No le digáis a Ella nada… La afligiríais más…”. María Magdalena sale sin  miedo, valerosa. ■ Juan: “Madre, que te sirva de lección… y que te diga: no permitas que el mundo diga que tienes un hijo cobarde. Mañana, mejor dicho, hoy, porque ya es la segunda vigilia, iré a buscar a los compañeros, como Ella quiere…”. Salomé objeta: “Es sábado… no puedes…”, y le detiene. Juan: “Digo también como José: «El sábado ha muerto». Ha empezado la nueva era. En ella habrá otras leyes, otros sacrificios y ceremonias”. María Salomé, sin protestar ya más, apoya la cabeza en las rodillas y llora. María de Cleofás gime: “¡Oh, si pudiéramos saber algo de Lázaro!”. Juan: “Si me dejáis que me vaya, pronto lo sabréis porque Simón Cananeo tuvo órdenes de llevar a sus compañeros a la casa de Lázaro. Jesús se lo dijo estando yo presente”. María Cleofás y Salomé: “¡Ay, ay… ¿Todos allí?! ¡Entonces a todos les ha ido mal!”, y lloran desconsoladas. ■ Pasa más tiempo, entre llantos y esperas. Luego regresa María Magdalena, triunfante con bolsas llenas de ánforas preciosas. Magdalena: “¿Veis cómo no me ha pasado nada? Aquí tenéis: aceites de toda clase, nardo, olíbano y benjuí. No hubo mirra ni áloe… No quería cosas amargas yo… que ahora bebo todas las amarguras… Pero entretanto amasemos éstas y mañana conseguiremos… Pagando, también Isaac dará aunque sea sábado… Adquiriremos mirra y áloe”. Marta: “¿Te han visto?”. Magdalena: “Nadie. Ni siquiera un murciélago por las calles”. Marta: “¿Los soldados?”. Magdalena: “¿Los soldados? Creo que estén roncando en sus camas”. Salomé: “La revuelta… los arrestos”.  Magdalena: “Los ha visto el miedo de ese hombre…”. Marta: “¿Quién está en el palacio?”. Magdalena: “Leví y su mujer, tranquilos como unos niños. Los hombres armados huyeron… ¡Ja! ¡Ja! Valientes servidores tenemos, ¡por fe mía!… Huyeron tan pronto supieron que había sido condenado. No me equivoco en afirmar que Roma es dura y usa el azote… pero es para hacerse temer y servir. Tiene hombres y no conejos… ¡Oh, sí! Jesús decía: «Mis seguidores probarán mi misma suerte». ¡Uhmm! Si se hacen seguidores de Jesús muchos romanos, puede ser; pero si esos mártires tienen que ser israelitas… ¡se quedará solo! Bueno, aquí está mi bolsa. Y ésta es de Juana que… sí… no solo somos cobardes sino que también mentirosos. Juana no está más que abatida. Ella y Elisa se sintieron mal en el Gólgota. A Elisa se le murió hace tiempo su hijo, y al oír los estertores de Jesús la pusieron mal. Juana es una mujer delicada, no está acostumbrada a caminar tanto y ni a tanto sol. Pero nada de heridas, ni de agonía. Llora como nosotras, es verdad; nada más. Se lamenta de haber regresado. Mañana vendrá, y manda estos aromas. Los que tenía. Con ella se había quedado Valeria, por órdenes de Plautina; pero ahora Valeria se ha ido con los esclavos a la casa de Claudia, porque tienen mucho incienso. Cuando venga, porque también, gracias al cielo, no es una gallina, no os vayáis a poner a gritar como si os estuviesen poniendo la espada en la garganta. ■ Bueno. Levantaos. Tomemos los morteros. Trabajemos. De nada sirve llorar. Al menos: llorad y trabajad. El llanto diluirá nuestro bálsamo. Y Él lo sentirá sobre Sí… Sentirá nuestro amor”. Y se muerde los labios para no llorar y para animar a las otras, que están abatidas. Trabajan con ahínco. Juan es llamado por María. Juan: “Madre, ¿qué te ocurre?”. Virgen:  “Esos golpes…”. Juan: “Están moliendo el incienso”. Virgen: “¡Ah!… perdonad… no hagáis ese ruido… me parecen los martillazos…”. Efectivamente, las machacas de bronce contra el mármol de los morteros hacen verdaderamente un ruido de martillos. Juan dice esto a las mujeres, que salen al patio para no hacer mucho ruido. ■ Juan regresa donde la Virgen que le pregunta: “¿Cómo los han conseguido?”. Juan: “María, la hermana de Lázaro, fue a su casa y a la de Juana… Traerán otros más…”. Virgen: “¿Nadie ha venido?”. Juan: “Ninguno  después de Nique”. Virgen: “Mírale, Juan. ¡Qué hermoso es incluso en medio de su dolor!”. María se extasía con las manos juntas ante el lienzo que lo ha extendido sobre una arqueta y lo ha sujetado con unos pesos. Juan: “Hermoso, sí, Madre. Y te sonríe… No llores más… Han pasado ya algunas horas… Menos que esperar para su regreso…” y, mientras dice esto, Juan llora… María le acaricia la mejilla. Pero solo mira el rostro de su Hijo.
* Magdalena dice a Juan: “Si amaras con todo tu ser no podrías no creer”.- ■ Juan sale con lágrimas en los ojos. También Magdalena, que había regresado para tomar unas ánforas, se encuentra en las mismas condiciones. Dice a Juan: “No está bien que nos vean llorar, porque si no ésas no harán otra cosa. Se debe trabajar…”. Juan concluye: “Y se debe creer”. Magdalena: “Sí, creer. Si no se pudiese creer sería la desesperación. Yo creo. ¿Y tú?”. Juan: “También yo…”. Magdalena: “No lo dices bien. Todavía no amas lo suficiente. Si amases con todo tu ser, no podrías no creer. El Amor, que es luz y voz, incluso contra la oscuridad de la negación y el silencio de la muerte, dice: «Yo creo»”. Magdalena es una mujer que con su presencia impone, admirable al declarar sin trabas su fe. Que tenga el corazón hecho pedazos, sus ojos hinchados del llanto lo están diciendo, pero su ánimo no se doblega. ■ Juan la mira admirado y entre dientes confiesa: “¡Eres fuerte!”. Magdalena: “Siempre. Lo fui cuando supe desafiar al mundo, y entonces estaba yo sin Dios. Ahora que lo tengo a Él, siento que puedo desafiar aun al Infierno. Tú que eres bueno tendrías que ser más fuerte que yo, porque la culpa deprime ¡en verdad! más que la tisis. Pero tú eres inocente… Por eso te amaba tanto…”. Juan: “También a ti…”. Magdalena: “Yo no era inocente. Yo fui su conquista y…”.
* A Valeria y romanas dice la Virgen: “Él ha llamado a su Reino a los hijos de Israel y a los paganos. A todos ha llamado. Ahora… está muerto… Yo estoy aquí en su lugar. Y recibo a todos”.- ■ Llaman a la puerta fuertemente. Magdalena: “Será Valeria. Abre”. Juan lo hace sin temer, influenciado de la tranquilidad de Magdalena. Así es. Valeria llega con sus esclavos en la litera. Entra saludando a la latina: “Salve”. Juan dice: “La paz sea contigo, hermana. Entra”. Valeria: “¿Puedo ofrecer a la Madre el presente de Plautina? También Claudia ha contribuido. Pero si no le causa dolor el verme”. Juan entra donde está la Virgen. Virgen: “¿Quién ha llamado? ¿Pedro? ¿Judas? ¿José?”. Juan: “No. Es Valeria. Ha traído resinas preciosas. Te las quiere ofrecer… si no te causa pena”. Virgen: “Debo superar la pena. Él ha llamado a su Reino a los hijos de Israel y a los paganos. A todos ha llamado. Ahora… está muerto… Yo estoy aquí en su lugar. Y recibo a todos. Que entre”. ■ Valeria entra. Se ha quitado el manto oscuro y aparece toda blanca con su estola. Se inclina profundamente. Saluda y habla: “Domina, sabes quiénes somos. Las primeras redimidas del oscurantismo pagano. Éramos fango y tinieblas. Tu Hijo nos dio alas y luz. Ahora… está durmiendo en paz. Conocemos vuestras costumbres y queremos que también los bálsamos de Roma sean derramados sobre el Triunfador”. Virgen: “Dios os bendiga, hijas de mi Señor. Y… perdonad si no sé decir algo más”. Valeria: “No te esfuerces, Domina. Roma es fuerte, pero sabe también comprender el dolor y el amor. Te comprende, Madre Dolorosa. Hasta pronto”. Virgen: “¡La paz sea contigo, Valeria! A Plautina, y a todas vosotras mi bendición”.  Valeria se retira dejando sus inciensos y otras esencias. Magdalena: “¿Lo ves, Madre? Todo el mundo da para el Rey del Cielo y de la Tierra”. La Virgen asiente: “Sí. Todo el mundo. Y su madre no pudo darle más que lágrimas”. ■ Un gallo de alguna casa cercana alegre canta. Juan se estremece. La Virgen le pregunta: “¿Qué te pasa?”. Juan: “Me acordé de Simón Pedro…”. Magdalena, que ha vuelto a entrar en la habitación, pregunta: “¿Pero no estaba contigo?”. Juan: “Sí. En la casa de Anás. Luego me acordé que tenía que venir aquí. Después no le volví a ver”. Magdalena: “Dentro de poco amanecerá”. Virgen: “Sí. Abrid”. Abren las contraventanas y los rostros parecen más cenicientos a la luz verdecilla del alba. La noche del viernes ha pasado. (Escrito el 29 de Marzo de 1945).
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1  Nota  : Cfr. Lc. 23,56-56.
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10-614-144 (11-34-629).- En el día del Sábado Santo. El pastor Isaac trae la noticia esperada: “Todos están donde Lázaro”.
* Los campos de Lázaro, desde la aurora, estaban cubiertos de fugitivos que lloraban.- ■ Una llamada al portón. Las mujeres se apresuran a salir y entornar la puerta. Con su voz cansada la Virgen dice: “Si fueran los discípulos, y sobre todo Simón Pedro y Judas, que vengan a verme enseguida”. Es Isaac el pastor. Entra, llora por algunos minutos. Después se postra ante el Sudario y luego ante la Virgen. No sabe qué decir. Ella es la que rompe el silencio: “Gracias. Te ha visto y te he visto. Lo sé. Os miró mientras pudo”. Isaac rompe en un llanto más fuerte. Habla solo cuando su llanto se calma. “No queríamos irnos, pero Jonatás nos lo pidió. Los judíos amenazaban a las mujeres… y luego no pudimos volver. Todo… todo estaba terminando. ¿A dónde podíamos ir en esos momentos? ■ Nos desparramamos por los campos y cuando llegó la noche nos reunimos a la mitad del camino entre Jerusalén y Belén. Nos parecía como si alejáramos su Muerte yendo hacia su gruta… Pero luego pensamos que no estaba bien que fuéramos allí… Era egoísmo y volvimos en dirección de la ciudad… Nos encontramos, sin saber cómo, en Betania…”. Las mujeres exclaman: “¡Mis hijos!”. “¡Lázaro!”. “¡Santiago!”. Isaac: “Todos están allí. Los campos de Lázaro, cuando la aurora empezó a alumbrar, estaban cubiertos de fugitivos que lloraban… ¡Sus inútiles amigos y discípulos!… Yo… fui donde Lázaro. Creía que sería el primero… Mas no. Estaban allí tus dos hijos, mujer, y el tuyo, con Andrés, Bartolomé, Mateo. Simón Zelote los había convencido de que fueran allí. Maximino, que había salido por los campos apenas amanecido, encontró a otros. Lázaro ha ayudado a todos, y lo sigue haciendo. Dice que el Maestro le dio tales órdenes. Lo mismo asegura Zelote”. María de Alfeo: “¿Pero dónde están mis otros dos hijos Simón y José?”. Isaac: “No lo sé, mujer. ■ Habíamos estado juntos hasta el terremoto. Luego… no sé nada con precisión. Entre las tinieblas y los rayos, los muertos resucitados, y el temblor del suelo y el tornado perdí la razón. Me encontré, al volver en mí, en el Templo. Y todavía me pregunto cómo es que estaba allí dentro, traspasado el límite sagrado. Fíjate: entre mí y el altar de los perfumes había solo un codo. ¡Fíjate!¡Yo donde ponen pie solo los sacerdotes de turno!… Y… ¡Y he visto al Santo de los Santos!… Sí… porque el velo del Santo está desgarrado desde arriba abajo, como si lo hubiese desgarrado un gigante… Si me hubieran visto allí dentro, me hubieran lapidado. Pero ya nadie veía. Me encontré solo espectros de muertos y espectros de vivos. Porque, a la luz de los rayos, con la claridad de los incendios y con el terror en las caras, parecíamos espectros…”.  María de Alfeo: “¡Oh, mi Simón! ¡Mi José!”. ■ Virgen: “¿Y Simón Pedro? ¿Y Judas de Keriot? ¿Tomás y Felipe?”. Isaac: “No lo sé, Madre. Lázaro me envió a ver,  porque le dijeron que… que os habían matado”. Virgen: “Vete entonces a tranquilizarle. Mandé antes a Mannaén. Pero ve también tú y dile… dile que solo Él ha muerto. Y yo con Él. Si encuentras a otros discípulos llévatelos contigo.  Pero quiero a Iscariote y a Simón Pedro”. Isaac: “Madre… perdónanos si no hicimos más”. Virgen: “Todo está perdonado… Vete”. Sale Isaac. Marta y María, Salomé y María de Alfeo le sofocan con multitud de súplicas, recomendaciones, órdenes. Susana llora sin hacer ruido porque nadie le habla de su esposo. Entonces es cuando Salomé se acuerda del suyo, y también llora.
* A Longinos que trae la lanza sin el asta, le dice: “Soy Madre de todos, hombre… Él ha terminado de evangelizar pero su Evangelio queda en la Iglesia… Aquí está.  Hoy herida y dispersa pero mañana… Y aun cuando no hubiese nadie, aquí estoy yo. El Evangelio de Jesús, Hijo de Dios y mío, está escrito todo en mi corazón”.- ■ Silencio de nuevo. Hasta que otra vez se oye que llaman al portón. Como la ciudad está en calma, las mujeres tienen menos miedo. Pero cuando, de la entrada que se abre un poco, ven que se asoma la cara rasurada de Longinos, todas huyen como si hubieran visto a un muerto en su lienzo fúnebre o al demonio en persona. El dueño de la casa que, por curiosidad, vaga por el vestíbulo, es el primero en escapar. Acude Magdalena que estaba con la Virgen. Longinos, con una involuntaria sonrisita burlona en los labios, ha entrado y ha cerrado tras sí el pesado portón. No viene uniformado. Trae de vestido una corta túnica gris bajo un manto también oscuro. María Magdalena le mira, y él a ella. Luego, siguiendo junto a la puerta, Longinos pregunta: “¿Puedo entrar sin contaminar a nadie? ¿Sin aterrorizar a nadie? Esta mañana vi al ciudadano José y me ha hablado del deseo de la Madre. Pido perdón si no lo he pensado por mí mismo. Aquí está la lanza. La había guardado como recuerdo de un… del más Santo de todos. ¡Oh, que sí lo es! Justo es que lo tenga su Madre. En cuanto a los vestidos… es más difícil. No se lo digáis… tal vez han sido vendidos por unos cuantos céntimos… Es derecho de los soldados. Pero trataré de encontrarlos…”. Magdalena: “Ve. Ella está allí”. Longinos: “Pero yo soy pagano”. Magdalena:  “No importa. Se lo voy a decir. Si así quieres”. Longinos: “¡Oh, no!… no pensaba merecerlo”. ■ María Magdalena va donde la Virgen. “Madre, Longinos está allí afuera… Te ha traído la lanza”. Virgen: “Hazle pasar”. El dueño de la casa que está a la puerta, protesta: “Es un pagano”. Virgen: “Soy Madre de todos, hombre. Como Él es el Redentor de todos”. Entra Longinos y, en el umbral, saluda a su manera romana con el gesto, con el brazo (se ha quitado el manto), y luego con la voz: “Ave, Domina. Un romano te saluda, Madre del linaje humano. La verdadera Madre. No hubiera querido estar yo… en… en esa cosa. Pero eran órdenes. De todas formas, si logro darte lo que deseas, perdono al destino que me hubiera elegido para esa cosa horrible. Mira”, y le entrega la lanza envuelta en un trapo rojo. Es solo el hierro, sin el asta. María la toma. Se pone aún más pálida. Tanta es la palidez, que hasta los labios quedan borrados. Parece como si la lanza la hubiera quitado sangre. Tiembla. Finalmente dice: “Que Él te conduzca a Sí por tu buen corazón”. Longinos: “Ha sido el único Justo que me he encontrado en el vasto imperio de Roma. Me arrepiento de no haberle conocido por las palabras de mis compañeros. ¡Ahora… es tarde!”. Virgen: “No, hijo. Él ha terminado de evangelizar, pero su Evangelio queda en su Iglesia”. ■ Longinos, un tanto irónico, pregunta: “¿Dónde está su Iglesia?”. Virgen: “Aquí está. Hoy herida y dispersa, pero mañana se reunirá como el árbol que yergue su copa después de la tempestad. Y aun cuando no hubiese nadie, aquí estoy yo. El Evangelio de Jesús, Hijo de Dios y mío, está escrito todo en mi corazón. Me basta mirar a mi corazón para podéroslo repetir”. Longinos: “Vendré. Una religión que tiene por jefe a un semejante héroe no puede menos de ser divina. Ave. Domina”. Y también Longinos se va. María besa la lanza donde todavía se ve Sangre de su Hijo… Quiere quitarla, pero al fin no lo hace “rubí de Dios en la cruel lanza” murmura…
* Juan vuelve solo, con una noticia: Iscariote, colgado de un olivo.- ■ El día, en medio de nubes que van y vienen amenazadoras de algún chubasco, pasa de este modo. Juan vuelve solo, cuando el sol está en su zenit. Juan: “Madre. No pude encontrar a nadie, fuera de… Judas de Keriot”. Virgen: “¿Dónde está?”. Juan: “¡Oh, Madre, qué horror! Está colgado de un olivo, hinchado y negro como si hubiera muerto hace varias semanas. Huele a podrido. Está horrible… En medio de riñas vuelan sobre él los buitres, cuervos, y qué sé yo… La algarabía me llevó en ese sentido. Estaba yo en el camino del Monte de los Olivos, y vi que sobre un saliente volaban en círculos negros pajarracos. Fui a ver… ¿Por qué?  No lo sé. Y vi. ¡Qué horror!…”. Virgen: “¡Qué horror! Dices bien. Más allá de la Bondad ha estado la Justicia. En realidad la Bondad está ausente, ahora… Pero Pedro, ¡Pedro!… Juan, tengo la lanza. En cuanto a los vestidos… Longinos no dijo ni una palabra de ellos”. Juan: “Madre… quiero ir al Getsemaní. Él fue capturado sin manto. Tal vez esté allí. Luego iré a Betania”. Virgen: “Ve. Ve por el manto… Los otros están en casa de Lázaro, por eso no es necesario que vayas. Ve y vuelve aquí”. Juan se marcha, corriendo, sin haber tomado nada. Lo mismo que la Virgen que tampoco ha comido. Las mujeres sin sentarse han comido pan y aceitunas continuando su trabajo en los bálsamos. (Escrito el 30 de Marzo de 1945).
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10-615-153 (11-35-635).- Noche del Sábado Santo: Acogida  a Pedro.- Valor de un alma.
* Regreso de Juan con Pedro y el manto desgarrado de Jesús con huellas de Sangre.- ■ Llaman a la puerta. María de Alfeo sale a ver. Hablan en el vestíbulo. Juan se asoma y la Virgen le pregunta: “Juan, ¿has regresado? ¿Aún nada?”. Juan: “Sí. Simón Pedro… y el manto de Jesús… juntos… en el Getsemaní. El manto…”. Y Juan cae de rodillas y dice: “Aquí está… pero está todo desgarrado y lleno de sangre. Las huellas de las manos son de Jesús. Solo Él las tenía así largas y delgadas. Pero los desgarros son de dientes. Se nota claramente que fue la boca de un hombre. Pienso que  haya sido… que habrá sido Judas Iscariote, porque junto al lugar donde Simón Pedro encontró el manto había un pedazo del vestido amarillo de Judas. Volvió allá… después… antes de suicidarse. Mira, Madre”. María no ha hecho más que acariciar y besar el pesado manto rojo de su Hijo, pero a la insistencia de Juan lo despliega, y ve las huellas sangrientas, los desgarros, hechos con los dientes. Tiembla y dice en voz baja: “¡Cuánta sangre!”. Parece  no ver más que Sangre. Juan: “Madre… la tierra estaba roja de sangre. Simón Pedro, que fue allá corriendo apenas amanecido, dice que sobre las hojas de la hierba aún había sangre fresca… Jesús… No sé… No me parecía haberle visto herido… ¿De dónde salió tanta sangre?”. Virgen: “De su cuerpo. En la angustia… ¡Oh, Jesús, Víctima completa! ¡Oh Jesús mío!”. María llora tan angustiosamente, que las mujeres se asoman a la puerta a ver y luego se retiran. “Esto, esto, mientras todos te abandonaban… ¿Qué hacíais mientras Él padecía su primera agonía?”. Juan responde entre lágrimas: “Dormíamos, Madre…”. ■ Virgen: “¿Estaba allí, Simón? Cuenta”. Juan: “Había ido yo a buscar el manto. Había pensado en preguntarle a Jonás y Marcos… (1). Pero habían huido. La casa estaba cerrada y abandonada. Entonces bajé a las murallas, para recorrer el mismo camino del Jueves… Estaba yo tan cansado aquella noche, y afligido, que no podía recordar, ahora, dónde se había quitado Jesús el manto… En el lugar de la captura no encontré nada… Donde estuvimos los tres tampoco… Tomé el sendero que el Maestro había tomado… Y cuando vi a Simón Pedro allí, todo acurrucado y apoyado en una roca, pensé que hubiera muerto también él. Grité. Levantó la cabeza… y, de tan cambiado que le vi, pensé que se había vuelto loco. Lanzó un alarido, y quiso huir. Pero se tambaleaba, cegado por el llanto. Yo le agarré. Me dijo: «Déjame. Soy un demonio. Le negué. Como Él había dicho… Y el gallo cantó y Él me miró. He huido… he corrido por acá y por allá por los campos y luego me he encontrado aquí. ¿Y ves? Aquí Jeová ha hecho que encontrara su Sangre acusadora. ¡Sangre! ¡Todo Sangre! En la roca, en la tierra, sobre la hierba. Yo he hecho que esta Sangre fuera derramada. Como tú, como todos. Pero yo renegué de esa Sangre». Me parecía que deliraba. Trataba de calmarle, de sacarle de allí, pero no quería. Decía: «Aquí, aquí. A hacer guardia a esta Sangre y a su manto. Lo quiero lavar con mis lágrimas. Cuando no haya más Sangre en la tela, quizás entonces vuelva a vosotros golpeándome el pecho y diciendo: ‘¡He renegado del Señor!’». ■ Le dije que querías verle, que me habías enviado a buscarle, pero no quería creerlo. Entonces le dije que le buscabas también a Judas, para perdonarle, y que sufrías porque no podías hacer nada, pues ya se había suicidado. Entonces Pedro empezó a llorar más sosegadamente. Quiso informarse de todo. Me dijo entonces que sobre la hierba había aún Sangre fresca y que el manto había sido despedazado por Judas, pues había encontrado un trozo de su vestido. Le dejé hablar y hablar. Luego le dije: «Ven a  donde la Madre». ¡Oh, cuánto tuve que rogarle para que lo hiciera! Y cuando creía que lo había ya convencido, y me ponía de pie para venir, él no se movía. Ha habido que esperar hasta el anochecer para que viniera. Pero cruzada la puerta, otra vez se escondió, en un huerto solitario, diciendo: «No quiero que la gente me vea. Sobre mi frente llevo escrita la palabra: ‘Renegador de Dios’». Ahora, ya en plena oscuridad, he logrado arrastrarle finalmente hasta aquí”. Virgen: “¿Dónde está?”. Juan: “Detrás de la puerta”. Virgen: “Dile que entre”. Juan: “Madre… No le reprendas. Está arrepentido”. Virgen: “Juan… ¿Me conoces tan poco todavía? Haz que pase”. Juan sale. Regresa solo. Dice: “No se atreve. Llámale tú”.  María con dulce voz: “Simón de Jonás, ven”. Nada. “Simón Pedro, ven”. Nada. “Pedro de Jesús y de María, ven”. Una explosión de llanto. Pero no entra. María se levanta. Deja el manto sobre la mesa y va a la puerta.  Pedro está allí acurrucado afuera. Como un perro sin dueño. Llora tan fuerte y todo encogido, que no percibe el ruido de la puerta al abrirse, ni los pasos fatigados de la Virgen. Cae en la cuenta de que está cerca cuando Ella se inclina hasta tomarle una mano, con que está apretando sus ojos, y le obliga a levantarse. ■ Entra en la habitación trayéndole consigo, como si fuera un niño. Cierra la puerta con el picaporte, y encorvada por el dolor como Pedro por la vergüenza, vuelve a su sitio. Pedro se acerca a sus pies, de rodillas, y llora sin freno. María acaricia sus cabellos entrecanos y sudados por el dolor. Hasta que se calme no deja de acariciarle. Cuando Pedro finalmente dice: “No puedes perdonarme; por tanto, no me acaricies más. Porque le negué”. María le responde: “Pedro, tú le negaste. Es verdad. Tuviste el valor de negarle en público, el valor cobarde de haberlo hecho. Los otros… fueron cobardes, menos los pastores, Mannaén, Nicodemo, José y Juan. Todos le han negado: hombres y mujeres de Israel, menos un puñado de mujeres… No nombro a los sobrinos y a Alfeo de Sara. Son parientes y amigos. Pero los demás… Y con todo no han tenido el valor satánico de mentir para salvarse, ni el valor espiritual de arrepentirse y llorar, ni el digno de alabanza de reconocer públicamente el error. Eres un pobrecillo. Lo fuiste, mejor dicho, mientras presumiste de ti. Ahora eres un hombre, mañana serás un santo”
* El valor de un alma.- ■ María prosigue: “Pero aunque no fueras lo que eres, te habría perdonado de todos modos. Habría perdonado a Judas, con tal de salvarle su alma. Porque el valor de un espíritu, de uno solo, es tan grande que justifica todo esfuerzo para superar repugnancias y resentimientos, hasta quedar destrozados por ese esfuerzo. Recuerda esto, Pedro. Te lo repito: El valor de un alma es tan grande, que aun a costa de morir uno por el esfuerzo que se hace por tenerla a nuestro lado, hay que tenerla así, entre los brazos, como yo tengo tu cabeza canosa, si se espera que teniéndola así, se la puede salvar. Como una madre que, después que su hijo fue castigado por su padre, pone en su corazón la cabeza del hijo culpable, y, con las palabras de su corazón deshecho de dolor, que palpita, que palpita de amor y dolor, más con esas palabras que con los golpes del padre, hace que se corrija el hijo”.  (Escrito el 31 de Marzo de 1945).
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1  Nota  :  Jonás y Marcos. Eran padre e hijo, sirvientes de la casa de Lázaro en el Getsemaní.
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10-616-160 (11-1-643).- Madrugada del Domingo de Resurrección.- La fe de María Magdalena.- Las mujeres salen hacia el Sepulcro con los ungüentos.
* Magdalena recrimina a Pedro por sus lamentos y se duele por no poder ir a Él sino con un corazón profanado.- ■ Las mujeres vuelven a ocuparse de los aceites que, en la noche, debido al fresco del patio, se han hecho una masa espesa. Juan y Pedro creen que estaría mejor si se pusiera en orden el Cenáculo, limpiando la vajilla, y después poner otra vez todo como si apenas hubiera terminado la Cena. Juan dice: “Él lo ha dicho”. Pedro: “También dijo: «¡No durmáis!». Lo mismo que: «No seas soberbio, Pedro. Ten en cuenta que la hora de la prueba está por venir». Y… añadió: «Tú me negarás…»”. Pedro llora de nuevo mientras añade con desmesurado dolor:  “¡Y yo renegué de Él!”. Juan: “¡Basta Pedro! Al presente, ya eres de nuevo tú. ¡Basta de atormentarte!”. Pedro: “Jamás, jamás bastará. Aunque me hiciera tan viejo como los primeros patriarcas, aunque viviese los setecientos o novecientos años de Adán y de sus primeros descendientes (1), jamás dejaría de tener este tormento”. Juan: “¿No confías en su misericordia?”. Pedro: “Sí. Si no confiase, sería como Iscariote, un desesperado. Pero aunque me perdone desde el seno del Padre a donde ha vuelto, yo no me perdono. ¡Yo, yo! Yo que dije: «No le conozco», porque en esos momentos era peligroso conocerle, porque tuve vergüenza de ser su discípulo, porque he tenido miedo del tormento… Él marchó a la muerte y yo… pensé en salvar mi vida, y para esto le rechacé como rechaza una mujer pecadora el fruto de su seno, después de haberle dado a luz, porque es peligro para ella, y lo hace antes de que regrese su marido que no sabe nada. He sido peor que una adúltera… peor que…”. ■ Entra, atraída por los gritos, Magdalena. “No hagas tanto ruido. María te está oyendo. ¡Está tan agotada! No tiene fuerza para nada y todo le hace daño. Tus gritos inútiles y tontos vuelven a recordarle lo que habéis sido…”. Pedro: “¿Ves? ¿Lo ves, Juan? Una mujer puede hacerme callar. Y tiene razón, porque nosotros los varones, los consagrados al Señor, no hemos sabido más que mentir o huir. Las mujeres han sido valientes. Tú, joven y puro que pareces una mujercilla, tuviste el valor de quedarte. Nosotros, nosotros los fuertes, los hombres huimos. ¡Oh, qué recuerdo debe tener el mundo de mí! ¡Dímelo, dímelo, mujer! ¡Tienes razón! Ponme tu pie sobre esta boca que mintió. En la suela de tu sandalia hay quizás algo de su Sangre. Y solo esa Sangre, mezclada con el polvo del camino, podrá perdonarme un poco, podrá dar un poco de paz al renegador. ¡Debo acostumbrarme al desprecio del mundo! ¿Qué soy yo? Decídmelo: ¿Qué soy yo?”. Magdalena le contesta tranquila: “¡Eres un gran soberbio! ¿Te duele? Puede ser. Pero, créeme, de diez partes de tu dolor, cinco, —para no ofenderte diciendo seis—, son del dolor de ser un hombre que puede ser despreciado. ¡Y verdaderamente yo te voy a despreciar, si sigues solo chillando y entregándote a histerias, justo como hace una mujer necia! Lo hecho, hecho está. Los gritos necios no pueden reparar nada, ni anular algo. No hacen más que atraer la atención y mendigar una piedad que no merecen. Sé varón en tu arrepentimiento. No chilles. ■ Yo… tú sabes lo que fui… Pero cuando comprendí que era más despreciable que el vómito, no me entregué a convulsiones. Lo hice públicamente. Sin indulgencias conmigo misma y sin pedir indulgencia. ¿Que el mundo me iba a despreciar? Tenía la razón. Lo merecía. ¿Que el mundo decía: «Un nuevo capricho de la prostituta»? ¿Que calificaba con nombre blasfemo mi seguimiento a Jesús? Tenía razón. El mundo se acordaba de mi conducta anterior, y esa conducta justificaba todo lo que se pensaba de mí. ¿Y bien? ¿Qué? El mundo tuvo que convencerse de que María la pecadora ya no era más pecadora. Con los hechos he convencido al mundo. Haz también tú lo mismo, y cállate”. Juan objeta:  “Eres dura, María”. Magdalena: “Más para conmigo que para con los otros. Lo reconozco. No tengo la mano tan suave como la tiene la Madre de Jesús. Ella es amor. Yo… ¡Oh, yo! He despedazado mi carnalidad con el azote de mi voluntad. Y más lo haré. ¿Crees que me he perdonado el haberme entregado completamente a la lujuria? No. Pero no lo digo más que a mí misma, y siempre me lo repetiré. Moriré con este secreto sentimiento de haber sido la corruptora de mí misma, en medio de un dolor inconsolable, de haberme profanado y de no haber podido dar a Él sino un corazón pisoteado… ■ Mira… he trabajado más que todos en la preparación de los bálsamos.. Y con más valor que las otras le quitaré la mortaja… ¡Oh, Dios, cómo estará ya! (Magdalena palidece al solo pensarlo). Le cubriré con nuevos bálsamos, quitando los que de seguro estarán ya fétidos sobre sus numerosas heridas… Lo haré, porque las otras parecerán clemátides después de un aguacero… Pero siento pena hacerlo con estas manos mías que regalaron tantas caricias lascivas, de acercarme a su Santidad con este cuerpo mío manchado… Quisiera… Quisiera tener la mano de la Madre Virgen para llevar a cabo la última unción…”. Llora ahora quedo, sin estremecimientos. ¡Qué distinta de la Magdalena teatral que siempre nos presentan! Es el mismo llanto silencioso que tuvo el día de su perdón en la casa del fariseo.
* “Yo (Magdalena), después de María, soy la que más creo (que resucitará). Siempre he creído que puede suceder así. Él lo ha dicho. Él nunca miente”.- ■ Pedro pregunta a Magdalena: “¿Dices tú que… tendrán miedo las mujeres?”. Magdalena: “No… Pero perderán su serenidad ante su cuerpo ciertamente ya corrupto… hinchado… negro. Y luego, esto es verdad, tendrán miedo de los guardias”. Pedro: “¿Quieres que vayamos con vosotras Juan y yo?”. Magdalena: “¡Ah, eso no! Nosotras vamos todas. Porque de la misma forma que estuvimos todas allá arriba, justo es que todas estemos alrededor de su lecho de muerte. Tú y Juan quedaos aquí. Ella no puede quedarse sola…”. Pedro: “¿No va Ella?”. Magdalena: “No queremos que vaya”. Pedro: “Ella está segura que resucitará… ¿Y tú?”. Magdalena: “Yo, después de María, soy la que más creo. Siempre he creído que puede suceder así. Él lo ha dicho. Él nunca miente… ¡Él!… Antes le llamaba Jesús, el Maestro, Salvador, Señor… Ahora, ahora me lo imagino tan majestuoso que no, que no me atrevo a darle un nombre… ¿Qué le diré cuando le vea?”. Pedro: “¿Pero crees firmemente que resucitará?…”. Magdalena: “¡No hay duda! ¡Diciéndoos una y otra vez que creo y oyéndoos decir una y otra vez que no creéis, voy a acabar no creyendo tampoco yo! He creído y sigo creyendo. He creído y desde hace tiempo le tengo preparada la vestidura. Y para mañana, porque mañana es el tercer día, la traeré aquí ya lista…”. ■ Pedro: “¡Pero si acabas de decir que estará negro, hinchado, feo…!”. Magdalena: “Feo jamás. Feo es el pecado. ¿Negro? ¡Pues sí, estará negro! ¿Y qué? ¿Lázaro no estaba ya descompuesto? Y, no obstante, resucitó. Su cuerpo quedó curado. ¡Pero sí lo digo!: ¡Callaos, vosotros faltos de fe! También mi razón humana me dice dentro: «Ha muerto y no resucitará». Pero mi espíritu, «su» espíritu, porque Él me dio un nuevo espíritu, grita, (y parecen ser toques de trompetas doradas): «¡Resucita! ¡Resucita! ¡Resucita!». ¿Por qué me arrojáis cual navecilla contra los arrecifes de vuestras dudas? ¡Yo creo! ¡Creo, Señor mío! Lázaro con profunda pena ha obedecido al Maestro y se ha quedado en Betania… Yo que sé quién es Lázaro de Teófilo: un valiente, no un cobardón, puedo medir su sacrificio de quedarse a la sombra y de no estar junto al Maestro. Pero ha obedecido. Más heroico en esta obediencia que si, con armas,  hubiera arrancado a Jesús de sus enemigos. Ha creído y creo. Y estoy aquí, en su espera. Dejadme ir. Se levanta el día. Tan pronto podamos ver mejor, iremos al sepulcro…”. Magdalena con su cara quemada por el llanto se va.
* “¡Madre mía, santa, hermosa! Ten ánimos… Mañana es el tercer día. Nos encerraremos aquí dentro, nosotras dos, las dos que le amamos tanto. Tú, la Enamorada santa, yo la pobre enamorada… que me esfuerzo en serlo con todo mi ser. Le esperaremos”. ■ Magdalena llega donde la Virgen. Virgen: “¿Qué le pasó a Pedro?”. Magdalena: “Una crisis de nervios. Ya se acabó”. Virgen: “No seas dura, María. Él sufre”. Magdalena: “También yo sufro, pero no te he pedido ni siquiera una caricia. A él ya le has curado… Y sin embargo yo pienso que la que necesita de ayuda eres tú. ¡Madre mía, santa, hermosa! Ten ánimos… mañana es el tercer día. Nos encerraremos aquí dentro, nosotras dos, las dos que le amamos tanto. Tú, la Enamorada santa, yo la pobre enamorada… que me esfuerzo en serlo con todo mi ser. Le esperaremos… A ellos, a los que no creen, les dejaremos cerrados allí, con sus dudas… Y traeré aquí muchas rosas… Voy a hacer que traigan hoy el arca… Pasaré por el palacio y le daré órdenes a Leví. ¡Fuera todas esas cosas horribles! No las debe ver nuestro Resucitado… Muchas rosas… Tú te pondrás un nuevo vestido… No debes estar así. Te peinaré, y te lavaré ese rostro que el llanto ha desfigurado. Joven eterna, yo te haré de madre… Finalmente tendré el consuelo de cuidar a alguien que es más inocente que un recién nacido”. Magdalena con su exhuberancia cariñosa aprieta contra su pecho la cabeza de María que está sentada, la besa, la acaricia, le compone los cabellos detrás de las orejas, le seca las lágrimas, esas lágrimas que María sigue incesantemente vertiendo…
* En una pequeña habitación, las mujeres preparan los perfumes. Magdalena, más experta que las otras, ha preparado la composición. La Madre quiere acompañarlas al Sepulcro.- ■ Entran las mujeres con lámparas, ánforas y vasos de bocas anchas. María de Alfeo lleva un mortero pesado y grande. Explica: “No se puede estar afuera. Hace viento y se apaga la lámpara”. Se ponen a un lado. Encima de una mesa estrecha pero larga, colocan todas sus cosas. Luego dan un último toque a sus bálsamos, mezclando en el mortero, en un polvo blanco que sacan a puñados de un saquito, la ya de por sí pesada crema de las esencias. Hacen la mezcla trabajando con ahínco y luego llenan un vaso grande. Lo ponen en el suelo. Hacen lo mismo con otro. Perfumes y lágrimas caen sobre las resinas. Magdalena dice: “No esperaba haberte preparado esta unción”. Porque es la Magdalena la que, más experta que las otras, ha dirigido la composición de los perfumes, tan fuertes que abren la puerta y un poco la ventana que da al jardín, que apenas empieza a vestirse de claridad. Todas lloran después de las palabras de Magdalena. Han terminado. Todos los vasos están llenos. Salen con las ánforas vacías, el mortero que ya no hace falta y muchas lámparas. En la pequeña habitación quedan solo dos lámparas, temblorosas (parecen llorar también con el titileo de sus llamitas). Vuelven a entrar las mujeres. Cierran la ventana porque el amanecer es un poco frío. Se ponen los mantos, y toman las bolsas en que meten los vasos de bálsamo. ■ También María se levanta y busca su manto, pero todas la rodean persuadiéndola a que no vaya. Sería muy cruel hacer ver de nuevo a su Hijo que ciertamente, a estas horas del tercer día de muerto, estará ya todo negro por la putrefacción. Además Ella está exhausta para poder caminar. Que no ha hecho más que llorar y orar. Una y otras dicen a la Virgen: “No puedes estar de pie, María. Hace dos días que no tomas nada de alimento. Y solo has bebido un poco de agua”. “Cierto, Madre. Vamos y pronto terminaremos. Regresamos inmediatamente”. “No tengas miedo. Le embalsaremos como a un rey. ¡Mira qué bálsamos preciosos hemos preparado! ¡Y cuanto!…”. “No dejaremos miembro o herida. Le haremos con nuestras propias manos. Somos fuertes y somos madres. Le pondremos como se pone a un niño en la cuna. Los otros no tendrán que hacer sino cerrar su sepulcro”.  La Virgen insiste: “Es mi deber. Siempre yo tuve cuidado de Él. Solo en estos tres últimos años que fue del mundo, le cedí a los demás cuando estaba lejos de mí. Ahora que el mundo le ha rechazado y renegado de Él, nuevamente es mío. Vuelvo a ser su sierva”. Pedro, que con Juan se había acercado a la puerta, al oír estas palabras se aparta. Huye a algún rincón escondido para llorar por su pecado. Juan no se mueve, pero no protesta. Quisiera ir también él, pero hace el sacrificio de quedarse junto a la Virgen.
“Ahora que la pecadora sabe lo que es el amor santo, puede comprender mucho mejor qué es tu amor, Madre.  Sabes que yo sé amar. Y sabes que Él lo dijo: «María sabe amar mucho»… Ten confianza en mí… Sabré aún más dulcemente acariciar sus santos miembros… más con mi amor… que con los ungüentos”.- ■ Magdalena lleva nuevamente a María a su silla. Se arrodilla delante de Ella, abraza las rodillas de María, alza hacia Ella su cara doliente y enamorada y le promete: “Él, con su Espíritu, todo lo sabe y todo lo ve. Pero a su cuerpo, con besos, le expresaré tu amor, tu deseo. Sé lo que es el amor. ¡Sé qué amargo aguijón es, qué hambre significa amar, qué nostalgia de estar con quien para nosotros es nuestro amor! Y esto también en los viles amores, que parecen oro y no son más que fango. Ahora que la pecadora sabe lo que es el amor santo por la Misericordia viviente, a quien los hombres no han sabido amar, puede comprender mucho mejor qué es tu amor, Madre. Sabes que yo amar. Y sabes que Él dijo, cuando nací verdaderamente en aquella tarde, allá en las riberas de nuestro lago sereno: «María sabe amar mucho». Ahora este grandísimo amor mío, como agua que se desborda de un pilón vencido, como rosal en flor que cae de un alto muro y de él pende, como llama que, encontrando yesca, más se enciende y aumenta, se ha desbordado en Él por entero, y de Él-Amor ha sacado una nueva fuerza… ¡Oh, que esta fuerza mía de amor no pudo ponerse en su lugar en la Cruz!… Pero lo que por Él no he podido hacer —y padecer y sangrar y morir en vez de Él, en medio de las burlas de todo un mundo, dichosa, dichosa, dichosa de sufrir en vez de Él; y, estoy segura de ello, el hilo de mi pobre vida habría sido consumido más por el amor triunfal que por el patíbulo infame, y de las cenizas habría nacido la nueva, cándida flor de la nueva vida pura, virginal, ignorante, de todo que no fuere Dios—, todo esto que no he podido hacer por Él, por ti puedo hacerlo todavía, Madre, a quien amo con todo mi corazón. Ten confianza en mí. Yo que supe tan dulcemente acariciar en la casa de Simón el fariseo sus santos pies, ahora, con mi alma que cada vez más se abre a la Gracia, sabré aún más dulcemente acariciar sus santos miembros, curar sus heridas, embalsamarlas, más con mi amor, más con el bálsamo sacado de mi corazón exprimido por el amor y el dolor, que no con los ungüentos. Y la muerte no tocará en esa carne que tanto amor ha dado y tanto amor recibe. Huirá la Muerte. Porque el Amor es más fuerte que ella (2). El Amor es invencible. Y yo, Madre, con tu perfecto amor, con total amor, embalsamaré a mi Rey de Amor”. María besa a esta apasionada discípula que, por fin, ha sabido encontrar a quien merece esta pasión. Y cede ante sus súplicas.
* Las mujeres salen hacia el Sepulcro.- Las mujeres salen llevando una lámpara. En la habitación queda una sola. La última en salir es Magdalena, después de haber dado un último beso a la Virgen. La casa queda oscura y silenciosa. La calle está solitaria. Juan pregunta: “¿De veras no me necesitáis?”. Ellas: “No. Puedes servir aquí. Hasta pronto”. (Escrito el 1 de Abril de 1945).
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1  Nota  : Cfr. Gén. 5.   2  Nota  : Cfr. Cánt. 8,6.
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10-618-173 (11-4-655).- Jesús resucitado se aparece a su Madre.
* La Madre abraza y besa a su Hijo. Jesús muestra el pecho y pregunta: “¿Y esta llaga, Mamá, no la besas; ésta que tanto te ha hecho sufrir y que solo tú eres digna de besar? Bésame en el Corazón, Madre”.- ■ La Virgen está postrada con el rostro en tierra. Parece un pobre ser abatido. Parece una flor… una flor muerta a causa de la sed. La ventana cerrada se abre bruscamente, y, bajo el primer rayo del sol, entra Jesús. María, que se estremeció con el ruido y que levanta la cabeza para ver qué ráfaga de viento ha abierto las hojas de la ventana, ve a su radiante Hijo: hermoso, infinitamente más hermoso que cuando todavía no había padecido la Pasión; sonriente, vivo, más luminoso que el sol, vestido con un blanco que parece luz tejida. Y se le ve avanzar hacia Ella. María se endereza sobre sus rodillas y juntando sus manos sobre el pecho, en cruz, habla con un sollozo que es risa y llanto: “Señor, Dios mío”. Y se queda extasiada al contemplarle. Las lágrimas que bañaban su rostro se detienen. Su rostro se hace sereno, tranquilo con la sonrisa y el éxtasis. ■ Pero Jesús no quiere ver a su Madre de rodillas como una sierva. Y la llama tendiéndole las Manos, de cuyas llagas salen rayos que hacen más luminoso su Cuerpo glorioso: “¡Madre!”. Y no es esa palabra afligida de las conversaciones y despedidas anteriores a la Pasión, ni el lamento desgarrado del encuentro en el Calvario y de su último suspiro. Es un grito de triunfo, de alegría, de victoria, de liberación, de fiesta de amor, de gratitud.  Y se inclina hacia su Madre, que no se atreve a tocarle, y le pone sus Manos bajo los codos doblados, la pone de pie, la estrecha contra su corazón y la besa. ¡Oh!, entonces comprende María que no es una visión, que es realmente su Hijo resucitado; que es su Jesús, su Hijo quien la sigue amando como Hijo. Y con un grito se le echa al cuello, le abraza, le besa, entre lágrimas y sonrisas. Le besa en la Frente donde no hay más heridas; en la Cabeza que no está despeinada, ni ensangrentada; en los brillantes Ojos, en las Mejillas sanas, en la Boca que no está hinchada. Luego le toma sus Manos, besa los dorsos y las palmas, en las radiosas heridas.  Y, con un impulso repentino, se agacha a sus Pies, retira el vestido resplandeciente que los cubre, y los besa. ■ Luego se pone de pie, le mira, pero no se atreve a hacer más…  Pero Él comprende y sonríe. Entreabre su vestido, muestra el pecho y pregunta: “¿Y esta llaga, Mamá, no la besas; ésta que tanto te ha hecho sufrir y que solo tú eres digna de besar? Bésame en el Corazón, Madre. Tu beso me borrará el último recuerdo de todo lo que significa dolor, y me dará ese gozo que todavía le falta aún a mi Gozo de Resucitado”. Y toma entre sus manos el rostro de la Virgen, apoya los labios de Ella en la herida del Costado, del que manan chorros de vivísima luz. El rostro de María, sumergido en ese torrente de rayos, aparece aureolado por esa luz.  Besa una y otra vez la herida, mientras Jesús acaricia a Ella. No se cansa de besar. Parece un sediento que bebe de un manantial y del manantial esté bebiendo esa vida que se le escapaba.
* La Redención se ha realizado. Madre, gracias… Tus plegarias fueron mis compañeras en mi viaje por la Tierra y más allá de la Tierra. Fueron conmigo a la Cruz y al Limbo… Han venido conmigo al Paraíso precediendo al cortejo de los redimidos, a cuya cabeza iba Yo. El Padre y el Espíritu las han oído y visto, y han sonreído como a la flor más hermosa, pues fueron más melodiosas que el más dulce cántico nacido en el Paraíso. Te traigo la bendición de tus padres y la de tu esposo del alma José… Ahora me voy al Padre con mi figura humana. Pero no te dejaré sola. ¿Ves ese Velo? Aun en mi aniquilamiento, quise mostrarte una vez mi poder con un milagro, para darte ese consuelo”.- ■ Ahora Jesús habla: “Ha terminado todo, Madre. Ahora no tienes más por qué llorar a tu Hijo. La prueba ha acabado. La Redención se ha realizado. Madre, gracias por haberme concebido, alimentado, ayudado en la vida y en la muerte. Tus plegarias llegaron hasta Mí. Fueron mi fuerza en el dolor, mis compañeras en mi viaje por la Tierra y más allá de esta Tierra. Conmigo fueron a la Cruz y al Limbo. Eran el incienso que precedía al Pontífice que fue a llamar a sus siervos para llevarlos al templo que no muere: a mi Cielo. Tus oraciones han venido conmigo al Paraíso, precediendo como voz angélica al cortejo de los redimidos a cuya cabeza iba Yo, para que los ángeles estuviesen preparados para saludarme como al Vencedor que volvía a su Reino. El Padre y el Espíritu las han oído y visto, y han sonreído como a la flor más hermosa, pues fueron más melodiosas que el más dulce cántico nacido en el Paraíso. Las han oído los Patriarcas y los nuevos Santos, los nuevos, primeros, ciudadanos de mi Jerusalén. ■ Y Yo te traigo ahora su agradecimiento, y al mismo tiempo, Madre, el beso y bendición de tus padres y su bendición, y la de tu esposo de alma, José. Todo el Cielo canta sus hosannas para ti, Madre mía, ¡Madre santa! Un hosanna que no muere, que no es falso como el que hace pocos días la gente entonó para Mí. ■ Ahora me voy al Padre con mi figura humana. El Paraíso debe ver al Vencedor en su vestido de Hombre con el que vencí al Pecado del hombre. Pero luego volveré otra vez. Debo confirmar en la Fe a quien aún no cree y que tiene necesidad de creer para llevar a otros a creer; debo fortificar a los pusilánimes que tendrán necesidad de mucha fortaleza para resistir el ataque del mundo. Luego subiré al Cielo. Pero no te dejaré sola. Madre, ¿ves ese Velo? Aun en mi aniquilamiento, quise mostrarte una vez mi poder con un milagro, para darte ese consuelo”.
“Y ahora realizo otro milagro. Me tendrás en el Sacramento tan real como cuando me llevabas en tu seno. No estarás jamás sola”.-Jesús: “Y ahora realizo otro milagro. Tú me tendrás, en el Sacramento, real como cuando me llevabas en tu seno. No estarás jamás sola. En estos días lo has estado. Este dolor tuyo era necesario para mi Redención. Mucho se le irá añadiendo continuamente a la Redención, porque mucho seguirá aumentando el Pecado. Llamaré a todos mis siervos para que coparticipen de esta Redención. Tú eres la que sola harás más que todos los santos juntos. Por esto era necesario también este largo abandono. A partir de ahora, ya no. Ya no estoy separado del Padre. Tú ya no estarás separada de tu Hijo. Y al tener al Hijo, tienes nuestra Trinidad. Tú, Cielo viviente, llevarás sobre la Tierra a la Trinidad entre los hombres; santificarás a la Iglesia, tú, Reina del sacerdocio y Madre de los que creerán en Mí. Luego vendré a llevarte. No estaré más en ti, sino tú en Mí, en mi Reino, para que hagas más bello mi Paraíso. ■ Ahora me voy, Madre. Voy a hacer feliz a la otra María (1). Luego subiré a donde mi Padre, y de ahí vendré a ver a quien no cree. Madre, dame tu beso por bendición. Mi paz te acompañe. Hasta pronto”. Y Jesús desaparece en el sol que baja a torrentes del cielo matinal y tranquilo. (Escrito el 21 de Febrero de 1944).
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1  Nota  : María Magdalena.
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10-619-175 (11-5-657).- Madrugada del Domingo de Resurrección. Las mujeres salen al Sepulcro.- Pedro y Juan, con Magdalena, van al Sepulcro.- Susana y Salomé ven a un ángel.- Jesús resucitado se aparece a Magdalena.- María de Alfeo, Marta y Juana ven a dos ángeles.-  Jesús resucitado se aparece a María de Alfeo y Salomé.- Los guardias han hablado y les pagan para decir lo contrario.- (1).
* Las mujeres, en el camino hacia el Sepulcro, deciden separarse: Magdalena irá sola (después se juntará con Pedro y Juan); Salomé con Susana; María de Alfeo con Marta, a las que se juntará Juana de Cusa.- Entre tanto las mujeres, dejada ya la casa, caminan, sombras en la sombra, muy cerca del muro. Durante un rato guardan silencio, bien arropadas y miedosas por tanto silencio y soledad. Luego, recobrando ánimos a la vista de la calma absoluta que reina en la ciudad, se reúnen en grupo y, dejando el miedo, hablan. Susana pregunta: “¿Estarán ya abiertas las puertas?”. Responde Salomé: “Claro. Mira allá al primer hortelano que entra con verduras. Se dirige al mercado”. Vuelve a preguntar Susana: “¿Nos dirán algo?”. Magdalena: “¿Quién?”. Susana: “Los soldados en la puerta Judiciaria… Por esa puerta… entran pocos y, menos todavía, salen… Podríamos levantar sospechas…”. Magdalena: “¿Y qué? Nos mirarán. Verán a cinco mujeres que van al campo. Nos podrían también tomar por personas que, después de haber celebrado la Pascua, regresan a sus pueblos”. Salomé: “Pero… Para no llamar la atención de algún malintencionado, ¿por qué no salimos por otra puerta y luego volvemos siguiendo el muro, pegadas a él?…”. Magdalena: “Se haría más largo el camino”. Salomé: “Pero estaremos más seguras. Vamos a la puerta del Agua…”. Responde secamente Magdalena: “¡Yo que tú, Salomé, escogería la puerta Oriental! ¡Así sería más larga la vuelta que tendrías que dar! Tenemos que darnos prisa y volver pronto”. Ruegan todas: “Entonces escojamos otra, pero no la Judiciaria. Sé buena…”. ■ Magdalena: “Está bien. Pero entonces pasamos por casa de Juana. Nos insistió en que la advirtiéramos. Si hubiéramos ido directamente, no hubiéramos necesitado pasar por su casa, pero, dado que queréis dar una vuelta más grande, pasemos por su casa…” Ellas: “¡Sí, sí! Incluso por los soldados que están allí de guardia… Juana es conocida y respetada…”. Marta: “Yo sugeriría también pasar por la casa de José de Arimatea. Es el dueño del lugar”. Magdalena: “¡Claro, y hagamos ahora un cortejo para no llamar la atención! ¡Oh, pero qué  hermana más cobarde tengo! Mira, Marta, más bien hagamos esto: Yo me adelanto y observo; vosotras venís detrás con Juana; si hay peligro me pongo en medio del camino, de forma que me veáis;  en ese caso, regresamos. Pero, os aseguro que los guardias, al ver esto, —ya lo he previsto yo (y enseña una bolsa llena de monedas)— nos dejarán hacer todo”. Ellas: “Se lo decimos también a Juana. Tienes razón”. Magdalena: “Entonces id. Y yo también”. Temerosa por su hermana, dice Marta: “¿Te vas sola, María? Voy contigo”. Magdalena: “No. Tú vete donde Juana con María de Alfeo. Salomé y Susana te esperarán cerca de la puerta por la parte de afuera de las murallas. Y luego tomaréis el camino principal todas juntas. Hasta pronto”. ■ Y Magdalena no da pie a otros posibles pareceres, poniéndose veloz en camino con su bolsa de bálsamos y sus monedas en el pecho.  Va tan rápida, que parece volar por el camino, que se hace más alegre con los primeros parpadeos de la aurora. Pasa por la puerta Judiciaria para llegar más pronto. Y nadie la detiene… ■ Las otras la ven alejarse. Luego vuelven las espaldas al cruce de calles en que estaban y toman otra, estrecha y oscura, que luego se ensancha, ya cerca del Sixto,  para formar  una calle más grande en que hay hermosas casas. Se separan: Salomé y Susana siguen por esa misma calle; Marta y María de Alfeo llaman al portón de hierro, y se ponen delante de la pequeña ventana —un ventanillo— entreabierta por el portero. Entran y van donde está Juana, la cual, ya levantada y vestida de un color morado muy oscuro que resalta aún más su palidez, está preparando también los bálsamos con su nodriza y una sirvienta. Juana: “¿Ya habéis llegado? Dios os lo pague. Si no hubierais venido, habría ido yo… Para buscar consuelo… Porque, después de ese tremendo día, muchas cosas se han alterado. Y, para no sentirme sola, debo ir a apoyarme en esa piedra y llamar y decir: «Maestro, soy la pobre Juana… No me dejes sola también Tú…»”. Juana llora desconsoladamente en silencio, mientras Ester, su nodriza, hace vistosos gestos indescifrables detrás de Juana mientras le pone el manto. Juana: “Me voy, Ester”. Ester: “¡Dios te consuele!”. Salen del palacio para unirse a las compañeras. ■ Es en este momento cuando sucede el breve y fuerte terremoto, que hace cundir el pánico entre los jerosolimitanos, aterrorizados todavía por los hechos acaecidos el viernes. Las tres mujeres precipitadamente vuelven sobre sus pasos, y se quedan en el ancho vestíbulo, en medio de las criadas y criados que gritan e invocan al Señor, temerosas de nuevos temblores de tierra…
* Magdalena, entre el potente y armonioso estampido del meteoro y el violento terremoto.-  ■ …Magdalena, por su parte, está ya en la entrada del camino que conduce al huerto de José de Arimatea cuando la sorprende el potente estampido, potente pero armónico, de esta señal celestial. Al mismo tiempo, a la luz levemente rosada de la aurora que avanza en el cielo —donde todavía en el poniente resiste una tenaz estrella—, que tiñe de rubio el aire hasta ahora verdoso, se enciende una potente luz, que desciende como si fuera un globo incandescente, brillantísimo, cortando en zig-zag el tranquilo aire. Pasa muy cerca de María de Magdala (casi hace que se caiga al suelo). Ella se pliega un poco susurrando: “¡Señor mío!”, y luego, como un tallito tras el paso del viento, se endereza de nuevo y, más veloz, corre hacia el huerto. Entra en él rápidamente: va hacia el sepulcro de roca como un pájaro perseguido en busca de su nido. ■ Pero, a pesar de toda su prisa, no puede estar allí cuando el celeste meteoro entra destruyendo sello y cal con que está sellada y reforzada la pesada piedra; ni cuando con el fragor,  la puerta de piedra cae provocando una vibración que se une a la del terremoto, el cual, a pesar de ser breve, es de una violencia tal, que echa por tierra a los aterrorizados guardias y los deja como muertos. María, al llegar, ve a estos inútiles carceleros del Triunfador echados por tierra como un manojo de espigas segadas. Pero Magdalena no relaciona el terremoto con la Resurrección, sino que, al contemplar aquel espectáculo, piensa que se trata de un castigo de Dios contra los profanadores del Sepulcro de Jesús, y cae de rodillas gritando: “¡Ay de mí! ¡Se lo han robado!”. Queda destrozada. Llora como una niña, que hubiera venido a encontrar a su padre en casa, con la seguridad de encontrarlo, y se hubiera encontrado vacía la casa.
* Pedro, Juan y Magdalena hacia el Sepulcro.-  ■ Luego, se levanta y se marcha corriendo para ir a decirlo a Pedro y Juan. Y, dado que ya solo piensa en avisar a los dos, no se acuerda de ir al encuentro de sus compañeras, ni se acuerda de detenerse en el camino, sino que, más rápida que una gacela, vuelve a pasar por el camino recorrido antes, pasa por la puerta Judiciaria y corre desolada por las calles, que se van animando con la gente, para echarse contra el portón de la casa amiga y golpearlo y empujarlo violentamente. La dueña le abre. Magdalena pregunta angustiada: “¿Dónde están Juan y Pedro?”. La mujer señala el Cenáculo: “Allí”. Magdalena entra y, nada más entrar, enfrente de los asombrados apóstoles, con voz baja por compasión a la Virgen, pero llena de dolor, dice: “¡Se han llevado al Señor del Sepulcro! ¡Quién sabe dónde le habrán puesto!”, y por primera vez se tambalea y vacila y, para no caerse, se agarra donde puede. Preguntan los dos apóstoles: “¡Pero cómo! ¿Qué estás diciendo?”. Y ella, jadeante: “¡Yo me adelanté… para comprar a los guardias… para que nos dejasen embalsamarle! Ellos están allí como muertos… El Sepulcro está abierto, la piedra por tierra… ¿Quién? ¿Quién habrá sido? ¡Oh, venid! Corramos…”. ■ Pedro y Juan salen inmediatamente. Magdalena los sigue a algunos pasos de distancia. Luego vuelve, agarra de los brazos a la dueña de casa, la zarandea con violencia, llevada de su amor previsor y le dice junto a la cara ordenándole: “Por ningún motivo dejes pasar a nadie donde está Ella (y señala la puerta de la habitación de la Virgen). Acuérdate que soy tu señora. Obedece y calla”. Y, dejándola verdaderamente sumida en espanto, da alcance a los apóstoles, que a grandes pasos se dirigen al Sepulcro…
*  Susana y Salome, el terremoto y un ángel.- ■ …Entre tanto, Susana y Salomé, en llegando a las murallas, habiendo dejado a sus compañeras, se ven sorprendidas por el terremoto. Atemorizadas, se refugian debajo de un árbol, y se quedan allí, con el dilema de si ir hacia el Sepulcro o si huir hacia la casa de Juana; pero el amor vence al miedo y se dirigen al Sepulcro. Entran, todavía turbadas, en el huerto y ven a los guardias tirados por tierra, como muertos… Ven una gran luz salir del Sepulcro abierto. Aumenta su turbación, y llega a su clímax cuando, cogidas de la mano para darse valor mutuamente, se asoman a la entrada y, en la oscuridad de la gruta sepulcral, ven a un ser luminosísimo, bellísimo, dulcemente sonriente, saludarlas desde el lugar de donde está: apoyado en la parte derecha de la piedra de la unción, cuyo gris volumen, detrás de tanto incandescente esplendor, desaparece. Aturdidas por el estupor, caen de rodillas. Pero dulcemente el ángel les habla: “No tengáis miedo de mí. Soy el ángel del divino Dolor. He venido para experimentar la dicha de su final: Jesús ya no siente más el dolor ni la humillación de la muerte. Jesús de Nazaret, el Crucificado a quien buscáis, ha resucitado. ¡Ya no está aquí! Vacío está el lugar donde le pusieron. Alegraos conmigo. Id. Decid a Pedro y a los discípulos que ha resucitado y que os precede hacia Galilea. Allí le veréis por un poco de tiempo más, según lo había dicho”. ■ Las mujeres caen rostro en tierra y, cuando lo levantan, huyen como quien huye ante un duro castigo. Están aterrorizadas y murmuran: “¡Ahora moriremos! ¡Hemos visto al ángel del Señor!”. Ya en pleno campo se tranquilizan un poco, y se consultan entre sí. ¿Qué hacer? Si dicen lo que han visto, no las creerán; si dicen que vienen de allí, los judíos pueden acusarlas de haber matado a los guardias. No. No pueden decir nada ni a los amigos, ni a los enemigos… Atemorizadas, enmudecidas regresan por otro camino hacia la casa. Entran y se refugian en el Cenáculo. Ni siquiera tratan de ver a la Virgen… Y allí piensan que si lo que han visto no habrá sido un engaño del Demonio. Siendo, como son, humildes, piensan que no “puede ser que a ellas se les haya concedido ver al enviado de Dios. Es Satanás el que ha querido atemorizarlas para alejarlas de allí”. Lloran y oran como dos niñas asustadas por una pesadilla…
* Marta, María de Alfeo y Juana.- ■ …El tercer grupo, el de Juana, María de Alfeo y Marta, visto que nada nuevo sucede, se decide ir al lugar donde, sin duda, estarán las compañeras esperando. Salen a las calles, donde ya hay gente, gente asustada que habla del nuevo terremoto y lo relaciona con los hechos del viernes y ve incluso lo que no existe. “¡Mejor si todos están asustados! Tal vez también lo estén los guardias y nos dejen pasar” dice María de Alfeo. Y van raudas hacia las murallas.
* Pedro, Juan y Magdalena llegan al Sepulcro.- ■ Pero mientras ellas van allá, al huerto han llegado Juan y Pedro, seguidos por la Magdalena. Y Juan, más rápido, es el primero en llegar al Sepulcro. Los guardias ya no están. Tampoco el ángel. Juan se arrodilla, temeroso y afligido, en la entrada totalmente abierta; se arrodilla para hacer un acto de veneración y para captar si algo puede darle alguna pista. Pero él ve, en el suelo, los lienzos de lino, puestos en un montón encima de la Sábana. Juan: “¡Pues verdaderamente no está, Simón! María ha visto bien. Ven, entra, mira”. Pedro, con el aliento entrecortado por la rapidez del paso, entra en el Sepulcro. Por el camino había dicho: “No me atreveré a acercarme a aquel lugar”. Pero ahora solo piensa en descubrir dónde puede estar el Maestro. E incluso le llama, como si pudiera estar escondido en algún oscuro rincón. La oscuridad, a estas horas de la mañana, es todavía fuerte dentro del Sepulcro, cuya única fuente de luz es la pequeña abertura de la puerta, en la que se dibujan las sombras de Juan y Magdalena… Y Pedro tiene dificultades para ver, de forma que tiene que ayudarse con las manos… Toca, temblando, la mesa de la unción y la siente vacía… Pedro: “Juan, ¡no está! ¡No está!… ¡Ven también tú! Yo he llorado tanto que casi no veo con esta poca luz”. ■ Juan se pone de pie y entra. Mientras Juan hace esto, Pedro descubre el sudario, colocado en un rincón, bien doblado; y, dentro del sudario, cuidadosamente enrollada, la Sábana. Juan: “De veras que lo han robado. Los guardias estaban no por nosotros sino para hacer esto… Y nosotros les hemos dejado actuar. Marchándonos, lo hemos permitido…”. Pedro: “¡Oh, dónde lo habrán puesto!”. Juan: “¡Pedro… Pedro… ahora sí… todo ha acabado!”. Los dos discípulos salen abatidos por completo. Pedro: “Vámonos, Magdalena. Se lo dirás a su Madre…”. Magdalena: “Yo no me voy. Me quedo aquí… Alguno vendrá… No, no me voy… Aquí todavía hay algo de Él. Su Madre tenía razón… Respirar el aire donde estuvo Él es el único consuelo que nos queda”. Dice Pedro: “El único consuelo… Ahora tú misma te percatas de que esperar era una quimera…”. Magdalena ni siquiera responde. Se deja caer al suelo, justo junto a la puerta y llora mientras los otros se van lentamente.
* Encuentro del Resucitado con Magdalena.- ■ Luego levanta la cabeza y mira adentro, y, entre lágrimas, ve a dos ángeles sentados el uno en la cabecera y el otro en los pies de la mesa de la unción. Está tan aturdida la pobre María, en su más fiera lucha trabada entre la esperanza que muere y la fe que no quiere morir, que los mira alelada, sin asombro siquiera. Ya no tiene sino lágrimas esta heroína que ha resistido todo. Uno de los luminosos seres, bellísimos jovencillos, le pregunta: “¿Por qué estás llorando, mujer?”. Magdalena: “Porque se han llevado a mi Señor y no sé dónde le han puesto”. María habla con ellos sin miedo. No pregunta: “¿Quiénes sois?”. Nada. Ya nada le causa estupor. Ella ha sufrido ya todo cuanto puede asombrar a una persona. Ahora es solo un ser destruido que llora sin fuerzas, sin importarle nada. El jovencito angélico mira a su compañero y sonríe. Y el otro hace lo mismo. Y, con una alegría angelical, ambos miran hacia afuera, hacia el huerto florido con los miles de corolas que se han abierto a los primeros rayos del sol en los manzanos que hay allí. ■ María se vuelve para ver a quién miran. Y ve a un Hombre, hermosísimo, al que no comprendo cómo puede no reconocer inmediatamente. Un Hombre que la mira con piedad y le pregunta: “Mujer, ¿por qué estás llorando? ¿A quién buscas?”. Es verdad que Jesús, llevado de su compasión para con Magdalena, a quien las demasiadas emociones han debilitado y que podría morir a causa de la repentina alegría, no se muestra claramente; pero de verdad me pregunto cómo no puede reconocerle. Entre sollozos dice Magdalena: “¡Me han quitado al Señor Jesús! Había venido para embalsamarle con la esperanza de que resucitase… Todo mi valor, todas mis esperanzas, toda mi fe giraban en torno a mi amor por Él… y ahora ya no le encuentro más… No, más bien, he puesto mi amor en torno a la fe, a la esperanza y al valor, para defenderlos de los hombres… Pero ¡todo es inútil! Los hombres han robado a mi Amor y con Él me han arrebatado todo… ¡Oh, señor mío, si eres tú el que se lo ha llevado, dime dónde le has puesto! Y yo iré por Él… No lo diré a nadie… Será un secreto entre tú y yo. Mira: soy la hija de Teófilo, la hermana de Lázaro, pero estoy de rodillas a tus pies suplicándote, como una esclava. ¿Quieres que te compre su Cuerpo? Lo haré. ¿Cuánto quieres? Soy rica. Puedo darte mucho oro y piedras preciosas como pesa su Cuerpo. Pero devuélvemelo. No te denunciaré. ¿Quieres golpearme? Hazlo. Hasta que me saques sangre si así te parece. Si le odias a Él, desquítate conmigo. Pero devuélvemelo. ¡Oh, no desoigas, señor mío! ¡Ten compasión de una pobre mujer!… ¿No quieres hacerlo por mí? Entonces hazlo por su Madre. ¡Dime, dime, dónde está mi Señor Jesús! Soy fuerte. Le tomaré entre mis brazos y le cargaré como a un niño. Señor… señor… ya lo ves… hace tres días que la ira de Dios descarga sobre nosotros por lo que se hizo a su Hijo… No agregues la profanación al delito…”. ■ Jesús centellea al llamarla por su nombre: “¡María!”. Se revela en su triunfante fulgor. Magdalena: “¡Rabboni!”. El grito de María es verdaderamente el «gran grito» que cierra el ciclo de la muerte. Con el primero, las tinieblas del odio envolvieron a la Víctima en sus vendas fúnebres; con el segundo, las luces del amor aumentaron su esplendor. Y María, al emitir este grito que llena el huerto, se levanta y, presurosa se echa a los pies de Jesús. Quiere besarlos. Jesús tocándola apenas con la punta de sus dedos sobre la frente, la separa diciéndole: “¡No me toques! Aún no he subido a mi Padre con este vestido. Ve donde mis hermanos y amigos y diles que subo a mi Padre y vuestro, a mi Dios y vuestro, y luego iré donde  ellos”. Y Jesús, envuelto por una luz irresistible,  desaparece.
* Llegan también las del tercer grupo al Cenáculo. El testimonio de las mujeres no convencen a los dos apóstoles ni el último testimonio: el de María de Alfeo y Salomé, que habían salido a comprobar, y afirman habérseles aparecido Jesús.- Los mismos guardias han hablado. Les pagan para decir lo contrario.- ■ Magdalena besa el suelo donde Él estuvo y corre hacia la casa. Entra como un rayo —la puerta está entornada para dejar paso al amo de la casa, que ha salido para ir a la fuente—, abre la puerta de la habitación de María y se deja caer sobre el pecho de Ella, gritando: “¡Ha resucitado!”, y llora llena de dicha. Y, mientras acuden Pedro y Juan, y del Cenáculo salen las asustadas Salomé y Susana, que escuchan lo que Magdalena dice, también llegan de la calle María de Alfeo y Marta y Juana, las cuales, con el aliento entrecortado, dicen que “ellas también estuvieron allí y que vieron a dos ángeles, que decían ser el Custodio del Hombre-Dios y el Ángel de su Dolor, y que les han dado  la orden de decir a los discípulos que había resucitado”. Y, al ver que Pedro menea la cabeza, ellas insisten diciendo: “Sí. Han dicho: «¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? Él no está aquí. Ha resucitado como Él predijo cuando estaba en Galilea. ¿No os acordáis de ello? Dijo: ‘El Hijo del hombre debe ser entregado en las manos de los pecadores y ser crucificado. Pero resucitará al tercer día’»”. Pedro menea la cabeza diciendo: “¡Demasiadas cosas han sucedido en estos días! Os han ofuscado”. ■ Magdalena levanta la cabeza del pecho de María y confiesa: “¡Le he visto! Le he hablado. Me ha dicho que sube al Padre y que luego vendrá. ¡Qué hermoso estaba!”, y llora como nunca antes ha llorado, ahora que ya no tiene por qué atormentarse a sí misma para hacer fuerza contra las dudas que proceden de todas partes. Pero Pedro, y también Juan se quedan muy dudosos. Se miran y sus ojos dicen: “¡Imaginaciones de mujeres!”. ■ Entonces también Susana y Salomé se atreven a hablar. Pero la misma, inevitable diversidad de detalles de los guardias, que primero estaban como muertos y luego no están; y de los ángeles, que en un momento son uno y en otro dos, y que no se han mostrado a los apóstoles; y de las dos versiones sobre el hecho de que Jesús va allí o que precede a los suyos hacia Galilea… esto hace que la duda, es más, la persuasión de los apóstoles crezca cada vez más de que han sido «imaginaciones de mujeres». ■ María, la Madre dichosa, calla, sujetando a la Magdalena… No comprendo el misterio de este silencio materno. María de Alfeo dice a Salomé: “Vamos a volver allá nosotras dos. Veamos si todas estamos ebrias…”, y salen corriendo. Las otras se quedan —comedidamente no tomadas en consideración por los dos apóstoles— junto a María que no dice nada absorta en su pensamiento que cada uno interpreta a su modo y que nadie comprende que es un éxtasis. ■ Vuelven las dos mujeres ya más bien entradas en años: “¡Es verdad! ¡Es verdad! Le hemos visto. Nos ha dicho cerca del huerto de Bernabé: «La paz sea con vosotras. No tengáis miedo. Id a decir a mis hermanos que he resucitado y que vayan dentro de pocos días a Galilea. Allí estaremos todavía un tiempo juntos». Esto ha dicho. Magdalena tiene razón. Hay que decirlo a los que están en Betania, a José, a Nicodemo, a los discípulos de mayor confianza, a los pastores. Id. Haced algo… ¡Oh, ha resucitado!…”. Todas llenas de felicidad lloran. Pedro: “¡Estáis locas! ¡El dolor os ha trastornado la cabeza! Habéis creído que la luz fuese un ángel, que el viento fuese voz, que el sol fuese Jesús. Yo no os critico. Os comprendo, pero solo puedo creer en lo que yo he visto: el Sepulcro abierto y vacío, y los guardias que huyeron después de haber sido robado el cadáver…”. Mujeres: “¡Pero si los guardias mismos están diciendo que ha resucitado! ¡Si la ciudad está toda revuelta, y los jefes de los sacerdotes están que se mueren de rabia, porque los guardias, huyendo aterrorizados, han hablado! Ahora quieren que digan lo contrario y para eso les pagan para hacerlo. Pero ya se sabe. Y, si los judíos no creen en la Resurrección, si no quieren creer, muchos otros creerán”. Pedro: “¡Mmm, mujeres!…”, y levanta sus hombros haciendo ademán de marcharse.
* El testimonio de la Virgen es decisivo: convence a Pedro y Juan.- ■ Entonces la Virgen, que continúa teniendo sobre su pecho a Magdalena (que llora como sauce bajo una llovizna por su inmensa alegría) besándole sus rubios cabellos, levanta su rostro transfigurado y dice una breve frase: “Realmente ha resucitado. Yo le he tenido entre mis brazos y he besado sus Llagas”, y luego reclina otra vez su cabeza sobre los cabellos de Magdalena y agrega: “Sí, la alegría es más fuerte que el dolor, pero no es más que un grano de arena respecto a lo que será tu océano de júbilo eterno. Bienaventurada tú que por encima de la razón has hecho hablar al espíritu”. ■ Pedro ya no osa negar… y, con uno de sus arranques antiguos, que ahora vuelve a aflorar, dice, grita, como de los otros y no de él dependiese el retraso: “Pues entonces, si es así, hay que hacérselo saber a los demás; a los que andan dispersos por los campos… buscar… hacer algo. ¡Venga, moveos! Si viniese… que por lo menos nos encuentre” y no cae en la cuenta de que todavía está confesando que no cree ciegamente en la Resurrección. (Escrito el 2 de Abril de 1945).
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1  Nota  : Cfr. Mt. 28,1-13; Mc. 16,1-11; Lc. 24,1-12; Ju. 20,1-18.
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10-620-184 (11-6-665).- Consideraciones de Jesús sobre la Resurrección y sobre las apariciones a su Madre y a  María Magdalena.
“Las plegarias ardientes de mi Madre anticiparon mi Resurrección. Tanto calculáis los días por su nombre, como si calculáis por horas…”. ■ Dice Jesús: “Las plegarias ardientes de mi Madre anticiparon mi resurrección. Yo había dicho: «Al Hijo del Hombre le matarán, pero resucitará al tercer día». A las tres de la tarde del viernes había Yo muerto ya. Tanto calculáis los días por su nombre, como si calculáis por horas, no era el alba dominical la que debía verme resucitar. En cuanto a horas, mi Cuerpo había estado sin vida treinta y ocho, en vez de setenta y dos; en cuanto a días, habría debido, al menos, llegar la tarde de este tercer día para decir que había estado tres días en el sepulcro. Pero mi Madre anticipó el milagro, como cuando con sus oraciones abrió el Cielo, anticipándose al tiempo determinado para dar al mundo la salvación, de igual modo ahora Ella alcanzó que se anticipara la hora para consolar su corazón agonizante”.
* “Mi Espíritu entró como espada de fuego divino a calentar los fríos restos de mi Cadáver”.-Jesús: “Yo, a los primeros rayos del tercer día, bajé como el sol, con mi resplandor destruí los sellos de los hombres, tan inútiles ante el poder de un Dios, con mi fuerza derribé aquella fuerza inútil, con mi presencia aterroricé a los guardias que habían sido puestos para vigilar al que es Vida, a quien ninguna fuerza humana puede impedir que lo sea. Mucho más poderoso que vuestra luz eléctrica, mi Espíritu entró como espada de Fuego divino a calentar los fríos restos de mi Cadáver y al nuevo Adán el Espíritu de Dios infundió la vida, diciéndose a Sí mismo: «Vive. Lo quiero». Yo que había resucitado muertos cuando no era más que el Hijo del hombre, la Víctima señalada a llevar las culpas del mundo, ¿no podía resucitarme ahora que era el Hijo de Dios, el Primero y el Ultimo, el Viviente eterno, el que tiene en sus manos la llave de la Vida y de la Muerte?  ■ Y mi Cadáver sintió que la vida volvía a él. Mira: como un hombre que se despierta después de su profundo sueño, doy un respiro profundo. Ni siquiera abro los ojos. La sangre vuelve a circular por las venas no muy rápidamente, y lleva al cerebro el pensamiento. ¡Y venía de tan lejos! Mira, como sucede con un hombre herido a quien un poder milagroso sana, la sangre llena las venas vacías, llena el corazón, da calor a los miembros, las heridas se cierran, los cardenales y llagas desaparecen. ¡Cuán herido estaba Yo! Pero la Fuerza entra en actividad, y Yo quedo curado, me despierto, vuelvo a la Vida. Estuve muerto, ahora vivo. Ahora me pongo en pie. Me quito las sábanas en que estuve envuelto, me libro de los ungüentos. No tengo necesidad de ellos para aparecer cual soy, la Belleza eterna, la perfección absoluta. ■ Me pongo un vestido que no es de esta Tierra, sino que me lo tejió mi Padre, Él, que teje la seda de los cándidos lirios. Estoy vestido de resplandor. Mis llagas me sirven de adorno. No manan sangre, sino luz, esa luz que será la alegría de mi Madre y de los bienaventurados, y el terror de los malditos y de los demonios en la Tierra y en el último día. ■ El ángel de mi vida terrestre y el ángel que me acompañó en mi dolor, están postrados ante Mí y adoran mi Gloria. Están  mis dos ángeles. El uno para sentirse bienaventurado a la vista del Hombre a quien guardó, que no tiene necesidad más de su protección angelical. El otro, que vio mis lágrimas, para ver mi sonrisa; que vio mi batalla, para ver mi victoria; que vio mi dolor, para ver mi alegría.  Salgo al huerto lleno de capullos de flores y rocío. Y los manzanos abren sus corolas para formar un arco sobre mi cabeza de Rey. Las hierbas se doblan para servir de alfombra a mis pies que vuelven a pisar la tierra redimida. Me saludan los primeros rayos del sol, el suave aire abrileño, la nubecilla que pasa, sonrosada cual mejilla de niño, y los pájaros de entre las ramas. Soy su Dios. Me adoran. ■ Paso por entre los guardias medio muertos, símbolo de las almas en pecado mortal que no sienten cuando pasa su Dios. ¡Es pascua, María! ¡Esto sí que es el «Paso del Ángel de Dios»! Su paso de la muerte a la vida. Su paso para dar vida a los que creen en su Nombre. Es pascua. Es la Paz que pasa por el mundo. La Paz que no está más sujeta a las condiciones humanas, sino que está libre, perfecta y activa con su fuerza divina”.
* “Antes de que regrese a mi Padre con mi vestido de Hombre glorificado, voy donde mi Madre. Ella me puede tocar. Y después ir a la Pura, me presento a la mujer redimida. No permito que me toque”.-Jesús: “Voy a ver a mi Madre. Es justo que vaya a verla. Lo fue para mis ángeles, con mayor razón para con quien además de que me guardó y me consoló, fue la que me dio la vida. Antes de que regrese a mi Padre con mi vestido de Hombre glorificado, voy donde mi Madre. Voy con  el resplandor de mi vestido paradisíaco y de mis Diamantes vivos. Ella me puede tocar, Ella puede besarlos porque es la Pura, la Hermosa, la Amada, la Bendita, la Santa de Dios. El nuevo Adán va donde la nueva Eva (1). El mal entró en el mundo por la mujer, y por la Mujer fue vencido. El Fruto de la Mujer ha desintoxicado a los hombres del veneno de Lucifer. Ahora si quieren, pueden salvarse. Ha salvado a la mujer que quedó tan frágil después de la mortal herida. ■ Y después de ir a la Pura, que por derecho de santidad y maternidad es justo que vaya, me presento a la mujer redimida, a la representante de todas las mujeres a quienes he venido a librar de la mordida de la lujuria, para decirles que se acerquen a Mí para curarlas, que tengan fe en Mí, que crean en mi Misericordia que comprende, perdona; que para vencer a Satanás, el cual instiga sus cuerpos, miren mi Carne adornada con las cinco llagas. ■ No permito que me toque. No es la Pura que puede tocar sin contaminar al Hijo que vuelve al Padre. Todavía le falta mucho que purificar con la penitencia. Pero su amor merece un premio. Ha sabido resucitar, por su voluntad, del sepulcro de su vicio, deshacerse de Satanás que la tenía aferrada, desafiar al mundo por amor a su Salvador, ha sabido despojarse de todo lo que no fuese amor, que ha sabido no ser otra cosa más que amor que arde por su Dios. Y Dios la llama: «María». Oye y responde: «¡Rabboni!». Y en ese grito se oye su corazón. ■ Le doy el encargo, por haberlo merecido, de ser la mensajera de mi Resurrección. Se le tacha de haber visto fantasmas. Pero no le importa a ella, María de Magdala, María de Jesús, el juicio de los hombres. Me ha visto resucitado, y esto le produce una alegría tal que le impide cualquier otro sentimiento. ¿Ves cómo amo también a la que fue culpable, pero que quiso salir de la culpa? Ni siquiera me muestro primero a Juan, sino a Magdalena. A Juan le había constituido hijo, y podía serlo porque era puro y podría ser hijo no sólo espiritual, sino que también podía ocuparse de todas aquellas necesidades propias del cuerpo humano de la Pura de Dios. Magdalena, la restituida a la Gracia, es la primera en verme. ■ Cuando me amáis hasta vencer todo por Mí, tomo vuestra cabeza y vuestro corazón entre mis manos llagadas y con mi aliento os inspiro mi poder. Os salvo a vosotros, hijos, a quienes amo. Os hacéis hermosos, sanos, libres, felices. Os convertís en los hijos queridos del Señor. Os hago portadores de mi Bondad entre los pobres hombres, para convencerlos de ella y de Mí. Tened fe en Mí. Amadme. No temáis. Que os infunda seguridad en el Corazón de vuestro Dios todo lo que ese Corazón ha padecido para salvaros”. (Escrito el 21 de Febrero de 1944).
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1  Nota  :  “El nuevo Adán va donde la nueva Eva”:
Según esta Obra, la Culpa Original invadió los tres reinos del hombre: el espiritual, el psíquico y el físico. Empezó por la soberbia (Gén. 3,5), siguió con la desobediencia (Cfr. Rom. 5,12-21) terminó con la intemperancia (Gén. 2,25-3,7). Esta Obra, según costumbre, avanza mucho más, y precisa al objeto de cada uno de estos tres pecados. Pecaron de soberbia, deseando ser semejantes a Dios (Cfr. Gén. 3,5), no en el sentido de lo que ya eran (Cfr. Gén. 1,26-27), sino en el de que no lo eran todavía. Desearon ser semejantes a Dios en cuanto Creador, en la procreación. Los animales ya lo eran, con mayor razón lo debía ser el hombre, rey de la creación, a sugerencia de Satanás. Pecaron de desobediencia, porque sin esperar la enseñanza y el momento que Dios había determinado, mas dando oído a las insinuaciones de Satanás, gustaron del placer de la gula (Cfr. Gén. 3,4-6) y de la concupiscencia (Cfr. Gén. 3,4-13). Pecaron de intemperancia, porque de hecho probaron el fruto de la planta y el fruto del sentido. ■ La acción de María anuló la acción de Eva: fue humilde, obediente y observante de la temperancia, en grado sumo. Dio oídos a Dios y no al Demonio. Escuchó al ángel de la luz y no al de las tinieblas. El Arcángel que Dios envió, le habló de pro-creación, al hablarle del Fruto (Cfr. Mt. 1,18-26 y sobre todo Lc. 1,26-38); de igual modo que, según esta Obra, el Demonio habló a Eva (también) de procreación, hablándole del fruto. María aprendió por medio del enviado de Dios la manera y el momento en que serviría al Señor; mediante una manifestación sensible Eva aprendió del Demonio el modo y momento para rebelarse contra el Señor. María engendró, pues, el suave Fruto de la salvación; entre tanto que Eva el amargo de la ruina (Cfr. bien: S. Irineo, Contra herejías, lib. III, cp. 22, n. 4). ■ Esta Obra sigue fiel y completamente la divina revelación. Añade explicaciones profundas que no están en algunos elementos del Génesis (Gén. 2,25; 3,7 y el lugar citado de S. Irineo) ya poniendo en relieve el paralelismo patrístico Eva-María, hasta hacerlo completo y armónico en todas sus partes.
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10-621-187 (11-7-668).- Aparición (1) a Lázaro.
* Lázaro reúne en su casa de Betania a apóstoles y discípulos y a un abatido Felipe.-  ■ El sol de una mañana serena de abril llena con sus rayos los rosales y los jazmines del jardín de Lázaro. Y los setos de boj y de laurel, la copa de una alta palmera plateada que ondea leve en el linde del paseo, el tupidísimo laurel que está junto al estanque de los peces, parecen lavados por una mano misteriosa, pues el rocío nocturno ha limpiado y bañado sus hojas, tan brillantes y limpias ahora, que parecen cubiertas por un esmalte nuevo. Por dentro, la casa parece un desierto. Aunque las ventanas están abiertas, no se oye ni un ruido en las habitaciones porque todas las cortinas están corridas. Dentro, pasado el vestíbulo al que dan muchas puertas, todas abiertas —y es extraño ver sin ningún aparejo las salas que normalmente se emplean para banquetes más o menos numerosos—,  hay un amplio patio enlosado, rodeado de un soportal en el que hay, acá o allá, asientos. En éstos, e incluso sentados en el suelo, en esterillas o sobre el frío mármol, se ven  numerosos discípulos. Entre ellos, veo a los apóstoles Mateo, Andrés, Bartolomé, Santiago y Judas de Alfeo, Santiago de Zebedeo y los discípulos pastores con Mannaén, además de a otros que no conozco. No veo a Zelote, ni a Lázaro, ni a Maximino. Por fin veo a éste último, que entra con algunos criados y distribuye a todos pan con alimentos varios: aceitunas, queso, miel y hasta leche fresca a quien la apetece. Pero nadie tiene ganas de comer, aun cuando Maximino exhorta a todos a hacerlo. El abatimiento es profundo. En pocos días las caras han enflaquecido, están pálidas por el llanto. Sobre todo las de los apóstoles, que fueron los primeros en huir, tienen un aire de abatimiento, entre tanto que las de los pastores y la de Mannaén se muestran menos postrados; y Maximino aparece solo virilmente afligido. ■ Casi de carrera entra Zelote y pregunta: “¿Está aquí Lázaro?”. Le dicen: “No. Está en su habitación. ¿Qué quieres?”. Zelote: “En el borde del camino, cerca de la Fuente del Sol, está Felipe. Ha llegado de la llanura de Jericó. Está agotado. No quiere acercarse porque… como todos, se siente pecador. Pero Lázaro le convencerá”. Se levanta Bartolomé y dice: “También voy yo…”. Van donde Lázaro que, al oírse llamado, sale —lleno de aflicción en su rostro— de una habitación sombría donde probablemente ha llorado y orado. Salen y atraviesan primero el jardín; luego, el pueblo por la parte que se dirige hacia las faldas del monte de los Olivos; luego, llegan al extremo del pueblo, por la parte donde termina el rellano elevado, en que está construido. Continúan ya solo por el camino montañoso que sube y baja formando escalones naturales por las montañas que descienden gradualmente hacia la llanura, al este, y suben hacia la ciudad de Jerusalén, al oeste. Aquí hay una fuente donde ganado y hombres calman su sed. A estas horas de la mañana el ambiente es fresco porque alrededor del manantial hay muchos árboles. El manantial rebosa de agua pura. ■  Felipe está sentado sobre el borde más alto de la fuente, con la cabeza baja, despeinado, polvoriento, con las sandalias rotas, que le cuelgan de los pies cruzados. Lázaro le llama amistosamente: “Felipe, ven. Amémonos por amor a Él. Debemos estar unidos en su Nombre. ¡Hacer esto todavía es amarle!”. Felipe: “¡Oh, Lázaro, Lázaro! Huí… y ayer, más allá de Jericó, supe que había muerto… Y… yo no me puedo perdonar el haber huido…”. Responde Bartolomé:  “Todos hemos huido menos Juan que le siguió fiel, y Simón que nos ha reunido por órdenes suyas, después que cobardemente escapamos. Fuera de ellos, ninguno de nosotros los apóstoles ha sido fiel”. Felipe: “¿Y puedes perdonártelo?”. Bartolomé responde a Felipe su amigo: “No. Pero pienso reparar mi cobardía con no caer en un abatimiento estéril. Debemos unirnos con Juan. Enterarnos de sus últimas horas. Juan siempre le siguió”. Dice Zelote: “Y no dejar perecer su Doctrina. Hay que predicarla al mundo. Mantenerla viva, por lo menos, dado que, demasiado tardos y necios, no supimos tomar las medidas necesarias para salvarle de sus enemigos”. Afirma Lázaro: “No podíais salvarle. Ninguna cosa podía haberlo hecho. Él me lo dijo, y lo repito una vez más”. Pregunta Felipe: “¿Lo sabías tú, Lázaro?”. Lázaro:  “Lo sabía. Mi tormento consistió en saber, desde el atardecer del sábado, por boca suya, su muerte, y conocer sus pormenores, y saber cómo nos íbamos a comportar…”. Sin vacilación alguna corta Bartolomé: “No, tú no. Tú solo obedeciste y sufriste. Nosotros nos hemos comportado como unos cobardes. Tú y Simón sois los sacrificados a la obediencia”. Lázaro: “Sí. A la obediencia. ¡Oh qué duro es oponer resistencia al amor por obedecer al ser Amado! Ven, Felipe. En mi casa están casi todos los discípulos. Ven también tú”. Felipe: “Me avergüenzo de que me vea el mundo y mis compañeros…”. Bartolomé replica con tristeza: “¡Todos hemos sido iguales!”. Felipe: “Será verdad, pero yo tengo un corazón que no me perdona”. Lázaro: “Esto es orgullo, Felipe. Ven. Él me dijo en la tarde del sábado: «Ellos no se perdonarán. Diles que les perdono porque sé que ellos no obrarán libremente. Es Satanás que los hará extraviar». Ven”. ■ Felipe llora amargamente, pero cede. Y, encorvado como si en pocos días hubiera envejecido, va al lado de Lázaro hasta el patio donde todos le están esperando. Y la mirada que lanza a sus compañeros, como la de éstos a él, claramente muestra su completo abatimiento.
* Lázaro repite a los apóstoles el testamento de amor de Jesús: su perdón.- ■ Lázaro lo nota y dice: “Una nueva oveja de la grey del Mesías. Una oveja atemorizada al ataque de los lobos, que huyó después que el Pastor fue capturado, y que un amigo suyo ha recobrado. Repito su testamento de amor a esta oveja extraviada que ha saboreado la amargura de estar sola, sin tener siquiera el consuelo de llorar igual error con sus hermanos. Él, lo juro ante la presencia de los coros celestiales, me dijo, entre otras muchas cosas que vuestra debilidad humana actual no puede soportar (porque, en verdad, son de una desolación que me destrozan el corazón desde hace diez días —y, si no supiese que mi vida es útil a mi Señor, aun siendo tan pobre y defectuosa como es, me entregaría a la herida de este dolor de amigo y discípulo que perdiéndole a Él todo ha perdido—),  me dijo, pues: «Los miasmas de la Jerusalén corrompida sacarán de sus cabales incluso a mis discípulos. Ellos huirán y vendrán a ti». De hecho, ved que todos habéis venido. Todos, podría decir. Porque fuera de Simón Pedro e Iscariote, todos habéis venido a mi casa y al corazón de un amigo. Me dijo: «Juntarás a todos. Animarás a mis ovejas dispersas. Les dirás que les perdono. Te confío mi perdón que a ellos darás. No podrán sentirse tranquilos por haber huido. Diles que no vayan a caer en el pecado mayor de desesperar de mi perdón». Esto me dijo. Y yo os perdono en su Nombre. ■ Yo he sentido rubor de daros en su Nombre esta cosa tan santa, tan suya, como es el Perdón, o sea, el Amor perfecto, porque completamente ama quien perdona al culpable… Este ministerio ha confortado mi áspera obediencia… Porque hubiera querido estar allí, como mis buenas hermanas María y Marta. Y si a Él le crucificaron en el Gólgota, yo os juro, que la obediencia me crucificó aquí, y es un martirio desgarrador. Pero si sirve para confortar a su Espíritu, si esto sirve para salvar a los discípulos, hasta el momento en que Él los reunirá para perfeccionarles en la fe, yo inmolo una vez más mi deseo de ir al menos a venerar su Cadáver antes de que el tercer día termine”.
*  A partir de la hora tremenda en que Él subió a la Cruz todo se le ilumina a Lázaro… pero “para que éstos crean en tus promesas, en tu perdón, en lo que eres Tú, te ofrezco mi vida… pero haz que tu Doctrina no muera”.- ■ Lázaro continúa: “Sé que dudáis, pero no debéis hacerlo. Ignoro las palabras de la Cena pascual, fuera de las que vosotros me habéis referido. Pero, cuanto más pienso en ellas, tanto más recojo, uno a uno, estos diamantes de sus verdades y más siento que esos diamantes hacen una referencia segura a un mañana inmediato. Él no pudo haber dicho: «Voy al Padre y luego regresaré» si en realidad no volviese. No pudo haber dicho: «Cuando me volváis a ver os llenaréis de alegría» si para siempre hubiera desaparecido. Él siempre dijo: «Resucitaré». Vosotros me contasteis que dijo: «Sobre la semilla sembrada en vosotros pronto descenderá una lluvia que la hará germinar, y luego vendrá el Paráclito que la convertirá en un robusto árbol». ¿No es verdad que así habló? ¡Oh!, no queráis que esto solo se realice en el último de sus discípulos, en el pobre Lázaro que muy raras veces estuvo con Él. Cuando vuelva, procurad que encuentre su semilla brotada al contacto de la lluvia de su Sangre. ■ En mí hay un encendimiento de luz, y toda una erupción de fuerzas a partir de la hora tremenda en que subió a la Cruz. Todo se me ilumina, todo nace y echa tallo. Ninguna palabra se me queda en su pobre significado humano, sino que todo lo que oí de su boca o referido acerca de Él, ahora toma vida, y en verdad mi corazón seco se transforma en un jardín donde cada flor lleva su Nombre y en que toda savia extrae su vida de su Corazón bendito. Creo, ¡oh Jesús! Pero para que éstos crean en todas tus promesas, en tu perdón, en todo lo que eres Tú, te ofrezco mi vida. Acábala, pero haz que tu Doctrina no muera. Haz lo que quieras de tu pobre Lázaro, pero reúne los miembros dispersos del núcleo apostólico. Todo lo que quieras, pero que en cambio viva para siempre tu Palabra y que a ella vengan los que solamente por Ti pueden tener la vida eterna”. ■ Lázaro está realmente inspirado, como fuera de sí. El amor le transporta muy en alto. Y tanto lo es que contagia a sus compañeros: unos le llaman por una parte, otros por otra, como si fuese un confesor, un médico, un padre. El patio de la rica casa de Lázaro me hace pensar, no sé por qué, en las moradas de los patricios romanos en los tiempos de persecución y de fe heroica…
“Todo está terminado, Lázaro. He venido a darte las gracias, amigo fiel. He venido a decirte que digas a los hermanos que vayan inmediatamente a la casa de la Cena. Tú —otro sacrificio, amigo, por amor a Mí— quedas aquí por ahora…”.- ■ Lázaro está ahora inclinado hacia Judas de Alfeo, que no logra encontrar razón alguna para convencerse de haber abandonado a su Maestro y primo, cuando, algo le hace erguirse de improviso, y obediente responde al momento: “Voy, Señor”. Y sale como siguiendo a alguien que le llamase y le precediera. Todos sorprendidos se miran, se preguntan. “¿Qué ha visto?”. “Si no hay nadie”. “¿Oíste alguna voz?”. “Yo no”. “Yo tampoco”. “¿Y entonces? ¿Estará de nuevo enfermo Lázaro?”. “Tal vez… Ha sufrido más que nosotros, tanto que nos ha ayudado a nosotros que hemos sido unos cobardes. Tal vez delira”. “Será así. Está muy flaco”. “De sus ojos parece como que salían llamas”. “Será Jesús que le ha llamado al Cielo”. “Ha de ser así, pues Lázaro hace poco le ofreció su vida. Lo ha recogido en seguida como a una flor… ¡Oh, pobre de nosotros! ¿Qué haremos ahora?”. Los comentarios son diversos y reflejan preocupación. ■ Lázaro atraviesa el vestíbulo, sale al jardín. Sigue corriendo, sonriendo, hablando consigo. Toda su ansia se dibuja en su voz: “Voy, Señor”. Llega a un lugar tupido de bojes que forman un kiosco verde. Cae de rodillas, rostro en tierra, gritando: “¡Oh, Señor mío!”. Y es que Jesús, en  su belleza de Resucitado, está en el límite de este verde kiosco, le sonríe… le dice: “Todo está terminado, Lázaro. He venido a darte las gracias, amigo fiel. He venido a decirte que digas a los hermanos que vayan inmediatamente a la casa de la Cena. Tú —otro sacrificio, amigo, por amor a Mí— quedas aquí por ahora… Sé que sufres por ello, pero sé que eres generoso. Esta mañana he visto a María, tu hermana, que está ya consolada”. Lázaro: “Ya no sufres, Señor. Esto me compensa todos los sacrificios. Tanto he sufrido al saber que sufrías… y no haber podido estar contigo…”. Jesús: “¡Lo estuviste! Tu espíritu estuvo al pie de mi Cruz, y en la oscuridad de mi sepulcro. Tú como todos los demás que me habéis amado con todas vuestras fuerzas, me llamasteis pronto, desde la profundidad donde estaba. Ahora te he dicho: «Ven, Lázaro», como cuando te resucité. Desde hace muchas horas decías: «Ven». He venido. Y te he llamado. Para sacarte Yo también del abismo de tu dolor. Vete. La paz y bendición sean sobre ti, Lázaro. Sigue amándome más. Volveré nuevamente”. Lázaro ha estado todo este tiempo de rodillas, sin atreverse a hacer algún gesto. La majestad del Señor, a pesar de estar suavizada con el amor, es tan grande que impide a Lázaro hacer algo más. ■ Jesús, antes de desaparecer en un haz de luz que lo absorbe, da un paso y toca con su mano la frente del fiel amigo. Es entonces cuando Lázaro vuelve de su feliz éxtasis, se levanta, corre velozmente donde sus compañeros, con una luminosidad de alegría en sus ojos y luminosidad en su frente que tocó Jesús. Grita: “¡Ha resucitado, hermanos! Me llamó. Fui. Le he visto. Me ha hablado. Me ha dicho que os dijera que fuerais inmediatamente a la casa de la Cena. ¡Id! ¡Id! Yo me quedo aquí porque así lo quiere. Mi alegría es grande, completa…”. Y Lázaro, en su alegría, llora mientras anima a los apóstoles a ser los primeros en ir donde Él manda ir. “¡Id! ¡Id! ¡Os quiere! ¡Os ama! ¡No le temáis!… ¡Oh más que nunca ahora es el Señor, la Bondad, el Amor!”. También los discípulos se levantan… Betania queda vacía. Se queda Lázaro con su fiel corazón lleno de consuelo… (Escrito el 3 de Abril de 1945).
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1 Nota : Aparición… En relación a estas otras apariciones no reseñadas en los Evangelios (excepto la de los discípulos de Emmaús y las apariciones a los Apóstoles), María Valtorta anota en una copia mecanografiada, tras haber referido Juan 20,30-31 (donde se dice: “Muchas otras señales hizo Jesús ente los discípulos que no están escritas en este libro”): Los Padres y Doctores de la Iglesia, entre los cuales S. Agustín, dicen que fueron numerosas.
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(<Domingo de Resurrección, Jesús ha aparecido también: a Juana de Cusa, a Mannaén, a José de Arimatea y Nicodemo, a los pastores discípulos, a los discípulos de Emmaús, incluso a Romanas/os y hebreas que han expresado sus experiencias personales con el Resucitado.- Ahora se aparece a los diez apóstoles (1), ausente todavía Tomás >)

10-627-216 (11-13-693).- Los diez apóstoles, en el Cenáculo, preguntan a Jesús: “A ellos apareciste. Y a nosotros, tus apóstoles, nada”.
* “Abrigaba esperanzas de ver lo que ciertamente Lázaro veía pero no lo logré”. “A ellos te apareciste”. “A los tres”. “A María Magdalena después de tu Madre…”. “Sí ¿por qué a las mujeres, y sobre todo a María Magdalena?…”.-Están ahora todos alrededor de Jesús. Poco a poco ganan confianza. Encuentran de nuevo aquello que habían perdido o que temían haber perdido para siempre. Vuelve de nuevo la paz, la tranquilidad, y, a pesar de que Jesús aparece tan majestuoso que mantiene dentro de un cierto respeto a sus discípulos, éstos logran atravesar esos límites y empiezan a hablar. Su primo Santiago se lamenta: “¿Por qué nos has hecho esto, Señor? Sabías que somos nada y que todo viene de Dios. ¿Por qué no nos diste las fuerzas para estar a tu lado?”. Jesús le mira y sonríe. Dice Zelote: “Ahora todo se ha cumplido. Y nada debes padecer. Pero no me exijas otra vez que te obedezca hasta ese punto. He envejecido un lustro por cada hora que pasaba, y tus sufrimientos, que el amor e igualmente Satanás aumentaban en mi imaginación en cinco veces respecto a la que ya de por sí eran, han acabado con todas mis fuerzas. Solo me ha quedado fuerza para seguir obedeciendo, sujetando —como uno que se estuviera ahogando y tuviera las manos rotas— mi fuerza con la voluntad, como uno que se agarra de la tabla con los dientes, para no perecer… ¡Oh, no me pidas más esto de tu leproso!”. Jesús mira a Simón Zelote y sonríe. Andrés: “Señor, Tú sabes lo que mi corazón anhelaba. Pero después me faltó el ánimo… como si me lo hubiesen arrebatado los verdugos que te apresaron… y lo que me quedó fue un agujero por el que se escapaban todos mis pensamientos anteriores. ¿Por qué has permitido esto, Señor?”. Felipe: “Tú hablas del corazón… pero yo aseguro que me sentí como uno a quien falta la razón. Como quien recibe un mazazo en la nuca. De pronto, en la noche me encontré en Jericó… ¡Oh Dios, Dios!… ¿Pero puede un hombre padecer de este modo? Me imagino que así será la posesión. Ahora comprendo qué es esta horrible cosa…”, y abre desmesurados ojos ante el recuerdo de lo que le sucedió. Bartolomé: “Felipe tiene razón. Yo miraba atrás. Soy un viejo y no me falta el saber. Y con todo no sabía nada en aquella hora. ■ Miraba a Lázaro, cruelmente atormentado, pero seguro, y me decía: «¿Cómo puede suceder que encuentre todavía una razón para estar así y yo no?»”. Santiago de Zebedeo: “Yo también miraba a Lázaro. Y, dado que acabo de saber lo que Tú nos has explicado, no pensaba en el saber, sino que me decía: «Si al menos mi corazón fuese como el de él»; y, sin embargo, yo solo tenía dolor, dolor, dolor. Lázaro tenía dolor pero tenía paz… ¿Por qué a él tanta paz?”. Jesús mira primero a Felipe, luego a Bartolomé, a Santiago de Zebedeo, sonríe, pero no dice nada. Judas Tadeo dice: “Abrigaba esperanzas de ver lo que ciertamente Lázaro veía pero no lo logré. Por esto siempre estuve cerca de él… ¡Su cara!… Un espejo. Un poco antes del terremoto del viernes la tenía como uno que muere aplastado. Y luego, de golpe, cobró aire de majestad en su dolor. ¿Os acordáis de cuando dijo: «El deber cumplido produce paz»? Todos pensamos que se trataba de un reproche dirigido contra nosotros o algo que se decía a sí mismo. Ahora pienso que lo dijo por Ti. Lázaro fue un faro en nuestras tinieblas. ¡Cuánto le has dado, Señor!”. Jesús calla y sonríe. Andrés: “Sí. La vida. Y tal vez con ella le has dado un alma diferente. Porque, en fin, ¿en qué se diferencia de nosotros? Y, sin embargo, no es ya un hombre. Es algo más que un hombre. Por lo que había sido en el pasado, debía de haber sido menos perfecto en su espíritu. Y él ha logrado serlo, y nosotros… Señor. Mi amor ha estado vacío como ciertas espigas vacías. Solo he dado paja”. Mateo: “No puedo pedir nada, porque mucho ha sido lo que he obtenido con mi conversión, pero ¡sí!, habría querido lo que tuvo Lázaro. Un corazón entregado a Ti. También yo pienso como Andrés…”. ■ Juan dice: “También Marta y Magdalena fueron como faros. Será su raza. Vosotros no las visteis. Una era piedad y silencio. ¡La otra! ¡Oh!, si estuvimos juntos, cual un manojo de paja alrededor de la Virgen, es porque Magdalena nos envolvió con el fuego de su valeroso amor. Sí. He mencionado la raza, pero debo agregar: el amor. Nos han superado en amar. Por eso fueron lo que fueron”. Jesús continúa sonriendo sin decir una palabra. “Pero han sido grandemente recompensados…”. “A ellos te apareciste”.  “A los tres”. “A María después de tu Madre…”. No cabe duda que los apóstoles dejan traslucir un cierto reproche por estas personas privilegiadas. “Magdalena sabe desde hace muchas horas que has resucitado. Y nosotros solo ahora podemos verte…”. Dice Judas Tadeo: “Ellas ya sin dudas. Pero nosotros ¡cuántas!… Mira, solo ahora comprendemos que nada ha terminado. ¿Por qué entonces a ellos, Señor, si todavía nos amas y no nos rechazas?”. Pedro: “Sí, ¿por qué a las mujeres, y sobre todo a María Magdalena? Incluso le has tocado en la frente, y asegura que le parece llevar una guirnalda eterna. Y a nosotros, tus apóstoles, nada…”. ■ Jesús no sonríe más. Mira seriamente a Pedro —que fue el último en hablar, y que ha ido recuperando el valor a medida que se le iba pasando el miedo— y dice: “Tenía Yo doce discípulos. Los amaba con todo mi corazón. Los había elegido, y como una madre cuidé de que crecieran durante mi vida. No tenía secretos para ellos. Todo les decía, explicaba, perdonaba su debilidad humana, sus descuidos, su terquedad… todo. Tenía discípulos. Había ricos y pobres. Tenía mujeres discípulas, de un pasado turbio y de frágil constitución.  Pero mis predilectos eran los apóstoles. Llegó mi hora. Uno me traicionó y me entregó a los verdugos. Tres se echaron a dormir mientras Yo sudaba sangre. Todos menos dos huyeron cual cobardes. Uno me negó, por temor, no obstante el ejemplo del otro joven y fiel. Y, por si no fuera suficiente, entre los doce he tenido a un suicida desesperado y uno que ha dudado en tal forma de mi perdón que no quiso creer en la misericordia de Dios pese a las palabras de mi Madre. De modo que, si hubiera mirado a mis seguidores, si los hubiese mirado con ojos humanos, habría debido asegurar: «Menos Juan, fiel en el amor, y de Simón, fiel en la obediencia, ya no tengo apóstoles». Esto es lo que debería haber dicho cuando padecía en el recinto del Templo, en el Pretorio, por las calles, en la cruz. ■ Había  mujeres que me seguían… Y una, la más pecadora en el pasado, ha sido, como Juan acaba de decir, la llama que soldó las fibras rotas de los corazones. Esa mujer es María de Magdala. Tú me negaste y huiste. Ella desafió a la muerte por estar cerca de Mí. Al sentirse insultada levantó el velo para recibir los escupitajos y burlas pensando que así se asemejaba más a su Rey crucificado.  En el fondo de los corazones era objeto de burla porque creía en mi Resurrección, y pese a ello, siguió creyendo; llena de congoja, ha actuado; esta mañana, pese a su dolor, dijo: «De todo me despojo, pero dame a mi Maestro». ¿Puedes repetir tu pregunta de por qué a ella? ■ Tuve discípulos pobres que eran pastores. Pocas veces tuve la oportunidad de estar cerca de ellos, y sin embargo no dudaron en proclamar su fidelidad. Tuve discípulas tímidas, como todas las mujeres hebreas, y con todo no vacilaron en abandonar sus casas y avanzar en medio de una marea de un pueblo que me blasfemaba, con tal de darme esa ayuda que mis apóstoles me habían negado. Tuve paganas que admiraban al «filósofo». Tal lo era para ellas. Pero no tuvieron complejo, ellas las poderosas romanas, en aceptar las costumbres hebreas, para decirme, cuando todo un mundo de ingratos me había abandonado: «Somos tus amigas». ■ Tenía el rostro cubierto de escupitazos y sangre. Lágrimas y sudor corrían por mis heridas. Suciedad y polvo lo cubrían. ¿Cuál fue la mano que me limpió? ¿La tuya? Ni una de las vuestras. Éste estaba junto a mi Madre. Éste otro juntaba a las ovejas dispersas: vosotros. Y si mis ovejas estaban dispersas ¿cómo podían ayudarme? Tú escondiste tu cara por miedo al desprecio del mundo, mientras el desprecio de todos cubría a tu Maestro. Yo que era inocente. Tuve sed. Sí. Has de saber también esto. Me moría de sed. La fiebre y el dolor se habían apoderado de Mí. Ya había manado sangre de Mí en el Getsemaní por el dolor de ser traicionado, abandonado, negado, azotado, sumergido bajo las culpas infinitas y bajo el rigor de Dios. Sangre también corrió en el Pretorio. ■ ¿Quién quiso dar una gota de agua a mi garganta que ardía de sed? ¿Una mano de Israel? No, un pagano compasivo. La misma mano que, por decreto divino, me abrió el pecho para mostrar que el Corazón tenía ya una herida mortal: la que había hecho en él la falta de amor, la cobardía, la traición. Fue un pagano. Os lo recuerdo: «Tuve sed y me diste de beber». En todo Israel no hubo uno que me hubiera dado un solo consuelo. O porque no podían, como mi Madre y las mujeres fieles, o por mala voluntad. Y un pagano tuvo para el Desconocido un gesto de compasión, que mi pueblo no me dio. En el Cielo encontrará el sorbo de agua que me dio. En verdad os digo que si rechacé todo consuelo, porque cuando se es víctima no hay que mitigar el destino, no quise rechazar lo que me ofrecía el pagano, porque en ello probé la miel de todo el amor que los gentiles me brindarán como compensación de la amargura que me hizo beber Israel. No me quitó la sed. Pero sí el desconsuelo. Acepté ese sorbo para atraer hacia Mí al que se había inclinado hacia el bien. ¡Que el Padre le bendiga su compasión!”.
* “¿Ya no decís nada? ¿Por qué no preguntáis otra vez por qué así he procedido? Os diré los porqués de esta hora. ¿Quiénes sois? Mis continuadores. ¿Qué debéis hacer? Convertir el mundo al Mesías. ¡Convertirlo! Es la cosa más delicada y difícil, amigos míos”.- ■ Jesús prosigue: “¿Ya no decís nada? ¿Por qué no preguntáis otra vez por qué así he procedido? No os atrevéis, ¿verdad? Os lo diré. Os diré los porqués de esta hora. ¿Quiénes sois? Mis continuadores. Lo sois pese a vuestro extravío. ¿Qué debéis hacer? Convertir el mundo al Mesías. ¡Convertirlo! Es la cosa más delicada y difícil, amigos míos. Los desprecios, las burlas, el orgullo, el celo exagerado son cosas que se opondrán al éxito. Pero, dado que nada ni nadie os habría convencido para que usaseis de bondad, condescendencia, caridad hacia los que están en las tinieblas, ha sido necesario —¿comprendéis?—, el que de una vez para siempre vierais aplastado vuestro orgullo de hebreos, de varones, de apóstoles, para comprender solamente la verdadera sabiduría de vuestro ministerio: la mansedumbre, la paciencia, amor sin límites. Ya veis que todos aquellos a quienes mirabais con desprecio o con orgullosa compasión os han superado en la fe y en el obrar. Todos. La pecadora de otros tiempos. Lázaro, el aficionado a la cultura profana, el primero que en mi Nombre perdonó y guió. Las mujeres paganas. La débil mujer de Cusa. ¿Débil? ¡En verdad que ella a todos os supera! Primera mártir de mi fe. Los soldados de Roma. Los pastores. El herodiano Mannaén, y hasta Gamaliel, el rabino. No te estremezcas, Juan. ¿Crees tú que mi Espíritu estaba en las tinieblas? Todos lo pensabais. Y esto os ha sucedido para que el día de mañana, al recordar vuestro error, no cerréis vuestro corazón a quien se acerca a la Cruz. ■ Os digo esto, aunque sé que, a pesar de decirlo, no lo haréis sino cuando la Fuerza del Señor os pliegue como débiles tallos a mi Voluntad, que es la de hacer que toda la Tierra crea en Mí. He vencido a la Muerte, pero la Muerte es menos dura que vuestro viejo hebraísmo. Y, con todo, os doblegaré. ■ Tú, Pedro, en lugar de estar llorando, tú que debes ser la Piedra de mi primera Iglesia, grábate esta amarga verdad en el corazón. La mirra se emplea para preservar de la corrupción. Llénate, pues, de mirra. Y cuando sientas deseos de cerrar el corazón y la Iglesia a uno de otra fe, recuerda que no Israel, no Israel, no Israel, sino Roma, me defendió y tuvo piedad. Acuérdate que no tú, sino una pecadora tuvo la osadía de estar a los pies de la Cruz y mereció que fuera la primera en verme. Y para que no te hagas digno de un duro reproche, imita a tu Dios. Abre el corazón y la Iglesia diciendo: «Yo, el pobre Pedro, no puedo despreciar, porque si desprecio, Dios me despreciará, y mi error tornará cual es ante sus ojos». ¡Ay, si no te hubiera quebrantado así! Habrías venido a ser no pastor, sino lobo”. (Escrito el 6 de Abril de 1945).
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1  Nota  : Cfr.  Lc. 24,36-43; Ju. 20,19-23.
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.               b) Dictados y visión extraídos de los «Cuadernos 1943/1950»
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43-470.- “María Magdalena, a la sazón penitente en tierras de Francia y solitaria entre rocas, hasta tal punto sabía abstraer su espíritu, prendida en la vorágine del amor, que lo lanzaba hasta donde Yo me encontraba en las Sagradas Especies”.
* “Hasta en la partícula más pequeña estoy lo mismo que en el seno del Padre y en torno mío están los ángeles en adoración”.- ■ Dice Jesús a María Valtorta: “«Ábreme, amada mía. Tu esposo te pide entrar. A tu boca, tan ávida de besos, le he concedido el besar y a tus brazos, tantas veces estrechados por el brazo del Amor, le he dado el poder estrechar al Amor». Este es el cántico de esta mañana. ¿Ves cómo Quien te regaló un lirio sabe darte cuanto deseas? (1). Te di a Mí mismo, Lirio nacido de María que es el Lirio inmaculado. Ahora estoy junto a ti en Cuerpo y Alma, con mi Sangre y Divinidad. Estoy contigo como sobre un altar. ■ Aquí, en tu aposento, en donde resplandece tu fe más que una lámpara y perfuma tu amor más que el incienso, he puesto mi cuna como en la gruta de Belén, esa mi cunita que me contiene a Mí con toda mi grandeza igual que en el Cielo. Hasta en la partícula más insignificante me encuentro Yo lo mismo que en el seno del Padre y en torno mío están los ángeles en adoración. Tu fe te hace creer todo esto y por esta fe es por lo que eres bendita”.
* Y este su deseo de adorarme en el Sacramento del modo que me había adorado cuando vivía en la Tierra, me conmovía mucho más que sus penitencias. Haz María, de tu casa una nueva casa de Nazaret y una nueva casa de Betania. Ya lo es por estar Yo en ella; pero hazla aún más con un amor total a tu Jesús eucarístico”.- Jesús: “Quiero comunicarte un secreto. La santa a la que amas desde tu infancia: María Magdalena, a la sazón penitente en tierras de Francia y solitaria entre rocas, hasta tal punto sabía abstraer su espíritu, prendida en la vorágine del amor, que lo lanzaba hasta donde Yo me encontraba en las Sagradas Especies. Y este su deseo de adorarme en el Sacramento del modo que me había adorado cuando vivía en la Tierra, me conmovía mucho más que sus penitencias. ■ ¡Cuán poco adorado soy de los cristianos, de esos ergotistas que, para adorarme, necesitan tantos preparativos! ¡Oh, amadme, pero solo con la fuerza del amor! ¡Miradme o creed en Mí, pero únicamente con la fuerza de la fe! Sabed que nunca recibí adoraciones más vivas que las de aquellos que, voluntariamente, se recluyeron en celdas o se extrañaron en los desiertos; y que no tuve altar más digno que el del pequeño Tarsicio que con la púrpura de su sangre tiñó los lienzos sagrados. ■ Para encontrar algo más perfecto habréis de pensar en los transportes inefables de mi Madre inclinada sobre mi cuna o en el palpitante altar, blanco, más que los lirios y hecho translúcido por el amor, de su cuerpo castísimo llevándome a Mí o en sus brazos y en su seno haciendo de almohada para el sueño del Niño Dios. María: sé tu María. María adoradora del Pan vivo bajado del Cielo, de la Carne y de la Sangre del Hijo de Dios y de María como lo fue nuestra Madre. Pídele que te enseñe sus ardores eucarísticos. Haz María, de tu casa una nueva casa de Nazaret y una nueva casa de Betania. Ya lo es por estar Yo en ella; pero hazla aún más con un amor total a tu Jesús eucarístico. No representa la enfermedad obstáculo alguno para un corazón amante. Son innumerables las iglesias en las que me encuentro solo. Ven a ellas con tu espíritu para suplir las faltas de amor de los demás”.  (Escrito el  27 de Octubre de 1943).
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1 Nota : Probable alusión a un lirio que María Valtorta llamaba “del divino Sembrador” porque había brotado en un viejo cajón que se encontraba en el balcón de casa y en cuya tierra nadie había plantado bulbo alguno de lirio.

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Como colofón a la vida de María Magdalena, anotamos las palabras que un día dirigió el Señor a María Valtorta:
“No terminará tu sufrir: eres víctima; pero, parte de él, ésta, cesa. Después llegará el día en que Yo te diga, como a María Magdalena moribunda: «Descansa. Ahora es tiempo de descanso para ti. Dame tus espinas. Ahora es tiempo de rosas. Descansa y espera. Te bendigo, mujer bendita»”. (Episodio 1-15-77: tema “Jesús Niño”)

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