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-«Una de las razones de esta Obra: haceros conocer el misterio de Judas»

-En el tema de “Judas Iscariote” se incluye:
Familia de Lázaro de Betania (Lázaro, Marta, María Magdalena), Pastores de la Gruta de Belén, y otros personajes de la Obra.

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El tema “Judas Iscariote”, 2º año vida pública de Jesús, 1ª parte, comprende:
Episodios y dictados  extraídos de la Obra magna
«El Evangelio como me ha sido revelado»
«El Hombre-Dios»)
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2-148-399 (3-8-33).- Jesús visita a Juan el Bautista en las cercanías de Enón.
* “¿Cómo es que viene a mí mi Señor?”. “Para hacer feliz tu corazón y el mío. Me querías ver, Juan. Aquí estoy. Vengo a decirte «gracias». Has cumplido y cumples, con la per­fección de la Gracia que hay en ti, tu misión de Precursor mío”.- ■ Es una clara noche de luna. Tan clara, que el terreno aparece con todos sus detalles, y los campos, con el trigo nacido pocos días antes, parecen alfombras de felpa verde plateada, por los que atraviesan las lis­tas oscuras de los senderos; y, a sus lados cual vigilantes, están los troncos de los árbo­les: del todo blancos por el lado de la luna; del todo negros por el lado Oeste. Jesús va caminando seguro y solo. Avanza muy deprisa por su camino, hasta que se encuentra con un curso de agua que desciende gorgoteando hacia la llanura en dirección Norte-Este. Sube por su curso hasta un lugar solitario, cercano a una escarpadura cubierta de árboles. Tuerce otra vez, trepando por un sendero, y llega a un refugio natural que está en la falda de la colina. ■ Entra. Se inclina hacia un cuerpo extendido en el suelo, un cuerpo que apenas puede verse a la luz de la luna, que ilumina, sí, el sendero, pero no penetra en la cueva. Le llama: “Juan”. El hombre se despierta y se incorpora, todavía entre las nieblas del sueño. Pronto se da cuenta de quién es el que le ha llamado y se levanta bruscamente, para postrarse en tierra diciendo: “¿Cómo es que viene a mí mi Señor?”. Jesús: “Para hacer feliz tu corazón y el mío. Me querías ver, Juan. Aquí estoy. Levántate. Vamos a salir a la luz de la luna. Sentémonos a conversar en esta peña que hay junto a la cueva”. Juan obedece, se levanta y sale. Mas, una vez que Jesús se ha sentado, él, con la piel de oveja que mal cubre su flaquísimo cuerpo, se pone de rodillas, frente a Cristo, echándose hacia atrás sus ca­bellos largos y desordenados que le pendían por delante de los ojos, para ver mejor al Hijo de Dios. El contraste es muy grande: Jesús, de tez pálida, rubio, cabellos bien peinados y corta barba en la parte baja del rostro; el otro, todo él, una mata de pelos negrísimos, tras los cuales apenas si aso­man dos ojos hundidos (yo diría febriles por el fuerte brillo de su ne­gro de azabache). Jesús: “Vengo a decirte «gracias». Has cumplido y cumples, con la per­fección de la Gracia que hay en ti, tu misión de Precursor mío. Cuan­do llegue la hora, entrarás en el Cielo, a mi lado, porque habrás me­recido todo de Dios; pero ya durante la espera tendrás la paz del Se­ñor, querido amigo mío”.
 Juan el Bautista presiente su muerte. Confía a Jesús sus discípulos: “Te devuelvo los tres tuyos; en ellos, sobre todo en Matías, habita realmente la Sabiduría”.- ■ Dice el Bautista: “Muy pronto entraré en la paz. Bendice, Maestro mío y Dios mío, a tu siervo para que encuentre fuerzas en su última prueba. Sé que está cerca­na, y que debo dar todavía un testimonio: el de la sangre. Y Tú, mejor que yo, sabes que mi hora está llegando. Tu venida aquí, es muestra de tu misericordiosa bondad, de tu cora­zón de Dios, para fortalecer al último mártir de Israel y al primer mártir del nuevo tiempo. Dime sólo una cosa: ¿Voy a tener que esperar mucho hasta que vengas?”. Jesús: “No, Juan. No mucho más de cuanta diferencia existió entre tu nacimiento y el mío”. Bautista: “¡Bendito sea el Altísimo! Jesús… ¿Puedo llamarte así?”. Jesús: “Lo puedes, porque eres mi pariente y porque eres santo. El Nombre, pronunciado incluso por los pecadores, puede pronunciarlo el santo de Israel. Pa­ra ellos significa salvación. Sea para ti dulzura. ■ ¿Qué quieres de Je­sús, tu Maestro y primo?”. Bautista:  “Voy a la muerte. Me preocupo de mis discípulos como un padre lo hace con sus hijos. Mis discípulos… Tú, que eres Maestro, sabes cuán vivo es nuestro amor por ellos. La única pena que tengo al morir es el temor a que se pierdan, como ovejas sin pastor. Recógelos Tú. Te devuelvo los tres tuyos, que, en espera de Ti, han sido perfectos discípulos míos; en ellos, sobre todo en Matías, habita realmente la Sabiduría. Tengo otros discípulos que irán a Ti. Deja de todas formas que te confíe personalmente a estos tres; son los tres preferidos”. Jesús: “También Yo les profeso este amor. Ve tranquilo, Juan. No pere­cerán ni éstos ni los otros verdaderos discípulos que tienes. Recojo tu herencia. La cuidaré como el tesoro más querido, que Yo el Señor haya recibido de su per­fecto amigo mío y siervo”.
* Tú eres mi Juan. Aquel día, en el Jordán, Yo era el Mesías que se estaba manifestando; aquí, ahora, soy tu primo y tu Dios, que te quiere darte el viático de su amor de Dios y de pariente”.- ■ Juan se postra y se inclina profundamente hasta tocar el suelo y —cosa que parece imposible en un personaje tan austero— solloza fuertemente, de alegría espiritual. Jesús le pone una mano sobre la cabeza: “Tu llanto, que es ale­gría y humildad, encuentra su eco en un lejano canto, al son del cual tu pequeño corazón saltó de júbilo. Aquel canto y este llanto son el mismo himno de alabanza al Eterno, que «ha hecho grandes cosas; Él, que es poderoso en los espíritus humildes». ■ Mi Madre también va a entonar de nuevo su canto, el mismo que en aquel momento cantó. Pero, después, Ella recibirá la mayor de las glorias, como tú tras tu martirio. Te traigo su saludo. Todos los salu­dos y todos los consuelos. Lo mereces. Aquí, no tienes más que la mano del Hijo del hombre que está sobre tu cabeza; mas del Cielo abierto des­ciende la Luz y el Amor para bendecirte, Juan”. Bautista: “No merezco tanto. Soy tu siervo”. Jesús: “Tú eres mi Juan. Aquel día, en el Jordán, Yo era el Mesías que se estaba manifestando; aquí, ahora, soy tu primo y tu Dios, que te quiere darte el viático de su amor de Dios y de pariente. ■ Levánta­te, Juan. Démonos el beso de despedida”. Bautista: “No merezco tanto… Lo he deseado siempre, durante toda la vida, y, sin embargo, no me atrevo a besarte. Tú eres mi Dios”. Jesús: “Yo soy tu Jesús. Adiós. Mi alma estará al lado de la tuya hasta la paz. Vive y muere en paz, por amor a tus discípulos. Ahora sólo puedo darte esto. En el Cielo te daré el ciento por ciento, porque has hallado toda gracia ante los ojos de Dios”. Le levanta  y le abraza besándole en las mejillas, re­cibiendo a su vez el beso de Juan, quien, tras ello, vuelve a arrodillar­se. Jesús le impone las manos y ora con los ojos levantados al cielo. Pa­rece como si le estuviera consagrando. Jesús se manifiesta imponente. El silencio se prolonga, así, durante un tiempo. Luego Jesús se despide con su dulce saludo. “Mi paz esté siempre contigo” y em­prende el mismo camino por el que vino. (Escrito el 27 de Abril de 1945).
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2-150-405  (3-10-40).- Jesús en Nazaret, en casa de su Madre.
* “¿Es pues verdad lo que dicen, Hijo mío? Yo creía, quería creer que eran solo voces mentirosas y de que no eras objeto de odio”.- ■ Jesús va caminando solo, raudo, por la vía de primer orden que pasa cerca de Nazaret. Entra en la ciudad y se dirige a su casa. Cerca ya de ella ve a su Madre, que también se está dirigiendo a la casa, acompañada por su sobrino Simón que carga ra­mas secas. La llama: “¡Mamá!”. María se vuelve y exclama: “¡Oh, Hijo mío bendito!” y ambos co­rren al recíproco encuentro. Simón imita a María y, dejadas las ramas en el suelo, va hacia su primo, y le saluda cordialmente. “Mamá, aquí estoy; ¿estás contenta ahora?”. Virgen: “Mucho, Hijo mío. Pero… si sólo has hecho porque te lo supliqué, te digo que ni a Ti ni a mí nos es lícito seguir los dictámenes de la san­gre antes que la misión”. Jesús: “No, mamá; he venido también para otras cosas”. Virgen: “¿Es pues verdad lo que dicen, Hijo mío? Yo creía, quería creer que eran solo voces mentirosas y de que no eras objeto de odio…”. Las lágri­mas están en la voz y en los ojos de María. Jesús: “No llores, Mamá; no me des este dolor. Necesito tu sonrisa”. Virgen: “Sí, Hijo mío, es verdad. Ves tantos rostros duros de enemigos, que necesitas sonrisas y mucho amor. No obstante, aquí, ¿ves?, aquí hay quien te ama por todos…”. María, apoyándose levemente en su Hijo —quien, con el brazo sobre sus hombros, la lleva arrimada a Sí—, camina lentamente hacia la casa, tratando de sonreír para elimi­nar todo rastro de dolor en el corazón de Jesús. ■ Simón, igualmente, tras haber recogido sus ramas, va caminando al lado de Jesús. Jesús: “Estás pálida, Mamá. ¿Te han causado mucho dolor? ¿Has estado enferma? ¿Has trabajado demasiado?”. Virgen: “No, Hijo, no. A mí no me han causado ningún dolor. Mi único pa­decimiento es tenerte lejos y que no te amen. No, no, aquí son todos muy buenos conmigo. Bueno, ya no me refiero a María y a Alfeo; ya sabes cómo son. E incluso Simón. Ya ves lo bueno que es… pues siempre es así. Ha sido mi ayuda durante estos meses. Es él quien ahora se en­carga de traerme la leña. Es muy bueno. Y también José, ¿sabes? Muchos detalles de amabilidad con su María”. Jesús: “Que Dios te bendiga, Simón, y también a José. Os perdono el que todavía no me améis como Mesías. ¡Oh, sí, llegaréis a amarme en cuanto Cristo que soy! Pero, ¿cómo podría perdonaros si no la amarais?”. Simón: “Querer a María es un hecho de justicia y da paz, Jesús. Pe­ro también te queremos a Ti, sólo que… tememos demasiado por Ti”. Jesús: “Sí. Me queréis humanamente. Alcanzaréis el otro amor”. Virgen: “Tú también, Hijo mío, estás pálido; y más delgado”. Simón observa: “Sí, también lo veo yo. Pareces como más mayor”.
* La Madre, oídas las causas por las que ha sido rechazado su Hijo —decir la verdad y el contacto con las mujeres para redimirlas— pide ir con Él: “Te defenderé de la calumnia. Bastará mi presencia para hacer caer el lodo”. ■ Entran en la casa y Simón, puestas las leñas en su lugar, dis­cretamente se retira. Virgen: “Hijo, ahora que estarnos solos, dime la verdad, toda. ¿Por qué te han expulsado?”. María tiene sus manos en los hombros de su Jesús y fija la mirada en su rostro enflaquecido. Jesús sonríe —una sonrisa dulce pero cansada— y dice: “Por tratar de conducir al hombre a la honestidad, a la justicia, a la ver­dadera religión”. Virgen: “Pero, ¿quién te acusa?, ¿el pueblo?”. Jesús: “No, Madre; los fariseos y escribas… excepto algún que otro justo que hay entre ellos”. Virgen: “¿Qué has hecho para atraerte sus acusaciones?”. Jesús: “Decir la verdad. ¿No sabes que éste es el mayor error que uno puede cometer ante los hombres?”. Virgen: “¿Y qué han podido argüir para justificar sus acusaciones?”. Jesús: “Mentiras. Las que ya sabes y otras más”. Virgen: “Díselas a tu Madre. Deposita todo tu dolor en mi pecho. El pe­cho de una madre está acostumbrado al dolor y se siente feliz de be­berlo hasta la hez si con ello lo elimina del corazón de su hijo. Dame tu dolor, Jesús. Ponte aquí, como cuando eras pequeño; deposita toda tu amargura”. ■ Jesús se sienta en una pequeña banqueta a los pies de su Madre y cuenta todo lo acaecido durante los meses pasados en Judea; sin rencor, pero sin velo alguno. María acaricia sus cabellos, con una heroica sonrisa en los labios, que combate contra el brillo de llanto que hay en sus ojos azules. Jesús habla también de la necesidad de entrar en contacto con mujeres, para redimirlas, y de su dolor de no poderlo hacer a causa de la malignidad humana. María escucha anuente y decide: “Hijo, no debes negarme lo que deseo. A partir de ahora iré contigo cuando Tú te alejes; en cualquier época o estación del año, en cualquier lugar. Te defenderé de la ca­lumnia. Bastará mi presencia para hacer caer el lodo. Y María (1) ven­drá conmigo; lo desea ardientemente. El corazón de las madres es necesario junto al Santo; y también contra el demonio y el mundo”.  (Escrito el 30 de Abril de 1945).
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1  Nota  : María de Alfeo o María de Cleofás, madre de los apóstoles Santiago y Judas de Alfeo.
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2-154-414 (3-14-49).- Jesús en Cesarea Marítima, con el militar romano Publio Quintiliano, habla del hombre insensato. Se dirige después a los galeotes, a los poderosos, a Claudia Prócula (1).
* “Insensato el hombre que, al verse poderoso, feliz, dice: «¿De qué tengo necesidad? ¿de quién? De nadie tengo necesidad. No me falta nada, me basto a mí mismo». No tienen ni sabiduría ni fe. Manifiestan parentesco con el Mal”.- ■ Jesús está en el centro de una amplia plaza, bastante bonita, que se prolonga en una calle muy larga, casi es una continuación de la plaza, hasta la orilla del mar. Una galera acaba de partir y sale a mar abierto empujada por el viento y los remos, mientras que otra está haciendo las maniobras para atracar, como se deduce del hecho de que están plegando velas y de que los remos se mueven por una sola banda para hacer virar la nave a una posición conveniente. No se ve el puerto desde la plaza, pero debe estar cerca. En los lados de la plaza hay alineados edificios grandes, con las características paredes exteriores casi exentas de vanos; no hay ningún establecimiento de comercio. Pedro pregunta en tono de reproche: “¿A dónde vamos ahora? Quisiste venir aquí en vez de ir a la parte oriental.  Este lugar es de paganos, ¿quién quieres que te escuche?”. Jesús: “Vamos allí, a aquel ángulo que se abre hacia el mar. Allí hablaré”. Pedro: “¿A las olas?”. Jesús: “También las olas han sido creadas por Dios”. Se van. Han llegado justo a ese ángulo. Ven el puerto, donde lentamente entra la galera que habían visto hace poco y que es amarrada en su lugar. Uno que otro marino vagabundea por el muelle; alguno que otro vendedor de fruta se arriesga a ir hasta la nave romana y vender. No se atreve a otra cosa. ■ Jesús, arrimado de espaldas a una pared, da verdaderamente la impresión de que estuviera hablando a las olas. Los apóstoles, descontentos de la situación, están en torno a Él, algunos de pie, otros sentados en piedras colocadas acá o allá con la intención de que sirvan de bancos. Jesús dice: “Insensato el hombre que, al verse poderoso, sano y feliz, dice: «¿De qué tengo necesidad? ¿de quién? De nadie tengo necesidad. No me falta nada, me basto a mí mismo; por eso las leyes y órdenes de Dios y de la moral no me importan nada. Mi ley está en hacer lo que está en mi mano, sin preocuparme si beneficia o daña a los demás»”. Uno de los vendedores se vuelve al oír esa voz sonora y se acerca hacia Jesús, que sigue diciendo: “Así hablan el hombre y  la mujer que no tienen ni sabiduría ni fe. Pero si con esto muestran su mayor o menor poder, así mismo manifiestan que tienen parentesco con el Mal”. ■ Algunos hombres bajan de la nave y de otras barcas y se dirigen a Jesús, que dice: “El hombre demuestra, no con las palabras sino con los hechos, que tiene parentesco con Dios y con la virtud cuando reflexiona que la vida es más mudable que las olas del mar, ahora calmas y mañana furiosas. Del mismo modo, el bienestar y el poder de hoy pueden ser mañana miseria e impotencia. ¿Y qué hará entonces el hombre que no vive unido a Dios? ¡Cuántos de los que ahora están en esa galera un día vivían felices y gozaban de poder, y ahora son esclavos y tenidos como criminales! Criminales, por tanto, dos veces esclavos: una, por la ley humana, de la que en vano se burla uno porque existe y castiga a sus transgresores;  y otra,  por Satanás, quien se apodera para siempre del culpable que no llega a aborrecer su culpa”. Un soldado se dirige hacia Jesús: “¡Salve, Maestro! ¿Cómo es que te encuentras aquí? ¿Me conoces?”. Jesús: “Que Dios sea contigo, Publio Quintiliano. ¿Ves cómo he venido?”. Publio Q.: “Y exactamente al barrio romano. No esperaba volver a verte otra vez. Tengo deseos de oírte”. Jesús: “Yo también. ¿En esa galera hay muchos destinados al remo?”. Publio Q.: “Muchos. Casi la mayor parte, prisioneros de guerra. ¿Te interesan?”. Jesús: “Me gustaría acercarme a esa nave”. Publio Q.: “Ven. Haceos a un lado, vosotros” grita a los pocos que se habían juntado, y que al punto se alejan echando improperios. Jesús: “Déjalos. Estoy acostumbrado a estar en medio de la gente”. Publio Q.: “Te permito hasta aquí. No más allá. Es una nave de soldados”. Jesús: “Me basta. Dios te lo pague”.
* Dice a los galeotes: “Quiero decir a estos infelices a quienes Dios ama, que se resignen en su dolor, que hagan de su dolor llama que rompa las cadenas de la galera y de la vida, consumiendo, con deseos de ver a Dios, este pobre día que es la vida”.- ■ Jesús reanuda su discurso. El romano, espléndido con la vestidura que lleva, se queda a su lado como montando guardia. “Esclavos por un doloroso suceso, esclavos una sola vez, esclavos mientras dura la vida. Cada una de las lágrimas que cae sobre sus cadenas, cada uno de los golpes descargados sobre sus carnes como huella escrita de un dolor, afloja los grilletes, adorna lo que no muere, abre finalmente para ellos la paz de Dios, quien es amigo de sus pobres hijos infelices, a los que dará tanta alegría cuanto fue su dolor”. ■ De las bordas de la galera se ven hombres de la tripulación, que se han asomado y se han puesto a escuchar. A los galeotes, naturalmente, no se les ve, pero hasta ellos llega por todos los lados la voz potente de Jesús, voz que se difunde por el aire tranquilo de esta hora de baja marea. Publio Quintiliano se ha marchado requerido por un soldado. “Quiero decir a estos infelices a quienes Dios ama, que se resignen en su dolor, que hagan de su dolor llama que rompa las cadenas de la galera y de la vida, consumiendo, con deseos de ver a Dios, este pobre día que es la vida, día oscuro, borrascoso, lleno de miedo y de fatigas, para entrar en el día de Dios, día luminoso, sereno, ya sin miedos ni decaimientos. Basta con que sepáis, vosotros, oh mártires de una penosa suerte, ser buenos en medio de vuestros sufrimientos, basta con que aspiréis a Dios, para que entréis en la gran paz, en la infinita libertad del Paraíso”.
* A los poderosos dice: “La justicia humana adolece gravemente de exactitud cuando juzga”.- Y de nuevo a los galeotes: A cambio de la libertad y de la patria terrenas que no os puedo dar, os daré una libertad y una patria más altas”.- ■ En esto, vuelve Publio Quintiliano con otros soldados; tras él unos esclavos traen una litera, para la que los soldados consiguen un lugar. Jesús prosigue: “¿Quién es Dios? Hablo a los gentiles que no saben quién es Dios. Hablo a los hijos de los pueblos sometidos que no saben quién es Dios. En vuestros bosques, galos, iberos, tracios, germanos, celtas, tenéis solo una apariencia de Dios. El alma, espontáneamente, tiende a la adoración, porque se acuerda del Cielo. Pero no sabéis encontrar al Dios verdadero que puso un alma en vuestros cuerpos, un alma igual que la nuestra, israelitas, igual que la de los poderosos romanos que os han subyugado, un alma que tiene los mismos deberes y derechos respecto al Bien, y a la que el Bien, es decir, el Dios verdadero, será fiel; sedlo también vosotros para con Él. El dios, o los dioses, a los que hasta ahora habéis adorado, cuando aprendisteis su nombre o sus nombres sobre las rodillas maternas; el dios en el que tal vez ahora no pensáis porque no sentís que os venga de él algún consuelo en vuestro sufrimiento, o al que quizás incluso odiáis o maldecís en vuestras jornadas desesperadas, ése, no es el Dios verdadero. El Dios verdadero es Amor y Piedad. ¿Acaso eran esto vuestros dioses? No. También ellos son dureza, crueldad, mentira, hipocresía, vicio, latrocinio. Y ahora os han abandonado sin ese mínimo de consuelo que es la esperanza de ser amados y la certeza de descansar después de tanto sufrir. Esto sucede porque vuestros dioses no existen. Sin embargo, Dios, el verdadero Dios que es Amor y Piedad, y cuya existencia Yo os aseguro, es Aquel que ha hecho cielos, mares, montes, bosques, plantas, flores, animales… y al hombre; es Aquél que inculca al hombre vencedor la piedad y amor que Él mismo es para con los pobres de la tierra. ■ Y vosotros que tenéis poder, que sois dueños, pensad que todos sois de una sola planta. No seáis crueles con los que un infortunio os ha puesto en las manos. Sed humanos también para los que un crimen ha amarrado al banco de la galera. El hombre peca muchas veces. No hay ninguno que esté sin culpas más o menos ocultas. Si pensarais en esto, ¡cuán buenos seríais para con los hermanos que, menos afortunados que vosotros,  han recibido castigo por culpas que también vosotros habéis cometido y que no os han sido castigadas! La justicia humana adolece gravemente de exactitud cuando juzga. ¡Ay, si lo mismo fuera la justicia divina! Hay reos que no parecen tales, y hay inocentes a los que se les juzga reos; no indaguemos por qué: ¡sería acusación demasiado grave para el hombre injusto y lleno de odio hacia su semejante! Hay reos que efectivamente lo son, pero que cometieron el delito llevados por fuerzas poderosas que, en parte, aligeran la culpa. Por esta razón, vosotros que habéis sido colocados al frente de la galera, sed humanos. Por encima de la justicia humana hay una Justicia divina que está mucho más arriba: la del Dios verdadero, la del Creador del rey y del esclavo, de la roca y del granito de arena. Él os está mirando, tanto a vosotros que estáis en los remos como a quienes tenéis el encargo de regirlos (¡ay de vosotros si llegáis a ser crueles sin razón alguna!). Yo, Jesucristo, el Mesías del Dios verdadero, os lo aseguro que Él, el día de vuestra muerte, os amarrará al banco de una galera eterna y pondrá en manos de los demonios el látigo manchado de sangre y seréis torturados y azotados como vosotros torturasteis; ■ porque, si es verdad que la ley humana dice que el reo sea castigado, es necesario no exceder la medida. Sabed recordar esto. El poderoso de hoy puede ser el miserable de mañana; solo Dios es eterno. Quisiera cambiaros el corazón y, sobre todo, quisiera romper vuestras cadenas, devolveros la libertad y patria perdidas; pero, hermanos galeotes que no veis mi rostro, hermanos galeotes cuyo corazón con todas sus heridas conozco, en cambio de la libertad y de la patria terrenas que no os puedo dar, ¡oh pobres hombres esclavos de los poderosos!, os daré una libertad y una patria más altas. Por vosotros me he hecho prisionero, dejé mi patria, por vosotros me entregaré Yo mismo como rescate; para vosotros, sí, también para vosotros, que no sois oprobio de la Tierra como os llaman, sino signo de vergüenza para el hombre que olvida la medida del rigor de la guerra y de la justicia, haré una nueva Ley sobre la Tierra y una tranquila mansión en el Cielo. Acordaos de mi Nombre, hijos de Dios que lloráis. Es el nombre del Amigo. Decidlo en vuestras penas. Estad seguros que si me amáis me tendréis, aunque no nos veamos jamás sobre la Tierra. Soy Jesucristo, el Salvador, el Amigo vuestro. En el nombre del Dios verdadero os consuelo. Que pronto descienda sobre vosotros la paz”.
* “Llegará un día en que no habrá esclavos; pero ya antes mis discípulos habrán trabajado entre los galeotes y esclavos para llamarlos con el nombre de hermanos”.- ■ La gente, en su mayoría romanos, se ha agolpado alrededor de Jesús, cuyos nuevos conceptos los ha dejado asombrados. Publio Q. dice: “¡Por Júpiter, me has hecho pensar en cosas nuevas en las que jamás había pensado, pero que me parecen verdaderas!”, y mira a Jesús, pensativo y cautivado al mismo tiempo. Jesús: “Así es, amigo. Si el hombre emplease su inteligencia no llegaría a cometer delitos”. Publio Q.: “¡Por Júpiter, por Júpiter! ¡Qué palabras! ¡Las debo recordar! Dijiste: «si el hombre emplease su inteligencia…»”. Jesús: “…no llegaría a cometer delitos”. Publio Q.: “¡Es verdad! ¡Por Júpiter! ¿Pero sabes que eres grande?”. Jesús: “Todo hombre que quisiera podría serlo como Yo, si fuese una sola cosa con Dios”. El romano continúa con su serie de “por Júpiter”, cada vez más lleno de admiración. ■ Jesús por su parte le dice: “¿Podría dar un poco de alivio a esos galeotes? Tengo dinero… Fruta, algo que los alivie; para que sepan que los amo”. Publio Q.: “Dámelo. Puedo hacerlo. Y por otra parte, allí hay una mujer muy poderosa. Voy a preguntárselo”. Publio va a la litera y habla entre las cortinas un poco semiabiertas. Regresa: “Tengo plenos poderes para ello. Me ocuparé yo mismo de la distribución, de forma que los esbirros no se aprovechen abusivamente. Y será la única vez en que un soldado imperial ejercite la piedad con los esclavos de guerra”. Jesús: “La primera, pero no la única. Llegará un día en que no habrá esclavos; pero ya antes mis discípulos habrán trabajado entre los galeotes y esclavos para llamarlos con el nombre de hermanos”. Otra sarta de “por Júpiter” vuela por el tranquilo aire, mientras Publio cuida de que haya suficiente fruta y vino para los galeotes.
* “En de ti existe la sangre de los Claudios… y tendrá un fin. Dentro del hombre, por razón del alma, fluye la sangre de Dios, del Creador del hombre: de Dios Eterno, Poderoso, Santo. Así, pues, el hombre es eterno, poderoso, santo por el alma, y que vive mientras está unida a Dios”.- ■ Luego, Publio Quintiliano, antes de subir a la galera, dice al oído a  Jesús: “Ahí dentro está Claudia Prócula. Le gustaría oírte en otra ocasión; ahora quiere preguntarte algo. Ve a verla”. Jesús se acerca a la litera.  Claudia: “Salve, Maestro”. La cortina apenas se abre un poco, dejando ver a una hermosa mujer que frisa más o menos treinta años. Jesús: “Que llegue a ti el deseo de la sabiduría”. Claudia: “Dijiste que el alma tiene recuerdo del Cielo. ¿Es eterna, entonces, esa cosa que decís que hay en nosotros?”. Jesús: “Es eterna. Por eso tiene recuerdo de Dios, del Dios que la creó”. Claudia: “¿Qué es el alma?”. Jesús: “El alma constituye la verdadera nobleza del hombre. Tú eres gloriosa porque perteneces a la Familia de los Claudios; pues el hombre lo es mucho más, porque es de Dios. En ti existe la sangre de los Claudios, la familia más poderosa, pero que tuvo un principio y tendrá un fin. Dentro del hombre, por razón del alma, fluye la sangre de Dios, porque el alma es la sangre espiritual —siendo Dios Espíritu purísimo— del Creador del hombre: de Dios Eterno, Poderoso, Santo. Así, pues, el hombre es eterno, poderoso, santo por el alma que existe en él y vive mientras está unida a Dios”. Claudia: “Yo soy pagana, no tengo, por tanto, alma…”. Jesús: “La tienes, pero sumida en letargo; despiértala a la Verdad y a la Vida…”. Claudia: “Adiós, Maestro”. Jesús: “Que la Justicia te conquiste. Adiós”. ■ Jesús dice después a sus discípulos: “Como veis aquí también he tenido quienes me escuchasen”. Apóstoles: “Sí, pero fuera de los romanos, ¿quién te pudo haber entendido? ¡Son bárbaros!”. Jesús: “¿Quiénes? Todos me entendieron. La paz está en ellos y se acordarán de Mí mucho más que otros tantos de Israel. Vamos a la casa, en que nos hospedamos, para comer”. Juan dice: “Maestro, esa mujer es la misma que me habló aquel día en que curaste a aquel enfermo. La he visto y la reconocí”. Jesús: “Ved, pues, que había alguien que nos estaba esperando. Pero no parecéis contentos. Mucho habré conseguido aquel día en que os haya convencido, que no sólo para los hebreos, sino para todos los pueblos he venido y que a todos os preparo. Pero os digo: acordaos de todo lo de vuestro Maestro. No hay hecho alguno, por insignificante que parezca, que algún día no llegue a convertirse para vosotros en regla de apostolado”. Nadie responde y por el rostro de Jesús se dibuja una sonrisa triste de compasión. (Escrito el 4 de Mayo de 1945).
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1  Nota  : Claudia  Prócula.-  Cfr. Personajes de la  Obra magna:  Romanos/as.
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(<Jesús sigue en Cesarea Marítima. Ha hecho amistad con unos niños: dos hebreos y un romano llamado Lucio, que juegan entre ellos sin prejuicio de razas>)
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2-155-420 (3-15-55).- Curación de una niña romana en Cesarea Marítima.- Jesús arremete contra la hipocresía de unos judíos.
* “El secreto para amar tanto a judíos como a gentiles es ser buenos; si se es bueno se ama, sin pensar si éste es o no de una determinada fe.- ■ Jesús está todavía en Cesarea Marítima. Ya no es la plaza de ayer sino un lugar situado más en el interior de la ciudad, desde el cual, no obstante, se ven todavía el puerto y las naves. Aquí hay mu­chas bodegas y establecimientos comerciales; si a ello añadimos que en este espacio terroso hay, además, esteras extendidas en el suelo con mercancías varias, deduzco que se trata de zona de merca­dos (quizás estaban cerca del puerto y de los almacenes por comodidad de navegantes y compradores de las mercancías traídas por mar). Hay mucho ruido y mucho trajín de gente. Jesús está esperando con Simón y sus primos a que los otros con­sigan las provisiones necesarias. ■ Unos niños miran con curiosidad a Jesús, el cual los acaricia dulcemente mientras habla con sus apósto­les. Dice Jesús: “Me duele este descontento por el hecho de que Yo entable relaciones con los gentiles, pero no puedo hacer sino lo que debo y debo ser bueno con todos. Esforzaos en ser buenos al menos vosotros tres y Juan; los otros os seguirán por imitación”. Santiago de Alfeo, justificándose, dice: “Pero ¿cómo puede uno ser bueno con todos? A fin de cuentas, ellos nos desprecian y nos oprimen; no nos comprenden, están llenos de vicios…”. Jesús: “¿Que cómo puede ser uno? ¿Tú estás contento de haber nacido de Alfeo y María?”. Santiago: “Sí, claro. ¿Por qué me preguntas esto?”. Jesús: “Y si Dios te hubiera preguntado antes de tu concepción, ¿habrí­as querido nacer de ellos?”. Santiago: “Pues claro. No comprendo…”. Jesús: “Y si, en vez de ello, hubieras nacido de un pagano, al oír que eres acusado de haber nacido de un pagano, ¿qué habrías dicho?”. Santiago: “Habría dicho… habría dicho: «No tengo la culpa de esto. He nacido de él, pero habría podido haber nacido de otro». Habría dicho: «Vuestra acusa­ción es injusta; si no obro el mal, ¿por qué me odiáis?»”. Jesús: “Tú lo has dicho. También éstos, que despreciáis por ser paganos, pueden decir lo mismo. No por méritos propios has nacido de Alfeo, que es un verdadero israelita. Lo que tienes que hacer es agradecér­selo al Eterno, nada más, porque te ha otorgado un gran regalo, y, como signo de gratitud y con humildad, tratar de conducir al Dios verdadero a otros que no tienen este don. ■ Hay que ser bueno”. Santiago: “¡Es difícil amar a quien no se conoce!”. Jesús: “No. Mira. Tú, pequeñuelo, ven aquí”. Se acerca un niño de unos ocho años, que estaba jugando en un ángulo con otros dos chiquillos. Es un niño robusto, de pelo muy mo­reno aunque de piel muy blanca. Jesús: “¿Quién eres?”. Niño: “Soy Lucio, Cayo Lucio de Cayo Mario, romano, hijo del decurión de guardia, que se quedó aquí después de haber sido herido”. Jesús: “¿Y ésos quiénes son?”. Niño: “Isaac y Tobías; pero no se debe decir porque no se puede. Los pe­garían”. Jesús: “¿Por qué?”. Niño: “Porque son hebreos y yo romano. No se puede”. Jesús: “Pero tú sí puedes estar con ellos… ¿Por qué?”. Niño: “Porque somos amigos; jugamos siempre a los dados y al saltarelo juntos; pero nos escondemos”. Jesús: “¿Y a Mí me querríais? Yo soy también hebreo, y no soy un niño. Fíjate, soy un maestro, como si dijéramos un sacerdote”. Niño: “¿Y a mí qué me interesa? Si me quieres, yo te quiero; y te quiero mucho, porque Tú me quieres”. Jesús: “¿Cómo lo sabes?”. Niño: “Porque eres bueno y quien es bueno quiere a los demás”. Jesús: “He aquí, amigos, lo que quería deciros: el secreto para amar es ser buenos; si se es bueno se ama, sin pensar si éste es o no de una determinada fe”. ■ Y Jesús, llevando de la mano al pequeño Cayo Lucio, va a donde los niños hebreos, que se habían escondido asustados tras el atrio de una casa, a acariciarlos, y les dice: “Los niños buenos son ángeles. Los ángeles tienen una sola patria: el Paraíso; una sola religión: la del único Dios; un solo Templo: el corazón de Dios. Quereos como ángeles siempre”. Niño: “Pero, si nos ven nos pegan…”. Jesús no responde; se limita a mover la cabeza con un sentimien­to de amargura.
* La madre, perdida su soberbia de romana frente a un hebreo, se ha deslizado hasta los pies de Jesús. ■ Una mujer alta y de buen tipo llama a Lucio. El niño deja a Je­sús mientras grita: “¡Es mi mamá!”, y a la mujer le grita: “¡Mira el amigo que tengo! ¡Es grande! ¡Es un maestro!…”. La mujer no se marcha con su hijo, sino que se acerca a Jesús y le pregunta: “¡Hola! ¿Eres el hombre de Galilea que ayer habló en el puerto?”. Jesús: “Soy Yo”. Mujer: “Espérame aquí entonces. Tardo poco”. Y se va con su pequeñuelo. Entretanto han llegado también los otros apóstoles, excepto Ma­teo y Juan, y preguntan: “¿Quién era?”. Simón Zelote y los demás responden: “Una romana, creo”. Apóstoles: “¿Y qué quería?”. Zelote: “Ha dicho que espere aquí. Lo sabremos”. Entretanto, algunas personas, curiosas, se han acercado y se po­nen a esperar también. Vuelve la mujer con otros romanos. Uno que tiene apariencias de siervo de una casa señorial pregunta: “¿Entonces eres Tú el Maes­tro?”. Y, al recibir una respuesta afirmativa, pregunta: “¿Sentirías aver­sión por curar a una hijita de una amiga de Claudia? La niña está agonizando. Se ahoga. El médico no sabe de qué se está muriendo. Ayer tarde estaba sana, esta mañana ya estaba agonizando”. Jesús dice: “Vamos”. Andan un poco por una calle que lleva al lugar de ayer. Llegan al portal de una casa que parece habitada por romanos y que está abierta de par en par. Siervo: “Espera un momento”. El hombre entra rápido. Casi inmediata­mente se asoma de nuevo y dice: “Ven”. ■ Pero, sin darle ni siquiera tiempo a Jesús de entrar, sale de la ca­sa una joven de aspecto señorial, aunque con una angustia más que evidente. Lleva en brazos a una criaturita de pocos meses, como muerta, ya cárdena, como una persona que se esté ahogando. Yo diría que tiene una difteria mortal y que está en los últimos instantes de su vida. La mujer busca amparo en el pecho de Jesús como un náufrago en un peñasco. Su llanto es tan grande, que no es capaz de hablar. Jesús toma a la criaturita, que manifiesta pequeños movimientos convulsivos en las manitas exangües, con sus uñitas ya violáceas. La al­za. La cabecita queda colgando hacia atrás sin fuerza. La madre, perdida su soberbia de romana frente a un hebreo, se ha deslizado hasta los pies de Jesús, al suelo, y llora con el rostro alzado, los cabellos medio desgreñados, los brazos extendidos, estrujando la túnica y el manto de Jesús. Detrás y alrededor, mirando, hay romanos de la casa y mujeres hebreas de la ciudad. ■ Jesús moja en su saliva su dedo índice derecho y lo mete en la bo­quita jadeante. Lo introduce hacia abajo. La niña se contorsiona. Su carita se ennegrece aún más. La madre grita: “¡No! ¡No!”, y se contuerce co­mo traspasada por un puñal. La gente contiene la respiración. Pero el dedo de Jesús sale junto con un amasijo de membranas purulentas. La niña deja de contorsionar. Luego, emite un tierno gemido de llanto y se calma con inocente sonrisa, manoteando y moviendo los labios como un pajarillo cuando pía y agita las alitas en espera de la comida. Jesús: “Toma, mujer. Dale la leche. Está curada”. La madre está en tal modo turbada, que coge a la pequeñuela y, así como estaba, en el suelo, la besa, la acaricia toda para sí, le da el pecho, enajenada, olvidada de todo lo que no sea su hijita. Un romano le pregunta a Jesús: “Pero ¿cómo lo has conseguido? Soy el médico del Procónsul, soy docto, he tratado de quitar la obs­trucción, pero estaba muy abajo, demasiado abajo… Y Tú… así…”. Jesús: “Eres docto, pero no tienes contigo al Dios verdadero. ¡Sea Él en esto glorificado! ¡Adiós!”. Y Jesús hace ademán de querer marcharse.
* Jesús, acusado por unos judíos de contaminarse, descubre su hipocresía. Termina —en un éxtasis— invocando la obra de su Padre “porque en el fondo de cada hombre veo un punto que resplandece más que el fuego: el alma, una chispa tuya, eterno Esplendor”. ■ Pero he aquí que un pequeño grupo de israelitas siente la necesidad de intervenir: “¿Cómo te has permitido acercarte a extranjeros? Son impuros, están corrompidos, quienquiera que se acerque a ellos queda contaminado”. Jesús mira fijamente, severamente, a los tres, y dice: “¿No eres tú Ageo, el hombre de Azoto que vino aquí el pasado Tisri para nego­ciar con el mercader que está al pie de los muros del viejo fontanar? ¿Y tú no eres José de Rama, que vino también aquí —y tú sabes, co­mo Yo, por qué— a consulta del médico romano? ¿Y entonces? ¿No os sentís vosotros impuros?”. José de Rama: “Un médico no es nunca extranjero. Cura el cuerpo, que es igual para todos”. Jesús: “A mayor razón lo es el alma. Pero además, ¿qué he curado Yo? El cuerpo inocente de un párvulo, medio con que espero curar las al­mas no inocentes de los extranjeros. Como médico y Mesías, por tan­to, puedo tratar con cualquiera”. Ageo: “No puedes”. Jesús: “¿No, Ageo? ¿Y tú por qué tratas con el mercader romano?”.  Ageo: “Mi contacto con él es sólo a través de la mercancía y del dinero”. Jesús: “¿Y entonces, dado que no tocas su carne, sino solamente lo que ha tocado su mano, no te parece que te contamines… ¡Oh, ciegos y crueles!… ■ Escuchad todos. Precisamente en el libro del Profeta (1) cuyo nom­bre lleva éste está escrito: «Plantea a los sacerdotes esta cuestión so­bre la Ley: `Si un hombre lleva carne santificada en el vuelo de su túnica y con él toca luego viandas, pan o aceite u otros alimentos, ¿quedarán estas cosas santificadas?’. Y los sacerdotes respondieron: `No’. Entonces Ageo dijo: `Si uno, impuro a causa de un muerto, toca una de estas cosas, ¿quedará contaminada?’. Y los sacerdotes res­pondieron: `Si´». Por esta subrepticia, engañosa, incoherente manera de actuar po­néis obstáculo al Bien y lo condenáis y sólo aceptáis lo que os produ­ce algún beneficio; en ese caso cesan indignación, asco y aversión. Distinguís —si no os acarrea un perjuicio personal— lo impuro, que hace a uno impuro, de lo que no lo es. ¿Cómo sois capaces, bocas mentirosas, de profesar que lo que ha sido santificado por haber to­cado carne santa o cosa santa no santifica lo que toca, y lo que ha to­cado una cosa impura puede convertir en impuro lo que toca? ¿No comprendéis que os contradecís, ministros embusteros de una Ley de Verdad de la que os aprovecháis? Vosotros la retorcéis como si fuera una soga, según que os lo pida vuestro anhelo de obtener de ella algún provecho. Fariseos hipócritas, que bajo pretexto religioso dais rienda suelta a vuestra rencorosa envidia humana, enteramente humana; profanadores de lo que a Dios pertenece; insultadores y enemi­gos del Mensajero de Dios. En verdad, en verdad os digo que todo ac­to vuestro, toda conclusión vuestra, todo movimiento vuestro tiene en la base todo un mecanismo astuto constituido por ruedas, resortes, contrapesos, tirantes, que son vuestros egoísmos, pasiones, insinceri­dad, odios, anhelo de imponerse a los demás, envidias. ■ ¡Deberíais avergonzaros! Codiciosos, cobardes, rencorosos, que vi­vís en el miedo orgulloso de que alguno, aun no siendo de vuestra casta, os aventaje. ¡Mereced ser como ese que os infunde miedo y os produce ira! Como dice Ageo, de un montón de veinte celemines ha­céis uno de diez, y de cincuenta barriles veinte, y os quedáis con la diferencia, mientras que, tanto por dar ejemplo a los demás como por el amor debido a Dios, deberíais no quitar sino añadir de lo vuestro al conjunto de los celemines y barriles en pro de quien pasa hambre; y es así que merecéis que el viento abrasador, la herrumbre y el gra­nizo hagan infecundas toda obra de vuestras manos. ■ ¿Quién de entre vosotros viene a Mí? Éstos, estos que para voso­tros son estiércol y desecho, estos supremos ignorantes que ni siquie­ra saben que existe el verdadero Dios vienen a quien lleva en las pa­labras y en las obras a este Dios. Sin embargo, vosotros… ¡Ah, os ha­béis hecho un nicho y en él estáis! Secos, fríos como ídolos que espe­ran incienso y adoración. Dado que os creéis dioses, os parece inútil pensar en el verdadero Dios en el modo debido, y veis peligroso el que otros se propongan lo que vosotros no os proponéis. En verdad, no podéis proponéroslo porque sois ídolos, y porque sois siervos del Ídolo. Mas quien intenta puede, porque no obra él, sino Dios en él. ■ ¡Idos! Referid a quien os ha enviado a pisarme los talones que detesto a los mercaderes que juzgan que el vender mercancías, pa­tria o Templo a quienes les ofrecen dinero no contamina. Decidles que siento repugnancia por los degenerados cuyo único culto es la propia carne y sangre y juzgan que el trato con el médico extranjero para curación de éstas no contamina. Decidles que la medida es igual, que no hay dos medidas. Decidles que Yo, el Mesías, el Justo, el Consejero, el Admirable, aquel sobre quien descenderá el Espíritu del Señor en sus siete dones, aquel que no juzgará por lo que se pre­senta ante los ojos sino por lo secreto de los corazones, aquel que no condenará por lo que oiga con los oídos sino por las voces espiritua­les que oiga en el interior de cada hombre, aquel que se pondrá de la parte de los humildes y juzgará con justicia a los pobres, aquel que soy Yo, porque esto soy Yo, ya está juzgando y castigando a los que en este mundo son sólo tierra; el soplo de mi respiro hará morir al impío y devastará su guarida, mientras que para quienes, deseosos de justicia y fe, vengan a mi monte santo a saciarse de la ciencia del Señor, será Vida y Luz, Libertad y Paz. Esto es Isaías. ¿No es verdad? ■ ¡El pueblo de mi propiedad! Todos descienden de Adán y Adán salió de mi Padre. Todo es obra, por tanto, del Padre, y tengo el deber de llevar a todos al Padre. Yo te llevo a Ti, Padre santo, eterno, potente; a los hijos errantes después de haberlos reunido llamándolos con gritos de amor, bajo mi cayado pastoral, semejante al que Moi­sés levantó contra las serpientes venenosas. Para que Tú tengas tu Reino y tu pueblo. Y no hago distinciones, porque en el fondo de cada hombre veo un punto que resplandece más que el fuego: el alma, una chispa tuya, eterno Esplendor. ¡Oh, eterno deseo mío! ¡Oh, incansable querer mío!  Esto quiero, esto me consume: una tierra que por entero cante tu Nombre, una humanidad que te llame Padre, una Redención que a todos salve, una voluntad fortalecida que haga a todos obedientes a tu voluntad, un triunfo eterno que llene el Paraíso de un hosanna sin fin… ¡Oh, multitud de los Cielos!… Estoy viendo la sonrisa de Dios… y es el premio contra toda dureza humana”. ■ Mas los tres israelitas ya han huido bajo la granizada de repro­ches. Los otros, todos, romanos o hebreos, se han quedado boquia­biertos. En cuanto a la mujer romana, con su pequeñuela ya satisfe­cha de leche y durmiendo plácidamente sobre el regazo materno, es­tá allí, en el mismo sitio de antes, casi a los pies de Jesús, y llora de alegría materna y de emoción espiritual. Muchos lloran por el arro­llador cierre de Jesús, que en este éxtasis parece llamear. Y Jesús, bajando los ojos y el espíritu del Cielo a la tierra, ve a la gente, ve a la madre… y, al pasar, tras un gesto de adiós a todos, roza con su mano a la joven romana, como para bendecirla por su fe. Y se marcha con los suyos, mientras la gente, todavía estupefacta, per­manece en el lugar…

 .  (La joven romana, si no es una semejanza fortuita, es una de las romanas que estaba con Juana de Cusa en el camino del Calvario (2). Pero, puesto que aquí nadie la ha llamado por su nombre, no puedo asegurarlo). (Escrito el 5 de Mayo de 1945).
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1  Nota  : Cfr. Ageo 2,11 y ss. 2  Nota  : Como se verá en el siguiente episodio, se trata de la romana Valeria.
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(<Jesús está en el lago, en la barca de Pedro, que va detrás de otras dos barcas; una de ellas es la de Juana de Cusa. Pero Juana no va en ella sino que está a los pies de Jesús en la barca de Pedro>)
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2-158-441 (3-18-78).- En el lago de Genesaret con Juana de Cusa, que habla sobre la repercusión de la curación de la niña romana, sobre la vida licenciosa de María de Magdala que tomaba parte también en las orgías de los banquetes romanos, y sobre sus amigas romanas (1).
* ¡Déjala! ¡Sanará! (Magdalena)… En ellas (las amigas romanas) hay todo un mundo que rehacer. Lo primero es derribar, luego edificar. No es imposible. Hí está tu casa, Juana. Trabaja en ella para tu Maestro”.- ■ Jesús dice: “Me estabas hablando de una amiga tuya romana”. Juana: “Sí. Es amiga íntima de Claudia. Creo que incluso son parientes. Tendría interés en hablar contigo, por lo menos en escucharte. Y no es ella sólo. Además, ahora que has curado a la niña de Valeria —la noticia ha llegado a la velocidad del relámpago— su interés es ma­yor. La otra noche, en un banquete, había muchas voces a favor y muchas en contra de Ti. Había también algunos herodianos y saduce­os —aunque lo negarían si se lo preguntasen— y también muje­res… ricas y… y no honestas. Estaba —siento decirlo porque sé que eres amigo de su hermano—, estaba María de Magdala, con su nue­vo amigo y con otra mujer, griega creo, tan licenciosa como ella. Ya sabes cómo hacen los paganos, ¿no? Las mujeres se sientan a la me­sa con los hombres. Bueno esto es muy… muy… ¡Oh, qué situación más violenta! Mi amiga, que es una mujer delicada, eligió como compañero a mi propio marido, lo cual me significó un gran alivio. Pero las otras… ■ Bien, pues se hablaba de Ti, porque impresionó el milagro que hiciste a Faustina. Los romanos mostraban admiración hacia Ti como un gran médico y mago —perdona, Señor—, pero los herodianos y saduceos escupían veneno contra tu Nombre. Y María… ¡qué horror, María!… Empezó con burlas y luego… No, no quie­ro decirte esto. Estuve llorando toda la noche”. Jesús: “¡Déjala! ¡Sanará!”. Juana: “¡No, no, si está sana!”. Jesús: “En cuanto al cuerpo; lo demás está todo intoxicado. Pero sanará”. Juana: “Si Tú lo dices… Ya sabes cómo son las romanas… Sus palabras fueron: «No nos asustan las brujerías, ni creemos en fábulas. Quere­mos juzgar por nosotras mismas»…”. Jesús: “En ellas hay todo un mundo que rehacer. Lo primero es derribar, luego edificar. No es imposible.  Ahí está tu casa, Juana, con su jar­dín; trabaja en ella para tu Maestro como te he dicho. Adiós, Juana. El Señor sea contigo. Yo te bendigo en su nombre”. La barca se arrima. Juana dice en tono de ruego: “¿Entonces no pasas siquiera?”. Jesús:  “Ahora no. Debo reavivar las llamas. En unos pocos meses de au­sencia casi se han apagado. Y el tiempo vuela”. La barca se detiene en el recodo que penetra en el jardín de Cusa. (Escrito el 8 de Mayo de 1945).
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1  Nota  : Amigas romanas.- Cfr.  Personajes de la Obra magna: Romanas/os.
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(<Jesús ha llevado a los Doce a un monte cercano al lago de Tiberíades. Después del retiro de una semana, los apóstoles se ven como transfigurados. Jesús termina el retiro dirigiéndoles unas palabras. Y entre ellas, éstas…>)
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3-165-28 (3-25-112).- Elección de los doce Apóstoles (1).
* “No os escogí porque fuisteis los más justos”.- ■ “De hoy en adelante no sois solo los discípulos predilectos sino los apóstoles, cabezas de mi Iglesia. De vosotros saldrán en los siglos que están por venir todas las jerarquías de ella y seréis llamados maestros, teniendo a Dios como vuestro Maestro en su triple potencia, sabiduría y caridad. ■ No os escogí porque fuisteis los más justos,  sino por un complejo de causas que no es necesario que por ahora sepáis. Os escogí en lugar de mis pastores que fueron mis primeros discípulos desde que Yo era niño. ¿Por qué lo he hecho? Porque estaba bien que así se hiciese. Entre vosotros hay galileos y judíos, doctos e indoctos, ricos y pobres. Esto es por el mundo para que no diga que he preferido una categoría”. (Escrito 16  de Mayo  de 1945).
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1  Nota  : Cfr. Mt.  10,1-4;  Mc. 3,13-19;  Lc. 6,12-16.-  Cfr. Personajes de la Obra magna: Apóstoles.
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3-168-49  (3-28-135).- Aglae, la «Velada» de «Aguas Claras», en Nazaret,  con María.
* “En nombre de Jesús, ten piedad de mí… Tengo necesidad ahora de que la Piedad me abra sus brazos. Tú eres la Piedad…”.- ■ María está trabajando serena una tela. Ya ha anochecido. Las puertas están cerradas. Una lámpara con tres quemadores ilumina la pequeña habitación de Nazaret, sobre todo la mesa junto a la que está sentada la Virgen. La tela, tal vez una sábana, cayendo del banco por las rodillas, llega hasta el suelo. Así, María, que está vestida de azul oscuro, parece emerger de un cúmulo de nieve. Está sola. Rápidamente cose con la cabeza inclinada en su trabajo. La luz ilumina la punta de su cabeza con reflejos de oro pálido; el resto de su rostro está en la penumbra. En la habitación que es todo orden, reina el más grande silencio. De la calle no llega ningún ruido, tampoco del huerto. La pesada puerta que conduce al huerto desde la habitación donde trabaja María —la misma en que generalmente come y recibe a las personas amigas— está cerrada, e impide que se oiga incluso el ruido que hace el agua de la fuente al caer en la pila. Es un silencio profundo. Me gustaría saber dónde está el pensamiento de la Virgen mientras sus manos ligeras trabajan… ■ Llaman discretamente a la puerta de la calle. María levanta su cabeza, escucha… Ha sido tan leve, que María debe pensar que fue algún animal nocturno o que el viento haya movido un poco la lamparita, y vuelve a inclinar su cabeza en el trabajo. Mas de nuevo se repite el sonido, esta vez con más claridad. María se levanta y va a la puerta: “¿Quién llama?”. Responde una voz muy fina: “Una mujer. En nombre de Jesús, ten piedad de mí”. María abre inmediatamente levantando la lámpara para conocer a la peregrina. Ve un montón de vestidos, una envoltura que no deja traslucir nada, una pobre envoltura que se inclina profundamente y dice: “¡Ave, Señora!” y otra vez repite: “En nombre de Jesús, ten piedad de mí”. Virgen: “Entra y dime lo que quieres. No te conozco”. «Velada»: “Nadie y muchos me conocen, Señora. Me conoce el vicio, y me conoce la Santidad. Pero tengo necesidad ahora de que la Piedad me abra sus brazos. Tú eres la Piedad…” y se echa a llorar. Virgen: “Entra. Entra. Dime. Has dicho suficiente para que comprenda que eres infeliz. Pero no sé todavía quién eres. Dime tu nombre, hermana”. «Velada»: “¡No!, hermana no. No te puedo llamar hermana. Tú eres la Madre del Bien… y yo, yo soy el Mal…” y llora mucho bajo el manto que la oculta. María deja la lámpara sobre una silla, toma la mano de la desconocida arrodillada en el umbral, y la obliga a levantarse. ■ María no la conoce… yo sí: es la «Velada» de «Aguas Claras». Se levanta, apenas sin fuerzas, temblorosa, sacudida con su llanto, pero se sigue resistiendo a entrar. Dice: “Soy una pagana, Señora. Para vosotros los hebreos: suciedad, aunque fuese santa. Doble suciedad porque soy una prostituta”. Virgen: “Si vienes a Mí, si buscas a mi Hijo por mi medio, no puedes ser sino un corazón que se arrepiente. Esta casa acoge a quien tiene el nombre de Dolor” y tira de ella hacia dentro y cierra la puerta. Pone ahora la lámpara sobre la mesa, le ofrece una silla y luego: “Habla” le dice. Pero la «Velada» no quiere sentarse; inclinada continúa llorando. María está ante ella dulce, majestuosa. Espera que termine el llanto. Veo que ora con todo su ser, aunque nada en Ella tome actitud de oración (ni sus manos, que no sueltan la pequeña mano de la «Velada», ni sus labios, que están cerrados). Finalmente deja de llorar. La «Velada»  se seca las lágrimas con su velo y dice: “Y sin embargo, no he venido de tan lejos para seguir estando en el anonimato. Es la hora de mi redención y me debo desnudar para… mostrarte las heridas que tiene el corazón. Y… tú eres una madre, y además… su Madre, por eso tendrás piedad de mí”. Virgen: “Sí, hija”.
* La «Velada» confiesa su vida y su caída en un abismo de infamia y vicio.
.    ● “Deja todo tu peso, aquí, sobre estas rodillas mías de Madre. Habla, habla, hija. Mejor a María que a Él. María es un mar que lava”. ■ Dice la «Velada»: “¡Oh, sí! ¡Llámame, hija! Tenía yo mi mamá… y la abandoné… después me dijeron que había muerto de dolor… Tenía mi papá… y me maldijo… y todavía hoy dice a los de esa ciudad: «No tengo ya ninguna hija»… (el llanto de nuevo cobra fuerzas. María palidece de pena. Le pone su mano sobre la cabeza para consolarla). La «Velada» vuelve a hablar: “No tendré más quien me llame ¡hija!… Sí, acaríciame así, como hacía mi mamita… cuando era yo pura y buena… Deja que te bese esta mano y que con ella me seque mis lágrimas. Mi llanto solo no me lava. ¡Cuánto he llorado desde que comprendí!… Ya antes había llorado, porque es un horror ser una carne disfrutada e insultada por el hombre. Mas era llanto de una bestia maltratada, que odia y que se revuelve contra quien la tortura; y ese llanto me ensuciaba cada vez más, porque… yo cambiaba de dueño, pero no de bestialidad… Hace ocho meses que lloro… porque he comprendido… He comprendido mi miseria, mi podredumbre. Estoy cubierta de ella, saturada de ella y tengo náuseas… Pero mi llanto, siempre más consciente, no me lava todavía. Se mezcla con mi podredumbre y no la lava. ¡Oh Madre! ¡Seca tú mi llanto y así quedaré limpia y podré acercarme a mi Salvador!”. Virgen: “Sí, hija mía. Siéntate, aquí, conmigo. Habla tranquilamente. Deja todo tu peso, aquí, sobre estas rodillas mías de Madre” y María se sienta. ■  Pero la «Velada» se le echa a los pies, para hablarle en esa postura. Empieza poco a poco: “Soy de Siracusa… Tengo veintiséis años… Era yo la hija de un intendente o procurador de un poderoso romano. Era hija única. Vivía feliz. Habitábamos cerca de la playa en la hermosa quinta de la que mi padre era el intendente. De cuando en cuando venía el dueño de la quinta, o su mujer, e hijos. Nos trataban bien, y eran buenos conmigo. Las niñas jugaban conmigo… Mi mamá era feliz… estaba orgullosa de mí. Yo era hermosa… inteligente… todo me salía bien… Pero amaba yo más las cosas frívolas que las buenas. En Siracusa hay un gran teatro, notable, hermoso, espacioso. Sirve para los juegos y para las comedias… En las comedias y tragedias que se representan se emplean las bailarinas para poner de relieve, con sus mudas danzas, el significado de lo que canta el coro. Tú no lo sabes… pero también con las manos y movimientos del cuerpo podemos expresar los sentimientos del hombre agitado por alguna pasión… Jovencitos y niñas son educados en un escenario apropiado para ser bailarines; deben de ser bellos como dioses y ágiles como mariposas… A mí me gustaba ir mucho a un lugar un poco alto de donde se dominaba este lugar para ver las danzas; luego las imitaba yo en los prados floridos, en la arena rojiza de mi terreno, o en el jardín de la quinta. Parecía yo una estatua de arte, o un viento surcando los espacios: porque podía tomar esas poses de estatua o girar sin tocar casi el suelo. Mis amigas ricas me admiraban… y mi mamá se sentía orgullosa…”. La «Velada» habla, recuerda, vuelve a ver en su imaginación, ve como en un sueño el pasado y llora. Los sollozos parecen ser las «comas» en su discurso. ■ “Un día —era el mes de mayo— toda Siracusa estaba en flor. Hacía poco que habían terminado las fiestas. Me había entusiasmado una de las danzas representadas en el teatro… Los dueños de la propiedad me habían llevado a este espectáculo con sus hijas. Tenía yo catorce años… En aquella danza las jóvenes, que debían representar las ninfas de primavera que corren a adorar a Ceres, danzaban coronadas con rosas, y vestidas de rosas… solo de rosas porque el vestido era un velo ligerísimo, una red de hilos finísimos sobre la que estaban esparcidas rosas… Cuando danzaban parecían semialadas, de tan ligeras que se movían. Sus espléndidos cuerpos se dejaban ver detrás de las franjas de velo florido que parecían alas. Practiqué esta danza… día tras día…”. ■ La «Velada» llora mucho más fuerte… Luego continúa. “Era yo hermosa. Lo soy, ¡mira!”. Se pone de pie. Rápida se echa atrás el velo y deja caer el manto. Y me quedo estupefacta porque veo que emerge de aquellas telas Aglae (1), hermosísima incluso así: con una humilde túnica, peinado sencillo de trenzas, sin collares, sin ricos vestidos. Es una verdadera flor de carne, delgada y perfecta. Tiene una cara hermosísima, de color moreno pálido y con ojos terciopelo, pero llenos de fuego. ■ Vuelve a arrodillarse ante María: “Era hermosa, para desgracia mía. Era yo una necia. Aquél día me puse unos velos. Me ayudaron las muchachas, las hijas de los dueños, a las cuales les gustaba verme bailar… Me vestí en el borde de una playa dorada, teniendo el mar azul enfrente. En la playa, que allí estaba desierta, había flores selváticas blancas y amarillas con perfumes penetrantes de almendros, vainilla, de carne recién lavada; también de los limonares venían ondas de perfume y en él envolvían a los rosales de mi tierra, y también al mar, y a la arena. El sol extraía perfume de todas las cosas… una sensación de grandeza rodeaba mi cabeza. Me sentía ninfa y adoraba… ¿a quien? ¿A la Tierra fecunda? ¿Al sol fecundador? No lo sé. Siendo yo pagana entre los paganos, supongo que adoraría al Sentido, mi rey déspota, del que no sabía otra cosa más que era un dios poderoso… Me coroné con rosas que había tomado del jardín… y empecé a danzar… Estaba yo ebria de luz, perfumes, del placer de ser joven, ágil y hermosa. ■ Dancé… y fui vista. Noté que me miraban. Pero no me avergoncé de estar desnuda a los ojos ávidos de un hombre. Antes bien, me complací en aumentar mis vuelos. La complacencia de ser admirada me ponía verdaderamente alas. Y esto fue mi ruina. Tres días después me quedé sola porque los dueños habían partido para regresar a su casa patricia de Roma. Pero no me quedé en casa… Aquellos dos ojos admiradores habían despertado en mí otra cosa más allá de la danza, me habían despertado el sentido y el sexo”. María hace un acto de disgusto involuntario que nota Aglae, que dice: “¡Oh, Tú eres pura! Tal vez te repugno…”. Virgen: “Habla, habla, hija. Mejor a María que a Él. María es un mar que lava…”. Aglae: “Sí, mejor a ti. Me lo dije a mí misma cuando supe que Él tenía una Madre… Porque al principio, al ver que es tan distinto de todos los hombres, cual si fuese solo espíritu —ahora sé que existe el espíritu, qué es— antes, no habría yo podido decir de qué estaba formado tu Hijo, que, pese a ser hombre, no muestra nada de sensualidad; y pensaba dentro de mí que no habría tenido Madre, sino que habría descendido a esta Tierra para salvar a estas horribles miserias, de las cuales yo soy la más grande… ■ Volví todos los días a aquel lugar esperando volver a ver aquel joven, moreno, bello… Y después de algún tiempo volví a verle. Me habló. Me dijo: «Ven conmigo a Roma. Te llevaré a la corte imperial, serás la perla de Roma». Respondí: «Sí. Seré tu fiel mujer. Ven a hablar con mi padre». Se echó a reír burlonamente y me besó. Dijo. «No, no esposa sino diosa;  yo seré tu sacerdote y te descubriré los secretos de la vida y del placer». Era yo una necia. Era una niña. Mas aunque jovencita no ignoraba lo que era la vida… Era yo una astuta. De todas formas, aunque yo era una loca, no estaba pervertida todavía… y tuve asco de su propuesta. Me escapé de sus brazos y corrí a casa… No dije nada a mi mamá… pero no supe resistir al deseo de volver a ver a ese hombre… Sus besos me habían enloquecido más. Y regresé… Apenas había yo regresado a la desierta playa cuando me abrazó, me besó con frenesí. Una lluvia de besos, de palabras de amor, de preguntas: «¿No te amo en realidad? ¿No es más dulce que un vínculo? ¿Qué otra cosa quieres? ¿Puedes vivir sin esto?». ¡Oh, Madre! Huí la misma tarde con el asqueroso patricio… Y vine a ser el andrajo que pisoteó bajo su animalidad. No una diosa, sino fango; no una perla, sino estiércol. No se me reveló la vida, sino la suciedad de la vida, la infamia, la náusea, el dolor, la vergüenza, la infinita miseria de no pertenecerme más a mí… ■ Y luego… la caída total. Después de seis meses de orgía, cansado de mí, encontró nuevos amores y me vi en la calle. Me aproveché de mi habilidad de bailarina… Sabía que mi madre había muerto de dolor y que ya no tenía ni casa ni padre… Un maestro de danza me recogió en su gimnasio. Me perfeccionó… gozó de mí… y me lanzó, cual experta flor en todas las artes de la sensualidad, al ambiente de corrupción del patriciado romano; así, la flor, ya sucia, cayó en una cloaca. Hace diez años que he caído al abismo, y siempre bajo más. ■ Luego me llevaron para alegrar los ratos libres de Herodes y nuevamente aquí tuve un dueño. ¡Oh! no hay perro más encadenado que una de nosotras. Y no hay patrón de perros de caza más brutal que el hombre que posee a una mujer. ¡Madre… tiemblas, te causo horror!”. María se ha llevado la mano al corazón como si se sintiese herida. Responde: “No. No tú. Me causa horror el Mal que es muy dueño de la tierra. Continúa, pobre criatura”. Aglae: “Me llevó a Hebrón… ¿Era yo libre? ¿Vivía rica? Sí, porque no estaba en la cárcel y porque abundaba en joyas. Pero la realidad era que sólo podía ver a quien él quería que viese, y no tenía derecho ni siquiera a mí misma”.
.   ● “Fue entonces cuando supe que tenía alma. Me dijo: «Mi Nombre quiere decir Salvador. Salvo a quien tiene buena voluntad de ser salvado»”.- Aglae: “Un día llegó a Hebrón un hombre, tu Hijo. Él estimaba esa casa. Lo supe y le invité a entrar. No estaba Sciammai (2)… Desde la ventana ya había oído palabras y visto un rostro que me desosegó el corazón. Te juro, Madre, que no fue la carne, la que me empujó a tu Jesús. Fue aquello que Él me reveló lo que me hizo ir hasta el umbral, desafiando la burla del vulgo, para decirle: «Entra». Fue entonces cuando supe que tenía alma. Me dijo: «Mi nombre quiere decir: Salvador. Salvo a quien tiene voluntad de ser salvado. Salvo enseñando a ser puros, a amar el dolor más que el honor, el bien más que cualquier otra cosa. Soy el que busca a los perdidos, el que da la vida. Soy Pureza y Verdad». Me dijo que también yo tenía alma y que la había matado con mi modo de vivir. Pero ni me maldijo, ni me escarneció. ¡No me miró ni un instante! Es el primer hombre que no me comió con su ávida mirada, porque llevo conmigo la tremenda maldición de atraer al hombre… Me dijo que quien le busca le encuentra, porque Él está donde hay necesidad de médico y medicina. Y se fue. Pero sus palabras han quedado aquí, y de aquí jamás se han ido. Me decía a mí misma: «Su Nombre quiere decir Salvador», como queriendo empezar a curarme. De su visita me habían quedado grabadas sus palabras y sus amigos pastores. Di el primer paso al darles una limosna a ellos y pidiéndoles una oración… ■ y luego… huí… Fue una fuga santa: huí del pecado yendo en busca del Salvador. Anduve buscándole, segura de que le encontraría porque así me lo había prometido. Me enviaron a donde un hombre que se llama Juan, creyendo que era Él, pero no era. Un hebreo me indicó «Aguas Claras». Vivía de la venta del oro que poseía, que era mucho. Durante los meses que anduve errante tuve que cubrirme siempre mi cara para que no me atrapasen de nuevo, y porque además Aglae realmente estaba sepultada bajo ese velo; había muerto la vieja Aglae, quedaba sólo esa alma suya herida y desangrada que iba en busca de su médico. Muchas veces tuve que huir de la sensualidad del varón, que me perseguía a pesar de estar tan oculta bajo mis vestiduras. Incluso uno de los amigos de tu Hijo…  ■ En «Agua Claras» viví como un animal, pobre, pero feliz. Los rocíos y el río no me lavaron tanto como sus palabras. ¡Oh!, no perdía ni una de ellas. Una vez perdonó a un hombre asesino. Lo oí… y estuve para decirle: «Perdóname a mí también». Otra vez habló de la inocencia perdida… ¡Oh! cuántas lágrimas. Otra vez curó a un leproso… y estuve para decirle: «Límpiame de mi pecado…». Cierto día curó a un demente y era romano… y lloré… y me mandó que me dijeran que las patrias pasan, pero el Cielo permanece. Una tarde en que había tempestad me acogió en su casa… y luego hizo que me diera hospedaje el administrador… y por medio de un niño me mandó decir: «No llores»… ¡Oh bondad suya! ¡Oh, miseria mía! Ambas tan grandes que no me atreví a llevar mi miseria a sus pies… no obstante que uno de los suyos me hablase en la noche de la infinita misericordia de tu Hijo. ■ Y luego, mi Salvador se fue, insidiado por quienes veían pecado en el deseo de un alma vuelta a nacer… Le esperé… pero también le esperaba la venganza de aquellos que son más indignos que yo de mirarle. Porque yo he pecado como pagana contra mí misma, pero ellos pecan, conociendo ya a Dios, contra el Hijo de Dios… Y me pegaron… Pero me hirieron más sus acusaciones que las piedras; hirieron más ellos mi alma que mi carne, hundiéndola en la desesperación. ¡Oh, qué  tremenda lucha contra mí misma! Desgarrada, sangrando, herida, febril, sin tener más al Médico, sin techo, ni pan, miré atrás, miré al futuro… El pasado me decía: «Vuelve», el presente. «Mátate», el futuro: «Ten esperanza». He esperado… No me he matado. Lo haría si Él me rechazara, porque no quiero volver a ser lo que era…”.
.  ● “Dime, dime ¿cómo se puede hacer para olvidarse de que una es hembra, y para hacérselo olvidar a los demás?”.- Aglae: “A duras penas llegué a un pueblo pidiendo refugio. Me reconocieron. Tuve que salir huyendo como una bestia, acá, allá, siempre perseguida, siempre escarnecida, siempre maldecida, porque quería ser honesta y porque había desengañado a los que, por medio mío, querían herir a tu Hijo. Siguiendo el curso del río llegué hasta Galilea y vine hasta aquí… Tú no estabas… Fui a Cafarnaúm: acababas de partir. Me vio un viejo, uno de sus enemigos, y me dijo que podía yo acusarle a Él, a tu Hijo, y como llorase sin reaccionar agregó: «Todo podría cambiar para ti si quisieses ser mi amante y mi cómplice para acusar al Rabí de Nazaret. Bastaría con que dijeras, delante de mis amigos, que Él era tu amante…».  Huí como quien ve salir una serpiente de en medio de un manojo de flores. ■ Y así comprendí que no podía ir a postrarme a sus pies y vine a los tuyos. Aquí estoy. Písame, soy lodo. Aquí estoy: arrójame, porque soy pecadora. Llámame por mi nombre: prostituta. Todo aceptaré de tu parte, pero ten piedad, Madre. Toma mi pobre alma sucia y llévala a Él. Cierto que poner en tus manos mi lujuria es un crimen, pero solo en tus manos estará protegida del mundo —que la quiere para sí—, y hará penitencia. Dime qué debo hacer. Dime qué medios debo emplear para no ser más Aglae. ¿Qué cosa debo mutilar en mí? ¿Qué debo arrancar de mí para no ser más pecado, ni seducción, para no tener miedo ni de mí misma, ni del hombre? ¿Me debo arrancar los ojos? ¿Me debo quemar los labios? ¿Me debo cortar la lengua? Ojos, labios, lengua me han ayudado al mal. Aborrezco el mal y estoy dispuesta a castigarme y a sacrificarlos. ¿O quieres que me arranquen estas caderas que me empujaron a perversos amores? ¿Estas entrañas insaciables que temo se despierten? Dime, dime ¿cómo se hace para olvidarse de que una es hembra, y para hacérselo olvidar a los demás?”. ■ María está conturbada. Llora, sufre. De su dolor no hay más señal que las lágrimas que caen sobre la arrepentida. Ésta dice: “Quiero morir perdonada. Quiero morir, no recordando a otro que al Salvador. Quiero morir con su sabiduría como amiga mía… ¡Y no puedo acercarme a Él, porque el mundo nos acecha a mí y a Él, para acusarnos…!”. Aglae llora echada en tierra, como un andrajo.
* No lloro por ti, sino por el mundo cruel. No te dejo ir sino te recojo. Te llevaré a Jesús. Él te indicará qué camino debes seguir para tu redención”.- ■ María se pone de pié y, casi jadeando, susurra: “¡Qué difícil es ser redentores!”. Aglae, que oye aquel murmullo e intuye, dice: “¿Lo ves? ¿Ves que también tú sientes asco? Me voy. ¡Todo se ha acabado!”. Virgen: “No, hija, no se ha acabado. Ahora empieza. Escucha, pobre alma. No lloro por ti, sino por el mundo cruel. No te dejo ir sino te recojo, pobre golondrina a la que la tempestad ha arrojado contra mis paredes. Te llevaré a Jesús y Él te dirá qué camino debes seguir para tu redención…”. Aglae: “No tengo más esperanzas… El mundo tiene razón. No puedo ser perdonada”. Virgen: “El mundo no te puede perdonar, pero Dios, sí. Déjame que te hable en nombre del Amor Supremo que me ha dado un Hijo para que yo le dé al mundo; que me ha nacido de la feliz ignorancia de mi virginidad consagrada, para que el mundo tuviese el Perdón, y me ha sacado sangre, no en el parto sino del corazón, al revelarme que mi Hijo es la Gran Víctima. Mírame, hija. En este corazón hay una gran herida. Hace más de treinta años que gime y cada vez más crece y me consume. ¿Sabes cómo se llama?”. Aglae: “Dolor”. Virgen: “No. Amor. El amor es lo que abre mis venas para hacer que no esté sólo el Hijo para salvar; es el amor lo que me da fuego para que purifique a los que no se atreven a ir a donde está mi Hijo; el amor me hace brotar lágrimas con que lavar a los pecadores. Tú querías mis caricias. Te doy mis lágrimas que te hacen más blanca para que puedas mirar a mi Señor. No llores así. No eres la única pecadora que viene al Señor y regresa redimida. Hubo también otras y  habrá más. ■ ¿Dudas que pueda perdonarte? Pero ¿no ves en cada cosa de las que te ha sucedido un misterioso querer de su bondad divina? ¿Quién te llevó a Judea? ¿Quién a la casa de Juan? ¿Quién te puso a la ventana aquel día? ¿Quién encendió una luz para iluminarte sus palabras? ¿Quién te dio la capacidad de comprender que la caridad, unida a la plegaria de quien recibe el beneficio, obtiene ayuda divina? ¿Quién te dio fuerzas para huir de la casa de Sciammai? ¿Quién de perseverar los primeros días hasta su llegada? ¿Quién te trajo a su camino? ¿Quién te hizo capaz de vivir como penitente para limpiar cada vez más tu alma? ¿Quién te dio alma de mártir, alma de creyente, alma de perseverante, alma de pura?…”.
“Entre mi pureza, un don, y tu heroica ascensión hacia la cima de la pureza perdida, piensa que es más grande la tuya. Estás salvada por tu buena voluntad para salvarte. Tu alma ha renacido. Sí. Es necesario que él te diga en nombre de Dios: «Estás perdonada»”.-Virgen: “No muevas la cabeza. ¿Crees que tan sólo sea puro el que no ha conocido el placer sensual? ¿Crees tú que el alma no pueda hacerse más virgen y bella? ¡Oh, hija! Entre mi pureza que es una gracia del Señor y tu heroica ascensión, rehaciendo el camino, hacia la cima de tu pureza perdida, puedes pensar que es más grande la tuya. Tú la rehaces contra el apetito de los sentidos, la necesidad y la costumbre; para mí es una dote natural como el respirar. Tú debes cercenar tu pensamiento, los afectos, la carne, para no acordarte, para no desear, para no secundar; yo… Oh, ¿puede una niña recién nacida apetecer la carne? ¿Tiene mérito en no hacerlo? Pues así yo. No sé lo que significa esta trágica hambre que ha hecho de los hombres una víctima. No conozco otra cosa más que la santísima hambre de Dios; tú, sin embargo, ésta no la conocías y por ti misma has conseguido apresarla, y has domado la otra, trágica y horrenda, por amor a Dios, que ahora es tu único amor. ¡Sonríe, hija de la misericordia divina! Mi Hijo obra por ti lo que te dijo en Hebrón. Ya lo ha hecho. Estás salvada porque has tenido buena voluntad para salvarte, porque has preferido la pureza, el dolor, el Bien. Tu alma ha renacido. Sí. Es necesario que Él te diga en nombre de Dios: «Estás perdonada». Eso yo no lo puedo decir, pero ya desde ahora te doy mi beso como promesa, como principio de perdón…  ■ ¡Oh, Espíritu Eterno! Siempre hay un poco de Ti en tu María. Deja que Ella te infunda, Espíritu Santificador, sobre la criatura que llora y que espera. Por nuestro Hijo, oh Dios de amor, salva a ésta que de Dios espera la salvación. La Gracia, de la que el Ángel dijo que estaba yo llena, descanse por un milagro sobre ésta y la levante hasta Jesús, el Salvador bendito, el supremo Sacerdote, que la absolverá en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu… ■ Es noche, hija. Estás cansada y herida. Ven, descansa. Mañana partirás. Te mandaré a una familia de personas buenas, porque aquí ya vienen demasiados. Te daré un vestido semejante al mío. Parecerás una hebrea. Veré a mi Hijo a solas en Judea, pues la Pascua se aproxima y para la nueva luna de Abril estaremos en Betania. Le hablaré de ti. Ve a la casa de Simón Zelote. Allí me encontrarás y te llevaré a Él”. ■ Aglae todavía llora pero ahora con paz. Se ha sentado en el suelo. También María ha vuelto a sentarse. Aglae reclina su cabeza sobre sus rodillas y besa la mano de María… Luego gime: “Me reconocerán…”. Virgen: “¡Oh, no! No tengas miedo. Tu vestido era muy atractivo. Yo te prepararé para este viaje tuyo hacia el Perdón y serás como la virgen preparada para su boda: distinta y desconocida para la gente que no sabe de este rito de bodas. Ven. Tengo una habitación pequeña que está junto a la mía. Se han alojado allí santos y peregrinos deseosos de ir a Dios. También tú estarás allí”. Aglae hace ademán de querer recoger el manto y el velo. La Virgen le dice: “Déjalos. Son los vestidos de la pobre Aglae extraviada, que ya no existe… y ni siquiera debe quedar de ella el vestido: ha experimentado demasiado odio, y tanto daño hace el odio cuanto el pecado”. Salen al huerto oscuro, entran a la habitacioncilla de José. María toma la lamparita que está sobre una mesa, acaricia nuevamente a la arrepentida, cierra la puerta y, con su lamparita de tres mecheros, se hace luz para ver a dónde puede llevar el manto desgarrado de Aglae, para que ningún visitante lo vea al siguiente día. (Escrito el 20 de Mayo de 1945).
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1  Nota  : Aglae.-  Cfr.  Personajes de la Obra magna: Aglae.   2  Nota  : El amante.
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(<Jesús, con sus apóstoles, rodeado de una muchedumbre, está instruyendo con el llamado así: discurso de la Montaña>)
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3-174-109 (3-34-200).- La llegada inoportuna de María Magdalena, provocativa, a la Montaña de las Bienaventuranzas.
* Cuatro petimetres acicalados, traen como en triunfo, entre sus manos entrelazadas, a la manera de asiento, a una María Magdalena, seductora.- ■ Jesús dice: “Mira y escribe. Es un Evangelio de la Misericordia (1) que doy a todos y en especial para las mujeres que se reconozcan en la pecadora, y las invito a seguirla en su redención”.
■ Veo que Jesús está en pie, subido a una voluminosa piedra. Está hablando a una gran multitud. El lugar es montañoso. Una colina solitaria entre dos valles. La cumbre de la colina tiene forma de yugo, o, más exactamente, forma de joroba de camello; de modo que a pocos metros de la cima tiene un anfiteatro natural donde la voz retumba clara como en una sala de conciertos muy bien construida. La colina es toda florida. Debe ser el final de la primavera. Las mieses de las llanuras tienden a tomar su color de oro y estarán listas para la siega. Al norte, un monte alto resplandece al sol con su cresta cubierta de nieve. Inmediatamente más abajo, al este, el Mar de Galilea, parece un espejo quebrado en fragmentos (cada uno de ellos un zafiro encendido por el sol). Deslumbra en su parpadear azul y oro, y no se refleja en su superficie sino alguna que otra nubecilla que surca el purísimo cielo, o la sombra fugaz de alguna barca de vela. Más allá del lago de Genesaret hay un alejarse de llanuras que, debido a una ligera neblina al ras del suelo (quizás vaporación de rocío pues deben ser todavía las primeras horas de la mañana, dado que la hierba del monte tiene todavía algún que otro diamante de rocío posado entre sus tallitos) parecen continuar el lago aunque con tonalidades casi de ópalo, veteado de verde; y más lejos todavía una cadena montañosa de perfil muy caprichoso, que hace pensar en un dibujo de nubes en el sereno cielo. ■ La gente está sentada, quién sobre la hierba, quién sobre piedras gruesas; otros están de pie. No están todos los apóstoles. Veo a Pedro, a Juan y a Santiago. Oigo que llaman a otros dos, a Natanael y a Felipe. Luego hay otro que no es del grupo. Tal vez será nuevo, le llaman Simón (2). Los otros no están, a menos que sea que no los veo entre la masa de la gente. El discurso hace tiempo que ya empezó. Comprendo que es el discurso de la Montaña. Las Bienaventuranzas han sido ya dichas. Estoy para decir que el discurso toca a su fin porque dice Jesús: “Haced esto y tendréis un gran premio, porque el Padre que está en los Cielos es misericordioso con los buenos y sabe dar el ciento por uno. Por lo que digo…”. ■ Hay un gran movimiento entre la multitud que está junto al sendero que sube a la meseta. Los que están más cerca de Jesús vuelven la cabeza. La atención se desvía hacia otro objeto. Jesús deja de hablar y vuelve la mirada en esa dirección. Serio y hermoso con su vestido azul oscuro. Los brazos sobre el pecho. El sol besa su cabeza con sus primeros rayos que han sobrepasado el pico oriental de la colina. Se oye la voz iracunda de un hombre: “Haceos a un lado, plebeyos, dejad pasar a la belleza que llega”… Avanzan cuatro petimetres todo acicalados, de los cuales uno ciertamente es romano. Trae la toga romana. Traen como en triunfo entre sus manos entrelazadas, a la manera de asiento, a María de Magdala que todavía es una gran pecadora. Despide sonrisas con su muy hermosa boca, echando hacia atrás la cabeza de cabellera de oro, toda rizos y trenzas sujetos con preciosas horquillas y con una lámina de oro con perlas que le ciñe la parte alta de la frente a modo de diadema. De ésta cuelgan leves rizos que ocultan los espléndidos ojos, que, por un artificio bien hecho, los hacen aún más grandes y seductores. La corona en forma de diadema queda oculta detrás de las orejas, bajo la masa de trenzas que pesa sobre el cuello blanquísimo y totalmente descubierto. Es más… lo descubierto es mucho más que el cuello. Las espaldas están descubiertas hasta los omóplatos y el pecho mucho más. Dos cadenillas de oro sujetan el vestido a los hombros. No tiene mangas. Todo está cubierto, por decirlo así, por un velo cuyo único objetivo es el de proteger la piel contra los rayos del sol. El vestido es muy ligero, de forma que la mujer, echándose  —como hace—, zalamera, sobre  uno u otro de sus adoradores, es como si se echase sobre ellos desnuda. Me parece que el romano es el preferido porque preferentemente se dirigen a él risitas y miradas y es quien más fácilmente recibe su cabeza sobre el hombro. El romano dice: “Y así estará contenta la diosa. Roma ha servido de cabalgadura a la nueva Venus, y ahí está el Apolo que has querido ver. Sedúcele pues… pero déjanos a nosotros unas migajas de tus cariños”. ■ María es todo risa. Con un movimiento ágil y atrevido salta al suelo, descubriendo sus pequeños pies, calzados con sandalias blancas con hebillas de oro, y un buen trozo de pantorrilla. Su vestido es amplísimo, de lana ligera como un velo, y blanquísima, sujeto a la cintura, muy abajo, a la altura de las caderas, por un cinturón cuajado de bullones sueltos de oro. La mujer está ahí, en pie, como una flor impura, que ha florecido como por encanto en la verde llanura poblado de muchos lirios y narcisos silvestres. Está más hermosa que nunca. Su boca, pequeña y de púrpura, parece un clavel florecido entre la dentadura perfecta. Su cara y cuerpo podrían satisfacer al pintor o al escultor más exigente, tanto por el color como por las formas. Con abundante pecho y caderas bien proporcionadas. La cintura es flexible de modo natural, delgada en relación a las caderas y al pecho. Parece una diosa como ha dicho el romano, una diosa esculpida en mármol de tinte ligeramente rosado. La leve tela cubre las caderas para luego pender por delante en un  montón de pliegues. Todo ha sido estudiado para agradar.
. ●“La impureza corrompe lo que es propiedad de Dios: el alma”.- Imprecación contra los que corrompen el alma de los niños: “sería mejor que murieran abrasados por un rayo”. Imprecación contra los ricos (3) que “os gozáis la vida y nada más. Probaréis una pobreza atroz en un día que no tendrá fin”.- ■ Jesús la mira fijamente, y ella sostiene su mirada con descaro mientras sonríe y se retuerce con el cosquilleo que el romano le hace en las espaldas y en los senos, que trae descubiertos, con una ramita de lirio silvestre que ha cogido de entre la hierba. María con desdén fingido, levanta el velo y dice: “Respeta mi candor”, lo que hace estallar a los cuatro en una clamorosa risotada. Jesús continúa mirándola. Apenas se pierde el rumor de las risotadas, cuando Él, como si la aparición de la mujer hubiese reavivado las llamas a su discurso que parecía ir ya muriendo, vuelve a empezar y ya no la mira más a ella, sino a los que estaban escuchando, que parecen sentirse molestos y escandalizados con lo que acaba de suceder. ■ Jesús dice: “Dije que uno debe ser fiel a la Ley, humilde, misericordioso, amar no solo a los hermanos por sangre, sino también al que por haber nacido, como vosotros, de hombre, es hermano vuestro. Os dije que el perdón es más útil que el rencor, que la compasión es mejor que la intransigencia. Mas ahora, os digo que no se debe condenar si no está uno exento del pecado, por el que se quiere condenar. No hagáis como los escribas y fariseos que son severos con todos, menos consigo mismos. Llaman impuro a lo externo, que solo puede contaminar lo externo, y luego acogen en lo más profundo de su corazón la impureza. Dios no está en los impuros, porque la impureza corrompe lo que es propiedad de Dios: el alma, y sobre todo el alma de los niños que son ángeles desparramados sobre la tierra. ¡Ay de aquellos que les arrancan sus alas con crueldad de bestias endemoniadas y doblegan estas flores del Cielo en el fango, haciéndoles conocer el sabor de la materia! ¡Ay de ellos!… ¡Sería mejor que murieran abrasados por un rayo antes que cometer tal pecado! ¡Ay de vosotros ricos y de vosotros que os gozáis la vida y nada más, porque precisamente entre vosotros fermenta la más grande impureza, a la que sirven de lecho y almohada el ocio y el dinero! Ahora estáis saciados. Hasta la garganta os llega la comida de las concupiscencias y os ahoga. Pero tendréis hambre para siempre. Un hambre terrible, insaciable y sin ablandamiento. Sois ahora ricos. Cuánto bien podríais hacer con vuestras riquezas, y cuánto mal os hacéis a vosotros y a los demás. Probaréis una pobreza atroz en un día que no tendrá fin. Ahora reís. Creéis ser los triunfadores, pero vuestras lágrimas llenarán los lagos del Gehena, y  no cesarán”.
.   ● ¿Y el adulterio? No solo el acto, también el deseo es adulterio. Ninguna razón justifica la fornicación. Ninguna.-Jesús: “¿En dónde anida el adulterio? ¿En dónde la corrupción de las muchachas? ¿Quién tiene dos o tres lechos de libertinaje, además del propio de esposo, y en ellos arroja su dinero y el vigor de un cuerpo que Dios le dio sano para que trabajase por su familia y no lo mezclase en sucias uniones que lo ponen más abajo del nivel de una bestia inmunda? Habéis oído que se dijo: «No cometerás adulterio» (4). Pues yo os digo que quien mire a una mujer con concupiscencia, o quien vaya a un hombre con deseo, aun sólo con esto, ha cometido ya adulterio en su corazón. Ninguna razón justifica la fornicación. Ninguna. Ni el abandono, ni el repudio del marido. Ni la compasión hacia la repudiada. Tenéis sólo un alma: que no mienta, una vez que se ha unido a otra por pacto de fidelidad; pues, de ser así, ese hermoso cuerpo a través del cual pecáis irá con vosotros, almas impuras, a las llamas que no tendrán fin. Mutiladlo más bien, antes que matarlo eternamente condenándolo. Vosotros los ricos, sentinas de gusanos de vicio, sed de nuevo hombres, para que el Cielo no sienta repulsa de vosotros…”.
* María, seductora e irónica al principio, muestra al final del discurso una cara hosca de rabia. Comprende que Jesús, aunque no la mire, le está hablando a ella.- ■ María, que al principio ha estado escuchando con una expresión que era todo un cuadro de seducción e ironía, con risitas de burla de vez en cuando, en llegando el discurso a su final, muestra una cara hosca de rabia. Comprende que Jesús le está hablando a ella, aunque no la mire. Cada vez más su ira sube de punto y se rebela. Al fin no resiste. Despechada se envuelve en su velo, y seguida de las miradas de la multitud que la escarnecen, y de la voz de Jesús que la sigue, echa a correr cuesta abajo dejando, entre los cardos y entre los rosales silvestres que están a la orilla del camino, trozos de vestido; y va riéndose, rabiosa y burlona. No veo más. Pero Jesús me dice: “Todavía continuarás viendo”. (Escrito el 12 de Agosto de 1944).

* Jesús manda desmontar la tienda y marcharse. Y, a Pedro que le pregunta si es porque vino ella, Jesús responde: “Sí. No puedo permitir que la palabra de Dios se convierta en escarnio de paganos…”.-  ■ Jesús reanuda su discurso: “Estáis enojados por lo sucedido. Ya hace dos días que el pitido de Satanás turba nuestro refugio, que está muy por encima del fango; por tanto, ya no es un refugio. Así que lo abandonaremos. Pero antes quisiera completaros este código de «lo más perfecto» en el marco de esta riqueza de luz y de horizontes. Realmente Dios se manifiesta aquí en su majestad de Creador, y al ver sus maravillas podemos llegar a creer firmemente que Él es el dueño y no Satanás… El Maligno no podría crear ni siquiera un tallo de hierba. Pero Dios puede todo. Esto os dé fuerzas. Pero… ya estáis todos al sol. Puede haceros daño. Idos hacia arriba por las laderas; ahí hay sombra y frescor. Comed, si queréis. Yo, mientras, os seguiré hablando. La hora se ha hecho tarde por muchos motivos. De todas formas no os duela, que aquí estáis con Dios”. La multitud grita: “Sí, sí contigo” y cambia de sitio, hacia la sombra de los bosquecillos diseminados que hay en el lado oriental, de modo que la pared montañosa y las ramas sirven de defensa contra el sol que quema. ■ Jesús dice a Pedro que desmonte la tienda. Pedro duda: “Pero… ¿de veras nos vamos?”. Jesús: “Sí”. Pedro: “¿Porque vino ella?”. Jesús: “Sí. Pero no decirlo a nadie, y menos a Zelote. Se afligiría por amor a Lázaro. No puedo permitir que la palabra de Dios se convierta en escarnio de paganos…”. Pedro: “Comprendo, comprendo…”. Jesús: “Pues entonces comprende también otra cosa”. Pedro: “¿Cuál, Maestro?”. Jesús: “La necesidad de callar en determinadas circunstancias. Te lo ruego. Te quiero mucho, pero algunas veces eres tan impulsivo que haces advertencias que hieren”. Pedro: “Entiendo… no lo quieres ni por Lázaro, ni por Simón…”. Jesús:  “Y por otros también”. Pedro: “¿Crees que también estarán hoy algunos de éstos?”. Jesús: “Hoy, mañana, pasado mañana y siempre. Siempre será necesario vigilar a mi impulsivo Simón de Jonás. Vete a hacer lo que te dije”. Pedro se va y llama a sus compañeros a que le ayuden. (Escrito el 29 de Mayo de 1945).
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1  Nota  : Se llama Evangelio de la Misericordia a un ciclo de episodios y enseñanzas sobre María de Magdala, escritos consecutivamente desde el 12 al 14 de Agosto de 1944, pero colocados en varios lugares de la Obra según las instrucciones escritas de María Valtorta. El primer episodio, que empieza aquí, se introduce en este capítulo; otros dos episodios formarán respectivamente los capítulos 3-183-163 y 4-233-27. Como comentario de los tres episodios, sigue un “dictado”, que formará el capítulo 4-234-29. El último episodio, irá a formar el capítulo 6-377-112, con un comentario final: 6-377-115. 2  Nota  : “Tal vez será nuevo, le llaman Simón”.- Téngase en cuenta que este episodio fue redactado al principio de la Obra, cuando María Valtorta aún no conocía a todos los apóstoles. El apóstol, al que le llaman Simón, es Simón Zelote.
Las fechas.- Como queda ya advertido, algunas veces las fechas muestran que el orden de la redacción de los episodios o capítulos narrados en la Obra magna no sigue siempre un orden cronológico. Para mayor explicación, Cfr. María Valtorta y la Obra  6.1: Las fechas.   3   Nota   : Cfr. Lc. 6,24-26.    4   Nota   : Cfr. Éx. 20,14; Deut. 5,18.
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(<Están en la cocina de la casa de Pedro. La cena debió haber sido abundante porque los platos con restos de pescado, carne, queso, frutas secas o semisecas, están amontonados en una especie de credencia>)
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3-180-149 (3-40-243).- En la casa de Pedro, en Betsaida, la noticia de la segunda captura de Juan el Bautista, traicionado por un discípulo y por los fariseos de Cafarnaúm.
* J. Iscariote afirma que él nunca será un traidor. Pero que si se sintiera tan débil como para llegar a serlo, se mataría antes de ser el asesino de Dios.- “¡No blasfemes! Ninguna cosa te podrá hacer débil, si tú no quieres. Judas, quien se separa de Dios se hace débil”.-Se oyen fuera golpes en la puerta. Pedro, que se levanta para ir a abrir, dice: “¿Quién podrá ser a esta hora?”. Es Juan, espantado, lleno de polvo, con señas visibles de que ha llorado. Todos gritan: “¿Tú aquí? ¿Qué ha pasado?”. Jesús, que se ha puesto en pie, pregunta: “¿Y mi Madre dónde está?”. Juan, dando unos pasos y yendo a arrodillarse a los pies de su Maestro, tendiendo los brazos hacia delante como pidiendo ayuda, dice: “Tu Madre está bien, pero llorando como yo, como otros muchos, y te ruega que no vayas donde Ella siguiendo el curso del Jordán por la parte nuestra. Me ha hecho regresar por este motivo, porque… porque Juan, tu primo, ha sido apresado…”. Y Juan llora, mientras un alboroto se levanta entre los presentes. Jesús visiblemente se pone pálido, pero no se intranquiliza. Le dice: “Levántate y cuéntanos”. Juan: “Iba hacia abajo yo con tu Mamá y con las mujeres. También Isaac y Timoneo estaban con nosotros. Tres mujeres  y tres hombres. Obedecí tus órdenes de llevar a María donde estaba Juan… ¡Ah, Tú sabías que era el último adiós!… que debía ser el último adiós. La tormenta de hace unos días nos obligó a detenernos unas horas, pocas pero suficientes para que Juan no pudiera ya ver a María… Llegamos a la hora sexta. Él había sido hecho prisionero en la madrugada…”. ■ Todos preguntan: “¿Dónde? ¿Cómo? ¿Quién fue? ¿En su cueva?”. Todos quieren saber. Juan: “¡Fue traicionado!… ¡Emplearon tu Nombre para traicionarle!”. Todos a gritos: “¡Qué horror! ¿Quién fue?”. Juan, estremeciéndose, manifestando levemente este horror que ni siquiera el aire debe oír, declara: “Un discípulo suyo…”. El alboroto se hace máximo. Quién maldice, quién llora, quién está estupefacto, como estatuario. Juan se echa al cuello de Jesús y grita: “¡Tengo miedo por Ti! Los santos tienen traidores que se venden por el oro y por el temor a los grandes, por sed de premio, por… por obedecer a Satanás. ¡Por mil cosas!, ¡por mil! ¡Oh, Jesús, Jesús, Jesús! ¡Qué dolor! Mi primer maestro. Mi Juan que me entregó a Ti”. Jesús: “Está bien. Está bien. Por ahora nada me sucederá”. Juan: “¿Y después? ¿Y después? Me miro… miro a estos… tengo miedo de todos, incluso de mí mismo. Estará entre nosotros tu traidor…”. Pedro grita: “Pero ¿estás loco? ¡Le haríamos pedazos!”.  Iscariote: “¡Loco de verdad! No seré Yo jamás ése. Pero, si me sintiese tan débil de modo que pudiese llegar a serlo, me mataría; sería mejor que ser  asesino de Dios”. Jesús retira a Juan y zarandea enérgicamente a Iscariote diciéndole: “¡No blasfemes! Ninguna cosa te podrá hacer débil, si tú no quieres. Y si así sucediera, llora, y no añadas un crimen más al deicidio. Quien se separa de Dios, se hace débil”. ■ Luego vuelve donde está Juan, que llora con la cabeza apoyada sobre la mesa y le dice: “Habla con orden. Yo también estoy sufriendo. Era mi pariente,  y además mi Precursor”. Juan: “Solo he visto a los discípulos, a una parte de ellos, consternados y enfurecidos contra el traidor; los otros habían acompañado a Juan hasta la prisión para estar junto a él en la hora de su muerte”. Zelote trata de consolar a Juan a quien quiere mucho: “Pero todavía no ha muerto… La otra vez pudo huir”. Juan responde: “Aún no ha muerto, pero morirá”. Jesús: “Sí, morirá. Él lo sabe y Yo también. Esta vez nadie, ni nada le salvará. ¿Cuándo? No lo sé. Sé que no saldrá vivo de las manos de Herodes”. Juan: “Sí, de Herodes. Oye. Juan fue hacia esos desfiladeros, por donde pasamos también nosotros regresando a Galilea, entre el monte Ebal y el Garizim, porque el traidor le había dicho: «El Mesías ha sido agredido por sus enemigos y está muriendo. Quiere verte para confiarte un secreto». Y Juan fue con el traidor y con algún otro. Le acechaban en el fondo del valle los soldados de Herodes y le prendieron. Los otros huyeron y llevaron la noticia a los discípulos que se habían quedado cerca de Enón. Acababan de llegar, cuando me presenté yo con tu Madre. Y lo que es horrible es que fue uno de los de nuestra ciudad… y que, a la cabeza del complot preparado para apresarle, estaban los fariseos de Cafarnaúm. Habían ido a verle diciendo que Tú habías estado en su casa y que de allí partías para Judea… No habría abandonado su refugio sino por Ti…”. ■ Un silencio sepulcral sigue a la narración de Juan. Jesús parece desangrado, sus ojos son de color azul negro, como si estuviesen empañados. Tiene la cabeza inclinada, su mano que está todavía sobre el hombro de Juan, le tiembla levemente. Nadie se atreve a hablar. Jesús rompe el silencio: “Iremos a Judea por otro camino. Mañana, de todos modos, debo ir a Cafarnaúm. Lo más pronto posible. Descansad. Voy arriba entre los olivos. Tengo necesidad de estar solo” y se va sin añadir más. Santiago de Alfeo murmura: “Sin duda, va a llorar”. Tadeo dice: “Sigámosle, hermano”. Zelote responde: “No. Déjale que llore. Vayamos solo a la escucha, caminando despacio, porque temo asechanzas por todas partes”. Pedro: “Sí. Vamos. Los pescadores siguiendo la orilla; así, si alguien viene por el lago le veremos; y vosotros por los olivos. Estará, sin duda, en el lugar acostumbrado, cerca del nogal. Cuando despunte el sol, prepararemos las barcas para irnos pronto. ¡Esas serpientes! ¡Ya lo decía yo! Pero… ¡di, muchacho!, ¿la Madre está verdaderamente a salvo?”. Juan: “¡Oh, sí! Se han quedado también con Ella los pastores discípulos de Juan. Andrés, no veremos más a nuestro Juan”. Andrés: “¡Cállate, cállate! Me parece el canto del cuco… Uno precede al otro y… y…”. Pedro grita enfurecido: “¡Por el Arca Santa! Callad. ¡Si continuáis hablando de las desventuras que pueden sobrevenir al Maestro, empiezo por vosotros a haceros probar el sabor de mis remos sobre vuestros riñones!”. Y dice a los que irán en dirección de los olivos: “Vosotros, tomad garrotes, ramas gruesas, allí en la leñera; diseminaos armados. El primero que se acerque a Jesús para hacerle daño es hombre muerto”. Felipe exclama: “¡Discípulos, discípulos! ¡Es menester estar precavidos con los nuevos!”… Salen. Se desparraman unos por las barcas, otros por entre los olivos de las colinas, y todo termina. (Escrito el 7 de Junio de 1945).
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(<Mientras Pedro, Zelote, Bartolomé y Felipe, temiendo asechanzas sobre el Maestro, han ido a Cafarnaúm para cerciorarse del ambiente que se respira en esa ciudad,  Jesús junto con los otros 8 apóstoles ha llegado a Corozaín a casa de Elías, el nuevo discípulo que dejó de ir a enterrar a su padre por seguir a Jesús. Y desde el huerto de Elías, Jesús ha narrado a la gente congregada la parábola del buen trigo y la cizaña [Mt. 13,24-30 y 36-43]. En este episodio que viene a continuación se expone la aplicación de la parábola>)
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3-181-155 (3-41-249).- La parábola del trigo y de la cizaña aplicada en su sentido universal. En su sentido especial, aplicada al acto de traición.
* Explicación de la parábola en su sentido universal.- ■ La gente va despejando lentamente el lugar. Al final, en el huerto se quedan además de los ocho apóstoles, Elías, el hermano y la madre de éste y el anciano Isaac que alimenta su alma mirando de hito en hito a su Salvador. Jesús les dice: “Venid a mi alrededor y oíd. Os explicaré el sentido completo de la parábola que tiene además estos dos aspectos, además del que dije a la gente. En el sentido universal la parábola tiene una explicación: El campo es el mundo. La buena semilla son los hijos del Reino de Dios sembrados por Él en el mundo en espera de que alcancen su máximo desarrollo y ser cortados por la Guadaña y llevados al Dueño del Mundo para que los almacene en sus graneros; la cizaña son los hijos del Maligno, esparcidos a su vez en el campo de Dios con la intención de causar dolor al Amo del mundo y de dañar también a las espigas de Dios —el Enemigo de Dios, por un sortilegio, los ha sembrado de propósito (porque verdaderamente el Diablo desnaturaliza al hombre hasta hacer de éste una criatura suya, y siembra la cizaña para apartar de la recta vía a los que no ha podido someter de otro modo)—; la siega, o, más exactamente la formación de las gavillas, y su transporte a los graneros, es el fin del mundo y quienes la llevan a cabo son los ángeles: a ellos les ha sido encargado reunir a las segadas criaturas, y separar el trigo de la cizaña; y, de la misma forma en que ésta es arrojada a las llamas en la parábola, así serán arrojados al fuego eterno los condenados, en el Último Juicio. ■ El Hijo del hombre mandará sacar de su Reino a todos los que han cometido escándalos y a los inicuos. Porque el Reino estará en la tierra y en el Cielo, y entre los miembros del Reino en la tierra habrá, mezclados, muchos hijos del Enemigo, los cuales, como dijeron también los profetas, alcanzarán la perfección del escándalo y de la abominación en todas partes de la tierra y atormentarán gravemente a los hijos del espíritu. En el Reino de Dios, en los Cielos, no entrarán los pervertidos, porque la corrupción no entra en el Cielo. Así pues, los ángeles del Señor, llevando la guadaña por entre las hileras de la última cosecha, segarán y luego separarán el trigo de la cizaña; ésta será arrojada al horno ardiente, donde hay llanto y crujir de dientes. Pero los justos, el trigo escogido, serán conducidos a la Jerusalén eterna, donde brillarán como soles en el Reino de mi Padre y vuestro”.
* Explicación de la parábola en su sentido especial: aplicado a los traidores.-Jesús: “Esto en sentido universal. Pero, para vosotros, hay otro que da respuesta a muchas preguntas que os hacéis y sobre todo desde ayer por la noche. Os preguntáis: «Luego entre el número de los discípulos ¿puede haber traidores?», y os horrorizáis dentro de vuestro corazón y os llenáis de pavor. Pues bien, puede haberlos. Es más, los hay. El Sembrador desparrama la buena semilla. En este caso más bien que «esparcir», se podría decir: «coge», porque el maestro, sea Yo o sea el Bautista, había elegido a sus discípulos. ¿Cómo es que, entonces, se han pervertido? No, no, digo mal llamando «semilla» a los discípulos; podríais entenderlo mal; los llamaré «campo». Cada discípulo es un campo, elegido por el maestro para establecer el área del Reino de Dios, los bienes de Dios. El maestro trabaja en ellos para cultivarlos a fin de que produzcan el ciento por ciento. No ahorra trabajos, lo hace con toda paciencia, amor, sabiduría, fatiga, constancia; ve también sus inclinaciones perversas, sus sequedades y ambiciones, su testarudez y debilidades. Y espera, siempre espera, fortaleciendo su esperanza con la oración y la penitencia, porque los quiere llevar a la perfección. ■ Pero los campos están descubiertos, no son un jardín cerrado, rodeado de muralla cuyo dueño único sea el maestro y a donde solo él puede penetrar. Están al descubierto. Colocados en el centro del mundo, entre el mundo, todos pueden acercarse a ellos, todos pueden entrar en ellos. Todos y todo. ¡No es la cizaña la única mala semilla sembrada! La cizaña podría ser símbolo de la ligereza amarga del espíritu mundial. No, en estos campos nacen, arrojados por el Enemigo, todas las otras semillas: ortigas, grama, cuscuta, hasta la cicuta y otras plantas venenosas. ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Qué son? Las ortigas son los espíritus punzantes, indomables, que hieren por exceso de veneno y causan mucho malestar. La grama son los parásitos, que agotan al maestro a fuerza de arrastrarse y chupar, aprovechando del trabajo de éste y causando daño a los que ponen su mejor voluntad, que verdaderamente sacarían mayor provecho si el maestro no se viera turbado y distraído por las atenciones que exigen los espíritus de grama. La cizaña no se levanta de la tierra si no es aprovechándose del esfuerzo de los demás. Las cuscutas, son dolor en el ya doloroso camino del maestro y tormento para los fieles discípulos que le siguen; son como garfios, se enganchan, se clavan, hieren, rasgan, introducen desconfianza y sufrimiento. Las plantas venenosas representan a los delincuentes entre los demás discípulos, aquellos que incluso llegan a traicionar o matan, como la cicuta y otras plantas venenosas. ¿Habéis visto qué bonitas son con sus florecitas que se convierten en bolitas blancas, rojas, o de color azul violeta? ¿Quién podría asegurar que de esa corola estrellada, blanca o apenas rosada, de corazoncito de oro; quién podría decir que, de esas corolas multicolores, tan semejantes a otras, puedan sus pequeños frutos, que son delicia de los pajaritos y niños, cuando son maduros, causar la muerte?  ■ Y los inocentes caen en la trampa. Creen que todos son buenos como ellos, los cogen… y mueren. ¡Creen que todos son buenos como ellos! Oh, una gran verdad que ensalza al maestro y condena al traidor. ¿Cómo? ¿La bondad no desarma? ¿No hace al malvado inofensivo? No. No lo hace inofensivo porque el hombre que ha caído en manos del Enemigo es insensible a todo lo que es superior, y cualquier cosa superior, para él, cambia de aspecto: la bondad será entonces debilidad que es lícito pisotear, y agudiza su mala voluntad, como el olor de la sangre agudiza en una fiera el deseo de degollar. También el maestro es siempre inocente… y deja que su traidor le envenene porque no quiere, y no puede dejar pensar a los otros que un hombre pueda llegar a matar a un inocente. En los campos del Maestro (los discípulos), penetran los enemigos, que son muchos (El primero, Satanás; los otros, sus siervos, o sea, los hombres, las pasiones, el mundo y la carne). ■ Y he aquí que al discípulo que más fácilmente golpean es al que no está muy cerca del Maestro, sino que está entre el maestro y el mundo. No sabe, no quiere separarse de todo lo que es el mundo, carne, pasiones y demonio, para ser todo de aquel que le lleva a Dios. Sobre ese discípulo esparcen sus semillas el mundo, la carne, las pasiones y el demonio. Oro, poder, mujer, orgullo, el miedo de que el mundo piense mal de él y espíritu de utilitarismo: «Los grandes son los más fuertes. Yo les sirvo para tener su amistad»… ¡Y por estas miserables cosas uno se hace delincuente, se condena!… ■ ¿Por qué el Maestro, viendo la imperfección del discípulo, —si bien no quiere rendirse ante el pensamiento de que será su asesino— no le extirpa de sus filas? Esto os preguntáis. La respuesta es: Porque es inútil hacerlo. Si lo hiciese no le suprimiría como enemigo; antes al contrario, su enemistad se duplicaría y se haría más diligente, o por la rabia de haber sido descubierto o por el dolor de haber sido expulsado. Dolor, sí, porque a veces el discípulo perverso no cae en la cuenta de lo que es; tan sutil es la obra del demonio que no la advierte (viene a ser poseído por el demonio sin sospechar que está bajo su poder). Rabia, sí, rabia por haber sido conocido en lo que es; esto sucede cuando está consciente del trabajo de Satanás y de sus adeptos (los hombres que tientan al débil en sus debilidades para quitar del mundo al santo que les echa en cara con su bondad sus malas acciones). Y entonces el santo ora, y se pone en manos de Dios «hágase lo que permites que se haga» dice, añadiendo solo esta cláusula: «con la condición de que sirva para tus fines». El santo sabe que ha de llegar la hora en que serán separadas de sus espigas las malas plantas de cizaña. ¿Y quién la hará? Dios mismo, que no permite más de cuanto es útil para el triunfo de su voluntad amorosa” (1).
* ¿Disminuye la responsabilidad del traidor por ser tentado por Satanás o sus adeptos?.- ■ Mateo dice: “Pero si admites que siempre es Satanás y sus adeptos… me parece que la responsabilidad del discípulo disminuya”. Jesús: “No lo creas. Si existe el Mal, también existe el Bien, y existe en el hombre el discernimiento y con él la libertad”. Iscariote dice: “Tú dices que Dios no permite más de cuanto es útil al triunfo de su voluntad de amor. Por tanto, este error incluso es útil, si lo permite, y sirve para que triunfe la voluntad divina”. Jesús: “Con lo cual tú arguyes, como Mateo, que ello justifica el delito del discípulo. Dios había creado al león sin su ferocidad y a la serpiente sin veneno; ahora aquel es feroz y ésta es venenosa. Pero Dios, por esta razón, los alejó del hombre. Medita esto y aplícatelo apropiadamente. Vayamos a la casa. El sol está ya muy fuerte, como si fuera a haber tempestad. Vosotros estáis cansados porque no dormisteis anoche”. Elías dice: “La habitación alta de la casa es grande y fresca. Podréis descansar”. Suben por la escalera externa, pero solo los apóstoles se echan sobre las esteras para descansar. Jesús sube a la terraza, sombreada en un ángulo, bajo un altísimo roble, y se sumerge en sus pensamientos. (Escrito el 8 de Junio de 1945).
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1  Nota  : “Dios mismo, que no permite más de cuanto es útil para el triunfo de su voluntad amorosa”. A propósito de esto María Valtorta escribió una nota: Dios concedió al hombre la inteligencia para comprender, la conciencia para que sea consejera, la Ley para regularse, la libertad para merecer lo que él quiera merecer: Dios y su gloria, o el infierno y su condenación. Además le dio la gracia o predestinación a la gracia para que sea un estímulo o medio para elevar sus facultades a un nivel que las haga apetecer santamente lo sobrenatural y Dios. Ahora en el hombre inteligente, consciente, libre, y sobre todo en el que por medio de la fe conoce su último fin y la Ley divina, debería haber solo acciones que prescribe la Ley y que la conciencia del fin alienta a practicar, entre tanto que la razón y la conciencia las muestra buenas a todos, aun a los que no conocen la religión revelada, y así puedan conseguir el premio eterno que el entendimiento humano, aunque iluminado por la gracia, siente infinitamente superior a todo gozo imaginable que pueda fomentar el creyente. Algunas veces sucede que el hombre al obrar contra la razón, convierte su libertad en un yugo más cruel que todas las esclavitudes: el del demonio, y del pecado, prefiriendo el Mal al Bien. Y entonces, aunque Dios permita que el hombre lleve a cabo lo que voluntariamente elige realizar —y ello para probarlo y confirmarlo en gracia o juzgarlo merecedor de castigo—, la culpabilidad del hombre no disminuye por ningún motivo. Porque, si bien es verdad que el hombre, bajo impulso de Dios o el impulso de Satanás, puede hacer el bien o el mal, no es menor verdad que solo Dios debería ser seguido en sus invitaciones de amor, por el hombre, porque de Él ha recibido todos aquellos dones naturales, morales y sobrenaturales capaces de hacer de él un hijo de Dios heredero del Cielo.
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3-183-163 (3-43-258).- La curación de un hombre herido, en Magdala, en casa de María Magdalena.
* Dentro del corazón de J. Iscariote hay orgullo y murmuración.- ■ Jesús dice: “Insertad aquí el 2º momento de la conversión de María de Magdala”.
.   Todos los apóstoles están alrededor de Jesús. Sentados sobre la hierba, a la sombra de unos árboles, cerca de un río, comen su pan y queso, y beben agua del río que es fresca y clara. Las sandalias llenas de polvo dicen muy a las claras de que un largo camino han recorrido y que tal vez los discípulos pidieron descansar en la hierba. Pero el Incansable Caminante no es de igual parecer. En cuanto juzga que ha pasado la hora de mayor calor, se pone en pie, toma el camino y mira… Luego se vuelve y dice simplemente: “Vámonos”. Llegados a una bifurcación, mejor dicho, a una cuatrifurcación porque cuatro caminos polvorosos se dan cita allí, Jesús toma decididamente el que va en dirección noroeste. Pedro pregunta: “¿Regresamos a Cafarnaúm?”. Jesús: “No”. Únicamente: no. Pedro, que quiere saber, insiste: “¿Entonces a Tiberíades?”. Jesús: “Tampoco”. Pedro recalca: “Este camino va al Mar de Galilea…  y allí está Tiberíades y allí está Cafarnaúm…”. Jesús, con rostro semiserio para calmar la curiosidad de Pedro, dice: “Y también está Magdala”. Pedro, un poco escandalizado: “¿Magdala? ¡Oh!…”. Esto me hace sospechar que la ciudad tiene mala fama. ■ Jesús: “Magdala, sí, a Magdala. ¿Te consideras demasiado puro para entrar en ella? ¡Pedro, Pedro!… Por amor a Mí deberás entrar no en una ciudad de placer, sino en verdaderos prostíbulos… Cristo no ha venido a salvar a los que ya están salvados, sino a salvar a los perdidos…  y tú… tú serás «Piedra» o «Cefas», y no Simón; y por esto, Cefas, ¿tienes miedo de contaminarte? ¡No, no! ¿Ves a éste? —indica al jovencísimo Juan—. Pues ni siquiera éste recibirá daño. Porque él no quiere. Como tú no quieres, como no quieren tu hermano y el hermano de Juan. Como no quiere ninguno de vosotros por ahora. Mientras no se quiere, no viene el mal. Pero es menester no querer fuerte y constantemente. Fuerza y constancia se obtienen del Padre, si se ora con rectitud de propósito. No todos sabéis rogar siempre así… ■ ¿Qué estás diciendo Judas? No te fíes mucho de ti mismo. Yo, que soy el Mesías, ruego constantemente para tener fuerzas contra Satanás. ¿Puedes más tú que Yo? El orgullo es una rendija por donde Satanás penetra. Vigila y sé humilde, Judas. Mateo, tú que conoces muy bien este lugar, dime: ¿conviene entrar por este camino o hay otro mejor?”. Mateo: “Según, Maestro. Si quieres entrar a Magdala de los pescadores y de los pobres, el camino es éste, por aquí se entra al suburbio popular;  pero —no lo creo, pero te lo digo para darte una respuesta mía más amplia— si quieres ir a donde están los ricos, entonces hay que dejar este camino, tomar otro que está de aquí unos cien metros, porque las casas de los ricos están casi a esta altura y hay que volver para atrás…”. Jesús: “Regresaremos, porque a la Magdala de los ricos es a donde quiero entrar. ■ ¿Qué has dicho, Judas?”. Iscariote: “Nada, Maestro. Es la segunda vez que me lo preguntas en poco tiempo. Yo no he dicho nada”. Jesús:  “Con los labios, no. Has hablado dentro de tu corazón. Has murmurado con tu huésped que es tu corazón. Para hablar no es indispensable tener otra persona con quien hablar; muchas palabras nos las decimos a nosotros mismos… Pues bien, no hay que murmurar o calumniar ni siquiera con nuestro propio «yo»”.
*  María Magdalena hallada en adulterio.- Por orden de Jesús, el hombre herido es llevado a la casa de su madre. Y aquí es curado. “Tu casa ha sido santificada con el milagro que siempre es prueba de la presencia de Dios. Por este motivo no he podido hacerlo donde había pecado”.-El grupo sigue caminando ahora en silencio. La calle, es una calle de la ciudad, pavimentada con piedras largas y cuadradas. Las casas son ricas y bellas entre huertos y jardines lozanos y floridos. Me parece que Magdala, la elegante ciudad, era para los palestinos una especie de lugar de placer, como ciertas ciudades italianas: Stresa, Gardone, Pallanza, Bellagio, etc. Con los ricos palestinos están mezclados los romanos, que sin duda proceden de otros lugares, como Tiberíades o Cesarea, donde, en torno al Gobernador, habrán sido, ciertamente funcionarios y comerciantes exportadores de los mejores productos de la colonia palestina para Roma. Jesús se adentra, como quien sabe a dónde va. Costea el lago, en cuya ribera se ven las casas con sus jardines. ■ Gritos de llanto salen de una rica casa. Son de niños y mujeres. Una voz femenina rompe el aire. “Hijo, hijo”. Jesús se vuelve y mira a sus discípulos. Judas se adelanta unos pasos. “Tú, no” ordena Jesús. “Tú, Mateo. Ve a preguntar”. Mateo, que va y regresa, dice: “Una riña, Maestro. Un hombre está agonizando. Es un judío. El que le ha herido, se ha escapado; era un romano. Han llegado enseguida su mujer y su madre, y los niños… Está muriendo”. Jesús dice: “Vamos”. Mateo: “Maestro… Maestro… Esto ha sucedido en la casa de una mujer… que no es la esposa”. Jesús: “Vamos”. La puerta de la casa está abierta. Entran en un  largo y espacioso vestíbulo que da a un hermoso jardín (la casa parece estar dividida en un columnato cubierto y muy  rico en verdes plantas en macetas y con muchas estatuas y objetos enchapados; mitad sala, mitad invernadero). En una habitación cuya puerta da al vestíbulo, hay mujeres que están llorando. Jesús entra pero no da su saludo habitual. Entre los hombres presentes hay un mercader que debe conocer a Jesús, porque apenas le ve, dice: “¡El Rabí de Nazaret!” y le saluda con respeto. Jesús: “José, ¿qué ha sucedido?”. José: “Maestro, un golpe de puñal al corazón… Se está muriendo”. Jesús: “¿Por qué?”. Una mujer de cabello gris y despeinada se levanta —estaba de rodillas cerca del moribundo, le tenía asido una mano— y  con ojos de demente grita: “Por esa, por esa… Me lo embrujó… tenía madre, tenía mujer, tenía hijos. El infierno debe estar en ti, Satanás”. ■ Jesús levanta los ojos en dirección de la mano, que temblorosa acusa, y ve en el rincón, contra la pared de color rojo oscuro, a María de Magdala, más provocativa que nunca; la mitad del cuerpo vestida… yo diría… de nada, porque de la cintura hacia arriba está semidesnuda, con una especie de redecilla exagonal, de unas cositas redondas que parecen perlitas (de todas formas, estando en penumbra no veo bien). Jesús baja de nuevo los ojos. María, humillada con la indiferencia, se endereza  —antes estaba ligeramente agachada— y finge una actitud desenvuelta. Jesús dice a la madre: “Mujer, no maldigas. Respóndeme. ¿Por qué tu hijo estaba en esta casa?”. Mujer: “Ya te lo he dicho. Porque ella le había vuelto loco. Ésa”. Jesús: “Silencio. También él estaba cometiendo un pecado de adulterio, y era un padre indigno de esos inocentes. Merece, pues, su castigo. En esta y en la otra vida no hay misericordia, para quien no se arrepiente. No obstante, tengo compasión de tu dolor, mujer, y de estos inocentes. ¿Está lejos tu casa?”. Mujer: “Unos cien metros”. Jesús: “Levantad a este hombre y llevadle allá”. El mercader José dice: “No es posible, Maestro. Está muriendo ya”. Jesús: “Haz como dije”. Ponen una tabla debajo del cuerpo del moribundo, y lentamente sale el cortejo, cruza la calle y entra en un jardín lleno de sombra. Las mujeres siguen llorando con todas sus fuerzas. Apenas entrados en el jardín, Jesús se vuelve a la madre y le dice: “¿Puedes perdonar? Si tú perdonas, Dios perdona. Es menester hacerse bueno el corazón para obtener gracia. Este hombre ha pecado y volverá a pecar; mejor le sería morir porque, si vive, volverá a recaer en el pecado y deberá responder también de la ingratitud para con Dios que le salva. Pero tú y estos inocentes (señala a la mujer y a los niños) caeríais en la desesperación. He venido a salvar y no a condenar. Hombre, Yo te mando: Levántate y queda sano”. El hombre vuelve a la vida. Abre los ojos, ve a su madre, a sus hijos, a su mujer, e inclina la cabeza avergonzado. La madre dice: “Hijo, hijo. Estarías muerto si Él no te hubiera salvado. Vuelve en ti. No delires por una…”. ■ Jesús interrumpe a la mujer. “Cállate, ten misericordia, como se ha tenido para contigo. Tu casa ha sido santificada con el milagro que siempre es prueba de la presencia de Dios. Por este motivo no he podido hacerlo donde había pecado. Que tú, al menos, sepas conservar tu casa así, aunque este hombre no sepa hacerlo. Ahora tened cuidado de él. Es justo que sufra un poco. Sé buena, mujer. Adiós, niños.” Jesús pone su mano sobre la cabeza de las dos mujeres y de los niños. ■ Luego sale, pasando por delante de la Magdalena, que ha seguido al cortejo hasta el otro lado de la calle y se ha quedado apoyada contra un árbol. Jesús aminora el paso como aguardando a los discípulos, pero creo que su verdadera intención es la de darle a María ocasión de hacer un gesto. Pero ella no lo hace. Los discípulos se reúnen con Jesús. Pedro no puede contenerse y entre dientes dice a María un epíteto adecuado. Ésta, que quiere aparentar desenvoltura, rompe a reír con una carcajada de mezquino triunfo. Jesús que oyó la palabra de Pedro, severo a él se vuelve: “Pedro. Yo no insulto. No debes insultar. Ruega por los pecadores. No más”. María deja de reír, baja la cabeza y huye como una gacela a su casa. (Escrito el 12 de Agosto de 1944).
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3-184-167 (3-44-262).- Parábola de la semilla: el trabajo de Dios en los corazones para instaurar en ellos su Reino (1). Aplicada a María Magdalena. Parábola del grano de mostaza. (2)  El pequeño Benjamín de Magdala.
* Magdalena, y las que son como ella, tiene una cruz muy dura.- No hay que envidiar las apariencias.- ■ Hace poco que debió haber sucedido el milagro, porque los apóstoles hablan de él. Los de la ciudad que también lo comentan, señalan con el dedo al Maestro que, erguido y grave, se pone en marcha hacia la periferia de la ciudad, donde viven los pobres. Se detiene en una casucha de la que sale un niño dando saltos y detrás de él su madre. Jesús: “Mujer, ¿me permites entrar en tu huerto y estar un poco hasta que baje el sol?”. Mujer: “Entra, Señor. También a la cocina si quieres. Te traeré agua y alguna otra cosa”. Jesús: “No trajines, me basta con estar tranquilo en este huerto”. Pero la mujer se empeña en ofrecer agua con no sé qué diluido, y se mueve por la huerta, de acá para allá, como deseosa de hablar pero sin atreverse. Se pone a ver sus verduras, aunque solo aparentemente porque en realidad está pendiente del Maestro. Pero la molesta el niño, que, con sus gritos —cuando coge una mariposa u otro insecto—, le impide oír lo que Jesús dice; se pone nerviosa y le… suelta un cachete al niño, el cual… grita ahora mucho más fuerte. Jesús —que a la pregunta de Simón Zelote: “¿Piensas que María se habrá conmovido?” estaba respondiendo: “Más de lo que parece…”— se vuelve y llama al niño, el cual corre a acabar de llorar en las rodillas de Jesús. La mujer llama a su hijo: “¡Benjamín! Ven aquí. No molestes”. Pero Jesús dice: “Déjale, déjale. Se portará bien y te dejará en paz”. Luego dice al niño: “No llores. No te hizo daño la mamá. Solo te ha hecho obedecer. ¿Por qué gritabas si ella quería silencio? Quizás es que se siente mal, y tus gritos la ponen nerviosa”. El niño, rápido, rápido, con esa insuperable franqueza infantil que desespera a los mayores, dice: “No, no se siente mal. Quería oír lo que Tú estabas diciendo. Me lo dijo. Y yo, que quería venir contigo, hacía ruido a propósito para que Tú me mirases”. Todos se ríen de buena gana y la mujer se pone colorada. ■ Jesús: “No te pongas colorada, mujer. Ven aquí. ¿Me querías oír hablar? ¿Por qué?”. Mujer: “Porque eres el Mesías. Con el milagro que has hecho no puedes ser sino el Mesías… y quería oírte. Casi nunca salgo de Magdala porque tengo un marido difícil y cinco hijos. El más pequeño tiene cuatro meses… y Tú aquí no vienes nunca”. Jesús:  “He venido a tu casa. Míralo”. Mujer: “Por esto quería oírte”. Jesús: “¿En dónde está tu marido?”. Mujer: “En el mar, Señor. Si no se pesca, no se come. No tengo más que este huertecillo. ¿Crees que pueda alcanzar para siete personas? Y con todo Zaqueo querría que así fuese…”. Jesús: “Ten paciencia, mujer. Todos tienen su cruz…”. Mujer: “¡No, no! Las desvergonzadas no hacen más que gozar. Viste lo que hacen ellas. Gozan y hacen sufrir. No se destrozan los riñones con tener hijos y con trabajar. No tienen ampollas de la pala, ni se desuellan con la lavada de ropa. Hermosas y frescas que están. Para ellas no existe la sentencia contra Eva; más bien ellas son nuestra condena, porque los hombres… Ya me entiendes”. Jesús: “Te entiendo. Pero ten en cuenta que también ellas tienen una cruz muy dura. La más dura: la que no se ve: la de la condena de su conciencia, la de la burla del mundo; la de su propia sangre que las rechaza; la de la maldición de Dios. No son felices, créemelo. No destrozan los riñones en engendrar ni en trabajar, no se hacen llagas en las manos con el trabajo. Pero da lo mismo, se sienten destrozadas y con vergüenza. Su corazón es una llaga completa. No envidies su apariencia, su lozanía, su fingida serenidad. Tras ese velo, lo que hay es una desolación de muerte y que no permite paz. No tengas envidia de su sueño, tú, que eres una madre honrada que sueñas con tus inocentes… ellas no tienen más que pesadillas sobre su almohada. Y al día siguiente, en el día que se encuentren agonizantes o sean viejas, no tendrán más que remordimiento y pavor…”. Mujer: “Es verdad, perdóname… ¿Me permites que me esté aquí?”. Jesús: “Quédate. Contaremos una hermosa parábola a Benjamín. Los que no son niños, que la apliquen a sí mismos y a María de Magdala”.
* Parábola de la semilla, que habla del trabajo de Dios para fundar su Reino, aplicada a pecadores y a Magdalena.-Jesús: “Escuchad: Dudáis acerca de la conversión de María de Magdala al Bien. No se ve señal alguna en ella que indique este cambio. Desvergonzada e impúdica, consciente de su posición y poder, tuvo la osadía de desafiar a la gente y de ir hasta el umbral de la casa donde lloran por su culpa. Al reproche de Pedro respondió con una risotada. A mi mirada que la invita, con una soberbia de desprecio. Algunos de vosotros habréis deseado, quién por amor a Lázaro, quién por amor a Mí, que le hubiera hablado directa y largamente, y que la hubiera subyugado con mi poder, mostrando mi fuerza de Mesías Salvador. No. No es necesario. Lo dije hace meses también por otra pecadora. Las almas deben hacerse por sí mismas.  Yo paso, arrojo la semilla; ésta trabaja secretamente. Se respeta al alma en este trabajo suyo. Si la primera semilla no sirve, se siembra otra, otra… y sólo deja uno de hacerlo cuando hay pruebas seguras de que es inútil sembrar. Se ruega. La oración es como el rocío, que mantiene los terrones flojos y buenos y nutridos con lo que la semilla puede germinar. ¿No haces así tú, mujer, con tus hortalizas? ■ Escuchad ahora la parábola que os habla de lo que Dios trabaja en los corazones para fundar su Reino. Cada corazón es un reino pequeño de Dios en la tierra. Después de la muerte, todos estos pequeños reinos, se juntarán y formarán un solo Reino de los Cielos, inmenso, santo, eterno. El sembrador divino crea el Reino de Dios en los corazones. Viene a su posesión —el hombre es de Dios, por eso cada hombre inicialmente es suyo— y esparce su semilla. Luego pasa a otras posesiones, a otros corazones. Los días pasan y con ellos las noches. Los días aportan sol y lluvias (en este caso rayos de amor divino y efusión de la Sabiduría divina que habla al espíritu). Las noches estrelladas y en silencio sosegado (en nuestro caso destellos de Dios que reclaman nuestra atención y silencio para el espíritu, para que se recoja el alma y medite). La semilla durante esta sucesión de providencias inadvertidas y poderosas, se hincha, se parte en dos, echa raíces y arroja afuera las primeras hojitas, crece. Todo esto sin que el hombre la ayude. La tierra, espontáneamente, produce de la semilla el tierno tallo, luego se robustece el tallo para sostener a la espiga naciente, luego la espiga se eleva, se hincha, se dora, se hace dura, perfecta espiga. Una vez madura, vuelve el sembrador y la siega; no podría ganar más en perfección y por ello es cortada. ■ Mi palabra realiza esta misma operación en los corazones; me refiero a los que aceptan a la semilla. Pero el trabajo es lento. Es menester no deteriorarlo con las prisas. ¡Cuánto cuesta a la semilla pequeña abrirse; y cuánto, echar raíces en la tierra! Pues también le es fatigoso, al corazón duro e indomable, este proceso: debe abrirse, dejarse buscar, acoger cosas nuevas, y alimentarlas con esfuerzo, aparecer distinto al estar revestido de cosas humildes y útiles y no ya de la atractiva, pomposa e inútil exuberante floración que antes le revestía; debe conformarse con trabajar humildemente, sin atraer hacia sí la admiración, para beneficio de la Idea divina; debe esforzarse con todos los medios por crecer y dar espiga; debe ponerse incandescente de amor para convertirse en grano. Y, una vez superados los respetos humanos verdaderamente muy penosos, después de haber trabajado y haber sufrido y haber tomado afecto a la nueva vestidura, entonces debe despojarse de ella con cruel tajo. Dar todo para tener todo. Quedarse sin nada para ser revestido en el Cielo con la estola de los santos. La vida del pecador que llega a ser santo, es la batalla más larga heroica, gloriosa. Os lo aseguro. Por lo que os he dicho podéis comprender que es justo que me comporte así con María. ■ ¿Me porté de manera diversa contigo, Mateo?”. Mateo: “No, señor mío”. Jesús: “Y dime la verdad: qué te movió más ¿mi paciencia o las sátiras de los fariseos?”. Mateo: “Tu paciencia. Tanto, que estoy aquí. Los fariseos, con sus desprecios y sus anatemas, me hacían desdeñoso, y, por desprecio, hacía más mal aún de cuanto hasta entonces había hecho. Pasa eso: uno se endurece más cuando, estando en pecado, se siente tratado como pecador; pero cuando, en lugar de un insulto, recibimos una caricia, primero quedamos asombrados, después vienen las lágrimas… y, cuando éstas llegan, las costras de pecados se abren y caen… Entonces queda uno desnudo ante la Bondad y se le pide, con el corazón, que se digne revestirnos de Sí misma”. Jesús: “Dijiste bien, Mateo”.
* Apóstoles, excepto Iscariote (que le causa miedo), pasan el examen del niño Benjamín.- ■ Jesús luego se dirige al niño: “Benjamín, ¿te gusta la historia? ¿Sí? Muy bien. Pero, ¿dónde está tu mamá?”. Santiago de Alfeo responde: “Al final de la parábola ha salido y se ha ido corriendo por aquella calle”. Tomás dice: “Habrá ido al mar, por ver si ya viene su esposo”. El niño, que confiadamente está apoyado en las rodillas de Jesús, dice: “No. Fue a casa de su mamá, a traer a mis hermanos. Mi mamá los lleva allá para poder trabajar”. Bartolomé observa: “¡Y tú estás aquí, hombre! Debes ser una buena viborita para que te tenga solo”. Benjamín: “Yo soy el mayor, y la ayudo…”. Bartolomé: “A ganarse el paraíso. ¡Pobre mujer! ¿Cuántos años tienes?”. Benjamín dice con orgullo: “Dentro de tres años seré hijo de la Ley”. Tadeo le pregunta: “¿Sabes leer?”. Benjamín: “Sí… pero voy despacio porque… el maestro me echa casi todos los días afuera…”. Bartolomé dice: “¡Ya lo había dicho yo!”. Benjamín: “Pero lo hago así porque el maestro es viejo y feo y dice siempre las mismas cosas que le hacen dormirse a uno. Si fuese como Él (y señala a Jesús) estaría contento. ¿Pegas Tú, si uno se duerme o juega?”. Jesús responde: “Yo no pego a ninguno. Digo a mis discípulos: «Estad atentos por vuestro bien y por amor mío»”. Benjamín: “¡Eso, así sí! Por amor, sí; no por miedo”. Jesús: “Pero si te portas bien, el maestro te va a querer”. Benjamín: “¿Tú quieres solo al que es bueno? Hace poco dijiste que habías tenido paciencia con éste, que no era bueno…” la lógica infantil es asediadora. Jesús: “Soy bueno con todos. Pero a quien se hace bueno, le quiero muchísimo y con él soy bueno, muy bueno”. El niño piensa… levanta la cabeza y pregunta a Mateo: “¿Cómo hiciste para ser bueno?”. Mateo: “Le he querido a Él”. ■ El niño se queda pensando otro poco, mira a los doce y dice a Jesús: “¿Todos estos son buenos?”. Jesús: “Claro que lo son”. Benjamín: “¿Estás seguro? Algunas veces yo hago como que soy bueno, pero es cuando quiero hacer una pillada mayor”. Todos se ríen a carcajadas. También el pilluelo. Ríe Jesús que le estrecha al corazón y le besa. El niño, que se ha hecho ya amigo de todos y quiere jugar, dice: “Ahora te digo yo quién es bueno” y empieza su selección. Mira a todos y va derecho a Santiago y a Andrés que están juntos y dice: “Tú y tú. Venid aquí”. Después escoge a los dos Santiagos, y los junta con ellos. Luego a Tadeo. Queda muy pensativo ante Zelote y Bartolomé y dice: “Sois viejos, pero sois buenos” y los pone con los demás. Mira atentamente a Pedro, que bajo el examen a que se le somete, no deja de hacerle burlas con los ojos. También dice que es bueno. Igual suerte corren Mateo y Felipe. A Tomás le dice: “Tú te ríes demasiado. Yo estoy en serio. ¿No sabes que mi maestro dice que quien siempre ríe se equivoca luego en la prueba?”. Pero al final de cuentas también Tomás pasa, con pocos votos, pero pasa el examen. El niño regresa a Jesús. ■ Iscariote le dice: “Eh, precioso, también yo estoy. No soy una planta. Soy joven y hermoso. ¿Por qué no me sometes al examen?”. Benjamín: “Porque no me gustas. Mi mamá dice que cuando una cosa no gusta, no se toca; se deja sobre la mesa, para que se la coman las personas a quienes les guste. Y también dice que si a uno le ofrecen una cosa que no le gusta, uno no debe decir: «No me gusta» sino: «Gracias. No tengo hambre». Yo no tengo hambre de ti”. Iscariote: “¿Pero cómo? Mira, si dices que soy muy bueno, te doy esta moneda”. Benjamín: “¿Para qué la quiero? ¿Qué puedo comprar con una mentira? Mi mamá dice que el dinero obtenido con engaño, se convierte en paja. Un día, engañé a mi abuela para que me diese un dracma para comprarme hogazas con miel y por la noche se habían convertido en paja. Las puse en aquel agujero, allí, debajo de la puerta, para cogerlo a la mañana siguiente y encontré solo un manojo de paja”. Iscariote: “¿Por qué no crees que sea yo bueno? ¿Qué tengo? ¿Qué tengo? ¿Torcido el pie? ¿Soy feo?”. Benjamín: “No, pero me das miedo”. Iscariote, acercándose, pregunta: “¿De qué cosa?”. Benjamín: “No lo sé. Déjame. No me toques o te araño”. Iscariote: “¡Qué intratable! Está loco”. De Judas sale una risa forzada. Benjamín: “No estoy loco. Tú eres malo” y el niño se refugia en el regazo de Jesús, que le acaricia sin decir nada. Los apóstoles ríen de buena gana con lo que acaba de pasar a Iscariote.
* “No penséis que las obras para conseguir el Reino de los Cielos son obras fragorosamente vistosas; son acciones continuas, normales, pero realizadas con un fin sobrenatural de amor. El amor es la simiente del árbol… Lo compararé con un minúsculo grano de mostaza”.- ■ En esos momentos la mujer regresa con una docena de personas, y luego llegan otras más. Son como unas cincuenta. Todas, personas pobres. La mujer suplica: “¿Les dirías alguna palabra? Por lo menos algo. Ésta es la madre de mi marido, éstos son mis hijos. Este hombre es mi marido. Una palabra, Señor”. Jesús: “Para darte gracias por tu hospitalidad, les hablaré”. La mujer, requerida por un niño de pecho, entra en casa; luego se sienta en el umbral de la puerta y le da el pecho. “Escuchad. Encima de mis rodillas tengo a un niño que ha hablado muy sabiamente. Ha dicho: «Todas las cosas obtenidas con engaño se vuelven paja». Su madre le ha enseñado esta verdad. No es fábula, es una verdad eterna. Lo que se hace sin honestidad jamás sale bien, porque la mentira, en palabras, acciones o religión, es siempre signo de alianza con Satanás, maestro de embustes. No penséis que las obras apropiadas para conseguir el Reino de los Cielos son obras fragorosamente vistosas; son acciones continuas, normales, pero realizadas con un fin sobrenatural de amor. El amor es la simiente del árbol que, naciendo en vosotros, crece hasta el Cie­lo, y a su sombra nacen todas las demás virtudes. Lo compararé con un minúsculo grano de mostaza. ¡Qué pequeño es! ¡Una de las más pequeñas semillas esparcidas por el hombre! Y, no obstante, ved que cuando llega a su madurez, es fuerte y frondosa, da muchos frutos, no ya el cien por ciento, sino el ciento por uno. La más pequeña, pero la que trabaja más diligentemente. ¡Cuántas utilidades os proporciona! ■ Así es el amor. Si recogéis en vuestro pecho una pequeña semilla de amor por vuestro santísimo Dios y por vuestro prójimo, y actuáis guiados por el amor, no faltaréis contra ningún precepto del Decálo­go; no mentiréis a Dios con una falsa religión (de prácticas y no de espíritu), ni al prójimo con conducta de hijos ingratos, de esposos adúlteros —o solamente demasiado exigentes—, de ladrones en las transacciones, de embusteros en la vida, de violentos hacia vuestros enemigos. Fijaos cómo, en esta hora de calor, cuántos son los pajari­llos que se refugian en el follaje de este huerto. Dentro de poco, ese surco plantado de mostaza —que ahora es todavía pequeña— se ve­rá henchido de trinos de pájaros. Todas las aves vendrán a refugiarse, a la sombra de estos árboles tan tupidos y cómodos, entre su ramaje que sirve de escalera y de red para subir y no caer. Así es el amor, base del Reino de Dios. Amad y seréis amados. Amad y seréis compasivos. Amad y no se­réis crueles exigiendo más de lo lícito de quien está a vosotros subor­dinado. Amor y sinceridad para obtener la paz y la gloria del Cielo. Si no, todas vuestras acciones realizadas mintiendo al amor y a la verdad se os transformarán en paja para vuestro lecho infernal. ■ No os digo nada más. Únicamente esto: tened presente el gran precepto del amor y sed fieles a Dios Verdad y a la verdad en cada una de vuestras palabras, acciones y sentimientos, porque la verdad es hija de Dios. Se trata de una continua obra de perfeccionamiento de vosotros mismos, de la misma forma que la semilla crece continuamente hasta alcanzar su madurez; es una obra silenciosa, humilde, paciente. Tened por seguro que Dios ve vuestras luchas y os premia más por un egoísmo vencido, por una grosería que no dijisteis, por no imponer una exigencia, que no si, armados, en la batalla, matarais a vuestro enemigo. ■ Ese Reino de los Cielos que poseeréis, si vivís como justos, está construido con las pequeñas cosas de cada día: con la bondad, la morigeración, la paciencia; contentándose con lo que uno tiene; con la mutua compasión; con el amor, sobre todo con el amor. Tratad de ser buenos. Vivid en paz los unos con los otros. No murmuréis. No juzguéis. Dios estará entonces con vosotros. Os doy mi paz  y también mi bendición y agradecimiento de la fe que tenéis en Mí”. ■ Tras estas palabras, Jesús se vuelve a la mujer y dice: “Que Dios te bendiga especialmente a ti, porque eres una santa esposa y madre. Persevera en la virtud. Adiós, Benjamín; ama cada vez más la verdad y obedece a tu madre. Descienda sobre ti y tus hermanitos la bendición. Y sobre ti, madre”.  (Escrito el 10 de Junio de 1945).
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1  Nota  : Cfr. Mc.  4,26-29.   2  Nota  : Cfr.  Mt. 13,31-32;  Mc. 4,30-32;  Lc. 13,18-19.
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(<A petición de J. Iscariote, Jesús y apóstoles se encaminan hacia Endor. Iscariote está sumamente interesado en visitar una gruta de este villorrio, donde en tiempos de Saúl una maga, que ejercía la adivinación, había invocado a Samuel, por orden de Saúl, para solicitar ayuda de Samuel>)
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3-188-190 (3-49-286).- En Endor, J. Iscariote quiere visitar la gruta de la maga.- Encuentro con Félix, llamado luego Juan.
* Un hombre tuerto, sucio y desaliñado, se ofrece para llevarles al lugar de la gruta.- ■ Ahora el Tabor está a espaldas de los caminantes. Ya lo pasaron. El grupo camina por una llanura cerrada entre este monte y otro que está de frente; van hablando de la subida, que todos han realizado, aunque al principio parecía que los más mayores quisieran evitarla. Pero ahora están contentos de haber subido a la cima. El camino es fácil porque es una vía principal bien arreglada. El tiempo es fresco y me imagino que pernoctaron en las laderas del Tabor. Jesús, señalando hacia un  humilde pueblo asido a las primeras elevaciones de este grupo montañoso, dice: “Aquello es Endor. ¿De veras quieres ir allí?”. Iscariote responde: “Si me quieres contentar…”. Jesús: “Vamos, entonces”. Bartolomé, que, por su edad, no debe ser muy amante de excursiones panorámicas, pregunta: “¿Tendremos mucho que caminar?”. Jesús: “¡Oh, no! Si os queréis quedar…”. Iscariote se apresura a decir: “Sí, sí. Quedaos mejor. Me basta ir con el Maestro”. Pedro dice: “Pues bien, yo quisiera saber, antes de decidir, lo que hay de vistoso… Desde la cima del Tabor vimos el mar, y, después de lo que ha dicho el muchacho, debo confesar que ha sido la primera vez que lo he visto verdaderamente bien, y que lo he visto como Tú ves: con el corazón. Allí… quisiera saber si hay algo que aprender, y en este caso voy aunque me canse…”. Jesús invita: “¿Lo oyes? Tú no has dicho todavía tu intención. Por cortesía hacia tus compañeros, dila”. Iscariote: “¿No fue a Endor a donde quiso ir Saúl para consultar a la pitonisa?” (1).  Jesús: “Sí. ¿Y…?”. Iscariote: “Pues, Maestro, que a mí me gustaría ir a aquel lugar y oírte hablar de Saúl”. Pedro exclama entusiasta: “Oh, entonces hasta yo voy”. Jesús: “Vamos”. Rápidamente caminan el pedazo de la vía principal, lo dejan, entran por una secundaria que lleva directamente a Endor. ■ Es un lugar pobre, como dijo Jesús. Las casas están construidas sobre las laderas, que, más allá del pueblo, son muy escabrosas. La gente que vive allí es pobre. Sus habitantes son pastores que llevan sus ganados por el monte y por los bosques de encinas centenarias. Pocos campos de cebada, o de pienso, en los trozos aptos, y árboles de manzanas y de higos. En torno a las casas, pocas vides que sirven para adornar sus míseras paredes, oscuras como si este lugar fuese más bien húmedo. Jesús dice: “Ahora preguntaremos dónde era el lugar de la adivina”. Detiene a una mujer que vuelve de la fuente con cántaros. Ella le mira con curiosidad, luego groseramente responde: “No sé. Tengo otras cosas más importantes que estas estupideces” y le deja plantado. Jesús se dirige a un anciano que está entallando un pedazo de leño. Anciano: “¿La adivina?… ¿Saúl?… Y ¿quién piensa más en ello? Pero espera… Hay uno que ha estudiado y tal vez sabrá… Ven”. El viejecillo sube por una callejuela pedregosa hasta una casa muy miserable y descuidada, y dice: “Espérate aquí. Voy a entrar a llamarle”. Pedro señala las gallinas que escarban en un corralito sucio, y dice: “Este hombre no es israelita”. Apenas acaba de decirlo cuando ya está de regreso el viejecito a quien sigue un hombre tuerto, sucio y desaliñado como todo lo de su casa. El anciano dice: “¿Ves? Este dice que es allí, más allá de aquella casa destruida: un sendero, luego una cañada, después una arboleda y cavernas; bueno, pues la más alta de esas cuevas, la que tiene todavía paredes derribadas a su lado, es la que buscas. ¿No dijiste así?”. El hombre, que tiene una voz dura y gutural, lo que aumenta el sentimiento de malestar, dice: “No. Has confundido todo. Iré con estos extranjeros”.
* El hombre tuerto cuenta su cruel y dramática vida. Ahora solo tiene una cosa en la cabeza: el odio. Jesús le dice: “Tienes todavía dos cosas allí: el recuerdo y el odio. Quítalos de tu corazón. Yo te daré una cosa nueva para que la metas ahí: el amor… Soy Jesús de Nazaret, el Mesías”. El hombre le dice: “Tenía noticia… Ahora entiendo por qué quieres darme el amor… Porque el mundo sin él es un infierno. Y Tú, Mesías, quieres hacerlo un paraíso”.- ■ Y el hombre echa a caminar. Pedro, Felipe y Tomás hacen repetidas señas a Jesús para que no vaya. Pero Jesús no les hace caso y se encamina con Judas detrás del hombre; los otros lo siguen… de mala gana. El hombre pregunta: “¿Eres Israelita?”. Jesús: “Sí”. Hombre: “Yo también, o casi, aunque no lo parezca. Estuve mucho tiempo en tierras extranjeras y tomé costumbres que estos tontos no quieren aceptar. Soy mejor que los demás. Me dicen demonio porque leo mucho, cuido gallinas que vendo a los romanos y sé curar con hierbas. De joven, por causa de una mujer, reñí con un romano —todavía estaba yo entonces en Cintio— y le apuñalé. Él murió y yo perdí el ojo y mis bienes, y fui condenado a prisión por muchos años… para siempre. Pero como sabía curar, sané a la hija del carcelero. Esto me valió su amistad y un poco de libertad… Me aproveché de ella para huir. Ciertamente hice mal, porque aquél hombre pagó con su vida mi huida; pero la libertad, cuando uno está en prisión, es atractiva…”. Jesús: “¿Y después no?”. Hombre: “No. Es mejor la cárcel, donde se está solo, que no al contacto con los hombres, que no nos permiten estar solos, y que están en torno a nosotros para odiarnos…”. Jesús: “¿Has estudiado los filósofos?”. Hombre: “Era maestro en Cintium… Era prosélito…”. Jesús: “¿Y ahora?”. Hombre: “Ahora soy nada. Vivo en la realidad. Y odio, como fui odiado y lo soy”. Jesús: “¿Quién te odia?”. Hombre: “Todos. Dios es el primero. Tenía mi mujer… y Dios permitió que me traicionase y me arruinase. Era yo libre y respetado, y Dios permitió que fuese yo un presidiario. El abandono de Dios, la injusticia de los hombres, han borrado a Aquel y a éstos. Aquí no hay nada…” y se pega en la frente y en el pecho. “Bueno, quiero decir que aquí, en la cabeza, está el pensamiento, el saber; aquí es donde no hay nada” y escupe con desprecio. Jesús: “Te equivocas. Tienes todavía dos cosas allí”. Hombre: “¿Cuáles?”. Jesús: “El recuerdo y el odio. Quítalos de tu corazón. ■Quédate verdaderamente vacío. Yo te daré una cosa nueva para que la metas ahí”. Hombre: “¿Qué cosa?”. Jesús: “El amor”. Hombre: “¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! Me haces reír. Oye, hace treinta y cinco años que no me reía yo. Desde que tuve la prueba de que mi mujer me traicionaba con el romano mercader de vinos. ¡El amor! ¡El amor a mí! Como si echase joyas a mis pollos: morirían de indigestión, si no lograsen arrojarlas en el excremento. Lo mismo me sucedería a mí. Tu amor me resultaría pesado, si no lograse digerirlo…”. Jesús claramente afligido: “No, hombre. No digas así”, y le pone la mano sobre el hombro. El hombre le mira con el único ojo que tiene y lo que ve en ese rostro dulce y hermosísimo le hace enmudecer y cambiar de expresión. Del sarcasmo pasa a una seriedad profunda, de ésta a una verdadera tristeza. Baja la cabeza y pregunta con voz diferente: “¿Quién eres?”.  Jesús: “Jesús de  Nazaret. El Mesías”. Hombre: “¡¡Tú!!”. Jesús: “Sí, Yo; tú que lees, ¿no sabías nada de Mí?”. Hombre: “Tenía noticia… Pero no que estuvieses vivo y no… Oh, sobre todo esto no lo sabía. No sabía que fueses bueno con  todos… así… hasta con los asesinos… Perdóname lo que dije de Dios y del amor… Ahora entiendo por qué quieres darme el amor… Porque sin él, el mundo es un infierno, y Tú, Mesías, quieres hacerlo un paraíso…”. Jesús: “Un paraíso en cada corazón. Dame el recuerdo y el odio que te tiene enfermo y deja que Yo meta en tu corazón el amor”. Hombre: “¡Oh, si antes te hubiese conocido!… entonces… Pero cuando yo le maté ciertamente no habías nacido… Pero después… después… cuando, libre como la serpiente en el bosque, viví para envenenar con mi odio”. Jesús: “Pero también has hecho el bien. ¿No dijiste que curabas con hierbas?”. Hombre: “Sí, para que me tolerasen. Pero cuántas veces he luchado con las ganas de envenenar con pócimas… ■ ¿Ves? Me he venido a refugiar aquí porque… es un lugar donde se ignora al mundo y se es ignorado por el mundo, un pueblo maldito; en otros lugares me odiaban y odiaba, y tenía miedo de ser reconocido… Pero, soy malo”. Jesús: “Tienes remordimiento de haber hecho mal al carcelero de la prisión. ¿Ves que todavía tienes algo de bondad? No eres malvado… Tienes solo una  gran herida abierta, y nadie te la cura… Tu bondad huye de ella como la sangre se escapa de las heridas. Pero si hubiese quien te curase la herida, pobre hermano, tu bondad paulatinamente crecería en ti”. El hombre llora cabizbajo, sin que nada indique que llora. Solo Jesús, que camina a su lado, lo ve. Sí, lo ve. Pero no dice más. Llegan a un socavón hecho de ruinas caídas y aprovechando las mismas cavidades del monte. El hombre trata de que su voz sea segura, y dice: “Es aquí. Entra, pues”. Jesús: “Gracias amigo. Eres bueno”.
* Judas de Keriot quiere conocer las ciencias ocultas.- ■ El hombre no dice nada, se queda donde está, mientras Jesús con los suyos, subiendo sobre grandes piedras que fueron trozos de muros bastante fuertes, incomodando a lagartijas y otros feos animales, entran en una espaciosa gruta ahumada en las paredes. Hay rasgos del zodíaco y cosas semejantes en las piedras. En un rincón ahumado hay un nicho, debajo del cual hay un agujero como si fuese un acueducto para dejar salir los líquidos. Los murciélagos adornan el techo con sus alas extendidas que causan horror, y un búho, molestado con la luz de una rama que acaba de encender Santiago para ver si pisan escorpiones o víboras, se lamenta sacudiendo sus alas y cerrando sus ojos heridos por la luz. Está exactamente echado sobre el nicho. Se percibe hedor de ratones muertos, de comadrejas, pájaros corrompidos. Y a esto se añade el hedor de estiércol y de la humedad del suelo. Pedro dice: “Un hermoso lugar, en realidad. Era mejor tu Tabor y tu mar, muchacho”. Y luego volviéndose a Jesús: “Maestro, date prisa en complacer a Judas porque aquí… ¡ciertamente no es la sala real de Antipas!”. Jesús: “Enseguida”, ■ y pregunta a Iscariote: “¿Qué quieres saber exactamente?”. Iscariote: “Pues bien… Querría saber si Saúl pecó al venir aquí y por qué… Querría saber si es posible que una mujer pueda llamar a los muertos. Querría saber si… Oh, en resumidas cuentas, habla y yo te haré preguntas”. Pedro suplica: “¡Asunto largo! Vámonos por lo menos allá fuera, al sol, sobre las piedras… Nos veremos libres de la humedad y del hedor”. Y Jesús asiente. Se sientan como pueden sobre los trozos de muros caídos. Jesús dice: “El pecado de Saúl no fue sino uno de sus pecados, precedido y seguido de muchos otros, todos graves. Fue doblemente ingrato para con Samuel, que no solo le unge rey sino que además se eclipsa después para que el rey no deba repartir con él la admiración del pueblo. Ingrato muchas veces para con David que le libera de Goliat, que le perdona de una muerte cierta en la cueva en Engaddi y en Aquila. Culpable de muchas desobediencias y de escándalo ante el pueblo. Culpable de haber causado un gran dolor a Samuel su bienhechor, faltando a la caridad. Culpable de envidia y de atentar contra la vida de David, también bienhechor suyo. Culpable, en fin, del pecado que aquí cometió”. Iscariote: “¿Contra quién? Pues aquí no mató a nadie”.  Jesús: “Mató su alma, aquí dentro terminó por matarla. ■ ¿Por qué bajas la cabeza?”. Iscariote: “Estoy pensando, Maestro”. Jesús: “Que estés pensando, lo veo. Pero ¿en qué? ¿Por qué quisiste venir aquí? No por mera curiosidad de investigar, confiésalo”. Iscariote: “Siempre se oye hablar de magos, nigromancias, de invocación de espíritus… Quería ver si descubría alguna cosa… Me gustaría saber cómo se producen esas cosas. Pienso que nosotros, destinados a llamar la atención para atraer, debemos ser un tanto nigromantes o adivinos. Tú eres Tú y obras con tu poder, pero nosotros debemos pedir un poder, una ayuda, para hacer obras insólitas, obras que se impongan…”. Varios gritan: “¡Bah! ¿Estás loco? Pero ¿qué estás diciendo?”. Jesús: “Callad. Dejadlo hablar. No está loco”. Iscariote: “Sí. En resumidas cuentas me parecía que al venir aquí podría entrar en mí algo de la magia de tiempos idos, y hacerme más grande. Buscando tu interés, créemelo”. Jesús: “Sé que eres sincero en este deseo natural tuyo. ■ Pero te responderé con palabras eternas, porque son del Libro, y el Libro existirá mientas exista el hombre. Que se le crea o que se le insulte, que se le ataque en nombre de la verdad o que sea objeto de burla, existirá, siempre existirá. Está escrito: «Y Eva, al ver que el fruto del árbol era apetitoso al paladar y agradable a la vista, lo cortó, comió de él y dio a su marido… Y entonces los ojos de ambos se abrieron y cayeron en la cuenta de que estaban desnudos y se hicieron unos taparrabos… Y Dios dijo: ‛¿Cómo caísteis en la cuenta de que estabais desnudos? Por haber comido del fruto prohibido’. Y los arrojó del paraíso de delicias» (2). Y en el libro de Saúl, se lee: «Apareció Samuel y dijo: ‛¿Por qué me has perturbado invocándome? ¿Por qué me consultas después de que el Señor se ha retirado de ti? El Señor te tratará como te he anunciado… porque no has querido obedecer a la voz del Señor» (3).Hijo, no extiendas tu mano al fruto prohibido. Aun solo el acercarte es imprudencia. No tengas curiosidad por conocer lo ultraterreno; ten temor a que el veneno satánico de la curiosidad se te adhiera. Huye de lo oculto y de lo que no tiene explicación. Una sola cosa tiene que aceptarse con santa fe: Dios. Pero, de lo que Dios no es, y de lo que no se puede explicar con las fuerzas de la razón ni crearse con las fuerzas del hombre, huye de eso; huye de eso para que no se te abran las fuentes de la malicia y comprendas que estás «desnudo». Desnudo: cosa repulsiva aún al mundo. ¿Por qué quieres llamar la atención con prodigios tenebrosos? Haz que los demás queden estupefactos ante tu santidad, luminosa como cosa que viene de Dios. No tengas deseo de rasgar los velos que separan a los vivos de los difuntos. No perturbes a los difuntos. Escúchales —a los sabios— mientras están en este mundo y venérales obedeciéndoles incluso después de su muerte. Pero no disturbes su segunda vida. Quien no obedece la voz del Señor, pierde al Señor; mas el Señor ha prohibido el ocultismo, la nigromancia, el satanismo en todas sus formas. ¿Qué más quieres saber aparte de lo que te dice la Palabra?, ¿qué más quieres obrar aparte de lo que tu bondad y mi poder te conceden que obres? No te inclines hacia el pecado, antes bien hacia la santidad, hijo. No te sientas avergonzado. Me gusta que te descubras cual eres. Lo que te agrada a ti, agrada a muchos, a demasiados. Solo el fin que pones en este deseo tuyo: de «ser poderoso para atraer a Mí» quita a esta tu humanidad mucho peso, y le pone alas; pero son alas de ave nocturna. No, Judas mío. Ponte alas de sol, pon alas de ángel a tu espíritu; bastará el viento de estas alas para captar a los corazones, y los llevarás, en tu estela, a Dios. ■ ¿Podemos irnos?”. Iscariote: “Sí, Maestro. Me equivoqué…”. Jesús: “No. Has sido un investigador… El mundo estará lleno siempre de eso. Ven, ven. Salgamos de este lugar apestoso. Salgamos al sol. Dentro de pocos días es la Pascua, y luego iremos a la casa de tu madre. Te recuerdo tu casa honesta, a tu madre santa. ¡Oh, qué paz!”. ■ Como siempre el recuerdo de la madre y la alabanza de Jesús a la madre, tranquilizan a Judas. Salen de las ruinas y empiezan a bajar por el sendero que habían seguido antes.
* “Llévame contigo ¡Yo era Félix! ¡Oh, qué ironía! Dame otro nombre. ¿Qué nombre me das?”. “Un nombre que amo: Juan. Porque eres el regalo que hace el Señor”.- ■ El hombre tuerto todavía está allí. Jesús, tratando de no ver la cara enrojecida por el llanto, pregunta: “¿Todavía aquí?”. Hombre: “Sí, aquí. Si me permites, te seguiré. Tengo que decirte una cosa”. Jesús: “Ven, pues, conmigo. ¿Qué quieres decirme?”. Hombre: “Jesús… Pienso que para tener la suficiente fuerza para hablar y para hacer la santa magia de cambiarme a mí mismo, de invocar a mi alma muerta, del modo como la adivina invocó a Samuel para Saúl,  yo debo pronunciar tu Nombre, que es dulce como tu mirada, santo como tu voz. Tú me has dado una nueva vida, pero es informe, incapaz como la de un recién nacido mal generado, y forcejea aún, atenazada por la costra mala que le cubre. Ayúdame a salir de mi muerte”. Jesús: “Sí, amigo”. Hombre: “Yo… Yo comprendo que tengo todavía un poco de ser humano en mi corazón. No soy solo fiera. Puedo todavía amar y ser amado, perdonar y ser perdonado. Esto me lo está enseñando tu amor que es perdón. ¿No es así?”. Jesús: “Sí, amigo”. ■ Hombre: “Entonces… llévame contigo. ¡Yo era Félix! ¡Oh, qué ironía! Dame otro nombre. Quiero que el antiguo quede muerto para siempre. Te seguiré como el perro callejero que al fin encuentra un dueño. Seré tu esclavo si así lo deseas, pero no me dejes solo…”. Jesús: “Sí, amigo”. Félix: “¿Qué nombre me das?”. Jesús: “Un nombre que amo, Juan. Porque eres el regalo que hace el Señor”. Juan de Endor: “¿Me llevas siempre contigo?”. Jesús: “Por ahora sí, luego me seguirás con los discípulos. Y ¿tu casa?”. Juan de Endor: “No tengo ninguna casa. Dejaré a los pobres cuanto poseo. Dame solo amor y un pan”. Jesús: “Ven”. Jesús se vuelve y llama a los apóstoles. “A vosotros amigos, y sobre todo a ti, Judas, os doy las gracias. Por ti, por vosotros, a Dios llega un alma. He aquí el nuevo discípulo. Viene con nosotros hasta que le podamos dejar con los hermanos discípulos. Sed felices de haber encontrado un corazón y alabad a Dios conmigo”. ■ Realmente los doce no parecen muy felices, pero ponen buena cara por obediencia y cortesía. Juan de Endor: “Si me lo permites, me adelanto. Me encontrarás a la entrada de mi casa”. Jesús: “Ve, pues”. El hombre parte a la carrera. Parece otro. Jesús: “Y ahora que estamos solos os ordeno, esto os ordeno, de que seáis buenos con él y que no digáis nada de su pasado a nadie por ningún motivo. Quien dijese algo, o faltase a la caridad al hermano redimido, sería rechazado al punto por Mí. ¿Habéis entendido? Y ¡Ved cuán bueno es el Señor! Vinimos aquí por un fin humano, y nos concede regresar con algo sobrenatural. Oh, Yo gozo con la alegría que ahora hay en el Cielo por el nuevo convertido”.
“No pienses más en el pasado. Tendrás mucho que hacer. Y con tu experiencia harás mucho bien. Simón, ven aquí y también tú, Mateo. Mira, éste fue peor que un preso, fue un leproso; éste, pecador. Pues bien yo los quiero porque saben comprender a los corazones desvalidos”.- ■ Llegan enfrente de la casa. En el umbral de la entrada está el hombre con vestido oscuro y limpio. Un manto de igual color, un par de sandalias nuevas y una alforja sobre las espaldas. Cierra la puerta y luego, cosa extraña en un hombre que podría ser tenido como insensible, toma una gallina blanca, tal vez la que más quería, que se acuecla doméstica en sus manos, la besa, llora y la deja. Juan de Endor: “Vámonos… perdona. Pero estas gallinas, me han amado… Platicaba con ellas y me entendían…”. Jesús: “También Yo te entiendo… y te amo mucho. Te daré todo el amor que el mundo te negó durante treinta y cinco años”. Juan de Endor: “Oh, lo sé, lo siento en mí. Por esto vengo. Pero compadece al hombre… que ama a un animal… que le ha sido más fiel que el hombre…”. Jesús: “Sí… sí. No pienses más en el pasado. Tendrás mucho que hacer. Y con tu experiencia harás mucho bien. ■ Simón, ven aquí y también tú, Mateo. Mira, éste fue peor que un preso, fue un leproso; éste, pecador. Pues bien yo los quiero porque saben comprender a los corazones desvalidos. ¿No es verdad?”. Zelote dice: “Por bondad tuya, Señor. Créeme, amigo, sirviéndole todo se borra. Queda solo paz”. Mateo dice: “Sí, paz, y, donde había una vejez de vicio u odio, nace una nueva juventud. Yo era publicano, ahora soy apóstol. Tenemos ante nosotros el mundo, y nosotros sabemos acerca del mundo; no somos como esos niños distraídos, que pasan cerca del fruto nocivo y del árbol torcido, y no ven la realidad. Nosotros lo conocemos. Podemos evitar el mal y enseñar a los demás a evitarlo, como también sabemos enderezar a quien se tuerce, porque sabemos qué consuelo supone el ser sujetados. Y conocemos quién sujeta: Él”. Juan de Endor: “¡Es verdad, es verdad! Me ayudaréis. Gracias. Es como si pasase de un lugar oscuro y fétido a un florido vergel… Algo semejante experimenté al salir, libre, finalmente libre, después de veinte años de prisión y de trabajos forzados en las minas de Anatolia, y me encontré —había yo huido en una noche borrascosa— encima de un monte áspero, pero espacioso, lleno de sol de la aurora, y cubierto de bosques odoríferos… ¡La libertad! Mas ahora es mucho más que eso. ¡Todo se expansiona en mí! Hace unos quince años que no tenía cadenas, mas el odio, el miedo, la soledad, eran para mí como cadenas… Ahora han caído también éstas… ■ Ved la casa del viejo que os ha conducido a la mía. ¡Eh, hombre, oye!”. El viejecillo corre y se queda de piedra al ver que el tuerto está limpio, que lleva un vestido de viajero, y con cara llena de sonrisa. Juan de Endor: “Ten. Ésta es la llave de mi casa. Y me voy para siempre. Te agradezco lo que hiciste por mí. Me has devuelto la familia. Haz de lo mío todo lo que te parezca… y cuida mis gallinas. No las maltrates. Cada sábado viene un romano y compra los huevos… Te dejarán utilidades… Trata bien a mis gallinas… y que Dios te lo pague”. El viejecillo está atolondrado… toma la llave y se queda con la boca abierta. Jesús agrega: “Haz como él dice. También Yo te lo agradeceré. En nombre de Jesús te bendigo”. El anciano exclama: “¡El Nazareno! ¡Eres Tú! ¡Misericordia! ¡He hablado con el Señor! ¡Mujeres, mujeres! ¡Todos! ¡El Mesías está entre nosotros!”. Da un chillido como un águila y de todas partes acude gente. Unos y otros gritan: “¡Bendice! ¡Bendice!” “¡Quédate!”  «¿A dónde vas? Dinos al menos, a dónde vas”. Jesús: “A Naím. No puedo quedarme”. Gente: “Te seguimos. ¿Quieres?”. Jesús: “Venid. Y a quien se queda mi paz y bendición”. Se dirigen hacia el camino principal. Lo toman.
* Los libros de Juan de Endor y Simón Pedro. ■ El hombre, que va caminando junto a Jesús, esforzándose bajo el peso de su alforja, atrae la curiosidad de Pedro que pregunta: “¿Pero qué llevas ahí tan pesado?”. Juan de Endor: “Mi ropa… y libros… Mis amigos junto con los pollos. No pude separarme de ellos. Y pesan”. Pedro: “¡Eh, la ciencia pesa! Y ¿a quién le gusta, eh?”. Juan de Endor: “No me dejaron enloquecer”. Pedro: “¡Debes quererlos mucho! ¿Qué libros son?”. Juan de Endor: “De filosofía, historia, poesía griega y romana”. Pedro: “Hermosos, hermosos. Ciertamente hermosos. Pero, ¿piensas llevarlos contigo?”. Juan de Endor: “Quizás también logre separarme de ellos, pero todo al mismo tiempo no se puede hacer, ¿o no es así, Mesías?”. Jesús: “Llámame Maestro. Sí, no se puede. Te buscaré un lugar donde puedas dar refugio a tus amigos, los libros. Te podrán servir para discutir con los paganos acerca de Dios”. Juan de Endor: “¡Oh, cuán claramente sabes pensar!”. Jesús sonríe. Pedro exclama: “¡Vive Dios! ¡Él es la Sabiduría!”. Juan de Endor: “Es la Bondad, créelo. Y ¿eres tú culto?”. Pedro: “¿Yo? ¡Cultísimo! Distingo un sábalo de una carpa, ahí termina toda mi cultura. Soy pescador, amigo”. Pedro ríe humilde y francamente. Juan de Endor: “Eres honrado. Es una ciencia que se aprende por sí misma. Y es muy difícil de conseguirla. Me gustas”. Pedro: “También tú a mí, porque eres franco, incluso cuando te acusas. Yo perdono todo, ayudo a todos. Pero soy enemigo jurado de los falsos. Me dan asco”. Juan de Endor: “Tienes razón. El falso es un delincuente”. Pedro: “Tú lo has dicho, un delincuente. Oye, ¿no me dejas con confianza un poco tu alforja? Puedes estar seguro de que no me escaparé con los libros… Me parece que te pesan mucho…”. Juan de Endor: “Veinte años de minas despedazan a uno… Pero ¿por qué quieres cansarte tú?”. Pedro: “Porque el Maestro nos ha enseñado a amarnos como hermanos. Dámela y toma mis harapos. Mi alforja es ligera… No hay ni historias ni poseía. Mi historia, mi poesía y la otra cosa que dijiste, es Él, Él, mi Jesús, nuestro Jesús”. (Escrito el 13 de Junio de 1945).
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1  Nota  :  Cfr. 1  Sam.  28,3-25.   2  Nota  :  Cfr.  Gén.  6-7 y 11.   3  Nota  : Cfr. 1  Sam.  28,15-17.
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(<Después de Endor y Naím donde ha resucitado al hijo de la viuda [Lc. 7,11-16], —pasaje relatado en el episodio 3-189-200 en el tema “Fe”— Jesús con los suyos ha llegado a Esdrelón a las tierras del fariseo Yocana, a visitar a los campesinos que trabajan para este fariseo. En una visita anterior, algunos apóstoles, compadecidos de su miseria, habían ayudado, incluso, a arar los campos>)
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3-190-204 (3-51-301).- Llegada a la llanura de Esdrelón. Espectáculo desolador de los campos de Doras.
* Contraste entre los campos desolados de Doras y los prósperos de Yocana.- ■ Comienza el ocaso con un enrojecimiento del cielo. Jesús ya ve los campos de Yocana. Dice Jesús:  “Aceleremos el paso, amigos, antes de que se meta el sol. Tú, Pedro, con Andrés ve a avisar a nuestros amigos de Doras”. Pedro: “Claro que voy, y también por ver si de veras el hijo no está en casa”. Pedro pronuncia la palabra «hijo» de tal modo que vale por un discurso. Se va. ■ Jesús continúa caminando lentamente volviendo sus ojos por todas partes por si descubre algún campesino de Yocana, pero no se ven sino campos fértiles con espigas maduras. Por fin, de entre la frondosidad de las parras, se asoma una cara sudorosa y se oye: “¡Oh, Señor bendito!”. Es un campesino que corre fuera del viñedo para venir a postrarse ante Jesús, que le saluda: “La paz sea contigo, Isaías”. Isaías: “¡Oh! ¿Hasta de mi nombre te acuerdas?”. Jesús: “Lo he escrito en mi corazón. Levántate. ¿Dónde están los compañeros?”. Isaías: “Allá, entre los manzanales. Voy a avisarlos. ¿Vienes a estar con nosotros, verdad? No está el patrón, así que podemos festejar tu venida. Además… un poco por miedo y un poco por alegría, es mejor. ¡Fíjate, este año nos ha concedido el cordero, e ir al Templo! Nos ha dado tan solo seis días, pero… bueno, correremos por el camino. ¡Fíjate, nosotros también en Jerusalén! Y es debido a Ti”. El hombre rebosa de alegría, parece como si estuviese en el séptimo cielo: pues ha sido tratado como hombre y como israelita. Jesús dice sonriente: “Yo no he hecho ninguna cosa que sepa…”. ■ Isaías: “¡Cómo no! La hiciste. Doras y luego los campos de Doras… mientras que éstos de Yocana están  hermosos este año. Yocana se enteró de tu venida, no es un tonto. Tiene miedo… miedo”. Jesús: “¿A qué?”. Isaías: “A que le pase con su vida y sus bienes lo que a Doras. ¿Has visto los campos de Doras?”. Jesús: “Vengo de Naím…”. Isaías: “Entonces no los has visto. Están todos que dan lástima. (El hombre dice esto en voz baja y marcada, como quien confía algo horrible en secreto) ¡Todos destruidos!: ni heno, ni pienso, ni fruta; los viñedos y los árboles frutales secos… muerto… todo muerto… como en Sodoma y Gomorra (1)… Ven que te los mostraré”. Jesús: “No es necesario. Voy con aquellos trabajadores…”. Isaías: “¡No, ya no están! ¿No lo sabías? Doras, el hijo de Doras, los ha repartido a todos por otros lugares o los ha despedido. A los que repartió por los otros lugares, les ha prohibido que hablen de Ti, so pena de ser azotados… ¡No hablar de Ti! ¡Será difícil! Nos lo ha dicho incluso Yocana”. Jesús: “¿Qué dijo?”. Isaías: “Dijo: «Yo no soy tan necio como ese Doras, y no digo: ‘No quiero que habléis del Nazareno’. Sería inútil porque de todos modos lo haríais y no quiero perderos ni acabaros como a animales brutos a latigazos. Yo de mi parte os digo: ‘Sed buenos como el Nazareno os enseña y decidle que os trato bien’. No quiero ser maldecido yo también». No, él comprende bien qué son estos campos después de que los bendijiste, y lo que son aquellos después de tu maldición. ■ ¡Oh!, ahí están esos que me araron el campo…” y el hombre corre al encuentro de Pedro y Andrés. Pero Pedro le saluda con pocas palabras y prosigue hacia Jesús. Antes de llegar ya grita: “Oh, Maestro: pero si no hay ninguno de los de antes. Todos son caras nuevas. ¡Y todo está devastado! La verdad es que podría prescindir de campesinos aquí. Está peor que en el Mar Salado…”. Jesús: “Lo sé. Me lo ha dicho Isaías”. Pedro: “Pero ¡ven a ver! ¡Qué espectáculo!…”. Jesús quiere satisfacer el gusto de Pedro y dice primero a Isaías: “Entonces me quedaré con vosotros. Dilo a tus compañeros. Pero no os molestéis por la comida, que la tengo; nos es suficiente con un poco de heno para acostarnos a dormir y con vuestro cariño. Dentro de poco estoy con vosotros”. ■ El espectáculo de los campos de Doras es sencillamente desolador. Campos y pastizales secos y sin nada; los viñedos áridos, el follaje acabado, y la fruta de los árboles perforada con millares de animaluchos. Cerca de la casa, también el jardín lleno de árboles, presenta igual aspecto desolado de un bosque herido de muerte. Los trabajadores andan aquí y allá arrancando hierbas, pisoteando orugas, caracoles, lombrices y todo lo que encuentran, sacuden las ramas y debajo de ellas ponen barreños llenos de agua para que se ahoguen las mariposas y todos los parásitos que cubren las hojas y chupan la planta hasta hacerla morir. Buscan alguna señal de vida entre los sarmientos de las vides, pero estos se rompen, secos, en cuanto se tocan, y, alguna vez, como si una siega hubiera cortado sus raíces, ceden desde la base. El contraste con los campos de Yocana con sus viñedos y árboles frutales es clarísimo. La desolación de los campos maldecidos parece más horrible si se les compara con la fertilidad de los otros. Simón Zelote dice entre dientes: “El Dios del Sinaí tiene la mano pesada”. Jesús hace ademán como de decir: “¡No lo sabes tú bien!” pero no dice nada. Pregunta tan solo: “¿Cómo ha sucedido?”. Un trabajador entre dientes responde: “Topos, langostas, gusanos. ■ Pero vete. El vigilante es fiel a Doras… no nos causes mal”. Jesús da un suspiro y se va. Otro labrador dice, mientras se inclina a recalzar un manzano, esperando salvarlo: “Iremos mañana a donde estás cuando el vigilante se vaya a Yezrael para orar… iremos a casa de Miqueas”. Jesús hace un ademán como de bendición y se va. Vuelve al cruce, y se encuentra a todos los trabajadores de Yocana contentos y felices, los cuales, rodeando a su Mesías, le conducen hacia sus pobres mansiones. Un campesino le pregunta: “¿Viste lo que hay allí?”. Jesús: “Lo he visto. Mañana vendrán los labradores de Doras”. Campesino: “Claro, mientras las hienas están en oración… Cada sábado hacemos así… y hablamos de Ti, de lo que nos enseñó Jonás y de lo que nos ha dicho Isaac que viene frecuentemente a vernos, y de tu discurso de Tisri. Hablamos como sabemos, porque lo que no se puede hacer es no hablar de Ti, y más se habla cuanto más se sufre y cuanto más lo prohíben. Aquellos pobrecitos… beben la vida cada sábado… Pero ¡cuántos en esta llanura tienen necesidad de saber, al menos de saber de Ti, y no pueden venir hasta aquí!…”. Jesús: “También en ellos pienso. Sed benditos por lo que hacéis”. Mientras el sol se oculta Jesús entra en una cocina llena de humo. Ha empezado el reposo del sábado. (Escrito el 15 de Junio de 1945).
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1  Nota  : Cfr.  Gén. 19,23-29.
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3-191-207 (3-52-304).- La parábola del rico Epulón (1).- El sábado en Esdrelón, con los campesinos de Yocana y del hijo de Doras.- El pequeño Yabés, adoptado por Jesús.
* Se habla del altercado que hubo entre Yocana y Doras ante la devastación.- ■ “Entrega a Miqueas la cantidad de dinero suficiente para que mañana pueda restituir lo que hoy ha pedido prestado a los campesi­nos de esta zona” dice Jesús a Judas Iscariote, que es quien, gene­ralmente, administra los… bienes comunes. Luego llama a Andrés y a Juan y los manda a dos puntos desde donde se puede ver el camino, o los caminos, que vienen de Yezrael; luego, a Pedro y a Simón, y les dice que salgan al encuentro de los campesinos de Doras, con la indicación de detenerlos en la divisoria de las dos propiedades; finalmente, dice a Santiago y a Judas: “Co­ged las provisiones y venid”. Los siguen los campesinos de Yocana, mujeres, hombres y niños; los hombres llevan dos pequeñas ánforas —bueno, pequeñas es un decir— que deben estar llenas de vino hasta los bordes; más que án­foras, son tinajas y contendrán, más o menos, sus buenos diez litros cada una (ruego también esta vez que no se tomen mis medidas por artículo de fe). ■ Caminan hasta donde una espesa viña señala el límite de la propiedad de Yocana; más allá, adyacente, hay una ancha zanja que mantienen siempre llena de agua (¡a saber con cuánto tra­bajo!). “¿Ves? Yocana ha peleado con Doras por esto. Yocana decía: «Esta completa devastación es culpa de tu padre. Si no quería adorarle, al menos debía haberle temido y no provocarle». Y Doras —parecía un demonio— gritaba: «Has salvado tus tierras por esta zanja. Los insectos no la han atravesado…». Y Yocana decía: «¿Y entonces cómo es que ahora sufres toda esta devastación mientras que antes tus campos eran los mejores de Esdrelón? Créeme, es el castigo  de Dios; habéis sobrepasado la medida. ¿Esta agua?… Siempre ha estado aquí; no es el agua lo que me ha salvado». Y Doras gritaba: «Esto prueba que Jesús es un demonio». «Es un justo» gritaba Yocana. Y así fueron caminando un trecho, mientras les quedó aliento.  Luego Yocana, con grande gasto, hizo traer un ramal de agua del río y excavar para buscar más agua en el subsuelo y hacer un número de zanjas como divisoria entre él y su pariente, y las hizo excavar más hondas, y a nosotros nos dijo lo que ayer te dijimos… En el fondo él se alegra de lo sucedido. Se sentía muy envidioso de Doras. Ahora espera poder comprar todo, porque Doras acabará vendiendo todo por dos perras gordas”.
* El niño Yabés y el anhelo del apóstol Pedro.- ■ Jesús escucha benigno todas sus confidencias, mientras espera a los pobres campesinos de Doras. Éstos no tardan en llegar, y, en cuanto ven a Jesús, que está a la sombra de un árbol, se postran en tierra. “La paz sea con vosotros, amigos. Acercaos. Hoy la sinagoga está aquí y Yo soy vuestro sinagogo; pero antes quiero ser vuestro padre de familia. Sentaos alrededor, para que os dé algo de comer. Hoy tenéis al Esposo y celebraremos las nupcias”. Jesús destapa una cesta, saca panes, los distribuye entre los asombrados campesinos de Doras; y de otra saca las provisiones que ha podido encontrar: quesos, verduras que hizo cocer y un corderillo o cabrito bien cocido, que reparte entre esos pobres. Luego echa vino en una copa grande, de la que hace que beban todos. Los de Doras señalando a los de Yocana: “¿Pero por qué? ¿Por qué? ¿Y ellos?”. Jesús: “Ya les he dado a ellos”. Los de Doras: “¡Cuánto gasto! ¿Cómo has hecho para conseguirlo?”. Jesús dice sonriendo: “En Israel todavía hay buenas personas”. Los de Doras: “Pero hoy es sábado…”. Jesús, señalando al hombre de Endor, dice: “Dad las gracias a esta persona. Él fue quien dio el corderito. Lo demás ha sido cosa fácil conseguirlo”. Los desdichados devoran —ésta es la palabra—, esta comida que no veían desde hacía mucho tiempo. ■ Hay uno, ya entrado en años, que tiene a su lado un niño de unos diez años. Come y llora. Jesús le pregunta: “¿Por qué eso, padre?…”. Anciano: “Porque eres muy bueno…”. El hombre de Endor con su voz gutural añade: “Es verdad… y hace llorar. Pero son lágrimas que no dejan mal sabor…”. Anciano: “No dejan mal sabor, es verdad. Además, yo querría una cosa. Este llanto es también deseo”. Jesús: “¿Qué deseas, padre?”. Anciano: “¿Ves a este niño? Es mi nieto. Me ha quedado él, después del desprendimiento de tierras que hubo este invierno. Doras ni siquiera sabe que ha venido, porque le tengo en el bosque viviendo como si fuera un animal salvaje y no le veo sino los sábados. Si me lo descubre, o le aleja o le pone a trabajar… y entonces este tierno niño, sangre de mi sangre, estará en peores condiciones que un animal de tiro… Le mandaré en la Pascua con Miqueas a Jerusalén para que se convierta en un hijo de la Ley… ¿Pero luego?… Es el hijo de mi hija…”. Jesús: “¿Me lo darías a Mí? No llores. Tengo muchos amigos que son buenos, santos y no tienen hijos. Le educarán santamente en mi Camino…”. Anciano: “¡Oh, Señor! Desde que supe de Ti, lo he deseado. Rogaba al santo Jonás, él que sabe qué significa pertenecer a este patrón, que salvase a mi nieto de una muerte así…”. Jesús pregunta al niño: “Muchacho, ¿quieres venir conmigo?”. Niño: “Sí, Señor mío. Y no te causaré molestias”. Jesús: “No se hable más”. ■ Pedro, que tira de la manga a Jesús, le dice: “Pero… ¿a quién se lo piensas confiar? ¿También éste a Lázaro?”. Jesús: “No, Simón. Pero hay muchos que no tienen hijos…”. Pedro: “Soy uno de ellos…”. La cara de Pedro toma un perfil en que se dibuja su anhelo. Jesús: “Simón, ya te lo dije. Tú debes ser «padre» de todos los hijos que te dejaré en herencia. Pero no debes estar encadenado a ningún hijo tuyo. No te entristezcas. Eres muy necesario al Maestro, para que el Maestro pueda separarse de ti por un cariño. Soy exigente, Simón. Soy exigente más de lo que es un esposo celosísimo. Te amo con toda predilección y te quiero todo para Mí y por Mí”. Pedro: “Está bien, Señor… Está bien… Sea como Tú quieres”. El pobre Pedro es un héroe en aceptar la voluntad de Jesús. Jesús: “Será el hijo de mi naciente Iglesia. ¿Te parece bien? De todos y de nadie. Será «nuestro» niño. Nos seguirá o andará con nosotros cuando lo permitan las distancias y sus tutores serán los pastores, ellos que en todos los niños aman a «su» niño Jesús. ■ Ven, aquí, muchacho. ¿Cómo te llamas?”. El rapazuelo dice con aplomo: “Yabés de Juan, y soy de Judá”. El anciano confirma: “Sí, somos judíos. Yo trabajaba en las tierras de Doras en Judea, y mi hija se casó con un hombre de aquella zona; trabajaba en los bosques cerca de Arimatea, pero este invierno…”. Jesús: “He visto la desgracia”. Anciano: “El muchacho se salvó porque esa noche estaba en casa de un pariente lejano… Verdaderamente se ha merecido el nombre, Señor. Se lo dije inmediatamente a mi hija: «¿Es que te has olvidado de su antepasado?». Pero el marido quiso llamarle así y Yabés se llamó”. Jesús: “«El niño invocará al Señor. El señor le bendecirá y dilatará sus fronteras. La mano del Señor está sobre su mano, y él no será oprimido por el mal» (2). El Señor se lo concederá para consuelo tuyo, padre, y de los espíritus de los muertos, y para confortación de este huérfano”.
* Parábola del rico Epulón y el mendigo Lázaro.  Aplicable a los campesinos de Doras y Yocana.-Jesús: “Y ahora que hemos satisfecho la necesidad del cuerpo y la del alma con un acto de amor por el niño, escuchad la parábola que pensé deciros. Hubo un tiempo en que vivió un hombre muy rico. Los mejores vestidos eran los suyos. Vestido de púrpura y lino se pavoneaba en las plazas y en su propia casa. Sus conciudadanos le respetaban como al más poderoso de la región. Sus amigos halagaban su soberbia para sacar provecho. Sus salones estaban abiertos cada día a los espléndidos banquetes en que la multitud de invitados, todos ellos ricos, y por tanto no necesitados, se morían por halagar al rico Epulón. Sus banquetes eran célebres por su abundancia de alimentos y vinos. En la misma ciudad había un mendigo, un verdadero mendigo. Era grande en su miseria, como el otro era grande en sus riquezas. Pero, bajo la costra de la miseria humana del mendigo Lázaro, se ocultaba un tesoro todavía mayor que su propia miseria y que la riqueza de Epulón; tal tesoro era la auténtica santidad de Lázaro: jamás había transgredido la Ley, ni siquiera impulsado por la necesidad, pero, sobre todo, había obedecido al precepto del amor para con Dios y el prójimo.  Él, como siempre hacen los pobres, se acercaba a las puertas de los ricos para pedir limosna y no morir de hambre; cada tarde, iba a la puerta de Epulón esperando recibir al menos las migajas de los pomposos banquetes que se daban en esas riquísimas salas. Se echaba en el suelo, en la calle, junto a la puerta, y, pacientemente, esperaba. Pero si Epulón se daba cuenta de que estaba ahí, mandaba que le alejasen, porque ese cuerpo cubierto de llagas, desnutrido, vestido de harapos, era un espectáculo demasiado desagradable para sus convidados (esto decía Epulón, pero la realidad era que aquel espectáculo de miseria y de bondad era su continuo reproche). Más compasivos que Epulón eran sus perros, —bien alimentados, con hermosos collares—, pues se acercaban al pobre Lázaro y le lamían las llagas, gruñendo de alegría por sus caricias, y hasta incluso le llevaban las sobras de las ricas mesas; gracias a estos animales, Lázaro superaba la desnutrición (si hubiera sido por el hombre, habría muerto, pues el hombre no le permitía siquiera entrar en las salas después de los banquetes para poder recoger las migajas caídas de las mesas). ■ Un día Lázaro murió. Nadie en esa tierra se dio cuenta, nadie le lloró; es más, Epulón se puso muy contento porque a partir de ese día dejó ver a esa miseria, a la que él llamaba el «oprobio» de sus umbrales. Pero en el Cielo sí lo advirtieron los ángeles, y en su último aliento, en su lecho frío y pobre, estaban presentes las cohortes celestiales, las cuales, en medio de un fulgor de luces recogieron el alma de Lázaro, y entre cantos y hosannas la llevaron al seno de Abraham. Pasado un tiempo murió Epulón. Oh, ¡qué funerales tan fastuosos! Toda la gente de la ciudad, que estaba ya al corriente de su agonía y que ahora se arremolinaba en la plaza donde estaba su casa, —para ser notados como amigos del grande, o por curiosidad o por interés hacia los herederos—, se unió al duelo. El vocerío subió hasta el Cielo y con el vocerío las falsas alabanzas al «grande», al «benefactor», al «justo» que había muerto. ¿Podrá, acaso, la palabra del hombre cambiar el juicio de Dios? ¿Podrá la apología humana borrar cuanto está escrito en el libro de la Vida? No, no puede. Lo que está juzgado, queda juzgado, y lo escrito, escrito está. A pesar de los solemnes funerales, el espíritu de Epulón fue sepultado en el Infierno. ■ Entonces, en esa cárcel horrorosa, comiendo y bebiendo fuego y tinieblas, hallando odio y tormentos por todas partes y en todos los instantes de esa eternidad, levantó su mirada al Cielo, a ese Cielo que había visto en un instante de fulgor, en una fracción de segundo, y cuya indecible belleza recordaba cual tormento entre atroces tormentos. Y vio arriba a Abraham, lejano, pero radiante, feliz…; y en su seno, radiante, feliz también a Lázaro, a ese pobre Lázaro en otro tiempo despreciado, repulsivo, mísero… ¿Y ahora?… ¡ah!, ahora, hermoso con la luz de Dios y con su propia santidad, rico en amor de Dios, admirado, no ya por los hombres sino por los ángeles de Dios. ■ Epulón gritó llorando: «¡Padre Abraham, ten piedad de mí! ¡Manda a Lázaro, —puesto que no puedo esperar que vengas Tú—, manda a Lázaro para que moje la punta de su dedo en el agua y la ponga en mi lengua, para refrescarla, porque sufro atrozmente por esta llama que me penetra continuamente y me quema!». Abraham respondió: «Acuérdate, hijo, de que tuviste en la tierra todos los bienes, y Lázaro todos los males, y supo hacer del mal un bien, mientras que tú solo supiste hacer mal con tus bienes. Por tanto, es justo que ahora él, aquí, sea consolado y que tú sufras. Pero es que además no es posible lo que pides. Los santos están esparcidos sobre la tierra para que los hombres se aprovechen de ellos, pero, cuando, a pesar de la extrema cercanía de éstos, el hombre sigue siendo lo que es —en tu caso, un demonio—, es inútil recurrir después a los santos. Ahora estamos separados. Las hierbas, en el campo, están mezcladas, pero, una vez cortadas, se separan las malas de las buenas. Lo mismo sucede con nosotros y vosotros: estuvimos juntos en la tierra, y, contra el amor, nos arrojasteis de vuestra presencia, nos atormentasteis por todos los modos posibles, nos relegasteis al olvido; pues bien, ahora estamos divididos y entre vosotros y nosotros existe un abismo tal, que los que quisieran pasar de aquí a vosotros no podrían, ni tampoco vosotros, que estáis allí, podéis salvar este abismo inmenso para venir a nosotros». ■ Epulón, llorando con más fuerza, gritó: «Al menos, padre santo, manda, —te lo ruego—, manda a Lázaro a la casa de mi padre. Tengo cinco hermanos. Jamás he conocido el amor, ni siquiera entre mis familiares. Pero ahora… ahora comprendo lo terrible que es el no ser amados. Y, dado que aquí, donde estoy, vive el odio, ahora he comprendido —por ese átomo de tiempo en que mi alma vio a Dios (3)— lo que es el Amor. No quiero que mis hermanos sufran mis dolores. Tengo verdadero temor por ellos, porque llevan la misma vida que yo llevaba. ¡Oh, manda a Lázaro, a decirles dónde estoy y por qué; a decirles que el Infierno existe, y que es atroz, y que quien no ama a Dios ni al prójimo viene al Infierno! ¡Mándale, para que actúen en consecuencia, antes de que sea tarde, y así eviten el venir aquí, a este lugar de eterno tormento!». Abraham respondió: «Tus hermanos tienen a Moisés y a los profetas; que los escuchen»; a lo que Epulón, con un gemido de alma torturada, replicó: «¡Oh, padre Abraham, les hará más impresión un muerto; escúchame; ten piedad!». Abraham dijo: «Si no escuchan a Moisés ni a los Profetas, mucho menos creerán a uno que resucite por una hora de entre los muertos para decirles palabras de Verdad. Y, además, no es justo que un bienaventurado deje mi seno para ir a recibir ofensas de los hijos del Enemigo. Ya pasó el tiempo de las injurias para él; ahora está en la paz y en ella permanece, por orden de Dios, que ve la inutilidad de intentar la conversión de quienes no creen siquiera en la palabra de Dios ni la ponen en práctica». ■ Ésta es la parábola cuyo significado es tan claro, que no necesita aplicación”.
* “Quisiera deciros los que le dije a él en la primavera pasada: «Quisiera ayudaros incluso materialmente, pero no puedo…» … No interpretéis como palabra de odio el castigo que se ha verificado en estas tierras, Yo soy el Amor, en principio, pero —visto que el Amor no podía doblegar a este cruel Epulón— le abandoné a la Justicia, y ella ha vengado al mártir Jonás y a sus hermanos”.- ■ Jesús: “Aquí ha vivido verdaderamente, conquistando su santidad, el nuevo Lázaro, mi Jonás, cuya gloria ante Dios se manifiesta evidente en la protección que otorga a quien espera en Él. Jonás sí puede venir a vosotros como protector y amigo; y vendrá si siempre sois buenos. Yo quisiera deciros lo que le dije a él en la primavera pasada: quisiera poderos ayudar, incluso materialmente, pero no puedo. Éste es mi dolor. Solo puedo señalaros el Cielo; solo puedo enseñaros la gran sabiduría de la resignación prometiéndoos el Reino futuro. ■ No odiéis jamás, por ningún motivo. El Odio es poderoso en el mundo, pero siempre tiene un límite; el Amor no tiene límite ni de potencia ni de tiempo. Amad, pues, para poseer el Amor, como protección y consuelo en la tierra y como premio en el Cielo. Es mejor ser Lázaros que Epulones, creedme. ¡Bienaventurados seréis, si llegáis a creer esto! No interpretéis como palabra de odio el castigo que se ha verificado en estas tierras, aunque los hechos pudieran justificarlo. No leáis mal el milagro. Yo soy el Amor; en principio, no habría descargado mi mano, pero —visto que el Amor no podía doblegar a este cruel Epulón— le abandoné a la Justicia, y ella ha vengado al mártir Jonás y a sus hermanos. Esto es lo que tenéis que aprender del milagro acaecido: que la Justicia está siempre vigilante aun en los momentos en que parece ausente, y que, siendo Dios el Señor de toda la creación, se puede servir, para aplicarla, de los más pequeños —como las orugas y las hormigas— para morder el corazón del cruel y avariento y hacerle morir ahogado por un vómito de veneno que estrangule. Os bendigo ahora; pero, a cada aurora rogaré por vosotros. ■ Y en cuanto a ti, padre, no te preocupes más por el corderito que me confías; te lo traeré de vez en cuando, para gozo tuyo al verle crecer en sabiduría y bondad en el camino de Dios: él será tu cordero de esta pobre Pascua tuya, el más agradable de los corderos que se presentarán al altar de Yavé. Yabés, despídete de tu abuelo, y luego ven a tu Salvador, a tu Buen Pastor. ¡La paz sea con vosotros!”. Los campesinos, llenos de dolor: “¡Oh Maestro, Maestro bueno! ¡Dejarte!…”. Jesús: “Sí, es doloroso. Pero no conviene que el vigilante os encuentre. He elegido a propósito este lugar precisamente para evitaros castigos. Obedeced por amor al Amor, que os da este consejo”. ■ Los pobres desventurados se levantan nuevamente con las lágrimas en los ojos, y van a su cruz. Jesús nuevamente los bendice, y luego, llevando al niño de la mano, y con el hombre de Endor al otro lado, regresa a casa de Miqueas. Se reúnen con Él Andrés y Juan, los cuales, terminado su turno de guardia, vuelven a donde sus hermanos.  (Escrito el 16 de Junio de 1945).
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1  Nota  : Cfr.  Lc.  16,19-31.   2  Nota  : Cfr. 1  Para=Crón.  4,9-10.   3  Nota  : “Por ese átomo de tiempo en que mi alma vio a Dios”: debe entenderse en el juicio particular, como anota María Valtorta en una copia mecanografiada.
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(<Con el niño Yabés y Juan de Endor entre ellos, Jesús y su comitiva emprenden viaje hacia Jerusalén para la Pascua. En estos momentos van camino de Engannim>)
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3-192-216 (3-53-313).- Pedro toma el cuidado del niño Yabés.- Nuevo encuentro con el militar romano Publio Quintiliano.
* “Pues entonces llámame «padre»”.- ■ Se detienen en un pueblo —oigo que lo llaman Meguiddó—, pa­ra comer y descansar, junto a una fuente muy fresca y ruidosa (por la mucha agua que de ella brota y que cae en una pila de piedra os­cura). Ninguno del pueblo se interesa por los peregrinos, anónimos entre los muchos otros que, más o menos ricos, van a pie o en burros o mulas hacia Jerusalén para la Pascua. Se respira ya aire de fiesta. Muchos niños —pensando ya, jubilosos, en la ceremonia de su ma­yoría de edad— van con los viajeros. Dos jovenzuelos de holgada condición vienen a jugar junto a la fuente. Yabés está con Pedro que le tiene conquistado con mil zarandajas. Preguntan al muchacho: “¿Vas tú también para ser hijo de la Ley?”. Yabés responde tímidamente: “Sí”, casi escondiéndose detrás de Pedro. Vuelven a preguntarle: “¿Es tu padre éste? Eres pobre, ¿verdad?”. “Soy pobre, sí”. Los dos niños —quizás hijos de fariseos— le escudriñan irónicos y curiosos, y dicen: “Se ve”. ■ En efecto, se ve… ¡Su vestidito es bien mísero! Quizás es que el niño ha crecido y, a pesar de que el borde de su vestido, de un color café que ha desaparecido, haya bajado, apenas le llega a la mitad de las delgadas piernecitas morenas, dejando completamente descubiertos los pequeños pies, mal calzados con dos informes sandalias sujetas con unas cuerdas que deben torturarlos. Los niños, despiadados con ese egoísmo propio de muchos niños, con la crueldad de los niños no buenos, dicen: “¡Pues entonces no tendrás un vestido nuevo para tu fiesta! ¡Nosotros sí!… ¿Verdad, Joaquín? Yo, todo rojo, con el manto igual; él de color cielo; y llevaremos sandalias con hebillas de plata y un cinturón muy valioso y un talet sujeto con un aro de oro y…”. “¡…y un corazón de piedra, digo yo!” salta Pedro, que ha terminado de refrescarse los pies y de llenar de agua todas las cantimploras. Y añade: “Sois malos, muchachos. Ni la ceremonia ni el vestido valen un pito si el corazón no es bueno. Prefiero a este niño mío. ¡Largaos, soberbios! ¡Id con los ricos, y tened respeto a los pobres y honrados! ■ ¡Ven, Yabés! Esta agua es buena para los pies cansados. Ven, que te los voy a lavar, así caminarás mejor después. ¡Ay, cuánto daño te han hecho estas cuerdas! Pero no tendrás que seguir caminando; te voy a llevar en brazos hasta Engannim. Allí encontraré a uno que haga sandalias y te compraré un par nuevo”. Y Pedro lava y seca esos piececitos, que desde hace mucho tiempo no han vuelto a ser acariciados tanto como ahora. El niño le mira… titubea… y acaba por echarse sobre este hombre que le está atando las sandalias, y le aprieta con sus bracitos flacos, dice: “¡Qué bueno eres!” y le besa su pelo entrecano. Pedro se conmueve; se sienta en el suelo, sin cambiar de sitio, aunque esté mojado; se pone sobre su regazo al niño y le dice: “Pues entonces llámame «padre»”. ■ La escena es delicada. Jesús y los demás se acercan. Los dos soberbiosillos de antes, que, curiosos, no se habían mar­chado todavía, preguntan: “¿Pero no es tu padre?”. A lo que Yabés responde sin vacilar: “Padre y madre para mí”. Pedro le dice: “Sí, querido mío, bien has dicho: padre y madre; y os aseguro, señoritingos, que no irá mal vestido a la ceremonia. También él tendrá vestido de rey, rojo como el fuego y con un cinturón verde como la hierba, y el talet blanco como la nieve”. Aunque sea un batiburrillo de colores, deja asombrados a los dos vanidosos y los pone en fuga. ■ Pregunta Jesús sonriendo: “¿Qué haces, Simón, en el suelo mojado?”. Pedro: “¿Mojado? ¡Ah, sí; ahora me doy cuenta! ¿Que qué hago? Con la inocencia apoyada en mi pecho vuelvo a ser como un cordero. ¡Ah… Maestro, Maestro! Bien, vamos. Pero debes dejarme que me ocupe de este pequeño; después le cederé; pero hasta que no sea un verdadero israelita es mío”. Jesús: “¡Sí, hombre, sí! Y serás siempre su tutor, como un anciano pa­dre. ¿De acuerdo? Vamos, para estar por la tarde en Engannim sin hacer correr demasiado al niño”. Pedro: “Le llevo yo. Pesa más mi red. No puede caminar con estas dos suelas rotas. Ven”. Y, cargándose encima a su ahijado, Pedro reanuda contento su ca­mino, cada vez más umbrío entre arbolados de frutas varias, en un ascender suave de colinas, desde las cuales la vista se dilata hacia la fecunda llanura de Esdrelón.
* Publio Quintiliano se dirige también a Jerusalén para reforzar la guardia para estas fiestas, y, ahora, alborotadas por la captura del Bautista. Él y Juan de Endor, a quien llama o Cíclope o Diógenes, ya se conocían.- ■ Engannim debe ser una bonita ciudad, no grande, bien abastecida de agua de las colinas a través de un acueducto elevado que es probablemente obra romana. Jesús y los suyos están ya en las cerca­nías de la ciudad. En esto, perciben el rumor de una patrulla militar que está acercándose. Deben ponerse al seguro arrimándose al borde del camino. Los cascos de los caballos resuenan contra el suelo, que aquí, en las cercanías de la ciudad, muestra apenas la pavimentación bajo la tierra que se ha ido acumulando junto con detritos; en efecto, jamás una escoba ha limpiado este camino. ■ “¡Salve, Maestro! ¿Cómo por aquí?” exclama Publio Quintiliano, mientras se apea y se acerca a Jesús con una abierta sonrisa, llevando de la brida al caballo. Sus soldados, al ver esto en su superior, aminoran la marcha. Jesús le dice: “Voy a Jerusalén por la Pascua”. “Yo también. Se refuerza la guardia para estas fiestas, incluso porque estará en la ciudad Poncio Pilatos, y también está Claudia. Nosotros patrullamos los caminos para protegerla a ella. ¡Son caminos tan inseguros!… Las águilas ponen en fuga a los chacales” dice riendo el soldado mientras mira a Jesús, y sigue diciendo en tono más bajo: “Este año, doble guardia para guardar las espaldas del sucio Antipas. Hay mucho descontento por el arresto del Profeta; descontento en Israel y, como consecuencia, entre nosotros. Pero, ya nos hemos encargado de hacer llegar a oídos del Sumo Sacerdote y demás compadres un… benigno toque de… flautas” y concluye en voz baja: “Ve seguro, que las uñas ahora están metidas en las zarpas, ¡Ja! ¡ja! Nos tienen miedo. Carraspea uno y creen que ha rugido. ¿Vas a hablar en Jerusalén? Acércate al Pretorio. Claudia habla de ti como de un gran filósofo. Te conviene porque… el procónsul es Claudia”. ■ Quintiliano mira a su alrededor y ve a Pedro cargado, rojo y sudado. “¿Y ese niño?”. Jesús: “Un huérfano que he tomado conmigo”. P. Quintiliano: “¡Pero… ese hombre tuyo se está esforzando demasiado! Niño, ¿tienes miedo a ir unos metros a caballo? Te pongo aquí, bajo mi clá­mide; iré suave. Cuando lleguemos a las puertas, te dejo que sigas con ese hombre”. El niño no ofrece resistencia; debe ser dulce como un cordero. Publio le levanta en vilo y le sienta consigo en su montura. ■ Al dar la orden de ir despacio a los soldados, ve también al hombre de Endor. Le mira fijamente y dice: “¿Tú también por aquí?”. Juan de Endor: “Sí. Ya no vendo huevos a los romanos, pero los pollos están todavía allí. Ahora estoy con el Maestro…”. P. Quintiliano: “¡Bien para ti! Así te sentirás más confortado. ¡Adiós! ¡Salve, Maestro! te espero en aquel pequeño grupo de árboles”. Y espolea a su cabalgadura. Muchos de los presentes preguntan a Juan de Endor: “¿Os conocéis?”. Juan de Endor: “Sí, como proveedor de pollos. Antes no me conocía. Una vez fui llamado a la comandancia a Naím, para fijar los precios, y estaba él. Desde entonces, cuando iba a Cesarea a comprar libros o algún utensilio siempre me saludaba. Me llama o Cíclope o Diógenes. No es malo. A pesar de mi odio por los romanos, no me mostré nunca agresivo con él porque me podía ser útil”. Pedro dice: “¿Has oído, Maestro? ¿Ves?, han surtido buen efecto mis palabras al centurión de Cafarnaúm. Ahora voy más tranquilo”. ■ Y llegan a la mata de árboles a cuya sombra se ha apeado la pa­trulla. “Mira, te devuelvo el niño. ¿Mandas algo, Maestro?”. “No, Publio. Dios te muestre su rostro”. “¡Salve!”. Monta y espolea, seguido por los suyos con un gran rumor metálico de herraduras y corazas que se entrechocan. ■ Entran en la ciudad. Pedro con su pequeño amigo va a comprar las sandalitas. “Este hombre muere de deseos de un hijo” dice Simón Zelote; y añade: “Con razón”. Jesús le dice: “Os daré millares de hijos. Busquemos ahora cobijo, para seguir mañana al despuntar el alba”. (Escrito el 17 de Junio de 1945).
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3-193-219 (3-54-316).- Pedro deberá amar a Yabés como si fuera su hijo, pero con espíritu so­brenatural.
* El niño Yabés va tomando otro aspecto aún físico lo mismo que Juan de Endor quien día a día va perdiendo la dureza que se reflejaba en su cara y adquiriendo una seriedad que no infunde miedo. Naturalmente, estas dos miserias renacidas por la bondad de Jesús gravitan amantes hacia el Maestro.- ■ Jesús prosigue hacia Jerusalén. Cada vez transita mayor núme­ro de peregrinos por los caminos, que están un poco embarrados por un chaparrón nocturno; como contrapartida, haciendo precipitar el polvo, el agua ha dejado terso el aire. Los campos parecen un jardín bien cuidado por su jardinero. La comitiva apostólica camina ligera, pues se sienten descansa­dos por el alto que han hecho y, además, porque el niño, con sus san­dalias nuevas, ya no sufre al andar (es más, sintiendo cada vez más confianza, va charlando con unos u otros; y le hace a Juan la confi­dencia de que su padre se llamaba también Juan y su madre María y de que, por ello, le quiere también a él mucho). “Pero, bueno —ter­mina diciendo— la verdad es que os quiero a todos; en el Templo voy a rezar mucho, mucho, por vosotros y por el Señor Jesús”. ■ Es conmovedor ver cómo estos hombres, que en su mayor parte no tiene hijos, se muestran paternales y maravillosamente próvidos para con el más pequeño de los discípulos de Jesús. Hasta el hombre de Endor muestra un rostro delicado cuando debe obligarle al peque­ño a beberse un huevo, o cuando trepa por entre los arbolados que visten de verde las colinas y las montañas —cada vez más altas, cortadas por profundas hoces cuyo fondo sigue el camino principal— para coger ramitas acídulas de zarzamora o perfumados tallitos de hinojo silvestre, y se lo lleva al niño para mitigarle la sed sin que se llene demasiado de agua. Es conmovedor ver cómo le distraen del largo recorrido llamando su atención hacia los distintos detalles o panoramas. ■ El que muchos años antes fuera pedagogo en Cintium, destruido posteriormente por la maldad humana, ahora renace por este niño, mísero como él, y alisa las arrugas del infortunio y de la amargura asumiendo una sonrisa buena. El aspecto de Yabés, con sus sandalias nuevas y la carita menos triste, es ya menos menesteroso. No sé qué mano apostólica se ha preocupado de borrar de esa carita todas las señales de muchos meses de vida agreste, poniéndole en orden incluso el pelo, antes descuidado y polvoriento, ahora esponjoso e igualado por una enérgica lavada. También el hombre de Endor, que todavía se queda un poco perplejo cuando oye que le llaman Juan (si bien, cuando esto le sucede, en seguida menea la cabeza con una sonrisa compasiva hacia su poca memoria), está muy cambiado: cada día que pasa, su rostro va perdiendo esa cierta dureza que tenía y va adquiriendo una seriedad que no infunde miedo. ■ Naturalmente, estas dos miserias renacidas por la bondad de Jesús gravitan amantes hacia el Maestro; quieren a los compañeros, sí, ¡pero a Jesús!… Cuando Él los mira o les habla directamente, su ex­presión se vuelve dichosísima…
* Juan de Endor será confiado al pastor Isaac. Pedro quiere saber si va ser asignado ya a alguien el niño Yabés.- ■ No sé cómo será ahora Samaria; en aquel tiempo era preciosa. Pues bien, entre dos altos montes —de los más altos de esta zona— la vista enfila un valle en cuyo centro, fertilísima, bien irrigada aparece Siquem. En este punto precisamente, la alegre caravana de la corte del Cónsul que va a Jerusalén para las fiestas alcanza a Jesús y los suyos. Esclavos a pie y en carros para tutelar el transporte de los distintos pertrechos… ¡¡Dios mío, cuántas cosas llevaban consigo en aquellos tiempos!! Con los esclavos, carros en toda regla, cargados con un poco de todo (hasta incluso literas enteras) y coches de viaje (amplios carros de cuatro ruedas, bien amortiguados, cubiertos) en los que viajan, resguardadas, las damas. Y más carros, y más esclavos… ■ He aquí que una mano enjoyada de mujer levanta levemente cortina y aparece el perfil grave de Plautina (1), que saluda sin hablar pero con una sonrisa; lo mismo hace Valeria, quien lleva sobre sus rodillas a su pequeñuela, toda gorjeos, toda riente. El otro carro de viaje, aún más pomposo, pasa sin que ninguna cortina se separe, pero, una vez que ha pasado, por la parte de detrás, entre las cortinas anudadas, Lidia asoma su rosado rostro y hace un gesto de reverencia. La caravana se aleja… Pedro, sudoroso y cansado dice: “¡Viajan bien! Pero, si Dios nos ayuda, pasado mañana por la tarde estaremos en Jerusalén”. Jesús le dice: “No, Simón. No tengo otra alternativa, tengo que cambiar de dirección e ir hacia el Jordán”.  Pedro: “¿Pero, por qué, Señor?”. Jesús: “Por el niño. Está muy triste, y mucho más aumentaría su tristeza si viera el monte donde sucedió la catástrofe” (2). Pedro: “¡No, no lo vemos! Mejor dicho, vemos la otra parte del monte… Y… bueno, yo me encargaré de tenerle distraído; yo y Juan… Esta pobre tortolita sin nido se distrae en seguida. ¡Ir hacia el Jordán!… ¡No, hombre, mejor por aquí, el camino recto, más corto y más seguro!; ¡no, no, éste, éste! ¿Lo ves? También  lo siguen las romanas. Por la costa y por el río estas primeras aguas de verano exhalan fiebres. Este camino es sano. Además… ¿cuándo vamos a llegar si alargamos todavía más el recorrido? ¡Piensa en qué estado de ansiedad estará tu Madre después del funesto suceso del Bautista!…”. ■ Pedro lo consigue; Jesús da su consentimiento. Jesús: “Pues entonces vámonos pronto a descansar, y descansemos bien, porque mañana al alba partiremos, para estar pasado mañana por la tarde en Getsemaní. Iremos, pasado el viernes, al día siguiente, a ver a mi Madre, a Betania; allí descargaremos esos libros de Juan que os han hecho trabajar no poco; veremos también a Isaac y le con­fiaremos este pobre hermano…”. ■ Pedro pregunta: “¿Y el niño? ¿Le vas a asignar ya?”. Jesús sonríe: “No. Se lo dejaré a mi Madre, para que lo prepare para «su» fiesta. Luego volverá con nosotros para la Pascua. Pero después tendremos que desprendernos de él… ¡No te encariñes de­masiado! O, mejor, ámale como si fuera tu hijo, pero con espíritu so­brenatural. Ya ves que es débil y que se cansa. También a mí me ha­bría gustado instruirle y criarle, nutriéndole Yo mismo con la Sabiduría. Mas Yo soy el Incansable, y Yabés es demasiado joven y débil para acompañarnos en nuestras fatigas. Nos moveremos por Judea; luego, para Pentecostés, volveremos a Jerusalén; luego caminare­mos… caminaremos, evangelizando… Volveremos a verle en el vera­no, en nuestra patria chica. ■ Bien, ya estamos ante las puertas de Si­quem. Adelántate con tu hermano y con Judas de Simón para buscar dónde alojarnos. Yo voy a la plaza del mercado; allí te espero”. (Escrito el 18 de Junio de 1945).
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1 Nota : Plautina, Valeria, Lidia.- Cfr. Personajes  de la Obra magna: Romanos/as.  2 Nota : Catástrofe: Los padres de Yabés encontraron la muerte, así como sus hermanitos, sepultados entre aguas y tierras, que les cayeron encima.
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 3-194-226 (3-55-323).-  En  el camino hacia Jerusalén.
* La revelación al pequeño Yabés.- ■ Jesús dice: “¡Bueno! ¡Bien! Ahora prosigamos hacia la Ciudad Santa, donde llegaremos mañana por la tarde”. Y luego pregunta al niño: “¿Por qué tanta prisa? ¿Me lo puedes decir? ¿No sería lo mismo llegar pasado mañana?”. Yabés: “No. No sería lo mismo, porque mañana es la Parasceve (1). Después del ocaso solo se puede caminar 6 estadios; más no se puede, porque ya ha empezado el sábado con su correspondiente reposo”. Jesús: “Luego, ¿debemos estar sin hacer nada los sábados?”. Yabés: “No. Se reza al Altísimo Señor”. Jesús: “¿Cómo se llama?”. Yabés: “Adonái. Pero los santos pueden pronunciar su Nombre”. Jesús: “También los niños buenos. Dilo, si lo sabes”. Yabés: “Gchyavé” (el niño así pronuncia: una Gch muy dulce que casi es una Lli, y con una “a” muy larga). Jesús: “¿Y por qué se reza al Altísimo Señor el sábado?”. Yabés: “Porque Él se lo ordenó a Moisés cuando le dio las tablas de la Ley”. Jesús: “Ah, ¿sí? Y ¿qué ordenó?”. Yabés: “Ordenó santificar el sábado. «Trabajarás durante seis días, pero descansarás el séptimo y descansarás porque es lo que hice Yo después de la creación»”. Jesús: “¿Cómo? ¿Descansó el Señor? ¿Se había cansado por haber creado? ¿Y realmente creó Él? ¿Cómo lo sabes? Yo sé que Dios nunca se cansa”. Yabés: “No se había cansado, porque Dios no camina ni mueve los brazos. Pero lo hizo para enseñar a Adán y enseñarnos a nosotros, y para que tuviéramos un día en el que no pensásemos en otra cosa sino en Él. Y Él creó todo; seguro. Lo dice el Libro del Señor”. ■ Jesús: “¿Pero Él escribió el Libro?”. Yabés: “No, pero es la Verdad, y hay que prestarle fe para no ir con el demonio”. Jesús: “Me dijiste que Dios no camina ni mueve los brazos. ¿Entonces, cómo creó? ¿Cómo es? ¿Es una estatua?”. Yabés: “No es un ídolo. Es Dios; y Dios es… Dios es… déjame pensar y acordarme cómo me decía mi mamá y, mejor que ella, ese hombre que iba en tu nombre a visitar a los pobres de Esdrelón… Mi mamá decía, para hacerme entender a Dios: «Dios es como mi amor por ti, no tiene cuerpo, y, sin embargo, existe». Y ese pequeño hombre, con una sonrisa dulce, decía: «Dios es un Espíritu Eterno, Uno y Trino y la Segunda Persona ha tomado carne por amor a nosotros, por nosotros que somos pobres, y su nombre»… ¡Oh, Señor mío! Pero… ahora me doy cuenta… ¡eres Tú!”. El niño, lleno de estupor, se echa en tierra y adora a Jesús. Todos acuden, creyendo que se ha caído; pero Jesús hace un gesto de silencio llevándose el dedo a los labios, y dice: “Levántate, Yabés. Los niños no deben tener miedo de Mí”. El niño levanta la cabeza, con veneración profunda, y mira a Jesús con otros ojos, casi de miedo. ■ Jesús sonríe y le tiende la mano diciendo: “Eres un sabio, pequeño israelita. Continuemos el examen entre nosotros. Ahora que me has reconocido, ¿sabes si se habla de Mí en el Libro?”. Yabés: “¡Oh, sí, Señor! Desde el principio hasta ahora. Todo habla de Ti. Tú eres el Salvador prometido. Ahora entiendo por qué abrirás las puertas del Limbo. ¡Oh, Señor! ¿Y me quieres mucho?”. Jesús: “Sí, Yabés”. Yabés: “No. No me llames más Yabés. Dame un nombre que quiera decir que me amas, que me has salvado…”. Jesús: “Escogeré el  nombre junto con mi Madre. ¿Te parece bien?”. Yabés: “Pero que quiera decir exactamente eso. Me llamaré así desde el día en que me convierta en hijo de la Ley”. Jesús: “Desde aquel día así te llamarás”. ■ Se ha pasado Betel. Se detienen a comer en un valle pequeño, fresco y abundante en aguas. Yabés ha quedado medio aturdido con la revelación, y come en silencio. Con respeto profundo acepta cualquier pedazo de pan que le ofrece Jesús. Pero poco a poco vuelve a su antiguo modo de ser, sobre todo después de haber jugado con Juan, mientras los demás descansan en la verde hierba; luego vuelve donde Jesús, junto con Juan que es todo sonrisa, y tienen una pequeña tertulia de tres personas. ■ Jesús: “Al final no me has dicho quién habla de Mí en el Libro”. Yabés: “Los Profetas, Señor; y antes todavía. Habla de Ti el Libro desde que fue arrojado Adán del paraíso. Y luego cuando Jacob y cuando Abraham y cuando Moisés… ¡Oh! Me decía mi padre, que había ido a visitar a Juan  —no a éste, sino al otro Juan, al del Jordán—, que él, el gran Profeta, te llamaba el Cordero… Ahora comprendo, sí, el cordero de Moisés… ¡Tú eres la Pascua!”. Juan le provoca: “Pero, ¿qué Profeta es el que profetizó mejor de Él?”. Yabés: “Isaías y Daniel. Pero… a mí me gusta más Daniel, ahora que te amo como a mi padre. ¿Puedo decir que te quiero como he querido a mi padre? ¿De veras? Pues si es así, yo prefiero a Daniel”. Jesús: “¿Por qué, si quien habla mucho del Mesías es Isaías?”. Yabés: “Sí, pero habla de los dolores del Mesías. Sin embargo, Daniel habla del ángel hermoso y de tu venida. Es verdad que también Daniel dice que el Mesías será inmolado, pero yo creo que el Cordero será inmolado de un solo golpe, no como dicen Isaías y David. Yo lloraba siempre al oírlos, así que mi madre no volvió a leérmelos”. ■ Casi llora también en este momento, mientras acaricia una mano de Jesús, que le dice: “Por ahora no pienses en eso. Escucha, ¿sabes los mandamientos?”. Yabés: “Sí, Señor. Creo saberlos. Me los repetía a mí mismo en el bosque para no olvidarlos y para oír la palabra de mi madre y de mi padre. Pero ahora ya no lloro (realmente hay un centelleo en sus pupilas), porque ahora te tengo a Ti”. Juan sonríe y abraza a Jesús sonriendo: “¡Son mis mismas palabras! Todos los niños de corazón hablan igual”. Jesús: “Sí, porque sus palabras proceden de una única sabiduría”. (Escrito el 19 de Junio de 1945).
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1  Nota  :  Cfr. Anotaciones   n. 3: Parasceve.
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3-195-229 (3-56-326).- Una lección de Juan de Endor a J. Iscariote.- La entrada de los peregrinos en Jerusalén para la Pascua (1).
* Primero Juan de Endor (“no me atrevo yo a tratarle con la familiaridad que tú le tratas”) y después Jesús (“cuando la carne muerde es horrible”) amonestan a Iscariote.- ■ Hoy  el cielo está lluvioso. Pedro parece un Eneas al revés, porque en lugar de cargar a su padre sobre las espaldas, lleva al pequeño Yabés, que va cubierto con el manto de Pedro. Se ve sobresalir la cabecita por encima de la cabeza cana de Pedro, y los brazos del niño en torno al cuello. Pedro ríe, chapoteando en los charcos. J. Iscariote, nervioso, dice: “Nos podía haber ahorrado este inconveniente”. Está malhumarado por el agua que viene del cielo y rebota en el suelo y salpica los vestidos. Juan de Endor, mirando fijamente con su único ojo, que creo que ve por dos, al guapo de Judas, responde: “¡Ya! ¡Se podrían ahorrar muchas cosas!”. Iscariote: “¿Qué quieres decir?”. Juan de Endor: “Quiero decir que es inútil desear que los elementos nos respeten, cuando nosotros no respetamos a nuestros semejantes, y además en materia mucho más grave que no dos gotas de agua o una salpicadura de barro”. Iscariote: “Es verdad. Pero a mí me gusta entrar en la ciudad bien vestido, limpio. Tengo muchos amigos que están arriba”. Juan de Endor: “Entonces estáte atento a no caer”. Iscariote: “¿Me estás provocando?”. Juan de Endor: “¡No, no! Pero es que soy veterano, como maestro… y como alumno. Llevo toda la vida aprendiendo. Primero aprendí a vegetar, luego observé la vida, después conocí la amargura de la vida. Practiqué una justicia inútil, la del «solo» contra Dios y contra la sociedad: Dios me castigó con el remordimiento; la sociedad con sus cadenas; con lo cual el ajusticiado, en el fondo, soy yo. Finalmente, ahora, he aprendido, estoy aprendiendo a «vivir». Así que, como comprenderás, por mi condición de maestro y alumno, me viene natural repetir las lecciones”. Iscariote: “Pero yo soy apóstol…”. Juan de Endor: “Y yo soy un desgraciado, lo sé, y no debería atreverme a enseñarte. Pero mira, no se sabe nunca a lo que puede uno llegar. Me imaginaba morir como un pedagogo honrado y venerado en Chipre y me convertí en homicida y presidiario a cadena perpetua. Cuando levantaba el puñal para vengarme, cuando arrastraba las cadenas odiando a todos, si me hubiesen dicho que llegaría a ser discípulo del Santo, habría dudado del estado mental de quien me lo hubiera dicho. Y sin embargo… ya lo ves. Por eso, quién sabe, a lo mejor puedo darte una lección buena a ti, que eres apóstol; por mi experiencia, no por mi santidad, que esto último ni siquiera se me pasa por la mente”. ■ Iscariote: “Tiene razón ese romano al llamarte Diógenes”. Juan de Endor: “Bien… sí. Pero Diógenes buscaba al hombre y no lo encontró; Yo, sin embargo, más afortunado que él, encontré, sí, primero una víbora donde pensaba que estaba la mujer y un cuco donde veía al hombre amigo, pero después, tras haber vagado muchos años, ya enloquecido por este conocimiento, he encontrado al Hombre, al Santo”. Iscariote: “Yo no conozco otra sabiduría sino la de Israel”. Juan de Endor: “Si es así, ya tienes con qué salvarte. Pero ahora tienes también la ciencia, aún más, la ciencia de Dios”. Iscariote: “Es la misma cosa”. Juan de Endor: “¡Oh, no! Como un día nublado y un día lleno de sol”. Iscariote: “¿En definitiva, quieres darme lecciones? Pues yo no me siento con ganas de ello”. Juan de Endor: “¡Déjame hablar! Antes hablaba a los niños: no me ponían atención. Luego a las sombras: me maldecían; después a los pollos: eran mejores que los dos primeros grupos, mucho mejores; ahora hablo conmigo mismo, porque todavía no puedo hablar con Dios. ¿Por qué me lo quieres impedir? Tengo un solo ojo. La vida destruida en las minas, el corazón enfermo desde hace muchos años: deja, al menos, que mi mente no se vuelva estéril”. ■ Iscariote: “Jesús es Dios”. Juan de Endor: “Lo sé, lo creo, más que tú, porque he vuelto a nacer por obra suya; tú, no. Pero, aunque Él sea bueno, es siempre Él, o sea, Dios, y ese pobre desgraciado que soy yo no se atreve a tratarle con la familiaridad con que tú le tratas. Le habla mi alma… pues mis labios no se atreven; el alma… y creo que Él la oye llorar de amor agradecido y penitente”. Jesús, interviniendo en la conversación de los dos, dice: “Es verdad, Juan. Yo oigo a tu alma”. Judas se pone colorado de vergüenza y el hombre de Endor de alegría. “Es verdad, oigo a tu alma. Escucho el trabajo de tu mente. Has hablado bien. Cuando estés formado en Mí, te ayudará mucho haber sido maestro y alumno estudioso. Habla, habla, aun contigo mismo…”. ■ Iscariote, impertinente, observa: “Maestro, una vez y no hace mucho, me dijiste que uno no debe hablar con el propio yo”. Jesús: “Es verdad que lo dije, pero era porque murmurabas con tu propio «yo». Este hombre no murmura, medita, y con un fin bueno: no hace mal”. Iscariote: “En resumidas cuentas, ¡estoy equivocado!”. Judas está de mal humor. Jesús: “No, lo que tienes es tedio en el corazón. Considera que no siempre puede haber cielo sereno. Los campesinos desean la lluvia y también es caridad rogar para que llueva; también ella es caridad. Pero, mira, el arco iris que va de Atarot a Rama. Hemos pasado ya Atarot, hemos pasado el valle triste. Acá todo está cultivado y risueño bajo un sol que se asoma por las nubes. Cuando hayamos llegado a Rama, estaremos a unos treinta y seis estadios de Jerusalén. Volveremos a ver Rama desde aquella colina, que señala el lugar de la horrible lujuria que cometieron los Gabaonitas (2). Cuando la carne muerde es cosa horrible, Judas…”. Judas no responde, sino que se aleja chapoteando con ira en los charcos. ■ Bartolomé pregunta: “¿Qué le pasa hoy a ése?”. Jesús: “Cállate. Que Simón de Jonás no lo oiga. Evitemos altercados y… no envenenemos a Simón, que está muy contento con su niño”. Bartolomé: “Es verdad, Maestro, pero no está bien, y se lo pienso decir”. Jesús: “Es joven, Natanael. Tú también lo fuiste…”. Bartolomé: “Sí… pero… ¡No debe faltarte al respeto!”. Sin querer, levanta la voz. Acude Pedro enseguida: “¿Qué pasa? ¿Quién falta al respeto? ¿El nuevo discípulo?” y mira a Juan de Endor, que discretamente se había retirado al comprender que Jesús corregía al apóstol, y que ahora está hablando con Santiago de Alfeo y Simón Zelote. Éste le dice: “No, ni por sueños. Es respetuoso como una niña”. Pedro: “¡Ah, bien! porque si no… tu ojo estaba en peligro. Entonces… ¡entonces es Judas!”. Jesús: “Oye, Simón, ¿no podrías mejor ocuparte de tu pequeño? Me lo quitaste, y quieres ahora intervenir en una conversación amigable entre Natanael y Yo. ¿No te parece que quieres hacer demasiadas cosas?”. La tranquilidad con que sonríe Jesús es tanta, que Pedro queda dudoso en lo que tiene que hacer; mira a Bartolomé… pero éste ha levantado su cara aquilina para escudriñar el cielo… Pedro siente que se desvanece su sospecha. ■ La vista de la ciudad, ya muy cercana, visible en toda la belleza de sus colinas, olivares, casas, y, sobre todo, del Templo; este panorama que debía ser fuente de emoción y orgullo de los israelitas, termina de distraer del todo a Pedro. El sol de Abril de Judea, bien fuerte, ha secado pronto el empedrado del camino romano. Ahora es difícil encontrar un charco. Los apóstoles se aderezan al borde del camino: se bajan los vestidos que llevaban doblados, se lavan los pies llenos de lodo en un riachuelo de aguas claras, se componen los cabellos, se envuelven con sus mantos. Y lo mismo hace Jesús. Veo que todos hacen lo mismo.
* La entrada del pueblo de Israel, en peregrinación, en Jerusalén.- ■ La entrada en Jerusalén debía ser una cosa importante. Presentarse ante estos muros en tiempos de fiesta era como presentarse ante un soberano. La Ciudad santa era la «verdadera» reina de los israelitas; lo comprendo este año en que puedo observar, en esta vía romana, las turbas y su modo de comportarse: los componentes de las diversas familias se reúnen según orden (las mujeres en una parte, solas, los hombres en otro grupo, los niños con uno u otro grupo, pero todos serios, y al mismo tiempo, tranquilos); algunos doblan el manto más usado y sacan uno nuevo, de las alforjas de viaje, o se cambian las sandalias; el paso se hace solemne, ya hierático; en cada grupo hay un solista que da el tono, y empiezan a cantarse los viejos, los gloriosos himnos de David. Y la gente mira con más bondad en los ojos, como más tiernos ahora que han visto la Casa de Dios, y mira esta Casa santa, enorme cubo de mármol sobre el que sobresalen sus cúpulas de oro, colocado, como perla, en el centro del imponente recinto del Templo. ■ La comitiva apostólica se forma así: adelante Jesús y Pedro que tienen en medio al niño; después Simón Zelote, Iscariote y Juan; luego Andrés, que ha hecho a Juan de Endor estar entre él y Santiago de Zebedeo; en cuarto lugar los dos primos del Señor con Mateo; los últimos, Tomás, Felipe y Bartolomé. Y en esta comitiva es Jesús quien entona el canto, y lo hace con esa fuerte y hermosísima voz suya, con un ligero tono de barítono y con vibraciones de tenor; responden Judas Iscariote,  tenor puro, y Juan, con su voz limpia y juvenil, y las dos voces de barítono de los primos de Jesús, y el inigualable Tomás con esa voz baja profunda. Los demás, que no tienen esta hermosa cualidad, siguen sotto-voce al coro. (Los salmos son los conocidos vulgarmente con el nombre de graduales). El pequeño Yabés, con su voz de ángel entre las voces robustas de los hombres, canta muy bien, tal vez porque conoce mejor que los demás el salmo CXXI: “Me he alegrado porque me dijeron: Iremos a la casa del señor”. Realmente su carita irradia alegría, la carita que pocos días antes estaba nublada de tristeza. Los muros ya están cerca, ya se ve la Puerta de los Pescadores, y las calles abarrotadas de gente. Enseguida al Templo para una primera oración; después, la paz en la paz del Getsemaní; la cena; el descanso. Ha terminado el viaje a Jerusalén. (Escrito el 20 de Junio de 1945).
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1  Nota  : Pascua.-  Cfr. Anotaciones   n. 2:  Las fiestas de Israel.   2  Nota  :  Cfr. Jue. 19,22-28.
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3-196-233 (3-57-331).-  El sábado en Getsemaní. Jesús habla de su Madre y de los amores de de distintas potencias.-Adán y Eva.
* Jesús rememora un hecho de la infancia de su Madre. Concluye: “Mi Madre había hecho voto de virginidad por amor, pero, siendo criatura perfecta, poseía en su sangre y en su espíritu la maternidad; porque la mujer está hecha para ser madre, y comete aberración cuando se hace sorda a este sentimiento, que es amor de segunda potencia”.- ■ La mayor parte de la mañana del sábado se ocupa en dar descanso a los cuerpos fatigados, en arreglar los vestidos llenos de polvo y arrugados del camino. En las grandes cisternas del Getsemaní, llenas de agua de lluvia, y en el Cedrón —que es una verdadera sinfonía entre sus cantos, lleno de espuma, rebosante con las aguas de los últimos días— hay tanta agua que es una verdadera incitación. Los peregrinos, uno después del otro, sin hacer demasiado caso de que hace fresco, bajan a meterse al agua; luego se ponen vestidos nuevos, de los pies a la cabeza, y, con los cabellos todavía tiesos, van a sacar agua de las cisternas y las vierten en piletas grandes donde tienen la ropa, separada por colores… La comitiva apostólica se dispersa por el olivar que es muy hermoso en este día de Abril. Las lluvias de los días anteriores parecen haber llenado de plata los olivos y haberlos sembrado de flores, pues sus hojas resplandecen al sol y muchísimas florecillas están a los pies de los olivares. Los pájaros cantan y vuelan por todas partes. La ciudad se abre allá, hacia el oeste del observador. No se ve el hormiguero de gente dentro de ella, pero se ven las caravanas que se dirigen a la Puerta de los Peces —y hacia otras puertas cuyo nombre ignoro— de la parte oriental. La ciudad traga a esta multitud como si fuera un animal hambriento. ■ Jesús está paseando y mira a Yabés que juega con Juan y con los más jóvenes. También Iscariote,  al que ya se le pasó el mal humor de ayer, está alegre y juega. Los más viejos miran y sonríen. Bartolomé pregunta a Jesús: “¿Qué cosa diría tu Madre de este pequeñín?”. Tomás dice: “Yo digo que dirá: «Está muy delgaducho»”. Pedro responde: “¡No! Dirá: «¡Pobre niño!»”. Felipe objeta: “No, lo que te dirá es: «Me alegro de que le quieras»”. Zelote dice: “La Madre no lo pondría nunca en duda. Yo creo que no hablará. Le estrechará contra su corazón”. Le preguntan ahora a Jesús: “Y Tú, Maestro ¿qué crees que dirá?”. Jesús: “Hará lo que decís, pero lo pensará y lo dirá sólo en su corazón; al besarle no dirá sino: «¡Que seas bendito!» y le cuidará como si fuese un pajarito caído del nido. ■ Escuchad. Un día me habló de cuando era pequeñita. Todavía no tenía tres años, pues aún no estaba en el Templo, y ya se le rompía el corazón de amor y exhalaba, cual flor y aceituna, aplastada o rota en el molino, todo su aceite, todo su perfume. Y llevada de un delirio de amor, decía a su mamá que quería ser virgen para agradar más al Salvador, pero que querría ser pecadora para poder ser salvada, y casi lloraba porque su mamá no la entendía y no sabía decirle cómo se puede lograr ser «pura» y «pecadora» al mismo tiempo. Le trajo la paz su padre, con un pajarito que había salvado del peligro que corría en el borde de una fuente: le contó la parábola del pajarito, diciéndole que Dios la había salvado anticipadamente y que, por eso, debía bendecirle por doble motivo. Y la pequeña Virgen de Dios, María la gran Virgen, ejercitó su primera maternidad espiritual con aquel pajarito caído del nido, y le echó a volar cuando fue grande; ese pajarillo ya no dejó jamás el huerto de Nazaret, consolando con sus vuelos y trinos la casa triste y los corazones tristes de Ana y Joaquín cuando María fue al Templo. Murió poco antes de que Ana entregase su alma: había terminado su misión. Mi Madre había hecho voto de virginidad por amor, pero, siendo criatura perfecta, poseía en su sangre y en su espíritu la maternidad; porque la mujer está hecha para ser madre, y comete aberración cuando se hace sorda a este sentimiento, que es amor de segunda potencia”. También los otros se han acercado poco a poco.
* Amor de 1ª, 2ª y 3ª potencia.- ■ Judas Tadeo pregunta: “¿Qué cosa quieres decir, Maestro, con amor de segunda potencia?”. Jesús: “Hermano mío, hay muchos amores, y de distintas potencias. Está el amor de primera potencia: el que se da a Dios. Luego, el amor de segunda potencia: el materno o paterno. Porque, si el primero es enteramente espiritual, el segundo es en dos partes espiritual y en una carnal: se mezcla, sí, el sentimiento afectivo humano, pero predomina lo superior, porque un padre y una madre, que son santos, no solo dan comida y caricias al cuerpo del hijo, sino también nutren y aman su mente y su alma. Y tan verdad es lo que estoy diciendo que quien se consagra a los niños —aunque solo fuera para educarles—  termina por amarles como si fuesen su propia carne”. Juan de Endor dice: “Yo amaba mucho a mis discípulos”. Jesús: “He comprendido que debiste ser un buen maestro al ver cómo tratas a Yabés”.  El hombre de Endor se inclina y besa la mano de Jesús sin decir nada. ■ Zelote dice: “Continúa, te lo ruego, tu clasificación de amores”. Jesús: “Existe el amor hacia la compañera: es amor de tercera potencia, porque es —me refiero también en este caso a los sanos y santos amores— mitad espiritual y mitad carne. El hombre para su esposa es maestro y padre, además de esposo; la mujer para su esposo es ángel y madre además de esposa. Estos son los tres amores más elevados”.
* “El amor como es ahora, el actual generador de los hijos, entonces no existía. La malicia no existía y, por tanto porque va con ella tampoco existía la abominable hambre carnal… Dulces fueron los primeros días de amor entre los dos (Adán y Eva), que eran hermanos y, sin embargo, eran esposos”.- ■ Iscariote pregunta: “Y ¿el amor del prójimo? ¿No te has equivocado? ¿O es que te has olvidado de él?”. Los otros le miran estupefactos… e irritados por la observación que ha hecho. Jesús tranquilamente responde: “No, Judas. Pero mira. A Dios se le debe amar porque es Dios, por tanto, no hay necesidad de explicar para persuadir de este amor. Él es El que es, o sea, el Todo;  el hombre  (la nada, que se hace participante del Todo por el alma infundida por el Eterno —sin ella el hombre sería uno de tantos animales que viven en la tierra o en el agua o en el aire—) debe adorarle por deber y para merecer sobrevivir en el Todo, es decir, para merecer venir a ser parte del Pueblo santo de Dios en el Cielo, ciudadano de la Jerusalén que no conocerá profanación ni destrucción por los siglos de los siglos. El amor del hombre, especialmente el de la mujer, a sus hijos, tiene indicación de mandato en las palabras que Dios dijo a Adán y Eva, después de que los bendijo, al ver que era «bueno» lo que había hecho, en un lejano sexto día, el primer sexto día de la creación. Le dijo: «Creced y multiplicaos y llenad la tierra». ■ Comprendo tu tácita objeción y te respondo de este modo: Antes de la Culpa todo estaba regulado y basado en el amor; este multiplicarse de los hijos habría sido amor, santo, puro, poderoso, perfecto. Fue el primer mandamiento de Dios al hombre: «creced y multiplicaos». «Amad, por lo tanto, después de Mí, a vuestros hijos». El amor como es ahora, el actual generador de los hijos, entonces no existía. La malicia no existía y, por tanto —porque va con ella— tampoco existía la abominable hambre carnal. El hombre amaba a la mujer, y la mujer al hombre; naturalmente, pero no naturalmente según la naturaleza como nosotros la entendemos —o, mejor, como vosotros, hombres, la entendéis—, sino según la naturaleza de hijos de Dios, o sea, sobrenaturalmente. Dulces fueron los primeros días de amor entre los dos, que eran hermanos —porque habían nacido de un Padre común y único— y, sin embargo, eran esposos; de esos dos que amándose se miraban con sus inocentes ojos como dos gemelos en su cuna. El hombre sentía el amor de padre hacia su compañera «hueso de sus huesos y carne de su carne» (como un hijo lo es para su padre). La mujer conocía la alegría de ser hija —por tanto, protegida por un amor muy elevado—, porque sentía tener en sí algo de aquel gallardo hombre que la amaba, con inocencia y angélico ardor, en los hermosos jardines del Edén. ■ Después, en el orden de los mandamientos dados por Dios con una sonrisa a sus queridos hijos, viene aquel que el mismo Adán, dotado por la Gracia de una inteligencia sólo inferior a la de Dios, hablando de su compañera —y, en ella, de todas las mujeres—, decreta (el decreto del pensamiento de Dios que se reflejaba en el terso espejo del alma de Adán y que florecía en forma de pensamiento y de palabra): «El hombre dejará a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y los dos serán una sola carne». De no haber existido los tres pilares de estos amores que he mencionado, ¿habría podido, acaso, existir amor al prójimo? No, no hubiera podido existir. El amor a Dios hace a Dios amigo y enseña el amor; quien no ama a Dios, que es bueno, no puede ciertamente amar al prójimo que, en su gran parte, es defectuoso. Si no hubiesen existido amor conyugal y la paternidad en el mundo, no habría podido existir el prójimo, porque el prójimo está hecho de los hijos nacidos de los hombres. ¿Está claro?”  Iscariote: “Sí, Maestro. No había reflexionado”. ■ Jesús: “De hecho, es difícil remontarse hasta las fuentes. El hombre por desgracia durante siglos y milenios ha estado sumido en el fango y las fuentes están en las cimas, muy alto. Además la primera de las fuentes viene de una inmensa altura: Dios… No obstante, Yo os tomo de la mano y os conduzco a las fuentes; sé dónde están…”.
* El primero de la segunda serie: el 4º en potencia… Luego… Después… No hay otros amores. Hay otras hambres o apetitos, pero no amores. ■ Zelote y el hombre de Endor preguntan al mismo tiempo: “¿Y los otros amores?”. Jesús: “El primero de la segunda serie es el del prójimo. En realidad es el cuarto en potencia. Luego viene el amor a la ciencia. Después, el amor al trabajo”. Preguntan: “¿Y basta?”. Jesús: “Basta”. Iscariote exclama: “Pero ¡hay muchos otros amores!”. Jesús: “No. Hay otras hambres o apetitos, pero no amores; son: «desamores»; niegan a Dios y niegan al hombre; no pueden ser, por lo tanto,  amores, porque son negaciones, y la negación es odio”.
* Nuevo altercado entre Iscariote y Pedro.- ■ Iscariote replica: “Si niego el consentimiento al mal ¿es odio?”. Pedro exclama: “¡Pobres de nosotros! Eres más caviloso que un escriba. ¿Me puedes decir qué te pasa? ¿Es el aire fino de Judea que te picotea los nervios como un calambre?”. Iscariote: “No. Me gusta instruirme y tener muchas ideas y claras. Aquí, dado que has mencionado a los escribas,  es fácil hablar con los escribas. No quiero quedarme corto en argumentos”. Pedro pregunta: “¿Y crees que podrás, en el momento en que te haga falta, extraer del saco en que estás acumulando esos harapos la hilacha del color deseado?”. Iscariote: “¿Harapos las palabras de Maestro? ¡Blasfemas!”. Pedro: “No te me hagas el escandalizado. En su boca no hay harapos; pero lo son cuando tratamos mal sus palabras. Pon un pedazo de valioso viso en manos de un niño… Poco después no será más que un trapo roto y sucio. Pues es lo mismo que nos pasa a nosotros… Ahora que, si pretendes pescar en el momento oportuno el pingajo que necesitas, entre que es un pingajillo y que está sucio… pues… ¡en fin… no sé cuál va a ser el resultado!”. Iscariote: “Tú no te metas en mis cosas”. Pedro: “¡Ah!, ¡claro! Ten por seguro que no me meteré en tus cosas. Tengo suficiente con las mías. Y además, a fin de cuentas, me conformo con que no le perjudiques al Maestro; porque si lo hicieras, me metería también en tus cosas…”. Iscariote: “Cuando actúe mal, lo harás. Pero no sucederá jamás porque sé actuar… No soy un ignorante yo…”. Pedro: “Yo lo soy, ya lo sé. Pero, precisamente porque lo sé, no acumulo lastre para, en un momento dado, exhibirlo, sino que me pongo en manos de Dios… y Dios me ayudará por amor a su Mesías, de quien soy su siervo más pequeño y más fiel”. Iscariote replica: “Todos somos fieles”. ■ El niño Yabés, rompiendo el atento silencio en que estaba, dice enérgicamente: “¡Oye, sin vergüenza! ¿Por qué ofendes a mi padre? Es viejo, es bueno. No debes hacerlo. Eres un mal hombre y me das miedo”. Santiago Zebedeo, dándole con el codo a Andrés, exclama en voz baja: “¡Y van dos!”. A pesar de que haya hablado bajo, Iscariote lo ha oído, y encendido de ira, dice: “¿Ves, Maestro, cómo las palabras del tonto muchacho de Magdala (1) han dejado huella?”. El pacífico Tomás pregunta: “¿No sería mejor que el Maestro continuase su lección, más bien que estar como gallitos enojados?”. Y Mateo exclama: “Así es, Maestro. Háblanos un poco más de tu Mamá. ¡Es tan luminosa su infancia!: de reflejo hace vírgenes a nuestras almas. Y, ¡yo pobre pecador, tengo tanta necesidad de ello!”. Jesús: “¿Qué queréis que os diga? Tengo tantos episodios, el uno más dulce que otro…”.  (Escrito el 21 de Junio de 1945).
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1  Nota  : Se refiere al pequeño Benjamín  del pasaje del  episodio 3-184-167.
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3-197-242 (3-58-339).- En el Templo de Jerusalén, con Juan de Endor y el niño Yabés. Encuentro con José de Arimatea.- En Betania ya se encuentran la Madre, María de Alfeo y  María de Salomé.
* Tanto Yabés como Juan de Endor (prosélito, de madre judía) fueron ofrecidos, recién nacidos, en el Templo. Juan de Endor volvió a los doce años... .- ■ Pedro entra en el recinto del Templo, en funciones de padre, con aspecto verdaderamente solemne; lleva de la mano a Yabés. Camina con tanta gallardía, que hasta parece más alto. Detrás, en grupo, todos los demás. Jesús va el último, ocupado en una animada conversación con Juan de Endor, al cual parece que le da vergüenza entrar en el Templo. Pedro pregunta a su protegido: “¿Has venido aquí alguna vez?” a lo que recibe como respuesta: “Cuando nací, padre; pero no me acuerdo” lo cual hace reír de satisfacción a Pedro, que repite la respuesta a los compañeros, y éstos se echan a reír también, y dicen, con bondad y perspicacia: “Quizás es que dormías y por eso…” o: “Estamos todos como tú. No nos acordamos de cuando vinimos aquí recién nacidos”. ■ Igualmente hace Jesús con su protegido, y recibe una respuesta análoga (poco más o menos). Juan de Endor, en efecto, dice: “Éramos prosélitos. Vine en brazos de mi madre, precisamente en una Pascua, porque nací a principios de Adar; mi madre —era de Judea— se puso en viaje en cuanto pudo, para ofrecer dentro del tiempo establecido a su hijo varón al Señor… Quizás demasiado prematuramente… De hecho, enfermó y no volvió a recuperar la salud. Yo tenía menos de dos años cuando me quedé sin madre; fue la primera desventura de mi vida. Pero, siendo su primogénito —unigénito, por su enfermedad—, se sentía orgullosa de morir por haber obedecido a la Ley. Mi padre me decía: «Ha muerto contenta por haberte ofrecido al Templo»… ¡Pobre madre mía! ¿Qué ofreciste?: un futuro asesino…”. Jesús: “Juan, no digas eso. Entonces eras Félix, ahora eres Juan. Ten siempre presente la gran gracia que Dios te ha donado, eso sí; pero que no te desaliente ya más lo que fuiste… ■ ¿No volviste ninguna vez al Templo?”. Juan de Endor: “¡Sí, sí, a los doce años! Y, a partir de entonces, siempre, mien­tras… mientras pude hacerlo… Después, aun pudiendo venir, ya no volví, porque… bueno, ya te he dicho cuál era mi único culto: el Odio. Incluso por este motivo no me atrevo a entrar aquí. Me siento ex­tranjero en la Casa del Padre… Le he abandonado durante demasia­do tiempo…”. Jesús: “Tú vuelves al Templo de mi mano, y soy el Hijo del Padre; si Yo te conduzco ante el altar es porque sé que todo está perdonado”. Juan de Endor siente una brusca convulsión de llanto, y dice: “Gracias, Dios mío”. Jesús: “Sí, da gracias al Altísimo. ¿Ves cómo tu madre, una verdadera israelita, tenía espíritu profético? Eres el varón consagrado al Señor, y que no será rescatado. Eres mío, eres de Dios, discípulo y, por tan­to, futuro sacerdote de tu Señor en la nueva era y religión que de Mí recibirán el nombre. Yo te absuelvo de todo, Juan. Camina sereno hacia el Santo. En verdad te digo que entre los que viven en este re­cinto hay muchos más culpables que tú, más indignos que tú, de acercarse al altar”…
* Pedro pide a José de Arimatea su protección para el día de la ceremonia de la mayoría de edad de Yabés.- ■ Pedro, entretanto, se las ingenia para explicarle al niño las cosas más dignas de relieve en el Templo, y pide ayuda a los otros más cultos, especialmente a Bartolomé y a Simón, porque, siendo ancianos, se encuentra a gusto con ellos en su papel de padre. En esto, ya ante el gazofilacio, para hacer las ofrendas, los llama José de Arimatea, que dice después de los recíprocos saludos: “¿Estáis aquí? ¿cuándo llegasteis?”. Pedro: “Ayer por la tarde” José: “¿Y el Maestro?”. Pedro: “Está allí, con un discípulo nuevo. Ahora vendrá”. José mira al niño y le pregunta a Pedro: “¿Un sobrinito tuyo?”. Pedro: “No… sí. Bueno, quiero decir que, nada en cuanto a la sangre,  mucho en cuanto a la fe, todo en cuanto al amor”. José: “No te comprendo…”. Pedro: “Un huerfanito… por tanto, nada en cuanto a la sangre. Un discípulo… por tanto, mucho en cuanto a la fe. Un hijo… por tanto, todo en cuanto al amor. El Maestro lo ha recogido… y yo le doy mi cariño. ■ Debe alcanzar la mayoría de edad en estos días…”. José: “¿Tan pequeño y ya doce años?”. Pedro: “Es que… bueno, ya te lo contará el Maestro… José, tú eres bueno, uno de los pocos buenos que hay aquí dentro… Dime, ¿estarías dispuesto a ayudarme en esta cuestión? Ya sabes… le presento como si fuera mi hijo, pero soy galileo y tengo una fea lepra…”. José, aterrorizado, exclama y pregunta, separándose: “¡¿Lepra?!”. Pedro: “¡No tengas miedo!… Mi lepra es la de ser de Jesús: la más odiosa para los del Templo, salvo pocas excepciones”. José: “¡No, hombre, no; no digas eso!”. Pedro: “Es la verdad y hay que decirla… Por tanto, temo que se compor­ten cruelmente con el pequeño por causa mía y de Jesús. Además, no sé qué conocimientos tendrá de la Ley, la Halasia, la Haggadá y los Midrasiots. Jesús dice que sabe mucho…”. José: “¡Bueno, pues si lo dice Jesús, entonces no tengas miedo!”. Pedro: “Aquéllos… con tal de amargarme…”. José: “¡Quieres mucho a este niño, ¡eh!? ¿Le llevas siempre contigo?”. Pedro: “¡No puedo!… Yo estoy siempre en camino; él es pequeño y frá­gil…”. Yabés, que, con las caricias de José, está más tranquilo, dice: “Pero iría contigo con gusto…”. Pedro rebosa de alegría por todos los costados, pero: “El Maestro dice que no está bien y no lo haremos. De todas formas, nos veremos… José, ¿me vas a ayudar?”. José: “¡Claro, hombre! Estaré contigo. Delante de mí no harán injusticias. ¿Cuándo? ■ ¡Oh Maestro! ¡Dame tu bendición!”. Jesús: “Paz a ti, José. Me alegro de verte; y, además de que estés bien” José: “También yo, Maestro. Los amigos se alegrarán de verte. ¿Estás en Getsemaní?”. Jesús: “Estaba. Después de la oración voy a Betania”. José: “¿A casa de Lázaro?”. Jesús: “No, donde Simón. Tengo también allí a mi Madre y a la madre de mis hermanos y a la de Juan y Santiago. ¿Irás a verme?”. José: “¿Lo preguntas? Será una gran alegría y un gran honor. Te lo agradezco. Iré con muchos amigos…”. Simón Zelote aconseja:  “¡Prudente, José, con los amigos!…”. José: “¡No, hombre… ya los conocéis! Es verdad que la prudencia dice: «que no oiga el aire». Pero, cuando los veáis, comprenderéis que son amigos”. Jesús: “Entonces…”. ■ José: “Maestro, Simón de Jonás me estaba hablando de la ceremonia del niño. Has llegado cuando estaba preguntando cuándo pensáis llevarla a cabo. Quiero estar presente también yo”. Jesús: “De acuerdo, no se hable más”. José: “Maestro, te dejo. La paz sea contigo. Es la hora del incienso”. Jesús: “Adiós, José. La paz sea contigo”.
* Jesús da a conocer a Yabés la importancia de la oración en las horas:  de la mañana (para que el Señor bendiga todo el día) y de la tarde (para alejar de nosotros los fantasmas de la noche) y de la importancia del sacerdocio.-Jesús: “Ven, Yabés, que es la hora más solemne del día. Hay otra análoga por la mañana, pero ésta es toda­vía más solemne. El día empieza con la mañana: justo es que el hom­bre bendiga al Señor para que el Señor le bendiga durante todo el día en todas sus obras. Pero al atardecer es aún más solemne: decli­na la luz, cesa el trabajo, llega la noche. La luz que declina recuerda la caída en el mal, y verdaderamente las acciones de pecado se pro­ducen generalmente por la noche. ¿Por qué? Porque el hombre ya no está ocupado en el trabajo y más fácilmente se ve envuelto por el Maligno, que proyecta sus propuestas y pesadillas. Bueno es, por tanto, después de haberle agradecido a Dios su protección durante el día, elevarle nuestra súplica para que se alejen de nosotros los fan­tasmas de la noche y las tentaciones. La noche con su sueño, símbolo de la muerte… Dichosos aquellos que, habiendo vivido con la bendi­ción del Señor, se duermen no en las tinieblas sino en una brillante aurora. ■ El sacerdote ofrece el incienso por todos nosotros, ora por todo el pueblo, en comunión con Dios, y Dios le confía su bendición para que la imparta al pueblo de sus hijos. ¿Te das cuenta de lo grande que es el ministerio del sacerdote?”. Yabés: “Yo quisiera… Me sentiría todavía más cerca de mi madre…”. Jesús: “Si eres siempre un buen discípulo e hijo de Pedro, lo serás. Mas ahora ven; mira, las trompetas anuncian que ha llegado la hora. Vamos con veneración a alabar a Yeové”. (Escrito el 22 de Junio de 945).
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(<Jesús y su comitiva han llegado a Betania. Se hospedan, unos en casa de Lázaro, y otros en casa de Zelote. Juan de Endor y el niño Yabés son presentados por Jesús a su Madre. Después de los saludos iniciales y los primeros contactos…>)
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3-198-251 (3-59-349).- Encuentro, en Betania, con la Madre que da el nuevo nombre a Yabés: Marziam; y habla de Aglae a Jesús.
* El nombre “Marziam” recuerda el nombre de María y además recordará la Salvación. Después será llamado Marcial.- ■ María pide que le llamen al niño. Y éste viene enseguida, con Juan. María, acariciándole, pregunta al niño: “¿Cómo te llamas?”. Niño: “Me llamo… Me llamaba Yabés, pero estoy esperando el nombre…”. Jesús: “Sí. Yabés quiere un nombre que quiera decir que Yo le he salvado. Búscaselo, Madre; que sea un nombre que entrañe amor y salvación”. María se para a pensar un momento y dice: “Marzyiam (1). Eres la gotita en el mar de los salvados de Jesús. ¿Te gusta? Así seré recordada también yo y además recordará la Salvación”. Marziam dice contento: “Es muy bonito”. Bartolomé pregunta: “Pero, ¿no es un nombre de mujer?”. Jesús: “Cuando esta gotita de Humanidad sea adulto, podréis cambiar su nombre por un nombre de hombre con una «ele» al final, en vez de la «eme». Ahora lleva el nombre que le ha dado mi Madre. ¿No es verdad?”. El niño responde afirmativamente y María le acaricia.
* “Hijo, nada más marcharte, vino a verme una mujer… te buscaba. Gran miseria, y gran redención. Esta criatura necesita tu perdón para ser tenaz en su resolución”.- ■ Ya es de noche cuando Jesús puede hablar tranquilamente con su Madre. Han subido a la terraza y están sentados en un asiento, uno junto a otro, cogidos de la mano. Se hablan. Se escuchan. Primero es Jesús quien cuenta las cosas que han sucedido. Luego, María, dice: “Hijo. Nada más marcharte, vino a verme una mujer… te buscaba. Gran miseria, y gran redención. Esta criatura necesita tu perdón para ser tenaz en su resolución. La he enviado a Susana, se la he confiado diciendo que había sido curada por Ti. Es verdad. Se habría podido quedar conmigo, si nuestra casa no se hubiera convertido en un mar en que todos navegan… y muchos con malas intenciones… La mujer ahora siente repugnancia por el mundo. ¿Quieres saber quién es?”. Jesús: “Es un alma. De todas formas, dime su nombre para que la pueda acoger sin error”. Virgen: “Es Aglae, la romana bailarina y pecadora, que empezaste a salvar en Hebrón, que te buscó y te encontró en «Aguas Claras» y que ha sufrido —¡oh cuánto!— por recuperar su honestidad. Me ha dicho todo… ¡qué horror!”. Jesús: “¿Su pecado?”. Virgen: “Esto y… yo diría más: ¡Qué horror es el mundo! ¡Hijo mío, no te fíes de los fariseos de Cafarnaúm! Se querían servir de esta desdichada contra Ti. ¡Hasta de ésta!…”. ■ Jesús: “Lo sé, Madre… ¿Dónde está Aglae?”. Virgen: “Vendrá con Susana antes de la Pascua”. Jesús: “Está bien. Hablaré con ella. Estaré aquí todas las tardes esperándola, excepto la tarde pascual, que dedicaré a la familia. Si viene no la dejes que se marche. Es una gran redención, tú lo has dicho. ¡Y tan espontánea! En verdad te digo que en pocos corazones la semilla ha echado raíces con la fuerza con que lo ha hecho en este terreno infeliz. Andrés la ayudó a crecer hasta su completa formación”. Virgen: “Sí, me lo ha dicho”. Jesús: “Madre, ¿qué has sentido al acercarte a esa pobre mujer?”. Virgen: “Repugnancia y alegría. Me parecía estar en el borde de un abismo de infierno, pero, al mismo tiempo, me sentía transportada al azul del Cielo. ¡Cómo eres Dios, Jesús mío, cuando realizas estos milagros!”. Y quedan en silencio, bajo las brillantísimas estrellas y envueltos en el claror de la luna que ya tiende a luna llena. Madre e hijo, dos seres que se aman.  (Escrito el 24 de Junio de 1945).
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1 Nota :  Es una nota del traductor.  “Marzyiam”:  Es un intento de reproducir el sonido que no existe en español.  Pero en el texto aparecerá casi siempre Marziam.
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3-199-256 (3-60-354).-Donde los leprosos de Siloán y de Hinnón.- El sacerdote Juan (1), leproso.- J. Iscariote se ausenta para ver a sus “amigos”.
* Zelote se adelanta para dar la noticia a los leprosos.- Iscariote, haciendo uso de la libertad de ausentarse dada por Jesús, va donde sus “amigos”.- ■ Viene Jesús de la casa de Lázaro. El niño corre a su encuentro y Jesús le dice: “La paz entre nosotros, Marziam. Démonos el beso de la paz”. El niño saluda también a Lázaro, que venía con Jesús, y recibe una caricia y un dulce. Todos se reúnen en torno a Jesús. También María, que lleva ahora una túnica de lino color turquesa y un manto más oscuro de ele­gantes pliegues, viene sonriendo hacia su Hijo. Dice Jesús: “Entonces, podemos empezar a marcharnos. Tú, Simón, con mi Madre y el niño, si es que estás empeñado todavía en comprar, aunque ya Lázaro haya resuelto el problema”. Pedro: “¡Ciertamente! Además… podré decir que una vez pude caminar al lado de tu Madre, lo cual es un gran honor”. ■ Jesús: “Entonces, vete. Tú, Simón, me acompañarás a hacer una visita a tus amigos leprosos…”. Zelote: “¿De veras, Maestro? Entonces, permíteme que me adelante a Ti, para reunirlos… Me verás allí; total… ya sabes dónde están…”. Jesús: “De acuerdo. Ve. Los demás, haced lo que os parezca más conveniente; disponed libremente todos hasta el miércoles por la mañana. A la hora tercera todos ante la Puerta Dorada”. Juan dice: “Yo voy contigo, Maestro”. Santiago, su hermano: “Yo también”. Los dos primos: “Y también nosotros”. Mateo, y con él Andrés: “Yo también”. Pedro, sujeto a dos deseos, dice: “¿Y yo? También quisiera ir contigo… pero, si voy a hacer las compras, no puedo…”. Jesús: “Hay una solución. Primero vamos a ver a los leprosos. Entretan­to, mi Madre va con el niño a una casa amiga de Ofel. Luego nos juntaremos. Tú irás con Ella mientras Yo y los demás vamos a casa de Juana. Luego nos reunimos en Getsemaní para comer, y luego, al atardecer, volvemos aquí”. ■ Iscariote dice: “Yo, con tu permiso, voy a donde unos amigos…”. Jesús: “Pero si ya he dicho que hagáis lo que creáis más conveniente”. Tomás dice: “Entonces yo voy a ver a la familia. Quizás ha vuelto ya mi padre. Si es así, te lo traigo”. Bartolomé: “¿Qué te parece, Felipe, si nosotros dos vamos a ver a Samuel?”. Felipe: “Me parece bien”. Jesús pregunta al hombre de Endor: “¿Y tú, Juan? ¿Prefieres quedarte aquí a ordenar tus libros o venir conmigo?”. Juan de Endor dice: “Verdaderamente preferiría ir contigo… Los libros… ahora ya me gustan menos. Prefiero leerte a Ti, Libro vivo”. Jesús: “Pues ven. Adiós, Lázaro, hasta…”. Lázaro: “No, no; también voy yo. Las piernas están un poco mejor. Des­pués de los leprosos te dejo y voy a Getsemaní a esperarte”. Jesús: “Vamos. La paz a vosotras, mujeres”. ■ Hasta las cercanías de Jerusalén van todos juntos. Luego se se­paran: Judas se va por su cuenta. Entra en la ciudad, probablemente por la Puerta que está hacia la Torre Antonia. Tomás, Felipe y Na­tanael, con María y el niño, caminan todavía con Jesús y los otros compañeros unas cuantas decenas de metros para luego entrar en la ciudad por la parte del suburbio de Ofel.
* Leprosos de Siloán: 5 curados por su fe. Éstos se vuelven a sus compañeros incrédulos: “¿No queréis todavía creer? ¡Qué desdichados sois!”. Jesús les dice: “¡Calma! ¡Sed buenos! Nuestros pobres hermanos necesitan pensar. No les digáis nada. La fe no se impone; se predica con paz, dulzura, paciencia, constancia”.- ■ Jesús dice: “¡Vamos a ver a estos pobrecitos!», y, vol­viendo las espaldas a la ciudad, empieza a andar en dirección a un lugar desolado, situado en las laderas de un cerro rocoso que está en­tre los dos caminos que de Jericó van a Jerusalén. Es un lugar extra­ño: después de la primera subida por la que trepa un escarpado sen­dero, presenta una estructura escalonada, de forma que, hasta el primer desnivel, hay al menos tres metros a pico, y así el segundo desnivel… Es un lugar árido, muerto… tristísimo. ■ Simón Zelote grita: “Maestro, estoy aquí; párate, que te en­seño yo el camino…” y Simón, que estaba apoyado en la roca buscan­do un poco de sombra, viene, y conduce a Jesús por un camino tam­bién escalonado, que va en dirección a Getsemaní, pero que está separado por el camino que del Monte de los Olivos va a Betania. Dice Zelote: “Hemos llegado. Yo viví entre los sepulcros de Siloán. Aquí están mis amigos; parte de ellos, porque los otros están en Ben Hinnón y no han podido venir porque habrían tenido que atravesar el camino y los habrían visto”. Jesús: “Iremos a verlos también a ellos”. Zelote: “¡Gracias!, por ellos y por mí”. Jesús: “¿Son muchos?”. Zelote: “El invierno ha matado a la mayoría. Aquí, de todas formas, hay todavía cinco de aquellos con los que había hablado. Te esperan. Mi­ra, allí están, en el borde de su presidio…”. ■ Serán diez monstruos. Digo «serán» porque, si bien a cinco de ellos se los distingue en pie, a los otros —sea por el color grisáceo de su piel, sea por la deformidad de su rostro, sea porque apenas asoman de los peñascos— se los distingue tan mal, que su número podría ser mayor o menor. Entre los que están en pie, hay una mujer: dicen que es mujer sólo sus encanecidos cabellos, descuidados, duros y sucios, que le caen por la espalda hasta la cintura; por lo demás, no se distingue su sexo, pues la enfermedad, ya muy avanzada, la ha reducido a los huesos, anulando todo resto de femenina forma. Igual­mente, respecto a los hombres, sólo uno muestra todavía un rastro de bigote y barba; a los demás los ha rasurado la destructora enfermedad. ■ Gritan: “¡Piedad de nosotros, Jesús, Salvador nuestro!” y tienden hacia Él sus manos, deformes y llagadas. “¡Jesús, Hijo de David, ten piedad!”. Jesús, alzando el rostro hacia esas ruinas humanas, pregunta: “¿Qué deseáis que os haga?”. Leprosos: “Que nos liberes del pecado y de la enfermedad”. Jesús: “Del pecado libera la voluntad y el arrepentimiento…”. Leprosos: “Pero, si Tú quieres, puedes cancelar nuestros pecados. Al menos eso, si no quieres curar nuestros cuerpos”. Jesús: “Si os digo: «Elegid entre las dos cosas», ¿cuál queréis?”. Leprosos: “El perdón de Dios, Señor; para sentirnos menos desolados”. Jesús hace un gesto de aprobación, sonriendo luminosamente, y luego alza los brazos y grita: “Sea como queréis. Lo quiero”. ■ ¡Como queréis!: puede referirse al pecado o a la enfermedad, o a las dos cosas; los cinco desdichados quedan en la incertidumbre; ellos sí, pero no los apóstoles, que no pueden menos que gritar su hosanna cuando ven que la lepra desaparece rápidamente, como el copo de nieve caído en la llama. Entonces los cinco comprenden que se ha concedido todo lo que habían pedido… y su grito resuena como un tañido de victoria: se abrazan entre sí, lanzan besos a Jesús —no pueden arrojarse a sus pies—, ■ y luego se vuelven a sus compañeros: “¿No queréis todavía creer? ¡Qué desdichados sois!”. Jesús: “¡Calma! ¡Sed buenos! Nuestros pobres hermanos necesitan pensar. No les digáis nada. La fe no se impone; se predica con paz, dulzura, paciencia, constancia, que es lo que haréis después de vuestra purifi­cación, como hizo Simón con vosotros. Por lo demás, el milagro predi­ca ya por sí mismo. Vosotros, los curados, iréis a presentaros al sacer­dote lo antes posible; vosotros, los enfermos, esperad para esta tarde nuestro regreso: os traeremos comida. La paz sea con vosotros”.  Jesús, seguido de las bendiciones de todos, baja de nuevo al camino.
* Leprosos de Hinnón: Jesús llora ante esta desolación. Entre ellos, el sacerdote Juan, que reconoce a Jesús como el “Rey de la estirpe de David, Rey de Israel”, pide la curación de todos.- Corta visita a la casa de Analía.- ■ Dice Jesús: “Ahora vamos a Ben Hinnón”. Lázaro dice: “Maestro… quisiera ir contigo, pero comprendo que no puedo. Voy al Getsemaní”. Jesús: “Vete, vete, Lázaro. La paz sea contigo”. Mientras Lázaro lentamente se pone en camino, Juan apóstol di­ce: “Maestro, le acompaño: camina con dificultad y la vereda no es muy buena. Te alcanzo en Ben Hinnón”. Jesús: “Está bien, vete. Vámonos”. ■ Pasan el Cedrón. Siguen el lado sur del monte Tofet. Llegan a un valle no muy grande sembrado de sepulcros e inmundicias: sin un solo árbol: sin una defensa contra el sol, que en este lado sur cae implacable con todos sus rayos, poniendo al rojo las piedras de estos nuevos escalones de infierno, de cuyo fondo sale humo apestoso que aumenta el calor. Y dentro de estos sepulcros, que asemejan a hornos crematorios, míseros cuerpos se consumen… Siloán, siendo húmedo y estando orientado casi al Norte, será feo en invierno, pero este lugar debe ser terrorífico en verano… Simón Zelote lanza una llamada… y, primero tres, luego dos, luego uno, y todavía otro más, se acercan, como pueden, hasta el límite prescrito. Aquí hay dos mujeres; una de ellas lleva de la mano a un esperpento de niño al que la lepra le ha atacado especialmente en la cara y ya está casi ciego… ■ Uno de ellos es un hombre de aspecto noble a pesar de su mísera condición, el cual toma la palabra en nombre de todos: “Bendito sea el Mesías del Señor, que ha descendido a esta Gehena para sacar de ella a los que en él esperan. ¡Sálvanos, Señor, que perecemos! ¡Sálvanos, Salvador! ¡Rey de la estirpe de David, Rey de Israel, ten piedad de tus súbditos! ¡Oh, Vástago de la estirpe de Jesé, de quien se dijo que cuando llegase su tiempo desaparecería todo mal, extiende tu mano para recoger estos desperdicios de tu pueblo! ¡Aleja de nosotros esta muerte, enjuga nuestras lágrimas, pues que de Ti así está escrito! ¡Llámanos, Señor, a tus campos ubérrimos, a tus dulces aguas, pues estamos sedientos; llévanos a las eternas colinas donde no hay culpa, ni dolor! ¡Ten piedad, Señor…!”. Jesús: “¿Quién eres?”. Leproso: “Juan, miembro del Templo; quizás he sido contaminado por un leproso. Hace poco, como puedes ver, tengo la enfermedad. ¡Pero estos otros!… Entre ellos hay algunos que ya hace años que esperan la muerte. Esta pequeñuela está aquí desde antes de saber andar, no conoce el mundo creado por Dios. Lo que conoce o recuerda de las maravillas de Dios son estos sepulcros, este sol despiadado y las estrellas de la noche. ¡Ten piedad de los culpables y de los inocentes, Se­ñor, Salvador nuestro!”. Están todos arrodillados con los brazos extendidos. ■ Jesús llora ante tanta miseria, abre sus brazos y grita: “Padre, Yo lo quiero: curación, vida, vista y santidad para ellos”. Y permane­ce así, con los brazos abiertos, orando ardorosamente con todo su espíritu: parece como si se levantase en el aire al orar, cual una llama de amor, blanca e intensa, bañada en el intenso oro del sol. “¡Mamá! ¡Veo!” es el primer grito. Se oye también el correlativo grito de la madre estrechando contra su pecho a su niña curada. Lue­go el de los otros y los apóstoles… El milagro ha quedado cumplido. Jesús dice: “Juan, tú, sacerdote, guiarás a tus compañeros en el rito. Paz a vosotros. Os traeremos esta tarde comida también a vosotros”. Jesús bendice y hace ademán de emprender el camino. Pero el leproso Juan grita: “Quiero seguir tus pasos. Dime qué tengo que hacer, dónde tengo que ir para predicarte”. Jesús: “Sea esta tierra desolada y desnuda, que necesita convertirse al Señor, tu campo; sea tu campo la ciudad de Jerusalén. Adiós”. ■ Jesús dice a los apóstoles: «Vamos ahora adonde mi Madre”. Y muchos de los presentes preguntan: “Pero, ¿dónde está?”. Jesús: “En una casa que Juan conoce; la de la niña curadael año pasa­do” (2). Entran en la ciudad y recorren una buena parte del populoso su­burbio de Ofel, hasta una casita blanca. Saluda dulcemente al entrar en la casa (la puerta estaba entor­nada). Proveniente del interior de la casa, se oye la dulce voz de María y la voz argentina de Analía, y también la voz de su madre, más áspera. La niña se inclina profundamente para adorar, la madre se arrodilla. María se pone de pié. Quisieran retenerlos, al Maestro y a su Madre. No obstante, Jesús, prometiendo volver otro día, bendice y se despide.
* Jesús mira sonriente a ese pequeño grupo (María, Pedro, Marziam) en el que ve una gran promesa: en sus seguras manos podrá poner sin preocupación su naciente Iglesia.- ■ Pedro se marcha contento con María; llevan los dos de la mano al niño: parecen una pequeña familia feliz. Muchos se vuelven a mirar­los. Jesús, sonriendo, observa cómo van. Zelote exclama: “¡Simón se siente feliz!”. Santiago de Zebedeo pregunta: “¿Por qué sonríes, Maestro?”. Jesús: “Porque en ese pequeño grupo veo una gran promesa”. Judas Tadeo pregunta: “¿Cuál, Hermano? ¿Qué es lo que ves?”. Jesús: “Veo que me podré marchar tranquilo cuando llegue la hora; no debo temer por mi Iglesia. Entonces será pequeña y débil como Marziam. Pero estará mi Madre, cual Madre suya, para sujetarla de la mano; y, cual padre suyo, estará Pedro, en cuya mano honesta y callosa puedo depositar sin preocupación la mano de mi naciente Iglesia. Pedro le dará la fuerza de su protección; mi Madre, la fuerza de su amor. Así la Iglesia se desarrollará… como Marziam… ¡Verda­deramente es un niño-símbolo! ¡Dios bendiga a mi Madre, a mi Pedro y al niño de ellos y nuestro!”. (Escrito el 24 de Junio de 1945).
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1  Nota  : Cfr.  Personajes  de la Obra magnaJuan  el sacerdote.   2  Nota  :  La niña de la que se habla aquí: Cfr. Personajes de la Obra magna: Analía.
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3-199-261 (3-60-359).- María Stma. siente repugnancia por Iscariote.- Pedro obtiene la adopción de Marziam, con intervención de María.- María quiere ir a Betsur a visitar a una antigua compañera del Templo.
* María Stma. siente ante Iscariote la misma repugnancia que los niños Benjamín y Marziam: “Todo en él es falso”.- ■ De nuevo nos encontramos, al atardecer en la casa de Betania. Muchos, cansados, se han retirado ya. Pedro no, que va y viene paseando por el sendero, levantando frecuentemente la cabeza hacia la terraza donde están sentados conversando Jesús y María. Juan de Endor por su parte está hablando con Zelote, sentados los dos bajo un granado en flor. Se ve que María ha hablado ya mucho, porque le oigo decir a Jesús: “Todo lo que me has dicho es justo y lo tendré presente. También estimo exacto tu consejo por lo que se refiere a Analía. Es buena señal que ese hombre lo haya recibido con tanta disposición. Es verdad que la alta Jerusalén está llena de terquedad y envidia, porquería se podría decir; pero, entre la gente humilde del pueblo hay perlas de ignorado valor. Estoy contento de que Analía se sienta feliz. Es una criatura más del Cielo que de la tierra; y tal vez ese hombre, ahora que ha entrado en el concepto del espíritu, lo ha intuido y por eso siente hacia ella un respeto profundo. Lo demuestra su idea de irse a otra parte, para no turbar con hálito humano el cándido voto de la muchacha”. Virgen: “Sí, Hijo mío. El hombre percibe el perfume de quienes son vírgenes… Me acuerdo de José. Yo no sabía qué palabras usar. Él no conocía mi secreto… y, sin embargo, con percepción de santo me ayudó a decírselo: había percibido el aroma de mi alma… Fíjate también Juan: ¡Qué paz! Todos quieren estar a su lado. ■ El mismo Judas de Keriot, a pesar de que… No, Hijo, Judas no ha cambiado, lo sé y Tú lo sabes. No hablamos porque no queremos encender la guerra; pero, aunque no hablamos, sabemos… y los demás intuyen… ¡Oh! ¡Jesús mío! Hoy los jóvenes me han contado en Getsemaní el episodio de Magdala y el del sábado por la mañana… La inocencia habla… porque ve a través de los ojos de su ángel. Pero también los viejos vislumbran… No están equivocados: es un hombre falso… Todo en él es falso… Le tengo miedo y tengo en mis labios las mismas palabras de Benjamín en Magdala y de Marziam en Getsemaní, porque siento ante Judas la misma repugnancia que sienten los niños”. Jesús: “¡No todos pueden ser Juan!”. Virgen: “¡No lo exijo! Sería entonces un paraíso la tierra. Mira, me has hablado de otro Juan… Un hombre que asesinó… me causa solo piedad. Judas me causa miedo” Jesús: “¡Ámale, Madre! ¡Ámale, por amor a Mí!”. Virgen: “Sí, Hijo. Pero de nada servirá mi amor. Será para mí sufrimiento y para él culpa. Oh, ¡por qué entró! Molesta a todos; ofende a Pedro que es digno de respeto”.
* Pedro vence al Maestro con el arma de las palabras de la Madre.- ■ Jesús responde a su Madre: “Sí, Pedro es muy bueno. Por él haría cualquier cosa porque se lo merece”. Virgen: “Si te oyese, diría con su franca risa: «¡Ah, Señor, eso no es verdad!» y tendría razón”. Jesús: “¿Por qué, Mamá?”. Mas Jesús ya sonríe, porque ha comprendido. Virgen: “Porque no le contentas dándole un hijo. Me ha contado todas sus esperanzas, sus deseos… y tus negativas”. Jesús: “Y ¿no te ha dicho las razones por las cuales he justificado todo?”. Virgen: “Sí, me las había dicho y añadió: «Es verdad… pero yo soy un hombre, un pobre hombre. Jesús se obstina en ver en mí un gran hombre. Pero yo sé que no soy más que un ser mezquino, y por esto… podría darme un hijo. Me casé para tener hijos… muero sin tenerlos». Y dijo —acordándose del niño, que, feliz con el vestido que le había comprado, le besó diciéndole: «Querido padre»— dijo: «Mira, cuando este pequeñito a quien hace diez días no conocía, me llama así, siento que me vuelvo más blando que la mantequilla y más dulce que la miel, y lloro porque… cada día que pasa se me quita a este hijo…»”. ■ María guarda silencio observando a Jesús, estudiando su rostro, en espera de una palabra… Pero Jesús ha reclinado los codos en las rodillas, con la cabeza entre las manos y no dice nada, mientras mira a la explanada verde del huerto. María le toma la mano, se la acaricia y le dice: “Simón tiene este gran deseo… Mientras estuve con él, no ha hecho otra cosa sino hablarme de ello y exponiendo razones tan justas que… no he podido decir nada para hacerle callar. Son las mismas razones que pensamos todas nosotras, mujeres y madres. El niño no es fuerte. Si fuese como fuiste Tú… ¡Oh! Entonces podría afrontar la vida de discípulo, sin miedo alguno. Pero ¡está flacucho!… Muy inteligente, muy bueno… pero nada más. Cuando un pichón es débil no se le puede hacer volar pronto, como se hace con los fuertes. Los pastores son buenos… pero son hombres siempre. Los niños tienen necesidad de mujeres. ¿Por qué no se lo dejas a Simón? Comprendo que le niegues una criatura, nacida de él. Un hijo propio es como una ancla, y Simón —destinado a un fin tan alto—, no puede estar retenido por ninguna ancla. ■ Pero estarás de acuerdo en que él debe ser el «padre» de todos los hijos que le dejarás. ¿Cómo puede ser padre, si no ha aprendido en la escuela de un niño? Un padre debe ser dulce. Simón es bueno, pero no dulce. Es impulsivo e intransigente. Nadie más que una criatura puede enseñarle el arte sutil de compadecer al que es débil… Piensa en la suerte de Simón… ¡Está bien que sea tu sucesor! ¡Oh esta atroz palabra también tengo que decirla! Escúchame, por todo el dolor que experimento en decirla. Nunca te aconsejaría cosa que no fuese buena. Marziam… quieres hacer de él un discípulo perfecto… pero todavía es niño. Tú… te irás antes de que sea hombre. ¿A quién mejor que a Simón se le podrá entregar para que termine su formación? Y además… ¡pobre Simón!… Tú sabes el tormento que ha recibido de su suegra, incluso por causa tuya; y con todo, a pesar de ello,  no ha tomado ni siquiera una partícula de su pasado, de su libertad de hace ya un año, para que le dejase en paz su suegra, a  la que ni Tú pudiste cambiar. ¿Y la pobre criatura de su mujer? ¡Oh, tiene tantas ganas de amar y de ser amada! Su madre… ¡oh!… ¿Y el marido? Un prepotente a su modoJamás le dio una caricia sin que se le exigiera a cambio demasiado… ¡Pobre mujer!… Déjale el niño. Escucha, Hijo. Por ahora lo llevamos con nosotros. Iré también yo por Judea. ■ Me llevarás contigo a la casa de una antigua compañera mía del Templo, y algo emparentada porque desciende de David. Está, en Betsur. Me alegrará volver a verla, si todavía vive. Luego, al regresar a Galilea, se lo daremos a Porfiria: cuando estemos en las cercanías de Betsaida, Pedro lo tomará consigo; cuando estemos aquí, lejos, el niño se quedará con ella. ¡Ah!… ¡Ahora estás sonriendo!… Entonces es que vas a dar contento a tu Mamá. Gracias, Jesús mío”. ■ Jesús: “Sí, sea como tú quieres”. Jesús se levanta y dice con voz fuerte: “Simón de Jonás. Ven aquí”. Pedro reacciona instantáneamente y sube a la carrera las escaleras: “¿Qué quieres, Maestro?”. Jesús: “Ven aquí, hombre usurpador y sobornador”. Pedro: “¿Yo? ¿Por qué? ¿Qué he hecho, Señor?”. Jesús: “Has sobornado a mi Madre. Por esto querías estar solo. ¿Qué debo hacer contigo?…”. Jesús sonríe y Pedro se serena. Pedro: “¡Me has asustado realmente! Menos mal que te veo sonriente. ¿Qué quieres de mí, Maestro? ¿La vida? No tengo más que ella, porque me has quitado todo lo demás… Pero, si quieres, te la doy”. Jesús: “No te quiero quitar, sino que te quiero dar. Mas no te aproveches de la victoria, y no digas el secreto a los demás, hombre astutísimo, que vences al Maestro con el arma de las palabras maternas. Tendrás el niño, pero…”. Jesús no habla más, porque Pedro, que se había puesto de rodillas, se pone de pie en un brinco y besa a Jesús con tal fuerza que le quita la palabra. Jesús le dice: “Agradécele a Ella, no a Mí. Pero recuerda que te debe servir de ayuda, no de obstáculo…”. Pedro: “Señor, no tendrás por qué arrepentirte del regalo hecho… ¡Oh, María! Que seas siempre bendita santa, y buena…”. Y Pedro que ha caído de rodillas, llora en verdad mientras besa la mano da María.  (Escrito el 24 de Junio de 1945).
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3-200-264 (3-61-363).- Coloquio de Aglae, la «Velada», con el Salvador.
* La Madre Virgen lleva Aglae a Jesús.- ■ Jesús entra solo en la casa de Simón Zelote en Betania. Está cayendo la tarde, plácida y serena, envuelta en los rayos del sol. Jesús se asoma a la puerta de la cocina, saluda y luego sube a meditar a la habitación superior, preparada ya para la cena. No parece estar muy contento. Lanza frecuentes suspiros y va y viene por el salón. De cuando en cuando echa una mirada por la campiña circundante, que puede verse por muchas partes, desde esta amplia habitación, en forma de cubo, sobre el extenso terreno. Sale a pasear a la terraza, dando vueltas a su derredor. Se detiene a mirar a Juan de Endor que comedidamente saca agua del pozo para la atareada Salomé. Mira, sacude la cabeza y suspira. La fuerza de su mirada despierta la atención de Juan, que se vuelve para mirar y pregunta: “Maestro, ¿se te ofrece algo?”. Jesús: “No. Te miraba solamente”. Salomé dice: “Juan es bueno. Me ayuda”. Jesús: “Dios también le recompensará por esta ayuda”. Dichas esas palabras vuelve a entrar al salón y se sienta. ■ Está tan absorto en sus pensamientos que no oye el alboroto de tantas voces y el arrastrarse de pies en el corredor que da a la entrada, ni dos pisadas rápidas que suben por la escalera de fuera y que se acercan. Solo cuando María le llama, levanta la cabeza. “Hijo, ha llegado a Jerusalén Susana con la familia y me ha traído inmediatamente a Aglae. ¿Quieres escucharla ahora que estamos solos?”. Jesús: “Sí, Madre. Inmediatamente. Y que nadie suba, hasta que haya terminado todo que espero que sea antes de que regresen los demás. Te ruego que vigiles para que no haya curiosos indiscretos… nadie… sobre todo Judas de Simón”. Virgen: “Vigilaré muy bien…”. ■ María sale y poco después vuelve trayendo de la mano a Aglae, que ya no viene envuelta en su manto gris y en su velo echado que le cubría el rostro. No trae sandalias altas y entrelazadas con correas y cintas que antes usaba. Ahora parece una hebrea con sus sandalias bajas y planas, sencillísimas como las de María, con su vestido de color azul oscuro sobre el que pende el manto, y con el velo blanco como lo usan las hebreas de pueblo, esto es, sencillamente sobre la cabeza con una extremidad que cae sobre sus espaldas de modo que la cara no queda totalmente cubierta. Es el vestido usual de muchísimas mujeres; y el estar en medio de un  grupo de galileas, ha evitado a Aglae el ser reconocida. Entra  con la cabeza baja. A cada paso que da enrojece. Me imagino que si María no la empujase dulcemente hacia Jesús, se habría arrodillado en el umbral. “Mira, Hijo, a la que hace tanto tiempo te buscaba. Escúchala” dice María cuando se acerca Jesús y luego se retira, bajando las cortinas sobre las puertas entornadas y cierra la puerta más cercana a la escalera.
* El deseo de Dios siempre precede al deseo de la criatura. Es un abismo de misericordia, incomprensible para la mente humana, lo comprende la inteligencia del amor”. ■ Aglae se quita la alforja que trae sobre las espaldas. Se arrodilla a los pies de Jesús en medio de un gran llanto. Se dobla hasta el suelo y sigue llorando con la cabeza apoyada en sus brazos cruzados. Jesús: “No llores así. Ya no es momento de llanto. Debiste haber llorado cuando no querías a Dios, no ahora que le amas y te ama”. Pero Aglae continúa llorando… Jesús pregunta. “¿No crees que sea así?”. En medio de los sollozos sale la voz: “Le amo, es verdad, como sé, como puedo… pero aun cuando sé y creo que Dios es Bondad, no puedo atreverme a esperar que tenga yo su amor. He pecado mucho… Tal vez, un día lo tendré… Todavía me falta mucho que llorar… por ahora estoy sola en mi amor. Estoy sola… no es soledad sin esperanzas de los años pasados. Es una soledad llena del deseo de Dios, por esto es soledad de esperanza… pero tan triste, tan triste…”. Jesús: “Aglae, ¡qué mal conoces al Señor! Este deseo que tienes de Él, es prueba de que corresponde a tu amor, que es tu amigo, que te llama, que te invita, que te quiere. Dios es incapaz de permanecer inerte ante el deseo de la criatura, porque ese deseo lo ha encendido el Creador y Señor de todas las cosas en el corazón. Lo ha encendido Él porque con amor privilegiado ama al alma que le busca. El deseo de Dios siempre precede al deseo de la criatura, porque Él es perfectísimo y por esto su amor es mucho más diligente e intenso que el de la criatura”. ■ Aglae: “Pero ¿cómo puede Dios amar mi fango?”. Jesús: “No trates de entender con tu inteligencia. Es un abismo de misericordia, incomprensible para la mente humana. Pero lo que no se puede comprender con la razón, lo comprende la inteligencia del amor, el amor del espíritu. Éste comprende y entra seguro en el misterio que es Dios y en el misterio de las relaciones del alma con Dios. Entra, Yo te lo digo. Entra porque Dios lo quiere”. Aglae: “¡Oh Salvador mío! ¿De veras he sido perdonada? ¿Soy amada yo? ¿Lo debo creer?”. Jesús: “¿Te he dicho mentira alguna vez?”. Aglae: “Oh, no, Señor. Todo lo que me dijiste en Hebrón se ha cumplido. Me has salvado como tu nombre significa. Me has buscado a mí, alma perdida. Has devuelto la vida a mi alma, que estaba muerta. Me dijiste que si te buscaba, te encontraría. Y es verdad. Me dijiste que estás dondequiera que el hombre tenga necesidad de un médico y de medicinas. Y es verdad. Todo, todo lo que dijiste a la pobre Aglae, desde aquella mañana de Junio, hasta lo de «Aguas Claras»…”. Jesús: “Entonces debes creer lo que te acabo de decir”. Aglae: “Sí, creo, creo. Pero Tú dime: «Yo te perdono»”. Jesús: “Yo te perdono en nombre de Dios y de Jesús”. Aglae: “Gracias…”.
* “¿Qué debo hacer para obtener la Vida eterna, cuál es el camino que debo seguir?”.-Aglae: “… pero ahora… ahora ¿qué debo hacer? Dime Salvador mío, ¿qué cosa debo hacer para tener la Vida eterna? El hombre se corrompe solo con mirarme… No puedo vivir con el sobresalto continuo de ser descubierta y rodeada. Durante este viaje temblaba ante cada mirada de un hombre… no quiero más pecar ni hacer pecar. Dime ¿cuál es el camino que debo seguir? El que me indiques, lo seguiré. Sabes que soy fuerte incluso en las fatigas… y si por excesiva fatiga encontrara la muerte, no por ello tendría miedo. Llamaré a la muerte «amiga mía» porque me quitará de todos los peligros de la tierra y para siempre. Habla, Salvador mío”. Jesús: “Vete a un lugar despoblado”. Aglae: “¿A dónde, Señor?”. Jesús: “A donde quieras. Adonde te lleve tu espíritu”. Aglae: “¿Será capaz mi espíritu, que apenas se ha formado, de tanto?”. Jesús: “Sí, porque Dios te guía”. Aglae: “Y ¿quién me hablará de Dios en lo sucesivo?”. Jesús: “Tu alma que ha resucitado ahora…”. Aglae: “¿Nunca te volveré a ver más?”. Jesús: “Jamás sobre la tierra. Dentro de poco te habré redimido del todo y entonces vendré a tu espíritu para prepararte a subir a Dios”. Aglae: “¿Cómo sucederá mi redención completa si no te veré más? ¿Cómo me la darás?”. Jesús: “Al morir por todos los pecadores”. Aglae: “Oh, ¡no! Tú… ¡Jamás!”. Jesús: “Para daros la vida debo darme la muerte. Por esto he venido con carne humana. No llores… ■ Muy pronto te juntarás conmigo después de haber consumado mi sacrificio y el tuyo”. Aglae: “¿Mi sacrificio, Señor? ¿Moriré también yo por Ti?”. Jesús: “Sí, pero de otro modo. Hora a hora morirá tu carne por deseo de tu voluntad. Hace como un año que ya está muriendo. Cuando haya muerto del todo te llamaré”. Aglae: “¿Tendré la fuerza de destruir mi carne culpable?”. Jesús: “En la soledad donde estarás y donde Satanás te asaltará con una violencia libidinosa cuanto más te acerques al Cielo, encontrarás un apóstol mío, primero pecador, luego redimido”. Aglae: “¿No es entonces aquel hombre bendito que me hablaba de Ti? Demasiado honesto es como para haber sido pecador”. Jesús: “No es él, es otro. Irá en su momento a donde estás. Entonces, te enseñará lo que ahora todavía no puedes comprender. Vete en paz. La bendición de Dios venga sobre ti”. ■ Aglae, que ha estado de rodillas, se inclina a besar los pies del Señor. No se atreve a algo más. Toma su alforja, la vacía: caen al suelo unos vestidos sencillos, un bolsito que suena al chocar contra el suelo y un frasco de fino alabastro color de rosa. Aglae vuelve a meter los vestidos, toma el saquito y dice: “Esto es para tus pobres. Es el resto de mis joyas. No me he reservado sino el dinero para el largo viaje. Aunque Tú no me lo hubieses dicho, yo tenía pensado irme lejos. Esto es para Ti. Es menos suave que el perfume de tu santidad. Pero es lo mejor que puede dar de sí la tierra. Me servía para hacer el mal…  Hélo aquí. Que Dios me conceda perfumar al menos como esto, en tu presencia, en el Cielo” y destapa el frasquito y desparrama su contenido sobre el suelo. Un aroma fuerte de rosas se levanta de los tapetes que se impregnan con la esencia. Aglae retira el frasquito vacío y dice: “Como recuerdo de esta hora”. Luego se inclina nuevamente a besar los pies de Jesús. Se levanta, se retira sin dar las espaldas, sale y cierra la puerta… ■ Se oyen sus pasos, alejándose en dirección a la escalera, y su voz, que intercambia unas palabras con María, luego el ruido de las sandalias que bajan la escalera, y nada más. Ninguna otra cosa de Aglae queda sino su bolsito a los pies de Jesús y el aroma fortísimo que ha invadido toda la habitación. Jesús se levanta… recoge el saquito, y se lo guarda en el pecho. Se dirige a una ventana que da al camino; sonríe al ver a la mujer que, sola, se aleja envuelta en su manto hebreo en dirección de Belén. Hace señal de bendecir. Va a la terraza y dice: “Mamá”. María ligera sube la escalera: “La has hecho feliz, Hijo mío. Se ha ido con fortaleza y paz”. Jesús dice a su Madre: “Sí, Mamá. Cuando regrese Andrés, mándamelo cuanto antes”.
* Según Andrés, Iscariote dice tantas mentiras… como decir que desprecia a las meretrices… Andrés se siente feliz porque tiene también su invisible pero tierna paternidad.- ■ Pasa el tiempo. Luego se oyen las voces de los apóstoles que regresan… Acude Andrés: “Maestro, ¿me necesitas?”. Jesús: “Sí, ven aquí. Nadie lo sabrá, pero es justo que te diga a ti. Andrés, gracias en nombre de Dios y de un alma”. Andrés: “¿Gracias? ¿De qué cosa?”. Jesús: “¿No percibes este perfume? Es el recuerdo de la «Velada». Ha venido. Se ha salvado”. Andrés se pone rojo como una amapola. Cae de rodillas. No encuentra ni una palabra que decir…  al fin murmura: “Ahora estoy contento. ¡Sea bendito el Señor!”. Jesús: “Sí. Levántate. No digas a los demás que vino”. Andrés: “Me guardaré el secreto, Señor”. Jesús: “Vete. ■ Oye, ¿está todavía Judas de Simón?”. Andrés: “Sí, nos quiso acompañar… diciendo… tantas mentiras. ¿Por qué obra así, Señor?”. Jesús: “Porque es un muchacho con defectos. Dime la verdad: ¿habéis peleado?”. Andrés: “No. Mi hermano está feliz con su hijo como para tener ganas de discutir. Los demás… ya sabes… son más prudentes. Pero en realidad en nuestro corazón, todos estamos disgustados. Después de cenar se irá… con otros amigos… dice él. ¡Oh!, y ¡desprecia a las meretrices!…”. Jesús: “Tranquilo, Andrés. Esta noche también tú debes sentirte feliz…”. Andrés: “Sí, Maestro. Yo también tengo mi invisible pero tierna paternidad. Hasta luego”.
* Podía haberse ahorrado este inútil desahogo de redención, y dar lo que gastó a los pobres”. ■ Pasa todavía un rato más, y suben en grupo los apóstoles con el niño y Juan de Endor. Los siguen las mujeres con los alimentos y con luces. Por último viene Lázaro con Simón. Apenas entran en la habitación cuando exclaman: “Ah ¡pero si salía de aquí!” y aspiran el aire cargado de perfume de rosas, que todavía se siente, no obstante que las puertas estén abiertas. Se preguntan: “Pero ¿quién ha perfumado tanto esta habitación? ¿Marta, tal vez?”. Lázaro dice: “Mi hermana no se ha movido de casa hoy después de la comida”. Pedro dice con sorna: “Entonces ¿quién fue? ¿Algún sátrapa asirio?”. Jesús dice con seriedad: “El amor de una redimida”. Iscariote dice irritado: “Podía haberse ahorrado este inútil desahogo de redención, y dar lo que gastó a los pobres. Hay demasiados, y saben que repartimos. No tengo ni un centavo más. Y tenemos que comprar el cordero, alquilar la sala para el Cenáculo y…”. Lázaro: “Pero si os he pagado todo yo…”. Iscariote: “No es justo. El rito pierde su belleza. La Ley dice: «Tomarás un cordero para ti y tu familia» (1). No dice: «Aceptarás un cordero»”. Bartolomé se vuelve como movido por un resorte, abre la boca, pero… la cierra. Pedro se pone colorado por el esfuerzo que hace para callar. Pero Zelote, que está en su casa, cree tener derecho de hablar y dice: “Eso son sutilezas rabínicas… Te ruego que las olvides y que, eso sí,  guardes respeto a mi amigo Lázaro”. Pedro revienta: “¡Sí, señor, Simón!  Me parece, además, que nos olvidamos demasiado de que el Maestro es el único que tiene derecho de enseñar…”. Pedro dice «nos olvidamos» con esfuerzo heroico para no decir: «que Judas se olvida». Iscariote: “Es verdad… pero… es que estoy nervioso… Perdona, Maestro”. ■ Jesús: “Sí, también oye lo que te voy a decir. La gratitud es una gran virtud. Yo le estoy agradecido a Lázaro. Como también esta mujer redimida me ha dado las gracias. Derramo sobre Lázaro el perfume de mi bendición, e incluso por aquellos, de entre mis discípulos, que no saben hacerlo. Yo lo hago, Yo, cabeza de todos vosotros. Esta mujer esparció a mis pies el perfume de su alegría por haber sido salvada. Reconoció al Rey, y vino a Él, antes que muchos otros, sobre quienes el Rey ha derramado mucho más amor que no sobre ella. Dejadla actuar libremente y no la critiquéis. No podrá estar presente en el momento que me aclamen, ni tampoco en el momento de mi unción. Ya lleva sobre sus espaldas su cruz. Pedro, has preguntado si había venido un sátrapa asirio. Pues bien, en verdad te digo que ni siquiera el incienso de los Magos, tan puro y tan valioso, igualaba en suavidad y valor a éste. La esencia se ha difundido en el llanto; y por eso es tan fuerte: la humildad sostiene al amor y lo hace perfecto. Vamos a comer, amigos…”. Y con el ofrecimiento de la comida, termina la visión. (Escrito el 25 de Junio de 1945).

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1  Nota  : Cfr. Éx. 12,3.
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3-201-270 (3-62-369).- Ceremonia de la mayoría de edad de Marziam. J. Iscariote, ausente.
* José de Arimatea al frente de la comitiva de Jesús y su Madre con el niño, mujeres y apóstoles (excepto Judas).- Los judíos más intransigentes que nunca ante la cercanía de las fiestas y además resentidos por la captura del Bautista pues consideran cómplice a Pilatos.- ■ Debe ser miércoles por la mañana, porque la comitiva de los apóstoles y de las mujeres a cuyo frente van Jesús y María con el pequeño, se acerca a la Puerta de los Pescados. José de Arimatea, fiel a su palabra, ha venido a su encuentro. Jesús busca con sus ojos al soldado Alejandro (1), pero no le ve. “Tampoco está hoy. Me gustaría saber qué ha sido de él…”. Pero la muchedumbre es tanta, que no hay manera de hablar a los soldados, y quizás sería imprudente, porque los judíos están más intransigentes que nunca ante la cercanía de la fiesta; están además resentidos por la captura del Bautista, y consideran cómplices a Pilatos y a sus hombres de confianza. Esto lo deduzco por los epítetos y disputas que continuamente se suceden en la Puerta entre los soldados y la gente, y los insultos… pintorescos, aunque no diplomáticos, que estallan a cada instante como chispas de una rueda de fuegos artificiales. Las mujeres de Galilea se sienten escandalizadas y se cubren más estrechamente en sus velos y mantos. María se ruboriza, pero sigue andando segura sin temor, derecha como una palma, mirando a su Hijo, el cual, por su parte, ni siquiera intenta razonar a los exaltados hebreos, o aconsejar a los soldados que tengan piedad de éstos. Y, dado que algún epíteto poco bonito va también a parar al grupo de los galileos, José de Arimatea pasa adelante, al lado de Jesús; de forma que la gente, que le conoce, guarda silencio por respeto a él. Han pasado la Puerta de los Pescados. El río de gente que afluye a oleadas a la ciudad, mezclado con asnos y rebaños, se extiende por las calles… ■ Tomás, que está al otro lado de la Puerta con Felipe y Bartolomé, grita: “¡Aquí estamos, Maestro!”. Varios le preguntan: “¿No está Judas?”, “¿Por qué aquí?”. Tomás: “No. Estamos aquí desde esta mañana muy temprano, porque temíamos que pudieras anticipar la llegada. A Judas no le hemos visto. Ayer me encontré con él. Estaba con Sadoc el escriba. ¿No le conoces, José?… ese anciano delgado flaco, con una verruga bajo el ojo. Y había también otros, jóvenes, con ellos. Le grité para saludarle pero no me respondió y fingió no conocerme. Yo me dije: «¿Qué le pasará?», y me acerqué a él unos cuantos metros. Se separó de Sadoc, ante quien  parecía un levita, y se fue con los otros de su edad, que… estaba claro que no eran levitas… Ahora no está… ¡Y sabía que habíamos determinado venir aquí!”. Felipe no dice nada. Bartolomé aprieta los labios para que no digan lo que está pensando en su corazón. Pedro dice: “Está bien. Da lo mismo. Vamos. No me voy a poner a llorar porque no esté aquí”. Jesús dice: “Vamos a esperar un poco. Puede ser que se haya entretenido en el camino”. Se ponen junto al muro, de la parte de la sombra: las mujeres en un grupo, los hombres en otro. ■ Todos vienen vestidos para la solemnidad. El que está más lujoso es Pedro: cubre su cabeza un turbante recientemente comprado, más blanco que la nieve, sujeto por una cinta bordada en rojo y dorado; el vestido que trae es de color granada, muy oscuro, adornado con un cinturón nuevo (del mismo color que el turbante) del que pende la vaina de un puñal. La empuñadura está grabada y la vaina está adornada de latón bruñido, a través de la cual se ve brillar el hierro tersísimo de la hoja. Más o menos todos los demás están armados. El que no lo está es Jesús. Su vestido es de lino blanquísimo y su manto de color azul que María de seguro le tejió durante el invierno. Marziam trae un vestido de un color pálido; un galón más oscuro ciñe el cuello, el extremo inferior y la bocamanga; lleva un galón igual, bordado, en la cintura y en los bordes del manto que porta plegado en el brazo (contento, con la otra mano lo acaricia); de cuando en cuando levanta la carita mitad sonrisa, mitad preocupación… Pedro trae en una mano un envoltorio que cuida bien. ■ Pasa el tiempo… y Judas no llega. Pedro gruñe: “No se dignó…”, y diría algo más, si Juan el apóstol no intervine diciendo: “Tal vez nos espera en la Puerta Dorada…”. Van al Templo, pero Judas no está. A José de Arimatea se le acaba la paciencia y dice: “Vámonos…”. Marziam se pone un poco pálido. Besa a María diciéndole: “Reza… reza”.  Virgen: “Sí, querido. No tengas miedo, que lo sabes muy bien…”. Marziam se pega a Pedro, aprieta nerviosamente la mano de Pedro, pero no se siente todavía seguro y busca también la mano de Jesús, que le dice: “Yo no voy, Marziam. Voy a rogar por ti. Nos veremos después”. Pedro dice asombrado: “¿No vienes? ¿Por qué, Maestro?”. Jesús: “Porque es mejor que no vaya…”. Jesús está muy serio, diríase triste. Y concluye: “José, que es justo, no puede sino aprobar mi acción”. En realidad, José no dice nada. Con su silencio y con un suspiro, confirma lo dicho por Jesús. Pedro dice: “Entonces vámonos…”. Está un poco afligido. Marziam se agarra a Juan. Y así van, precedidos por José, a quien saludan a cada paso con inclinaciones profundas. Con ellos van Simón y Tomás; los demás se han quedado con Jesús.
* Tensa ceremonia del examen de la mayoría de edad de Marziam, a la que asisten José de Arimatea, Pedro, Juan, Zelote y Tomás.- ■ Entran en la misma sala en que años atrás entrara Jesús. Un joven, que está escribiendo en un rincón, se pone repentinamente en pie al ver a José, y se inclina profundamente. José: “Dios sea contigo, Zacarías. Ve rápidamente a llamar a Asrael y a Jacob”. Inmediatamente se va y poco después regresa con dos rabinos que no sé si son de la sinagoga, o escribas. Son dos personajes severos, que solo pierden su altivez ante José. Detrás de ellos entran otros ocho personajes de menor rango. Se sientan, menos los postulantes, incluido José de Arimatea. ■ El de mayor edad pregunta: “¿Qué quieres, José?”. José: “Presentar a vuestro saber a este hijo de Abraham, que ha cumplido el tiempo prescrito para entrar en la Ley y en ella regirse por sí solo”. Rabino: “¿Es pariente tuyo?” y miran con gesto de estupor. José: “En Dios todos somos parientes. Este niño es huérfano. Este hombre, de cuya honestidad me hago garante, le ha tomado por suyo, para que su tálamo no quede sin descendencia”. Rabino: “¿Quién es este hombre? Que responda él”. Pedro: “Simón de Jonás, de Betsaida de Galilea, casado, sin hijos, pescador para el mundo, para el Altísimo hijo de la Ley”. Rabino: “Y tú, siendo galileo, ¿te asumes esta paternidad? ¿Por qué?”. Pedro: “Está escrito en la Ley que se debe mostrar amor hacia el huérfano y la viuda. Yo lo hago”. Rabino: “¿Puede, acaso, conocer éste la Ley hasta el punto de merecer…? Mas… tú, niño, responde, ¿quién eres?”. Marziam: “Yabés Marziam de Juan, de los campos de Emmaús, nacido hace doce años”. Rabino: “Entonces, eres judío. ¿Es lícito que se responsabilice de él un galileo? Busquemos en las leyes”. Pedro: “Pero, ¿qué soy?: ¿un leproso?, ¿una persona maldita?”. Le em­pieza a hervir la sangre en las venas a Pedro. José: “Calla, Simón. Hablaré yo por él. Os he dicho que me hago garan­te de este hombre. Le conozco como si fuera de mi casa. El anciano José no propondría jamás algo contrario a la Ley, y, ni siquiera, a las leyes. Examinad, pues, al niño con justicia y sin dilación; el patio es­tá lleno de niños que esperan el examen. Por amor a todos, no seáis lentos”. Rabino: “¿Quién probará que este niño tiene doce años y que fue rescatado del Templo?”. José: “Lo puedes probar con las escrituras. Es una investigación molesta, pero se puede hacer. Niño, ¿me has dicho que eres el primogénito?”. Marziam: “Sí, señor. Puedes verlo porque estuve consagrado al Señor y fui rescatado con los debidos diezmos”. Dice José: “Busquemos entonces estos datos…”. Los dos hombres insidiosos responden, cortantes: “No hace falta”. ■ Rabino: “Ven aquí, niño. Di el Decálogo” y el niño lo dice seguro. “Dame ese rollo, Jacob. Lee si sabes”. Marziam: “¿Dónde, rabí?”. Asrael dice: “Donde quieras. Donde te caiga la mirada”. Jacob dice: “No. Aquí. Dámelo”. Desenvuelve el rollo y luego dice: “Aquí”. Marziam lee: “«Entonces él les dijo secretamente: ‘Bendecid al Dios del Cielo, dadle gloria ante todos los seres vivos, porque ha sido misericordioso con vosotros. Ciertamente bueno es mantener escondido el secreto del rey, pero es honroso el darlo a conocer»” (2). Jacob dice: “¡Basta, basta!” y, señalando las franjas de su manto, pregunta: “¿Qué es esto?”. Marziam: “Las franjas sagradas, señor; las llevamos para no olvidarnos de los preceptos del Señor Altísimo”. Asrael pregunta: “¿Le es lícito a un israelita comer cualquier tipo de carne?…”. Marziam: “No, señor; sólo con las que hayan sido declaradas puras”. Asrael: “Dime los preceptos…”. Y el niño, dócilmente, empieza a decir la letanía de los: “No ha­rás…”. Asrael: “¡Basta, basta!, para ser un galileo sabe hasta demasiado. Hombre, ahora te toca a ti jurar que tu hijo es mayor de edad”. ■ Pedro, con el mejor garbo que todavía conserva después de tanto desaire, pronuncia su breve discurso paterno: “Como habéis visto, mi hijo, llegado a la edad prescrita, conociendo la Ley, los preceptos, las usanzas, las tra­diciones, las ceremonias, las bendiciones, las oraciones…, es capaz de guiarse a sí mismo. Por tanto, como habéis podido constatar, estamos en condiciones, yo y él, de pedir la mayoría de edad. La verdad es que debía haberlo dicho antes esto, pero aquí han sido violadas —y no por nosotros, galileos—  las usanzas, y se le ha preguntado al hijo antes que al padre. Y ahora os digo: dado que le habéis juzgado apto, desde este momento no soy ya responsable de sus acciones, ni ante Dios ni ante los hombres”. ■ Ordenan: “Pasad a la sinagoga”. El reducido grupo entra en la sinagoga, en medio de caras rígidas de rabinos a los que Pedro ha dicho la verdad. Erguido, frente a los ambones y a las lámparas, cortan los cabe­llos a Marziam; antes le llegaban hasta los hombros, ahora quedan a la altura de las orejas. Pedro abre su taleguillo y saca una bonita faja de lana roja, bordada en amarillo oro, y la pone en la cintura del niño. Luego, mientras los sacerdotes hacen lo propio en la fren­te y el brazo con cintas de cuero, Pedro coloca diligentemente en el manto de Marziam las sagradas franjas. ¡Qué emocionado está Pedro cuando entona la alabanza al Señor!… Con esto se pone fin a la ceremonia. Lo más pronto posible escapan. ■ Pero dice Pedro: “Menos mal, ya no me aguantaba. ¿Viste José? Ni siquiera terminaron la ceremonia. ¡No importa! Tú, tú hijo mío, tienes quien te consagre… vamos a tomar un corderito para el sacrificio de alabanza del Señor. Un corderito como tú. Te agradezco mucho, José. Tú también di «gracias» a este gran amigo. Sin ti nos hubieran tratado muy mal”. José le dice: “Simón, me alegro de haber sido útil a un justo como tú. Te ruego que vengas a mi casa de Bezeta, para el banquete, y contigo todos, como es lógico”. Pedro dice cortésmente: “Vamos a decírselo al Maestro. Para mí… es mucho honor”. Pero se muere de alegría.
* Cuando están en la sala de la casa de José, Pedro, entre lágrimas: “La verdad es que Judas nos ha puesto una gota de hiel en medio de esta felicidad”.- ■ Cruzan en sentido inverso claustros y atrios hasta llegar al patio de las mujeres; allí todas felicitan a Marziam. Luego los hombres pasan al atrio de los israelitas, donde se encuentra Jesús con los suyos. Se reúnen todos, en un racimo de armónica felicidad y, mientras Pedro va a sacrificar el cordero, se encaminan entre pórticos y patios hasta el muro exterior. ■ Tan contento está Pedro con su niño, que es ahora un israelita perfecto, que no ve la arruga que se dibuja en la frente de Jesús, ni percibe el silencio, más bien angustioso, de sus compañeros. Solo cuando están en la sala de la casa de José —cuando el niño, a la pregunta ritual de qué cosa quiere hacer en su vida, responde: «Seré pescador como mi padre»— Pedro, entre lágrimas, se da cuenta y comprende…: “La verdad es que Judas nos ha puesto una gota de hiel en medio de esta felicidad… Tú estás preocupado, Maestro… y los demás están tristes por esto. Perdonadme todos si no me he dado cuenta antes… ¡Ay…, este Judas!…”. ■ Me imagino que su lamento está en el corazón de todos los demás… Pero Jesús, para disolver la amargura, se esfuerza en sonreír, y dice: “No te apenes por esto, Simón. Solo falta tu mujer en esta fiesta… Estaba también pensando en ella, tan buena y sacrificada como es siempre. Pronto recibirá su parte de alegría, inesperada: ¿te imaginas con qué gozo? Pensemos en lo bueno que hay en el mundo. Ven. Así que Marziam ha respondido perfectamente, ¿eh? Sabía que sería así…”. ■ José da indicaciones a los servidores y luego vuelve a la sala y dice: “Os doy a todos las gracias por haberme rejuvenecido con esta ceremonia y por haberme concedido el honor de poder recibir en mi casa al Maestro, a su Madre, a los parientes, y a vosotros, queridos condiscípulos. Venid al jardín a disfrutar de aire puro y flores…”. Y todo termina. (Escrito el 26 de Junio de 1945).
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1  Nota  : Cfr. Episodio 2-86-46.    Nota  : Cfr. Tob. 12,6-7.
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3-202-275 (3-63-375).- J. Iscariote en el Templo, en la víspera de la Pascua, reprendido por Jesús pero no se queda con Él. Llegada de los campesinos de Yocana.
* Sufrimiento de Jesús por la conducta de Judas y las vergonzantes excusas de éste.- ■ Víspera de la Pascua. Jesús —solo con sus discípulos porque las mujeres no se han unido al grupo— espera a que Pedro vuelva de llevar el cordero pascual para el sacrificio. Está hablando de Salomón al niño. En esto, hele ahí a Judas que atraviesa el patio más grande. Va con un grupo de jóvenes. Habla con grandes, ampulosos gestos de un hombre de valer. Su manto se mueve continuamente, y se lo compone con movimientos de sabio… Creo que Cicerón no era tan pomposo cuando pronunciaba sus discursos… Tadeo dice: “Mira, allá está Judas”. Felipe aclara: “Está con un grupo de «saforim»” (escribas). Tomás dice: “Voy a oír qué está diciendo” y se va, sin esperar a que Jesús diga su acostumbrado “no”. ¿Y Jesús?… ¡Ay, el rostro de Jesús!… De verdadero sufrimiento y de juicio severo. Marziam, que le estaba mirando ya desde antes mientras, delicado y levemente triste, le hablaba del gran rey de Israel, nota este cambio, y casi se asusta; entonces, agita la mano de Jesús para volver a atraer su atención, diciendo: “¡No mires! ¡No mires! ¡Mírame a mí que te quiero mucho!…”. ■ Tomás logra acercarse a Judas sin que éste le vea y así le sigue durante algunos metros. No sé lo que estará oyendo, lo único que sé es que a Tomás se le escapa una inesperada exclamación que hace volverse a muchos, y sobre todo a Judas, que se pone pálido de ira: “Pero ¡cuantos rabíes tiene Israel! ¡Te felicito, nueva lumbrera de sabiduría!”. Iscariote: “No soy una piedra, sino una esponja, y, por tanto, absorbo; y, cuando el deseo de los hambrientos de sabiduría lo solicita, me exprimo para darme con todos mis jugos vitales”. Judas tiene un aire orgulloso y despreciativo. Tomás: “Se diría que eres eco fiel. Pero el eco, para que subsista, debe estar cerca de la Voz. De otro modo muere, amigo. Y tú, me pareces que te alejas. Él está allí, ¿No vienes?”. Judas cambia de color, con esa cara suya rencorosa y repugnante de sus peores momentos; pero se domina y dice: “Adiós, amigos. Aquí estoy, contigo, Tomás, querido amigo mío. Vamos inmediatamente a donde está el Maestro. ■ No sabía que estaba en el Templo. Si lo hubiese sabido me hubiera puesto a buscarle” y pasa el brazo por los hombros a Tomás como si experimentase por él un cariño grande. Pero Tomás, complaciente pero nada de tonto, no se deja engatusar con estas palabras… y con algo de sorna pregunta: “¿Cómo? ¿No sabes que es Pascua? ¿Crees que el Maestro no es fiel a la Ley?”. Iscariote: “¡Oh, no se trata de eso! El año pasado se mostraba, hablaba. Me acuerdo precisamente de este día. Me atrajo por su impetuosidad regia… Ahora… Me parece como si hubiera perdido su fuerza. ¿No te parece?”. Tomás: “A mí no. Me parece una persona que haya perdido confianza”. Iscariote: “En su misión, eso es, tú lo dices bien”. Tomás: “No. Entiendes mal. Ha perdido confianza en los hombres. Y tú eres uno de los que ha contribuido a ello. ¡Deberías avergonzarte!”. Tomás está serio. Su «deberías avergonzarte» suena como una bofetada. Iscariote amenaza: “¡Mira cómo hablas!”. Tomás: “Mira cómo obras. Aquí estamos dos judíos, sin testigos. Por eso hablo, y te vuelvo a decir que deberías avergonzarte. Y ahora cállate. No te quieras dar baños de santo ni ponerte a llorar, porque, si no, hablo delante de todos. ■ Mira allí al Maestro y a los compañeros. ¡Pórtate bien!”. Iscariote: “La paz sea contigo, Maestro…”. Jesús: “La paz sea contigo, Judas de Simón”. Iscariote: “¡Qué alivio encontrarte aquí!… Tengo algo que decirte…”. Jesús: “Habla”. Iscariote: “Pero, es que… quiero decirte… ¿No me puedes escuchar aparte?”. Jesús: “Estás entre los compañeros”. Iscariote: “Pero querría hablar contigo a solas”. Jesús: “En Betania estoy a solas con quien quiere y me busca, pero tú no lo haces. Me huyes…”. Iscariote: “No, Maestro, no puedes afirmarlo”. Jesús: “¿Por qué despreciaste ayer a Simón y a Mí con él, y con nosotros a José de Arimatea, a tus compañeros, a mi Madre y a las demás mujeres?”. Iscariote: “¿Yo? ¡Pero si no los vi!”. Jesús: “No nos quisiste ver. ¿Por qué no viniste, como lo habíamos acordado, para bendecir al Señor por un inocente al que la Ley ha acogido? ¡Responde! No sentiste ni siquiera la necesidad de mandar avisar que no vendrías”. ■ Marziam, que divisa a Pedro, grita: “¡Ahí viene mi padre!”. Pedro vuelve con su cordero degollado, sin las entrañas, envuelto en su piel. Marziam: “¡Oh! ¡Con él viene Miqueas y los demás! voy… ¿Puedo ir a su encuentro para preguntarles algo de mi anciano padre?”. Jesús le dice acariciándole: “Ve, hijo”. Y luego, tocando a Juan de Endor por la espalda le dice: “Te ruego que le acompañes y le entretengas un poco”. ■ De nuevo se dirige a Judas: “Estoy esperando tu respuesta”. Iscariote: “Maestro… me surgió un compromiso inesperado… inaplazable… Lo sentí. Pero…”. Jesús: “Pero ¿no había en toda Jerusalén alguien que pudiese notificarnos tu excusa, en el supuesto de que tuvieses una? Y esto ya es falta. Te recuerdo que hace poco un hombre dejó de ir a enterrar a su padre por seguirme, y que estos hermanos míos, dejaron en medio de las maldiciones la casa paterna por seguirme, y que Simón y Tomás, Andrés, Santiago, Juan, Felipe, Natanael dejaron su familia y Simón el Cananeo su riqueza para dármela y Mateo su vida pecaminosa por seguirme. Y así podría continuar con otros cien nombres. Hay quien deja su vida, la vida misma, para seguirme hasta el Reino de los Cielos. Pero, ya que no eres generoso, procura ser a lo menos educado; ya que no tienes caridad, procura ser al menos caballero; imita, puesto que te agradan, a los falsos fariseos que me traicionan, que nos traicionan mostrándose educados. Tu obligación era no comprometerte para estar con nosotros, para no ofender a Pedro, al que ordeno que todos respetéis. ¡Si al menos hubieses llegado a mandar un aviso!”. ■ Iscariote: “He faltado. Pero ahora venía con intenciones de buscarte para decirte, que, siempre por la misma razón, mañana no puedo venir… ¿Sabes?… Es que tengo amigos de mi padre y me…”. Jesús: “Basta. Puedes ir con ellos. ¡Adiós!”. Iscariote: “Maestro… ¿estás enojado conmigo? Me dijiste que serías como mi padre… Soy un joven atolondrado, pero un padre perdona…”. Jesús: “Te perdono, sí. Pero vete. No hagas esperar más a los amigos de tu padre así como no hago esperar a los amigos del santo Jonás”. Iscariote: “¿Cuándo partirás de Betania?”. Jesús: “Al final de los Ácimos. Adiós”. ■ Jesús le da la espalda y se dirige a los campesinos que contemplan extasiados al transformado Marziam. Da unos cuantos pasos, luego se detiene, al oír la observación que hace Tomás: “¡Por Yeohvah! Quería ver tu impetuosidad regia… ¡Pues ha quedado servido…!”. Jesús: “Os ruego que olvidéis este incidente, como Yo también me esfuerzo en hacerlo. Os ordeno que no digáis nada a Simón de Jonás, ni a Juan de Endor, ni al pequeño. Por motivos que comprendéis fácilmente, no está bien causar aflicción ni escándalo a los tres. Silencio en Betania con las mujeres. Está mi Madre, recordadlo”. Todos dicen: “Puedes estar seguro, Maestro. Haremos todo lo posible para reparar esto”, “y para consolarte”. Jesús: “Gracias…”.
* Marziam, con los campesinos de Yocana en el Templo.- ■ Jesús se dirige ahora a los campesinos: “¡Oh! La paz sea con todos vosotros. Isaac os encontró. Estoy contento. Gozad en paz de vuestra Pascua. Mis pastores serán otros tantos hermanos buenos con vosotros. Antes de que partan, Isaac, acompáñalos. Los quiero bendecir una vez más, ¿Habéis visto al niño?”. Campesinos: “¡Oh, Maestro, qué guapo está! ¡Tiene ya color! Se lo diremos al anciano. ¡Qué feliz se pondrá! Este justo nos dijo que Yabés ahora es su hijo… ¡Un hecho  providencial! ¡Todo se lo contaremos, todo!”. Marziam: “También que soy hijo de la Ley, y que soy feliz, y que me acuerdo siempre de él, y que no llore por mí, ni por mamá. La tengo cerca de mí, y también él la tiene como un ángel, y la tendrá siempre y en la hora de la muerte. Si Jesús para ese entonces ya abrió las puertas del Cielo, pues entonces, mi mamá más hermosa que un ángel, vendrá al encuentro del anciano padre y le conducirá a Jesús. Él así lo dijo. ¿Se lo diréis? ¿Lo sabréis decir bien?”. Campesinos: “Sí, Yabés”. ■ Marziam: “No me llamo Yabés. Me llamo ahora Marziam. La Mamá del Señor me dio este nombre. Es como si pronunciase su nombre. Me quiere mucho. Me acuesta cada noche y me hace recitar las oraciones que hacía recitar a su Niño. Me despierta con un beso, me viste y me enseña muchas cosas. ¡También Él, eh!… Entran dentro tan suavemente que se aprenden sin trabajo. ¡¡Mi Maestro!!” y el niño se abraza a Jesús con tal acto de adoración y de amor que conmueve. Jesús: “Le diréis todo esto y también que no pierda la esperanza. Este ángel ruega por él y Yo le bendigo. También a vosotros os bendigo. La paz sea con  vosotros”. Los grupos se separan y se va cada uno por su lado. (Escrito el 27 de Junio de 1945).
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3-203-279 (3-64-379).- El día en que Jesús enseñó el Padre Nuestro, Judas Iscariote ausente.
* “Una perla singular y deseada… una verdadera conversación con el Padre”.- ■ Jesús sale con los suyos de una casa próxima a los muros de la ciudad (creo que del barrio de Bezeta, porque para salir de los muros se tiene que pasar todavía por delante de la casa de José, que está cerca de la Puerta, que oigo que llaman de Herodes). En esta noche tranquila de luna, la ciudad está semidesierta. Caigo en la cuenta de que la Pascua ha sido consumida en una de las casas de Lázaro, que no es, de ninguna manera, la casa del Cenáculo. Ésta se encuentra completamente en el lado opuesto de aquélla: una al norte, la otra al sur de Jerusalén. En la puerta de la casa, Jesús se despide, con ese porte gentil, propio suyo, de Juan de Endor a quien deja para que se quede con las mujeres, dándole las gracias por esto mismo; besa a Marziam que también está en la puerta y luego atraviesa la Puerta de Herodes. ■ Los apóstoles le peguntan: “¿A dónde vamos, Señor?”. Jesús: “Venid conmigo. Os llevo a que coronemos la Pascua con una perla singular y deseada. Por este motivo he querido estar con vosotros, ¡mis apóstoles! Gracias, amigos, por el amor que me profesáis; si pudieseis ver cómo me consuela, os quedaríais asombrados. Lo estoy viendo: Yo me muevo entre continuas contrariedades y desilusiones. Desilusiones por vosotros. Convenceros de que por Mí no tengo ninguna desilusión, pues no me ha sido concedido el don de ignorar… También por esta razón os aconsejo que os dejéis guiar por Mí. Si permito esto o aquello, no pongáis ningún obstáculo; si no intervengo para poner fin a algo, no os toméis la iniciativa de hacerlo vosotros. Cada cosa a su debido tiempo. Tened sobre todo confianza en Mí”. ■ Ya están en el ángulo nordeste de la muralla; vuelven la esquina y van siguiendo la base del Monte Moria hasta un punto en que, por un puentecito, pueden cruzar el Cedrón.  Santiago de Alfeo pregunta: “¿Vamos a Getsemaní?”. Jesús: “No. Más arriba. Al Monte de los Olivos”. Juan dice: “Oh, ¡será algo bello!”. Pedro dice por su parte: “Habría estado también contento el niño”. Jesús: “¡Vendrá muchas veces! Estaba cansado. Es niño. Quiero daros una grande cosa porque ya es justo que la tengáis”. Suben por entre el olivar. Dejan  a su derecha Getsemaní. Siguen subiendo más por el monte, hasta llegar a la cumbre donde los olivos se balancean crujiendo. Jesús se para y dice: “Detengámonos… queridos y muy queridos discípulos míos y mis continuadores en el futuro, acercaos a Mí. Un día, y no uno solo, me habéis dicho: «Enséñanos a orar como Tú oras. Enséñanos como Juan enseñó a los suyos para que nosotros podamos orar con las mismas palabras del Maestro». Y siempre os respondí: «Os enseñaré cuando vea en vosotros un mínimo suficiente de preparación, para que la plegaria no se convierta en una fórmula vacía, solo de palabras humanas, sino que sea una verdadera conversación con el Padre». Ha llegado el tiempo. Vosotros poseéis cuanto es suficiente para conocer las palabras dignas de ser elevadas a Dios, y os las quiero enseñar esta noche en medio de la paz y el amor que existe entre nosotros, en la paz y en el amor de Dios y con Dios, porque hemos obedecido al precepto pascual, como verdaderos israelitas, y al precepto divino de la caridad para con Dios y para con el prójimo”.
* “Judas está inquieto por celos. Celoso de Mí. Ha cambiado desde Endor y luego desde Esdrelón desde que vio que me ocupaba de Juan (de Endor) y de Yabés”.- ■ Jesús: “Uno de vosotros ha sufrido mucho estos días debido a una acción que no merecía y ha sufrido por el esfuerzo que se ha hecho a sí mismo para controlar la indignación que tal acción habría provocado. Sí, Simón de Jonás, ven aquí. Ni una palpitación de tu corazón honrado me ha pasado desapercibida, y no ha habido sufrimiento que no hubiese compartido contigo. Yo y… tus compañeros…”. Pedro dice: “Pero Tú, Señor, has recibido una ofensa mucho mayor que la mía. Ello significaba para mí un sufrimiento más… más grande, no más sensible… no, más perceptible; no, tampoco… más… más… Quiero decir que el hecho de que Judas haya sentido repugnancia por participar en mi fiesta, me ha dolido como hombre, pero al ver que Tú estabas adolorido y ofendido, me ha dolido de otra forma y me ha causado doble sufrimiento… Yo… No quiero gloriarme ni hacerme el héroe, usando tus palabras… Pero debo decir…, y si es por soberbia dímelo, debo decir que he sufrido con mi alma… y duele más”. Jesús: “No es soberbia, Simón. Has sufrido espiritualmente porque Simón de Jonás pescador de Galilea, se está cambiando en Pedro de Jesús, Maestro del espíritu, por el cual también sus discípulos se hacen activos y sabios en el espíritu. Porque has avanzado en la vida del espíritu, porque vosotros también habéis avanzado, quiero enseñaros esta noche la oración. ■ ¡Cuánto habéis cambiado desde aquel día en que en un lugar desierto nos detuvimos algunos días!”. Bartolomé, un poco incrédulo, pregunta: “¿Todos, Señor?”. Jesús: “Comprendo lo que quieres decir… Yo os hablo a vosotros los once, no a otros…”. Andrés dice entristecido: “Pero ¿qué le pasa a Judas de Simón, Maestro? Nosotros ya no le comprendemos… parecía muy cambiado y ahora, desde que dejamos el lago…”. Pedro dice: “Cállate hermano. La llave del misterio la tengo yo. Se ha colgado un pedacito de Belcebú. Fue a buscarlo a la caverna de Endor para sorprender a los demás… y ¡se lo ha merecido! El Maestro se lo dijo aquel día… En Gamala los diablos entraron en los cerdos. En Endor, los diablos, salidos del entonces desgraciado Juan, entraron en él… Está claro que… está claro… ¡Déjame decirlo, Maestro! Lo tengo aquí en la punta de los labios, y si no lo digo me muero…”. Jesús: “Simón, ¡sé bueno!”. Pedro: “Sí, Maestro. Te aseguro que no le haré ningún desprecio. Pero digo y pienso que siendo Judas tan vicioso —todos lo sabemos— es un poco afín al cerdo… y se comprende que los demonios elijan de buena gana los cerdos para sus… cambios de casa. Bueno, ya lo he dicho”. Santiago de Zebedeo: “¿Lo crees así?”. Pedro: “¿Y qué otra cosa puede ser? No ha habido ninguna otra razón para que se haya hecho tan intratable. Peor que en «Aguas Claras». Allá se podía pensar que el lugar y la estación le pusiesen nervioso. Pero ahora…”. ■ Jesús: “Hay otra razón, Simón…”. Pedro: “Dila, Maestro; con gusto cambiaré de opinión acerca de mi compañero”. Jesús: “Judas está celoso. Está inquieto por celos”. Pedro: “¿Celoso? ¿De quién? No tiene mujer, y, aun en el caso de que la tuviera y fuera con otras mujeres, creo que ninguno de nosotros sería capaz de ofender a un condiscípulo…”. Jesús: “Está celoso de Mí. Piensa: Judas ha cambiado desde Endor, y luego desde Esdrelón. Esto es, desde que vio que me ocupaba de Juan (de Endor) y de Yabés. Pero ahora que Juan nos dejará e irá con Isaac, verás que se hará alegre y bueno”. Pedro: “Está bien, pero no me irás a decir que no se ha apoderado de él un diablo; y, sobre todo,… ¡no!, ¡lo digo!… sobre todo, no me harás decir que ha mejorado en estos meses. El año pasado también yo era celoso… cuando quería que no fuésemos más de nosotros seis, los primeros seis, ¿te acuerdas? Sin embargo, ahora… ¡deja que invoque a Dios como testigo de mi pensamiento!… ahora digo que cuantos más discípulos hay en torno a Ti más feliz me siento: quisiera tener a todos los hombres y traértelos a Ti, y encontrar todos los medios para socorrer a los necesitados, a fin de que la miseria no sea obstáculo para que ninguno deje de venir a Ti. Dios ve que digo la verdad. Pero ¿por qué he cambiado?: porque me he dejado cambiar por Ti. Él no ha cambiado; es más… convéncete, Maestro… ¡que le ha entrado un demonio, hombre!…”. Jesús: “No lo digas ni lo pienses. Ruega para que se cure. Los celos son una enfermedad…”. Pedro: “De la que se puede uno curar, si uno quiere. ¡Ah! Le soportaré por causa tuya… Pero ¡qué fatiga!…”. ■ Jesús: “Por eso te he premiado con el niño, y ahora te enseño a orar”. Tadeo dice: “Oh, sí, hermano. Hablemos de esto. Hablemos de mi homónimo solo para recordar que es esto lo que necesita. Creo que ya recibió su castigo en el hecho de no estar con nosotros en este momento”.
* “En estas palabras está encerrado, como en un arco de oro, todo cuanto necesita el hombre para el espíritu y para la carne y la sangre”.-Jesús: “Escuchad. Cuando oréis, decir así: «Padre nuestro que estás en los Cielos. Santificado sea tu nombre. Venga tu Reino a la tierra como lo está en el Cielo, y en la tierra como en el Cielo se haga tu voluntad. Danos hoy nuestro pan diario. Perdónanos nuestras deudas, como perdonamos a los que nos deben. No nos dejes entrar en la tentación, sino líbranos del Maligno»”. Jesús se ha puesto de pie para decir esta oración y todos los demás le han imitado, atentos y emocionados. “No hay necesidad de más, amigos míos. En estas palabras está encerrado, como en un aro de oro, todo cuanto necesita el hombre para el espíritu y para la carne y la sangre; con esta oración pedís cuanto les es útil al espíritu y a la carne y a la sangre, y, si hacéis lo que pedís, conquistaréis la vida eterna. ■ Es una oración tan perfecta que ni las olas de las herejías ni el paso de los siglos la menoscabarán. La mordedura de Satanás fragmentará el cristianismo; muchas partes de mi carne mística se separarán, para formar células aisladas en el vano deseo de constituirse en cuerpo perfecto, como será el Cuerpo Místico de Cristo (el formado por todos los fieles unidos en la Iglesia Apostólica, que será, mientras exista la tierra, la única verdadera Iglesia). Pero estas partes, separadas, privadas por tanto de los dones que habré de dejar a la Iglesia Madre para nutrir a mis hijos, se llamarán de todas formas cristianas, pues su culto será Cristo, y siempre se acordarán, en su error, de estar unidas a Cristo. Pues bien, también ellas dirán esta oración universal. ■ Recordadla bien. Continuamente meditadla. Aplicadla a vuestras acciones. No hay necesidad de otra cosa para santificarse. Si alguien estuviese, en un lugar de paganos, sin Iglesia, sin libros, tendría ya en esa oración todo lo necesario para meditar y una Iglesia abierta en su corazón para esta oración; tendría una regla y una segura santificación… ■ Ésta ha sido mi segunda Pascua entre vosotros, queridos amigos. El año pasado comimos tan solo el pan y el cordero. Este año os doy esta oración. Os otorgaré otros dones en las otras Pascuas que celebre con vosotros, para que, cuando me hubiere ido al Padre, tengáis un recuerdo mío, de Mí que soy el Cordero, en cada fiesta del cordero mosaico. Levantaos y vámonos. Entremos en la ciudad para el alba. Mejor dicho: Tú, Simón (Zelote) y tú, hermano mío (señala a Judas Tadeo), iréis a traer a las mujeres y al niño. Tú, Simón de Jonás, y vosotros, os quedaréis conmigo hasta que hayan regresado. Luego iremos juntos a Betania”. Bajan hasta  el Getsemaní y entran en la casa  para descansar (Escrito el 28 de Junio de 1945).
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(<Están ya en Betania>)
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3-205-295 (3-66-396).- La parábola del hijo pródigo (1). Aplicada a Juan de Endor, a Magdalena.- J. Iscariote aparece y pide ayuda a la Virgen.
* Misión para Juan de Endor: obras de misericordia y amor, junto al pastor Isaac.- ■ Jesús, asomándose a la entrada de la puerta, dice: “Juan de Endor, ven aquí conmigo. Debo hablarte”. El hombre deja al niño a quien le estaba enseñando algo y acude pronto y pregunta: “¿Qué se te ofrece, Maestro?”. Jesús: “Ven conmigo arriba”. Suben a la terraza y se sientan en donde no da el sol porque, a pesar de que sea por la mañana, ya hace mucho calor. Jesús pasa la vista sobre los campos cultivados en los que el trigo, cada día más, se convierte en espigas de oro y los árboles se van llenando con sus frutos; parece como si quisiera extraer su pensamiento de esa metamorfosis vegetal. “Escúchame Juan. Creo que hoy viene Isaac y me traerá a los campesinos de Yocana antes de que partan a sus campos. Ya le he dicho a Lázaro que preste a Isaac un carro para que puedan acelerar su regreso sin miedo a llegar con un retardo que les acarreara un castigo. Lázaro lo va a hacer, porque él hace todo lo que le digo. Pero a ti te voy a pedir otra cosa. Tengo aquí una cantidad de dinero que me dio una persona para los pobres del Señor. Casi siempre es un apóstol mío el encargado de guardar el dinero y de distribuir las limosnas. Casi siempre es Judas de Keriot; aunque alguna vez son los otros. Judas no está ahora. No quiero que los demás apóstoles sepan lo que quiero hacer. Tampoco Judas debería saberlo esta vez. Lo harás tú, en nombre mío…”. Juan de Endor: “¿Yo, Señor?… ¿yo?… ¡Oh! ¡No soy digno!…”. Jesús: “Debes acostumbrarte a trabajar en mi Nombre. ¿No viniste para esto?”. ■ Juan de Endor: “Sí, pero pensaba que en lo que tenía que trabajar era en reconstruir mi pobre alma”. Jesús: “Pues yo te doy el medio para hacerlo. ¿Contra qué cosa pecaste? Contra la misericordia y el amor. Con odio has destruido tu alma. Con amor y misericordia la reconstruirás. Te doy el material. Te emplearé sobre todo en las obras de misericordia y de amor. Tú también eres capaz de curar, eres capaz de hablar, así que estás en condiciones de cuidar desdichas físicas y morales, tienes capacidad para hacerlo. Empezarás con esta obra. Ten la bolsa. La entregarás a Miqueas y a sus amigos. Distribúyela en partes iguales. Y lo harás como te lo voy a decir. La divides en diez partes. Darás a Miqueas, una para él, otra para Saulo, otra para Joel, y otra más para Isaías. La otras seis las entregarás a Miqueas para que las entregue al viejo padre de Yabés, para sí y para sus compañeros. Así podrá tener alguna ayuda”. Juan de Endor: “Está bien. Pero ¿qué razón les doy?”. Jesús: “Les dirás: «Esto es para que os acordéis de rogar por un alma que se está redimiendo»”. Juan de Endor: “¡A lo mejor piensan que soy yo! ¡No sería justo!”. Jesús: “¿Por qué? ¿No te quieres redimir?”. Juan de Endor: “Lo que no sería justo es que creyeran que yo soy el donador”. Jesús: “No te preocupes, y haz como te dije”. Juan de Endor: “Obedezco… Concédeme, al menos, aportar algo también yo. Total… ahora ya no tengo ninguna necesidad. Ya no compro más libros, no tengo gallinas para alimentar, a mí con muy poco me basta, así que… nada. Ten, Maestro. Me guardo tan solo una mínima cantidad, para el gasto de las sandalias…” y saca de una bolsa que tenía colgada en la cintura muchas monedas y las junta con las de Jesús, que le dice: “Dios te bendiga, por tu misericordia… ■ Juan, dentro de poco nos separaremos, porque te irás con Isaac”. Juan de Endor: “Lamento, Maestro. De todas formas, obedezco”. Jesús: “También a mí me duele separarme de ti, pero tengo necesidad de discípulos peregrinos. No me doy abasto. Pronto enviaré a los apóstoles, después a los discípulos. Lo harás muy bien. Te reservaré para misiones difíciles. Entre tanto, te formarás con Isaac. Es muy bueno, y el Espíritu de Dios le instruyó verdaderamente durante su larga enfermedad. Es el hombre que siempre ha perdonado todo… Separarnos no quiere decir que no nos volveremos a ver. Nos encontraremos frecuentemente y siempre que nos encontremos hablaré para ti; acuérdate de esto…”. Juan se repliega sobre sí mismo, esconde su cara entre las manos y, rompiendo bruscamente a llorar, dice quejumbroso: “Oh, entonces dime pronto algo que me convenza que he sido perdonado… que puedo servir a Dios… Si supieras cómo veo mi alma, ahora que ha desaparecido el humo del odio… y cómo… y cómo pienso en Dios…”. Jesús: “Lo sé. No llores. Sé humilde, pero sin descorazonarte. El desaliento es todavía soberbia. Ten tan solo humildad. ¡Ea, no llores…!”. Juan de Endor poco a poco se va tranquilizando… Cuando Jesús ve que se calma, le dice: “Ven, vayamos a aquel montón de manzanos y reunamos a los compañeros y mujeres. Les hablaré a todos. A ti en particular te diré cómo Dios te ama”.
* Parábola del hijo pródigo.- ■ Bajan al lugar indicado y, a medida que se van acercando, los demás se van reuniendo en torno a ellos. Llegan. Se sientan en círculo bajo la sombra del manzanar. También Lázaro que estaba hablando con Zelote, se une a los demás. Son unas veinte personas en total. Jesús: “Escuchad. Es una hermosa parábola que os guiará con su luz en muchos casos. Un hombre tenía dos hijos. El mayor era serio, trabajador, cariñoso, obediente. El menor era más inteligente que el mayor —el cual realmente era un poco tardo y se dejaba guiar para no tener que esforzarse en decidir por sí—, si bien era rebelde, disipado, amante del lujo y del placer, dilapidador y ocioso. La inteligencia es un gran don de Dios, pero es un don que se debe usar con sagacidad; si no, es como ciertas medicinas que, usadas del modo que no conviene, lejos de sanar, matan. Su padre —estaba en su derecho y cumplía su deber— le instaba para que viviera con más sensatez. Mas no obtenía ningún resultado, aparte del de recibir contestaciones y de que el hijo se hubiera endurecido más en sus torcidas ideas. En fin, llegó un día en que después de una disputa muy agria, el hijo menor dijo: «Dame la parte de mis bienes. Así no oiré más tus reproches y las quejas de mi hermano. Cada uno lo suyo y todo terminado» Su padre respondió: «Piensa que pronto estarás arruinado. ¿Qué harás entonces? Piensa que no me voy a comportar con injusticia para favorecerte y que no quitaré de la parte de tu hermano ni siquiera un céntimo para dártelo».  Mas el hijo: «No te pediré nada. Puedes estar seguro. Dame mi parte». ■ El padre encargó la valoración de las tierras y de los objetos preciosos, y, viendo que el dinero y joyas sumaban lo que las tierras, dio al mayor los campos y las viñas, hatos de ganado y olivos, y al menor el dinero y las joyas. El más joven lo vendió inmediatamente, cambiándolo todo por dinero. Hecho esto, pasados pocos días, se fue a un país lejano. Allí vivió como un gran señor, despilfarrando todo lo que tenía, en todo tipo de juergas, haciéndose pasar por el hijo de un rey (pues se avergonzaba de decir «soy un campesino»), con lo cual renegaba de su padre. Banquetes, amigos y amigas, vestidos, vino, juego… vida disoluta. Pronto vio mermar sus fondos y aproximársele la pobreza; además, para agravar la pobreza, sobrevino sobre la región una gran carestía, con lo cual se agotaron los pocos fondos que le quedaban. ■ Habría podido volver a su padre, pero era soberbio y no quiso. Se dirigió entonces a un hombre rico de la región, que había sido amigo suyo en los buenos tiempos, y le suplicó: «Acuérdate de cuando gozaste de mi riqueza, acógeme como siervo tuyo». ¡Daos cuenta de lo necio que es el hombre!: prefiere ponerse bajo el látigo de un capataz antes que decir a su padre: «¡Perdóname! ¡Me he equivocado!». Aquel joven había aprendido muchas cosas inútiles con su despierta inteligencia, pero no había querido aprender lo que dice el Libro del Eclesiástico (2): «¡Qué infame es el que abandona a su padre!, ¡cuánto maldice Dios a quien quita la paz al corazón de su madre!». Era inteligente pero no sabio. Aquel hombre, al que se había dirigido, como paga de lo mucho que había gozado con las riquezas de este joven necio, le puso a cuidar los cerdos (estaba en una región pagana y había muchos cerdos). Le encargó de llevar las piaras a sus pastos. El joven, todo sucio, desgarrado, apestoso, hambriento, —pues la comida escaseaba para todos los siervos y sobre todo para los de menor grado (él, porquerizo, extranjero, como le decían burlándose, estaba entre los ínfimos)—, veía que los cerdos se saciaban de bellotas y suspiraba: «¡Si pudiera también llenar mi estómago con estos frutos! Pero ¡son muy amargos! Ni siquiera el hambre me los hace ver sabrosos»… y lloraba pensando en los ricos festines de sátrapa, que hacía poco tiempo, celebraba entre risas, cantos y danzas… y también en la honrada y bien provista mesa de su casa, ahora lejana, y en cómo su padre dividía para todos imparcialmente, reservándose para sí siempre la parte menor, contento de ver en sus hijos un sano apetito… y pensaba también en la parte que aquel hombre justo reservaba para los siervos y suspiraba: «los trabajadores de mi padre, incluso los ínfimos, tienen pan en abundancia… y yo aquí me muero de hambre…». Siguió un largo trabajo de meditación, una larga lucha para destruir la soberbia… ■ Llegó por fin el día en que, renaciendo en humildad y sabiduría, se alzó y dijo: «¡Me voy a mi padre! Es necio este orgullo que me tiene apresado. ¿Orgullo por qué? ¿Por qué ha de seguir sufriendo mi cuerpo, y más aún mi corazón, pudiendo obtener perdón y consuelo? Iré donde mi padre. Ya está decidido. ¿Qué le diré? ¡Pues lo que me ha nacido aquí dentro, en esta abyección, entre estas suciedades, entre los mordiscos del hambre! Le diré: ‘Padre, he pecado contera el Cielo y contra ti. Ya no soy digno de que me llames hijo; trátame, pues, como al último de tus trabajadores, pero… déjame estar bajo tu techo. Que yo te vea pasar…’. No podré decirle:… porque te amo’. No lo creería, pero se lo dirá mi vida, y él lo comprenderá y, antes de morir, me volverá a bendecir… ¡Sí, lo espero, porque mi padre me ama!». Habiendo decidido esto, cuando regresó al atardecer al pueblo, se despidió de su patrón y se puso en camino hacia su casa pidiendo limosna…
.   ●  El padre y el hijo menor.- ■ Ya ve los campos paternos, ya la casa… y a su padre que dirigía los trabajos. ¡Oh, está más viejo y más delgado, por el dolor, pero siempre bueno!… ¡Ah, el culpable, al contemplar aquella desgracia que había causado, se detuvo atemorizado! Pero su padre, volviendo la mirada, le vio… ¡Ah, fue corriendo a su encuentro, pues todavía estaba lejos, y al llegar a él le echó los brazos al cuello y le besó! El padre fue el único que reconoció, que vio en ese mendigo abatido a su hijo, y fue el único que tuvo hacia él un movimiento de amor. El hijo, estrechado por aquellos brazos, con la cabeza apoyada en el hombro paterno, murmuró entre sollozos: «Padre, permíteme que me postre a tus pies». «No, hijo mío, a mis pies no; reclina tu cabeza en este pecho mío que ha sufrido tanto con tu ausencia y que tenía necesidad de volver a la vida sintiendo tu calor». Y el hijo llorando con mayor fuerza, dijo: «¡Oh, padre mío!, he pecado contra el Cielo y contra ti, ya no soy digno de que me llames hijo; permíteme que viva con tus siervos, bajo tu techo, viéndote, comiendo de tu pan, sirviéndote, bebiendo tu aliento y… a cada bocado de tu pan, a cada movimiento de tu respiración, mi corazón, harto corrompido ahora, se reformará, y yo me haré honesto…». ■ Pero el padre, sin dejar de abrazarle, le llevó donde estaban los siervos, que se habían arremolinado a distancia para observar lo que sucedía, y les dijo: «Pronto, traed aquí el vestido más hermoso, perfumadle, vestidle, ponedle calzado nuevo y un anillo en el dedo. Después, tomad un becerro cebado, matadlo, y preparad un banquete, porque este hijo mío había muerto y ahora ha resucitado; le había perdido y ha sido encontrado. Quiero que encuentre de nuevo su sencillo amor de cuando era niño;  mi amor y la fiesta de la casa por su regreso se lo deben dar. Debe entender que sigue siendo para mí el querido hijo menor, como era en su ya lejana infancia, cuando caminaba a mi lado haciéndome feliz con sus sonrisas y balbuceos». Y los siervos cumplieron sus órdenes.
.   ●  El padre y el hijo mayor.- ■ El hijo mayor estaba en el campo. No supo nada de lo sucedido hasta su regreso. Al anochecer, de vuelta al hogar, vio que la casa estaba llena de luces, y oyó que de ella provenían música y rumor de melodías. Llamó a uno de la servidumbre, que corría atareado y le preguntó: «¿Qué pasa?». El siervo respondió: «¡Ha vuelto tu hermano! Tu padre ha mandado matar un becerro cebado porque ha recuperado a su hijo sano y salvo, curado de su grave mal. Y ha ordenado celebrar un banquete. Solo faltas tú para empezar la fiesta». Mas el primogénito montó en cólera, porque le parecía una injusticia el que se hiciera tanta fiesta en honor de su hermano menor, el cual, además de ser el menor, había sido malo y no quiso entrar; no solo eso, sino que quería alejarse de la casa. ■ Advirtieron al padre de lo que estaba sucediendo. Se apresuró a salir, siguió al hijo y le dio alcance. Trató de convencerle y le rogó que no amargase su alegría. Pero el primogénito respondió a su padre: «¿Cómo quieres que no me altere? Estás actuando injustamente con tu primogénito, le estás despreciando. Desde que he podido empezar a trabajar, hace ya muchos años, te he servido. Jamás he desobedecido ninguna de tus órdenes, ni siquiera he contrariado un deseo tuyo. Siempre he estado a tu lado, y te he amado por dos para curar la llaga que te causó mi hermano. Y ni siquiera me has dado un cabrito para comérmelo con mis amigos. Sin embargo, a éste que te ofendió… que te abandonó, holgazán y dilapidador, y que vuelve ahora traído por el hambre, a él le haces honores y por él matas el mejor becerro. ¿Vale la pena, entonces, ser trabajador y abstenerse de vicios? ¡No has actuado correctamente conmigo!». ■ Entonces dijo el padre, estrechándole contra su pecho: «¡Oh, hijo mío! ¿Cómo puedes imaginar que no te quiero, por el hecho de no haber extendido un velo de fiesta sobre tus obras? Tus obras son de por sí santas. Por tus obras te alaba el mundo. Sin embargo, este hermano tuyo tiene necesidad de que su imagen, ante el mundo y ante sí mismo, sea restaurada. ¿Acaso crees que no te amo por el hecho de que no te recompense visiblemente? Durante todo el día, en cada movimiento de mi respiración, en cada pensamiento, te tengo presente en mi corazón; cada instante que pasa te bendigo. Tienes el premio continuo de estar siempre conmigo y todo lo que tengo es tuyo. Era justo hacer un banquete, dar una fiesta, por este hermano tuyo que había muerto y ha resucitado para el Bien; que se había extraviado y ha vuelto a  nuestro amor». Y el primogénito cedió.
.   ● De igual modo sucede en la casa del Padre. ■ De igual modo, amigos míos, sucede en la casa del Padre. Todo aquel que se vea como el hijo menor de la parábola piense también que, si le imita en su retorno al Padre, el Padre le dirá: «No te arrojes a mis pies, sino sobre mi corazón que ha sufrido con tu ausencia y que ahora está feliz con tu regreso». Quien esté en las condiciones del hijo primogénito, sin culpa ante el Padre, que no sea celoso de la alegría paterna; antes bien, se una a ella amando a su hermano redimido. Esto es todo. Quedaos Juan de Endor y Lázaro. Los demás vayan a preparar la mesa. Dentro de poco vamos también nosotros”. Se retiran todos. Cuando Jesús, Lázaro y Juan están solos, Jesús dice a Lázaro y a Juan: “Así sucederá con la querida alma que esperas, Lázaro; y así sucede con tu alma, Juan. La bondad de Dios rebasa toda medida”…
* Judas ha vuelto. Haced como el primogénito de la parábola después de que le habló su padre”.- ■ …Los apóstoles, junto con la Madre de Jesús y las mujeres, se dirigen a la casa, precedidos todos por Marziam, que va saltando, presuroso, delante. No obstante, el niño enseguida vuelve hacia atrás, toma a María de la mano y le dice: “Ven, conmigo, que te debo decir a solas una cosa”. Ella accede a su petición; así que tuercen hacia el pozo, que se encuentra en un ángulo del patio, cubierto por un emparrado, que desde el nivel del suelo sube, formando un arco, hasta la terraza. Detrás está Iscariote. Virgen: “Judas, ¿qué quieres? Déjanos, Marziam… Habla… ¿Qué quieres?”. Iscariote: “Me siento culpable… No me atrevo a ir al Maestro ni a verme con mis compañeros… Ayúdame…”. Virgen: “Te ayudaré. Pero ¿no tienes idea del dolor que causas? Mi Hijo ha llorado por tu causa. Tus compañeros han sufrido. Pero ven. Nadie te dirá nada. Y si puedes, no vuelvas a caer en esto mismo, que es indigno de un hombre y sacrílego respecto al Verbo de Dios”. Iscariote: “Y tú, Madre, ¿me perdonas?”. Virgen: “¿Yo? Yo no cuento nada al lado de ti que te crees tan grande. Soy la más pequeña de las siervas del Señor. ¿Por qué te preocupas de mí, si no tienes piedad de mi Hijo?”. Iscariote: “Porque también yo tengo madre, y pienso que si tú me perdonas, ella también me perdonará”. Virgen: “Ella no conoce esta falta tuya”. Iscariote: “Pero ella me había hecho jurar que yo sería bueno con el Maestro. Soy un perjuro. Siento en mi alma el reproche de mi madre”. Virgen: “¿Eso es lo que sientes? ¿Y no percibes la queja y el reproche del Padre y del Verbo? ¡Oh, eres un desgraciado, Judas! Siembras dolor en ti y en quien te ama”.  María tiene un rostro serio y triste. No habla con brusquedad, sino con mucha seriedad. Judas se echa a llorar. Virgen: “No llores. Procura corregirte. ■ Ven” y le toma de la mano y entra así en la cocina. El estupor se dibuja en todos los rostros. María se adelanta a posibles reacciones poco compasivas diciendo: “Judas ha regresado. Haced como el primogénito de la parábola después de que le habló su padre. Juan, ve a avisar a Jesús”. Juan de Zebedeo sale a la carrera. Hay gran silencio en la cocina… Lo rompe Judas diciendo: “Perdonadme. Tú el primero, Simón, tú que tienes un corazón paternal. Soy también yo un huérfano”. Pedro: “Sí, sí, te perdono. Por favor, no hablemos más de eso. Seamos hermanos… y no me gustan esos altos y bajos de perdones pedidos y de recaídas; son denigrantes, tanto para quien lo comete como para quien lo concede. Ahí está Jesús. Ve a Él y… basta”. Judas se va hacia Jesús, entre tanto que Pedro se desahoga rompiendo leña seca… (Escrito el 30 de Junio de 1945).
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1  Nota  : Cfr.  Lc. 15,11-32.   2  Nota  : Cfr.  Eccl. 3,18.
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(<Jesús termina la permanencia en Betania con dos parábolas sobre el Reino de los Cielos: con la parábola de las diez vírgenes [Mt. 25,1-13], relatada en el episodio 3-206-302 en el tema “Salvación-Condenación”, estando presentes los campesinos de Yocana,  y  con la parábola del rey que celebra las bodas de su hijo [Mt. 22,1-14] relatada en el episodio 3-206-307 en el tema “Riqueza-Pobreza”, teniendo presente “a nuestros pobres amigos que han partido”. Ha terminado ya con la última>)
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3-206-312 (4-68-415).- Judas Iscariote se atreve a hablar.- Jesús se despide de Betania.
* Jesús interpela a J. Iscariote: “¿No estás al corriente del estado de ánimo del Sanedrín, de los fariseos y de otros, respecto a Mí?…”.- Despedida de Betania.- ■ Jesús lleva a cabo la siempre majestuosa bendición mosaica. Acabado el gesto, todos se ponen de pie. Cada uno se va a su casa; solo Lázaro sigue todavía a Jesús. Entra con Él a la casa de Simón Zelote para estar aún en su compañía. Entran también todos los demás. Iscariote, avergonzado, se pone en un rincón semioscuro; no se atreve a acercarse a Jesús, como hacen los demás… Lázaro se congratula con Jesús. Dice: “Siento que te marches, pero estoy más contento que si te hubiese visto marcharte anteayer”. Jesús: “¿Por qué, Lázaro?”. Lázaro: “Porque te veía muy triste y cansado… No hablabas, sonreías poco… Ayer y hoy has vuelto a ser mi santo y dulce Maestro, y esto me causa alegría”. Jesús: “Lo era, aunque guardase silencio…”. Lázaro: “Lo eras, sí; pero Tú eres no sólo serenidad sino también palabra. Esto buscamos en Ti. Bebemos en estas fuentes nuestra fuerza, y estas fuentes parecían sin agua. Teníamos una gran sed… Tú ves que hasta los gentiles se han admirado, y vinieron a buscarlas…”. ■ Iscariote, a quien se había acercado Juan de Zebedeo, se atreve a hablar: “Sí, me habían preguntado también a mí… porque estaba muy cerca de la Antonia, con la esperanza de verte”. Jesús responde escuetamente: “Sabías dónde estaba Yo”. Iscariote: “Lo sabía, pero no esperaba que pudieras decepcionar a quienes te aguardaban. También los romanos se sintieron decepcionados. No sé por qué has actuado así…”. Jesús: “¿Y tú me lo preguntas? ¿No estás al corriente del estado de ánimo del Sanedrín, de los fariseos y de otros, respecto a Mí?”. Iscariote: “¿Quieres decir que tenías miedo?”. ■ Jesús: “No. Asco. El año pasado cuando estaba solo —uno solo contra todo un mundo que ni siquiera sabía que era Yo profeta—, mostré no tener miedo. Y tú fuiste ganado con mi audacia. Hice oír mi voz contra todo un mundo de gente que gritaba. Hice oír la voz de Dios en un pueblo que la había olvidado; purifiqué la Casa de Dios de las suciedades materiales que tenía. No pretendía limpiarla de las bajezas morales, mucho más graves, que anidan en ella, porque no ignoro el futuro de los hombres. Lo hice para cumplir con mi deber; por el celo de la casa del Señor eterno convertida en una plaza, en que se oían las voces de mercachifles, usureros y ladrones; lo hice para sacar del adormecimiento a quienes siglos de abandono sacerdotal habían hecho caer en el letargo espiritual. Fue el toque de llamada a mi pueblo para llevarlo a Dios… He regresado este año… y he visto que el Templo es siempre el mismo… Incluso ha empeorado. Ha pasado de ser cueva de ladrones a ser sede de conjura, y después se convertirá en sede del Crimen, y luego en un lupanar, para terminar destruido a manos de una fuerza más poderosa que la de Sansón que aplastará a una casta indigna de llamarse santa. Es inútil hablar en ese lugar, en el que, te recuerdo, me prohibieron hablar. ¡Pueblo desleal a la palabra dada, envenenado en sus jefes, pueblo que se atreve a prohibir a que hable la Palabra de Dios en su Casa! Sí, me fue prohibido. He guardado silencio por amor a los más pequeños. No ha llegado todavía la hora de que me maten. Muchos tienen necesidad de Mí, y mis apóstoles no están todavía fuertes para recibir en sus brazos mi prole: el Mundo. No llores, Madre buena, perdona esta necesidad de tu Hijo de decir, a quien quiere o puede engañarse, la verdad que sé… Yo callo… pero ¡ay de aquellos por los cuales Dios calla!… Madre, Marziam, ¡no lloréis!… Os lo ruego. Que nadie llore”. ■ Pero en realidad todos lloran más o menos dolorosamente. Judas, pálido como un muerto, con ese vestido amarillo suyo de rayas amarillas y rojas, tiene la osadía de insistir, con una voz plañidera y ridícula: “Créeme, Maestro, que estoy confuso y apenado… No sé qué quieres decir… Yo no sé nada… De veras que no he visto a ninguno de los del Templo, pues he roto los contactos con todos… Pero si Tú lo dices, verdad será…”. Jesús: “Judas… ¿tampoco has visto a Sadoc?”. Judas inclina la cabeza rezongando: “Es un amigo… Le he visto como amigo, no como uno del Templo…”. ■ Jesús no le responde. Se dirige a Isaac y a Juan de Endor a quien vuelve a hacer recomendaciones pertinentes a su trabajo.  Entre tanto las mujeres consuelan a María que llora y al niño que llora al ver llorar a María. Lázaro y los apóstoles están muy tristes.  Jesús, que presenta de nuevo su dulce sonrisa, se acerca a ellos, y, mientras abraza a su Madre y acaricia al niño, dice: “Y ahora me despido de vosotros que os quedáis, porque mañana al amanecer partiremos. Adiós, Lázaro. Adiós, Maximino. José, te agradezco las atenciones que tuviste para con mi Madre y demás discípulos en este período de espera mientras Yo llegaba. Gracias por todo. Lázaro, da mi bendición a Marta. Regresaré pronto. Ven, Madre, a descansar. También tú, María (de Alfeo) y tú Salomé (María de), si queréis venir”. Los dos Marías dicen: “¡Sí, claro que vamos!”. Jesús: “Entonces a descansar. La paz sea con todos. Dios esté con vosotros”. Hace una señal de bendición y sale llevando por la mano al niño y estrechando a su Madre… La permanencia en Betania ha terminado. (Escrito el 1 de Julio de 1945).
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(<Desde Betania se dirigen hacia Belén. Al lado de Jesús van su Madre, María de Alfeo y María Salomé. Le siguen los apóstoles y el niño. La Virgen les va indicando los lugares transitados por Ella y José, hace treinta y dos años, en su camino a Belén. Ya en Belén visitan la gruta del nacimiento, describiendo, la Virgen, todas las circunstancias que rodearon al Nacimiento. Se sientan después a la sombra de un manzano>)
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3-207-323 (4-69-427).- J. Iscariote pregunta: “El Verbo no debía de haberse humillado tanto naciendo como los demás hombres. ¿No habría podido aparecer en forma humana, ya adulta?”.
* En verdad, Yo tengo cuerpo real y María, en verdad, es la Madre del Verbo Encarnado. Si la hora de mi nacimiento fue solo un éxtasis, la razón es, porque Ella es la nueva Eva sin peso de culpa ni herencia de castigo. Descansar en Ella no fue una humillación para Mí”.- ■ Zelote, hablando con sus compañeros, dice: “¡Cómo se percibe que desciende de David! ¡Qué sabiduría! ¡Qué poesía!”. Interviene Iscariote, que, aún bajo los sentimientos de días anteriores, a pesar de que esté tratando de volver a tener la misma franqueza de antes, habla poco: “Pues bien, yo quisiera entender por qué de la necesidad de esta Encarnación. De acuerdo que el único que con su palabra puede vencer a Satanás es Dios, de acuerdo que Dios es el único que puede tener el poder de redención, no lo pongo en duda; pero, en fin, me parece que el Verbo no debía de haberse humillado tanto naciendo como los demás hombres, y sujetándose a las miserias de la infancia, etc. ¿No habría podido aparecer con forma humana, ya adulta, o, si es que quería tener una Madre, elegírsela adoptiva, como hizo para el padre? Me parece que una vez se lo pregunté, pero no me respondió ampliamente, o al menos no lo recuerdo”. Tomás dice: “Pregúntaselo, dado que estamos en el tema…”. Iscariote: “Yo no. Ya le he hecho disgustarse y todavía no me siento perdonado. Preguntádselo vosotros por mí”. Santiago de Zebedeo le replica: “Pero, hombre, nosotros aceptamos todo sin pedir tantas dilucidaciones, y ¿tenemos que ser nosotros quienes hagan preguntas? ¡No es justo!”. Jesús dice: “¿Qué es lo que no es justo?”. Hay un momento de silencio; luego Zelote, haciéndose intérprete de todos, repite las preguntas de Judas de Keriot y las respuestas de otros. ■ Jesús: “No te guardo rencor. Esto ante todo. Hago las observaciones necesarias, sufro y perdono. Lo digo para quien todavía tiene miedo, fruto todavía de su turbación. En cuanto a mi real Encarnación, digo: Es justo que haya sido en este modo. En el futuro, muchos caerán en errores acerca de mi Encarnación, atribuyéndome precisamente esas formas erradas que Judas querría que Yo hubiera asumido: Hombre, aparentemente con cuerpo compacto, pero, en realidad, volátil como un juego de luces, siendo, por tanto, y no siendo al mismo tiempo, carne real. Y la maternidad de María sería tal, y al mismo tiempo, no lo sería. En verdad, Yo tengo cuerpo real y María, en verdad, es la Madre del Verbo Encarnado. Si la hora del nacimiento fue solo un éxtasis, la razón es, porque Ella es la nueva Eva sin peso de culpa ni herencia de castigo. Descansar en Ella no fue una humillación para Mí. ¿Rebajaba acaso al maná el tenerle dentro del Tabernáculo? Al contrario: estar en esa morada era honor”.
.    En verdad os digo que Yo soy Uno con el Padre eternamente y estoy unido a Dios como hombre”.- ■ Jesús: “Otros dirán que Yo, no teniendo cuerpo real, no padecí ni morí durante mi paso por la tierra. Sí, no pudiendo negar que Yo existí, se negará mi Encarnación real, o mi Divinidad verdadera. En verdad os digo que Yo soy Uno con el Padre eternamente y estoy unido a Dios como hombre, pues en verdad le era posible al Amor en su Perfección alcanzar lo inalcanzable, revistiéndose de Carne para salvar a la carne. A todos estos errores responde mi vida entera, que da sangre desde mi nacimiento hasta la muerte, y que se ha sujetado a todo lo humano, excepto el pecado”.
.   ● “Vosotros no sabéis cómo se ablanda la Justicia desde que tiene a la Mujer como su colaboradora”.- Jesús: “Sí, he nacido de Ella, y por vuestro bien. Vosotros no sabéis cómo se ablanda la Justicia desde que tiene a la Mujer como su colaboradora. ¿Estás contento ahora, Judas?”. Iscariote: “Sí, Maestro”. Jesús: “Haz tú también lo propio conmigo”. Iscariote agacha la cabeza avergonzado, y… tal vez emocionado ante una tanta bondad. Se quedan allí por un poco más de tiempo bajo el manzano. Unos duermen, otros dormitan… (Escrito el 3 de  Julio de 1945).
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(<Han pasado por Betsur. En Betsur vive Elisa [1], una antigua compañera de la Virgen en el Templo, y pariente suya lejana, que está pasando unos momentos muy amargos por la muerte de su esposo Abraham de Samuel y de sus dos hijos. Jesús, después de haberla consolado y haberla dejado en compañía de su Madre y de Simón Zelote, sigue con los demás el viaje a Hebrón>)
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3-210-341 (4-72-445).- Las inquietudes de J. Iscariote durante el camino hacia Hebrón, provocan esta afirmación del manso Andrés: “A nosotros nos llamó. A ti, no”.
* Una crítica de Iscariote sobre una supuesta acepción de personas, que hace Jesús, provoca indignación y respuesta dura.- ■ Iscariote, que va polemizando en un grupo donde están María de Alfeo, Salomé, Andrés y Tomás, dice irónico: “Hombre, no creo que tengáis intención de ir en peregrinación a todos los lugares famosos de Israel”. María de Cleofás pregunta: “¿Por qué no? ¿Quién nos lo prohíbe?”. Iscariote: “¡Pues yo! Mi madre hace tiempo que me espera…”. Salomé dice: “Pues ve a casa de tu madre. Después ya te alcanzaremos”. Y parece añadir mentalmente: “Nadie se afligirá por tu ausencia”. Iscariote: “¡De ninguna manera! Voy con el Maestro. Ya de hecho no va su Madre como estaba determinado. Y esto no me gusta porque había prometido que iría”. Salomé: “Se quedó en Betsur por una obra buena. Esa mujer era muy infeliz”. Iscariote: “Jesús podía haberla curado inmediatamente, sin necesidad de hacer que vuelva en sí poco a poco. No sé por qué ahora no es partidario de milagros llamativos”. Andrés dice con serenidad: “Si así ha obrado, razones habrá tenido”. ■ Iscariote: “¡Sí, y así pierde prosélitos! ¡Qué desilusión la permanencia en Jerusalén!: cuanta más necesidad hay de cosas resonantes, tanto más Él se agazapa en la sombra. Cuántas ilusiones me había formado por ver, por combatir…”. Interviene Tomás: “Perdona la pregunta… pero ¿qué querías ver?, ¿a quién querías combatir?”. Iscariote: “¿Qué? ¿A quién? ¡Hombre, pues ver sus obras milagrosas y no tener que enfrentarme después a quienes dicen que es un falso profeta o un endemoniado! ¡Porque dicen esto! Dicen que si Belcebú no le apoya, no es más que un pobre hombre. Y dado que se sabe que Belcebú cambia caprichosamente de humor y que se deleita en tomar y dejar, como hace el leopardo con la presa, y, dado que los hechos justifican este pensamiento, pues me preocupa el pensar que Él no hace nada. ¡Quedamos por los suelos! Somos los apóstoles de un Maestro… todo doctrina, sí, eso es innegable, pero nada más”. ■ La brusca pausa de Judas después de la palabra «Maestro» hace pensar que quería decir algo que iba a ser peor. Las mujeres están atónitas y María de Alfeo, como pariente de Jesús, dice claro: “A mí no me asombra eso, sino de que Él te soporte, ¡muchacho!”. Andrés, el siempre manso Andrés, pierde la paciencia y rojo, encolerizado —muy parecido raras veces a su hermano— grita: “Pero ¡lárgate! y ¡así no te quedarás mal por culpa del Maestro! ¿Quién te ha llamado? A nosotros nos llamó. No a ti. Tuviste que insistir muchas veces para que te aceptase. Tú te impusiste. ¡No sé por qué no les cuento todo a los demás!…”. Iscariote: “Con vosotros no se puede hablar. Tienen razón en llamarnos pendencieros o ignorantes…”. Tomás, para apartar la tempestad que se acerca, dice burlón: “Pues bien, tampoco yo no comprendo dónde encuentras que el Maestro está equivocado. Y yo no tenía noticia de estos cambios caprichosos del demonio. ¡Pobrecito! Sin duda tiene que ser raro; si hubiera sido inteligente, no se hubiera rebelado contra Dios. De todas formas, lo tendré en cuenta”. Iscariote:  “No te burles, que no estoy de broma. ■ ¿Puedes decir que se ha hecho notar en Jerusalén acaso? Pero si hasta el mismo Lázaro lo dijo…”. La carcajada de Tomás retumba en el ambiente… y, riéndose todavía —su risa ya de por sí ha desorientado a J. Iscariote—, dice: “¿Que no hizo nada? Ve a preguntárselo a los leprosos de Siloán y de Hinnón. Mejor: en Hinnón no encontrarás a nadie porque todos fueron curados. Si tú no estabas es porque tenías prisa de irte con tus… amigos y por esto lo ignoras, pero esto no quita que los valles de Jerusalén y otros muchos, resuenen con los gritos de hosanna de los curados”, concluye serio Tomás y luego enérgico continúa: “Tú estás enfermo de bilis, amigo; que todo te lo amarga y te lo hace ver verde todo. Debe ser una enfermedad que se encuentra en ti. Y creo que es poco agradable convivir con uno como tú. Corrígete. No diré nada a nadie, y si estas buenas mujeres me escuchan, se callarán como yo, y como lo hará Andrés. Pero corrígete. No te sientas defraudado, porque aquí no hay ninguna desilusión. Ni te sientas necesario del Maestro. Si Él se comportó de este modo con la pobre mujer Elisa, señal es que estaba bien proceder así. Deja que las serpientes silben y arrojen su veneno como les venga en gana. No te tomes el cuidado de querer ser intermediario entre Él y ellos, y mucho menos aún te avergüences de estar con Él. Aunque no curase en lo sucesivo ni siquiera un resfriado, ello no quitaría para que siguiera siendo poderoso. Su palabra es un continuo milagro. Y ponte en paz. No tenemos detrás los arqueros. Llegaremos —a fe mía— llegaremos a convencer al mundo de que Jesús es Jesús. Tranquilízate también, que si María prometió ir a casa de tu madre, irá. Entre tanto nosotros peregrinamos por estas hermosas tierras. ¡Nuestro trabajo es éste!, y ¡seguro! ■ Vamos a darles a las discípulas la satisfacción de ir a ver la tumba de Abraham, su árbol y luego la tumba de Jesé y… ¿qué otra cosa dijisteis?”. Salomé: “Cuentan que es el lugar en donde vivió Adán y donde fue muerto Abel…”. Iscariote arguye: “Las acostumbradas leyendas sin sentido…”. Tomás: “Dentro de un siglo se dirá que fue leyenda la gruta de Belén y otras cosas iguales. Además, ¡perdona! Tú quisiste ir a aquella hedionda cueva de Endor, que —creo que estarás de acuerdo conmigo— no pertenecía precisamente a un ciclo santo; ¿no te parece? Bueno, pues ellas vienen aquí, donde se dice que hay sangre y cenizas de santos. ■ De Endor nos ha venido Juan, ¿quién sabe…?”. Iscariote se mofa: “Hermosa conquista, ¡Juan!”. Tomás: “En su cara no lo será, pero en su alma puede serlo más que nosotros”. Iscariote: “Sí, precisamente su alma… ¡con ese pasado suyo!”. Tomás: “Cállate. El Maestro dijo que no debíamos recordarlo”. Iscariote: “¡Qué fácil eso! Ya quisiera ver yo, si yo hiciera algo parecido, ¡si lo recordaríais o no!”. Tomás: “Adiós, Judas. Es mejor que estés solo. Estás demasiado inquieto. ¡Si al menos supieras lo que te pasa!”. Iscariote: “¿Qué me pasa, Tomás? Pues lo que me pasa es que veo que a nosotros se nos deja a un lado por los últimos que llegan; lo que me pasa es que veo que todos son preferidos a mí; lo que me pasa es que veo cómo se aguarda la ocasión de que no esté yo para que se enseñe a orar. Y ¿quieres que me gusten estas cosas?”. Tomás: “No agradan, de acuerdo, pero te debo recordar que si hubieses estado con nosotros para la cena pascual, habrías también estado con nosotros, cuando el Maestro nos enseñó la oración. Y, por lo que respecta a que se nos deje de lado por los primeros que llegan, no lo veo. ¿Te refieres a ese pobre inocente? o ¿por el pobre Juan?”. Iscariote: “Por los dos. Jesús casi no nos habla, mírale incluso ahora… Está allí, sin ninguna prisa, háblate que te habla con el niño. ¡Pues va a tener que esperar un poco de tiempo a poderle incluirle entre los discípulos! ¿Y el otro?… Nunca será discípulo: es demasiado soberbio, culto, duro de corazón, y con malas tendencias. Y, sin embargo: «Juan aquí, Juan allá…»”. Tomás: “Padre Abraham, ¡sostenme la paciencia! Y ¿en qué te parece que el Maestro prefiera a otros antes que a ti?”. Iscariote: “Pero ¿no lo ves también ahora? Cuando llegó la hora de partir de Betsur —después de detenerse para instruir a tres pastores a los que perfectamente podía instruir Isaac— ¿a quién deja con su Madre? ¿A mí?, ¿a ti?… ¡No! Deja a Simón. ¡A un viejo que casi no habla!…”. Tomás replica pronto: “Pero que lo poco que dice siempre lo dice bien”. ■ Ahora Tomás se ha quedado solo con Judas, porque las mujeres, con Andrés, se han separado y van adelante ligeras, como huyendo de un tramo de camino lleno de sol.
* Jesús da respuesta a las inquietudes de Iscariote y alaba a Simón Zelote.- Pedro en la escuela de Jesús siente que se rejuvenece mientras que en aquella otra del gruñón Elíseo de aquellos tiempos… ■ Los dos apóstoles están tan acalorados que no oyen que Jesús se ha acercado, pues el rumor de sus pasos se pierden completamente en el polvo del camino. Pero si Él no hace ruido, ellos gritan por diez, y Jesús oye. Detrás de Él vienen también Pedro, Mateo, los dos primos del Señor, Felipe y Bartolomé y los dos hijos de Zebedeo, llevando en medio a Marziam. Jesús dice: “Dijiste bien, Tomás. Simón habla poco, pero lo poco que dice, lo dice siempre bien. Es una mente equilibrada y un corazón honesto; pero, sobre todo, una muy buena voluntad. Por esto le dejé con mi Madre. Es un caballero y además uno que conoce la vida, que ha sufrido y que es de edad. Por tanto —y digo esto porque me imagino que puede haber a quien parezca injusta la elección— era el más adecuado para quedarse. Judas, no podía permitir que mi Madre permaneciese sola —y era justo dejarla— con una mujer todavía enferma: mi Madre terminará así la obra que empecé. Tampoco podía dejarla con mis hermanos, ni con Andrés, Santiago o Juan, y tampoco contigo. Si no entiendes las razones, no sé qué decir…”. Iscariote: “Porque es tu Madre, joven, bella y la gente…”. ■ Jesús: “¡No! La gente siempre tendrá fango en su pensamiento, en sus labios y en sus manos, y sobre todo en el corazón: la gente deshonesta, que ve sus sentimientos en los demás. Pero su fango no me interesa; se cae por sí una vez seco. Preferí a Simón porque es de edad y no recordaba demasiado a los hijos muertos de esa mujer desolada; vosotros, jóvenes, los habríais recordado con vuestra juventud… Simón sabe velar y pasar desapercibido, jamás exige algo, sabe compadecer; sabe velar sobre sí mismo. Podía haber escogido a Pedro. ¿Quién mejor que él para estar cerca de mi Madre? Pero Pedro es muy impulsivo todavía. ¿Ves cómo se lo digo en su cara y no se ofende? Pedro es sincero, ama la sinceridad incluso cuando le supone un perjuicio. Podía haber escogido a Natanael, pero nunca ha estado en Judea. Simón, por el contrario, la conoce bien, servirá mucho para guiar a mi Madre a Keriot. Sabe bien dónde está tu casa de campo y la de la ciudad, así que no hará…”. ■ Iscariote: “Pero… ¡Maestro!… ¿Tu Madre irá realmente a ver a la mía?”. Jesús: “Ya se había dicho. Y cuando una cosa se dice, se hace. Iremos lentamente deteniéndonos a evangelizar por estas regiones. ¿No quieres que evangelice tu Judea?”. Iscariote: “Oh, sí Maestro. Creía… pensaba”. Jesús: “Más que todo es que te creas sufrimientos con las quimeras que sueñas contigo. En la segunda fase de la luna de Ziv (2) estaremos todos en casa de tu madre. Nosotros, esto es, también mi Madre y Simón. Por ahora Ella está evangelizando en Betsur, ciudad judía, de la misma forma que Juana evangeliza en Jerusalén con una joven y un sacerdote que fue leproso. También Lázaro con Marta y el viejo Ismael evangelizan Betania. En Yutta evangeliza Sara, y en Keriot ciertamente tu madre habla del Mesías. No puedes afirmar que dejo a Judea sin voces. Antes bien doy a ella, cerrada y obstinada, más que a otras regiones, las voces más dulces, las de las mujeres —que a la palabra unen ese arte fino suyo y son maestras en conducir los corazones a donde quieren—, además de las del santo Isaac y de mi amigo Lázaro. ■ ¿Ya no dices más? ¿Por qué casi quieres llorar, caprichoso niñote? ¿De qué te sirve envenenarte con las sombras? ¿Tienes todavía algún motivo para estar intranquilo? ¡Animo! Habla…”. Iscariote: “Soy malo… y Tú eres bueno. Tu bondad siempre me impresiona: ¡es siempre tan fresca y nueva…! Yo… yo nunca sé decir cuándo la encuentro en mi camino”. Jesús: “Dijiste bien. No lo puedes saber. Pero es porque no es ni fresca ni nueva, sino eterna, Judas; omnipresente, Judas… ■ ¡Oh! ved que llegamos a las cercanías de Hebrón, y María y Salomé con Andrés nos hacen grandes gestos. Vamos. Están hablando con unos hombres. Les habrán preguntado en dónde están los lugares históricos. Tu madre rejuvenece, hermano mío, con estos recuerdos”. Judas Tadeo sonríe al primo que a su vez le envía una sonrisa. Pedro dice: “Rejuvenecemos todos. Me parece estar en la escuela. Pero una hermosa escuela, mejor que la de aquel gruñón de Eliseo. ¿Te acuerdas de él, Felipe?… pero las pilladas que cometíamos, ¡bah! Aquella historia de la tribu: «Decid las ciudades de las tribus», «No las habéis dicho en coro… Repetidlas…», «Simón, pareces una rana dormida. Quédate atrás. Empezad desde el principio». ¡Ay, veía todo nombres de ciudades y países de viejísimos tiempos y no sabía otra cosa! Por el contrario, aquí se aprende verdaderamente. ¿Sabes, Marziam?, uno de estos días tu padre, ahora que ya sabe, irá a hacer el examen…”.  Todos se echan a reír, mientras se dirigen a donde están Andrés y las mujeres. (Escrito el 6 de Julio de 1945).
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1  Nota  : Cfr. Personajes de la Obra magna Elisa de Betsur.   2  Nota  :  Cfr. Anotaciones  n. 5: Calendario hebreo.
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(<Después de pasar por Hebrón, patria del Bautista, donde han sido recibidos muy bien, y por Yutta, llegan a Keriot. En estos momentos la visión se desarrolla en la sinagoga>)
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3-213-362 (4-75-464).- En Keriot una profecía de Jesús y comienzo de la predicación apostólica.
* Jesús revela al pueblo de Keriot una profecía sobre una traición.- ■ En el interior de la sinagoga de Keriot. En el mismo lugar en que cayó muerto Saúl, tras haber visto la gloria futura del Mesías. Y en este lugar, en un grupo compacto del que sobresalen Jesús y Judas —los dos más altos; de rostro resplandeciente ambos, uno por su amor, el otro por la alegría de ver su ciudad que ha sido fiel al Maestro y que recibe honra con pomposo homenaje— están las personalidades de Keriot; luego, más distantes de Jesús, apretujados como granos dentro de un saco, están los habitantes del pueblo, que llenan completamente la sinagoga, donde, a pesar de que estén abiertas las puertas, no se respira. Cierto es que, queriendo honrar y escuchar al Maestro, al final terminan en crear una gran confusión y un rumor tal que no permite oír nada. Jesús soporta y calla. Los demás pierden la paciencia y hacen señas gritando: “¡Silencio!”. Pero su grito se pierde en el alboroto como se pierde un grito lanzado en una playa en tempestad. Judas sabe lo que debe hacerse. Sube a un banco alto y hace chocar entres sí las lámparas, que penden cual racimo. El metal resuena sonando cual instrumentos musicales. La gente se calma y finalmente puede oírse la voz de Jesús. Dice al sinagogo: “Dame el décimo rollo de aquel estante”. Se lo dan, lo desenrolla y devuelve al sinagogo diciéndole: “Lee el capítulo 4º de la historia, 2º de Macabeos”. El sinagogo obediente lee. Ante la imaginación de los presentes pasan las dificultades de Onías, los errores de Jasón, las traiciones y robos de Menelao. Termina el capítulo. El sinagogo mira a Jesús que ha escuchado atentamente. ■ Jesús le hace señal de que basta. Se vuelve al pueblo: “En la ciudad de mi queridísimo discípulo, no voy a pronunciar las palabras acostumbradas de enseñanza. Estaremos aquí por algunos días y quiero que sea él quien os las transmita. Porque quiero que empiece aquí el contacto directo, el continuo contacto entre los apóstoles y el pueblo. Se tomó esta decisión en la alta Galilea y tuvo allí su primera, fugaz manifestación radiante, pero la humildad de mis discípulos hizo que ellos mismos se retirasen a un segundo plano, porque temen no poder hacerlo y a usurpar mi lugar. ¡No! Deben hacerlo. Lo harán bien y ayudarán a su Maestro. Así que aquí, uniendo en único amor los confines galileo-fenicios con las tierras de Judá, las más meridionales, las que lindan con las comarcas del sol y de las arenas, debe empezar la verdadera predicación apostólica. El Maestro solo ya no puede responder a las necesidades de la gente; además, conviene que los aguiluchos dejen el nido y emprendan sus primeros vuelos mientras está vivo con ellos el Sol, y Él con su ala fuerte los sostiene.  Por esta razón, Yo, durante estos días seré, sí, vuestro amigo y vuestro auxilio; pero la palabra vendrá de ellos, que irán esparciendo la semilla que de Mí han recibido. No os adoctrinaré, por tanto, públicamente; ■ de todas formas, os concederé algo que es un privilegio, una profecía. Os ruego que la recordéis cuando lleguen aquellos días, cuando el suceso más horrible que haya presenciado el género humano vele el sol, y, en las tinieblas, los corazones corran el riesgo de ser inducidos a cometer juicios erróneos. No quiero que seáis llevados al error, vosotros que desde el primer momento fuisteis buenos conmigo. No quiero que el mundo vaya a decir: «Keriot fue enemigo del Mesías». Yo soy Justo y no puedo permitir que os carguen culpas respecto a Mí ni los que me odian ni los que me aman, espoleados por sus respectivos sentimientos. Y si no se puede pretender de una familia numerosa igual santidad en todos los hijos, tampoco de una ciudad muy poblada. De forma que sería grave anticaridad afirmar por un hijo malo o por uno de los ciudadanos no bueno: «Toda la familia o toda la ciudad sea maldita». Así pues escuchad; acordaos a su tiempo; sed fieles siempre; que, de la misma forma que Yo os amo tanto que quiero defenderos de una acusación injusta, así vosotros sepáis amar a los no culpables, siempre, quienesquiera que sean, cualesquiera fueran sus relaciones de parentesco con los culpables. ■ Escuchad. Llegará un día en que en Israel habrá delatores del tesoro y de la patria, que, queriendo atraerse la amistad de los extranjeros, hablarán mal del verdadero Sumo Sacerdote, acusándole de haberse aliado con los enemigos de Israel y de acciones perversas contra los hijos de Dios. Y para llegar a esto, estarán dispuestos incluso a cometer crímenes y a culpar de ellos al Inocente. Y llegará también un día,  en que, en Israel —peor aún que en los tiempos de Onías— un hombre infame, tramando de ser él el Pontífice, irá a los poderosos de Israel y los corromperá con un oro, más infame aún, de palabras mentirosas; desfigurará la verdad de los hechos, no hablará contra las inmoralidades, antes al contrario, persiguiendo sus fines indignos, se dedicará a corromper la moralidad para poder apoderarse más fácilmente de los corazones privados de la amistad con Dios: y todo para conseguir lo que pretende. Y lo logrará. Sí, lo logrará. Tened en cuenta que, si bien los gimnasios del impío Jasón no están en el Monte Moria, sí que están en los corazones de quienes habitan en el monte, y éstos, por obtener una franquicia, están dispuestos a vender algo que vale mucho más que un terreno, o sea, su propia conciencia; se ven ahora los frutos del antiguo error: quien tiene ojos para ver percibe lo que está sucediendo allí, donde debería haber caridad, pureza, justicia, bondad, religión santa y profunda. Pues si ya son frutos que hacen temblar, los frutos de sus semillas serán, además, objeto de maldición divina. ■ Y así llegamos a la verdadera profecía. En verdad os digo que el que, mediante un juego largo y astuto, se ha apoderado del puesto y ha usurpado la confianza, pondrá, por dinero, en manos de los enemigos al Sumo Sacerdote, al verdadero Sacerdote, al cual, trampeando engañosamente con protestas de afecto, señalándole a los verdugos con un acto de amor, le matarán sin ningún respeto a la justicia. ¿Qué  acusaciones se harán contra del Mesías —pues que de Mí estoy hablando—, para justificar el derecho de matarle? ■ ¿Qué suerte les estará reservada a los que esto hagan? Una inmediata y horrenda justicia. Un destino no individual sino colectivo del que participarán los cómplices del traidor, menos inmediato pero más horrible que el del hombre cuyo remordimiento conducirá a coronar su corazón de demonio con un último crimen contra sí mismo. En efecto, éste acabará en un momento, mientras que éste último castigo será largo, tremendo. Leed esto en la frase: «y encendido de ira ordenó que Andrónico fuese despojado de la púrpura y matado en el lugar donde cometió sus impiedades contra Onías» (1). Sí, en la casta sacerdotal el castigo alcanzará no solo a los responsables directos sino también a sus hijos. Leed el destino que espera a la masa cómplice en esta frase: «La voz de esta sangre grita a Mí desde la tierra. Así pues, serás maldito…» (2). Y Dios la pronunciará contra todo un pueblo que no sabrá tutelar el don del Cielo. Porque, si bien es cierto que Yo he venido para redimir, ¡ay de aquellos de este pueblo —que como primicia de Redención recibe mi Palabra— que en vez de redimidos resulten asesinos! He terminado, acordaos de esto, y cuando oigáis decir que soy un malhechor, decid: «¡No! Él ya lo dijo. Se cumple lo establecido. Él es la Víctima muerta por los pecados del mundo»”.
* El título de «queridísimo discípulo» pone a llorar a Judas y dice que él, “con todo mi ser”, compensará al dolor que infligirá el traidor de Keriot profetizado por Jesús.- ■ La sinagoga se vacía y todos hablan y discuten acerca de la profecía y de la estima que Jesús tiene por Judas. Los de Keriot están entusiasmados por la honra que les ha hecho el Mesías al elegir el lugar de un apóstol, y precisamente el apóstol de Keriot, para comienzo del magisterio apostólico y también por el regalo de la profecía. A pesar de su triste contenido, es una gran honra haberla oído y además con las palabras amorosas que la precedieron. En la sinagoga quedan solamente Jesús y el grupo de apóstoles; mejor dicho, pasan al jardincito que hay entre la sinagoga y la casa del sinagogo. Judas, que se ha sentado, llora. Dice el otro Judas: “¿Por qué lloras? No veo el motivo…”. Pedro: “Bueno, la verdad es que casi me pondría yo también a llorar. ¿Habéis oído? Ahora tenemos que hablar nosotros…”. Santiago de Zebedeo, para dar ánimos, dice: “Bien, pero ya hemos empezado un poco en el monte. Lo haremos cada vez mejor. Tú y Juan enseguida os habéis mostrado capaces”. Andrés dice: “Yo no puedo… pero Dios me ayudará. ¿O no es así, Maestro?”. Jesús, que estaba pasando unos rollos que había tomado consigo, se vuelve y dice: “¿Qué decías?”. Andrés: “Que Dios me ayudará, cuando llegue la ocasión de hablar. Trataré de repetir tus palabras lo mejor que pueda. Pero mi hermano tiene miedo y Judas llora”. Jesús: “¿Llora? ¿Por qué?”. Iscariote: “Porque verdaderamente he pecado. Andrés y Tomás lo pueden decir. Hablé mal de Ti, y Tú me tratas con el título de «queridísimo discípulo» y queriendo que adoctrine aquí… ¡Cuánto amor!…”. Jesús: “Pero ¿no sabías que te amo?”. Iscariote: “Sí, pero… gracias, Maestro. No volveré a murmurar, porque en realidad yo soy las tinieblas y Tú eres la Luz”. ■ En esto vuelve el sinagogo y los invita a ir a su casa, mientras van caminando dice: “Pienso en tus palabras. Si he entendido bien, como en Keriot encontraste un predilecto, a nuestro Judas de Simón, has profetizado que encontrarás un indigno. Esto me causa mucho dolor. Menos mal que Judas compensará por el otro”. Judas, que ha recobrado su control, dice: “Con todo mi ser”. Jesús no habla, pero mira a sus interlocutores y abre sus brazos como diciendo: “Así es”. (Escrito el 9 de Julio de 1945).
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1  Nota  : Cfr.  2 Mac.  4,38.   2  Nota  : Cfr. Gén.  4,9-12.
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3-214-366 (4-76-469).- La madre de Judas abre su corazón a María Stma., que ha llegado a Keriot con Simón Zelote.
* Especial atención de Jesús con la madre de Judas.- De cuando Pedro se enamoró de Porfiria.- ■ Jesús está para ir a comer en la hermosa casa de Judas, junto con todos los suyos, y dice a la madre de Judas, que había venido de la casa que tiene en el campo para recibir dignamente al Maestro: “No, madre, tú también debes estar con nosotros. Somos como una familia. No se trata de un banquete frío y de etiqueta dado a invitados ocasionales. Yo te he despojado de un hijo y quiero que tú me tomes como hijo tuyo, así como Yo te tomo como madre, porque eres digna de ello. ¿No es verdad, amigos, que así nos sentiremos todos más contentos y más a nuestras anchas?”. Los apóstoles y las dos Marías dicen que sí con mucho gusto. Y así, la madre de Judas, no sin un intenso titileo en sus pupilas, debe sentarse entre su hijo y el Maestro que tiene enfrente a las dos Marías con Marziam al centro. La criada trae viandas. Jesús hace la ofrenda y bendición de los alimentos y luego los reparte, porque en este punto la madre de Judas se muestra inflexible. Jesús distribuye comenzando por ella, cosa que la conmueve más y enorgullece a Judas aunque al mismo tiempo le pone pensativo. ■ La conversación gira sobre los diversos tópicos. Jesús trata que la madre de Judas tome parte en ellos y de que trabe relaciones amistosas con las dos discípulas. A esto ayuda mucho Marziam, el cual afirma que quiere mucho a la madre de Judas “porque se llama María como todas las mujeres que son buenas”. Pedro pregunta a Marziam con un poco de seriedad: “Y a la que te espera allá en el lago, ¿no la vas a querer, muchacho?”. Marziam: “¡Oh, mucho, si es buena!”. Pedro: “De ello puedes estar seguro. Todos lo dicen y también yo debo decirlo. Si siempre ha sido dulce con su madre y conmigo, señal inequívoca de que es buena. Pero no se llama María, hijo. Tiene un nombre extraño, porque su padre le puso el nombre de lo que le había procurado la riqueza. Quiso llamarla Porfiria. La púrpura es hermosa y preciosa. Mi mujer no es bella, pero es preciosa por su bondad. Y yo la quise mucho porque era quieta, casta y silenciosa. Tres virtudes… ¡eh! ¡no son fáciles de encontrarse! Le eché los ojos desde que era niña. Bajaba yo a Cafarnaúm con los pescados y la veía trabajar en silencio junto a las redes, o cerca de la fuente, o también en el huerto de su casa. No era la disipada mariposa que revolotea acá o allá, ni siquiera la incauta gallinita que mira de reojo a cada quiquiriquí de gallo. Jamás levantaba la cabeza, aunque oyese voces de hombre, y cuando yo, enamorado de su bondad y de sus espléndidas trenzas —su única belleza— y también… sí, también compadecido por su condición de esclava en su familia, le dirigí mis primeros saludos —tenía entonces dieciséis años—  me respondió a duras penas, bajando todavía más su velo, y metiéndose más en casa. ¡Huy, lo que me costó saber si no le parecía yo un ogro y aviar el matrimonio!… Pero no me arrepiento. Podría dar la vuelta a la tierra, pero una igual, así, no la encontraría. ¿No es verdad Maestro, que es buena?”. Jesús: “Muy buena. Y estoy seguro que Marziam la amará aunque no se llame María. ¿No es cierto, Marziam?”. Marziam: “Sí; se llama «mamá» y las mamás son  buenas y se les ama”.
* Judas predica y Jesús le advierte: “No tengas la mano pesada, Judas. Consigue más la dulzura que la intransigencia”.- ■ Luego Judas cuenta lo que ha hecho durante el día. Caigo en la cuenta de que fue a avisar a su madre de que venían, y que después, con Andrés como compañero, ha empezado a hablar por la campiña de Keriot. Añade: “Me gustaría que mañana vinieseis todos. No quiero destacar yo solo. Iremos, si es posible, un judío y un galileo. Yo con Juan, por ejemplo, y Simón con Tomás. ¡Si viniese el otro Simón! Vosotros dos (señala a los hijos de Alfeo) podéis ir solos. He dicho, aun a los que no querían saberlo, que sois hermanos del Maestro. Y también vosotros dos (señala a Felipe y Bartolomé) podéis ir juntos. He dicho que Natanael es un rabí que acompaña al Maestro; esto impresiona. Y… quedáis vosotros tres. De todas formas, en cuanto llegue Zelote, se podrá formar otra pareja. Y luego nos alternaremos, porque quiero que todos os conozcan…”. Judas rebosa de brío. “Hablé sobre el Decálogo, Maestro, tratando de poner en relieve sobre todo aquellos puntos en que sé que en esta zona se cometen más faltas…”. Jesús: “No tengas la mano pesada, Judas. Te lo ruego. Ten siempre presente que consigue más la dulzura que la intransigencia, y que también tú eres hombre; por tanto, examínate y reflexiona en lo fácil que te es también a ti caer, y cómo te irritas cuando se te dice algo claro”. La madre de Judas baja la cabeza encendida de vergüenza. Iscariote: “No te preocupes, Maestro. Me esfuerzo en imitarte en todo. Pero, en el pueblo que podemos ver desde esa puerta (están comiendo con las puertas abiertas y se otea un hermoso horizonte desde esta habitación en alto) hay un enfermo que quiere curarse. No se le puede transportar. ¿Podrías venir conmigo?”. Jesús: “Mañana, Judas. Mañana por la mañana sin falta. Y si hay otros enfermos decídmelo o traedmelos”. Iscariote: “¿Quieres de veras hacer favores a mi patria, Maestro?”. Jesús: “Sí. Para que no se diga que fui injusto con quienes no me hicieron mal. Si hago el bien incluso a los malos ¿por qué no debería hacérselo a los buenos de Keriot? Quiero dejar un recuerdo indeleble de Mí…”. Iscariote: “Pero ¡cómo! ¿No volveremos más aquí?…”. Jesús: “Volveremos otra vez, pero…”.
* “Gracias, Mamá, por Mí y por Elisa. ¡Eres verdaderamente la salud de los enfermos!”.- ■ “¡Ahí viene la Madre con Simón!”, grita el niño, que ve a María y a Simón subir la escalera que lleva a la terraza en que está la habitación. Todos se ponen de pie y van al encuentro de los dos que llegan. Alboroto de exclamaciones, de saludos, de sillas movidas. Nada distrae a María de saludar primero a Jesús y luego a la madre de Judas. Ésta se postra con gran veneración, pero María la levanta y la abraza como si fuese una querida amiga a quien vuelve a ver después de una larga ausencia. Entran de nuevo en la sala y María de Judas ordena a la criada que traiga alimentos para los que acaban de llegar. La Virgen, entregando un pequeño rollo, a Jesús, dice: “Mira, Hijo, el saludo de Elisa”. Jesús lo abre, lo lee y dice: “Lo sabía; estaba seguro. Gracias, Mamá, por Mí y por Elisa. ¡Eres verdaderamente la salud de los enfermos!”. Virgen: “¿Yo?… Tú, Hijo, no yo”. Jesús: “Tú; y eres mi más grande ayuda”. Luego se dirige a los discípulos y discípulas y dice: “Elisa ha escrito: «Regresa, paz mía. Quiero no solo agradecerte de todo corazón, sino servirte». De este modo arrebatamos de la angustia, de la melancolía a una criatura y nos hemos conseguido una discípula. Volveremos ¡Claro!”. Virgen: “Quiere conocer también a las discípulas. Se recupera lentamente, pero con continuidad. ¡Pobre amiga! Todavía tiene momentos de extravío que causa miedo. ¿Verdad Simón? Un día quiso hacer la prueba de salir conmigo, vio a un amigo de su Daniel… ¡Cuánto nos costó calmar su llanto! ■ ¡Menos mal que Simón vale mucho! Me sugirió —dado que manifiesta el deseo de volver a convivir normalmente con la gente, y que el ambiente de Betsur está lleno de recuerdos para ella— me sugirió llamar a Juana. Fue él a llamarla. Juana había regresado, después de las fiestas, a sus espléndidos cultivos de rosales de Judea, a Béter. Dice Simón que, cuando atravesaba esas colinas llenas de rosas, le parecía un sueño. Dice que le pareció estar en el paraíso. Vino sin demora. Juana puede entender y compadecer a una madre que llora por sus hijos. Elisa se ha encariñado mucho con ella y yo me vine. Juana la quiere convencer de que salga de Betsur y vaya a su castillo. Y lo logrará porque es dulce como paloma, pero firme como un mármol en sus decisiones”. Jesús: “Iremos a Betsur al regreso y luego nos separaremos. Vosotras, discípulas, os quedaréis con Elisa y Juana por un tiempo. Nosotros iremos por Judea y nos encontraremos en Jerusalén para Pentecostés”…
* La madre de J. Iscariote habla de su hijo J. Iscariote a María Stma..- ■ …María Santísima y María, la madre de Judas, están juntas no en la casa de la ciudad sino en la del campo. Están solas. Los apóstoles con Jesús están afuera. Las discípulas con el niño están en el hermoso huerto de manzanas y se oyen sus voces junto con el ruido de la ropa al ser restregada en los lavaderos. Tal vez están lavando, mientras el niño juega. La madre de Judas, sentada, en la penumbra de una habitación, al lado de María, le dice: “Estos días de paz permanecerán en mí como en un sueño. ¡Demasiado breves! ¡Demasiado! Comprendo que no debe uno ser egoísta y que es justo que vayáis con aquella pobre mujer y con tantos infelices. Si pudiese yo… si pudiese detener el tiempo e ir con vosotros… Pero no puedo. No tengo parientes fuera de mi hijo y debo cuidar de las propiedades de la casa…”. Virgen: “Comprendo… Te duele separarte de tu hijo. Nosotras las madres quisiéramos estar siempre con los hijos. De todas formas, los entregamos por un motivo muy grande, y no los perdemos. Ni siquiera la muerte nos los arrebata, si están en gracia, y también nosotras, ante los ojos de Dios. Además, los tenemos todavía en este mundo, y podemos llegarnos a ellos, a pesar de que la voluntad de Dios nos los arranque de nuestro pecho para entregarlos por el bien del mundo; y… el eco de sus obras nos hace como una caricia en el corazón porque sus obras son el perfume de su alma”. ■ María de Judas pregunta tímidamente: “¿Qué es, Señora, tu Hijo para ti?”. Y María Virgen sin dudar responde: “Es mi alegría”. María de Judas: “¡Tu alegría!…”, y la madre de Judas rompe a llorar; replegándose sobre sí misma como para esconder su llanto; de tanto como se pliega, toca casi con la frente en las rodillas. Virgen: “¿Por qué lloras, pobre amiga mía? ¿Por qué? Dímelo. Soy feliz en mi maternidad, pero sé comprender también a las madres que no lo son…”. María de Judas: “Exacto, no felices. Y yo soy una de ellas. Tu Hijo es tu alegría… el mío es mi dolor, al menos lo ha sido. Desde que está con tu Hijo, me causa menos aflicción. ¡Oh! Entre todos los que ruegan por tu santo Hijo, para que le vaya bien y triunfe, no hay ni siquiera alguien después de ti, bienaventurada, que ruegue tanto como esta infeliz que te está hablando… Dime la verdad ¿qué piensas de mi hijo? Somos dos madres, la una frente a la otra. Entre nosotras está Dios, y hablamos de nuestros hijos. A ti no te puede ser sino fácil hablar de tu Hijo. Yo… yo debo hacerme violencia para hablar del mío y hablar de él me puede acarrear mucho bien o mucho dolor; no obstante, aunque fuera dolor, sería en todo caso un alivio el haber hablado… Esa mujer de Betsur —¿no es verdad?— casi enloqueció por la muerte de sus hijos. Pues bien,  yo te juro que he pensado algunas veces, cuando miro a mi Judas, guapo, sano, inteligente, pero no bueno, ni virtuoso, ni recto de corazón, ni sano de sentimientos, he pensado, y pienso, que preferiría llorarle por muerto antes que… que verle muy enemistado con Dios. ■ Tú, dime ¿qué piensas de mi hijo? Sé franca. Hace más de un año que me quema el corazón esta pregunta. Pero ¿a quién preguntársela? ¿A los vecinos de Keriot?: ellos no sabían todavía de la presencia del Mesías entre nosotros, y que Judas quería ir con Él. Yo sí lo sabía porque me lo había dicho cuando vino después de Pascua: exaltado, violento, como siempre que se apodera de él un capricho, y como siempre, sin hacer caso de los consejos de su madre. ¿A sus amigos de Jerusalén?: una santa prudencia y una piadosa esperanza me lo impedían; no quería decirles a ésos, —que no puedo estimar porque son todo menos santos—, que «Judas seguía al Mesías». Así las cosas, tenía la esperanza de que ese capricho se le pasase, como tantos otros, como todos, aunque costase lágrimas y tristeza, como por más de una muchacha, de aquí y de otros lugares: las enamoró y jamás tomó por esposa a ninguna de ellas. Fíjate, hay sitios a donde no va nunca, porque se podría encontrar con un castigo justo. También el pertenecer al Templo fue un capricho. Nunca sabe lo que quiere. Su padre, Dios le perdone, le echó a perder; mi opinión no ha contado nunca nada para los dos hombres de mi casa. Me ha tocado siempre llorar y reparar, nada más, con todo tipo de humillaciones… ■ Cuando murió Juana —yo sé, aunque nadie lo dijese, que murió de dolor cuando, después de haber esperado durante toda su juventud, Judas declaró que no quería casarse, mientras que por otra parte se sabía que había mandado a unos amigos suyos a Jerusalén para hablar con una mujer rica, propietaria de una red de negocios hasta Chipre, para interesarse por su hija— a mí me tocó llorar mucho, mucho por los reproches de la madre de la joven muerta, como si yo hubiese sido cómplice de mi hijo. ¡No, no lo soy! Que yo para él no valgo nada.  El año pasado, cuando estuvo aquí el Maestro, comprendí que Él había caído en la cuenta… y fui a hablarle. Pero es doloroso, doloroso lo es para una madre tener que decir: «No te confíes de mi hijo. Es un avaro, duro de corazón, vicioso, soberbio, inconstante». Y es esto. Yo… yo, yo… pido un milagro, porque tu Hijo que hace tantos milagros, haga uno en mi hijo Judas… Pero… tú… tú dime ¿Qué piensas de él?”. ■ María, que ha estado siempre callada y con expresión de dolor compasivo ante estas quejas maternales, no puede menos que dar razón a la mujer, y dice dulcemente: “¡Pobre madre!… ¿Que qué pienso? Sí, tu hijo no es esa alma limpia de Juan, ni la dulce de Andrés, ni la firme de Mateo que quiso cambiar y ha cambiado. Es… voluble, sí, eso. Pero… tú y yo rogaremos mucho por él… No llores. Tal vez en tu amor de madre, que querría poder enorgullecerte de su hijo, le ves más deforme de lo que en realidad es…”. María de Judas: “¡No, no! Veo las cosas como son en realidad y tengo mucho miedo”.  ■ La habitación está llena de los gemidos de la madre de Judas, y en la penumbra se distingue el color blanco del rostro de María, que ha palidecido después de esta confesión materna que aviva todas las sospechas suyas. Pero se domina. Atrae a sí a la madre infeliz y la acaricia, mientras ésta, rotos los diques del control, cuenta confusa, angustiosamente todas las durezas, exigencias y violencias de Judas y termina: “Me avergüenzo por él cuando veo que tu Hijo me da muestras de amor. No se las pido. Estoy segura que además de su bondad, las hace para decir con ellas a Judas: «Acuérdate que de este modo se trata a una madre». Ahora parece muy bueno… ¡Oh, si fuese verdad! Ayúdame, ayúdame con tus oraciones, tú que eres santa, para que mi hijo no sea indigno de la gracia inmensa que Dios le ha concedido. Si no me quiere amar a mí, si no sabe tener gratitud conmigo, que le he dado a luz y le he criado, no me importa; pero que realmente sepa amar a Jesús, que sepa servirle con fidelidad y reconocimiento. Y, si no, si no… que Dios le quite la vida. Prefiero tenerle en el sepulcro… Al fin le tendría, porque, en realidad, desde que tuvo uso de razón, bien poco fue mío. Muerto, antes que mal apóstol. ¿Puedo pedir a Dios así? Tú ¿qué dices?”. Virgen: “Ruega al Señor que haga lo mejor. No llores más. He visto prostitutas y gentiles a los pies de mi Hijo, y con éstos, a publicanos y pecadores. Todos se han convertido en corderos por su Gracia. Espera, María, ten confianza. Las penas de las Madres salvan a los hijos, ¿no lo sabías?…”.  Y con esta pregunta llena de piedad, termina todo. (Escrito el 10 de Julio de 1945).
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(<Sumario de un viaje por tierras filisteas.- Dejando Keriot, las mujeres junto con el niño Marziam han ido a Béter, a casa de Juana de Cusa. Y Jesús comienza una gira, acompañado solo de sus apóstoles, por ciudades filisteas. Comienzan por Ascalón, después Azoto, Magdalgad, Yabnia, Ecrón… En Ascalón, Iscariote que, en un principio, se negaba a predicar a ese pueblo porque “esta gente son peor que paganos”, se sirve en su predicación de textos de profetas que amenazan con castigos divinos. Como consecuencia reciben una lluvia de piedras. Dejan Ascalón. Jesús va solo a Magdalgad, y manda a los doce discípulos a predicar a la ciudad de Azoto. Al atardecer se juntan en un camino que lleva a esta ciudad. El asombro es recíproco, al ver ellos a Jesús con un macho cabrío, y Él a ellos, expulsados de la ciudad, con los rostros apesadumbrados. Jesús explica: “He estado en Magdalgad. Allí he reducido a cenizas un ídolo y sus turíbulos (al que sus habitantes iban a ofrecer un macho cabrío para romper un maleficio y salvar a una mujer, esposa del jefe de Magdalgad, que estaba muriendo de parto). He predicado al Dios verdadero a través de milagros (salvó milagrosamente a la parturienta y al niño) y me he traído como retribución a esta cabra destinada al rito idolátrico. ¡Pobre animal, era todo una llaga!”. ■ La había aceptado para llevársela a Marziam. Y, acompañados del animal, —los apóstoles no muy convencidos de ese regalo—, emprenden juntos el viaje. Como veremos en el siguiente episodio, algunos apóstoles achacarán a la presencia de este animal los contratiempos que han padecido últimamente. Caminan por las cercanías de Modín. Un camino de malhechores que esperan a las caravanas para asaltarlas. En el trayecto se juntan con peregrinos que van a Jerusalén para la fiesta de Pentecostés, y, entre ellos, con una caravana nupcial toda ataviada festivamente y con viajeros y mercaderes de corderos destinados al Templo, y además con pastores y sus rebaños. Asaltados por unos bandidos, unas palabras persuasivas de Jesús —recordándoles su vida de crímenes y la vida futura, eterna después de la muerte—, conmueven a los corazones de los asaltantes y producen un desenlace feliz. Por esa acción, Jesús recibió presentes de todo el grupo>)
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3-224-428 (4-86-535).- “Muchas veces os he dicho que leo en los corazones y que, cuando el Padre no dispone de otro modo, no ignoro lo que debe suceder”.
* “Vosotros quisierais que en donde me presentase, se desvaneciera todo tipo de resistencia. Lo podría hacer, pero Yo no hago violencia a nadie, persuado”.- ■ La comitiva apostólica ha sufrido un cambio en su séquito. No viene más con ellos el macho cabrío; en su lugar, vienen trotando una oveja y dos corderitos. La oveja está gorda, las ubres llenas, los corderitos alegres como dos pilluelos. Un rebaño pequeñísimo que, por su aspecto menos mágico que la negrísima cabra, da más alegría a todos. Jesús: “Os había dicho que queríamos la cabrita para Marziam para hacer de él un pequeño pastor. Pero en lugar de ella, porque a vosotros no os gustaba, tenemos ovejas blancas… eh… ¡Exactamente como Pedro las soñaba!”. Pedro: “Tienes razón. Me parecía que arrastraba en pos de mí a Belcebú”. Iscariote, irritado y como queriendo confirmar, dice: “Y de hecho desde que estuvo con nosotros, han sucedido cosas negativas; debido al sortilegio que nos perseguía”. Juan serenamente dice: “Entonces habrá sido un buen sortilegio, porque no nos ha sucedido nada negativo”. Todos se le echan encima, recriminándole por su ceguera: “¿Pero no has visto cómo se han burlado de nosotros en Modín?…”; “¿te parece nada la caída que tuvo mi hermano?… pues se podía haberse hecho daño de verdad… y, si se hubiera roto las piernas o la columna ¿cómo nos las hubiéramos arreglado para llevarle?”; “¿Y te ha parecido bonito el entreacto de ayer?”. ■ Juan: “He visto todo, todo lo he considerado. Y he bendecido al Señor porque no nos ha sucedido nada malo. El mal ha venido hasta nuestras narices, pero luego se ha alejado, como siempre. El encuentro con el mal ha servido para dejar la simiente del bien, tanto en Modín como con los viñadores, que vinieron inmediatamente con la certeza de encontrar al menos una persona herida, arrepentidos por haberse comportado sin caridad, hasta el punto de que quisieron reparar el mal de alguna forma. Igualmente con los ladrones de ayer anoche, que no nos hicieron ningún mal. Además, hemos ganado —bueno, Pedro nos ha conseguido— las ovejas a cambio del macho cabrío y como regalo por haber salido ilesos. Por si fuera poco, ahora tenemos mucho dinero para los pobres, en las bolsas que nos han dado los mercaderes y las ofrendas de las mujeres. Y lo que tiene más importancia es que todos han acogido la palabra de Jesús”. Tadeo y Zelote dicen: “Juan tiene razón”. ■ Tadeo añade: “Da la impresión de que todo suceda a sabiendas de lo que va a venir. ¡Mira que encontrarnos precisamente allí, con retraso, por causa de mi caída, junto a aquellas mujeres enjoyadas, con esos pastores de buenos rebaños, con esos mercaderes repletos de dinero!… Todos ellos magníficas presas para los ladrones. Hermano, dime la verdad. ¿Sabías que esto iba a suceder?”. Jesús: “Muchas veces os he dicho que leo en los corazones y que, cuando el Padre no dispone de otro modo, no ignoro lo que debe suceder”. Iscariote pregunta: “Pero entonces, ¿por qué a veces cometes errores como lo de ir al encuentro de fariseos hostiles, o de ciudades que no nos quieren?”. Jesús le mira fijamente y luego con calma responde: “No son errores. Es algo inherente a mi misión. Los enfermos tienen necesidad del médico y los ignorantes del maestro; aunque tanto estos últimos como aquellos algunas veces rechazan al maestro y al médico. Pero éstos, si son buenos médicos y buenos maestros, seguirán yendo a quienes los rechazan, porque es su deber. Yo voy. Vosotros quisierais que en donde me presentase se desvaneciese todo tipo de resistencia. Lo podría hacer, pero Yo no hago violencia a nadie, persuado. La coerción se usa tan solo en casos muy excepcionales y solo cuando el espíritu iluminado por Dios comprende que tal gesto puede ser útil para persuadir de que Dios existe y es el más fuerte, o también en casos de salvación múltiple”. (Escrito el 20 de Julio de 1945).
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3-224-433 (4-86-539).- Llagada a Béter. Los espléndidos rosales de Juana.
*  Elisa se hace discípula.- ■ En este momento, Zelote está diciendo: “Estamos ya en las tierras de Juana. Aquel pueblo que se ve en aquélla hondonada es Béter. Aquel palacio que está en aquella cima es su castillo natal. ¿No sentís este perfume del aire? Son los rosales, que empiezan a perfumar bajo el sol de la mañana; por la tarde es una exhuberancia de aromas. Pero ahora, es precioso verlos en esta frescura de la mañana, en que todavía tienen rocío cual diamantes desparramados sobre millones de botones que se abren. Cuando declina el sol recogen todas las flores que están completamente abiertas. Venid. Os quiero mostrar desde una loma la vista de los rosales, que desde la cima rebosan como en cascada y van descendiendo por los rellanos de la otra ladera. Una cascada de flores que luego vuelve a subir, como una ola, por las otras dos colinas. Es un anfiteatro, un lago de flores. ¡Espléndido! El camino es más empinado, pero merece la pena ir, porque desde aquel borde se domina todo ese paraíso. Llegaremos también pronto al castillo. Juana vive allí, libre, con sus campesinos, que es la única vigilancia de tanta copiosidad; pero, estiman tanto a su ama —que hace de estos valles un edén de belleza y paz— que son más eficientes que toda la guardia de Herodes. Mira, Maestro; mirad amigos” y con el gesto indica un semicírculo de colina invadido de rosales… Todos quedan impresionados por tanta belleza. ■ Felipe pregunta: “¿Y en qué emplea todo esto?”. Tomás responde: “Se lo disfruta”. Zelote: “No. También saca esencias, con lo cual da trabajo a cientos de jardineros y de trabajadores que trabajan en las prensas para extraer esencias. Los romanos las solicitan con avidez. Jonatás me lo decía mientras me mostraba las cuentas de la última recolección. Pero… ahí está  María de Alfeo con el niño. Nos ha visto. Están llamando a las otras…”. Así es. Juana y las dos Marías, precedidas de Marziam, que baja corriendo, con los brazos preparados para el abrazo, vienen deprisa, hacia Jesús y Pedro. Se postran ante Jesús, que les saluda: “Paz a todas vosotras. ¿Dónde está mi Madre?”. Juana: “Entre los rosales, Maestro. Está con Elisa, ¡que está bien curada y puede afrontar el mundo y seguirte! ¡Gracias por haberte servido de mí para esto!”. Jesús: “Gracias a ti, Juana. ¿Ves cómo era provechoso venir a Judea? Marziam, estos regalos son para ti: este bonito muñeco y estas lindas ovejitas. ¿Te gustan?”. ■El niño, de la alegría, se ha quedado sin respiración. Se echa hacia Jesús, que se había agachado para darle el muñeco y se había quedado mirando su rostro, y se abraza a su cuello y le besa con toda la vehemencia de que es capaz. Jesús: “Así te harás manso como las ovejas y luego serás un buen pastor para los que crean en Jesús. ¿Verdad?”. Marziam dice: “sí, sí, sí” con la respiración entrecortada y los ojos brillantes de alegría. ■ Jesús: “Ahora ve donde Pedro. Yo voy con mi Madre. Veo allí una parte de su velo moviéndose a lo largo de unos setos de rosas”. Y corre al encuentro de María, y la recibe en su corazón a la altura de la curva del sendero. Después del primer beso, María, todavía jadeante, explica: “Detrás viene Elisa… he corrido para besarte… porque, Hijo mío, no besarte no podía… y besarte ante ella, no quería… Está cambiada… pero el corazón sigue doliendo ante una alegría ajena que a ella le ha sido negada para siempre. Ahí viene”. ■ Elisa recorre veloz los últimos metros y se arrodilla para besar la túnica de Jesús. Ya no es la mujer de trágica imagen de Betsur. Ahora es una anciana austera, marcada por el dolor, solemne por la huella que la pena ha dejado en su rostro y su mirada. “¡Bendito seas, Maestro mío, ahora y siempre, por haberme procurado de nuevo lo que había perdido!”. Jesús: “Paz cada vez mayor a ti, Elisa. Me alegro de verte aquí. Levántate”. Elisa: “Yo también me alegro. Tengo muchas cosas que decirte y que preguntarte, Señor”. Jesús: “Tendremos todo el tiempo que queramos, dado que pienso permanecer aquí unos días. Ven, que quiero que conozcas a los condiscípulos”. Elisa: “Oh…, ¿entonces has entendido ya lo que quería decirte? Que quiero renacer a vida nueva: la tuya; tener de nuevo una familia: la tuya; unos hijos: los tuyos; como dijiste en mi casa, en Betsur, hablando de Noemí. Yo soy una nueva Noemí gracias a Ti, Señor mío. ¡Bendito por ello! Ya no vivo afligida, ni soy infecunda. Seré todavía madre. Y, si María lo permite, incluso un poco madre tuya, además de la madre de los hijos de tu doctrina”. Jesús: “Sí, lo serás. María no se sentirá celosa y Yo te querré de forma que no te arrepentirás de tu decisión. Vamos ahora a ver a los que quieren decirte que te quieren como hermanos”. Y Jesús la toma de la mano y la lleva con su nueva familia. El viaje en espera de Pentecostés ha terminado. (Escrito el 20 de Julio de 1945).
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3-225-435 (4-87-542).- Insinuaciones amenazadoras de fariseos en el Templo.- J. Iscariote, enfermo.
* «Falta en el grupo el camaleón».- Jesús está en Jerusalén, exactamente en las cercanías de la torre Antonia. Todos los apóstoles, menos Iscariote, están con Él. Mucha gente, ligera, se dirige al Templo. Los apóstoles como los demás peregrinos lucen sus vestidos de fiesta, de lo que deduzco que se trata de los días de Pentecostés. Muchos mendigos se mezclan entre la gente. Les cuentan sus miserias con cantinelas lastimeras, y se dirigen a los lugares mejores: cerca de las puertas del Templo o a los cruces por donde debe pasar gente al ir al lugar sagrado. Jesús pasa repartiendo bien entre estos miserables que vuelven a repetir sus miserias y calamidades. Tengo la impresión de que Jesús haya estado ya en el Templo, porque oigo que los apóstoles hablan de Gamaliel que fingió no verlos, no obstante que Esteban, uno de los seguidores de Gamaliel, le señalase a Jesús cuando pasaba. ■ Oigo también a Bartolomé que pregunta a sus compañeros: “¿Qué habrá querido decir ese escriba con la frase «un rebaño de terneros destinado a una vulgar carnicería»?”. Tomás responde: “Se habrá referido a algún negocio suyo”. Bartolomé: “No. Nos señaló. Lo vi bien. La segunda frase confirmó la primera. Sarcásticamente había dicho: «Dentro de poco el Cordero será trasquilado y luego al degüello»”. Andrés confirma: “Yo también oí lo mismo”. ■ Pedro dice: “¡Bien! De todas formas ardo en deseos de volver y preguntar al compañero del escriba si sabe algo sobre Judas de Simón”. Santiago de Alfeo: “No sabe nada, hombre. Esta vez Judas no está con nosotros, porque de veras está enfermo. Nosotros lo sabemos. Tal vez padeció mucho con el viaje; nosotros somos gente fuerte. Él ha vivido aquí cómodamente. Se cansa”. Pedro: “Sí, nosotros lo sabemos, pero el escriba dijo: «Falta en el grupo el camaleón». ¿El camaleón no es el que cambia de color siempre que quiere?”. Zelote en tono conciliador: “Eso es también verdad, Simón, pero sin duda alguna se ha referido a sus vestidos siempre nuevos. A él gustan. Es joven. Hay que comprenderle…”. Pedro concluye: “También esto es verdad. Pero… ¡qué frases más curiosas!”. Santiago de Alfeo dice: “Siempre dan la impresión de estar amenazando”. Judas Tadeo: “La verdad es que nosotros sabemos que nos amenazan, y que vemos amenazas incluso donde no las hay…”. Tomás termina: “Y vemos culpas también donde no existen”. Pedro: “Bueno. No por eso deja de haber sospecha… Quién sabe cómo esté Judas. Entre tanto se la pasa bien en su paraíso con esos angelitos… También me gustaría a mí enfermarme para tener todas esas comodidades”. Bartolomé le responde: “Esperamos que pronto se cure. Es necesario terminar el viaje porque los calores arrecian”. Andrés asegura: “Bueno, a Judas no le faltan cuidados, y además… si le faltasen, el Maestro ya tomaría las determinaciones oportunas”. Santiago de Alfeo afirma: “Tenía mucha fiebre cuando le hemos dejado. No se sabe cómo le ha venido, tan…”. Y Mateo le responde: “Pues como viene la fiebre, porque debe venir. Pero no será nada. El Maestro no está preocupado en absoluto. Si hubiese visto que se trataba de una cosa seria, no habría dejado el castillo de Juana”. ■ En efecto, Jesús no está mínimamente preocupado. Va hablando con Marziam y Juan mientras camina y da limosnas. Está explicando muchas cosas al niño, porque veo que va indicándole acá o allá. Se dirige hacia el final de las murallas del Templo del ángulo nordeste, donde hay mucha gente que está yendo a un lugar con muchas arquerías que precede a una  puerta que oigo que la llaman con el nombre de Puerta del Rebaño. (Escrito el 21 de Julio de 1945).
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4-226-2 (4-88-552).- Un signo esperanzador: “Maestro, María Magdalena ha llamado a Marta desde Magdala”.
* Jesús lee una carta enviada por Marta a Lázaro desde Magdala con noticias esperanzadoras sobre Magdalena.- ■ Jesús en compañía de Zelote llega al jardín de Lázaro en medio de un hermoso amanecer de verano. Todavía todo está fresco y risueño. El jardinero, que ha acudido a recibir al Maestro, señala a Jesús la punta de una vestidura que desaparece detrás de un seto, diciéndole: “Lázaro va al emparrado de los jazmines a leer unos rollos. Le voy a llamar”. Jesús: “No, voy Yo, solo”. Jesús camina ligero a lo largo de un sendero a cuyos lados hay setos en flor. Las hierbecillas que hay cerca de los setos amortigua el sonido de los pasos. Jesús trata de poner los pies precisamente en esas hierbas, para llegar al improviso adonde Lázaro. Le sorprende cuando, de pie, con los rollos sobre una mesa de mármol, ora en voz alta: “No me engañes, Señor. Este hilo de esperanza que me ha nacido en el corazón hazlo crecer. Dame lo que con lágrimas te he pedido diez y cien mil veces. Lo que te he pedido con mis acciones, con el perdón, con todo mi ser. Dámelo y tómate a cambio de mi vida. Dámelo en nombre de tu Jesús que me ha prometido esta paz. ¿Puede, acaso, mentir Él? ¿Debo pensar que su promesa fue tan solo con palabras? ¿Que su poder es inferior al abismo de pecado que es mi hermana? Dímelo, Señor, que me resignaré por amor tuyo…”. Jesús dice: “Sí, te lo digo”. Lázaro se vuelve como movido por un resorte y grita: “Oh, ¡Señor mío! Pero ¿cuándo llegaste?” y se inclina a besar el vestido de Jesús. Jesús: “Hace unos minutos”.  Lázaro: “¿Solo?”. Jesús: “Con Simón Zelote. Pero aquí, donde estás, he venido solo. ■ Sé que me debes decir una gran cosa. Dímela, pues”. Lázaro: “No. Antes responde a las preguntas que dirijo a Dios. Según tu respuesta te la diré”. Jesús: “Dime, dime esta grande cosa tuya. La puedes decir…”. Y Jesús sonríe abriendo sus brazos en ademán de invitación. Lázaro: “¡Dios altísimo! ¿Entonces es verdad? ¿Entonces sabes que es verdad?” y Lázaro va a los brazos de Jesús, a confiarle su cosa importante: “María ha llamado a Marta que fuese a Magdala. Marta se ha puesto en camino, afligida, con el temor de que hubiera ocurrido alguna grave desgracia… Y yo aquí, me quedé solo con el mismo temor. Pero Marta, por medio del siervo que la acompañó, me ha enviado una carta que me ha llenado de esperanzas. Mira, la tengo aquí en el pecho; la tengo aquí porque para mí es más preciosa que un tesoro. Son pocas palabras, pero las leo poco a poco, para estar seguro que verdaderamente han sido escritas. Mira…”. ■ Lázaro saca de su vestido un pequeño rollo ligado con una cinta de color violeta y lo desenrolla. “¿Ves? Lee, lee. En alta voz. Leída por Ti me parecerá aún más verdadero”. Jesús lee: “«Lázaro, hermano mío. Sea contigo la paz y la bendición. Llegué pronto y bien. Mi corazón ha dejado de palpitarme por miedo a nuevas desgracias, porque he visto a María, a nuestra María, sana y… sí, debo decirte que menos exaltada de aspecto que antes. Ha llorado sobre mi pecho. Un llanto largo… Y luego, en la noche, en la habitación a donde me condujo, me preguntó muchas y muchas cosas sobre el Maestro. Por ahora, solo esto; pero yo, que veo el rostro de María además de oír sus palabras, digo que en mi corazón ha nacido la esperanza. Ruega, hermano. Ten esperanza. ¡Oh, si fuera verdad! Me quedo aquí todavía un tiempo porque percibo que me quiere tenerme cerca, como sentirse defendida de la tentación, y para descubrir lo que nosotros ya conocemos: la bondad infinita de Jesús. Le he hablado de aquella mujer que vino a Betania (1)… Veo que piensa, piensa y piensa… Haría falta que Jesús estuviera presente. Ruega. Ten esperanza. El Señor esté contigo»”.  ■ Jesús envuelve el rollo y lo devuelve. Lázaro: “Maestro…”. Jesús: “Iré. ¿Dispones de algún medio para avisar a Marta de que dentro de no más de quince días venga a mi encuentro a Cafarnaúm?”. Lázaro: “Sí, Señor. ¿Y yo?”. Jesús: “Tú te quedas aquí. También a Marta haré que vuelva para aquí”. Lázaro: “¿Por qué?”. Jesús: “Porque el redimido tiene un profundo pudor, y nada produce más vergüenza que la mirada de un padre o de un hermano. Yo también te digo: «Ruega, ruega, ruega»”. Lázaro llora sobre el pecho de Jesús… Después, ya calmado, sigue hablando todavía de su angustia, sus desalientos… Exclama: “Hace casi un año que mantengo la esperanza… que desespero… ¡Qué largo es el tiempo de la resurrección!”. Y Jesús le deja que hable, que hable, que hable, que hable… hasta que Lázaro cae en la cuenta de que está faltando a sus deberes de hospitalidad y se levanta para llevar a Jesús a la casa. En el trayecto, pasan al lado de un tupido seto de jazmines en flor, sobre cuyas corolas de forma de estrella zumban abejas de oro. (Escrito el 22 de Julio de 1945).
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1  Nota  : Se refiere a Aglae.
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4-227-4 (———–).- Un episodio incompleto contado por María Valtorta pues “mientras veía” no pudo escribir.- J. Iscariote, convaleciente, va a Galilea con las Marías y Marziam; Juana a Béter y Elisa a Betsur.
* María Stma. ha cuidado, como una madre, a J. Iscariote, enfermo.- ■ Es un Judas muy pálido este que baja del carro, con la Virgen y las discípulas, o sea, las María, Juana y Elisa… y, debido a la confusión que he tenido en casa esta mañana, no he podido escribir mientras veía; por tanto, ahora, que son las 18, lo único que puedo decir es que he entendido y oído que Judas, convaleciente, vuelve donde Jesús, que está en el Getsemaní, con María que le ha cuidado, y con Juana, que insiste para que las mujeres y el convaleciente vuelvan en el carro a Galilea. Jesús es también de esta opinión y hace incluso montar en el carro al niño con ellas. ■ Sin embargo, Juana y Elisa se quedan en Jerusalén unos días, para luego regresar respectivamente a Béter y a Betsur. Recuerdo que Elisa decía: “Ahora tengo el valor de volver allí porque mi vida ya no es una vida sin objetivo. Ganaré para Ti la estima de mis amigos”. Y recuerdo que Juana añadió: “Yo también lo haré en mis tierras mientras Cusa me deje aquí. Será también servirte. Aunque preferiría ir contigo”. ■ Recuerdo, igualmente, que Judas, decía que no había añorado a su madre ni siquiera en las horas peores de la enfermedad, porque “tu Madre ha sido una verdadera madre para mí, dulce y amorosa, no lo olvidaré nunca”. El resto es confuso (en cuanto a las palabras) así que no lo digo, porque sería algo dicho por mí y no por las personas de la visión. (Escrito el 23 de Julio de 1945).
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4-228-5 (4-89-555).- Marziam confiado a Porfiria, mujer de Pedro.
*  J. Iscariote, recién curado, que sintió mucho miedo ante la muerte, se ve imperfecto y con una voluntad débil… llora.- ■ Jesús está con sus apóstoles en el lago de Galilea. Es por la ma­ñana, todavía temprano. Están todos los apóstoles, incluso Judas, perfectamente curado y con una expresión de rostro más dulce, debi­do a la enfermedad que ha padecido y a los cuidados recibidos; y también Marziam, un poco impresionado porque es la primera vez que está sobre el agua. El niño, aunque no quiere que se note, a cada cabeceo un poco más fuerte, se agarra con un brazo al cuello de la oveja, que comparte su miedo balando quejumbrosamente, y con el otro brazo a lo que puede (al mástil, a un asiento, a un remo, o inclu­so a la pierna de Pedro o de Andrés o de los trabajadores de la barca, que pasan dedica­dos a sus operaciones), y cierra los ojos, quizás convencido de que es­tá viviendo su última hora. Pedro, de vez en cuando, dándole un cachetito en el carrillo, le di­ce: “¿No tendrás miedo, no? Un discípulo no debe tener nunca miedo”. El niño dice que no, con la cabeza, pero, dado que el viento aumenta y que el agua se va agitando más a medida que se acercan a la desembocadura del Jordán en el lago, se agarra más fuerte y cie­rra los ojos más veces… hasta que exhala un grito de miedo, cuando, al improviso, la barca se inclina por una ola que la ha embestido de costado. Unos ríen, otros, de broma, toman el pelo a Pedro, porque ahora es padre de uno que no sabe estar en la barca; otros se burlan de Marziam porque siempre dice que quiere ir por tierras y mares a predicar a Jesús y luego tiene miedo de recorrer unos pocos estadios de lago. Pero Marziam se defiende diciendo: “Cada uno tiene miedo de algo, si no lo conoce: yo del agua, Judas de la muerte…”. ■ Comprendo que Judas ha debido tener mucho miedo a morir, y me asombra el que no reaccione ante esta observación; antes al contrario, dice: “Es así, como has dicho. Se tiene miedo de lo que no se conoce. Pero, mira, estamos llegando. Betsaida está a pocos estadios, tú estás seguro de que allí encontrarás amor… Pues bien, eso es lo que quisiera yo, estar a poca distancia de la Casa del Padre y estar seguro de encontrar amor en ella” y lo dice con cansancio y tristeza. Andrés pregunta sorprendido: “¿Desconfías de Dios?”. Iscariote: “No. Desconfío de mí. Durante los días de la enfermedad, rodeado de tantas mujeres puras y buenas, me he sentido, en mi espíritu muy pequeño. ¡Cuánto he pensado! Decía: «Si ellas todavía trabajan para ser mejores y ganarse el Cielo, ¿qué no deberé hacer yo?». Porque ellas se sienten todavía pecadoras. Y a mí me parecían ya todas santas. ¿Y yo?… ¿lo conseguiré, Maestro?”. Jesús: “Con la buena voluntad se puede todo”. Iscariote: “Pero mi voluntad es muy imperfecta”. Jesús: “La ayuda de Dios pone en la voluntad lo que a ésta le falta para ser completa. Tu actual humildad ha nacido en la enfermedad. ¿Ves?, el buen Dios, por medio de un suceso penoso, te ha proporcionado una cosa que no tenías”. Iscariote: “Es verdad, Maestro. ¡Oh, esas mujeres! ¡Qué discípulas más perfectas! No me refiero a tu Madre, que ya se sabe; me refiero a las otras. ¡Verdaderamente nos han superado! Yo he sido uno de los primeros ensayos de su futuro ministerio. Créeme, Maestro, con ellas uno puede descansar seguro. Nos cuidaban a mí y a Elisa; ella ha vuelto a Betsur con el alma reconstruida, y yo… yo espero reconstruirla, ahora que ellas me la han trabajado…”. ■ Judas, todavía débil, llora. Jesús, que está sentado a su lado, le pone una mano sobre la cabeza mientras hace un gesto a los demás para que guarden silencio. Pero, la verdad es que Pedro y Andrés están muy ocupados con las últimas maniobras de atracada y no hablan, y Simón Zelote, Mateo, Felipe y Marziam no tienen ninguna intención de hacerlo, quién porque está distraído por el ansia de la llegada, quién porque es de por sí prudente.
* “Deja que te sirva al menos un poco, siendo la mamá-discípula de este niño. Le enseñaré… a amarte a Ti… Tú me has arrebatado a mi esposo, dejándome casi viuda. Pero ahora me das un hijo”.- ■ La barca penetra en el río Jordán. Poco después se detiene en el guijarral. Los trabajadores de las barcas bajan para asegurarla atándola con una soga a una peña y para afianzar una tabla que sirva de puente; Pedro, en­tretanto, se pone de nuevo la túnica larga, y lo mismo hace Andrés. Mientras, la otra barca ya ha hecho la misma maniobra y están ba­jando los otros apóstoles. También Judas y Jesús bajan. Pedro, por su parte, está poniéndole la tuniquita al niño y aviándole para pre­sentarle en orden a su mujer… Ya han bajado todos, ovejas inclui­das. Pedro dice: “Y ahora en marcha”. Está realmente emocionado. Le da la mano al niño, que está también emocionado, tanto que se olvi­da de las ovejitas —se ocupa Juan de ellas— y, en un improviso acceso de miedo, pregunta: “¿Pero, me va a aceptar?, ¿me va a querer mucho?”. Pedro le tranquiliza, aunque quizás el miedo se le ha contagiado, porque dice a Jesús: “Háblale Tú a Porfiria, Maestro, que creo que no sabré expresarme bien”. Jesús sonríe, pero promete hacerlo. ■ Siguiendo el guijarral de la orilla, llegan pronto a casa. La puerta está abierta y se oye a Porfiria ocupada en las labores domésticas. “Paz a ti” dice Jesús asomándose a la puerta de la cocina, donde la mujer está poniendo en orden unos objetos de la vajilla. Porfiria: “¡Maestro! ¡Simón!”. La mujer corre a postrarse a los pies de Jesús y luego a los de su marido. Se pone en pie y, con ese rostro suyo si no hermoso sí bueno, dice ruborizándose: “¡Hacía mucho que dese­aba veros! ¿Habéis estado todos bien? ¡Venid! ¡Venid! Estaréis cansa­dos…”. Jesús: “No. Venimos de Nazaret. Hemos estado unos días. Luego nos he­mos detenido también en Caná. En Tiberíades teníamos las barcas. Como puedes ver, no estamos cansados. Llevábamos a un niño con nosotros, y Judas de Simón estaba débil porque ha sufrido una en­fermedad”. Porfiria: “¿Un niño? ¿Y siendo tan pequeño es ya discípulo?”. Jesús: “Es un huérfano que hemos recogido en nuestro camino”. Porfiria: “¡Bonito! ¡Ven, tesoro; te doy un beso!”. El niño, que hasta ahora había estado medio escondido temeroso detrás de Jesús, se deja coger de la mujer, que casi se ha arrodillado para estar a la altura de él; y se deja besar sin ofrecer ninguna resistencia. Porfiria: “¿Y ahora os le lleváis con vosotros?, ¿siempre con vosotros, con lo pequeño que es? Será fatigoso para él…”. La mujer se muestra toda compasiva. Tiene al niño estrechado entre sus brazos con su mejilla apoyada en la del niño. Jesús: “La verdad es que Yo tenía otro plan. Pensaba confiarle a alguna discípula cuando nosotros nos alejemos de Galilea y del lago…”. ■ Porfiria: “¿A mí no, Señor? No he tenido ningún niño, pero sobrinitos sí, y sé tratar a los niños. Soy la discípula que no sabe hablar, que no tiene tanta salud como para ir contigo, como hacen las otras, que… ¡oh, Tú lo sabes!… será que soy cobarde, si quieres, pero Tú sabes en qué tenaza me encuentro, o, más que en una tenaza, entre dos sogas que tiran de mí en dirección opuesta, y no tengo el valor de cortar una de las dos. Deja que te sirva al menos un poco, siendo la mamá-discípula de este niño. Le enseñaré todo lo que las otras enseñan a muchos… a amarte a Ti…”. Jesús, poniendo la mano sobre la cabeza, sonríe y dice: “Hemos traído a este niño aquí porque aquí encontraría una madre y un padre. Bien, pues vamos a constituir la familia”. Y Jesús mete la mano de Marziam entre las de Pedro —que tiene los ojos brillantes— y Porfiria. “Educadme santamente a este inocente”. Pedro ya lo sabe y lo único que hace es secarse una lágrima con el dorso de la mano. Pero su mujer, que no se lo esperaba, se queda unos momentos muda, por el estupor, pero luego vuelve a arrodillarse y dice: “¡Señor mío!, Tú me has arrebatado a mi esposo, dejándome casi viuda. Pero ahora me das un hijo… Así devuelves todas las rosas a mi vida, no sólo las que me has cogido sino también las que no he tenido nunca. ¡Bendito seas! Amaré a este niño más que si hubiera nacido de mis entrañas, porque me viene de Ti”. Y la mujer besa la túnica de Jesús. También besa al niño y luego le sienta sobre su regazo… Se la ve dichosa… ■ Jesús dice: “No disturbemos sus expresiones de afecto. Quédate si quieres, Simón; nosotros vamos a la ciudad a predicar. Volveremos ya por la noche, para pedirte comida y descanso”. Y Jesús sale con los apóstoles, dejando tranquilos a los tres… Juan dice: “¡Mi Señor, a Simón hoy se le ve feliz!”. Jesús: “¿Tú también quieres un niño?”. Juan: “No. Sólo quisiera un par de alas para elevarme hasta las puertas del Cielo y aprender el lenguaje de la Luz, para repetirlo a hombres” y sonríe. Acondicionan a las ovejitas en el fondo del huerto, junto al local de las redes, y les dan ramitas, hierba y agua del pozo; luego se marchan hacia el centro de la ciudad. (Escrito el 24 de Julio de 1945).
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4-229-9 (4-90-559).- Discurso de Jesús, en Betsaida, sobre el gesto de caridad de Pedro y Porfiria.
* Diversidad de opiniones en Betsaida sobre el gesto de caridad de Pedro.- ■ Jesús está hablando a mucha gente que se ha congregado delante de la casa de Felipe; habla erguido, en el umbral de la puerta realzado sobre dos altos escalones. La novedad del hijo adoptivo de Pedro que ha venido con su mi­núscula riqueza de tres ovejitas en busca de la gran riqueza de una nueva familia se ha esparcido como una gota de aceite en una tela. Todos hablan de ello, cuchichean, hacen comentarios que responden a los distintos modos de pensar. ■ Hay quien, sincero amigo de Simón y de Porfiria, se muestra con­tento por su alegría. Hay quien, con malevolencia, dice: “Para que le aceptara, se le ha tenido que ofrecer con dote”. Está también la per­sona buena que dice: “Vamos a querer todos mucho a este pequeñue­lo amado de Jesús”. No falta quien maliciosamente dice: “¿La gene­rosidad de Simón? ¡Sí, precisamente eso! ¡Se lucrará, si no…!”. Están también los ambiciosos: “¡También yo lo habría hecho, si me hubieran ofrecido un niño con tres ovejas. ¡Tres! ¿Os dais cuenta? Es un pequeño rebaño. ¡Además bien hermosas! ¡Lana y leche están asegurados, y luego los corderos para venderlos o tenerlos! ¡Son ri­queza! Además el niño puede servir, puede trabajar…”. Pero otros replican a los malpensados: “¡Qué vergüenza! ¡Decir que se ha hecho pagar por una buena acción! Simón no ha pensado eso. Le hemos conocido siempre generoso con los pobres, especial­mente con los niños, a pesar de su modesto patrimonio de pescador. Es justo que ahora —que ya no gana con la pesca y carga con el peso de otra persona en la familia— tenga otro modo de ganar algo”. ■ Mientras la gente comenta, extrayendo cada uno de su propio co­razón lo que de bueno o malo tiene y vistiéndolo de palabras, Jesús conversa con uno de Cafarnaúm que ha venido a verle para invitarle a ir enseguida, porque —dice— la hija del arquisinagogo se está mu­riendo (1), y porque hace unos días que está viniendo una mujer noble con una sierva preguntando por él. Jesús promete que irá al día si­guiente por la mañana, cosa que entristece a los de Betsaida porque querrían que estuviera con ellos más días.
* Hay páginas de la Escritura que hablan de cuánto bien nace de un acto bueno. Recordemos a Tobit”.-Jesús: “Vosotros —los buenos de entre vosotros— aprobáis la bondad de Simón para con el huérfano. Solo el juicio de los buenos tiene valor. No se debe escuchar el juicio de  los  no buenos, que siempre está impregnado de veneno y mentira… ■ Hay páginas de la Escritura que hablan de cuánto bien nace de un acto bueno. Recordemos a Tobit (2). Mereció que el arcángel cuidase a su hijo Tobías y que enseñase a éste cómo devolver la vista a su padre ¡Cuántas caridades, y sin pensar en obtener beneficio alguno, había hecho el justo Tobit a pesar de los reproches de su mujer y de los peligros de la vida, incluso de muerte! Recordad las palabras del arcángel: «Buenas cosas son la oración y el ayuno. La limosna vale más que montañas de minas de oro, porque la limosna libra de la muerte, purifica los pecados; quien la practica halla misericordia y vida eterna… Cuando orabas entre lágrimas y enterrabas a los muertos… yo presenté tus oraciones al Señor». Pues bien, mi Simón, en verdad os lo digo, superará con mucho las virtudes del anciano Tobit. Cuando Yo me vaya, él protegerá vuestras almas con mi Doctrina. Ahora él empieza su paternidad de un alma para ser mañana padre santo de todas las almas fieles a Mí. ■ Por tanto, no murmuréis; al contrario, si un día encontráis en vuestro camino, cual pajarillo caído de su nido, a un huérfano, recogedle. El pedazo de pan compartido con el huérfano, lejos de empobrecer la mesa de los hijos auténticos, trae a casa las bendiciones de Dios. Haced esto, porque Dios es el Padre de los huérfanos y es Él mismo quien os los pone delante, para que los ayudéis reconstruyéndoles el nido que la muerte destruyera; hacedlo porque lo enseña la Ley que Dios dio a Moisés, que es nuestro legislador precisamente porque en tierra enemiga e idolátrica encontró un corazón que se inclinó compasivo hacia su debilidad de infante, para salvarle de la muerte, arrebatándole a la muerte, fuera de las aguas, al margen de las persecuciones, porque Dios había establecido que Israel tuviera un día su libertador: un acto de piedad le valió a Israel su caudillo. ■ Las repercusiones de un acto bueno son como ondas sonoras que se difunden hasta muy lejos del lugar en que nacen; o, si lo preferís, como flujo de viento que arrebata las semillas y consigo las lleva muy lejos hasta las fértiles tierras. Podéis iros. La paz sea con vosotros”. (Escrito el 25 de Julio de 1945).
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1  Nota  : Se trata de la hija del Arquisinagogo Jairo. Jesús la resucitará (Cfr. Mt. 9,18-26; Mc. 5,21-43; Lc. 8,40-56). En esta Obra se narra en el episodio 4-230-10 en el tema “Fe”.   2  Nota  : Para entender bien las alusiones que siguen, es conveniente leer casi todo el pequeño libro intitulado: Tobías.

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Índice del tema  “Judas Iscariote”,  2º año v. p. de Jesús.- 1ª parte

2-148-399 (3-8-33).-  Jesús visita a Juan el Bautista en las cercanías de Enón.
2-150-405 (3-10-40).- Jesús en Nazaret, en casa de su Madre.
2-154-414 (3-14-49).- Jesús en Cesarea Marítima, con el soldado Publio Quintiliano, habla del hombre insensato. Se dirige después a los galeotes, a los poderosos, a Claudia Prócula.
2-155-420 (3-15-55).- Curación de una niña romana en Cesarea Marítima.- Jesús arremete contra la hipocresía de unos judíos.
2-158-441 (3-18-78).- En el lago de Genesaret con Juana de Cusa, que habla sobre la repercusión de la curación de la niña romana, sobre la vida licenciosa de María de Magdala, que tomaba parte también en las orgías de los banquetes romanos, y sobre sus amigas romanas.
3-165-28  (3-25-112).-  Elección de los doce apóstoles.
3-168-49 (3-28-135).- Aglae, la «Velada» de «Aguas Claras», en Nazaret,  con María.
3-174-109 (3-34-200).- La llegada inoportuna de María Magdalena, provocativa, a la Montaña de las Bienaventuranzas.
3-180-149 (3-40-243).- En la casa de Pedro, en Betsaida, la noticia de la segunda captura de Juan el Bautista, traicionado por un discípulo y por los fariseos de Cafarnaúm.
3-181-155 (3-41-249).-  La parábola del trigo y de la cizaña aplicada en su sentido universal. En su sentido especial, aplicada al acto de traición.
3-183-163 (3-43-258).- La curación de un hombre herido, en Magdala, en casa de María Magdalena.
3-184-167 (3-44-262).- Parábola de la semilla: el trabajo de Dios en los corazones para instaurar en ellos su Reino. Aplicada a M. Magdalena. Parábola del grano de mostaza.  El pequeño Benjamín de Magdala.
3-188-190 (3-49-286).- En Endor, J. Iscariote quiere visitar la gruta de la maga.- Encuentro con Félix, luego llamado Juan.
3-190-204 (3-51-301).- Llegada a la llanura de Esdrelón. Espectáculo desolador de los campos de Doras.
3-191-207 (3-52-304).- La parábola del rico Epulón.- El sábado en Esdrelón, con los campesinos de Yocana y del hijo de Doras.- El pequeño Yabés, adoptado por Jesús.
3-192-216 (3-53-313).- Pedro toma el cuidado del niño Yabés.- Nuevo encuentro con el militar romano Publio Quintiliano.
3-193-219 (3-54-316).- Pedro deberá amar a Yabés como si fuera su hijo, pero con espíritu so­brenatural.
3-194-226 (3-55-323).-  En  el camino hacia Jerusalén.
3-195-229 (3-56-326).- Una lección de Juan de Endor a J. Iscariote.- La entrada de los peregrinos en Jerusalén para la Pascua.
3-196-233 (3-57-331).-  El sábado en Getsemaní. Jesús habla de su Madre y de los amores de de distintas potencias.
3-197-242 (3-58-339).- En el Templo de Jerusalén, con Juan de Endor y el niño Yabés. Encuentro con José de Arimatea.- En Betania se encuentran ya la Madre, María de Alfeo y  María de Salomé.
3-198-251 (3-59-349).- Encuentro, en Betania, con la Madre que da el nuevo nombre a Yabés: Marziam; y habla de Aglae a Jesús.
3-199-256 (3-60-354).- Donde los leprosos de Siloán y de Hinnón.- El sacerdote Juan, leproso.- J. Iscariote se ausenta para ver a sus “amigos”.
3-199-261 (3-60-359).- María Stma. siente repugnancia por Iscariote.- Pedro obtiene la adopción de Marziam, con intervención de María.- María quiere ir a Betsur a visitar a una antigua compañera del Templo.
3-200-264 (3-61-363).-  Coloquio de Aglae, la «Velada», con el Salvador.
3-201-270   (3-62-369).- Ceremonia de la mayoría de edad de Marziam. J. Iscariote, ausente.
3-202-275  (3-63-375).- J. Iscariote en el Templo, en la víspera de la Pascua, reprendido por Jesús pero no se queda con Él. Llegada de los campesinos de Yocana.
3-203-279 (3-64-379).- El día en que Jesús enseñó el Padre Nuestro, Judas Iscariote ausente.
3-205-295 (3-66-396).- La parábola del hijo prodigo.  Aplicada a Juan de Endor, a Magdalena.-  J. Iscariote aparece y pide ayuda a la Virgen.
3-206-312 (4-68-415).- Judas Iscariote se atreve a hablar.- Jesús se despide de Betania.
3-207-323 (4-69-427).- J. Iscariote pregunta: “El Verbo no debía de haberse humillado tanto naciendo como los demás hombres. ¿No habría podido aparecer en forma humana, ya adulta?”.
3-210-341 (4-72-445).- Las inquietudes de J. Iscariote durante el camino hacia Hebrón, provocan esta afirmación del manso Andrés: “A nosotros nos llamó. A ti, no”.
3-213-362 (4-75-464).- En Keriot una profecía de Jesús y comienzo de la predicación apostólica.
3-214-366 (4-76-469).- La madre de Judas abre su corazón a María Stma., que ha llegado a Keriot con Simón Zelote.
3-224-428 (4-86-535).- “Muchas veces os he dicho que leo en los corazones y que, cuando el Padre no dispone de otro modo, no ignoro lo que debe suceder”.
3-224-433 (4-86-539).- Llagada a Béter. Los espléndidos rosales de Juana.
3-225-435 (4-87-542).- Insinuaciones amenazadoras de fariseos en el Templo.- J. Iscariote, enfermo.
4-226-2 (4-88-552).- Un signo esperanzador: “Maestro, M. Magdalena ha llamado a Marta desde Magdala”.
4-227-4  (———–).- Un episodio incompleto contado por María Valtorta pues “mientras veía” no pudo escribir.  Iscariote, convaleciente, va a Galilea con las Marías y Marziam;  Juana a Béter y Elisa a Betsur.
4-228-5 (4-89-555).-  Marziam confiado a Porfiria, mujer de Pedro.
4-229-9 (4-90-559).- Discurso de Jesús, en Betsaida, sobre el gesto de caridad de Pedro y Porfiria.