El Apocalipsis («Cuadernos 1945-1950» de María Valtorta)

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Septiembre-Noviembre de 1950  

 (NOTA.- Los siguientes comentarios a diferentes fragmentos del «Apocalipsis», cierran la larga serie de cuadernos autógrafos de María Valtorta. A diferencia del resto de los cuadernos, no se detalla aquí la fecha de la escritura. Y, por otra parte, no se encabeza con el acos­tumbrado “Dice” especificando el Autor divino que lo dicta que aquí no se menciona, como tampoco habla en primera persona al igual que se hace en los «dictados»).

 Versículo 4º: Aquél que es

   1.- «Aquel que es» es el antiguo nombre de Dios (Éxodo 3,13-14: “Yo soy el que soy”), aquel con el que Dios se identificó a Moisés sobre el monte, aquel que Moisés enseñó a su Pueblo para que pudiese invocar a Dios. Toda la eternidad, todo el poder y toda la sabiduría de Dios fulguran en este nombre.
    Aquel que es: la eternidad.
   No hubo un Dios anterior ni tampoco habrá un Dios futuro. Él es: el presente eterno. Si el entendimiento humano, el más poderoso de los entendimien­tos humanos; si un poderoso, siquiera se trate del más poderoso de los humanos, con deseo puro y puro pensamiento desprovisto de hu­mano orgullo medita esta eternidad de Dios, dicha lección, medita­ción o contemplación le hará sentir cual ninguna otra lo que Dios es y lo que es él: el Todo y la nada; el Eterno y el transitorio; el Inmu­table y el mudable; el Inmenso y el limitado. Con esto brota la hu­mildad, brota la adoración adecuada al Ser divino al que se ha de tributar adoración y surge la confianza por cuanto el hombre, el nada, el granito de polvo respecto del Todo y todo lo creado por el Todo, se siente bajo el rayo de la protección de Aquel que, exis­tiendo desde la eternidad, quiso que hubiese hombres a los que ha­cerles partícipes de su infinito amor.
   Aquel que es: el poder infinito
   ¿Qué cosa o persona podría existir por sí? Ninguna. Sin combus­tibles y fusiones de partículas esparcidas por los firmamentos no se forma un nuevo astro, como tampoco se forma espontáneamente un hongo. Tanto para el astro mayor que la Tierra como para el hongo microscópico son precisos materiales preexistentes y especiales condi­ciones de ambiente para la formación de un nuevo cuerpo, bien sea éste grandísimo o microscópico. Mas ¿quién dio lugar a que el astro y el hongo se formasen? Aquel que creó todo cuanto existe, ya que Él existía de siempre y de siempre era poderoso.
   Así pues, para todo cuanto existe hubo un Principio creador que, o bien creó directamente (la primera creación) o mantuvo y favoreció el perpetuarse y el renovarse de la creación. Pero a Él ¿quién le creó? Nadie. Él existe por Sí mismo no debiendo su Ser a persona o cosa alguna. Él es y no necesitó de otro alguno para ser, como tampoco ser alguno contrario a Él, si bien por Él creado ─porque todo espí­ritu, carne o criatura del mundo irracional sensible fue creado por Dios─ puede hacer que no exista. Y si todo cuanto existe en el Cielo espiritual, en la Creación sensible y en los Infiernos es ya un testimonio de su inmenso poder, el hecho de existir sin haber él reci­bido principio de otro ser o cosa alguna, es testimonio inmenso de su inmenso poder.
   Aquel que es: la sabiduría perfectísima e increada, que no tuvo necesidad de autoformarse ni de formarse mediante maestros para ser la Sabiduría que, al crear cuanto no existía, no sufrió equivocación alguna, creando y queriendo a la perfección.
   ¿Qué inventor, innovador o pensador hay ─por justo que sea el deseo que le mueva a investigar, conocer o explicar, tanto los miste­rios excelsos como los naturales─  que no caiga en algún error y haga de su inteligencia un motivo de daño para sí y para los demás? La raíz del daño para toda la Humanidad ¿no tuvo acaso su origen en el deseo de los Progenitores de conocer y adentrarse en los dominios de Dios?Seducidos al momento por la falsa promesa del Adversario, quisieron conocer… y cayeron en error, como caen los pensadores, científicos y hombres en general.
   Mas Aquel que es, y es Sabiduría perfectísima, no cometió ni co­mete error alguno; y el mal y el dolor, que redujeron a la imperfec­ción lo que fue creado perfecto, nunca deben atribuirse al Omniscien­te sino a quienes quisieron y quieren salir de esa ley de orden que Dios estableció para todas las cosas y todos los seres vivientes. Orden espiritual, orden moral y orden físico perfectos que, de haberse respetado, habrían mantenido la Tierra en su estado de paraíso terre­nal y a los hombres que la habitan en la condición feliz de Adán y Eva anterior ala culpa.
  «Aquel que es», nombre antiguo de Dios debido a un exceso de veneración despertado espontáneamente en el yo de los hombres cons­cientes de su condición de seres decaídos de la Gracia y merecedores de los rigores de Dios ─era entonces el tiempo en que Dios era para los hombres el Dios terrible del Sinaí, el Juez dispuesto a la venganza─ fue muy pronto sustituido por este otro: Adonaí. Y esto, bien por diversidad de pronunciación, como ocurre en todas las na­ciones y en todos los tiempos con su diversidad de regiones o por haberlo usado muy raramente debido a una excesiva integral aplica­ción del mandamiento: «No pronunciarás en vano el Nombre del Señor tu Dios», provocó una alteración de la primitiva pronunciación: «Jeová». Mas en Galilea, en donde el Emmanuel habría de pasar la casi totalidad de su vida de Dios entre los hombres, según su nom­bre profético de Emmanuel, y de la que habría de salir para esparcir la Buena Nueva, Él, que era la Palabra de Dios que se hizo Hom­bre, para iniciar su misión de Salvador y Redentor que habría de concluir sobre el Gólgota, aquel nombre, enseñado por el Eterno a Moisés, conservó su sonido inicial: Jeová.
   Y en el nombre del Hijo de Dios hecho Hombre, en el nombre que Dios mismo impuso a su Hijo encarnado y que el Ángel de los felices anuncios comunicó a la Virgen inmaculada, hay, para quien sabe leer y entender, un eco de ese nombre y la Palabra que lo lle­vaba enseñó de nuevo a los suyos la palabra verdadera: Jeová, con la que designar a Dios y designar a su Padre Santísimo por el que el Hijo fue engendrado y de los Cuales procede el Espíritu Santo. Y procede para engendrar, a su debido tiempo, en el seno de la Virgen al Cristo Salvador, a Jesús, el Hijo de Dios y de la Mujer. Aquel que, además de ser el Mesías y Redentor prometido, es el más veraz testimonio del Padre y de su Voluntad, el testimonio de la Verdad, de la Caridad y del Reino de Dios.
  2.- El Padre y el Hijo, siempre Una sola cosa por más que tempo­ralmente el Hijo tomara Persona humana sin por ello perder su eter­na Persona divina, siempre Una sola cosa por el amor perfecto que les unía, diéronse recíprocamente testimonio. Y así el Padre se lo da al Hijo en el Bautismo del Jordán, sobre el Tabor al transfigurarse y en el Templo, con ocasión de la última Pascua, en presencia incluso de los Gentiles llegados para conocer a Jesús (Juan 12,28). Y a este triple testimonio sensible se han de añadir los testimonios de los más grandes milagros obrados por Cristo, casi siempre tras haber invocado al Padre. Con toda verdad puede asegurarse que la invisible presen­cia del Padre, que es Espíritu eterno y purísimo, fulguró como rayo de incontenible luz al que obstáculo alguno puede detener, en todas las manifestaciones de Cristo, lo mismo en su calidad de Maestro que en la de operador de milagros y de obras divinas.
   Dios, el Padre, creó al hombre del polvo y le infundió el soplo de la vida y el espíritu, soplo divino e inmortal. Asimismo el Padre, públicamente o sin ser invocado por el Hijo, devolvió con Él la vida a una carne muerta y, con la vida, el alma y también la reconstruc­ción de las carnes que, por muerte (caso de Lázaro) o por enferme­dad (lepra) estaban ya deshechas o destruidas; y, convirtiendo al pecador, restablece en él la ley moral y recrea el espíritu caído en pecado hasta la magna recreación de la Gracia mediante el sacrificio de Cristo a favor de todos aquellos que creen en Él y acogen su Doctrina entrando a formar parte de su Iglesia.
   El Hijo, por tanto, hace la revelación del Padre al mundo que le ignora y también al pequeño mundo de Israel que, sin ignorarle, des­conocía la verdad de amor, de misericordia y de justicia moderada por la caridad que es su Naturaleza. «Quien me ve a Mí ve a mi Padre. Mi doctrina no es mía sino de Aquel que me envió. La Ver­dad que me envió, su Palabra, vosotros no la conocéis sino que la conozco Yo porque me engendró. El Padre que me envió no dejó solo a su Hijo, pues Él está conmigo. Yo y el Padre somos Una sola cosa». Y revela al Espíritu Santo, amor mutuo, abrazo y beso eternos del Padre y del Hijo, Espíritu del Espíritu de Dios, Espíritu de verdad, Espíritu de consolación, Espíritu de sabiduría que confir­mará a los creyentes en la Fe y les amaestrará en la Sabiduría, Él, Teólogo de los teólogos, Luz de los místicos, Ojo de los contemplati­vos y Fuego de los amantes de Dios.
  Toda la enseñanza y las obras todas de Cristo son un testimonio del Padre y revelación del misterio incomprensible de la Santísima Trinidad. De esta Trinidad por la que fue posible la Creación, la Re­dención y la Santificación del hombre. De esta Trinidad por la que, sin destruir la primera creación que llegó a corromperse, pudo producirse una recreación o nueva creación de una pareja sin mancha: de una nueva Eva y de un nuevo Adán, medio con el que recrear a la Gracia y, por tanto, restablecer el orden violado y hacer que pudie­sen conseguir el fin último los hombres descendientes de Adán.
   Por querer del Padre, a la vista de los méritos del Hijo y por la obra del Espíritu Santo, pudo el Hijo tomar carne humana de la Mujer inmaculada, nueva y fiel Eva, porque el Espíritu de Dios cu­brió con su sombra el Arca, no hecha por mano de hombre, y llegar a ser realidad el nuevo Adán, el Vencedor, el Redentor, el Rey del Reino de los Cielos al que son llamados los que, acogiéndole con amor y siguiendo su doctrina, merecen llegar ser hijos de Dios, cohe­rederos del Cielo.
Desde las primeras palabras de Maestro hasta las últimas en el Cenáculo, en el Sanedrín, en el Pretorio y sobre el Gólgota; y desde éstas a las anteriores a la Ascensión, Jesús siempre dio testimonio del Padre y del Reino de los Cielos.
   3.- El Reino de Dios. El Reino de Cristo. Dos reinos que son uno solo al ser Cristo una sola cosa con Dios y porque Dios dio a Cristo y por Cristo todas las cosas que por su medio fueron hechas después de que el Eterno habíalas visto todas en su Unigénito, Sabiduría infinita, Origen como Dios, Fin como Dios, causa como Dios-Hombre de la creación, de la deificación y de la redención del hombre. Dos reinos que son un solo reino porque el Reino de Cristo en nosotros  nos otorga la posesión del Reino de Dios.
   Y Cristo, al decir al Padre: «Venga tu Reino», como Fundador, como Rey de reyes, como Hijo y Heredero eterno de todos los bie­nes eternos del Padre, lo instaura desde la Tierra, lo establece en nosotros, hace una sola cosa de su Reino y el de su Padre y los une juntando el de la Tierra, a modo de místico puente que es su larga Cruz de hombre entre los hombres que no le comprenden y de Mártir por medio de los hombres y por el bien de los hombres, con el del Cielo. A ese Reino de Dios le asigna por palacio visible: la Iglesia, por estatutos las leyes de la Iglesia y por Rey a Sí mismo, siendo su Cabeza y Pontífice eterno. Como todo rey, establece sus ministros y con toda claridad lo define como «anticipo» del Reino eterno, y a la Iglesia como «nueva Jerusalén terrena» que, al final de los tiempos, será transportada y transformada en la «Jerusalén ce­leste» en la que se regocijarán eternamente los resucitados y vivirán una vida tan solo por Dios conocida.
   Reino visible mediante la Iglesia, aunque reino también invisible este reino de Dios en nosotros. Él tomó semejanza con su Fundador que, como Hombre, fue y es un Rey visible y, como Dios, un Rey invisible al ser Espíritu purísimo al que se le presta fe por pura fe, ya que ojo humano alguno ni otro sentido humano vio jamás a Dios antes de haberse encarnado ni vio sensiblemente a la Primera ni a la Tercera Persona sino que las vio en las obras realizadas por Ellas o que habían de realizar. Reino por tanto que, como el hombre, fue hecho a semejanza e imagen de su Fundador: verdadero y perfecto Hombre y, como tal, prototipo visible de los hombres tal como los creara el Padre contemplándolos en su Verbo eterno y en su Verbo encarnado, Dios verdadero y perfectísimo y, como tal, Espíritu Purí­simo, invisible en su espiritual Naturaleza divina, pero viviente sin posibilidad de principio ni fin al ser el «Viviente».
   Así es el Reino de Dios representado sobre la Tierra por la Igle­sia. Sociedad visible y viviente sin posibilidad de tener fin desde que la constituyó el Viviente. Así es el Reino de Dios en nosotros, invisi­ble al ser cosa espiritual, viviente en su parte espiritual y viviente desde que fue creado, salvo que el hombre destruya el Reino de Dios en él con el pecado y la persistencia en el mismo y dé muerte también a la Vida del espíritu.
   3/1.- Reino al que hay que servir y se ha de conquistar. Se le sirve sobre la Tierra y se le conquista más allá de la Tierra a través de las vicisitudes de la vida cotidiana. Cada año, cada mes, cada día, hora y minuto son, desde el uso de la razón hasta la muerte, un ser­vicio del súbdito a su Dios haciendo su Voluntad, obedeciendo su ley y viviendo como «hijo» y no como enemigo o como bruto tal vez que elige como vida suya el menguado y transitorio goce animal, de­sechando el vivir de modo que le merezca el gozo celestial. Cada año, cada mes, cada día, hora y minuto son medio de conquista del Reino del Cielo.
   «Mi Reino no es de este mundo» aseguró muchas veces la Verdad encarnada a sus elegidos, a sus amigos, a sus fieles y hasta a quienes le rechazaban y odiaban por el miedo de perder su poder mezquino.
   «Mi Reino no es de este mundo» testimonió Cristo cuando se percató de que querían hacerle rey y huyó en solitario al monte (Juan 6,15).
   «Mi Reino no es de este mundo» respondió Cristo a Pilatos que le interrogaba.
   «Mi Reino no es de este mundo» dijo igualmente por última vez a sus Apóstoles antes de la Ascensión; y acerca de la reconstrucción del mismo, esperada todavía humanamente por sus elegidos, respon­dió: «Sólo el Padre conoce el tiempo y el momento, pues se lo ha reservado en su poder» (Hechos 1,7).
  Así pues, Cristo dio siempre testimonio del Reino, de este doble Reino que es asimismo un solo Reino: el de Cristo-Dios en nosotros y el de nosotros en Dios y con Dios que llegará a ser Reino per­fecto, inmutable, no sujeto ya a insidias ni corrupciones desde el mo­mento en que «Él, el Rey de los reyes, venga sobre las nubes y todos los ojos le vean (Apocalipsis 1,7),  para tomar posesión de su Reino (Apocalipsis 19), para conseguir la victoria sobre todos sus enemigos, para juzgar y dar a cada cual lo que se mereció y trans­portar a los elegidos al mundo nuevo, al nuevo Cielo y a la nueva Tierra, a la nueva Jerusalén en la que no hay corrupción, llanto ni muerte» (Apocalipsis 19-20-21).
   Y para dar testimonio con medios más válidos que las palabras de que Él es el Rey visible del Reino de Dios, o sea, de un reino en el que la caridad, la justicia y el poder se ejercitan de forma so­brenatural, llevó a cabo acciones tan potentes cual rey alguno es capaz de realizar, dando libertad a miembros y conciencias ligados por enfermedades, posesiones o pecados graves; dominando las fuer­zas mismas de la naturaleza, los elementos y hasta a los hombres cuando era conveniente hacerlo (Lucas 4,30; Juan 8,59 y 11,39), e, in­cluso, venciendo a la muerte (la hija de Jairo, el hijo de la viuda de Naím, Lázaro), haciendo siempre uso de una caridad y de una justi­cia perfectas e imparciales y amaestrando con una sabiduría que con­tenía normas aplicables a todos los casos: materiales, morales o espi­rituales, de tal forma que sus propios enemigos se veían forzados a confesar: «Ninguno habló jamás como Él habla».
  A los que decidían: «No queremos que Éste reine», Él responde con hechos milagrosos sobre los que el querer de los hombres no es capaz de dar explicación de poder alguno. Responde con su Resu­rrección y su Ascensión, indicando con ello que si pudieron darle muerte fue porque Él lo permitió con fines de un amor infinito, pero que, con todo, Él es Rey de un Reino en el que el poder es infinito puesto que puede darse a Sí mismo la vida e, incluso, as­cender por Sí, como Hombre de verdadera carne, al Cielo, al lado de su Padre.
   3/2. A la espera de poder conceder a sus elegidos el Reino celestial, Él les otorga la paz. La paz que es, junto con la caridad, el aura de su Reino celeste. La paz que emana de Él. De Él que es Aquel que es y que es el Príncipe de la Paz que, para dar a los hombres la paz de la reconciliación con Dios, vino a la Tierra a asumir, Él, que es el Ser eterno, carne, sangre y alma para unirlas hipostáticamente a su Divinidad y así llevar a cabo el Sacrificio perfecto que aplacó al Padre. Perfecto, porque la Víctima inmolada para cancelar el pecado de la Humanidad y la ofensa inferida por la misma a Dios su Crea­dor, era verdadera Carne que podía ser inmolada, Carne inocente y pura como de verdadero Dios.
   De aquí que su Sacrificio fuese perfecto, apto y suficiente para lavar la Mancha, restituir la Gracia, convirtiéndonos en ciudadanos del Reino de Dios y siervos, no mediante esclavitud sino por espiri­tual sacerdocio que presta obsequio y culto a Dios, laborando para que se extienda su Reino y vayan almas y más almas a la Luz, a la Vida; a esa Vida inmortal hasta para la carne resucitada de los jus­tos, como Él lo atestiguó poder ser cierto mediante su Resurrección después de haber estado muerto. Él, el Viviente, llegando a ser de este modo el Primogénito de entre los muertos, de aquellos que en el último día volverán a asumir la carne de la que durante milenios, siglos o años se despojaron, para participar también con ella, ya que fue objeto de prueba, de lucha y de mérito sobre la tierra, del indeci­ble gozo del conocimiento de Dios y de sus perfecciones.

Capítulo I, versículo 5º: Primogénito de entre los muertos

   Cuando se lee esta frase se apodera cierta confusión en la mente del lector poco formado; surge como una duda y, lógicamente, este interrogante: «Pero, ¿no hay aquí un error o contrasentido? por cuan­to el Primogénito es Adán, primogénito en la vida de la Gracia, de tal suerte que a Cristo se le llama nuevo Adán o segundo Adán, y por otra parte, aunque excluyamos al primer hombre por haber de­caído de la vida sobrenatural y permanecido tal hasta los 33 años de Cristo y a su Madre María se la llama Primogénita por palabra de la Sabiduría al haber sido concebida y haber nacido con plenitud de Gracia antes de Cristo su Hijo.
   No existe error ni contrasentido.
  Adán es el primer hombre, mas no el primogénito, no habiendo sido engendrado por padre ni madre sino creado directamente por Dios. 
  Jesús es el Unigénito del Padre del que es a la vez su Primogénito. El Verbo fue engendrado por el Pensamiento divino que no tuvo principio, como tampoco Él lo tuvo. Él es por tanto como Dios Primogénito absoluto. Y es también el Primogénito como Hombre bien que nacido de María ─llamada a su vez «Primogénita» por la sabiduría y por la Iglesia─ porque, por la paternidad de su Padre Dios, es el verdadero Primogénito  de los hijos de Dios, no por participación sino por generación directa: «El Espíritu Santo descenderá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá, por lo que el Santo que de ti ha de nacer será llamado Hijo de Dios» (Lucas 1, 35). 
   Primogénito, pues, por más que, con anterioridad a Él, la Madre fuese cantada «Hija Primogénita del Altísimo» (Eclesiástico 24, 5) y la Sabiduría, de la que Ella es asiento, diga: «El Señor me poseyó desde el principio, desde antes de que hiciese las cosas. Desde la eternidad fui fundada» (Proverbios 8, 22-23). Y aún más: «Aquel que me creó reposó en mi tabernáculo» (Eclesiástico 24, 12). Primogénito porque, si santísima es la Madre y purísima por singular privilegio, infinitamente santo e infinitamente superior es el Hijo a la Madre por ser Dios
   Ella, Hija primogénita por elección del Padre que la poseyó; su Arca santa desde que su pensamiento la ideó y estableció que por Ella viniese la Gracia a devolver la gracia a los hombres, y desde que, habiéndola creado llena de Gracia, reposó en Ella siempre: antes, durante y después de su Maternidad. Verdaderamente, al ser inmaculada, Ella estuvo llena de Gracia, llena siempre de Gracia, habiendo sido fecundada por la Gracia, y la Gracia encarnada e infinita tomó en Ella y de Ella carne y sangre de Hombre, formándose en su seno virginal con su sangre por obra exclusivamente de Ella y del Espíritu Santo.
   Él, Hijo primogénito por generación eterna. En Él vió el Padre todas las cosas futuras todavía no hechas, tanto las materiales como las espirituales, porque en su Verbo veía el Padre la creación y redención, ambas llevadas a cabo por el Verbo y para el Verbo.
  ¡Misterio admirable de Dios! El Inmenso se ama, no con un amor egoísta sino con un amor activo, potentísimo, o mejor, infinito y, por solo este acto que es perfectísimo, genera a su Verbo en un todo igual a Él, Padre, a excepción de la distinción de Persona. Porque si Dios es Uno y Trino, o sea, una Unidad admirable, diremos así, de las tres caras, para hacer comprensible la explicación a los indoctos, es asimismo verdad de fe que cada una de las caras son bien distintas, esto es, que teológicamente, hay Un solo Dios y Tres Personas en un todo iguales en la Divinidad, Eternidad, Inmensidad y Omnipotencia, pero sin confundirse entre ellas, antes siendo com­pletamente distintas y así Una no es la Otra y, con todo, no son tres dioses sino un solo Dios que por Sí únicamente dio el ser a cada una de las divinas Personas, engendrando al Hijo y, por esto mismo, dando origen a la procesión del Espíritu Santo.
   El poder lo ve y hace todo mediante la Sabiduría y la Caridad, que es el Espíritu Santo, llevando así a cabo sus obras más grandio­sas, como son la Generación y Encarnación del Verbo, la creación y deificación del hombre, la preservación de María de la Mancha origi­nal, su divina Maternidad y la Redención de la Humanidad decaída. Todo lo ve y lo hace por medio de la Sabiduría, o sea por medio de Aquel que existe con anterioridad a todas las cosas hechas y que, con todo derecho, puede llamarse «Primogénito».
   Cuando la Creación, que existe desde hace milenios y desarrolla su vida con las particulares formas y naturalezas que Dios quiso fijar para ella, aún no existía, Él, la Palabra del Padre, era ya y, por su medio, todas las cosas que no eran y que, por tanto, al carecer de vida, se hallaban como muertas, fueron hechas y de este modo tuvie­ron «vida». La Palabra divina las trajo al ser, del caos en el que de­sordenadamente e inútilmente se agitaban todos los elementos. La Palabra divina ordenó todas las cosas y todas ellas vinieron a ser útiles y vitales, llegando al ser la Creación visible y sensible regida por leyes de perfecta sabiduría y un fin de amor.
  Porque nada se hizo sin un fin de amor y una ley de sabiduría. Desde las gotas de agua recogidas en las cuencas hasta las moléculas agrupadas para formar los astros que proporcionan luz y calor; desde las vidas vegetales preordinadas a nutrir a los animales y éstos a ser­vir y satisfacer al hombre, obra maestra de la creación, que por su perfección animal y racional y, más que nada, por la parte inmortal encerrada en él, soplo del mismo Eterno y predestinado a tornar a su Origen para satisfacer a Dios y ser para Él motivo de júbilo ─porque Dios se alegra a la vista de sus hijos─ todo fue hecho por amor. Un amor que, de haber sido siempre fielmente comprendido, no habría dado lugar a que la muerte y el dolor hubiesen hecho dudar al hombre del amor de Dios hacia él.
   La muerte. Entre las muchas cosas que hizo Dios, ésta no fue hecha por Él. Como tampoco hizo el dolor ni el pecado, causa de la muerte y del dolor. El Adversario fue el que los introdujo en la admirable Creación. Y por el hombre, perfección de la Creación, que se dejó corromper por el Enemigo y por el Odio, vino primero la muerte de la Gracia y después de la carne; y, a seguido, vinieron todos los dolores y fatigas consiguientes a la muerte de la Gracia en Adán, en su compañera y en todos los descendientes de los dos progenitores.
   ¿Cómo se puede decir que Jesús es «el Primogénito de entre 1os muertos», si nació de mujer descendiente de Adán? Y, a mayor abundamiento, si bien la Madre le engendró por obra de fecundación divina, ¿no es a su vez claro que Ésta nació de dos que, aunque justos, se hallaban tarados con la mancha hereditaria que, desde Adán afecta a todos los hombres, mancha que priva de la Vida sobrenatural?  Estas son las objeciones de muchos.
  Doblemente «primogénito» es Cristo desde su nacimiento, porque nació cual ningún otro hombre lo hizo, dado que, cuando le nació a Adán su primogénito, Adán ya no podía engendrar hijos sobrenaturalmente vivos. Concebidos éstos cuando los progenitores estaban ya corrompidos y sumidos en la triple concupiscencia, nacieron muertos a la vida sobrenatural. Y todos los padres y madres, a partir de Adán y Eva, así procrearon.
  También Joaquín y Ana, aunque justísimos ambos, así habrían procreado, bien porque se hallaban lesionados por la culpa hereditaria o porque la concepción de María se produjo de un modo sencillamente humano y común. Lo único extraordinario en el nacimiento de María, la predestinada a ser Madre de Dios,  fue la infusión, por singular privilegio divino concedido en atención a la futura misión de la Virgen, de un alma preservada de la Mancha Original, única alma de entre las de todos los nacidos de hombre y de mujer que habría de ser inmaculada.
   Por el contrario, Cristo, nacido de María:
 es primogénito de un seno inviolado espiritualmente, dado que María, fiel a la Gracia, supo serlo cual ninguna otra mujer a partir de Eva, no habiendo conocido, no digo la más pequeña culpa venial, pero ni siquiera le alcanzó la más leve tempestad que turbara su estado de perfecta inocencia y su equilibrio perfecto por el que su entendimiento se hizo siempre dueño de la parte inferior y el alma de su entendimiento, como acaeció en Adán y Eva hasta que se dejaron seducir por el Tentador;
y es primogénito de un seno inviolado materialmente por­que, siendo Dios el que la hizo Madre como también el que nació de Ella, se hallaba por tanto dotado del don propio de los espíritus de entrar y salir sin abrir puerta ni remover piedra alguna y así Dios entró en Ella para tomar naturaleza humana y salió de Ella para ini­ciar su misión de Salvador sin lesionar órganos ni fibras.
   Primogénito y único que nació así de la Llena de Gracia, el Vi­viente por excelencia, Aquel que habría de devolver la Vida a todos los muertos a la Gracia. Nació, no del hambre de dos carnes sino del modo que habrían llegado a la vida los hijos de los hombres de haberse mantenido vivos en la Gracia. Nada de apetito de los senti­dos sino amor santo hacia Dios, al que consagrar los nacidos en Gra­cia y amor desprovisto de malicia hacia la compañera, es lo que debía de regular el crecer y multiplicarse ordenado por Dios; tan sólo el amor no corrompido por la animalidad.
   Habiendo sido infringido este orden, Dios, para volver a crear al nuevo Adán, hubo de formarle de Mujer inmaculada, no ya con el fango que, subido en soberbia, quiso ser semejante a Dios, sino con los elementos indispensables para formar un nuevo hombre suministra­dos únicamente por la Purísima y Humildísima, tan humilde que, sólo por esto habría merecido ya llegar a ser Madre de Dios.
   Y el Primogénito de entre los muertos vino a la luz para llevar ésta a los que yacían en las tinieblas, la Vida a los muertos a la Gracia, sea que se encontrasen aún sobre la Tierra o recogidos ya en los infiernos a la espera de la Redención que les abriese las puer­tas del Cielo.
   Y fue asimismo Primogénito de aquellos que deben igualmente tornar vivos con su carne al Cielo. Para Él, nacido de Mujer inmaculada y fiel a la Gracia recibida, es plenamente cierto; mas, respecto a María que no hizo de la Gracia un tesoro inerte antes usó siempre activamente de ella con un constante aumento de la misma por su perfecta correspondencia a todos los movimientos o inspiraciones divinas, aun sólo por esto, no habríale sido de aplica­ción la condena de: “Tornarás a ser polvo” común a todos los culpa­bles de Adán y por causa de Adán y de su compañera.
   Tampoco la Madre de Dios tornó al polvo habiendo quedado Ella también exenta de la común condena al estar sin mácula y porque no era conveniente que la carne que había sido arca y terreno que contuvo al Verbo y suministró al Germen divino todos los elementos necesarios para hacer de Él el Hombre-Dios, llegara a convertirse en podredumbre y polvo. Mas la Madre pasó de la Tierra al Cielo muchos años después que el Hijo, por lo que únicamente Jesús es y continúa siendo el Primogénito de los que resucitan de la muerte con su carne, puesto que Él, tras la suprema humillación y total inmolación, por su completa obediencia a los quereres del Padre, recibió la suprema glorificación mediante su resurrección innegable. Porque muchos, y no todos sus amigos, vieron su Cuerpo glorificado y, más aún, le vieron ascender tras el obsequio de los Ángeles que quedaron después para dar testimonio de estas dos verdades: «¿A qué buscar entre los muertos al Viviente? Ya no está aquí. Ha resucitado» (Lucas 24, 5-6 y asimismo Mateo y Marcos). Resucitado, se transfiguró con tal belleza que María de Magdala no le reconoció hasta que Él se dio a conocer. Y también: «¿Por qué estáis mirando al Cielo? Ese Jesús que os ha sido arrebatado ha ascendido Cielo, y como ha ascendido, así tornará» (Hechos 1, 11).
   Del mismo modo, la Palabra de Vida, los ángeles que no pueden mentir, la Madre cuya perfección en todo era inferior únicamente a la de Dios, su Padre, su Hijo y su Esposo, los Apóstoles que le vieron ascender, Esteban, el primer mártir, y después de él, muchos otros confirmaron que Jesús es el Primogénito de entre los muertos por haber sido el primero que, como Hombre, entró con su carne en el Cielo. Día natal se llama aquel en que un justo sube con su espíritu liberado de la carne a formar parte del pueblo de los espíritus bienaventurados. Jesús, en su día natal de Hombre santísimo, al ser el Inocente perfecto, se posesionó de su morada con todas sus cualidades de Hombre-Dios: carne, sangre, alma y divinidad.
   Mas se da una segunda muerte: la del espíritu privado de Gracia. Gran número de justos aguardaban desde hacía siglos y milenios a que la Redención, purificándoles de la Culpa, les permitiera entrar a formar parte del Reino de Dios en el que tan sólo entra el que tiene en sí la Vida sobrenatural. Y todavía un número mayor de hombres venidos después de Cristo aguardan entrar cuando se haya completado la purificación de sus culpas graves o cuando la Justicia perfectísima abra los Cielos a todos aquellos que vivieron y obraron con caridad y justicia, según ley de su conciencia, para servir y honrar de este modo al Ente cuya existencia presentían, formando así parte del alma de la Igle­sia.
   Es impensable que Dios, Caridad perfecta, que creó todas las almas predestinándolas a la Gracia, vaya a excluir de su Reino a aquellos que, no por propia causa, dejaron de recibir el Bautismo. ¿Qué culpa cometieron? ¿Quisieron espontáneamente nacer en lugares no católicos? ¿Son responsables los recién nacidos, muertos al nacer, de no haber sido bautizados? ¿Puede Dios ensañarse con todos estos que no son  «Iglesia», en el sentido estricto de la palabra, sino que lo son por haber recibido el alma de Dios y haber muerto inocentes por morir al nacer o haber vivido como justos por su natural tendencia a practicar el bien para honrar así al Bien supremo que todo en ellos y en torno a ellos testimoniaba su existencia? No. Y es cosa que así lo prueba el juicio inexorable y severísimo que Dios dicta contra aquellos que suprimen una vida, siquiera sea embrional o recién lle­gada a la luz, impidiéndoles recibir el Sacramento que borra la Culpa Original. Y ¿por qué este rigor sino porque durante siglos y milenios las almas de esos inocentes han de estar separadas de Dios en un estado que si no es de pena tampoco es de gozo? ¿Puede pensarse que el Bautismo, que predestinó a todos los hombres a la Gracia, haya de defraudar de la misma a quienes, sin espontánea elección suya, no son católicos?
   “Muchas son en el Cielo las moradas de mi Padre” dijo Cristo. Cuando ya no exista este mundo sino que habrá un mundo nuevo, un nuevo Cielo, los nuevos tabernáculos de la Jerusalén eterna y toda la creación natural haya recibido su glorificación con la exaltación de los Resucitados que fueron justos y la posesión del Reino eterno de Dios, aquellos que estuvieron unidos tan solo al alma  de la Iglesia tendrán asimismo su morada en el Cielo, ya que únicamente el Cielo y el Infierno seguirán eternos y no cabe pensar que la Caridad con­dene al suplicio eterno a criaturas que no lo merecen.
   Jesucristo, una vez que entregó su espíritu en las manos del Padre, entró lo primero con su Espíritu santísimo en el Reino de la Vida en el puesto de Adán que debería haber sido el primer hombre que entrara a formar parte del pueblo celeste y que, por su prevari­cación, hubo de esperar milenios hasta entrar con su espíritu y habrá de esperar muchos más milenios hasta entrar con la carne unida al espíritu. Jesús, no. En el instante mismo en que «con un gran grito» en­tregó el espíritu, su alma justísima que por la infinita caridad de su naturaleza de Dios-Hombre habíase cargado con todas las culpas pasadas, presentes y futuras de la Humanidad si bien no con la Culpa que priva de la Gracia que es vida del espíritu y habíase cargado con ellas para consumarlas todas mediante su completa inmolación, fue, al igual de toda alma humana, juzgada por el Padre, el cual, lo mismo que antes de la consumación del Sacrificio «trató a Aquel que no conoció el pecado como si fuese el mismo Pecado» (Pablo, 2a, Corintios 5,21), y así, una vez que todo quedó cumplido, «lo exaltó y le dio un nombre que está sobre todo otro nombre y tal que, al Nombre de Jesús, se ha de doblar toda rodilla en el Cielo, en la Tierra y en el Infierno y toda lengua confesar que el Señor Jesucristo está en la gloria de Dios Padre» (Pablo a los Filipenses 2,9-11).
   Y, una vez que su alma de Hombre fue juzgada, alma que alcanzó la perfección, al momento se gozó en el Señor y descansó en Él hasta que, unida al Cuerpo, hizo del Viviente, al que dieran la muerte, el glorioso Resucitado, el primer glorioso Resucitado, incluso con la carne, el primer Hombre nacido para el Cielo en cuerpo y alma, pri­micia de los resucitados, promesa de resurrección para los justos y prenda de la posesión del Reino del que Él es el Rey y heredero primogénito.
   Es siempre al primogénito al que se entrega la herencia del Pa­dre, la herencia que Él estableció para sus hijos. Y para que todos los hermanos de Cristo tuviesen parte en esta herencia eterna, santa y real, Él se la lega mediante un santo testamento escrito con su propia sangre; y para que los hombres tomen la parte que les corres­ponde en el Reino que el Padre le dio y Él aceptó para dárselo a los hombres sus hermanos, se dejó matar, ya que tan sólo la muerte del testador confiere valor al testamento (Pablo, Hebreos 9,16-17).
  Jesús, el Primogénito de las múltiples primogenituras, tomó así posesión en primer término del Reino en el que es Rey de reyes y Señor del siglo eterno conforme al Querer del Padre, de Aquel que es el Omnipotente, el Alfa y Omega, el Principio y el Fin, el Poder, la Sabiduría y la Caridad; de Aquel que sabe todo lo que hace y que todo lo que hace lo hace con perfección y con un fin bueno y que por esto engendró a su Verbo y, llegado el tiempo, le dotó de una carne para que fuese inmolado. Y después, tras haberle resuci­tado y exaltado, puso en sus manos traspasadas todo poder de juicio a fin de que cuantos le vean, lo mismo quienes materialmente le cru­cificaron que los que lo hicieron ofendiéndole con sus pecados, se batan el pecho una y otra vez, tanto en el juicio particular como en la aparición final de Cristo Juez. Porque así se halla establecido y así será.

Capítulo I, versículo 80: Aquel que ha de venir

    ¿De qué modo?
   Ciertamente no volviendo a tomar carne. Porque si es seguro su retorno, otro tanto es que ya no volverá a asumir otra carne puesto que la primera de que se revistió es una carne per­fecta, eterna y glorificada por Dios, su Padre.
   Ni vendrá para una segunda Redención pues no habrá segunda redención dado que la primera fue suficiente y perfecta. Los hombres tienen desde entonces todos los medios y auxilios sobrenaturales ne­cesarios para permanecer en el pueblo de los recreados hijos de Dios y para pasar de la recreación a la super-creación con sólo que lo quieran hacer. Porque si, como está dicho, y dicho con sabiduría, «el hombre es una capacidad que Dios llena de Sí» y también «la gracia es un germen que Dios pone en el alma» o también «un rayo que desciende para iluminar y fecundar», es lógico que, si el hombre se­cunda la voluntad y las inspiraciones divinas, su capacidad de conte­ner a Dios aumentará y se irá dilatando conforme todo el hombre crezca en edad y en capacidad de entender y de querer. Entender las espirituales palabras de Dios, o sea, los movimientos que Dios sus­cita en todos los hombres para conducirlos a una cada vez mayor justicia y voluntad de alcanzar el fin para el que fueron creados. E igualmente el germen de la Gracia, si el hombre secunda su creci­miento con fidelidad al mismo y con la práctica de la Ley y de las virtudes, de germen diminuto se hará árbol frondoso que dará frutos de vida eterna; y el rayo, cuanto el alma más crezca en gracia y se eleve en el camino de la perfección, más aumentará la potencia de su luz, como le sucede a quien de la profundidad de un valle as­ciende a la cumbre de una montaña.
   Esta capacidad que se dilata para contener más y más a Dios, este árbol que crece magnífico en el jardín del alma, este rayo del Sol eterno que de rayo se hace océano de luces cuanto el hombre más se eleva hacia el Padre de las luces, lleva al hombre, recreado por medio de la Gracia obtenida por los méritos de Cristo, a su su­percreación, es decir, a la identificación con Jesús, asumiendo una humanidad nueva que transforma al hombre, criatura racional, en criatura divinizada que piensa, habla y obra del modo más semejante al que tuvo su maestro eterno durante su tiempo mortal y que mandó a sus fieles que lo tuviesen: «El discípulo, si ha de ser perfecto, debe ser como su Maestro» (Lucas 6,40).
  Por haber contado el hombre, desde hace 20 siglos, con cuanto necesitaba para poseer el Reino eterno y alcanzar el fin para el que fue creado, no habrá ya una segunda redención por parte del Hombre-Dios. El hombre que, por debilidad, llega a perder la Gracia, dispone de los medios con los que reconquistarla y redimirse. Como cae por sí, del mismo modo puede por sí redimirse echando mano de los dones perpetuos que Cristo instituyó para todos los hombres que quieran hacerse con ellos.
  Como tampoco vendrá el Verbo del Padre para una segunda evangelización. No vendrá personalmente, mas con todo, evangeli­zará. Suscitará nuevos evangelizadores que evangelicen en su Nom­bre. Evangelizarán de una forma nueva en consonancia con los tiempos; forma nueva que no cambiará sustancialmente el Evangelio eter­no ni la Gran revelación sino que los ampliará, completará haciéndo­los comprensibles y aceptables hasta para quienes, debido a su ateís­mo o incredulidad acerca de  los Novísimos y otras muchas verdades reveladas, aducen la razón de que «no pueden creer cosas que no comprenden ni amar a seres de los que saben muy poco y ese poco es tal que únicamente sirve para atemorizar y desconsolar en lugar de atraer y de animar».
   Nuevos evangelizadores. En verdad se encuentran ya, por más que el mundo en parte los ignore y en parte los combata. Pero serán cada vez más numerosos y el mundo, tras haberlos ignorado o com­batido, cuando el terror haga presa de los necios que ahora se burlan de los nuevos evangelizadores, se volverá a ellos para que sean forta­leza, esperanza y luz en las tinieblas, en el horror y en la tormenta de la persecución de los anticristos en acción. Porque si es verdad que antes del fin de los tiempos surgirán cada vez más falsos profetas siervos del Anticristo, otro tanto es también verdad que Cristo Señor les opondrá cada vez más numerosos siervos suyos suscitando nuevos apóstoles allí en donde menos se piensa.
  Y puesto que la infinita Misericordia, por compasión de los hom­bres míseros envueltos en una vorágine de sangre, fuego, persecución y muerte, hará resplandecer sobre el mar de sangre y horror la pura Estrella del mar, María, que será la precursora de Cristo en su úl­tima venida, estos nuevos evangelizadores evangelizarán a María, ciertamente dejada con exceso en la penumbra por los Evangelistas, Apóstoles y Discípulos todos, al tiempo que un más amplio conoci­miento de Ella habría amaestrado a muchos impidiendo tantas caídas por cuanto Ella es Corredentora y Maestra. Maestra de una vida pura, humilde, fiel, prudente, piadosa y pía en su casa y entre las gentes de su  tiempo. Maestra siempre a través de los siglos, digna de ser tanto más conocida cuanto el mundo más se precipita en el fango y las tinieblas y así pueda ser Ella tanto más imitada para que el mundo torne a lo que no es tiniebla ni fango.
   Los tiempos que avanzan serán tiempos de guerra, no sólo ma­terial mas, sobre todo, de guerra entre la materialidad y el espíritu. El Anticristo tratará de arrastrar a las criaturas racionales hacia el pantano de una vida bestial y Cristo, por su parte, tratará de impedir esta apostasía, no sólo de la religión sino también hasta de la propia razón, abriendo horizontes nuevos y vías iluminadas por luces espiri­tuales, suscitando, en todo aquel que abiertamente no lo rechace, un despertar potente del espíritu, despertar favorecido por estos nuevos evangelizadores no tan sólo de Cristo mas también de la Madre de Dios. Alzarán el estandarte de María. Llevarán a María. Y María, que ya una vez fue causa y fuente, indirecta mas siempre poderosa de la redención del hombre, lo será una vez más, porque Ella es la santa Adversaria del Adversario pérfido y su calcañal está destinado a aplastar perpetuamente al infernal dragón, como la Sabiduría que en ella puso su asiento se halla destinada a vencer las herejías que corrompen las almas y las mentes.
  En aquel tiempo, cuya llegada es inevitable, en el que las tinieblas combatirán contra la luz, la bestialidad contra el espíritu, la satanidad contra los hijos supérstites de Dios, Babilonia contra la Jerusalén celes­tial, y las lujurias de Babilonia, las triples lujurias, se desbordarán como aguas fétidas e incontenibles filtrándose por doquier, desde la Casa de Dios, como ya sucedió y se dijo que habrá de ocurrir de nuevo en aquel tiempo de abierta separación entre los hijos de Dios y de Satanás, en el que los hijos de Dios alcanzarán una potencia espiritual nunca hasta ahora conocida y los de Satanás un poder maligno tan vasto que mente alguna es capaz de imaginar cuál será realmente, entonces se producirá la nueva evangelización, la plena nueva evangelización que al  presente apunta sus primeros destellos.
  Y esta evangelización obrará grandes milagros de conversión y de perfección, y por la parte contraria grandes esfuerzos de odio satánico contra Cris­to y contra la Mujer a los que no podrán alcanzar sus enemigos. No sería conveniente ni útil que tal sucediera. No se puede causar ofensa a Dios hiriendo a los Dos para Él más queridos: el Hijo y la Madre que ya, en su tiempo, sufrieron todas las más odiosas y dolo­rosas ofensas, pero que ahora, glorificados como están desde hace si­glos, no podrían llegar a ser ofendidos sin que un inmediato y ho­rrendo castigo divino cayese sobre los ofensores.
   Por esto, con medios nuevos y apropiados y en el momento pre­ciso se llevará a cabo la última evangelización y quienes se encuen­tren ansiosos de Luz y de Vida las tendrán plenas, perfectas y dadas por un medio conocido tan sólo por ambos Donadores: por Jesús y por María. Únicamente quienes para sí hayan elegido tinieblas y fango, herejía y odio contra Dios y María, o sea, los que ya estaban muertos antes de morir, los espíritus pútridos, los espíritus vendidos a Satanás y a sus servidores, es decir, los precursores del Anticristo y éste mismo, tendrán tinieblas y fango, tormento y odio eternos, como es justo que así sea cuando llegue el que ha de venir.

Versículo 17º: Cuerpos gloriosos

   1.- Jesús, en su Cuerpo glorificado, de una belleza inconcebible, es y no es distinto de como era en la Tierra. Es distinto en cuanto que todo cuerpo glorificado asume una majestad y una perfección que mortal alguno, por bello, majestuoso y perfecto que sea, puede po­seer; mas no es distinto por cuanto la glorificación de la carne no al­tera los rasgos de la persona. De aquí que, en la resurrección de los cuerpos, aquel que fue alto será alto, el que fue delgado será delgado, el que fue robusto será robusto, el que rubio, rubio, el que moreno, moreno y así de lo demás. Con todo, desaparecerán las im­perfecciones porque en el Reino de Dios es todo Belleza, Pureza, Salud y Vida del modo que se estableció que así fuese en el Paraíso terrenal de no haber el hombre introducido en él con el pecado la muerte y toda suerte de dolores, desde las enfermedades a los odios entre los hombres unos contra otros.
   2.-  El Paraíso terrenal era la figura de lo que será el Paraíso del Cielo habitado por los cuerpos glorificados. Los aspectos naturales del Paraíso terrenal aparecerán asimismo en el del Cielo, es decir, en el Reino eterno, si bien en forma sobrenaturalizada. Así el sol, la luna, las estrellas que eran luces de variada potencia creadas por Dios para iluminar la morada de Adán, serán sustituidas por el Sol Eterno (Apocalipsis 21,23), por la luna vaguísima y purísima, por las innumerables estrellas, esto es: por Dios, Luz que, con su luz viste a María (Apocalipsis 12,1) a la que sirve de escabel la luna y de co­rona las estrellas más hermosas del Cielo; por los santos que son las estrellas del nuevo cielo, el esplendor de Dios comunicado a los Jus­tos (Mateo 13,43). Y el río que regaba el Paraíso terrenal que, al simbolizar el medio por el que la humanidad habría de ser regada por aguas que la purificasen de los pecados haciéndola fértil para el nacimiento y desarrollo de las virtudes y digna de agradar a su Crea­dor, y que tenía cuatro brazos como la Cruz de la que fluyó el río de la Sangre divina para lavar, fertilizar y hacer agradable a Dios la humanidad decaída, será sustituido por el río de agua viva que brota del Trono de Dios y del Cordero y discurre por la ciudad de Dios (Apocalipsis 22,1). Y el árbol de la vida, símbolo asimismo del Árbol que habría de devolver la verdadera Vida a quienes la habían perdido: la Cruz de la que pendió el Fruto Santísimo que propor­ciona la Vida y de la que nos vino la Medicina para todas las enfer­medades del yo que pueden ocasionar la muerte verdadera, será sus­tituido por los árboles «de ambas márgenes del río», de los que se habla en el Apocalipsis capítulo 22, versículo 2º.
  Desaparecerán todas las imperfecciones, he dicho. Los habitantes de la Jerusalén celestial, una vez alcanzada la perfección sin posibilidad de caídas ─porque en la Ciudad de Dios, al tiempo que no pueden penetrar en ella los pecadores todavía impuros, tampoco puede penetrar nada que sea capaz de producir impureza, abominación o engaño─ se verán sin imperfección alguna. El gran Seductor, al que le fue posible penetrar en el Paraíso sensible, no podrá insinuarse en el Paraíso celestial. Lucifer, que ya fue precipitado del Cielo a los infiernos por su rebeldía (Isaías 14,12-15), será sepultado y reducido a la «nada» hasta el fin de los tiempos antes de que sobrevengan el nuevo cielo y la nueva tierra para que ya no pueda obrar, dañar ni causar dolor a cuantos a la sazón hayan superado toda prueba y purificación y vivan en el Señor.
   Así pues, no habrá imperfección del espíritu ni de la mente que logre subsistir, y hasta las imperfecciones físicas, que constituyeron cruz y tormento, merecidas si fueron consecuencia de una vida inmunda, e inmerecidas si fueron herencia de los padres o causadas tal vez por la ferocidad de los hombres, desaparecerán. Los cuerpos glorificados de los hijos de Dios serán cual habrían sido si el hombre hubiera permanecido íntegro en todo cual Dios habíale creado: perfecto en las tres partes que le integran, con esa perfección con la que Dios le formó.
   3.-Jesús, el Hombre-Dios, perfectísimo por ser el Dios encarnado, íntegro por ser inocente y santo, sin lesión que suponga menoscabo ni vergüenza en ninguna de sus partes ya que sus 5 heridas son perlas de gloria que no marca infamante, luminoso al ser «luz» como Dios y «Gloriosísimo» como Hombre Santísimo hasta el punto de parecer blanco en sus carnes, vestidos y cabellos, como acaeció en el Tabor, con vestidura talar por ser «Sacerdote para siempre según el orden de Melquisedec» (Salmo 109,4), o sea, mediante ordenación directamente divina, hecho tal por el Padre, con ceñidor de oro por ser Pontífice eterno,  aparecerá ante todos cual era como Hombre para que todos le reconozcan, y cual es como Gloriosísimo por haber, al obedecer al Amor, gustado la muerte para dar a todos la Vida, y los bienaventurados se regocijarán al verle.

«Yo soy el Primero y el último»

    1.- Como Dios no tiene principio, tampoco el Verbo de Dios lo tuvo. Con todo, hay un misterioso principio que es aquel que el ins­pirado Juan indica al comienzo de su Evangelio de la Luz: «En el principio era el Verbo». Este principio sin principio, sin una época que sirva de referencia, puesto que para el Eterno no hay límite de tiempo sino abismo sin fin de eternidad, ¿cuál fue? Es uno de los misterios que el mismo Verbo esclarecerá a las almas cuando estén en el Reino, ya que todo les será aclarado y hecho cognoscible por medio del Verbo allá en su Reino eterno.
   Mas para los hombres, a quienes la carne y el exilio les hace imposible la penetración de los misterios y difícil el comprenderlos hasta en la medida de lo que es comprensible a los que viven en la Tierra, hay que decirles que este principio sin principio existe desde que existe Dios que, al ser, engendra y ama lo que engen­dra, o sea, desde siempre, porque el primer engendrado de su seno fecundo por su ardentísimo y perfectísimo amor es su Verbo, eterno como Él.
   A los más tardos de inteligencia se les podría decir que el primer flamear de la  Caridad engendró al Verbo y produjo la procesión del Espíritu Santo. Mas puesto que para quien es Eterno no se da un primer flamear de la Caridad, es mejor decir que la perfecta Unidad y Trinidad de Dios no tuvo principio en el sentido que los humanos quieren dar a esta palabra y que el misterio, al ser misterio, nos será desvelado únicamente cuando seamos una sola cosa con Dios, como Cristo lo pidió y obtuvo para nosotros.
    En primer lugar, es inútil querer penetrar y conocer la verdad de este misterio. El místico más ardiente, el más profundo contempla­tivo, el adorador más sincero, por más que, hasta casi desprenderse de sus exigencias humanas, se sumerja, se abisme, arda, suba y se lance hacia el Abismo de sublimidad que es la Divinidad para conocer a fin de amar cada vez mejor e implorar del Objeto de su único amor la verdad, la revelación de este misterio y así podérselo explicar a tantos que, al conocerlo, querrían ser atraídos hacia el Amor por más que, mientras se encuentren revestidos de carne mor­tal, no puede tener el conocimiento pleno del misterio.
   Es preciso creer por fe, por pura fe. Creer sin limitaciones de pes­quisas humanas. Acoger la verdad que se nos propone sin pretender explicárnosla. Creer firme, simple y totalmente. Cuanto más se cree así, más sutil se hace el velo del misterio, llegando hasta el punto de tener a ratos la sensación espiritual de que se haya rasgado por un momento, confirmando al espíritu en las esperanzas sobrenaturales de la posesión de Dios y produciendo un más ardiente llamear de cari­dad que, uniéndonos mucho más a Dios, favorece una nueva rapidí­sima revelación del sublime Misterio. Momentos anticipados y relativos del Conocimiento que vendrá a constituir nuestra eterna bienaventuranza. Entonces conoceremos cuanto aquí, más o menos relativamente y en proporción a nuestra vida de identificación con Cristo, Sabiduría, Verdad, Conocimiento del Padre y a nuestra unión con la Divinidad, logramos apenas entrever en su Verdad.
   2. Conoceremos a Dios, a este Dios que existe desde siempre. Y conoceremos al Verbo, a este Verbo que de siempre existe y que ciertamente fue engendrado por el Padre sin que por eso hubiese ha­bido un momento inicial de generación. Este Verbo consustancial al Padre en el Cielo, y durante su tiempo de Hombre en la Tierra. Este Verbo, una sola cosa con el Padre y, sin embargo, perfectamente distinto del Padre, es una Persona perfecta y ésta, Persona divina, no anulada o ausente cuando el Verbo tomó persona humana sino unida a ésta aun permaneciendo distintas en Cristo, como distintas son igualmente en la admirable Unidad Trina, testimonio verídico de cómo en el hombre, hecho por la Gracia hijo de Dios o criatura divinizada, puede haber unión con Dios. Unión perfectísima y única en el Verbo hecho Hombre que asumió, continuando siendo Dios, carne mortal; y unión relativa, pero no menos verdadera en el hombre que es elevado de criatura natural y racional a criatura divinizada por su participación en la vida sobrenatural.
   3.- Ahora bien, por todo cuanto hasta aquí queda dicho, Jesucristo, que vendrá en el tiempo y modo precisos por ser Eterno, es con toda justicia llamado «el Primero y el Último».
   Primero en el ser y Primero en el amaestrar. En primer lugar través de su Palabra de Sabiduría que habló a los patriarcas y a los profetas por vías sobrenaturales y después como Maestro a las turbas de Palestina y, a partir de ahí, nuevamente por vías sobrenaturales a sus siervos e instrumentos que viven en la tierra.
  Y Último en el amaestrar porque, en el Cielo a los espíritus bienaventurados y después a los resucitados, será el Verbo y por el Verbo, por Jesús, cómo los ciudadanos del Cielo tendrán su último perfecto y completo amaestramiento por el que conocerán todas las verdades hasta entonces incomprensibles por ser «misterios de fe» sobre los que inútilmente se cansaron en descifrar los doctores, contemplativos y místicos.
  Maestro eterno. Maestro primero y último. Maestro que aún continuará siéndolo cuando todas las escuelas de doctores hayan dejado de existir. Maestro que colmará todas las lagunas que se dieron durante milenios y siglos acerca del conocimiento de Dios; que iluminará la profundidad del misterio que siempre continuó oscuro para los entendimientos humanos y anulará los errores de todas las escuelas humanas. Y como por su primer «hágase», pronunciado cual Maestro que sabe perfectamente cómo se han de hacer todas las cosas para que resulten buenas y así vino a la existencia la Creación sensible, así también mediante su último «hágase» se pondrá fin a cuanto se corrompe y será tenida por «cosa buena» la que no lo es; y tendrá su inicio el nuevo mundo y se establecerán todas las cosas de un modo nuevo e inmutable de acuerdo con su Querer de Maestro Perfectísimo y de Juez supremo al que el Padre confió todo el poder del Reino de Dios en los Cielos, del Reino de Dios en los co­razones, del Juicio sobre todas las criaturas angélicas, racionales e inferiores a fin de que todos, en el Cielo, sobre la Tierra y en los infiernos adoren, conozcan y sientan que Él es el que es: Rey de reyes, Señor de los señores, el Alfa y el Omega, el Omnipotente.

Capítulo II: Apocalipsis, libro de revelación y libro profético.- Cosa humana, cosa difícilmente perfecta y aún más difícilmente no repetida.- Iglesias separadas

   1.- El Apocalipsis es ciertamente un  libro de revelación. Y si bien él pone fin a la gran Revelación, es, a su vez, un libro profético.
   Revelación y profecía proceden ambas de Dios, ya que Dios tan sólo las inspira y únicamente Dios las puede inspirar porque, al ser la Verdad, Él exclusivamente la conoce, como igualmente conoce los acontecimientos futuros por ser el Eterno, el Omnisciente y Omnipo­tente.
   La profecía es como una proyección de los tiempos futuros, vistos tan sólo por Dios y alumbrados por Él a los que viven envueltos en las nieblas de su temporal presente. Para hacerles entender a los grandes analfabetos de la religión ─y son tantos, tantos, aun entre quienes cifran su catolicismo en recibir los Sacramentos, en cumplir con el precepto festivo, tomar parte en las procesiones y acudir, sí, también esto, a las predicaciones, mientras no saben responder, si se les pregunta, a muchísimas cosas, al significado de algunas palabras y una de ellas es la palabra «profecía y profetas»; y la otra es la de «apóstol» y otras más; y confunden, porque lo ignoran, lo que es cosa buena (y cosa de luz) con lo que no es cosa buena (o carente de luz)─  para hacer entender a estos analfabetos de la religión qué cosa es la revelación y qué la profecía y otras cosas más así como, para explicar la Unidad y Trinidad de Dios se ha recurrido al ejemplo de las tres caras de un poliedro, otro tanto se puede recurrir ahora al ejemplo, y tal vez con él lo entiendan, de una proyección de hechos que ciertamente han de suceder pero que aún no son, hechos que tan sólo una Mente los sabe, una Pupila los ve y una Palabra los puede explicar.
  El hombre, a lo largo de los siglos, ha llevado a cabo multitud de inventos y descubrimientos, unos buenos, otros malos y otros más que habrían podido ser buenos de haber servido para la formación, instrucción y hasta elevación humanas, pero que, por el contrario, no han resultado buenos por haber servido para excitar los bajos apetitos de la parte inferior, corromper el entendimiento y, en definitiva, dañar el alma. Una de estas cosas que habrían podido ser buenas pero que no lo han sido por haber servido para ilustrar el vicio, el delito y el pecado: es la cinematografía, y otra, la imprenta. Mas para aclarar nuestra idea nos sirve la primera.
   La cinematografía, con sus filmes, puede ilustrar hechos y perso­najes del pasado más o menos históricamente bien, dado que el hom­bre raramente hace las cosas bien y más raramente las hace confor­me a la verdad de las cosas. Mas, de cualquier manera, por medio de este invento, es posible mostrar a los vivientes personas, aconteci­mientos, usos y costumbres de siglos y aún de milenios pasados. El film va desarrollándose y el hombre lo contempla.
   Dios toma a un hombre ─profeta o inspirado por Él, mas cierta­mente por Él elegido para ese fin─ y a los ojos u oídos espirituales del mismo ilumina o dice acontecimientos pasados de los que, bien por el paso de los siglos, por alteración involuntaria fácil de produ­cirse en la revelación verbal o por alteración voluntaria motivada por cismas religiosos, herejías e investigaciones científicas desprovistas de sabiduría religiosa, se altera la verdad.  Con todo, ilumina y revela hechos futuros que en su eterno presente tan sólo Él conoce. Ellos ven y perciben cual si para ellos pasase un film sonoro. Y Dios les encarga que manifiesten cuanto les revela haciéndose para ello mano que escriba o  boca que diga cuanto Dios se complace en revelar.
  Este símil ─por más que Jesús se sirva de ejemplos para hacer entender a sus seguidores las lecciones─ hará comprender a muchos qué es la profecía y qué los profetas, qué un inspirado o vidente y cómo cuando ellos no digan cosas que pugnan con la Fe y la Gran Revelación, debe creérseles que manifiestan cuanto conviene saber para deambular por caminos seguros.
  Habrá a quienes las profecías les parezcan cosas, no solo incom­prensibles por excesivamente oscuras, sino ya pasadas, al hablar de hechos ocurridos hace siglos. Sí, muchas de las cosas expresadas en ellas acaecieron y no se repetirán; mas otras muchas se repetirán como se han ido repitiendo cuantas veces la humanidad retornó a las condiciones en que se dio la profecía. Así, mientras no se ha de re­petir la encarnación del Verbo ni la fundación de la Iglesia, dado que la Iglesia fundada por Jesús, su Pontífice y Cabeza eternos, no puede perecer por su promesa divina, no habiendo, por tanto, necesidad de fundar otra nueva, otro tanto es cierto que se repetirán, como ya se repitieron, los castigos permitidos por Dios consecuentes a la abominación introducida en el lugar sagrado y a las injusticias huma­nas. Como lo será igualmente por otras muchas cosas.
   La humanidad, como tuvo ciclos alternos de justicia y de injusti­cia, de fe real y de fe únicamente externa ─«la letra y no el espí­ritu de la fe»─ o simplemente de falta de fe para las cinco décimas partes de la población mundial, tiene asimismo ciclos alternos de cas­tigos y de perdones, padecidos unos y obtenidos otros, sin que ello le haga ser mejor. Y las profecías, al ser dadas por quien ve «el Tiem­po» sin limitación en el mismo, sirven en muchos casos de luz y de guía, de voz de verdad y de consejo de misericordia para todo tiempo.
   El Apocalipsis, profecía del Apóstol de la Luz y de la Caridad, ilumina, y lo hace mediante la Caridad, los tiempos, todos los tiem­pos, hasta el último tiempo. Han pasado diecinueve siglos desde que Juan tuvo la revelación llamada «Apocalipsis», cuyo período de cum­plimiento, tan sólo comparándola con la eternidad, podía ser tenido por «cercano». Mas si el tiempo de espera, medido conforme al tiempo terrestre, ha sido y es largo, en lo que al estado de las siete iglesias se refiere, es ahora actual como lo fue entonces.
   Juan, al ver las siete iglesias de entonces, las siete luces más o menos luminosas de entonces, no sólo vio aquellas, mas también las demás iglesias que habrían de formarse a través de los siglos, como asimismo antevió lo que acaeció y lo que habría de acaecer en la Tierra, en el Cielo y en los infiernos.
   Vio: las luces de santidad, las sombras de injusticia, el crecer de la humanidad, o mejor dicho, de la materialidad; el llamear de la ca­ridad y de la sabiduría nutrida por ella elevándose al Cielo. Y el hu­mear neblinoso de la ciencia privada de sabiduría que se arrastra por la tierra cuando el hombre trata de explicarse a sí mismo tantas otras cosas de la creación con su solo saber. El humear nauseabundo de las lujurias del yo, de todas las lujurias. El humear culpable de los egoísmos y de las ferocidades. Humo, humo, nada más que hu­mo, humo nocivo que se expande por la tierra, que se insinúa, que contamina, que envenena y que mata. Que mata las cosas «mejores» en el sentido que Dios atribuye a esta palabra y que nosotros expre­samos diciendo: las cosas más «bellas». Las tres y las cuatro virtudes, las relaciones sociales, las conciencias, las inteligencias, la paz fami­liar… Todas las cosas que el humo, que se produce en donde no hay llama de caridad, mata, envenena, contamina y penetra. La formación del nuevo mundo: el mundo de Jesús, su Reino. Y, asimismo, la formación de otro mundo en el nuevo: el del Anticristo, su reino.
  Los triunfos del cristianismo. Las derrotas del cristianismo. La admirable unidad del Rebaño de Cristo. La rebelde separación de partes de la Grey. Todo lo vio Juan y tan viva era su visión que le parecía inmediato el cumplimiento de todo. ¡Pero no!, ya que habían de pasar siglos y siglos antes de que tuviese cumplimiento lo que vio el vidente de Patmos. Mas todo se cumplirá como está dicho, como en parte y en tiempos diversos se ha ya cumplido aún sin haber llegado todavía a cumplirse las cosas nada buenas antevistas por Juan.
   2.- Cosa humana, cosa difícilmente perfecta y aún más difícilmente no repetida.
   Su pertenencia al Pueblo de Dios no les impidió a los hebreos caer una y más veces en los mismos pecados. El ejemplo de Adán, de los castigos divinos cuyos medios fueron: el diluvio, la dispersión de los pueblos tras la soberbia de Babel, la destrucción de Sodoma y Gomorra, la opresión de Egipto, no impidieron al pueblo de pecar. La misericordia de Dios que los libró de la opresión del Faraón y quiso darles una patria y una ley escogida, no indujo a los hombres a dejar de pecar en reconocimiento a Dios. Y pecaron durante el mismo viaje emprendido hacia la Tierra prometida al tiempo que Dios, cual verdadero Padre, les colmaba de sus dones.
   El hombre nunca deja de ser hombre, tanto en la antigua como en la nueva religión, ambas divinas, ya forme parte de la antigua como de la nueva iglesia, «Vosotros me buscáis, no ya porque me habéis visto obrar milagros sino también porque habéis comido de esos panes y os habéis saciado» (Juan 6,26). La humanidad siempre es así. Le atraen las cosas externas y prodigiosas, la novedad, el goce material, las esperanzas y promesas humanas que espera poder alcanzar, más que las cosas internas, sobrenaturales, ciertas que ni son menos sino mucho más prodigiosas, gozosas, seguras y, sobre todo, mucho más duraderas al ser eternas.
   Judas es el prototipo de cuantos se sienten seducidos por prodigios materiales y esperanzas de honores humanos capaces de saciar la avidez intelectual o de los ojos. Prototipo perfecto e inconvertible. 
   Mas tampoco los demás apóstoles y discípulos fueron vírgenes de esta debilidad humana, en ellos incompleta, de la que se fueron despojando hasta casi desprenderse de ella, llegando a saber privarse de la misma vida para conseguir la Vida eterna. Y, una vez confirmados en la Fe, en la Esperanza y en la Caridad, confirmados en la Gra­cia y en la Sabiduría, en la Piedad, Fortaleza, Santo Temor de Dios, en todos los dones del Paráclito, llegaron a ser otros tantos «maes­tros» y «fundadores», no de una nueva doctrina y de nuevas iglesias, porque una es la doctrina y una la Iglesia perfecta, sino «de la doc­trina y de la Iglesia» entre nuevas gentes y nuevas regiones.
  Han transcurrido 20 siglos, nuevos apóstoles han sucedido a los primeros, nuevas iglesias a aquellas otras iglesias en nuevas zonas de la Tierra. El trabajo apostólico no se ha interrumpido ni paralizado por más que, por culpa de los hombres, aun progresando, retrocede en amplitud de dominio y no sólo en esto. Continuación del trabajo, propagación del Evangelio, dilatación de Cuerpo Místico, son verda­des innegables, consecuencias lógicas del hecho de que Jesús alimenta a su Iglesia, la guía, la estimula, y Jesús es eterno, poderoso y santo. Su Santidad desciende y circula por todo el Cuerpo, su poder transmite fuerzas misteriosas a sus siervos y su eternidad impide el que la Iglesia muera.
  Mas por culpa y malquerer de los hombres, mientras progresa y se extiende desde hace 20 siglos por nuevas tierras, se detiene, retrocede y hasta muere en otras. ¿Pecado de estos tiempos únicamente? No, antes, más o menos total y profundamente, se dieron desviaciones, detenciones, separaciones, e incluso «muertes» en los sarmientos que constituyen toda la mística vid. Fueron de na­turaleza diversa y, según fueron pasando los siglos, más graves fueron las desviaciones y defecciones de los sarmientos de la Vid. Ahora es el tiempo de la Negación.
  Mas Juan vio todas estas cosas. Las antevió. Las vio en las siete iglesias de entonces. Las antevió en las iglesias de ahora de las que las siete iglesias de entonces fueron no sólo verdad sino figura. Ante­vió así mismo el actual horror: el de la Negación en tantos lugares y tantos espíritus. Y antevió por último el extremo horror: el tiempo del Anticristo. 
   Todo lo vio a través de la primera visión. La última consecuen­cia es fruto de la primera que se repite por ciclos de edades cada vez en mayor proporción conforme va creciendo la Iglesia. Incluso esto es dolorosamente lógico que así ocurra. Porque Cristo es tanto más odiado y combatido por el Anticristo cuanto más se afirma y triunfa en los santos. ¿Que el Cuerpo místico vence en sus batallas? Pues el Anticristo aumenta su poder y asesta sus golpes más atroces. ¿Que Cristo quiere triunfar, como es justo que así sea?, pues bien, el Anticristo quiere igualmente triunfar y su violencia aumenta en 1a medida que Cristo triunfa para vencerle y abatirle. ¡Oh, no lo podrá! ya que Cristo es el Vencedor; pero le espera y lo intenta. Y, no pudiendo conseguir una victoria colectiva sobre todo el pueblo de Dios, se cobra sus victorias individuales o nacionales extraviando inteligencias, poseyendo espíritus y arrancando pueblos a la Iglesia.
   Las siete iglesias. Poco tiempo hacía que habían sido fundadas y precisamente por aquellos que habían sido mandados a fundarlas directamente por Dios «Id a enseñar a todas las gentes» (Mateo 28,19) después de que, como por divina promesa, recibieron el Espíritu Santo que «habría de recordarles todas las cosas y enseñarles toda verdad» (Juan 14,26) de manera que la comprendiesen, o sea, capacitándoles para entender las cosas más altas y así, «revestidos con el poder de lo alto» (Lucas 24,19) fuesen capaces de ser los fundadores de algo tan excelso como es el Reino de Dios entre los hombres. Y eso no obstante, la imperfección y aun más que imperfección, habíase incubado en muchos de ellos, porque el Adversario o Anticristo estaba ya espiritualmente en acción y trabajaba en corromper y destruir las fortalezas espirituales del Reino de Dios. Crear discordias entre los miembros, insinuar sutiles herejías, suscitar necias soberbias, aconsejar viles compromisos entre la conciencia y la ley de la carne;  las restricciones mentales tan odiosas a Dios cuyo lenguaje es: «sí, sí; no, no» y tal quiere que lo sea también de sus hijos y sus fieles; enfriar la caridad, aumentar el amor a la existencia terrena, a las riquezas y honores materiales.
  He aquí la labor del Adversario, incansable en su tarea de intentar vencer a Dios y destruir cuanto Él creó aprovechándose de todo lo que le puede ayudar, auxiliado por los mismos hombres, bien por propia imperfección o por reacciones injustas de los miembros más fuertes contra los más débiles.
   Cuanto es conveniente decir ya está dicho. El faltar a la justicia y a la caridad, que son como miel que atrae las almas a la mística colmena y las mantiene fieles, provoca reacciones en los miembros heridos: de dolor, de escándalo y hasta de desconfianza y separación. 
   La Iglesia fue fundada por la Caridad y caridad perfecta es lo que debiera darse siempre en ella. La Iglesia se halla alimentada por la Caridad y caridad perfecta es lo que ella debiera suministrar a todos sus miembros, sobre todo a los más pequeños y débiles, a fin de alimentarlos y mantenerlos vivos. La Iglesia recibió el mandato de enseñar la caridad. Mas ¡ay si la enseñanza se circunscribe a la letra en vez de practicarla en su espíritu!
   Vivir en la caridad para hacer vivir a los corderos en la misma. Este es el deber de los pastores. Porque si los corderos ven que la caridad es dejada a un lado por los pastores  ─y ay del cordero que no presta un reverencial amor llevado hasta la renuncia de la li­bertad de juicio y de la libertad de acción en las cosas buenas que el mismo Dios dejó al hombre (y hasta Él deja completa libertad li­mitándose a decir lo que es bueno y lo que no lo es)─ al tiempo que los pastores les niegan esa caridad a los corderos. ¿Qué sucede? Que por un corazón que no se abre a las infinitas necesidades de las almas ─hablo de los corazones pastorales─ las almas se vuelven en otra dirección yendo a llamar a otras puertas que se abren a las ne­cesidades materiales dando pan, vestido, medicinas, consejos, ayudas para encontrar trabajo, para no ser echados de casa por el rico duro de corazón, pero que arrancan la religión y la justicia de los corazo­nes. Porque esto es lo que sucede y así, por un pan, vestido, un techo y una ayuda para restablecer la justicia a favor de un perse­guido, un alma o más almas dejan el redil, los pastos, el camino de Dios y van a otros pastos y por otros caminos, materiales los prime­ros y anticristianos los segundos.
   3.- En el secular desarrollo de la mística Vid han llegado a produ­cirse desgajes hasta de sarmientos principales. Muchas han sido las causas que los motivaron y no todas debidas a espontáneas rebelio­nes de los miembros sino más bien a rebeliones provocadas por un rigorismo sin caridad y sin justicia que obliga a los demás a llevar los pesos que ellos no soportan. Por esto conoció Israel guerras in­testinas y cismas. Por esto el pueblo llano fue el que siguió a Cristo y por esto, aún hoy día, hay miembros que se separan o, cuando menos, quedan perplejos o sufren escándalo.
   Si observamos las siete iglesias de entonces tal como las vio Juan y las oyó juzgar por el Juez eterno, veremos en ellas ya en acción cuanto después, y en forma cada vez más amplia, sucedió y aparece en acción en las iglesias o religiones, «cristianas» de nombre aunque no cristiano-católicas. Las iglesias separadas.
  Se han dado una constitución humana conservando de la verdadera Iglesia únicamente lo que les apetecía conservar para ser tenida por «cristianas». Mas ser cristianos no quiere decir tan sólo rogar a Cristo, predicarle de cualquier manera ni ser más rigoristas que los verdaderos católicos en ciertas cosas. Rogar a Dios, predicar a Dios y ser rígidos en el servicio formalístico de Dios, lo hacían también los sacerdotes, escribas y fariseos del tiempo en que Jesús estuvo entre los hombres. Eso, sin embargo, salvo raras excepciones, no les hizo «cristianos» sino más bien anticristianos.
  Ser cristianos quiere decir formar parte del Cuerpo Místico perteneciendo como católicos a la iglesia de Roma y a Cristo con un vivir de acuerdo con lo que Él enseñó y ordenó que se viviese.  De otra suerte no se es de verdad cristiano ni tampoco católico por el mero hecho de haber recibido el Bautismo y los demás sacramentos según el rito de la Iglesia de Roma. Como tampoco se es, aunque no se haya caído ni permanecido en culpa grave ni se haya llegado renegar de la Fe, formando parte de sectas condenadas por la Iglesia o perteneciendo a partidos políticos ciertamente condenados por ser en justicia condenables; no se es verdadero católico ni cristiano de hecho cuando no se vive la vida cristiana ni se honra a Dios con culto interno vivo y continuo hasta en la intimidad de la casa, presente siempre hasta en el trabajo intelectual o manual que se ha de desarrollar, activo siempre, hasta en las relaciones sociales que hemos de mantener de continuo con todos nuestros prójimos más o menos ligados a nosotros por lazos de sangre o relaciones sociales.
   No se es católico verdadero ni cristiano de hecho cuando tan sólo se practica un culto externo y formal para ser alabados o un culto interno para no ser tildados de ridículos como santurrones o tener tal vez que sufrir un daño material. No se es católico verdadero ni cristiano práctico cuando no se procura cultivar lo más perfectamente las virtudes llevándolas hasta el heroísmo si fuera preciso; cuando no se pone en práctica lo que se llama «el coronamiento de la ley que es la caridad», de la que son otras tantas ramas las obras de misericordia; cuando no se tiene interés alguno en desprenderse de un hábito vicioso que es causa de pecado; cuando se peca contra el Espíritu Santo dudando de la Misericordia divina que perdona al que se arrepiente; presumiendo de poder salvarse por sí mismos despreciando o negando las verdades luminosas de la Fe, no sólo las primeras y principales sino todo cuanto se contiene en el Credo y se halla definido por dogmas antiguos y recientes, dando pábulo a la en­vidia contra los justos, permaneciendo obstinadamente pecadores e impenitentes; cuando se daña al prójimo en su vida o aunque sólo sea en su salud corporal o en el honor; cuando se conculca el orden natural realizando actos abominables que los propios animales no lle­van a cabo con plena culpa por carecer de razón y de conciencia; oprimiendo a los pobres, practicando la usura con una ganancia ilí­cita; explotando más de lo debido al trabajador al que se le niega una justa recompensa.
   Al vivir así, se hacen merecedores de los juicios severos de Jesús a los escribas, fariseos y mercaderes del Templo. ¡Qué bien estaría que en el Evangelio ─que debiera ser el libro que diariamente leye­sen todos los cristianos, frase por frase, meditando aquellas verdades que dan la Vida─ se leyesen, releyesen y meditasen muy frecuente­mente aquellos puntos en los que Jesús expone dónde se encuentra la verdadera vida religiosa y dónde la apariencia o la ficción de la misma! Y examinarse a sí mismos parangonándose con el fariseo y el publicano, con el fariseo y la pecadora, con el levita y el buen samaritano, con los ricos que echaban del sobrante de sus riquezas en el gazofilacio y la viuda que echaba «todo lo que tenía para vivir» y ver a qué categoría pertenece cada cual. Y si ve que pertenece a la categoría de los que tan sólo tienen un culto exterior, arrepentirse cambiando a verdaderos discípulos del Maestro, a verdaderos hijos de Dios y hermanos de Cristo, o sea, cristianos de nombre y de hecho.
   Porque, de otra suerte, tendrán el nombre de cristianos, pero sin ser sarmientos alimentados por Él. Serán sarmientos desgajados que, si bien no están secos del todo porque una tendencia natural al Bien les hace obrar como justos, son no obstante ramas que, soberbia­mente, se han vuelto a plantar a sí mismas, haciéndose con ello plantas independientes que dan agraces en lugar de uva buena. Para volver a ser tales deben ser de nuevo injertadas a la verdadera Vid, a la única Vid verdadera que hace que los sarmientos den frutos co­piosos y santos.
   Esto es de aplicación, tanto para cada uno de los sarmientos in­dividuales como para los que, conjuntamente, forman una vid aparte, esto es iglesias separadas, las cuales, por estar separadas y haberse dado una constitución suya propia, ideada por su fundador ─un hom­bre y no un Hombre-Dios─ no pueden disponer de esa totalidad de vida espiritual que tan sólo el pertenecer al Cuerpo Místico mantiene y que preserva de separaciones cada vez mayores, no solo del Cuer­po en sí, mas también de la Verdad y de la Luz que hacen seguro el camino que de la Iglesia terrena conduce a la celestial.
   Y que el hecho de no pertenecer al Cuerpo místico produzca de­caimiento hasta en la justicia, se ve hoy más claro que nunca. La separación se hace más profunda porque algunas iglesias separadas no sólo se limitan a no tributar obsequio y obediencia al Supremo Pastor; no sólo se permiten elevar sus protestas cuando el Pontífice habla iluminado por Dios definiendo nuevas verdades; asegurando querer servir a Cristo, no sólo le arrebatan o tratan de arrebatarle las criaturas que le pertenecen, que son de su Redil y que ellos, los se­parados, pretenden llevárselas para ellos a otros pastos en donde no todo y, en particular, la parte principal no es buena, sino que, lo que ya es monstruoso, se ponen a celebrar a la Bestia y al Anticristo aprobando sus ideologías.

María es la que nos revela la suerte feliz de los hijos de Dios

  1.- Mas también eso está dicho: «Y toda la tierra seguía maravillada a la bestia» (Apocalipsis 13,3), por más que esté claro cómo ella (la bestia), por obedecer al dragón que le otorga todo poder, «haga la guerra a los santos y los venza» (materialmente) (Apocalipsis 13,7). Guerra a los santos, es decir, a cuantos permanecen fieles, amando a la Mujer que fue Tabernáculo de Dios y su Alabanza sempiterna, Imagen y semejanza per­fectas de Dios; pero no cual lo somos nosotros desde que la funesta heren­cia de Adán desfiguró y debilitó en nosotros la semejanza divina; ni como eran Adán y Eva incluso antes de la culpa: dos inocentes, dos hijos de Dios con los que el Creador mantenía coloquios cuya verdadera forma es un misterio, pero de los que no cabe dudar (Génesis 1,28-30; 2,16; 3,9­11-13-16-17-18-19-21), dos predestinados a vivir de la bienaventuranza y en la bienaventuranza de la visión de Dios eternamente. No. María, modelada por la Mano divina para que fuese «molde del Dios encarnado» que era la Imagen perfectísima del Padre: «Quien me ve a Mí ve también a mi Padre» (Juan 14.9); María, con la que Dios Uno y Trino mantuvo siempre coloquios como los que se tienen con una verdadera Hija, Esposa y Madre; María, que se mantuvo constantemente fija con todas sus faculta­des en su Señor, fue y es un purísimo Espejo en el que se refleja la Imagen de Dios, suprema Belleza y Perfección, de donde quien contempla a María ve cuanto constituye la indescriptible Belleza que hunde en los abismos de la beatitud a los eternos ciudadanos del Cielo.
   María: la criatura hermana nuestra por su nacimiento humano. María: la criatura divinizada de la que podemos ser hermanos meno­res espirituales sólo con que lo queramos. María: la obra maestra de Dios Creador de los hombres. María: la señal, la medida y la forma sensible de cuanto Dios tenía destinado desde siempre dar a los hombres que viven como hijos de Dios.
  El hombre, imperfecto en creer la resurrección de la carne y la coparticipación de la carne resucitada en el gozo del espíritu biena­venturado; el hombre que, por ser incapaz de creer esta verdad o, cuando menos, la pone en duda al no persuadirle de la misma la Re­surrección de Jesucristo porque dice: «Él era Dios y por eso…» ante la verdad definida de la Asunción de María en cuerpo y alma a los Cielos, no puede ya dudar. Y tal verdad es para su mente un estí­mulo que le impulsa poderosamente a creer en la resurrección de la carne y en la coparticipación de la misma en el gozo eterno del espíritu.
   Jesús es Aquel que nos revela al Dios Padre. María es la que nos revela la suerte feliz de los hijos de Dios. Jesús es el que, como Maestro, nos enseñó a vivir como hijos de Dios. María es la que nos ha mostrado prácticamente cómo hay que vivir para ser hijos de Dios. Y los hombres, que encuentran dificultad para seguir el Evange­lio y dicen: «Si Él lo podía hacer por ser Dios, igualmente lo podrá cualquier elegido suyo porque Dios-Jesús le otorgará dones especia­les» como se comprueba por la vida y el modo de vivir de María desde que abrió sus ojos a la luz ─que en Ella, plena de gracia, nunca se dio aquel estado de nesciencia común a todos los nacidos, a los que se declara irresponsables de sus actos antes del uso de la razón─ pueden persuadirse de que el vivir como hijos de Dios no sólo es posible a todos los nacidos de mujer sino también a todos los creados por Dios, sólo con que ellos quieran vivir como criaturas divinizadas.
   2. Y no se oponga a esto la objeción de que «María se hallaba in­mune de la Culpa y de los fomes» puesto que también Eva lo estaba y era Inocente en un mundo inocente y reina en un mundo que le estaba sometido, única criatura superior, acompañada de su hombre, dotada de inteligencia, de gracia, de ciencia, dueña del universo sen­sible y guiada por la Voz de Dios. Y, con todo, cedió a la primera tentación al paso que innumerables almas, por más que estuviesen manchadas con la Culpa y muchas criaturas influenciadas por los fomes esa terrible «ley de la carne» que hizo gemir a Pablo, a Agustín y a muchos otros que ahora son santos en el Cielo─ no cedieron.
   María, lo mismo que Jesús, nunca en modo alguno pecó en cosa alguna, ni siquiera con la lógica, natural y justa reacción de una madre que ve cómo torturan y matan a su Hijo; ni contra la caridad ni contra ninguna otra virtud. No quiso pecar y no pecó. Dios operó ciertamente en Ella de un modo misterioso, de forma que ni la más leve ─¿qué digo?: ni la sombra, ni el germen de una imperfección─ alterase la pureza y la santidad perfectas de la Toda Hermosa. Mas es igualmente cierto que María secundó con todas sus facultades y toda su voluntad la Voluntad que Dios tenía sobre Ella.
  Dios no hizo de María una esclava a la que no le queda otra disyuntiva que obedecer al patrón que le manda, sino una Reina, su Reina, a la que le manda como embajador a un arcángel que le transmita el designio de Dios. Designio que se cumple únicamente cuando María dice espontáneamente: «Hágase según tu palabra».
  El mismo arcángel dio a conocer al sacerdote Zacarías otra ma­ternidad prodigiosa producida fuera de las leyes naturales por la edad de los esposos y la esterilidad de la futura madre. Mas éste, con ser sacerdote y encontrarse ocupado de lleno en sus funciones sacerdo­tales ante el Santo de los Santos, dudó del poder y de la misericor­dia de Dios así como de la verdad de las palabras angélicas, por lo que fue castigado.
  He aquí la diferencia entre la justicia y la perfección de la justicia. En María hubo fe y obediencia absolutas por más que el prodi­gio fuese enormemente mayor. En Zacarías, no. ¿Por qué esto? Por­que María era, sí, la Mujer de la que la Palabra del Padre tenía ne­cesidad para tomar Carne humana; pero era la Mujer que habíase despojado de la humanidad natural, viéndose de este modo rica de naturaleza sobrenatural hasta el punto de no tener ya ninguno de esos lazos y obstáculos que impiden o menoscaban las facultades de la criatura para seguir el querer de Dios, el cual puede sobre un te­rreno y en un yo despojado de cuanto viene a ser obstáculo para las acciones divinas, llevar a cabo las obras más grandiosas de su Om­nipotencia.

Manifestaciones del Anticristo «de la tierra»

   1. «La Tierra seguirá a la bestia y hará morir a los santos que no adoran a la bestia de la Tierra» (Apocalipsis, capítulo 13). Esta es la primera de las manifestaciones del Anticristo «de la tierra» porque niega a Dios, niega todo lo que es de Dios al caer en idolatría hacia todo lo que no es Dios o más bien contra Dios; y suprime la ley di­vina sustituyéndola por la que no es ni siquiera ley moral natural, in­tentando cancelar incluso su recuerdo en las criaturas y atropellando y matando a cuantos se niegan a ser malvados, descreídos y contra­rios a Dios.
   Esta es la bestia que devora a los corderos para arrebatar a Dios cuantos más hijos suyos pueda. Y, con todo, he aquí cómo este tiempo contempla el horror de ministros de iglesias separadas que, no obstante su pretensión de llamarse «cristianas.», obsequian con su ad­hesión a las palabras y a los quereres de la bestia de la Tierra, a esta monstruosidad que combate a Cristo, prestan veneración a este ídolo ideológico, corruptor y despiadado, sin que sean constreñidos a ello como aquellos que le son súbditos allí donde él reina, sin refle­xionar que, doquiera él reine, ellos también se verán antes o después devorados, torturados y privados de las libertades más sagradas del individuo libre, hasta incluso de la libertad de pensar.
  Mas he aquí que Cristo, desde hace 20 siglos, anunció ya estas desviaciones y sus causas.  Aquí hay laboriosidad y paciencia pero «se ha prescindido de la primera de las virtudes que es la caridad» y por eso ha llegado a debilitarse, si ya no ha muerto del todo, la vida en Dios porque donde no hay caridad no está Dios ni hay vida de Dios en la per­sona ni vida de la persona en Dios. Lo que, por el contrario, hay allí es amor a las riquezas de la vida, o sea a la salud y a la vida, mientras que quienes desean servir a Jesucristo no deben amar la vida material ni temer ni huir de las persecuciones antes soportarlas hasta la muerte, si preciso fuere, porque así lo hizo Cristo y porque quien pierde la vida en su servicio la poseerá de una manera especial en el Cielo.
   2.- En otros lugares hay quienes se muestran débiles con los culpa­bles de herejía o de doctrina y vida imperfectas; y esto por no crearse enemigos. No. Cuando en el jardín de la Iglesia militante se ven despuntar plantas malignas, enfermas o que son un mal ejemplo para los demás, no queda sino limpiarlas de sus partes dañadas, in­jertarlas, y si rechazan el injerto que las haría buenas, llegar hasta saber cortarlas por su base, ya que es preferible que haya una planta menos que no que ésta resulte un tóxico para todas. Es mejor ser perseguidos y quedar sin amigos que permitir que los enemigos o los siervos inútiles echen a perder a otras almas o que aleje de Dios al ver que un pastor suyo prefiere la amistad con los cabritos a la suya santísima.
    En otros lugares hay quienes dan más crédito a los falsos profe­tas, voces impuras que Satanás mueve a hablar; la ley de la Iglesia condena válidamente para todos aquellos que, siendo católicos, escu­chan tales voces satánicas que hablan por medio de mesas parlantes o espiritistas, voces que hablan para engañar, seducir, extraviar y ale­jar de la Iglesia.
   Tan solo los espíritus de luz son verídicos y guías solventes; pero nunca, lo repito: nunca por imposición humana, no precisando de ele­mentos especiales para manifestarse. Dios los manda cuando quiere y a quien quiere. Son los únicos que dicen la verdad, ya que los otros mienten en todas sus manifestaciones satánicas y Satanás se identifica con la Mentira. Cuanto proviene de estas voces por más que, al pa­recer, sean palabras buenas, se halla siempre contaminado sutilmente de error. Para apartar de la Iglesia, dicen que ésta no es necesaria para comunicarse con Dios e insinúan teorías falsas sobre la reencarnación y un sistema absolutamente falso acerca de la evolución de las almas a través de vidas sucesivas y, por último, sugieren soluciones científicas de la Omnipotencia divina que todo lo creó de la nada.

Ciencia y Sabiduría

 1.- ¡Pobre ciencia que quiere ser únicamente «ciencia» y rechaza la Sabiduría! La ciencia puede ser una confirmación de la Sabiduría aunque sin capacidad para abolirla. Mas en donde llega a abolirla, apaga un océano de luz grata a las almas y a las inteligencias humanas. 
   ¡Ay de quien apaga esta luz! Su acción sería semejante a la de un tirano enloquecido que, por odio o por delirio, minase o pulveri­zase una ciudad o un templo. Esto mismo hacen quienes por un ex­cesivo amor a la ciencia o por casi un culto a la misma ─mientras que la Sabiduría debe ser amada, escuchada y creída por venir del «Padre de las Luces en el que no hay variación ni sombra de muta­ción» (Santiago el Menor 1,17), el cual es Espíritu de Verdad y de Amor que quiere que nos nutramos de verdad para amar cada vez más perfectamente y que se vea para conocer, servir y amar mejor─ pulverizan el edificio de la Fe sencilla y cándida, cuando menos, muchas de sus partes: las principales.
   Ahora bien, una vez desquiciados los cimientos y paredes maestras, ¿se puede sostener un edificio? No. Y cuando por la sed hu­mana de aparecer como doctos, modernos y progresistas, de conformidad con los tiempos, arrancan de los cimientos del edificio de la fe las piedras angulares declarando que ya no se amoldan a los tiempos actuales por pueriles, inadmisibles y resultar fábulas inaceptables, ¿qué sucede? Que se tambalea sobremanera ocasionando víctimas, que, en gran parte, queda convertido en ruinas y deteriorado lo que era luminosamente hermoso, pasando a estar de un modo lóbrego y fumoso adornado con unas pobres luces humanas que, con sus calígi­nes, ofuscan las luces celestes y despiertan interrogantes que la cien­cia no descifra y la Sabiduría ya no alcanza a desbaratar, producien­do vacíos que nada logra colmar. Es un mundo de fe pura el que se cuartea no logrando la inconsistencia de sus silogismos, deducciones y pesquisas llenar el vacío que se produjo.
   2.- Impugnar la verdad conocida es un pecado contra el Espíritu Santo y está dicho que: «el Espíritu Santo, que nos educa, huye de la ficción, se aleja de los pensamientos necios y se retira al sobrevenir la iniquidad» (Sabiduría 1,5). Y ¿qué iniquidad mayor que llegar a la deducción de que Dios, el Omnipotente, hubo de esperar a espontáneas evoluciones para crear su obra maestra que es el hombre? Y ¿qué pensamiento más insensato que el de quienes piensan que Dios se vio impotente para crear directamente la obra más bella de su creación?
   La verdad de todo se halla contenida en el Libro puesto que es palabra escrita por inspiración de la Sabiduría, es decir, de Dios y todo lo demás es pura ficción, imaginación y deducción humana. Uno tan sólo es el que no yerra jamás: Dios. El hombre, aún el más santo o el más docto en cultura humana, puede siempre equivocarse cuando habla u obra como «hombre», es decir, cuando no le mueve el Espíritu Santo, cuando aparta su mirada del Padre-Dios, no vién­dole ya en ninguna de sus obras.
   3.- También la ciencia puede ser buena y útil, ya que Dios le dotó al hombre de inteligencia con un fin bueno y para que haga uso de ella. Mas el 90% de los hombres no la usan siempre con un fin bueno y los científicos aún superan ese 90%.
  Y esto ¿por qué? Porque, al ir y seguir por sendas y quimeras humanas, pierden de vista a Dios y su Ley. Sí, por más que en apariencia le sirven y le tributan culto exterior y hasta, incluso, un rela­tivo culto interior hallándose convencidos de honrarle, en realidad no le ven ya luminosamente ni ven tampoco luminosamente sus eternos preceptos de amor. No viven ya la vida de Dios que es vida de amor, porque si viviesen esta vida, si viesen luminosamente a Dios y su Ley, ¿cómo podrían emplear su inteligencia en destruir con sus deducciones científicas la fe sencilla de los «pequeños» y con sus descubrimientos científicos la existencia de tantas vidas humanas, de ciudades enteras y hasta minar todo el globo terráqueo al turbar el equilibrio, el orden de los elementos y de las leyes cósmicas puestas por Dios que hacen que la Tierra, desde milenios, viva y produzca vidas vegetales y animales sin salir de su órbita, sin desplazarse de su eje, evitando con ello cataclismos apocalípticos?
   Mas es delito mayor destruir la fe sencilla de los «pequeños» y arrancar de las masas la persuasión de que Dios es Padre amoroso que cuida hasta de los pajarillos y de las flores del campo y escucha y atiende las peticiones que sus hijos le dirigen con plegarias llenas de fe. 
   ¿Cómo ha de poder el hombre creer ya con simplicidad si, en nombre de la ciencia y con el concurso de pruebas científicas, ve des­quiciarse los fundamentos de la Revelación contenida en el Libro?  ¿Cómo ha de poder el hombre seguir creyendo que Dios es potente y amoroso Padre que cuida de sus hijos si, a causa de vuestros descu­brimientos, el hombre se ve alcanzado por castigos ─no, nada de castigos, porque los malvados son castigados por todas las leyes hu­manas, al tiempo que vuestros medios de destrucción alcanzan a un número inconmensurable de individuos que no son malvados─  si el hombre se ve torturado hasta el extremo de enloquecer o de morir de terror o por el efecto de las heridas, viéndose reducido a no poder contar con el cubil que Dios concede hasta a los animales más fero­ces ni con el alimento y vestidos que proporciona a los pajarillos y flores del campo
   ¡Oh, el delito más grande es destruir la fe y la confianza! La fe, en la verdad de la Revelación y la confianza en la bondad y omni­potencia divinas. La primera destrucción hace que se derrumbe todo un mundo de cosas creídas que constituían un estímulo poderoso para vivir como hijos de Dios cancelando todo un poema luminoso que celebra la bondad infinita del Señor. Y la segunda hace que el hom­bre, desalentado por las experiencias vividas, diga: «¿De qué sirve rezar, sacrificarse ni vivir como justos si después hemos de soportar los golpes como todos?». ¡Es la duda que surge! ¡Es el consiguiente relajamiento de la fe y de las costumbres! ¡Es la oración que se abandona! ¡Es la desesperación tal vez! Estos son los frutos de la ciencia disociada de la Sabiduría.
   Los frutos del árbol maldito de la ciencia al que no se le ha hecho bueno con el injerto de la Sabiduría. Queréis conocer, investi­gar y explicarlo todo; mas la inteligencia del hombre y, sobre todo, del hombre decaído, lesionado por la Culpa original y por la concu­piscencia mental, no puede conocerlo todo. Hasta Adán, con haber sido constituido «rey» de toda la creación, tuvo una prohibición: «No comer el fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal porque el día que lo comiese moriría» (Génesis 2,17). No obedeció, quiso co­nocerlo todo y murió, primero a la Gracia y después en la carne. También ahora hay demasiados que, teniendo ante sí los dos árboles ─el que da la Vida, esto es Jesús-Redentor-Salvador Palabra que da la Vida eterna, y el árbol de la ciencia que da generalmente frutos de muerte─ tienden su mano a éste y no a aquel, gustando de éste y no de aquel, dándose a sí mismos y a otros la muerte.
   ¿Es totalmente culpable de ello la ciencia? No. Como no hay hombre que sea total y permanentemente malo, así también la ciencia no es siempre y del todo mala y culpable. Hay científicos que usan de su saber para hacer el bien y otros que, habiendo llegado a descubrir medios homicidas, los destruyen, prefiriendo renunciar a la glo­ria humana que tales descubrimientos les podrían reportar, ahorrando con ello nuevos azotes a la humanidad. Y otros, por último, a los que, por ser verdaderamente cristianos, el estudio científico aumenta en ellos la religión junto con las virtudes sobrenaturales y morales.
   Estos tales, bendecidos por Dios, son benefactores de la Huma­nidad que por todos los demás debieran ser imitados. Por el contrario no es así, ya que los otros científicos, los que todo lo escrutan y explican humanamente, viéndolo todo con ojos humanos y materiales que miran hacia abajo, a la Tierra, para desentrañar sus secretos, como hacen los animales y aún peor que ellos, ésos son a los que se les escucha tomando por axiomas sus deducciones. Diríase en ver­dad que los animales, muchos de ellos, saben alabar las cosas, cuan­do menos las cosas bellas de la Creación, las cosas buenas, agrade­cidos del sol que les calienta, del agua que apaga su sed, de los fru­tos de la Tierra que sacian su hambre y del hombre que les ama, todo ello mucho mejor que los hombres.
  4.- El hombre, criatura racional, dotada de espíritu y de vida sobrenatural, debería saber mirar a lo alto, al Cielo, a Dios y purificar su pupila y su saber a través de la contemplación de las obras divinas mediante la fe en Aquel que las hizo, viendo el sello indeleble que todas llevan impreso y que las identifica como hechas por Dios.
   La religión y la fe, la religión y la caridad hacen activamente bueno al investigador humano. Privado de estas fuerzas espirituales poseyéndolas imperfectamente, el investigador humano cae en el error e induce a otros en él, debilitando o dando muerte a su fe.
   Para aparecer actuales y conformes con los tiempos, tiempos que, en verdad, nada tienen de elogiosos, no rechacéis las luces, todas las luces que os vienen directamente de la Revelación, de la Sabiduría e, indirectamente, de la sabia investigación de los científicos cristianos que se elevaron a Dios para poder penetrar en los misterios del mundo, pero penetrar en ellos con buen espíritu para conocer la verdad que confirma la obra de Dios tributándole alabanzas por ello. Por querer aparecer actuales y conformes con los tiempos, no queráis en manera alguna hacer uso de esas «profundidades de Satanás» de que se habla en el Apocalipsis 2,24-25 (1), o, cuando menos, «del mundo», las cuales no están conformes con la Revelación para explicar cuanto existe y que si existe es por la omnipotencia y operación divinas.
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1 Nota : Apoc. 2,20-23: «Tengo en contra tuya que dejas actuar a Jezabel, esa mujer que se llama a sí misma profetisa y enseña engañando a mis servidores y los lleva a la iniquidad sexual y a comer carnes sacrificadas a ídolos. Yo le he dado tiempo para que se arrepintiese; pero no quiere  arrepentirse de su fornicación. Por eso, voy a arrojarla en cama, y a los que con ella cometen adulterio, los arrojaré en tribulación grande por si se arrepienten de sus obras. Y a sus hijos los haré perecer de muerte, y conocerán todas las Iglesias que yo soy el que escudriña las entrañas y los corazones y que os daré a cada uno según vuestras obras». 
Apoc. 2,24-25: «Y a vosotros, los demás de Tiátara, escuchadme: los que no seguís semejante doctrina y no conocéis las profundidades (misterios) de Satán, como dicen ellos;  para vosotros no habrá castigo. Solamente la doctrina que tenéis, tenedla fuertemente hasta que yo venga». 

 El apostolado

   1.- Por otra parte, hay también tibieza en el servicio de Dios y orgullo de sí mismos. La triple concupiscencia triunfa en donde debiera ser reinas las virtudes y deja pobres y sin luz a quienes son tibios y orgullosos. Pobres de cuanto se necesita para ser justos y de cuanto es necesario tener para hacer justos a los propios súbditos. El que es tibio no puede calentar al que está frío. E1 que carece de luz no puede comunicar y el que es avaro de los grandes dones que Dios dio no puede enriquecer a sus corderos, pues guarda para sí el pasto y tan sólo permite que su grey se apaciente de lo indispensable para no perecer del todo, sin pensar que en la grey hay débiles que están necesitados de alimentarse en gran medida o medida grandísima para no morir. 
   Para ser buenos pastores no basta con ser individualmente santos y no pecar por sí mismos. Es preciso santificar y vigilar para que los demás no pequen; y si sabe que hay algún cordero que pecó y se encuentra mortalmente herido en su espíritu, no hay que esperar que venga pidiendo la curación sino que hay que ir a él, curarle y sanarle. Y, por más que le rechace, hay que tornar a él una, dos, diez y cien veces, no sólo como predicador que exige un deber con palabras de reproche sino también con otros medios en plan de ami­go, de médico y de padre. Y si se da cuenta de que hay alguno que está a punto de desviarse, no hay que dejar que la cosa vaya ade­lante sino que debe intervenir con paciencia y con dulzura para reconducirle por el buen camino.
   El apostolado del sacerdote no ha de limitarse a la Misa diaria, a la Confesión, a la explicación evangélica y doctrinal de la Iglesia, pues hay mucho más que hacer fuera de la iglesia. Acercarse a los propios súbditos; llevar la palabra de Dios y de la moral adonde no se va a la iglesia o se va poco y mal; adonde un miembro, siquiera sea un solo miembro de la familia, no va a la iglesia; adonde un miembro, un solo miembro de la familia falta a sus deberes de padre, de madre, de esposo, de hijo, de ciudadano o de persona moral.
  ¡En cuántas familias hay dolores, situaciones penosas y pecados! ¡Cuánto campo de apostolado en estos núcleos iniciales de la socie­dad humana, en estas pequeñas iglesias en las que, sacerdotes sin or­denación pero con un cometido bien específico, o mejor, con dos cometidos bien específicoscontinuar la creación mediante la procreación, colaborando de ese modo con Dios que crea el alma para cada individuo procreado por el hombre y la mujer, y engendrar nuevos hijos adoptivos para Dios─ se aman y viven unidos! o al menos lo debieran hacer aunque tal vez no lo hacen al cumplir recíproca­mente mal con sus deberes de marido y de mujer, con sus deberes para con sus hijos descuidando el hacer de ellos verdaderos cristia­nos, dejándoles marchar adonde no han de ser mejores, no dándoles buenos ejemplos, descuidando su formación religiosa y permitiendo que malos compañeros y miembros de partidos ateos les acompañen y extravíen.
  Las tierras de misión no están únicamente en África, América, Asia o en varios archipiélagos. También Europa e igualmente Italia son tierra de misión para quien tiene espíritu misionero y vista sobre­natural. Toda comarca, desde las minúsculas a las grandes ciudades, toda circunscripción parroquial, toda casa puede ser zona de misión, lugar de mejora espiritual y de reconstrucción en Cristo. Reconstruc­ción del Reino de Dios en la familia y en cada uno de sus com­ponentes.
  2. «Vosotros sois la sal de la Tierra y la luz del mundo» (Mateo 5,13-14). El Maestro, Sabiduría infinita, llenó de su sal a sus elegidos dándoles la facultad de transmitir esta sal, que debe salar, a sus sucesores. El Maestro, verdadera Luz del mundo, llenó de su Luz a sus elegidos dándoles la orden de iluminar a todo hombre y transmitir este poder a sus sucesores. Él, por tanto, como Pontífice eterno, continúa infundiendo sal y  luz en el Cuerpo místico para que nunca en él vengan a menos por más que las tibiezas de algunos miembros pudieran ocasionar carestía de sal y de luz.
  La Iglesia es «Madre». ¿Qué madre, que mientras se halla en gestación, no se nutre y vive de manera que pueda dar vida a criaturas sanas? También la Iglesia, en cada uno de sus pastores, sean éstos de más alta o más baja graduación, debe suministrar a sus hijos las sales que mantengan íntegra y fuerte su vida espiritual.
   La Iglesia es la «Esposa de Cristo» y Cristo es Sol, Oriente, Estrella de la mañana y Luz infinita. El Esposo hace donación a la Esposa de sus riquezas y pertenencias que se las entrega para que Ella, a su vez, las transfiera a todos sus miembros y, en especial, a los que están destinados a iluminar a los corderos.
   Ahora bien, toda luz presupone llama y la llama calor. Un incendio llamea cuando arde y se consume; y el apóstol llamea igualmente y, por tanto, ilumina y caldea, encendiéndose también si arde y se consume. Mas si por el miedo a consumirse, a verse señalado por los enemigos de la Luz o por el excesivo cansancio viene a quedar tibio e insípido, ─y a las cosas insípidas se las rechaza─ se hace perezoso y ya no despide luz, se apaga como astro que dejó de esplender en los cielos no resplandeciendo en su cielo que es el espiritual.
   Si tras la pérdida de la luz que tiene su origen en el incendio de la caridad; si a esta pérdida, causada por el orgullo de sí mismo, se añade el egoísmo  ─y el  egoísmo es el polo opuesto del altruismo que es, a su vez, la linfa del cristiano: «Mi mandamiento es éste que os améis unos a otros como Yo os he amado. Nadie tiene un amor más grande que el de aquel que da la vida por sus amigos» (Juan 15, 12-13); «Si decimos que estamos en comunión con Dios y caminamos en las tinieblas, somos unos embusteros y no practicamos la verdad. Si, por el contrario, caminamos en la luz, como Dios está en la luz, estamos en recíproca comunión… El que observa la palabra de Dios tiene en sí en grado perfecto la caridad de Dios…» (Juan, 1a epístola 1, 6-7; 2,5); «Si uno dice: Yo amo a Dios y no ama al hermano, es mentiroso puesto que quien no ama al hermano que ve, ¿cómo puede amar a Dios al que no ve?» (Juan, l a epístola 4,20)─  si esto sucede, en tal caso el pastor es un muerto.
   El cristianismo es caridad. Caridad de los poderosos hacia los pe­queños, de éstos hacia los poderosos; caridad de los superiores hacia los inferiores, siempre caridad. Si no hay caridad el cristianismo se apaga quedando sustituido por el egoísmo y la tibieza, la sal viene a resultar insípida, la lámpara no alumbra sino que humea o se pone bajo el celemín para que no la turben. Y las almas, las pobres almas de los corderos quedan abandonadas no encontrando calor, luz ni sa­bor, acabando por debilitarse y extraviarse. ¡Pobres almas que, al verse tan débiles, tienen más necesidad de ayuda!
   3.- Estas imperfecciones, vivas y fuertes en las Iglesias que ya no están alimentadas por las Aguas vivas que brotan bajo los laterales del altar del verdadero Templo (Ezequiel 47,1-2), no faltan asimismo en la verdadera Iglesia. Santo es su Cuerpo, santísima su Cabeza al igual de su Alma; mas sus miembros no todos son santos por cuanto su pertenencia y unión más o menos íntima con el Cuerpo, no cambia la naturaleza humana del hombre. Es el hombre el que debe trabajar de continuo por regenerarse, volverse a crear y super-crearse para alcanzar la perfección y poseer una semejanza lo más perfecta posible con Cristo, Cabeza de la Iglesia y con el Espíritu Santo, Alma de la misma. Semejanza con Cristo por medio de una vida de «alter Christus». Semejanza con el Espíritu Santo mediante la caridad, la santidad, la pureza, la fortaleza, la piedad, y todos los demás tributos propios del Santificador.
  Cuanto más se esfuercen los miembros en ser santos, tanto más triunfará la Iglesia, ya que la santidad de los miembros, me refiero a los más selectos, repercute en los miembros inferiores elevándolos, encendiéndolos y haciendo de ellos instrumentos de santificación y de conversión para los miembros ya casi muertos o muertos del todo.
   El apostolado sacerdotal, si es cual Jesús lo quiso y lo quiere, suscita la gran fuerza del apostolado laico. Gran fuerza porque pene­tra por doquier con mayor facilidad: en las familias, en las fábricas, puede desmantelar los castillos levantados por la mentira, destruir las falsas quimeras suscitadas por los siervos del Anticristo que actúan ahora como siempre actuaron en la historia del mundo; neutralizar con caridad de hechos y no de palabras, con la verdad de las accio­nes y no con las falsas palabras de otras más falsas ideologías, el veneno esparcido ocultamente por la astuta serpiente de ahora que, al presente, se limita a ser «serpiente» a la espera de asumir su postrer aspecto de Anticristo triunfador en su breve y horrenda victoria.
   Mas si llega a relajarse el espíritu en los miembros superiores, si el apostolado seglar no recibe el concurso del apostolado sacerdotal en medida plena, resulta inevitable que suceda lo que en Israel cuando, Templo y Sinagoga decayeron de la justicia, que hasta las clases selectas pu­dieron ser humanamente motivo de escándalo, de opresión y de ruina para el pueblo.
   4. Estaba escrito que Cristo habría de morir por la intervención de los Sacerdotes, Escribas y Fariseos. Mas Dios, al darles las almas a aquellos sacerdotes, escribas y fariseos que habrían de oponerse a su Verbo hasta el extremo de hacerle morir en la cruz, no creó almas especiales de deicidas, de crueles, de injustos, de ávidos de poder ni de falsarios. No. Creó para ellos almas en un todo iguales a las de todos los hombres. Iguales por creación, viniendo después a ser tam­bién iguales por la lesión del Pecado original, como iguales eran la Ley y la Revelación para todo Israel e iguales asimismo en el dis­frute de la libertad de querer que tenían los de superior condición y los más bajos.
   Mas eran muchos en demasía los del Templo y de las Sinagogas en los que la justicia se hallaba por demás decaída, el Templo sa­grado lo habían convertido en «cueva de ladrones» (Mateo-Marcos­-Lucas) y los hipócritas habían venido a ser los descendientes de los Asideos. Los degenerados descendientes de los Asideos. Porque éstos fueron hombres de elevada y auténtica moral, de una completa fideli­dad a la Ley y a la doctrina de Moisés, de nobles sentimientos de amor patrio por el que supieron combatir y morir para salvar la na­ción de los engañadores y corruptores. Por el contrario, los fariseos eran rigoristas únicamente por fuera, mientras que por dentro y en la sombra eran «sepulcros blanqueados llenos de podredumbre» y aun­que se tuvieran por «los separados» de los demás, no lo eran precisa­mente por haberse apartado del pecado. Y, como ellos, eran los escribas que habían deformado y hecho imposible la práctica de la Ley al recargarla de tradiciones añadidas por ellos. Así es cómo sus almas pudieron llegar a ser deicidas y su libertad, esa libertad que Dios les otorgó, la emplearon para matar al Hijo de Dios. 
   ¡Matar al Hijo de Dios! ¡Calumniarle! ¡Presentarle por lo que no era!
   5.- Mas ¿es éste acaso pecado exclusivo de entonces? No, sino que también ahora se da ese pecado. Y si bien no se alza directamente la mano para abofetear, torturar y matar a Cristo, se la levanta asimismo sobre Él, presente en sus siervos. Porque es también ahora Jesús el que sufre en los que son perseguidos cualesquiera que sean las persecuciones que sufren.
  Saulo de Tarso no mataba personalmente a los cristianos, pero «apro­baba su asesinato» (Hechos 7,56) y «asolaba la Iglesia penetrando en las casas y llevándose a los hombres y mujeres a los que hacía encarcelar» (Hechos 8,3). Era un Anticristo en activo el que, más adelante, había de ser Apóstol y Vaso de elección, el que habría de combatir con singular perfección al anticristo hecho presente sin pérdida de tiempo en las diver­sas regiones en las que surgieron las iglesias de Jesús.
   Mas mientras iba a Damasco «respirando amenazas y muerte contra los discípulos del Señor» provisto de «cartas para las sinago­gas de Damasco con las que poder llevar detenidos a Jerusalén a cuantos encontrara de aquella fe» (Hechos 9,1-2), ¿qué le pasó? El encuentro con Cristo cerca de Damasco. Y ¿qué le dijo Cristo? Por ventura le preguntó: «¿Por qué persigues a mis siervos?». No, sino que le dijo: «¿Por qué me persigues?».
   Jesús era el perseguido. Es Jesús el que sufre la persecución en sus siervos puesto que está en ellos y en ellos continúa su Pasión. Y quien persigue a un siervo de Dios, a un hijo adoptivo de Dios y hermano de Jesús, hiere igualmente a la Palabra del Padre, al Hijo Unigénito del Padre, a Jesús que, como Dios, está en el Padre y en los verdaderos cristianos.
   ¿Pecado éste únicamente de ahora? No, sino de siempre. Y no siempre los que persiguen a los siervos de Dios y a los hermanos más queridos de Cristo son los anticristianos de la más variada con­dición sino que muchas veces la persecución proviene de quienes de­bieran ser ayuda para ellos; de quienes, por orgullo, no quieren que otros, «los más bajos», se eleven hasta donde ellos no alcanzaron; de quienes, por ser tibios, no pueden comprender cómo otros sean llama fundida con la Llama: espíritu del hombre hecho llama por la caridad de Cristo y para Cristo, hecho una sola cosa y un solo fuego con el Espíritu de Cristo; de quienes no recuerdan bien ni comprenden como es debido uno de los himnos más bellos que contiene el Evangelio: «Sea dada gloria a Ti, Padre, Señor del Cielo y de la Tierra porque escondiste estas cosas a los sabios y prudentes y se las revelaste a los pequeños» (Mateo 11,25; Lucas 10,21); y, por último, de quie­nes «por acepciones personales o deseo de regalos» se hacen ciegos y faltan a la justicia.
  Errores inherentes a la debilidad del hombre que, por más que se cubra con vestiduras sagradas, continúa siendo «hombre». Errores que han llevado a siervos de Dios a las llamas y a las cárceles y que aún hoy día, colocan cadenas, que por más que no sean cadenas materiales, son ciertamente siempre cadenas: a la doble libertad del individuo elegido siervo por su Señor, a la libertad del hombre que, aun cuando no realice actos que vayan contra el sentido de la ley de Estado y contra sus semejantes, es siempre sagrada y contra la libertad especial del siervo de Dios que quiere servirle como Él se lo demanda.
   Antes, mucho antes que Jesús, la voz de los profetas predijo que los  pueblos que no conocían al Señor llegarían a ser «su pueblo» en lugar de aquel que no le quiso reconocer. Jesús, muchos siglos después, advierte a los suyos que «los Gentiles les aventajarían en justicia a muchos de ellos». Y les dio ejemplo de cómo tratar a los Gentiles y a los pecadores para conducirlos al Camino, a la Verdad y a la Vida.
 Con todo, los mismos Apóstoles, con estar amaestrados directamente por la palabra y el ejemplo del Maestro, a causa de su renaciente orgullo de ser «hebreos», pusieron obstáculos al trato con los Gentiles. El ejemplo de Pedro con el centurión Cornelio (Hechos 10) dio a entender a todos cómo el orgullo puede detener la conquista de las almas o permitir que éstas no accedan a la Vida. Y Dios hubo de intervenir con un milagro para persuadir al Apóstol de que «Dios no hace distinción de personas sino que en cualquier nación le es acepto quien le teme y practica la justicia» (Hechos 10,34-35).
   6.- Jesús y antes que Él los Profetas hablaron claramente sobre la condición de Cristo. Y, con  todo, llegada la tarde del Jueves, por más que se hubiesen fortificado con la purificación y la Eucaristía que les administró el Pontífice eterno, he aquí que la debilidad humana, que no desaparece con la consagración, les hace huir despavoridos y avergonzados e, incluso, renegar. Y el mismo Pedro, sucesor de Jesús en el gobierno de la Iglesia, es el que le niega. Y después, a pesar de que hubiese sido investido una y otra vez por el Espíritu Santo, no fue lo debidamente comprensivo con sus hermanos en el ejercicio sacerdotal mostrándose débil hasta el punto de adoptar dos modos de vida (Gálatas 2,12) (1) por miedo a las censuras o enemistades.
   El hombre no deja de ser hombre. «Como niños recién naci­dos» (la Pedro 2,2) (2) que anhelan la leche espiritual pura para crecer y llegar a ser «estirpe elegida, sacerdocio real, nación santa, pueblo de Dios», así Pedro, de hombre se hizo santo, heroicamente santo, cada vez más santo, viniendo a ser de verdad, mediante un trabajo asiduo, «un otro Cristo». Como también lo fue Pablo, «el hombre» en el que la ley de la carne (Romanos 7, 23) luchaba contra la ley del espíritu; el hombre que, tras haber sido arrebatado el tercer cielo, aún probó las bofetadas del ángel de Satanás, el estímulo de la carne (2º Corintios12,7). Como «hombres» fueron igualmente tantos otros siervos de Dios, mártires de su yo y por fin bienaventurados por haber vencido al yo y haberse regenerado en Cristo.
  «¿Cuántas veces habré de perdonar?» preguntó un día Pedro a Jesús. Y Éste le contestó «Setenta veces siete», es decir, un número ilimitado de veces, ya que Jesús sabía que el hombre, aun regenerado por la Gracia, nutrido con la Eucaristía, confirmado en la Gracia por la Confirmación y hasta elevado al Sacerdocio, siempre seguiría sien­do «hombre», el necesitado de compasión y de perdón por su proclividad al error.
   7.- Y a no tardar, bien por orgullo o por tibieza, surgieron en el seno de la Iglesia separaciones y herejías. Y ahí están los gnósticos, nicolaitas, simoníacos y bileamitas. Y más tarde los antipapas, la época triste de la corte pontificia en Aviñón y la más triste aún del nepotismo y cuanto con el mismo se relacionó. La Iglesia, astro pe­renne, tiene, como todo astro, sus fases, y al ser llama que no se apaga, tiene, como toda llama, sus alternativas de llama viva y se­miapagada.
   Mas puesto que Jesús, su Cabeza, y el Espíritu Santo, su Alma, son eternos y perfectísimos, como eternos e infinitos son su poder y su querer, así Ella puede tener fases momentáneas de decaimiento y debilidad; mas no puede caer del todo ni apagarse por completo, antes, tras de una de estas fases, como persona aquejada de un sopor y vigorizada por una medicina potente, torna Ella despierta y vigorosa a su servicio y a su admirable misión universal, siendo de destacar que, precisamente, lo que producía pena contemplar en Ella ─momentáneas relajaciones o persecuciones de sus enemigos─ viene a ser la causa de una nueva fase suya ascendente.
   Aquellos que tan inclinados son al orgullo, amigos de criticar y de juzgar a todos menos a sí mismos, dirán tras estas palabras: «Como Ella es sobrenatural no puede menguar en su perfección». Esto dirán los primeros. Y los segundos dirán a su vez: «Si fuese tal como quieren decir que es, sería perfecta en todos sus miembros y sin embargo…» y citarán casos y casos más o menos verdaderamente reprensibles; y digo verdaderamente porque a las veces una cosa puede en apariencia no ser buena cuando en realidad lo es.
  Y ambos se equivocarán porque la Iglesia es, sí, una sociedad o congregación de miembros elegidos, regenerados por la Gracia del Bautismo, confirmados por la virtud y  la Confirmación, nutridos por la Eucaristía, purificados por la absolución en la Penitencia, asistidos en su nueva misión de esposos procreadores en el Matrimonio o en la otra de pastores de almas en el Orden sagrado. Y, por otra parte, la Iglesia, como Cuerpo místico, es santa en su Cabeza, en su alma, en su Ley, en su doctrina y en muchos de sus miembros. Esto sí, por cuanto no hay que despreciar a los miembros inferiores ya que muchas veces «los miembros que parecen más débiles son los más necesarios» (la Corintios 12,22) porque con su vida humilde, santa, escondida, vivida y ofrecida por toda la sociedad de los cristianos, contribuyen al aumento de los te­soros espirituales de todo el Cuerpo místico y también porque «Dios dispuso el Cuerpo de forma que se dé un honor más subido a los miembros que carecen de él» (la Corintios 12,24). Es decir, que Él extrae frecuentemente los santificadores de aquellos que con la acción y el ejemplo llevan innumerables almas a Dios, de aquellos que son «los más insignificantes» en el Cuerpo místico, sin grados ni ordena­ciones sino ricos en santidad al hallarse identificados con Cristo en todos sus actos. Sí, la Iglesia, como sociedad de fieles que de verdad son tales, es santa por su Cabeza santísima y nunca la santidad que desciende de la Cabeza y circula por todos sus miembros quedará agotada totalmente. Mas no todos los miembros son santos, ya que el hombre, por más que sea católico, es hombre y hombre continúa siendo aunque pertenezca a la Iglesia en una cualquiera de sus partes.
  Cuando son muchos los miembros que han llegado a ser «hombre racional» y no «hombre divinizado», entonces la Iglesia experimenta un periodo de postración del que más tarde resurge porque Ella misma comprende que es preciso levantarse para hacer frente a los enemigos exteriores e interiores, los enemigos manifiestos que trabajan abiertamente al servicio del Adversario y del Anticristo, y los enemigos sutiles que resquebrajan el edificio de la fe y, en consecuencia, enfrían la caridad al querer aplicar una versión nueva a los misterios y prodigios de Dios mediante esas «profundidades de Satanás y del espíritu del mundo» de las que ya se habló.
   No digan quienes tan dados son al orgullo: «La Iglesia no puede llegar a eso porque  siempre será Santa».
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1 Nota : Gálatas 2,11-12: «Pero cuando Cefas  fue a Antioquía, en su misma cara le hice frente, porque su conducta se había hecho reprensible. Pues antes de venir algunos de Santiago, comía con los gentiles; pero en cuanto aquellos llegaron, se retraía y apartaba, por miedo a los de la circuncisión».
2  Nota : 1ª Pedro 2,1-2: «Despojaos, pues, de toda maldad y de todo engaño, de hipocresías, envidias y maledicencias, y como niños recién nacidos apeteced la leche espiritual no adulterada, para con ella crecer en orden a la salvación».

 Abominaciones, devastación, desolación

 1. Está dicho, tanto por la palabra divina hablando por boca de los Profetas como por la palabra divina encarnada hablando a sus ele­gidos, que llegarán al Templo «grandes abominaciones, como la envi­dia, y horribles abominaciones, como la adoración de ídolos humanos (siendo uno de ellos la ciencia privada de Sabiduría) y la perversión con la adoración de lo que no debe venerarse» (Ezequiel 8,1-17) y que, «Una vez que Cristo haya sido matado y ya no sea pueblo suyo el que le renegará, la ciudad y el santuario serán destruidos por un pueblo que llegará y cuyo objetivo será la devastación. Y, una vez que ésta haya terminado, vendrá la desolación decretada… siendo menos las hostias y los sacrificios, asentándose en el templo la abo­minación de la desolación que durará hasta el fin» (Daniel 9, 26-27) (1) y, como directa confirmación por parte de la Palabra de las palabras de sus anunciadores, los profetas: «Cuando veáis la abominación de la desolación en el lugar santo… entonces la tribulación será grande, cual no lo fue desde el principio de los siglos… y después de la tri­bulación… verán al Hijo de Hombre» (Mateo 24,15-21-2) y 30). Y el enfriamiento de la caridad en demasiados corazones será uno de los signos precursores del fin (Mateo 24,12).
   Vendrá como está dicho. ¡Abrid vuestros ojos espirituales para leer las predicciones del Cielo! Si los abrieseis, leeríais la verdad y veríais cuáles son los verdaderos signos del fin y cómo éste se encuentra ya en acción.
    Para Aquel que es eterno, un siglo es menos que un minuto. De aquí que no se diga que ha de ocurrir mañana. Mas si bien ha de ser todavía largo el camino hasta que todo se cumpla, lo que hasta el presente ha sucedido os viene a indicar que ya se ha iniciado la recta final.
   Las grandes abominaciones: la envidia entronizada en donde tan sólo debiera haber caridad fraterna; el excesivo amor a la ciencia humana en donde únicamente habría de existir un fiel amor a la Sabidu­ría, fuente de la Revelación; los compromisos entre lo que propor­ciona utilidad terrena y utilidad sobrenatural para conseguir una utilidad inmediata; Cristo al que se le da  muerte en tantas almas y el haber renegado la mayor parte de su pueblo de su Salvador, estos constituyen los elementos preparatorios.
   2.- Después «el pueblo que vendrá» con el fin de devastar. Otro pro­feta dijo: «Cuando el pueblo del Septentrión…Un gran tumulto de las tierras del septentrión… He aquí que viene del septentrión…» (Jeremías 6,22; 10,22; 50,41). (2)  Una y otra predicción son tan claras que, para entenderlas, basta con alzar los ojos, saber ver y querer ver.
   Y ¿qué es lo que devastará? ¡Oh!, no sólo los edificios y territo­rios sino principalmente la fe, la moral y las almas. Y no todas las almas devastadas serán almas comunes. Los sacrificios y las hostias disminuirán, no habiendo ya libertad de culto, temiendo muchos ser apresados por ello. Ahora mismo, aun no estando todavía en acción la devastación y la persecución, hay muchos que reniegan de la vida que escogieron porque la abominación se extiende como pérfida gra­mínea y se enfría la caridad al tiempo que surgen los falsos profetas de los que habla Cristo en el capítulo 24 de Mateo y en el 2º de la 2a Epístola de Pablo a los Tesalonicenses.
   Por ahora, ésos tan sólo. Mas después vendrá aquel a quien ellos preceden: el Anticristo al que ellos habrán preparado el camino debi­litando la caridad al igual que el Bautista preparó los caminos a Cristo enseñando la caridad de la que se encontraba lleno, «lleno del Espíritu Santo desde el seno de su madre» (Lucas 1,15) como medio indispensable para poderse unir a Cristo y vivir la vida de Dios. (Sobre las enseñanzas del Bautista acerca de la caridad, ver Lucas 3,10-14).
   3.- En verdad, la caridad es la ligadura que mantiene unida la comu­nidad católica con Dios y con los hermanos. En ella y por ella per­siste la unión que constituye el alimento de las almas, su santifica­ción y la de cada vez nuevas almas. Si llega a faltar la caridad entra a ocupar su puesto el amor propio, siendo ésta la diferencia entre ambos amores.
   El amor verdadero y santo, mandado y aconsejado por Dios, es búsqueda de Dios, reconocimiento de su omnipotencia visible en to­das las cosas y elevación hacia Dios. Todo le sirve para esta eleva­ción a quien tiene en sí la caridad, que es piedad activa para todas las necesidades del prójimo, pues en todo prójimo la caridad nos hace ver a un hermano sintiendo a Jesús en él, a Jesús que padece con los sufrimientos del pobre, del enfermo, del perseguido o también porque ve que un hijo del Padre se está volviendo hijo pródigo que deja la casa del Padre por ir en busca de un falso bienestar y sufre igualmente porque hay quien duda de tener un Padre buenísimo a fin de que no caiga en desaliento ni en pecado.
   El amor propio, en cambio, es búsqueda de sí mismos, es sucesivo amor hacia sí mismos, es acción realizada para glorificarse a sí mismos a los ojos del mundo. Y de aquí nacen la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y la soberbia de la vida; y de esta planta de tres ramas brotan después la vanagloria, la dureza de corazón, la soberbia, el frenesí por las humanas alabanzas, la hipocresía, el  espíritu  de dominio y la persuasión de saberse guiar por sí mismos desechando todo mandato o consejo del Amor y de quien habla en nombre del Amor.
   Se creen libres y reyes porque, a su parecer, no hay quien sea mejor que ellos, puesto que siempre, según ellos, se encuentran ya consolidados en las cumbres del saber y del poder. Por el contrario son esclavos, cual ninguno lo es, de sí mismos, del enemigo de Dios. Esclavos, siervos, desnudos y ciegos. Esclavos de sí mismos y sier­vos o esclavos del enemigo de Dios. Desnudos de los vestidos orna­mentados, de los vestidos de las nupcias con la Sabiduría, de los cándidos vestidos para el convite de los Cielos y para seguir hosan­nando tras el Cordero. Ciegos o cuando menos miopes por haber gastado su vista en inútiles investigaciones humanas.
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1  Nota: Dan. 9, 26: «Después de las 62 semanas será muerto un ungido y será destruida la ciudad y el Templo por un pueblo de un rey que vendrá y terminará como sumergida. Hasta el fin habrá guerras y los desastres que Dios ha fijado». v.27: «Aquel príncipe concertará una firme alianza con muchos durante una semana. Durante la mitad de una semana cesarán los sacrificios y las ofrendas. El devastador colocará el abominable ídolo en el Templo hasta que la ruina decretada por Dios caiga sobre el devastador».
2  Nota: Jerem. 6,22: «Así habla Yavé: Miren cómo llega un pueblo del Norte. Es una gran nación que se levanta desde los confines de la tierra. Están armados de arcos y espadas; son crueles e inhumanos». 10,22: «Oigan esta noticia. ¡Atención! El ruido de una gran muchedumbre se acercó desde el Norte. Vienen a reducir las ciudades de Judá en un desierto, a guarida de chacales». 50,41: «Miren un pueblo que viene del Norte. Es una gran nación. Sus reyes poderosos. Se levantan desde los confines de la tierra».

La Gran Revelación que ha de ser aceptada y creída sin restricciones

    1.- A esto llegan por haber renunciado a la primogenitura, es decir, a la más alta filiación, la de Dios, por un pobre plato de lentejas, alimento terreno. Y es plato de lentejas la sustitución de las obras sapienciales, sobrenaturales y, sobre todo, de la Gran Revelación que ha de ser aceptada y creída sin restricciones. Es plato de lentejas el sustituir esto con libros científicos que, por perfectos que sean, son siempre libros escritos por un hombre. Podrán tal vez parecer más claros y, sin duda, más comprensibles para quienes tan sólo saben leer la letra quedándose en la superficie de las cosas, para quienes, por su propia pesantez, no alcanzan a profundizar más; pero no transforman al hombre, no le llevan a lo alto. Los libros inspirados, en cambio, esos libros de los que Dios es el Autor, son medios de transformación y de elevación, de unión en Dios y con Dios para quien los sabe leer.
   Todo cuanto viene de Dios es medio de elevación, de transforma­ción y de la más íntima unión con Él. Los mismos milagros, de dis­tinta naturaleza, milagros de curaciones de cuerpos y de espíritus, éstos sobre todo, son un medio de transformación y de unión con Dios. ¡Cuántos incrédulos o pecadores podrían hacerse creyentes y ser redimidos por el prodigio de un milagro!
   El milagro no debe ser negado en atención al racionalismo: ni el milagro de la Creación ni el de la curación de un alma o de un cuerpo. La materia fue sacada de la nada y ordenada a su fin especí­fico por Dios. Un alma muerta o aquejada de enfermedad espiritual incurable fue curada por Dios con este o con aquel medio; pero siempre por Dios. Un cuerpo condenado a morir puede ser curado por Dios, siempre por Dios, por más que Él se sirva de una apari­ción o de un justo para convertir y curar un espíritu, o de la particu­lar confianza en un santo para sanar una carne.
   2.- Que los racionalistas acierten a ver. Gran cosa es la razón. Gran cosa es ser criatura racional; pero cosa más grande es el espíritu. Y cosa más grande aún es ser criatura espiritual, esto es, saber que se tiene un espíritu al que se ha de poner en primer lugar como rey de su yo y como la cosa más escogida de todas. Porque si la razón ayuda al hombre a ser hombre y no bruto, el espíritu, al ser rey del yo, hace del hombre el hijo adoptivo de Dios, prestándole semejanza con Él y permitiéndole participar de su Divinidad y de sus bienes eternos. El espíritu, por tanto, debe predominar sobre la razón y sobre la carne o humanidad y no el racionalismo que niega o pre­tende explicar lo que ha de creerse mediante la fe y que, al explicarlo, o mejor dicho, al pretender explicarlo, queda lesionado el espíritu y lesionada igualmente, si no muerta, la fe.
   Acierten a ver los racionalistas. Depongan las lentes opacas del ra­cionalismo, ya que no les han de servir antes les han de hacer percibir las verdades alteradas, lo mismo que sucede con una lente no acomo­dada al ojo debilitado, que no le sirve sino para ver aún peor. El que se inclina al racionalismo es ya uno que tiene su vista espiritual debilitada. Y cuando más tarde lo abraza, entonces coloca unas lentes inadaptadas a su vista debilitada, terminando por ver del todo mal. Sepan ver, ver bien y ver el Bien. Ver a Dios en su continuo y perfecto obrar manteniendo la Creación que vino a la vida por su Querer y de­vuelve la salud y la vida en donde es ya segura la muerte.

 Autogénesis o poligénesis

  1.- Los que pretenden explicar la creación y la vida como una autogénesis o poligénesis, ¿cómo pueden negar que el Omnipotente pueda ahora menos de lo que hizo al principio creando sin que tan siquiera hubiese materia sino únicamente caos y después tan sólo cosas limitadas e imperfectas? ¿Es lógico, puramente lógico y racional, que se pueda admitir el milagro del caos que se ordena a sí mismo y por sí genera la célula, ésta se desenvuelve en especie y esta especie en otras cada vez más perfectas y numerosas, al tiempo que se sostiene que Dios no pudo hacer por Sí toda la creación? ¿Resulta lógico y racional dar por cierta la evolución de la  especie, o mejor, de una determinada especie hasta llegar a la forma animal más perfecta por hallarse dotada de palabra y de razón, aunque sólo sea de estas dos cualidades, cuando se ve que, desde hace milenios, no ha habido criatura animal alguna que haya adquirido la razón y la palabra no obstante su convivencia con el hombre?
   Todo animal, desde hace milenios, es como fue hecho. Habrá ha­bido achicamientos estructurales, se habrán hecho cruces por los que de las razas en un principio creadas se habrán obtenido razas híbri­das; mas, por muchas épocas y milenios que hayan transcurrido, jamás se vio que el toro dejase de serlo, como tampoco el can, por siglos y siglos de convivencia que haya mantenido con el hombre. Ni se vio nunca que las monas, con el discurrir de milenios y sus con­tactos con el hombre del que, ciertamente, pueden imitar sus gestos mas no aprender el habla, llegasen a ser hombres o, al menos, ani­males hombres. Son las mismas criaturas inferiores que, con la evi­dencia de los hechos, desmienten las elucubraciones de los cultivado­res de la ciencia puramente racional. Cuales eran, son, dando testi­monio de la omnipotencia de Dios con la variedad de las especies que, por lo demás, no han evolucionado pues como eran han seguido siendo: con sus instintos, sus leyes naturales, su particular misión que nunca es inútil por más que pueda parecerlo. Dios no hace obras inútiles y totalmente nocivas. Hasta el mismo veneno de las serpientes es útil y tiene su razón de ser.
  2. Sepan ver los racionalistas. Despójense de las lentes del raciona­lismo y vean a la luz de Dios mediante la Palabra divina que habló por boca de los patriarcas y de los profetas del Tiempo antiguo y por boca de los santos, místicos o contemplativos del Tiempo nuevo, a los que siempre un Único Espíritu reveló o recordó cosas ocultas y pasadas que han ido alterándose en su verdad al pasar de boca en boca. Vean sobre todo por medio de la Palabra Encarnada y Luz del mundo: Jesús, el Maestro de los maestros, el cual no cambió ni una tilde siquiera de la Revelación contenida en el Libro, antes, con ser Él la Omnisciencia y la Verdad que lo sabía todo en su verdadera plenitud, no sólo la confirmó sino que, rectificando el sentido des­viado tal vez por arte de los rabinos de Israel, la devolvió a su prís­tina forma que es la única verdadera.
   Querer añadir a cuanto la Sabiduría reveló, la Tradición ha trans­mitido y la Palabra ha confirmado y explicado, es añadir oropel al oro. No son los elementos de la ciencia los que abren las puertas del Reino de los Cielos sino las áureas monedas de la Fe en las ver­dades reveladas, las áureas monedas de la Esperanza en las promesas eternas, las áureas monedas de la Caridad practicada porque se creyó y esperó; ésas son las que proporcionan a los espíritus de los justos y después a las carnes y espíritus de los justos su puesto en la Ciudad eterna de Dios.
   Nunca se dirá bastante que la ciencia es paja que llena pero no nutre; que es humo que ofusca pero no ilumina y que el engañar con la fe y la esperanza es un veneno espiritual que mata y cizaña que da fruto de falsos profetas de un verbo nuevo y de nuevas teorías que no son verbo divino ni doctrina divina.

Vocaciones erradas

     1.- Por otra parte, en donde no hay cuanto más arriba se ha dicho, el que allí está parece vivo pero está muerto. Es decir, que quien no tiene sino la apariencia de lo que debiera ser, es en todo semejante a una estatua hermosa y bien adornada pero que es insensible y no puede comunicar a otros la vida que no posee. Bocas que hablan porque no pueden callar pero que no persuaden al faltar en su palabra ese poder que convence. ¿Cómo van a convencer si ellos mismos no están convencidos? Son instrumentos mecánicos que hablan hasta con elocuencia pero sin alma.
   Siempre hubo de éstos. Son los de vocación errada. Con mucho entusiasmo a1 principio, éste fue apagándose más tarde lentamente, careciendo de coraje para retirarse. Es mejor un pastor menos que no un pastor que parece estar vivo cuando, en realidad, está muerto en su espíritu o a punto de morir. Su puesto lo podría ocupar uno que estuviese vivo para comunicar vida. Mas el falso, el más falso de los respetos humanos les detiene de confesar abiertamente: «Ya no soy capaz y me retiro».
   Siempre los hubo. Judas de Keriot es su prototipo. Mejor le hubiera sido retirarse que no permanecer y llegar al supremo delito. «Aquel que, después de haber puesto la mano en el arado se vuelve atrás, no es apto para el Reino de Dios» dijo el divino Maestro. Y quien no es apto es mejor que se retire para no echar a perder a muchos, desatar la murmuración en muchos más y causar daño al Sacerdocio con su escándalo.
    La gente generaliza y ve más fácilmente el mal que el bien. Cuando llegan al convencimiento de encontrarse muertos para la mi­sión, que se retiren; pero que no den lugar a que la gente juzgue ge­neralizando y dañando a toda la clase. Las ramas destinadas a pro­porcionar savia a los frutos, si vienen a quedar estériles, deben ser cortadas porque, no sólo son inútiles sino que roban el vigor a la planta que únicamente serviría para adornarse con un pomposo y efí­mero follaje.
   2.- Siempre hubo en las cosas creadas perfectas por Dios una parte que no acertó a conservarse tal. La primera defección tuvo lugar en el ejército angélico y es un misterio impenetrable cómo pudo suceder en espíritus creados en gracia que veían a Dios, conocían su Esencia y Atributos lo mismo que sus obras y designios futuros. Sencilla­mente se rebelaron, no supieron permanecer en su estado de gracia y, de espíritus de luz que vivían en el gozo y el conocimiento sobre­naturales, se transformaron en espíritus de tinieblas que viven en el horror.
  La segunda defección fue la de los Progenitores y también ésta es algo inexplicable. ¿Cómo pudo ser que dos inocentes que gozaban de los innumerables beneficios de Dios y, por su feliz estado de gra­cia y demás dones que les capacitaban para conocer y amar a Dios como ningún otro hombre ─a excepción del Hijo del Hombre y de su Madre por estar llenos de Inocencia y de Gracia─ pudiesen escu­char y obedecer al tentador y preferirle antes que escuchar la voz de Dios que les amaestraba amorosamente y tan solo les exigía una sola obediencia? Fácil obediencia por cuanto ellos no necesitaban echar mano de aquel fruto para saciar por completo todos sus apeti­tos. Lo tenían todo. Dios habíales hecho ricos de todo cuanto les era necesario para ser felices, sanos de cuerpo y de espíritu. Sencilla­mente, se rebelaron, desobedecieron, no supieron conservar su estado de gracia y, de criaturas que vivían en el gozo y conocimiento sobre­naturales, llegaron a ser unos infelices en su espíritu, en su corazón, en su mente y en sus miembros; cansados éstos por el trabajo, ame­drentada la mente por las dificultades del mañana inmediato y del mañana futuro y eterno, quebrantado el corazón por el asesinato de un hijo y la perfidia del otro y abatido su espíritu, a la sazón envuelto en la calígine de la culpa que les impedía comprender los amorosos consejos del Padre Creador.
   La tercera grande, misteriosa e inexplicable defección es la de Judas de Keriot que, de manera espontánea quiso ser de Cristo, gozó  por espacio de tres años de su amor, se nutrió de su Palabra y, desilusionado en sus sueños concupiscentes, le vendió por treinta denarios, pasando de apóstol, es decir, de elegido para la más alta dignidad espiritual, a traidor del Amigo, a deicida y suicida. Éstas son las defecciones mayores.
  Mas, aunque menores, siempre las ha habido  por cuanto el hombre nunca deja de serlo y porque lo creado nunca es eternamente perfecto como lo es el Creador, si se exceptúa el Reino de los Cielos en el que únicamente los espíritus confirmados en gracia y no sujetos ya a pecar, tienen su morada; y si se exceptúa igualmente al Hijo del Hombre junto con su Madre. El primero porque era el Dios-Hombre y, por tanto, a su persona de Hombre se hallaba unida su Persona de Dios, yendo unidas de este modo sus perfecciones divinas a las suyas humanas. Y la segunda porque, a los dones extraordinarios de los que Dios la colmó desde su concepción, Ella correspondió con una buena voluntad y una fidelidad rayanas a una altura que santo alguno alcanzó ni alcanzará jamás.

 Dios es Misericordia y Paciencia

    1.- Y el que el hombre sea a las veces imperfecto no constituye culpa imperdonable. Dios es al mismo tiempo Misericordia y Paciencia. Él aguarda al arrepentimiento del que yerra y perdona si el arrepentimiento es sincero. Por lo que el hombre que cae puede alzarse de nuevo tornando a ser justo, o mejor, aún puede llegar a ser más justo que antes porque, al comprobar su debilidad, el propio orgullo puede ser menor y, mayor su misericordia para con sus semejantes en el ministerio o en el trato con los hombres. Dios sabe sacar bien de mal cuando el hombre no se niega a sus invitaciones y consejos y a los de sus otros hermanos más santos que él. Mas cuando ve al hombre obstinado en sus imperfecciones, presa de un quietismo que no le hace cometer ni el bien ni el mal, de un quietismo que hace de él uno que parece vivo pero que está muerto y con ese modo de ser es causa de la muerte y de la debilidad de muchos, entonces Dios viene a él  «como ladrón del que no se sabe a qué hora vendrá» (Apocalipsis 3, 3).
   Dijo el Maestro a los suyos: «Ceñid vuestros costados y tened encendidas las lámparas en vuestras manos». No dijo: «Descansad, dormid, porque ya fuisteis elegidos y tenéis el puesto asegurado». El siervo de Dios es un operario y quiere que opere durante todo el tiempo de su jornada terrena. Y tanto más ha de operar cuantos más especiales y amorosos dones recibió de Dios. «A quien mucho se le dio, mucho le será exigido» (Lucas 12,48). Y debe operar a ejemplo del Maestro, ejemplo de paciencia, de misericordia y de amor incan­sables. Porque, como querríamos que Dios midiese nuestras propias debilidades, con igual medida debemos hacerlo nosotros con los demás para no incurrir en el rigor de Dios por haber medido rigurosa­mente a los demás. «Con la medida con que midiereis seréis medidos con creces» (Marcos 4,24).
  2.- Por otra parte, aún hay poca virtud, practicada de forma heroica, si bien con fidelidad a la Palabra por parte de uno mismo o traba­jando para que los demás sean o lleguen a ser fieles y constantes en confesar el Nombre del Señor incluso delante de los escarnecedores o enemigos del catolicismo. No de los perseguidores sino de los contra­rios, desviados e ignorantes de ese Nombre y de Quien lo lleva. ¡Cuántos hay que son de la «sinagoga de Satanás» (Apocalipsis 3,9) o de la del mundo por no hallarse instruidos en la Verdad! Instruidos con paciencia y amor según el espíritu del Evangelio, de su Autor: Jesús y de su Custodiadora y Dispensadora: la Iglesia Romana.
   Almas que se encuentran en las tinieblas pero que tienden instin­tivamente a la Luz. Almas que están en el error de un culto idólatra o separado pero que tienden instintivamente a la Verdad. Almas que, por su propia naturaleza, tienden al Bien y pertenecen así, aunque sin saberlo, al alma de la Iglesia y para las que bastaría una mano, una palabra, una ayuda apostólicamente fraternas para llegar a ser miembros vivos del Cuerpo místico y adoradores del verdadero Dios.
   Ahora bien, por ser cierto que quien salva o da vida a un alma tan sólo, salva la suya dándole el premio de la Vida eterna; y, al ser Dios infinitamente reconocido con quien le entrega un hijo, es igual­mente cierto que Dios perdonará muchas cosas a quien se ingenia para hacer entrar por las vías del Señor ─las vías que conducen al Cielo─ a muchas almas, teniendo abierta la puerta de la misericor­dia, de la verdad y de la sabiduría, que es el Evangelio, para que a todos cuantos, tras la invitación del ministro de Dios, quieran entrar, les resulte fácil hacerlo.

 Conclusión

    1.- De este examen y confrontación entre las siete iglesias de enton­ces y el estado actual de diversas religiones e iglesias saltan la advertencia y la invitación a no dejar morir a la caridad; a no seguir doctrinas humanas por demás semejantes a las de Balaám que son motivo de escándalo, de intoxicación y de fornicación espiritual para los pequeños por ser «escándalo», y para los grandes por los otros dos motivos; a combatir a todos aquellos que tengan comercio o prácticas personales y actos tenebrosos, fornicando con las potencias del mal y de la mentira y nutriéndose de alimentos mentales sacrifi­cados u ofrecidos a los ídolos de una ciencia y de una curiosidad impuras; a sacudir de sí el quietismo y a tornar a ser vivos para proporcionar la vida, a reforzar la virtud débil trabajando con todas las fuerzas que se tengan para llevar a los demás al conocimiento de Dios y del evangelio y, por consiguiente, a la virtud para que los salvados proclamen al Padre de los Cielos y de todos los hombres por su salvador; a arder para arder; a esplender para iluminar y a desprenderse de cuanto es concupiscencia, aunque sólo sea de rique­zas, de poder, de salud y tranquila comodidad humana, para revestirse de las cosas sobrenaturales y así estar libres y sin obstáculos para la labor apostólica.
   2.- Así, pues, los que quisieron hacerse santos, venciendo todas las cosas contrarias a la santidad, recibirán el «nombre nuevo» (1), se alimentarán del «árbol de la vida» (2) y del «maná escondido» (3), serán revestidos con «blanca vestidura» (4), coronados con «corona» de gloria celeste (5), hechos «columna»  del Templo eterno (6) y «se sentarán sobre el trono», que está preparado para los vencedores (7). 
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1 Nota : Apoc. 2,17: «Al que venciere le daré del maná escondido y le daré también una piedrecita blanca, y en ella escrita un nombre nuevo que nadie conoce sino el que lo recibe»: Carta a la Iglesia de Pérgamo2 Nota : Apoc. 2,7: «Al vencedor le daré de comer del árbol de la vida que está en el paraíso de mi Dios»: Carta a la Iglesia de Éfeso. 3  Nota : Apoc. 2,17: «Al que venciere le daré del maná escondido y le daré también una piedrecita blanca, y en ella escrita un nombre nuevo que nadie conoce sino el que lo recibe»: Carta a la Iglesia de Pérgamo4 Nota:  a) Apoc. 3,5: «El que venciere, ése se vestirá de vestiduras blancas, jamás borraré su nombre del libro de la vida y confesaré su nombre delante de mi Padre y delante de sus ángeles»: Carta a la Iglesia de Sardes. b) Apoc. 3,18: «Te aconsejo que compres de mi oro acrisolado por el fuego, para que te enriquezcas, y vestiduras blancas, para que te vistas, y no aparezca la vergüenza de tu desnudez»: Carta la Iglesia de Laodicea. 5 Nota : Apoc. 2,10: «Nada temas por lo que tienes que padecer. Mira que el diablo os va a arrojar a algunos en la cárcel para que seáis probados, y tendréis una tribulación de diez días. Sé fiel hasta la muerte y te daré la corona de la vida»: Carta a la Iglesia de Esmirna. 6 Nota : Apoc. 3,12: «Al vencedor yo le haré columna en el templo de mi Dios, y no saldrá jamás fuera de él, y sobre él escribiré el nombre de Dios, y el nombre de la ciudad de mi Dios, de la nueva Jerusalén, la que desciende del cielo de mi Dios, y mi nombre nuevo»: Carta a la Iglesia de Filadelfia; 7 Nota : Apoc. 3,21: «Al que venciere le haré sentarse conmigo en mi trono, así como también  vencí y me senté  con mi Padre en el trono»: Carta a la Iglesia de Laodicea. (Apocalipsis, capítulos II y III). 

 Capítulo IV: los cuatro Evangelistas

   1.- Aumenta la grandeza de la visión, como también la potencia del éxtasis, puesto que el vidente ya no es llamado a ver las cosas ac­tuales de su tiempo, signo y figura de lo que, de diversas maneras y por causas distintas, habría de repetirse más adelante a través de los siglos como cosas sobrenaturales y cosas futuras, siendo las futuras conocidas tan solo por Dios y las sobrenaturales por los ciudadanos del Cielo. 
   Y en una nueva teofanía que es y no es igual a la de Ezequiel, él ve la gloria del Señor sentado sobre el trono celeste en figura de hombre, pero de hombre doblemente glorificado por ser Dios y Hombre-Dios, el Santo de los santos, el Santo de entre los santos. Porque ninguno de entre los hombres llegó a ser santo como el Hijo del Hombre. De ahí que su cuerpo esté hecho de luz «semejante al ámbar y al fuego» dice Ezequiel; «semejante a piedra de jaspe y a la cornalina» dice Juan; y ambos terminan: «rodeado de un esplendor semejante al arcoiris o iris» (Ezequiel 1-2 (1,4 y 27-28; 8,2); Apoca­lipsis 4,3; 21,19-20) (1).
   Otros profetas vieron también lleno de esplendor, vestido de lino, como bronce u otro metal incandescente, al Hijo de Dios y del hom­bre desde cuando Él era todavía el Verbo en el seno del Padre y te­nían que transcurrir aún siglos antes de que tomase Carne humana y ésta, glorificada tras el Sacrificio perfecto, ascendiese al Cielo para estar allí en su calidad de Dios Hombre, Rey eterno, Juez universal, Pontífice y Cordero, Vencedor del Mal, de la Muerte, del Tiempo y de todo cuanto existe, toda vez que a Él le fue dado por el Padre todo poder y primacía.
    2.- Mas si los antiguos Profetas vieron tan sólo al Hombre Dios, algunos, otros, en cambio, vieron al Hombre-Dios llevado sobre su trono por sus principales confesores. Y, de entre ellos, los 4 evangelistas figurados en un aspecto acorde con su naturaleza espiritual.
   Mateo: el hombre, totalmente hombre en su pasado y en la descrip­ción que hace del Hijo del Hombre.
  Marcos: un león en predicar a Cristo entre los paganos más que en describir el tiempo de Cristo en su Evangelio, en el que, no obstante, cual león, prefirió más hacer resaltar la figura del divino Taumaturgo que la del Hombre-Mesías, como hiciera Mateo. Y esto, con el fin de provocar la admiración y, a través de la misma, conquistar a los paganos, a los que siempre seducía cuanto tuviese visos de prodigio.
   Lucas, paciente y fuerte como el buey en completar con búsque­das constantes acerca de los antecedentes de la verdad y de la pro­pia labor apostólica de Cristo y de sus seguidores, toda la obra de Dios por la salvación de la humanidad, ya que esta obra de amor infinito tuvo su arranque en la Concepción inmaculada de María, en la plenitud de la Gracia a Ella concedida, en la continua comunica­ción de María con su Señor que, tras haberla creado con una perfec­ción única entre todos los cuerpos de nacidos de hombre y de mujer, como Padre colmó después a su Hija amadísima con su Luz, esto es, con el Verbo que se le había revelado en las divinas e íntimas lecciones por las que Ella fue Sede de la Sabiduría desde sus más tiernos años, al tiempo que el Espíritu Santo, Amador eterno de los Puros, derramaba sobre Ella los fuegos de su caridad perfectísima haciendo de Ella un altar y un arca mucho más santos y queridos que los del Templo, y en Ella hacía su reposo e irradiaba en todo el esplendor de su Gloria.
   En el tiempo antiguo, una vez construido el Tabernáculo, una nube de fuego lo cubría de día y de noche, ya estuviese parado o bien peregrinase hacia la meta y así el pueblo de Dios se detenía o peregrinaba según lo hiciese la nubecilla que otra cosa no era sino el testimonio de la gloria del Señor y de su Presencia (Números 9,15­-23).
   Al dar comienzo el tiempo nuevo, tiempo de Gracia, la nube de Fuego del Señor, Fuego que enviste y preserva de los asaltos del eterno Adversario, activo más que nunca al advertir la proximidad de su derrota, cubrió otro Tabernáculo mucho más santo a la espera de cubrirlo de modo más completo para ocultar el misterio más grande de las fecundas nupcias entre Dios y la Virgen cuyo fruto fue la En­carnación del Verbo. Y la gloria del  Señor cubrió siempre a la Virgen Inviolada, a la Madre Deípara, bien que estuviese parada o se moviese en virtud de una orden divina que de Nazaret la condujo al Templo, del Templo a Nazaret como Virgen-esposa, de Nazaret a Hebrón y Belén como Virgen-Madre y de Belén a Jerusalén para afianzarse en la profecía de Simeón; y de Belén a Egipto como pro­tección de la Odiada por ser Madre de Dios; de Nazaret a Jerusalén conduciéndola adonde se encontraba el Niño entre los Doctores; de Nazaret a este o a aquel lugar en donde el Hijo-Maestro era perse­guido y afligido; de Nazaret a Jerusalén y al Gólgota para copartici­par en la Redención; al Monte de los Olivos de donde el Hijo ascendió al Padre; y del Monte de los Olivos al Cielo en el éxtasis final en el que el Fuego aspiró hacia Sí a su María del modo como el Sol aspira hacia sí la gota pura del rocío.
   Lucas, único y paciente, interroga y escribe incluso lo que puede decirse que es el prólogo del Evangelio-anuncio, hablándonos de la Anunciada, sin la cual y sin su obediencia absoluta, no habría tenido lugar la redención.
   Es también propio del buey rumiar lo que anteriormente ingirió y Lucas lo imita. El tiempo había engullido, desde hacía muchos años, los episodios preliminares de la venida del Mesías como tal, es decir, como Maestro y Salvador-Redentor. Lucas los extrae como por las agallas y nos muestra a la Virgen, medio necesario para que tuviése­mos a Jesucristo, el Dios-Hombre. Nos muestra a la Humildísima Llena de Gracia, a la Obedientísima en su: «Que se haga de mí según la Palabra», a la Caritativísima que acude con prisa santa adonde su prima Isabel para confortarla y ayudarla y, aunque no se lo pensase, para santificar a aquel que había de preparar los caminos al Señor Jesús, el Hijo de la siempre Purísima e Inviolada física, moral y espiritualmente desde la concepción hasta su extático tránsito de la Tierra al Cielo.
   «Esta puerta permanecerá cerrada y no se abrirá y nadie pasará por ella porque el Señor Dios de Israel entró por ella. Será cerrada por el príncipe y el mismo príncipe se sentará en ella para comer el pan delante del Señor. Entrará por la puerta del vestíbulo y por la misma-saldrá» (Ezequiel 44,2-3).
   Palabras misteriosas de oscuro significado hasta que la Concep­ción de María y su Maternidad divina no las aclararon a cuantos, bajo el rayo de la Luz eterna, supieron leerlas en su justo signifi­cado.
   La puerta cerrada, puerta exterior del Santuario que miraba a oriente, era ciertamente María.
   Cerrada, porque nada terreno entró jamás en Ella, plena de Gracia.
  Puerta exterior, porque entre el Cielo, Morada del Dios Uno y Trino, y el mundo, estaba Ella, tan próxima a Dios, que la asemejaba a la puerta que, del Santo de los Santos comunicaba con el Santo. En verdad María fue y es puerta para los hombres a fin de que, a través del Santo, penetren en el Santo de los Santos y hagan en él eterna morada con el que allí ha­bita.
   Puerta que miraba a oriente, es decir, a solo Dios, llamado Oriente por los inspirados del Tiempo antiguo. Y, en verdad, María en Dios tan sólo tenía fijos los ojos de su espíritu.
  Puerta cerrada por la que nadie, a excepción del Señor, habría de entrar, siendo amada del Padre, del Hijo y del Esposo, haciéndola fecunda sin lesión, nutriéndose de Ella para tomar Cuerpo y hacién­dolo ante su Padre divino, realizando así su primera obediencia de Hijo del Hombre que, en la oscuridad de un seno de mujer, encierra y limita su Inmensidad y Libertad de Dios, sujetándose a todas las fases que regulan una gestación, como después, nutriéndose siempre de Ella, continuará todas las fases del crecimiento para pasar de In­fante a Niño.
   Puerta cerrada que ni por la más santa de las maternidades se abrió, puesto que, por un modo sólo de Dios conocido, así como Dios entró en Ella pasando por el vestíbulo ardiente de la caridad de María, otro tanto hizo para salir a la luz, Él, que es Luz y Amor infinitos, al tiempo que el éxtasis abrasaba a María haciendo de Ella un rutilante altar sobre el que se colocó y ofreció la Hostia para la Salvación de los hombres.
   Muchos siglos después de Ezequiel, Pablo dirá a los Hebreos: «…Cristo…que vino atravesando un tabernáculo mayor y más perfecto no hecho por mano de hombre» (Hebreos 9,11).
   Muchas fueron las interpretaciones que se dieron a estas palabras e, incluso, algunas ajustadas. Mas hay otra más y es ésta: que Jesús vino a los hombres, entre los hombres, pasando por un tabernáculo más grande por su belleza sobrenatural y más perfecto que el que era meta para los Hebreos de Palestina y de la Diáspora, pues si bien no era éste arquitectónicamente perfecto sino santamente perfecto y no hecho por mano de hombre con mármoles, oro y adornado con velos, éste fue creado y casi se podría decir que «hecho» por Dios, ya que Él miró tanto por su formación para que su Verbo, llegado el tiempo de su Encarnación, encontrase un tabernáculo sano, santo, es­cogido y perfecto en todas sus partes, digno de acoger y de ser tem­poral morada de su Santidad divina.
  Lucas, médico además de evangelista, con el paciente estudio del médico que no se detiene en el hecho objetivo ni en el sujeto estu­diado sino que escruta y examina el ambiente y hereditariedad en los que el mismo se desenvolvió y de los que pudo tomar determinados caracteres psicofísicos, para presentarnos al Dios encarnado, al Hijo del Hombre y darle a conocer mejor en su dulzura que es admirable por más que cuando es preciso sabe mostrarse fuerte, en su amabili­dad con los enfermos y pecadores deseosos de curación física o espi­ritual, en su obediencia perfectísima hasta la muerte, en su humildad que no buscaba alabanzas sino que aconsejaba: «No contéis lo que habéis visto», en su fortaleza sabiendo vencer todo afecto o temor humano en el cumplimiento de su misión, en su pureza por la que nada había que pudiese alterar sus sentidos ni albergar en sí, siquiera fuese de manera fugaz, pasión alguna que no fuese buena, nos pre­senta a la Madre, es decir, a Aquella que, por sí sola, formó al Hijo transmitiéndole, a una con la sangre que debía revestirle de carne, la semejanza más acabada con Ella. Él, al ser Hombre, más viril en sus rasgos y modales. Y Ella, como Mujer, más dulce en su sem­blante y en sus maneras.
   Ahora bien, en el Niño que sabe responder: «¿Por qué me busca­bais? ¿No sabíais que debo hacer lo que mi Padre quiere que Yo haga?» (Lucas 2,49), y en el Hombre que dice: «¿Qué tengo Yo contigo, Mujer?» (Juan 2,4) y que afirma asimismo: «¿Quién es mi Madre y quiénes mis parientes? Aquellos que hacen la voluntad de mi Padre» (Mateo 12,48-49), aparece claramente la fortaleza comuni­cada por Aquella que supo sufrir siempre valientemente y por tantos motivos: la muerte de sus padres, la pobreza, la sospecha de José, el viaje a Belén, la profecía de Simeón, la fuga y destierro en Egipto, la pérdida de Jesús, la muerte del esposo, el abandono del Hijo al emprender su misión, la animadversión del pueblo hebreo hacia Él y el martirio del Hijo sobre el Gólgota.
  En la dulzura del Hijo se transparenta la dulzura heredada de la Madre y así de la humildad, de la obediencia y de la pureza. Todas las ex­celsas virtudes de la Madre aparecen igualmente en el Hijo.
   Jesús, es cierto, nos revela al Padre, mas también a la Madre. Y bien puede decirse que quien pretenda conocer a María, tan parcamente revelada por los Evangelistas y en los Hechos de los Apóstoles, debe fijarse en su Hijo que de Ella, tan sólo de Ella, recibió todo menos su Na­turaleza divina de Primogénito del Padre y Unigénito suyo.
   «Que se haga la Voluntad de Dios» dice María en Lucas 1,38; y «Que se haga tu Voluntad» dice Jesús en Lucas 22,42.
   «¡Feliz de ti que has creído!» dice Isabel a María (Lucas 1,45). Y Jesús, muchas, muchísimas veces, a lo largo de su evangelización, alaba a quienes saben creer.
  «Has abatido a los poderosos y exaltado a los humildes» expresa María en su Magníficat, y Jesús: «Te doy gracias, Padre, porque has ocultado las cosas a los sabios y a los grandes y se las has revelado a los pequeños».
   El Verbo, la Sabiduría del Padre, hizo Maestra en Sabiduría a su futura Madre. Y la Madre, a una con la sangre, la leche y cuidados maternales, transfundió a su Hijo los pensamientos selectos que ani­daron siempre en su mente sin lesión y los sentimientos elevadísimos que ardían en su Corazón sin mácula.
  Juan, el cuarto Evangelista, es el águila y las propiedades del águila son su vuelo alto, potente y solitario junto con la capacidad de mirar fijamente al Sol divino, Jesús: Luz del mundo, Luz del Cielo, Luz de Dios, Esplendor infinito, y el poderse elevar a alturas sobrenaturales a las que ningún otro evangelista se elevó y, al ele­varse así, poder penetrar el misterio, la verdad, la doctrina y el todo del Hombre que era Dios.
   Planeando cual águila real por las alturas, remontando las cosas de la Tierra y de la humanidad, él ve a Cristo en su verdadera Na­turaleza de Verbo de Dios. Y, más que al Taumaturgo y al Mártir, Juan nos presenta «al Maestro», al único Maestro perfectísimo que tuvo el mundo, al Maestro-Dios, la Sabiduría hecha carne y maestra verbal para los hombres, al Verbo o Palabra del Padre, o lo que es lo mismo, a la Palabra que hace perceptibles a los hombres los pen­samientos de su Padre, a la Luz venida para iluminar las tinieblas y disipar las penumbras.
   Las verdades más sublimes, más suaves, más profundas y así mismo más amargas, todas se expresan con absoluta sinceridad en el Evangelio de Juan que, con su mirada de águila y su elevación de espíritu siguiendo el espíritu del Maestro, vio desde lo alto la su­prema grandeza y la suprema indignidad, dando la medida del grande amor de Cristo y del odio del pueblo judío contra Él; la lucha entre la luz y las tinieblas, de las excesivas «tinieblas», es decir, de los numerosos enemigos de su Maestro, entre los que se encontraba in­cluso un discípulo y apóstol al que Juan claramente señala en este su Evangelio de la Verdad y de la Luz con su verdadero nombre, con uno de sus nombres verdaderos: «ladrón»; vio las conjuras sola­padas y las trampas sutiles con las que hacer odioso a Cristo ante los dominadores romanos, ante los hebreos e, incluso ante los «pe­queños» que formaban la grey de los fieles de Cristo. Y todas las muestra y destaca presentando a Jesús en su santidad sublime, no sólo de Dios mas también de hombre. Hombre que no se presta a compromisos con los enemigos a trueque de no perder su amistad; Hombre que sabe decir la verdad a los poderosos y desenmascarar sus culpas e hipocresías; Hombre que, si bien no rechaza a nadie que sea merecedor de su cercanía y sepa corresponder al movimiento de su alma de llegarse a Él para redi­mirse, sabe lanzar su anatema contra cuantos, si bien poderosísimos, le asedian con falsos ofrecimientos de amistad para poderle coger en culpa;  Hombre que respeta la Ley pero que rechaza los añadidos a la misma: «las cargas» impuestas a los pequeños por parte de los fa­riseos; Hombre que rechaza el reino y la corona terrenos y huye para librarse de ellos (Juan 6,15) pero que no cesa de proclamar su Reino espiritual y asume la corona de Redentor confirmando con el propio sacrificio su doctrina de abnegación; Hombre santísimo que quiso probar todo lo concerniente al hombre menos el pecado.
   El águila no canta, como lo hacen más o menos melodiosamente las otras aves, sino que lanza su grito potente que hace temblar el corazón de los hombres y a los animales, pues así de resolutiva es su afirmación de poderío. Tampoco Juan canta dulcemente la historia de Cristo sino que lanza su grito poderoso para celebrar al Héroe, siendo grito tan potente en la afirmación de la Divinidad y de la Sa­biduría luminosísima de Cristo que hace temblar al alma y al cora­zón desde las primeras palabras de su preámbulo.
   El águila ama las cumbres solitarias sobre las que lanza, como dardos, todos sus fuegos y cuanto más brilla el sol, tanto más el águila fija en él sus ojos como fascinada por su esplendor y su calor. También Juan, el solitario por más que estuviese con sus compañe­ros, lo mismo antes que después de la Pasión y de la Ascensión del Maestro, ─porque verdaderamente era el Apóstol distinto y único en detalles particulares de hombre y de discípulo, unido a los demás tan sólo por la caridad en él vivísima─ también Juan, lo mismo que el águila, gozaba estando en la cumbre bajo el incendio de su Sol, mi­rándole a Él solo y escuchando todas las palabras que salían de su boca y las palabras secretas, esto es, las lecciones y conversaciones profundas y amables de Cristo, sus efusiones solitarias, sus plegarias y comunicaciones con el Padre en el silencio de las noches o en la espesura de los bosques, dondequiera que Cristo ─el gran solitario, al ser el gran Desconocido e Incomprendido─ se aislase para buscar consuelo en la unión con su Padre.
  Jesús: el Sol de la Caridad; Juan: el amante del Sol de la Cari­dad y el virgen desposado con la Caridad, atraído él, el puro, por Jesús, Pureza perfecta. El amor proporciona especiales comprensiones. Y así, cuanto más fuerte es el amor, tanto más comprende el amante hasta los movimientos más íntimos del amado. Juan, el fidelísimo y amantísimo de Jesús-Dios y Hombre, comprendió  todo lo de Él como si hubiese estado, no sobre su Corazón sino en su Corazón.
   Nadie conoció tan íntimamente a Cristo como Juan.
   Todas las perfecciones de Cristo le fueron manifiestas.
  Penetró en su misterio y en el océano de sus virtudes midiendo verdaderamente la altura, an­chura y profundidad de este Templo viviente no hecho por mano de hombre y al que en vano los hombres trataban de destruir.
  Todas, a distancia de decenios, las escribió y describió, dejando el Evangelio más perfecto en veracidad histórica, más valioso en doctrina, más iluminado con luces sapienciales y caritativas, más fiel en la descripción de los episodios y caracteres,  capaz de vencer las restricciones mentales de los hebreos y  describir hasta cuanto los otros evangelistas no se atrevieron a narrar: la samaritana, el funcionario real, el escándalo, fuga y rebelión de los discípulos contra el Maestro tras el dis­curso del Pan del Cielo, la adúltera, las públicas disputas con los Judíos, Fariseos, Escribas y Doctores, su escapada refugiándose en Efraín de Samaria, sus contactos con los Gentiles, la verdad sobre Judas «que era un  ladrón» y otras cosas  más.
 Más que de edad madura, pues era ya longevo cuando escribió su Evangelio, si bien perennemente joven por su pureza como también constante amador de Cristo, ya que ningún otro amor humano apagó las llamas de su caridad por el Amado, Juan, el águila amorosa de Cristo, nos lo reveló con una potencia superior a toda otra y sólo in­ferior a la del mismo Cristo, la cual era infinita por ser de Dios, al revelarnos a su Padre.
  La totalidad de los cuatro que estaban alrededor del trono (Apo­calipsis 4,4-11) (2) se hallaban cubiertos de ojos. Eran, en efecto, los contempladores, aquellos que contemplaron a Cristo para poderle des­cribir y confesar a la perfección.
  Mas Juan, el águila, con sus ojos mortales e inmortales, habíalo contemplado, como águila, con la mirada de águila, penetrando en el misterio ardiente de Cristo. Y más allá de la vida, al lado ya de su Amado, con mirada perfecta y fija, penetra en el interior del Misterio y entona el himno de alabanza que los demás y los 24 ancianos si­guen para fortificarse en el espíritu a fin de anunciar las cosas de los últimos tiempos: el supremo horror, la suprema persecución, los últi­mos flagelos y las supremas victorias de Cristo, a la vez que los su­premos y eternos goces de sus fieles seguidores.
  Las primeras palabras de su canto evangélico son una alabanza a la Luz y sus últimas del Apocalipsis un grito de amorosa respuesta y de amorosa demanda: «¡Sí, ven presto!», «¡Ven, Señor Jesús!». Y estos dos gritos: el del Amado y el del Amante, más que ninguna otra cosa, nos descubren qué era Juan para Jesús y lo que Jesús era para Juan. Eran: el Amor.
   3.- A este amante, todo ardor, que, a impulsos del amor, subió con el espíritu y con la inteligencia a zonas excelsas y penetró, como ningún otro apóstol y evangelista, en los misterios más profundos, contrapongámosle el hombre: Mateo.
   Juan, todo espíritu, cada vez más espíritu. Mateo, en cambio, ma­teria, todo materia hasta que Cristo le convirtió e hizo suyo.  Juan, el águila con aspecto de hombre, o mejor, el serafín que, con sus alas de águila, subía adonde a poquísimos les fue dado subir. Mateo, el hom­bre, todavía hombre después de su conversión que de él, hombre pe­cador, hizo un hombre de Dios, es decir, un hombre vuelto a ser elevado al grado de criatura racional destinada a la vida eterna del Cielo; pero, al fin, siempre hombre, sin la cultura de Lucas, sin la sabiduría sobrenatural de Juan y sin la fortaleza leonina de Marcos.
  En la escala mística de los evangelistas se puede colocar a Mateo en el primer peldaño, a Marcos a un cuarto de la escala, a Lucas en su mitad y a  Juan en la cúspide.
  A Mateo, con todo, el haber continuado siendo «el hombre» no le perjudicó antes le sirvió  para subirle muy alto en la perfección manteniéndole humilde y contrito por su pasado, así como el haber descrito al Verbo hecho Carne como «hombre» más que como Maestro, Tauma­turgo y Dios, sirvió, tanto entonces como en los siglos futuros, para remachar, confesar y afirmar la verdadera Naturaleza de Cristo que era eternamente el Verbo del Padre, pero que fue realmente el Hom­bre que, por un milagro único y divino, se encarnó en el seno de la Virgen para ser el Maestro y el Redentor por los siglos de los siglos.
   Mateo no tuvo los raptos amorosos de Juan ni la economía admira­ble de Lucas. Pues Lucas no se limitó a hablar de Cristo Maestro sino que nos habla asimismo de cuanto supone preparación para Cristo, o sea, de su Madre, de los acontecimientos que precedie­ron a las manifestaciones públicas de Jesucristo a fin de hacernos sabedores de todo, confirmar a los profetas y desbaratar, con la más exacta narración de la vida oculta de Jesús, de María y de José, las futuras herejías que habrían de surgir ─y que aún no han terminado─ las cuales alteran la verdad acerca de Cristo, de su vida y doctrina y de su persona, sana, fuerte, paciente y he­roica como nunca la hubo otra. ¿Quién como Lucas nos muestra al Cristo Salvador y Redentor que inicia su Pasión  con el sudor sanguíneo del Getsemaní? Mas si Lucas es el historiador erudito, Marcos es el impulsivo que impone a Cristo ante las turbas paga­nas haciendo resaltar ante ellas el poder sobrenatural, o mejor dicho, divino de sus milagros de toda especie.
  4.- Cada uno de los cuatro sirvió para componer el mosáico que nos da al verdadero Jesucristo Hombre-Dios, Salvador, Maestro, Reden­tor, Vencedor de la muerte y del demonio, Juez eterno y Rey de reyes eternamente. Para esto, en la teofanía que describe el Apóstol Juan en su Apocalipsis (capítulo 4, versículos 5-9) (2) los cuatro, con sus cuatro diferentes aspectos, hacen de base y corona al Trono en el que se asienta Aquel que es, que era, que ha de venir y que es el Alfa y Omega, principio y fin de todo cuanto era, es y será, y sus voces, unidas a las de los veinticuatro, esto es, de los doce principales patriarcas y de los doce más grandes profetas o profetas mayores, cantan la eterna alabanza a Aquel que es Santísimo y Omnipotente.
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1  Nota  : Apoc. 4,3: «En el cielo había un trono y en el trono alguien sentado que tenía aspecto como de jaspe verde y de ágata rojiza». Apoc. 21,19-20: «Las bases de las murallas están adornadas con toda clase de piedras preciosas; la 1ª base es de jaspe, la 2ª de zafiro, la 3ª de calcedonia, la 4ª de esmeralda, la 5ª de sardónica, la 6ª de cornalina, la 7ª de crisólito, la 8ª de berilo, la 9ª de topacio, la 10ª de crisoprasa, la 11ª de Jacinto, y la 12ª de amatista»
2 Nota : Apoc. 4,4-11. V. 4: «Alrededor del trono vi otros 24 tronos, y sobre los tronos están sentados 24 ancianos, vestidos de vestiduras blancas y coronas de oro sobre sus cabezas». V. 5: «Del trono salen relámpagos, voces, y truenos. Siete antorchas arden ante el trono que son los 7 espíritus de Dios». V. 6: «Ante el trono se extiende un mar de vidrio como de cristal transparente. A los 4 lados del trono  permanecen 4 vivientes llenos de ojos por delante y por detrás». V. 7: «El primer viviente se parece a león;  el segundo al toro;  el tercero tiene cara como de hombre y el cuarto es como águila en pleno vuelo». V. 8: «Cada uno de los 4 vivientes tienen 6 alas llenas de ojos por ambos lados y no cesan de repetir “Santo, Santo es el Señor Dios, el Señor del Universo, el que era, el que es, y el que viene». V. 9: «Cada vez que los vivientes dan gloria, honor y acción de gracias al que está sentado en el trono y que vive por los siglos de los siglos» V. 10: «los 24 ancianos caen delante del que está sentado en el trono, y se arrodillan ante el que vive por los siglos de los siglos, y arrojan sus coronas delante del trono diciendo»: V.11 «digno eres, Señor, Dios nuestro, de recibir  la gloria, el honor y el poder, porque tú creaste todas las cosas y por tu voluntad existen y fueron creadas».

Los números sagrados y simbólicos

   1. Doce y doce. Este número era para los hebreos uno de los nú­meros sagrados. Doce los Patriarcas, doce los hijos de Jacob, doce las tribus de Israel. Y si bien son diez los Mandamientos de la Ley ─los Mandamientos dados por Dios-Padre a Moisés sobre el Sinaí (Éxodo 20)─ en verdad ellos son doce desde que el Verbo del Padre, la eterna y perfectísima Sabiduría, completó la Ley y la perfeccionó enseñando que los mandamientos por excelencia son: «Ama a Dios con todo lo que eres y a tu prójimo como a ti mismo», por cuanto estos dos primeros y principales mandamientos son en realidad la base vital del completo de los diez, ya que los tres primeros no pueden practicarse de no amar a Dios con todo lo que uno es, con todas las fuerzas propias y con toda el alma, no pudiendo tampoco practicarse los otros siete restantes si no se ama al prójimo como uno a sí mismo, no faltando al amor, a la justicia ni a la honestidad en cosa alguna o contra cualquier persona.
   Doce eran los años fijados por la Ley para que todo niño hebreo llegara a ser hijo de la Ley. Y Jesús, fiel a la Ley, quiso doce após­toles para su séquito por ser sagrado tal número. Que después una rama cayó por putrefacción y la nueva planta quedó tan sólo con once ramas, pues bien, pronto una nueva y santa duodécima rama le volvió a brotar a la planta del cristianismo, quedando así restable­cido el número sagrado.
   2. ¡Cuántos números sagrados en Israel! Y cada uno de ellos con su respectivo símbolo que después se transfirió a la nueva Iglesia. El tres. El siete. El doce. El setenta y dos. Y en los tiempos futuros resplandecerá la verdad acerca de los números todavía oscuros contenidos en el Apocalipsis, números que están para indicar la Perfección, la  Santidad infinita a la vez que la. Impiedad sin medida.
    Jehoshua= Perfección, Santidad, Salvación, nombre de ocho letras.  
   Satana= Impiedad, enemigo del género humano, perfección del mal, nombre de seis letras.
  Y puesto que el primero es nombre de Bien perfectísimo y el se­gundo de Mal perfectísimo, o sea, sin medida, si se multiplica el nú­mero de las letras de cada uno de ellos por 3, número de la per­fección, dará por resultado: el primero ochocientos ochenta y ocho y el segundo seiscientos sesenta y seis.

Un mayor conocimiento de Dios, necesario para la última lucha

   1. Y ¡ay!, cuatro veces ¡ay! de aquellos días en los que el infinito Bien y el infinito Mal librarán la última batalla antes de la victoria definitiva del Bien y de los Bue­nos, y de la definitiva derrota del Mal y de sus Servidores.
   Cuanto de horror y de sangre hubo en la Tierra desde que el Creador la hizo, nada será comparado con el horror de la última lucha. Por eso habló tan claro Jesús Maestro a los suyos cuando predijo los últimos tiempos a fin de preparar a los hombres para las últimas peleas en las que tan sólo quienes posean una fe intrépida, una caridad ardiente y una esperanza inquebrantable podrán perseve­rar sin caer en condenación y merecer el Cielo.
   Por esto se debería ─puesto que el mundo se va precipitando cada vez más hacia el abismo, hacia la falta de fe o hacia una fe por demás débil; la caridad y la esperanza languidecen en muchísi­mos y en muchos se hallan ya muertas─  por esto se debería hacer por todos los medios que Dios fuera más conocido, amado y seguido. Lo que no puede conseguir el Sacerdote, huido por tantos o no escu­chado, puede hacerlo la prensa y los libros en los que la Palabra de Dios se ofrece de nuevo a las gentes.
   A las veces basta una palabra para que resurja un espíritu caído, para hacer volver al camino recto a un descarriado y para impedir el suicidio definitivo de un alma.
   2.- Por esto Dios, que ve y conoce todo lo de los hombres, con me­dios de su infinita Caridad revela su pensamiento y sus deseos a de­terminadas almas escogidas por Él para tal misión, quiere que su concurso no resulte inerte y sufre de ver que cuanto podría ser pan de salvación para muchos, no se les llega a proporcionar.
 Cada vez es mayor la necesidad de alimento espiritual para las almas que languidecen. Mas el grano selecto proporcionado por Dios permanece encerrado e inútil, creciendo con ello cada vez más la languidez y el número de los que perecen, no tanto en ésta como en la otra vida.
   3.- ¿Cuándo será que, mediante un conocimiento más amplio y pro­fundo de Cristo y por haber finalmente arrancado los sellos a lo que es fuente de vida, de santidad y de salvación eterna, una multitud de almas pueda entonar el himno de gozo, de bendición y de gloria al Dios que les ayudó a salvarse y a formar parte del pueblo de los Santos
  ¿Con qué palabras y miradas hablará y mirará el Juez eterno a quienes con sus imposiciones impidieron a muchos salvarse? ¿Cómo les pedirá cuenta a esos tales de los que no alcanzaron el Cielo por­que ellos, al igual de los antiguos Escribas y Fariseos, cerraron, a la faz de las gentes, el camino que podía conducirles al Reino de los Cielos (Mateo 23,13) y, cegando voluntariamente los ojos y endure­ciendo su corazón (Isaías 6,10), no quisieron ver ni entender?
   Será demasiado tarde y en vano se golpearán entonces el pecho y pedirán perdón por su modo de obrar.
  El juicio se celebrará a la sazón de forma irrevocable habiendo de expiar su culpa y pagar incluso por aquellos a quienes con su modo de obrar impidieron el retorno a Dios y salvarse.

   

 

 

  

  
 
  

 

 

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