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-Una de las razones de esta Obra: haceros conocer el misterio de Judas»
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-En el tema de “Judas Iscariote” se incluye:
Familia de Lázaro de Betania (Lázaro, Marta, María Magdalena), Pastores de la Gruta de Belén, y otros personajes de la Obra.

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El tema “Judas Iscariote”, 3º año vida pública de Jesús, 1ª parte, comprende:
Episodios y dictados  extraídos de la Obra magna
«El Evangelio como me ha sido revelado»
(«El Hombre-Dios»)

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     (<El tercer año de la vida pública de Jesús comienza con los preparativos para salir de Nazaret hacia Antioquía con Juan de Endor y Síntica, acompañados por ocho apóstoles. A tal fin, una vez finalizada la fiesta de las Encenias [1] —Simón Zelote es el único que ha celebrado esta fiesta en casa de la Virgen en Nazaret—, los apóstoles, que la han celebrado en su respectivas casas, se van reuniendo en Nazaret. No formarán parte de la expedición: a) Tomás y Judas Iscariote a los que Jesús, al despedirles, les dijo: “Os espero en Cafarnaúm para fines de Sebat” [2]. Hasta esa fecha, se encargarán de formar a los discípulos ya esparcidos por todas partes. b) Felipe y Bartolomé, a quienes Jesús les comunicó, por carta que Pedro les entregó: “Nos saldréis al encuentro en Yotapata y evangelizaréis en espera de nosotros”>)
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5-313-88 (6-1-7).- En Nazaret, después de las Encenias, con algunos apóstoles. Visita de Simón de Alfeo con su familia, que pregunta a Jesús: “¿Sabes quién es Judas de Simón?”.
* La Madre llora por la pronta marcha de Jesús.- ■ Juan, Santiago, Mateo y Andrés han llegado ya a Nazaret, y, mientras esperan a Pedro, pasean por el huerto, jugando con Marziam o hablando entre ellos. No veo a ningún otro, como si Jesús faltara en este momento de casa y María estuviese ocupada en sus quehaceres. Por el humo que sale por la chimenea puedo decir que está dentro haciendo el pan. Los cuatro apóstoles están contentos de estar en casa del Maestro y lo muestran claramente. Marziam hasta tres veces les dice: “No os riáis así”. Y la tercera vez, Mateo nota la observación del niño y le pregunta: “¿Por qué no, muchacho? ¿No es justo sentirse contentos de estar aquí? Tú has disfrutado de este sitio, ¿no? Pues ahora nosotros”. Y cariñosamente le da un cachecito. Marziam le mira muy serio, pero no dice nada. ■ Regresa Jesús con sus primos Judas y Santiago, que efusivamente saludan a sus compañeros de los que han estado separados muchos días. María de Alfeo saca la cabeza del lugar donde está el horno. Está toda colorada y llena de harina. Envía una sonrisa a sus hijos. Poco después Zelote regresa y dice: “Lo he hecho todo, Maestro. Dentro de poco estará aquí Simón”. Santiago: “¿Cuál Simón? ¿Mi hermano o Simón de Jonás?”. Zelote: “Tu hermano, Santiago. Viene con  toda su familia a saludarte”. ■ Pocos minutos después, se oyen golpes en la puerta y voces que anuncian que ha llegado la familia de Simón de Alfeo, que es el primero en entrar, trayendo de la mano a un niño de unos ocho años; detrás de él viene Salomé, con  todos sus chiquillos. María de Alfeo sale del cuarto del horno a toda prisa y besa a sus nietos, contenta de verlos allí. Simón de Alfeo pregunta: “¿Te marchas, entonces, otra vez?”. Mientras, sus hijos se hacen amigos de Marziam, el cual, me parece, conoce bien a Alfeo, el curado.  Jesús: “Sí, ya es tiempo”. Simón de Alfeo: “Todavía lloverá”. Jesús: “No importa. Cada día nos acerca a la primavera”. Simón de Alfeo: “¿Vas a Cafarnaúm?”. Jesús: “Sí, iré también allí. Pero no enseguida. Ahora iré por Galilea y por otras partes”. Simón de Alfeo: “Cuando  estés en Cafarnaúm y yo lo sepa, iré a verte. Te llevaré a tu Madre y a la mía”. Jesús: “Muchas gracias. Entre tanto no la desatiendas. Se queda del todo sola. Tráele los niños. Aquí no se corrompen. Puedes estar seguro…”. Simón se pone colorado por la alusión de Jesús a sus pensamientos pasados y por la ojeada que le ha lanzado su mujer como diciendo: “¿Lo oyes? Te está bien merecido”. Pero Simón cambia de tema y pregunta: “¿Dónde está tu Madre?”. Jesús: “Está haciendo pan. Pero ahora viene…”. ■ Pero los hijos de Simón no esperan y detrás de su abuela se van al cuarto del horno. Y una niñita, poco mayor que el pequeño Alfeo, sale casi inmediatamente diciendo: “María está llorando. ¿Por qué? ¡Eh, Jesús!, ¿por qué llora tu Madre?”. Salomé dice preocupada: “¿Está llorando? ¡Oh, querida! Voy a donde ella”. Jesús da la razón: “Llora porque me voy… Pero tú vendrás a hacerla compañía ¿no es verdad? Te enseñará a bordar y se sentirá contenta. ¿Me lo prometes?”. El pequeño Alfeo, que está comiendo una torta caliente que le acaban de dar, dice: “También yo vendré, ahora que mi padre me lo permite”. Pero aunque la torta esté tan caliente que casi no puede ser sujetada con los dedos, creo que está helada en comparación a la vergüenza que siente Simón de Alfeo por las palabras de su hijito. Pese a que es una mañana invernal, más bien fría, a causa de un vientecillo que barre las nubes del cielo, pero que llega hasta la piel, Simón suda abundantemente, como si fuera verano. Jesús hace como si no lo notara. Los apóstoles muestran mucho interés por lo que cuentan los hijos de Simón, y así termina todo.
“Si aquí hubiese encontrado corazones rectos y ánimos sinceros, no hubiera tenido oportunidad de pecar. Pero no los encontró. Al revés encontró un elemento completamente humano, en el que su modo de pensar se encontró a sus anchas en el mundo que sueña”.- ■ Simón cobra ánimos y pregunta a Jesús que por qué no están presentes todos los apóstoles. Jesús: “Simón de Jonás está por llegar. Los otros se me reunirán en el momento oportuno. Así se decidió”. Simón de Alfeo: “¿Todos?”. Jesús: “Todos”. Simón de Alfeo: “¿También Judas de Keriot?”. Jesús: “También él…”. Su primo Simón le ruega: “Jesús, ven conmigo un momento”. Y, cuando se encuentran en el fondo del huerto, Simón pregunta: “¿Pero sabes bien quién es Judas de Simón?”. Jesús: “Es un hombre de Israel. Ni más ni menos”. Simón de Alfeo: “No vas a decirme que es…” está ya por acalorarse y levantar la voz. Pero Jesús le calma interrumpiéndole y poniéndole una mano en un hombro, mientras le dice: ■ “Es como le hacen las ideas que imperan y los que le tratan. Porque por ejemplo, si aquí (y recalca las palabras) hubiese encontrado corazones rectos y ánimos sinceros, no hubiera tenido oportunidad de pecar. Pero no los encontró. Al revés encontró un elemento completamente humano, en el que su modo de pensar se encontró a sus anchas en el mundo que sueña. Trabaja para Mí como si Yo fuera rey de Israel, en el sentido humano de la palabra, de igual modo como tú me sueñas, como querrías verme, como querrías trabajar tú y contigo José tu hermano, y con vosotros dos Leví, el sinagogo de Nazaret, lo mismo Matatías, Simón, Matías, Benjamín, Jacob, y, menos tres o cuatro, todos vosotros de Nazaret. Y no solo los de Nazaret… Le cuesta trabajo formarse porque todos vosotros contribuís a deformarle. Y esto cada vez más. Es el más débil de mis apóstoles. Por ahora, no es más que un débil. Tiene impulsos buenos, tiene buena voluntad. Me ama, no como debería ser, pero no deja de amarme. Vosotros no le ayudáis a separar estas partes buenas de las partes no buenas que forman su modo de ser; antes al contrario, agraváis éstas cada vez más añadiendo vuestras incredulidades y limitaciones humanas. Pero regresemos. Los demás ya han entrado…”. ■ Simón le sigue un poco apenado. Están casi ya en el umbral, cuando detiene a Jesús y le dice: “Hermano mío ¿estás enojado contra mí?”. Jesús: “No. Pero trato de formarte también a ti, como formo a todos los demás discípulos. ¿No dijiste que querías serlo?”. Simón de Alfeo: “Sí, Jesús. Pero las otras veces no hablabas de este modo, ni siquiera cuando reprendías. Eras más dulce…”. Jesús: “¿Y para qué ha servido? Un tiempo fui. Hace dos años que lo he sido… Os habéis aprovechado de mi paciencia y bondad, o bien habéis afilado las garras, las zarpas. El amor que os di sirvió para que me hicierais el mal. ¿No es verdad?”. Simón de Alfeo: “Sí. ¿Pero no vas a seguir siendo bueno?”. Jesús: “Seré justo. Y aun así, seré siempre el que no merecéis, vosotros israelitas que no queréis reconocer en Mí al Mesías prometido”. (Escrito el 29 de Octubre de 1945).
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1 Nota : Las Encenias.- Cfr. Anotaciones n. 2: Las fiestas de Israel. 2 Nota  :  Sebat.- Cfr. Anotaciones  n. 5:  Calendario hebreo: Sebat.
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(<Han hecho los preparativos pertinentes, han cargado la carreta, sujetado a ésta un asno, y han salido ya de Nazaret, acompañados por Jesús y ocho apóstoles. Se dirigen a Yiftael>)
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5-315-104 (6-3-23).- Juan de Endor y Síntica salen de Nazaret hacia Antioquía.
* Juan de Endor sabe el nombre del que ha causado esta partida: Judas de Keriot “el alma oscura entre tus siervos que son luz”.- ■ Se encuentran en el cruce de Séforis donde pasan los caminos de Nazaret-Tolemaida, Nazaret-Sicaminón, Nazaret-Yotapata (quiero advertir que la Y la pronuncian muy dulcemente como “gi”). La piedra consular tiene las indicaciones: Tolemaida, Sicaminón, Yotapata. “¿Entramos en Séforis, Maestro?”. Jesús: “Es inútil. Vamos a Yiftael, sin hacer descanso. Comeremos en el camino. Hay que estar antes de que anochezca”. Siguen el camino. Atraviesan dos arroyos llenos de agua. Inician la subida a una serie de colinas que van en dirección del nor-sureste, las que al norte forman como un rudo nudo que luego se prolonga hacia el oriente. Jesús dice: “Allá está Yiftael”. Pedro observa: “No veo nada”. Jesús: “Está hacia el norte. Enfrente de nosotros hay desfiladeros a pico, lo mismo a Oriente que a Occidente”. Pedro: “¿Entonces hay que ir a dar la vuelta al monte?”. Jesús: “No. Hay un sendero junto al monte más alto, a sus pies, en el valle. Acorta mucho el camino, aun cuando es muy empinado”. Pedro: “¿Has estado allí?”. Jesús: “No. Pero lo conozco”. ■ ¡Verdaderamente es un camino empinado! Tanto que, llegados a él, se sienten desfallecer: parece como si uno, de tanto como se reduce la luz en el fondo de este valle, tan horrendo y escarpado que me hace pensar en las simas de los círculos dantescos horrorosos, descendiera veloz al encuentro de la noche. Es un camino verdaderamente ahondado sobre la roca; tan lleno de desniveles, que está dispuesto casi a escalones; un camino estrecho, agreste, encajado entre un río rabioso y una pendiente todavía más rabiosa, que continúa, con empinada subida, hacia el norte. Si la luz aumenta según se sube, también el cansancio, tanto que bajan de la carreta las alforjas personales. También baja Síntica para que la carreta sea un poco más ligera. Juan de Endor, que no había vuelto a abrir boca sino para toser, querría bajarse también. No se lo permiten y se queda donde está, mientras todos empujan el carro y tiran del animal, y sudan cada vez que hay un desnivel. Pero ninguno se queja. Al contrario, todos procuran mostrarse contentos del ejercicio para que los dos, por quienes lo hacen, no se sientan abatidos pues ya más de una vez han dicho que lamentan que por ellos sea esta fatiga. El camino forma un ángulo recto. Y luego otro ángulo, más corto, que termina en una ciudad que se cobija en lo alto de una ladera, tan empinada que, como dice Santiago de Zebedeo, da la impresión que esté a punto de deslizarse con todas las casas hacia el valle. Santiago de Zebedeo: “Está muy bien construida. Está sobre la roca”. Síntica, recordándose, dice: “Como Ramot entonces…”. Santiago: “Mucho más. Aquí la roca es parte de las casas, no solo base de ellas. Más bien recuerda a Gamala. ¿Os acordáis de ella?”. Andrés dice: “Sí, y también de aquellos cerdos…” (1). Zelote, como recordando cosas pasadas, dice: “De allí partimos para Tariquea, al Tabor, a Endor…”. ■ Juan de Endor suspira: “Parece que mi destino es traeros a la mente cosas penosas”. Judas de Alfeo dice impetuosamente: “¡De ninguna manera! Tú nos has dado una amistad fiel. Nada más, amigo”. Y todos se unen para demostrar que son del mismo parecer. Juan de Endor: “De todas formas… alguno no me ha amado… Nadie me lo dice… Pero yo estoy acostumbrado a meditar, sé reunir en un solo cuadro los hechos diseminados. Esta partida, no, no estaba prevista, y la decisión de ella no es espontánea…”. Jesús pregunta con una dulzura triste: “¿Por qué hablas así, Juan?”. Juan de Endor: “Porque es la verdad. Alguno no me ha aceptado. A ninguno de los otros discípulos se le ha escogido para ir a tierras lejanas”. Santiago de Alfeo, afligido por esta luz que viene a la mente de Juan de Endor, pregunta: “¿Y qué dices de Síntica?”. Juan de Endor: “Síntica viene para no trasladarme a mí solo… piadosamente se me hace esto para que no caiga en la cuenta de la realidad”. Jesús: “¡No Juan!”. Juan de Endor: “¡Sí, Maestro! Fíjate, podría hasta decirte el nombre de mi verdugo. ¿Sabes dónde lo leo? ¡Me basta mirar a estas ocho personas buenas para leerlo! ¡Me basta reflexionar en la ausencia de los otros para leerlo! El hombre que fue la causa de que me encontraras, es el mismo que quisiera que Belcebú me encontrara. Y me ha conducido a este momento, —y a ti también, Maestro, porque Tú sufres como yo, y tal vez, más que yo— y me ha conducido a este momento para hacerme caer en la desesperación y en el odio. Porque es malo, cruel, envidioso… y algo más. Es Judas de Keriot, el alma oscura entre tus siervos que son luz…”. ■ Jesús: “No hables así, Juan. No es el único que falta. Todos estuvieron ausentes para las Encenias, menos Zelote, que no tiene familia. En estos días no se puede venir desde Keriot en unos cuantos días. Hay como doscientas millas de camino. Y era justo que fuera a ver a su madre, como también Tomás lo hace. También he prescindido de Natanael, porque es anciano, y de Felipe, para que acompañara a Natanael…”. Juan de Endor: “Sí. Faltan otros tres. Pero… ¡Oh buen Jesús! Tú conoces los corazones porque eres el Santo, pero no eres el único en conocerlos. También los perversos conocen a los perversos porque en ellos se ven reflejados. Yo fui un perverso, y me he mirado, me he contemplado en Judas. Pero le perdono. Le perdono de que me mande a morir en tierras lejanas solo por una cosa, porque por él vine a Ti. Por otra parte, que Dios le perdone… el resto”. Jesús no desmiente a Juan… Se queda callado. Los apóstoles se miran entre sí, entre tanto que con la fuerza de sus brazos empujan la carreta por el sendero resbaladizo. ■Está ya cerca la noche cuando llegan a la ciudad. Allí, desconocidos entre los desconocidos, se hospedan en una fonda sita en el extremo sur del pueblo, el extremo sur: un risco cuya pared está tan cortada a pico y tan profunda, que lanzar la mirada por ella hacia abajo provoca vértigo; mientras en el fondo, se oye el rumor del río que ruge. La oscuridad ha cobijado el valle. (Escrito el 31 de Octubre de 1945).
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1  Nota  : “de aquellos cerdos” [Mc. 5,1]:  Cfr. Episodio 3-186-178 relatado en el tema “Demonio/Inf.”.
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5-316-107 (6-4-25).- Jesús se despide de Juan de Endor y Síntica.
* “Os encargo mis intereses más amados: el abrir el camino de mi Iglesia en Asia Menor… Rogad por Mí, por el Hijo del hombre que va a enfrentarse a todos sus tormentos de Redentor… Iré a vosotros… Porque si el amor que tengo por el hombre, hizo que encerrase mi naturaleza divina en carne mortal, no me quitó la libertad. Soy libre de ir por todas partes como Dios, y de ir a donde está quien me merece”.- ■ Al día siguiente, perseguidos por un tiempo lluvioso y frío que dificulta la marcha, reanudan el viaje por el mismo camino, el único, por lo demás, de este pueblo que parece un nido de águilas en la cima de un pico solitario. Hasta Juan de Endor debe bajar de la carreta porque el sendero de bajada es más peligroso que el de subida, y, aunque el asno por sí solo no correría peligro, el peso de la carreta, fuertemente empujado hacia delante por el desnivel, hace que el pobre animal vaya muy mal. Como van también mal sus conductores, que hoy tienen que sudar no ya para empujar sino para retener el vehículo, que podría despeñarse, provocando alguna desgracia o, por lo menos, la pérdida del vehículo y de la carga. El camino es, así, horrible hasta llegar a un tercio del mismo. Cerca del valle se bifurca. Una parte, que va hacia el oeste, es cómoda, llana. Se paran a descansar y secarse el sudor. Pedro da un premio al borrico que jadea, que sacude sus orejas bufando; ciertamente está absorto en una profunda meditación sobre la dolorosa condición de los asnos y sobre los caprichos de los hombres que cogen tan malos caminos. Por lo menos Simón de Jonás cree que tales sean los pensamientos que cruzan por la cabeza del asno al ver su triste expresión. Para consolarlo le cuelga al pescuezo una bolsa llena de habas, y mientras el animal con avidez come, todos comen su pan con queso y beben de la leche que traen en sus cantimploras. Termina la comida. Pedro quiere dar de beber a «mi Antonio que es más digno de honores que el mismo César» dice. Y con un cubo que tiene en la carreta va a traerle agua de un río que discurre hacia el mar. ■ Pedro dice: “Ahora podemos reanudar la marcha… Iremos incluso al trote, porque creo que detrás de aquella colina está la llanura… ¡Ea! Juan, y también tú, Síntica, subid, y vámonos”. Jesús, tan pronto como los otros dos se hubieran subido, dice: “Subo Yo también Simón, y guío Yo. Vosotros seguidnos…”. Pedro: “¿Por qué? ¿Te sientes mal? ¡Te ves muy pálido!”. Jesús: “No, Simón. Quiero hablar a solas con ellos…” y señala a Juan y a Síntica, que intuyen que ha llegado la hora de la despedida y están pálidos. Pedro: “Está bien. Sube, te seguiremos”. Jesús se sienta y dice: “Acércate a Mí, Juan. Síntica, también tú”. Juan se sienta a la izquierda del Señor y Síntica a sus pies, casi en el borde de la carreta, de espaldas al camino, con su cara levantada hacia Jesús. Colocada así, sentada sobre los talones, con las manos en su regazo y entrelazadas para mantenerlas quietas, porque tiemblan, la cara cansada, sus bellísimos ojos de un negro morado como empañados por el mucho llanto vertido, bajo la sombra de su velo y de su manto —muy cubierta con ambos— parece la estatua de la Piedad desolada. Y ¡qué decir de Juan!… Creo que si al fin del camino le esperara el patíbulo estaría menos turbado. El borrico se pone al paso, obediente, manso. No necesita la rienda. ■ Jesús se aprovecha de ello para abandonar las riendas y coger la mano de Juan y  poner la otra sobre la cabeza de Síntica. “Hijos míos, os agradezco las alegrías que me habéis procurado. Este año ha sido para Mí un año tachonado de flores de júbilo,  porque he podido tomar vuestras almas y ponérmelas ante Mí, para no ver la fealdad del mundo y perfumarme el aire corrupto por el pecado mundano e infundirme dulzura y confirmarme en la esperanza de que mi misión no es inútil. Marziam, tú, Juan mío, Ermasteo, tú, Síntica, María Magdalena, Alejandro Misace y otros más… Flores triunfales del Salvador que tan solo los buenos de corazón lo pueden sentir como tal… ¿Por qué mueves la cabeza, Juan?”. Juan de Endor: “Porque eres bueno y me colocas entre los buenos de corazón. Pero ante mí tengo siempre presente mi pecado…”. Jesús: “Tu pecado es el fruto de un cuerpo incitado por dos malvados. La rectitud de corazón es lo que hay en el fondo de tu ser, que ha amado siempre las cosas honestas. Has sido desgraciado porque estas cosas te fueron arrebatadas por la muerte o por la perversidad, pero no por ello menos vivo aun bajo el cúmulo de tanto dolor. Bastó que la voz del Salvador llegase hasta la profundidad donde tu ser languidecía, para que te hubieras levantado, para que te hubieras sacudido de cualquier carga, para que vinieras a Mí. ¿No es así? Eres, pues, un recto de corazón. Mucho, mucho, más que otros que no han pecado como tú, pero que sí han cometido otros mucho peores, porque, a sabiendas, voluntariamente los han querido… Vosotros, flores triunfales mías como Salvador, sed benditos. Habéis reflejado el amor en medio de este mundo tardo en comprender y enemigo, que tan solo da de beber amarguras y disgustos a su Salvador. ¡Gracias! En las horas más duras de este año, siempre he pensado en vosotros, y así he podido consolarme, sostenerme. En las que me esperan y que serán más amargas, os tendré con mayor razón presentes. Hasta la muerte. Conmigo estaréis por toda la eternidad. Os lo prometo. ■ Os encargo mis intereses más amados, esto es, el abrir camino a mi Iglesia en el Asia Menor, a donde no puedo ir, porque acá, en Palestina, se encuentra el lugar de mi misión, y porque la mentalidad de los grandes de Israel buscaría hacerme el mal por todos los medios. ¡Ya quisiera tener otros Juanes y otras Sínticas para otras naciones, de modo que mis apóstoles encontrasen arado el terreno para echar la semilla en la hora que ha de llegar! Sed buenos y pacientes, y al mismo tiempo fuertes para poder penetrar con mi mensaje y para soportar. Encontraréis quienes no os entiendan y quienes se burlen de vosotros. No perdáis ánimo. Pensad: «Comemos del mismo pan y bebemos del mismo cáliz que bebe nuestro Jesús». No sois más que vuestro Maestro y no podéis pretender una suerte mejor. La vuestra consiste en participar de lo que participa el Maestro. ■ Os doy una sola orden, y es la de que no os acobardéis, que no pretendáis daros una respuesta a la causa de esta lejanía, que no es un destierro, como quiere pensar Juan, sino que es, antes al contrario, un poneros a las puertas de la Patria antes que a todos los demás, como a siervos más formados que ningún otro. El Cielo se inclina sobre vosotros y os arroja un velo materno para acogeros en su seno. Os protege bajo sus alas de luz, de amor, cual primogénitos del ilimitado número de siervos de Dios, del Verbo de Dios, que en el nombre del Padre, y del Espíritu eterno os bendice ahora y para siempre. ■ Rogad por Mí, por el Hijo del hombre que va a enfrentarse a todos sus tormentos de Redentor. Os digo que mi Humanidad va a ser triturada por toda clase de amarguras inimaginables… Rogad por Mí. Me harán falta vuestras plegarias… (1). Serán una caricia… Serán una muestra de vuestro amor… Serán una ayuda para que no se llegue a decir que «Toda la Humanidad es una creación de Satanás»… ■ ¡Adiós, Juan! Démonos el beso de despedida… No llores así… Aun a costa de que me hubieran arrancado pedazos de mi carne, no me hubiera separado de ti, si no hubiera visto el bien que esta separación producirá para ti y para Mí. Un bien eterno… ¡Adiós, Síntica! Sí. Besa mis manos y piensa que aunque no puedo besarte físicamente, mi corazón te da el beso fraternal, como hermana… Esperadme con vuestro espíritu. Iré a vosotros. Estaré junto a vosotros en vuestras fatigas y en vuestras almas. Porque si el amor que tengo por el hombre, hizo que encerrase mi naturaleza divina en carne mortal, no me quitó, sin embargo, la libertad. Soy libre de ir por todas partes como Dios, y de ir a donde está quien me merece. Adiós, hijos míos. El Señor sea con vosotros…”.
* Jesús salta de la carreta y huye llorando.- ■ Y se deshace del abrazo convulso de Juan, que le ha echado los brazos con fuerza sobre sus espaldas, y de Síntica, que se ha asido a sus rodillas; y salta de la carreta, haciendo una señal de adiós a sus apóstoles y corre, por el camino por el que ha venido, como un ciervo perseguido… Al sentir el asno que las riendas están sueltas completamente, se detiene. Los ocho apóstoles se quedan atónitos, sin saber qué decir, al ver al Maestro que se aleja cada vez  más.  Juan dice en voz baja: “Iba llorando…”. Santiago de Alfeo murmura: “Estaba pálido como uno agonizante…”. El otro Santiago observa: “Ni siquiera tomó consigo su alforja… ahí está en la carreta…”. Mateo pregunta: “¿Y cómo se las arreglará ahora?”. Judas de Alfeo con todos los pulmones grita: «¡Jesús! ¡Jesús!…”. Las colinas responden en la lejanía: “¡Jesús! ¡Jesús!…”. Pero un recodo del camino esconde dentro del verde de sus plantas al Maestro, sin que él se vuelva siquiera a mirar quién le llama…”. ■ Pedro dice entristecido: “Se fue… no nos queda más que seguir adelante…”. Sube a la carreta, toma las riendas y arrea al borrico. Bamboleando la carreta sigue entre el rumor rítmico de las pisadas del animal y el llanto amargo de los dos que, abatidos en el fondo de la carreta, gimen: “No le volveremos a ver más. Nunca, nunca…”. (Escrito el 1 de Noviembre de 1945).
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1  Nota  : 1) “Orad por Mí”. A pie de página, en una copia mecanografiada, María Valtorta escribe esta observación: Para evitar malas interpretaciones, explico: Orar es acordarse de un ser, bien sea Dios, bien sea el prójimo. Acordarse de uno quiere decir amarle. Jesús tenía deseos de amor y consuelo por todo el odio que le rodeaba. También ahora tiene deseos de que los hombres se acuerden de orar por que el mundo le ame para obtener salud. 2) “Tendré necesidad de vuestras oraciones”. En la misma página mecanografiada al margen, María Valtorta anota: necesidad no como puede tenerla un hombre cualquiera para sus más variadas necesidades, sino para sentir en su espíritu el consuelo del amor de sus discípulos, expresado con la oración “a Él” y “para Él”.
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(<Jesús busca refugio en una gruta del macizo que se halla a los pies de la ciudad de Yiftael, a la espera de los ocho apóstoles que han ido a acompañar a Juan de Endor y Síntica>)
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5-317-111 (6-5-29).- El dolor, la oración y la penitencia de Jesús por la salvación de Judas Iscariote.
* “También como hombre lo sé porque mi Espíritu divino lo comunica a mi Humanidad”.- ■ Nuevamente se encuentra Jesús al pie del macizo pétreo sobre el que está construida Yiftael. No en el sendero principal o camino de herradura recorrido antes con la carreta, sino en una senda, tan empinada, que se diría para cabras montesas. Podría decir que parece como si un rasguño gigantesco hubiera hecho la senda, que tiene a un lado un horrible abismo, en cuyo fondo ruge un arroyo cargado de aguas. Pisar en falso ahí significa despeñarse sin esperanza, rebotando de una mata a otra, matas de zarzas y de otras plantas agrestes selváticas, nacidas no sé cómo entre las hendiduras del macizo pétreo. Dar un paso en falso quiere decir, aquí, que las hierbas espinosas rasgan el vestido, o que los troncos rígidos, que dan al abismo, le rasgan a uno los costados. Equivocar una sola pisada, es lo mismo que le rasguen a uno los pies las piedras agudas que salen de las paredes del abismo. Equivocarse por un instante, es lo mismo que llegar despedazado al río, desangrado y sepultarse en medio de las aguas torrenciales que violentas avanzan, que amenazadoras rugen. Y sin embargo, Jesús sigue por este sendero, por este rasguño hecho en la roca, que se hace aún más peligroso por la humedad que sube desde del torrente, que ha impregnado las paredes; que gotea de las hierbas y arbustos nacidos en la pared superior (yo diría casi levemente cóncava). Jesús camina despacio, precavido. Mide cada paso que da sobre las agudas piedras, algunas removidas. A veces el sendero se estrecha tanto que se ve obligado a apretarse contra la pared. Para pasar por ciertos puntos, debe agarrarse a las ramas colgantes de la pared. Rodea así el lado oeste y llega al lado sur, que es el lado en que el monte, después de un descenso a plomada desde la cima, se hace más cóncavo y el sendero se hace más ancho, aunque más bajo, de modo que en algunos puntos Jesús debe inclinar su cabeza para que no pegue contra la roca. ■ Quizás tiene la intención de detenerse al llegar a un lugar que el sendero termina bruscamente como por rocas desprendidas. Pero observa, y ve que hay debajo una caverna —más que una caverna, una grieta del monte—, y desciende a ella por entre las rocas caídas. Entra. Una grieta al principio; dentro, una amplia gruta (como si el monte hubiera sido excavado hace mucho tiempo atrás con picos, no sé con qué finalidad). En las paredes cóncavas se ven los rastros de obras producidas por los hombres, los cuales, en el lado opuesto a la hendidura de entrada, abrieron como una estrecha galería, en cuyo fondo se cuela un rayo de luz y una lejana vista de bosques que indican que la galería va de sur a este, cortando el saliente del monte. Jesús entra por esa galería semioscura y estrecha, y la recorre hasta llegar a la abertura, situada por encima del camino que siguió con los apóstoles y la carreta para subir a Yiftael. Tiene enfrente los montes que rodean al lago de Galilea, allende el valle; en dirección al nordeste resplandece el gran Hermón vestido de nieve. Hay, excavada en la ladera del monte —aquí no tan vertical, ni hacia arriba ni hacia abajo—, una rústica escalerita que conduce al camino de herradura del valle y también a la cima donde está Yiftael. Jesús se muestra satisfecho de su exploración. Vuelve para atrás, al interior de la vasta caverna, y busca un lugar apropiado, donde junta hojas secas que los vientos han arrastrado hasta allí. Es un mísero lecho. Unas cuantas hojas secas que defenderán su cuerpo del frío y de la roca… ■  Se deja caer sobre las hojas y se queda así, inmóvil, extendido, con las manos debajo de la cabeza, con los ojos fijos en la bóveda rocosa, absorto, yo diría aturdido, como quien hubiera soportado un esfuerzo o un dolor superior a sus fuerzas. Luego, lentas lágrimas, sin que se oiga un sollozo, empiezan a bajar por sus mejillas, las bañan, para perderse entre sus cabellos, hacia las orejas, y terminar entre las secas hojas… Llora así, largo tiempo, y sin hablar, sin moverse… Luego se sienta, y con la cabeza entre las rodillas, alzadas y ceñidas con sus manos entrelazadas, ■ llama con todo su corazón a su lejana Madre: “¡Madre! ¡Madre! ¡Madre mía! ¡Eterna dulzura mía! ¡Oh Madre, cómo quisiera tenerte junto a Mí! ¿Por qué no te tengo siempre, Tú que eres el único consuelo de Dios?”. Con un leve y sordo murmullo la cóncava gruta responde a sus palabras, a sus sollozos. Parece como si llorara, como si sollozara también ella con sus picos, con sus salientes, con sus estalactitas que cuelgan en sus rincones, por donde más se filtra el agua. Jesús continúa llorando, aunque ahora un poco calmado —como si el simple hecho de haber invocado a su Madre le hubiera consolado—, y, lentamente, se transforma en un monólogo. ■ “Han partido… Y ¿por qué? ¿Y por quién? ¿Por qué he tenido que causarles este dolor, y a Mí mismo también, si ya el mundo me llena de dolor mis jornadas?… ¡Judas!”… ¡Quién sabe a dónde vuela ahora el pensamiento de Jesús, que levanta de entre sus rodillas la cabeza y mira hacia delante con ojos dilatados y el rostro tenso propio de quien está absorto en espectáculos espirituales futuros o en profunda meditación. No llora más, pero se ve que sufre. Luego parece responder a un interlocutor invisible. Para hacerlo se yergue de pie. ■ “Soy hombre, Padre. Soy el Hombre. La virtud de la amistad, que he conservado, se ve herida, y traicionada, se retuerce, se lamenta dolorosamente… Sé que debo sufrir todo. Lo sé. Como Dios lo sé, como Dios lo quiero para bien del mundo. También como hombre lo sé, porque mi espíritu divino lo comunica a mi humanidad (1).También como hombre lo quiero, en bien del mundo. Pero ¡qué dolor, Padre mío! Esta hora me es mucho más dolorosa que la que viví con mi espíritu y el tuyo en el desierto. Y la actual tentación de no amar (2), de no tolerar más a mi lado al hombre sucio, falaz que se llama Judas, que es causa del dolor que bebo, que tortura corazones a quienes había dado la paz, es muy fuerte. ■ Padre, siento que te vas haciendo riguroso con tu Hijo a medida que me voy acercando al final de esta expiación mía por el género humano. Se va alejando de Mí cada vez más tu dulzura, y aparece severo tu rostro a mi espíritu, que cada vez se ve más apartado hacia las profundidades, allí donde la humanidad, padeciendo tu castigo, gime desde hace miles de años. En los albores de mi existencia me era suave el sufrimiento, suave el camino; suave también, cuando, de hijo del carpintero, pasé a ser Maestro del mundo, arrancándome de mi Madre, para devolverte a Ti, Padre, al hombre caído. Me fue también suave, respecto a este momento, la lucha con el Enemigo en la Tentación del desierto. Afronté la tentación con el ardimiento del héroe que cuenta con todas sus fuerzas… ¡Oh Padre mío!… que ahora mis fuerzas se encuentran debilitadas por la falta de amor de demasiados, y el conocimiento de demasiadas cosas… Sabía Yo que Satanás, después de terminada la tentación, se iría; y así fue; y que los ángeles vendrían a consolar a tu Hijo por ser hombre, por ser objeto de las tentaciones del Demonio. Pero ahora Satanás no cesará, una vez pasada la hora en el que el Amigo sufre por los amigos enviados a un país lejano, y por el amigo perjuro que le perjudica de cerca y de lejos. No cesará. Tus ángeles no vendrán a consolarme en este momento ni pasado este momento. Antes al contrario, vendrá el mundo con todo su odio, sus burlas, su incomprensión; vendrá y será cada vez más doloroso, más tortuoso, más sagaz el pérfido, el traidor, el vendido a Satanás. ¡¡Padre!!…”. Es verdaderamente un grito de congoja, de espanto, de invocación; y Jesús se estremece y me recuerda la hora de Getsemaní.
.   ● Él se vende para ser más grande que Yo”.-  ■ Jesús prosigue: “¡Padre! Lo sé. Lo veo… Mientras aquí sufro y sufriré, y te ofrezco mi sufrir por su conversión y por los que me han sido arrancados de los brazos, que con el corazón traspasado del dolor se dirigen a su destino, él se vende para ser más grande que Yo. ¡Más que el Hijo del hombre! ¡¿Soy Yo, no es verdad, el Hijo del hombre?! Sí. Pero no soy el único que lo es. La Humanidad, la Eva fecunda ha engendrado hijos, y, si Yo soy Abel, el Inocente, no falta un Caín en la descendencia de la Humanidad. ■ Y, si soy el Primogénito, porque soy como deberían haber sido los hijos del Hombre, sin mancha ante tus ojos, él, el engendrado en pecado, es el primero de lo que vinieron a ser después de que mordieron el fruto envenenado. Y ahora, no contento con tener dentro de sí los incentivos repugnantes y blasfemos de la mentira, la anticaridad,  la de sed de sangre, la ambición de dinero, la soberbia y la lujuria, se entrega a Satanás para ser, él, que podía convertirse en ángel, un demonio… «Y Lucifer quiso ser semejante a Dios, y por esto fue arrojado del paraíso. Convertido en demonio, vive en el Infierno»” (3).
.   ● “¡Un milagro que borre lo escrito y lo anule! ¡La salvación de Judas!… No te pido que no sea Yo traicionado… Debe suceder, y sucederá… ¡Pero, te ruego: no él, no él, Judas, mi amigo, mi apóstol! No querría que ninguno me traicionara… Yo quisiera que solo Tú fueses el Sacrificador… Multiplica, Padre, mis tormentos, pero dame el alma de Judas… ¡El Cielo está cerrado y mudo!”.- ■ Jesús: “¡Padre! ¡Oh Padre mío! Yo le amo… todavía le amo. Es un hombre… Es uno de aquellos por los cuales te dejé… Por mi  humillación, sálvale… ¡Concédeme que le redima, Señor Altísimo! Esta penitencia es más por él que por los demás: ¡Oh! comprendo la inutilidad de lo que pido, Yo, que conozco todo cuanto existe… Pero, Padre mío, no veas en Mí por un momento a tu Verbo. Contempla solo mi humanidad de hombre justo… y permite que Yo, por un instante, pueda ser solo «el Hombre» en gracia tuya, el Hombre que no conoce el futuro, que puede forjarse ilusiones… el Hombre que, ignorando el fato que no puede equivocarse, puede orar, con esperanza absoluta, para arrancar de Ti el milagro. ¡Un milagro! ¡Un milagro para Jesús de Nazaret, para Jesús de María de Nazaret, nuestra eterna Amada! ¡Un milagro que borre lo escrito y lo anule! ¡La salvación de Judas! Ha vivido a mi lado, ha bebido mis palabras, ha partido conmigo el pan, se ha recostado sobre mi pecho… ¡Que no sea él mi traidor!… ■ No te pido que no sea Yo traicionado… Debe suceder, y sucederá… para que, por medio de mi dolor de ser traicionado, sean anuladas todas las mentiras; por el dolor de ser vendido, quede expiada toda avaricia; por mi congoja de que me blasfemen, reparadas todas las blasfemias; y, por la congoja de no habérseme creído, reciban fe aquellos que no la tienen ahora o en el futuro; para que, por mi tortura, queden purificados todos los pecados de la carne… ¡Pero, te ruego: no él, no él, Judas, mi amigo, mi apóstol! No querría que ninguno me traicionara… Nadie… ni siquiera el más lejano habitante de los hielos o de los fuegos de la zona más tórrida… Yo quisiera que solo Tú fueses el Sacrificador… como otras veces lo fuiste, quemando los holocaustos con el fuego… Pero, dado que debo morir a manos del hombre —y más que el verdadero verdugo será verdugo el amigo traidor, el corrompido que apestará a Satanás, y que está ya apestado, porque quiere ser semejante a Mí en el poder… así piensa llevado de su orgullo y lujuria—, dado que, debo morir en manos del hombre, Padre, otorga que no sea el traidor aquel a quien he llamado amigo y he amado como a tal. ■ Multiplica, Padre, mis tormentos, pero dame el alma de Judas… Pongo esta mi plegaria en el altar de mi Persona Víctima… ¡Padre, acógela! ¡El Cielo está cerrado y mudo!… ¿Es este el horror que me acompañará hasta la muerte? ¡El Cielo está mudo y cerrado!… ¿Será acaso este el silencio y la cárcel en que expirará mi último aliento? ¡El Cielo sigue mudo y cerrado!… ¿Será este el supremo tormento del Mártir? Padre, hágase tu voluntad y no la mía… Pero por mis dolores ¡oh! ¡al menos esto! por mis dolores concede paz, esperanzas al otro mártir de Judas, a Juan de Endor, Padre mío… Él es realmente mejor que muchos. Ha recorrido un camino como pocos lo han hecho. Para él la redención ha llegado. Dale tu paz perfecta y completa, para que Yo le tenga en mi gloria cuando también para Mí todo se haya cumplido para honrarte y obedecerte… ¡Padre mío!…”. Jesús poco a poco se ha ido arrodillando. Ahora llora con el rostro pegado al suelo, y ruega mientras la luz del corto día invernal muere muy pronto en medio de la oscura caverna, y el grito del torrente parece ser más fuerte, cuanto más aumentan las sombras del valle… (Escrito el 2 de Noviembre de 1945).
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1  Nota  :  “También como hombre lo sé, porque mi espíritu divino lo comunica a mi humanidad”: Esta afirmación clara debe tenerse en cuenta cada vez que en esta Obra se habla del conocimiento de que Jesús tiene como Dios y como hombre.   2  Nota  : “La tentación de no amar”. María Valtorta comenta esta expresión: Lucha entre las dos naturalezas unidas en Cristo. Como Dios no podía sino amar. Como hombre no podía no sentir indignación hacia el falso discípulo. Caminando hacia el final de su misión redentora, advertía la preparación al abandono paterno, que sería total en la hora de su Pasión. El gran Solitario y gran Desconocido, como lo era el Verbo Encarnado, venido a vivir entre los hombres se sintió siempre “solo y desconocido”. Solo la Madre lo conoció verdaderamente y fue su perfecta compañera. En los demás, cuanto más se acercaba la hora redentora, más crecía la incomprensión, el odio y el abandono. La Pasión incruenta, pero siempre Pasión.
Y respecto a la oración que sigue, aproximadamente una página después, María Valtorta hace esta observación: Que no sorprenda a los supercríticos esta oración al Padre. Es Evangelio que Cristo fue tentado “como Hombre” en el desierto y que sufrió hasta sudar sangre en su lucha de Hombre, puro hombre, ya no sostenido por la Divinidad, en el Getsemaní, en la noche del jueves Santo. Esta es otra de sus horas de “auténtico” Hombre, de totalmente hombre, sujeto al amor y al dolor humanos, en Él perfectos porque era perfecto entre todos los hombres.   3   Nota   : Cfr. Is. 14,10-15.
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(<Los 8 apóstoles con los dos que van a Antioquía, Juan de Endor y Síntica, navegan en estos momentos en una barca fuerte y bastante grande que Pedro ha alquilado en Tolemaida>)
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5-318-120 (6-6-38).- En barca, de Tolemaida a Tiro.
* Canto a la Virgen en tiempo de peligro porque “si Él esta aquí es porque ha estado antes Ella”.- ■ Pedro dice: “La barca en realidad es buena, robusta, bien hecha. La mejor de Tolemaida. Por eso he cedido a las pretensiones de su dueño. También para evitar muchas preguntas sobre el lugar a donde vamos. Por eso le he dicho: «A comprar al Jardín blanco»… ¡ay, ay, ay, que empieza a llover! Cubríos, vosotros que podéis hacerlo. Tú, Síntica, dale el huevo a Juan. Es la hora… Y a mayor razón porque con un mar así no se revuelve nada en el estómago… ¿Y qué me estará haciendo Jesús? ¿Qué estará haciendo? ¡Sin vestidos, sin dinero! ¿Y dónde estará ahora?”. Juan de Zebedeo responde: “Sin duda orando por nosotros”. Pedro: “Sí, pero ¿dónde?”. Ninguno puede decir dónde. Y la barca avanza fatigosamente bajo el cielo plomizo, sobre un mar de color ceniciento, en medio de una finísima llovizna, que parece niebla, que da fastidio como un cosquilleo prolongado. Se ven los montes envueltos en un manto amarillento. Pero el mar no deja de molestar a los ojos con su rara fosforescencia. ■ Pedro, que boga incansablemente, dice: “En aquel pueblo nos detendremos para descansar y comer”. Los demás asienten. Llegan al pueblo. Es un montón de casas de pescadores, que ha buscado su refugio tras de un saliente del monte. Pedro dice entre dientes: “Aquí no se desembarca. No se toca fondo… Bien, pues comeremos aquí donde estamos”. Y así es: los bogadores comen con buen apetito, menos Juan de Endor y Síntica. La llovizna unas veces arrecia, otras se para. El pueblo está desierto como si en ella nadie habitara. Y, sin embargo, las palomas que van de una casa a otra dicen que hay allí habitantes. ■ Se ve por el camino un hombre semidesnudo que se dirige a una barquilla que descansa sobre la playa. Pedro, haciendo embudo con las manos, le grita: “¡Oye tú! ¿Eres pescador?”. “Sí”. El sí llega débil por la distancia. Pedro: “¿Qué tiempo hará?”. Pescador: “Dentro de poco mar picado. Si no eres de estas partes te aconsejo que te vayas inmediatamente más allá del cabo. Allá las olas son menores, sobre todo si vas bordeando la orilla. Puedes, porque es profundo el mar. Pero sin demora…”. Pedro: “Sí. ¡Paz a ti!”. Pescador: “¡Paz y suerte a vosotros!”. Pedro dice a sus compañeros: “Ánimo, entonces. Y que Dios esté con nosotros”. Andrés, mientras se pone de nuevo a remar, responde: “Está ciertamente con nosotros. Jesús ciertamente ora por nosotros”. ■ Olas gigantescas van comenzando a formarse. Olas que avanzan, que rechazan a la pobre barca en su intento de avanzar, y eso sin contar la llovizna que se hace cada vez más tupida… además de un viento que llega a azotar las espaldas de los navegantes. Simón de Jonás no es parco en echarle unos cuantos epítetos pintorescos, porque es un viento contrario que no ayuda, antes bien arroja a la barca contra los escollos del cabo ya cercano. La barca navega con dificultad en la curva de este pequeño golfo, de color oscuro como la tinta. Reman, reman, con dificultad, rojos, sudados, apretando los dientes, sin desaprovechar ni una brizna de fuerza en palabras. Los otros, sentados frente a ellos —yo los veo de espaldas— callan, mudos, bajo la tediosa lluvia. Juan y Síntica, en el centro (junto al mástil de la vela); detrás de ellos, los hijos de Alfeo, últimos, Mateo y Simón, que luchan por mantener derecho el timón a cada golpe de ola. Doblar el cabo es empresa fatigosa. Por fin lo hacen. Los remadores, que deben estar extenuados, pueden gozar de un poco de paz. ■ Se consultan sobre si refugiarse en un pueblecillo de allende el cabo. Pero se impone la idea de que “se debe obedecer al Maestro incluso contra lo sensato. Y Él dijo que se debe llegar a Tiro todo en una jornada”. Y continúan… El mar se calma al improviso. Notan el fenómeno. Santiago de Alfeo dice: “El premio de la obediencia”. Pedro confirma: “Sí, Satanás se ha marchado porque no ha logrado hacernos desobedecer”. Mateo observa: “De todas formas, llegaremos a Tiro de noche. Esto nos ha retrasado mucho…”. Zelote responde: “No importa. Iremos a dormir, y mañana buscaremos la nave”. Mateo: “¿Y la encontraremos?”. Tadeo dice seguro: “Jesús lo ha dicho. Por tanto, la encontraremos”. ■ Andrés observa: “Podemos izar la vela, hermano. Ahora hay viento bueno. Iremos raudos”. La vela, efectivamente, se hincha, no mucho, pero lo suficiente como para que sea mucho menos necesario remar; y la barca se desliza, como aligerada, hacia Tiro, cuyo promontorio —mejor: cuyo istmo— se ve blanquear allá, al norte, con las últimas luces del día. Y la noche cae rápida. Y parece extraño, después de tanta neblina, en el firmamento aparecen las estrellas con una claridad inimaginable. La Osa Mayor revuelca en medio de sus astros, mientras el mar se ilumina con los serenos rayos de la luna, tan blancos que casi parece rayar el alba. Después de un día penoso, sin el intervalo de la noche… ■  Juan de Zebedeo alza la cabeza al cielo, mira y sonríe, y, al improviso, empieza a cantar, siguiendo el ritmo de su remo con la estrofa y ritmando ésta con el remo:

“Ave, Estrella de la Mañana,
Jazmín de la noche,
Luna de oro de mi Cielo,
Madre santa de Jesús.

Espera en ti el navegante,
Te sueña el que sufre y muere,
¡Ilumina, Estrella santa y pía,
a quien te ama, oh María!…”.

Canta feliz, a pleno pulmón, con voz de tenor. Su hermano le dice: “¿Por qué haces? ¡Estamos hablando de Jesús y tú hablas de María!”. Juan de Zebedeo: “Él está en Ella y Ella en Él. Pero si Él está aquí es porque ha estado antes Ella… Déjame cantar…”. Y empieza, arrastrando tras de sí a los demás… ■ Llegan a Tiro. El desembarco es cómodo en el puerto más pequeño, el que está al sur del istmo, velado por lámparas que cuelgan de muchas barcas. Los que están allí no niegan su ayuda a los recién llegados. Pedro y Santiago de Zebedeo se quedan en la barca para vigilar los baúles y el telar desmontado. Mientras tanto, los otros, con un barquero del lugar, van a buscar alguna fonda para poder descansar.  (Escrito el 3 de Noviembre de 1945).
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(<Al día siguiente se embarcan en la nave del cretense Nicomedes. Después de una travesía azarosa, con una tempestad “nunca experimentada antes” según palabras del propio Nicomedes, y en medio de prodigios inexplicables, llegan a Seleucia, el verdadero puerto de Antioquía>)
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5-322-140 (6-10-57).- De Seleucia a Antioquía en un carro.
* La primera sonrisa, tras las palabras de Tadeo, después de tantos días, ilumina la cara macilenta de Juan de Endor.- En Antioquía, con Felipe, el anciano administrador de la propiedad de Lázaro.- ■ El caballo trota cadencioso. Pedro, estando todo centrado en el esfuerzo de guiar, aunque el animal va seguro sin necesidad de guía o estímulo, no habla. Así el camino discurre bastante rápidamente. Llegan a un puente y se detienen para comer y para que el caballo descanse. El sol está en su culmen, se ve toda la hermosura de la bellísima naturaleza. Dice Pedro observando en derredor: “De todas formas… prefiero estar aquí antes que en el mar…”. Exclaman: “¡Pero qué tempestad!”. Juan dice sonriendo: “El Señor ha orado por nosotros. Le he sentido cerca cuando orábamos en el puente de la nave. Cerca como si estuviera en medio de nosotros…”. Pedro: “¿Y dónde estará? No estoy tranquilo pensando que no tiene ropa… ¿Y si se moja? ¿Y qué come? Es capaz de hacer ayuno…”. Santiago de Alfeo dice con seguridad: “Puedes estar convencido de que lo hace, para ayudarnos a nosotros”. Judas Tadeo dice: “Y también por otros motivos. Nuestro hermano, está muy afligido desde hace un tiempo. Creo que se mortifica continuamente para vencer al mundo”. Santiago de Zebedeo dice: “Querrás decir: al demonio que hay en el mundo”. Judas Tadeo: “Es lo mismo”. Andrés suspira: “No lo va a conseguir. Tengo el corazón oprimido por mil miedos…”. ■ Juan de Endor, no sin aflicción, dice: “¡Ahora que nosotros estamos lejos, todo irá mejor!”. Judas Tadeo dice resueltamente: “No pienses eso. Tú y ella no erais nada respecto a las «grandes culpas» del Mesías, según los grandes de Israel”. Juan de Endor replica: “¿Estás seguro? Yo, dentro de mi sufrimiento, tengo en el corazón también la espina de haber sido con mi llegada causa de mal para Jesús. Si estuviera seguro de que no es así, sufriría menos”. Judas Tadeo pregunta: “¿Me crees veraz, Juan?”. Juan de Endor: “¡Sí que lo creo!”. Judas Tadeo: “Pues bien, entonces, en nombre de Dios y mío, te aseguro que tú has dado solo una pena a Jesús: la de tener que mandarte aquí en misión. En todas las otras penas suyas, pasadas, presentes y futuras, tú no estás implicado”. La primera sonrisa, después de tantos días de lóbrega melancolía, ilumina la cara macilenta de Juan de Endor, que dice: “¡Qué alivio me das! El día me parece más luminoso, más ligero mi mal, más consolado el corazón. ¡Gracias, Judas de Alfeo! ¡Gracias!”. ■ Vuelven a subir al carro, y, pasando el puente, toman la otra orilla del río, el otro camino, que va derecho hacia Antioquía, a través de una zona fertilísima. Zelote dice: “¡Allí está! En aquel valle poético está Dafne, con su templo y sus bosquecillos y allá, en aquella llanura, se ve Antioquía, y sus torres que se alzan sobre las murallas. Entraremos por la puerta que hay al lado del río. La casa de Lázaro no está muy lejos de las murallas, al lado del río. Las casas más bonitas han sido vendidas. Queda ésta, que fue lugar de parada tanto para el personal de Teófilo como para sus clientes, con muchas caballerizas y graneros. Ahora vive en ella Felipe. Un buen viejo. Un fiel a Lázaro. Os encontraréis bien. Y, juntos, iremos a Antigonia, donde estaba la casa en que vivían Euqueria y sus hijos, que entonces eran niños…”. Pedro, que respira tranquilo ahora que ve que su primer intento como auriga ha ido bien, dice: “¡Muy fortificada esta ciudad, ¿eh?!”. Zelote: “Mucho. Murallas de altura y anchura grandiosas. Más de cien torres, que, como veis, parecen gigantes que se levantan encima de las murallas, y fosos infranqueables al pie de ellas. El Silpio también contribuye con sus cimas a la defensa, y hace de contrafuerte de las murallas en la parte más débil… Ahí está la puerta. Es mejor que pares y entres sujetando al caballo del freno. Yo te guío porque sé el camino”…  Pasan la puerta, vigilada de los romanos. Juan apóstol dice: “Quién sabe si está aquí ese soldado de la Puerta de los Peces… Jesús se alegraría de saberlo…”. Pedro, turbado por la idea de ir a una casa desconocida, dice: “Le buscaremos. Pero por ahora date prisa”. Juan obedece sin decir nada; se limita a mirar atentamente a todos los soldados que ve. ■ Un camino corto, luego una casa sólida y sencilla, o sea, un alto muro sin ventanas. Solamente un portal en el centro del muro. Zelote dice: “Aquí es. Para”. Pedro: “¡Anda, Simón, habla tú ahora!”. Zelote: “¡Sí, hombre, si ello te agrada, hablo yo!” y el Zelote llama al recio portalón. Simón se presenta como un enviado de Lázaro. Entra solo. Sale con un anciano alto y de noble porte, que se prodiga en profundas reverencias y da a uno del servicio la orden de abrir el portón para permitir entrar al carro; luego se disculpa por hacerles pasar todos por esa puerta, en vez de por la puerta de la casa. El carro se para en un vasto patio con pórticos, bien cuidado, con cuatro recios plátanos en los cuatro ángulos y otros dos en el centro que amparan un pozo y un pilón para abrevar a los caballos. El administrador ordena a su subalterno: “Preocúpate del caballo”. ■ Y dice a los que recibe como huéspedes: “Por favor, venid. Bendito sea el Señor, que me manda siervos suyos y amigos de mi jefe. Ordenad, que vuestro siervo escucha”. Pedro se pone colorado, porque especialmente a él van esas palabras y esas reverencias, y no sabe qué decir… Le ayuda el Zelote: “Los discípulos del Mesías de Israel, de que te habla Lázaro de Teófilo, que a partir de ahora vivirán en tu casa para servir al Señor, no necesitan sino descansar. ¿Nos enseñas dónde pueden habitar?”. Administrador: “¡Siempre tenemos preparadas habitaciones para peregrinos, como era costumbre de mi ama. Venid, venid…”. Y, seguido por todos, entra en un pasillo y luego en un pequeño patio. Al final de este patio está la verdadera casa. Abre la puerta. Va por un vestíbulo, tuerce a la derecha. Una escalera. Suben otro pasillo con habitaciones a los lados. El anciano dice: “Aquí tenéis. Que sea agradable vuestra permanencia. Voy a decir que traigan agua y ropa.  Dios sea con vosotros”. Y se marcha.  (Sin fecha).
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5-323-142 (6-11-60).- Visita a Antigonia.
* Ahora comprende Juan de Endor por qué le ha envido aquí el Maestro. Tanto él como Síntica son exactamente las personas con los requisitos precisos.- ■ El anciano Felipe, mientras sirve a los huéspedes leche humeante, dice: “Mi hijo Tolmái ha venido para los mercados. Hoy, a la sexta, regresa a Antigonia. El día es templado. ¿Queréis ir, según deseabais?”. Zelote: “Iremos sin duda alguna. ¿Cuándo has dicho?”. Felipe: “A la sexta. Podréis volver mañana, si queréis, o si no, si preferís en la víspera del sábado, al caer de la tarde, cuando vienen para las funciones del sábado los subalternos hebreos o los que han entrado en la fe”. Zelote: “Lo haremos así. Y se podría incluso elegir ese lugar para que vivieran éstos”. Felipe: “Será un placer en todo caso, aunque los pierda. Porque es un lugar muy bueno. Y podríais hacer mucho bien con los subalternos, algunos de los cuales son todavía los que dejó el amo. Otros provienen de la bondad de la bendita ama, que los rescató de amos crueles. Por eso no son todos israelitas. Pero ahora ya no son tampoco paganos. Hablo de las mujeres. Los hombres, todos, están circuncidados. No sintáis aversión… Pero están todavía muy lejos de la justicia de Israel. Los santos del Templo, que son perfectos, se escandalizarían de ellos…”. Pedro, dirigiéndose a los dos, termina: “¡Ah, ya! ¡Ya! ¡Ya!… ■ ¡Bueno, bien! Ahora podrán progresar aspirando sabiduría y bondad de los enviados del Señor… ¿Estáis oyendo cuántas cosas que hacer tenéis aquí?”. Síntica promete: “Lo haremos. No defraudaremos al Maestro”. Y sale para preparar lo que cree oportuno. Juan de Endor pregunta a Felipe: “¿Piensas que en Antigonia voy a poder hacer un poco de bien también a otros, enseñando como pedagogo?”. Felipe: “Mucho bien. El anciano Plauto ha muerto ya hace tres lunas y los niños de los gentiles no tienen escuela. En cuanto a los hebreos, no hay maestro, porque todos los nuestros huyen de ese lugar que está cerca Dafne. Se necesita uno que sea… que sea… como era Teófilo… sin rigideces para… para…”. Pedro concluye expeditivo: “Sí, en fin, sin fariseísmos, quieres decir”. Felipe: “Eso… sí… No quiero criticar… Pero pienso… Maldecir no sirve para nada. Mejor sería ayudar… Como hacía mi ama, que con su sonrisa conducía a la Ley más y mejor que un rabí”. Juan de Endor: “¡Ahora comprendo por qué me ha envido aquí el Maestro! Soy exactamente el hombre con los requisitos precisos… ¡Haré su voluntad! ¡Hasta el último suspiro! Ahora creo, creo con firmeza que es exclusivamente una misión de predilección ésta mía. Voy a decírselo a Síntica. Vais a ver cómo nos quedamos allí… Voy, voy a decírselo”, y sale animado como hacía tiempo que no estaba. Pedro exclama: “¡Altísimo Señor, te doy las gracias y te bendigo! Sufrirá todavía, pero no como antes… ¡Ah, qué alivio!”. ■ Y luego siente el deber de explicar a Felipe un poco, de la forma que puede, el por qué de su alegría: “Debes saber que los… «rígidos» de Israel —tú los llamas «severos»— persiguen a Juan”. Felipe: “¡Ah, comprendo! Perseguido político como… como…” y mira a Zelote. Éste dice: “Sí, como yo y más; por otros motivos también. Porque, además de por la casta distinta, los irrita por ser del Mesías. Por lo cual, dicho sea de una vez por todas, él y ella, quedan confiados a tu fidelidad… ¿Comprendes?”. Felipe: “Comprendo. Y sabré cómo moverme”. Pedro: “Ante los demás ¿cómo los vas a llamar?”. Felipe: “Dos pedagogos recomendados por Lázaro de Teófilo, él para los niños, ella para las niñas. Veo que tiene bordados y telares… Gente extranjera hace y vende muchas labores femeninas en Antioquía. Pero son labores toscas y recargadas. Ayer he visto una labor suya que me ha recordado a la buena ama mía… Serán labores muy solicitadas…”. Pedro dice: “Una vez más, alabado sea el Señor”. Zelote: “Sí, esto disminuye en nosotros el dolor de la próxima despedida”. ■ Felipe: “¿Ya os queréis marchar?”. Judas Tadeo explica: “Tenemos que marcharnos. La tormenta nos ha hecho perder tiempo, para los primeros días de Sebat tenemos que estar con el Maestro. Nos está esperando, porque ya vamos con retraso”. ■ …Precedidos por el carro de Tolmái, nieto de Felipe, trotan hacia Antigonia… Tolmái, en cuanto traspasan la cancilla donde empieza la propiedad de Antigonia, hace un especial chasquido de tralla al ir pasando por delante de todas las casas. Debe ser una señal. Y los que viven en ellas, tras haber observado, entran de nuevo y luego vuelven a salir, cierran las puertas y empiezan a caminar por el paseo, detrás de los dos carros, que van al paso y luego se paran en el centro de una confluencia de senderos… Tolmái restalla la tralla repetidas veces, hasta que todos los súbditos del pequeño reino se reúnen en torno a los llegados… (Escrito el 7 de Noviembre de 1945).
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(<Los ocho apóstoles están otra vez en la casa de Antioquía; con ellos, los dos discípulos y todos los hombres de Antigonia; no vestidos ya con túnicas cortas y de trabajo, sino con vestidos largos, festivos. De esto se deduce que es sábado. Antes de la inminente partida, los apóstoles, han sido invitados a hablar, —están en una amplia sala—. El tema de sus pláticas (relatadas en el tema “Fe”) ha versado sobre Jesús,  el Mesías anunciado por los profetas. Finalizadas las mismas, llega la despedida>)
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5-324-159 (6-12-77).- El adiós a Juan de Endor y Síntica en Antioquía.
* Pedro, como jefe, bendice a los dos y a los siete apóstoles, todos puestos de rodillas.- ■ Salen todos de la amplia sala. Se quedan en ella los ocho con los dos. Hay un silencio grave. Están todos un poco pálidos: los apóstoles, porque saben lo que está para producirse; los discípulos, porque lo presienten. Pedro abre sus labios, pero encuentra solo esta palabra: “Oremos”, y entona el “Pater Noster”. Luego —está verdaderamente pálido, quizás más que en el momento de la muerte—, yendo a ponerse entre los dos y colocando una mano sobre sus hombros, dice: “Es la hora de la despedida, hijos. ¿Qué le digo al Señor en nombre vuestro? ¿A Él, que ciertamente estará ansioso de saber de vuestra santidad?”. Síntica cae de rodillas y se cubre el rostro con las manos. Juan la imita. Pedro los tiene a sus pies, y, mecánicamente, los acaricia mientras se muerde los labios para no ceder a la emoción. Juan de Endor alza su acongojado rostro y dice: “Dirás al Maestro que nosotros hacemos su voluntad…”. Síntica: “Y que nos ayude a cumplirla hasta el final…”. El llanto impide frases más largas. Pedro dice: “Bien. Démonos el beso de despedida. Esta hora debía llegar…”. También Pedro se corta, ahogado por un nudo de llanto. ■ Síntica suplica: “Antes bendícenos”. Pedro: “No. No yo. Mejor uno de los hermanos de Jesús…”. Judas Tadeo, poniéndose primero de rodillas, dice: “No. Tú eres el jefe. Nosotros los bendeciremos con el beso. Bendícenos a todos, a nosotros, que nos marchamos y a ellos que se quedan”. Y Pedro, el pobre Pedro —que ahora está rojo por el esfuerzo de mantener firme la voz y por la emoción de bendecir, con las manos extendidas hacia el pequeño núcleo arrodillado a sus pies— pronuncia, con voz aún áspera por el llanto, casi de viejo, la bendición mosaica… Luego se agacha, besa la frente de la mujer, como si fuera una hermana; levanta y abraza, besándole fuerte, a Juan, y… se marcha valientemente de la habitación, mientras los otros imitan su acto para los dos que quedan…

Dice Jesús: “Y el tormento causado por un hombre, solo querido por el hombre malo, quedó consumado, deteniéndose como un curso de agua en un lago después de haber realizado su recorrido…”.  (Escrito el 8 de Noviembre de 1945).
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5-325-162 (6-13-79).- Los ocho apóstoles se reúnen con Jesús cerca de Akcib.
* El rostro de Jesús parece perder en parte su aspecto demacrado, su ojos se encienden, al haber visto a sus queridos apóstoles, a cuyo encuentro sale exclamando: “¡Ahí están los míos!”.- ¡Cuánto ha padecido Jesús! Se ve que ha sufrido más que cuando ayunó en el desierto. Entonces estaba pálido, pero era todavía joven, vigoroso. Ahora está enjuto, como que si sus fuerzas morales y físicas se le hubieran acabado. Sus ojos están muy tristes, una tristeza dulce y grave al mismo tiempo. Sus mejillas, enflaquecidas, hacen resaltar aún más la espiritualidad de su perfil, de su despejada frente, de su nariz larga y recta, de esa boca cuyos labios carecen absolutamente de sensualidad. Un rostro angelical en que no hay nada de material. Tiene la barba más larga que de costumbre, crecida incluso en los carrillos hasta confundirse con los cabellos, que le caen sobre las orejas; de modo que de su rostro se ven tan solo su frente, los ojos, la nariz, los pómulos, flacos de un color de marfil sin sombra de rosado. Tiene los cabellos peinados rudimentariamente, cabellos que se han vuelto opacos y conservan, para recuerdo del antro en que ha estado, muchos pequeños fragmentos de hojas secas y palitos que se han quedado enredados en la larga cabellera. Su vestido, el manto, llenos de polvo, arrugados, denuncian que estuvo en un lugar donde no encontró ninguna comodidad. ■ Jesús mira… El sol del mediodía le da calor, y da la impresión de que ello le es agradable, porque evita la sombra de algunos zarzales para que le dé el sol; pero, a pesar de que sea un sol neto, resplandeciente, no enciende reflejos en sus cabellos polvorientos ni en sus ojos prende alguna chispa, por lo cansados que están, ni da color a su rostro enflaquecido. No es el sol lo que le conforta, y aviva su color; es el haber visto a sus queridos apóstoles que suben gesticulando y mirando hacia el pueblo desde el camino que viene del noroeste, el más llano. Entonces se produce la metamorfosis: sus ojos se encienden, su rostro parece perder en parte su aspecto demacrado, por una leve coloración rosada que se extiende por las mejillas, y más por la sonrisa que le ilumina. Abre los brazos que tenía cruzados y exclama: “¡Ahí están los míos!”. Lo dice levantando su rostro, volviendo sus ojos sobre las cosas que le rodean, como si quisiera comunicar a las plantitas, a los árboles, al cielo sereno, al aire que empieza a gustar de la primavera, su alegría y su júbilo. Se sujeta el manto para que no se le vaya a enredar entre los arbustos y rápido baja por una vereda al encuentro de los discípulos que suben y que todavía no le han visto. Cuando está ya un poco cerca, los llama para que no sigan subiendo hacia el pueblo.
* “Prefiero el silencio ante mi herida a cualquier otra palabra que quiera consolarme”.- ■ Oyen su llamada. Tal vez desde el lugar donde se encuentran no pueden ver a Jesús debido a los árboles que cubren la pendiente. Miran a su alrededor… Jesús los llama nuevamente… Por fin un claro del bosque le descubre a sus ojos, bajo el sol, con los brazos un poco extendidos como queriéndolos abrazar ya. Entonces se oye un fuerte grito: “¡El Maestro!” y, todos corren hacia arriba como pueden, agarrándose de lo que alcanzan las manos, sin sentir el peso de las alforjas ni la fatiga del paso… llevados de la alegría que los embarga. Es claro que los primeros en llegar sean los más jóvenes y más ágiles, esto es, los dos hijos de Alfeo acostumbrados a caminar por colinas, luego Juan y Andrés que corren como dos cervatillos, con la sonrisa en la cara. Caen a los pies de Jesús, llenos de amor, de reverencia, felices, sí, felices… Luego llega Santiago de Zebedeo, y casi al mismo tiempo los tres menos acostumbrados a correr por montes, Mateo, Zelote y finalmente Pedro. Éste se abre paso para acercarse al Maestro. Hace a un lado a sus compañeros que besan los vestidos o las manos del Maestro. Toma con todas sus fuerzas a Juan y a Andrés, que están pegados como ostras a los vestidos de Jesús, y jadeando todavía, los hace a un lado para poder caer a los pies de Jesús diciendo: “¡Oh, Maestro mío! ¡Ahora finalmente la vida vuelve en mí! Ya no podía más. He envejecido, enflaquecido como si hubiera estado yo muy enfermo. Mira si no es verdad, Maestro…” ■ y levanta la cabeza para que Jesús le mire y, al hacerlo, ve lo delgado que está el rostro de Jesús. De un brinco se pone de pie, grita: “Maestro ¿qué te ha pasado? ¡Tontos, ved! ¿No veis nada? ¡Jesús ha estado enfermo!… Maestro mío ¿qué te pasó? Dímelo”. Jesús: “Nada amigo”. Pedro: “¿Nada? ¿Y entonces ese rostro? ¿Entonces alguien te causó algún mal?”. Jesús: “No, Simón”. Pedro: “¡No es posible! O has estado enfermo o has sufrido persecución. Que tengo buenos ojos…”. Jesús: “También yo los tengo, y efectivamente te veo que has adelgazado y envejecido en verdad. ¿Por qué?” pregunta sonriendo a Pedro, el cual le observa atentamente como si quisiera leer la verdad en el pelo, en la piel, en la barba. Pedro: “Sufrí y no lo niego. ¿Crees que haya sido una cosa alegre haber visto tanto dolor?”. Jesús: “¡Tú lo has dicho! También Yo he sufrido por el mismo motivo…”. ■ Judas de Alfeo, compadecido y cariñoso, le pregunta: “Jesús, ¿solo por eso?”. Jesús: “Por ese dolor, hermano mío. Así es. Por el dolor que experimenté por tenerlos que mandar a otro sitio…”. Judas de Alfeo: “Y por el dolor de haberte visto obligado a ello por…”. Jesús: “¡Por favor!… ¡Silencio! Prefiero el silencio ante mi herida a cualquier otra palabra que quiera consolarme diciendo: «Sé por qué has sufrido». Por otra parte, tenedlo presente que he sufrido por muchas cosas, no solo por ésa. Si Judas no me hubiera interrumpido, os las habría dicho”. Jesús dice esto con un poco de severidad. Los apóstoles no saben qué hacer. ■ Pasados unos instantes Pedro pregunta: “¿Dónde has estado, Maestro? ¿Qué has hecho?”. Jesús: “Estuve en una gruta… orando… meditando… fortificando mi espíritu para conseguir fuerzas para vosotros en vuestra misión, para Juan y Síntica en su sufrimiento”. Pedro, intranquilo: “¿Pero dónde, dónde? ¡Sin vestidos, sin dinero! ¿Cómo te las arreglaste?”. Jesús: “En una gruta no necesitaba de ninguna cosa”. Pedro: “¿Pero la comida?, ¿y el fuego?, ¿y la cama? en una palabra… ¡todo! Yo me imaginaba que te hospedarías, como un peregrino que ha perdido su camino, en Yiftael, o en alguna parte… en definitiva, en una casa. Este pensamiento me tranquilizaba un poco. ¡Bueno! Decid vosotros si no era mi inmensa preocupación el pensamiento de que Él estaba sin ropa, sin comida, sin medios para procurársela, sin, sobre todo esto, sin voluntad de procurársela. ¡Ah, Jesús! ¡No deberías de haber hecho esto! ¡Pero no me harás otra vez! No te volveré a dejar ni por una hora. Me coseré a tus vestidos para ir contigo a dondequiera como tu sombra, bien te guste, o no. Solo si me muero, me separaré de Ti”. Jesús: “O si me muero Yo”. Pedro: “¡Oh, Tú, no! No debes morir antes de mí. No lo digas. ¿Quieres llenarme de tristeza?”. Jesús: “No. Más bien quiero regocijarme contigo, con todos, en esta hora en que vuelvo a veros queridos amigos. Ved, estoy mejor porque vuestro amor sincero me es alimento, me da calor, me consuela”. Y los acaricia uno a uno mientras sus caras brillan con una sonrisa de felicidad, sus ojos lucen, tiemblan sus labios por la emoción. Preguntan: “¿De veras, Señor? ¿No exageras, Maestro? ¿Nos quieres tanto?”. Jesús: “¡Sí, mucho!”.
“Vosotros fuisteis caritativos… Hacéis que Yo sea feliz como Dios y como Hombre-Dios. Me dais lo que es de Dios: la caridad y me dais lo que es propio del Redentor: vuestra elevación a la perfección”.- ■ Jesús: “¿Tenéis algo que comer?”. Pedro: “Sí. Presentía que tendrías mucha hambre, y compré algo en el camino. Traigo pan y carne frita. También traigo leche, queso y manzanas, además la cantimplora llena de un buen vino, y huevos para Ti, si es que no se han roto…”. Jesús: “Entonces, sentémonos aquí, bajo este bello sol y comamos. Y así podréis referirme lo que os pasó”. Se sientan al sol sobre una especie de promontorio. Pedro abre su alforja, mira lo que trae y exclama: “¡Todo está a salvo! También la miel de Antigonia. ¡Claro! ¡Si ya lo había dicho yo! Al regreso, aunque nos hubiéramos metido en una cuba para rodar impulsados por un loco, o en un bote sin remos, hasta incluso con agujeros, y además en una tempestad, habríamos llegado sanos y salvos… ■ ¡Pero la ida! ¡Eso sí! Cada vez me convenzo más de que era el demonio el que nos ponía trancas, para que no fuésemos con esos dos pobrecitos…”. Zelote asegura: “¡Es natural! Ahora, a la vuelta, ya no tenía objeto…”. Juan, que se olvida de comer por contemplar a Jesús, pregunta: “Maestro ¿hiciste por nosotros penitencia?”. Jesús: “Sí. Os seguí con el corazón. Sentí vuestros peligros y vuestras penas. Os ayudé como pude…”. Juan: “¡Ah! ¡Yo lo sentí! Os lo dije. ¿Os acordáis?”. Todos dicen: “Así fue”. Jesús: “¡Bueno! Ahora me estáis devolviendo lo que os he dado”. Andrés pregunta: “¿Has ayunado, Señor?”. Pedro dice: “¡Qué remedio! Aunque hubiera querido comer ¿cómo podía haberlo hecho en una gruta, y sin dinero?”. Santiago de Alfeo: “¡Por culpa nuestra! ¡Cuánto me apena esto!”. ■ Jesús: “¡Oh, no! ¡No os aflijáis! No fue solamente por vosotros, también por todo el mundo. He hecho lo que cuando empecé mi vida apostólica. En aquellos días, los ángeles me ayudaron, ahora fuisteis vosotros. Y, creedme, para Mí es doble alegría. Porque en los ángeles el ministerio de la caridad es algo suyo, mientras que en los hombres la cosa no es tan fácil. Vosotros fuisteis caritativos. Y siendo hombres, os convertisteis en ángeles, porque quisisteis ser santos contra cualquier circunstancia. Por esto hacéis que sea Yo feliz como Dios, y como Hombre-Dios. Me dais lo que es de Dios: la caridad y me dais lo que es propio del Redentor: vuestra elevación a la perfección. Esto proviene de vosotros y para Mí es más nutritivo que cualquier otro alimento. Allá en el desierto también me alimenté del amor después del ayuno. Me sentí bien. También ahora. Todos hemos sufrido. Yo y vosotros, pero nuestro sufrimiento no ha sido inútil. Creo, mejor dicho, sé que este sufrimiento os ha servido más que un año de instrucción. El dolor, la meditación sobre el mal que un hombre puede hacer a su semejante, la compasión, la fe, la esperanza, la caridad que ejercitasteis, y además solos, os convirtieron en adultos…”. Pedro suspira: “Por lo que toca a mí, me he hecho viejo. No volveré a ser el Simón de Jonás que era al partir. He comprendido cuán dolorosa, fatigosa, dentro de su belleza, sea nuestra misión…”.
* “Lo que pasó quede sepultado para siempre en nuestros corazones”.- ■ Jesús: “Bueno. Estamos aquí juntos. Contad lo que pasó…”. Pedro dice a Zelote: “Habla, Simón. Sabes hacerlo mejor que yo”. Zelote le replica: “No. Tú fuiste un buen jefe. ¡Cuéntalo como puedas!”.  Empieza Pedro no sin antes decir: “Pero ayudadme”. Cuenta lo que sucedió desde cuando partieron hasta llegar a Antioquía. “Todos sufrían ¿sabes? Jamás olvidaré las palabras de los dos…”. Pedro se quita con el dorso de la mano dos lágrimas que de pronto la habían salido… “Me parecieron los últimos gritos de dos que se estuvieran ahogando. Bueno… decid, vosotros, algo… yo no puedo…” y se  levanta para ir a ocultar su emoción. Continúa Simón Zelote: “Por un espacio de tiempo ninguno de nosotros habló… Y no podíamos… La garganta estaba tan hinchada por el ansia de querer llorar que nos dolía. Y sin embargo no queríamos llorar… porque si uno de nosotros hubiera empezado, todo se hubiera acabado. Tomé las riendas porque Simón de Jonás, para no dejar ver que sufría, se metió en el fondo de la carreta, entre las alforjas. Nos detuvimos en una pequeña población, que hay entre Antioquía y Seleucia. Allí nos detuvimos porque, si es verdad que la luna iluminaba todo, no podíamos continuar porque ignorábamos el camino. Allí pasamos el resto de la noche, entre nuestras cosas. No comimos. Y ¿quién iba a hacerlo? Solo pensábamos en los dos… Cuando apenas el alba despuntó, pasamos el puente y llegamos antes de las nueve a Seleucia. Devolvimos la carreta y el caballo al fondero. ¡Qué hombre tan bueno! Nos ayudó a escoger la nave. Nos dijo: «Voy con vosotros al puerto. Me conocen y conozco a todos». Y así lo hizo. Encontró tres navíos que estaban para zarpar para estos puertos. Pero en uno de ellos, había ciertos… tipos a los que no quisimos tener cerca. Nos lo dijo el hombre, que lo había sabido por el jefe de la nave. La segunda era de Ascalón, y no quería hacer escala para nosotros en Tiro, a menos que hubiéramos dado una suma que ya no teníamos. El tercero era una pobrecita embarcación, que traía madera. Realmente una pobrecita embarcación con poca tripulación, y hasta me parece, muy pobre. Por esta razón, a pesar de que se dirigía a Cesarea, aceptó atracar en Tiro, con la condición de que se le pagasen los gastos de un día y el salario para la tripulación. Nos pareció que no estaba mal. Yo, verdaderamente, y conmigo Mateo, teníamos un poco de miedo. Es época de tempestades… y bien sabes lo que nos había pasado en la ida. Pero Simón Pedro dijo: «No pasará anda». Subimos pues. Iba tan suave y veloz que parecía que los ángeles fueran las velas del navío. Empleamos para llegar a Tiro menos de la mitad del tiempo tardado a la ida; y en Tiro el patrón fue tan bueno, que nos concedió remolcar la barca hasta cerca de Tolemaida. Bajaron a la barca Pedro, Andrés y Juan, para las maniobras. Pero era muy simple… no como la ida… En Tolemaida nos separamos. Estábamos tan contentos, que, antes de bajar todos a la barca donde estaban ya nuestras cosas, le dimos más dinero de lo pactado. Nos detuvimos un día en Tolemaida, y luego nos vinimos acá… Pero nunca olvidaremos lo que sufrimos. Simón de Jonás tiene razón”. ■ Más de uno pregunta: “¿No tenemos razón al decir que el demonio era el que nos ponía obstáculos solo a la ida?». Jesús:  “Tenéis razón. Escuchadme ahora. Vuestra misión ha terminado. Regresaremos en dirección de Yiftael, para esperar a Felipe y a Natanael. Tenemos que darnos prisa. Los demás llegarán después… entre tanto evangelizaremos aquí, en los confines de Fenicia, y en la misma Fenicia. Lo que pasó, quede sepultado para siempre en nuestros corazones. A ninguna pregunta sobre ello se le dará respuesta”. ■ Preguntan: “¿Ni siquiera a Felipe y a Natanael? Saben que vinimos contigo”. Jesús: “Esto me toca a Mí. He sufrido mucho, amigos míos, y lo estáis viendo. He pagado con mis sufrimientos la paz de  Juan y Síntica. Procurad que mi sufrimiento no sea inútil. No hagáis más pesada mi carga… El peso que mis espaldas cargan, aumenta diariamente… Decid a Natanael que he sufrido mucho. Decídselo a Felipe. Y que sean buenos. Decídselo a los otros dos. Pero no digáis más. Decir que habéis entendido que he sufrido, y que os lo he confirmado, es una verdad. No hace falta más”. Jesús habla cansado… Los ocho le miran apenados, y Pedro, que está detrás de él, se  atreve incluso a acariciarle la cabeza. Jesús levanta su cabeza y mira a su buen Simón con una sonrisa de amorosa tristeza. (Escrito el 10 de Noviembre de 1945)
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(<Simón Pedro y Simón Zelote han salido al encuentro de Bartolomé y Felipe>)
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5-332-209 (6-20-123).- La sufrida separación de Bartolomé que con Felipe vuelve a unirse al Maestro.
* Angustia de Bartolomé porque cree haber sido separado de la familia apostólica por no haber sabido renovarse del hombre viejo israelita.- Palabras de ánimo de Jesús.- ■ Jesús está reunido con los seis en una habitación donde hay camastros muy míseros, arrimados unos a otros. El espacio que queda libre apenas si consiente andar de un lado a otro de la estancia. Sentados sobre sus camastros comen sus pobres alimentos, porque no hay mesa ni asientos. Pasa un rato y Juan se va a sentar en el alféizar de la ventana, en busca de sol. Por eso, él es el primero que ve llegar a los esperados Pedro, Simón, Felipe y Bartolomé. Les da una voz y sale corriendo, seguido por todos. Se queda solo Jesús, que lo único que hace es ponerse de pie y mirar hacia la puerta… ■ Entran los recién llegados. Es fácil imaginar el entusiasmo de Pedro como también pensar en la reverencia profunda de Simón Zelote. Lo que sorprende es la actitud de Felipe, y sobre todo la de Bartolomé. Entran, si así puede decirse, con temor, con ansia, y no obstante que Jesús les abra los brazos para darse el beso mutuo de paz, que ya dio a Pedro y a Simón, ellos caen de rodillas, se inclinan hasta tocar casi con la frente el suelo, besan los pies de Jesús y así se quedan… Los suspiros ahogados de Bartolomé dicen que silenciosamente llora sobre los pies de Jesús, que le dice: “¿Por qué esta congoja, Bartolomé? ¿No quieres darme el abrazo? Y tú, Felipe ¿por qué tienes miedo? Si no supiera que sois dos hombres honestos, en cuyo corazón no puede albergar la maldad, tendría que sospechar que sois culpables de algo. Pero no es así. ¡Ea, pues! dadme el beso que tanto anhelo. Quiero ver vuestros ojos de fieles discípulos…”. Bartolomé, levantando su cara en que se ven brillar lágrimas, responde: “También nosotros, Señor… Tú has sido nuestro único deseo. Nos preguntábamos en qué podíamos haberte desagradado para que nos hubieras separado. Nos parecía una cosa injustificada… Pero ahora lo sabemos… ¡Oh perdón, Señor! Te pedimos perdón. Yo sobre todo, porque a Felipe le separaste por mi culpa. A él ya le he pedido perdón. Yo soy el único culpable, yo, el viejo israelita duro de renovarse, yo soy el que te ha causado dolor…”. Jesús se inclina y le levanta con la fuerza, como levanta también a Felipe, y, juntos, los aprieta entre sus brazos, mientras dice: “¿Pero de qué te acusas? No has hecho nada malo. Ni tampoco tú Felipe. Sois mis amados apóstoles, y hoy me siento feliz de teneros conmigo y para siempre”. ■ Bartolomé: “No, no. Durante mucho tiempo hemos ignorado el motivo por el que, justamente, desconfiaste de nosotros hasta el punto de excluirnos de tu familia apostólica. Ahora lo sabemos… y te pedimos perdón una y otra vez; yo, sobre todo. Jesús Maestro mío…”. Y Bartolomé mira con congoja, con amor, con compasión a Jesús. Siendo anciano como es, parece un padre mirando a su afligido hijo, examinando su rostro, más afilado a causa de una pena que no había intuido, y en el cual antes no había notado el enflaquecimiento, el envejecimiento… Entonces, nuevas lágrimas corren por la cara de Bartolomé. Exclama: “¡Pero qué te han hecho! ¿Qué nos han hecho para hacernos sufrir tanto? Parece como si un espíritu malo hubiera entrado entre nosotros para conturbarnos, para entristecernos, debilitarnos, hacernos apáticos, indolentes, tontos… Tontos para no comprender que sufrías… Aún más, hasta para aumentar tus sufrimientos con nuestras tosquedades, ignorancia, respetos humanos, con nuestras debilidades… sí, el hombre viejo ha triunfado en nosotros, y siempre, sin que tu vitalidad perfecta nos haya podido renovar. Esto es lo que no me deja tranquilo. No he sabido renovarme, comprenderte, seguirte, con todo mi amor… Te he seguido solo materialmente… Y tú quieres que se te siga espiritualmente… que comprendamos tu perfección… para que seamos capaces de perpetuarte… ¡Oh Maestro mío! ¡Maestro, que un día te irás, después de muchas luchas, insidias, trabajos, disgustos, dolores y con el dolor de vernos que todavía no estamos preparados!…”. Y Bartolomé reclina su cabeza en el hombro de Jesús, y, sin preocupación alguna, llora. ■ Jesús: “No te achiques, Natanael. Ves todo como algo enorme. Tu Jesús sabe que sois humanos… y no pretende de vosotros nada de lo que no podáis darle. ¡Oh, me daréis todo! ¡De veras que todo! Pero ahora debéis crecer, formaros. Es una obra lenta. Yo sé esperar. Me alegro con vuestro crecimiento, porque es un crecimiento según mi Vida. También tus lágrimas, la unión de corazones de los que estuvieron conmigo, el dolor que experimentáis por vuestra manera de ser, vuestros egoísmos, vuestra manera actual de ver las cosas: todo es fase de crecimiento en Mí. ¡Ea, tranquilízate! Conozco tu bondad, buena fe, generosidad, sincero amor. ¿Que vaya a dudar de mi buen Bartolomé, de un Felipe tan equilibrado y fiel? Haría un desprecio a mi Padre que me permitió que os amara tanto”.
* “No vuelvas a separar por ningún motivo, Señor. Es un castigo estar lejos de Ti... He comprendido… enviaste a éstos con aquellos dos. No me lo digas…”.- ■ Jesús prosigue: “Pero ahora… ¡Bien! sentémonos aquí, y los que no están cansados traigan algo a los hermanos que acaban de llegar y que tienen hambre. Entre tanto contad a vuestro Maestro y hermanos lo que no sabemos”. Y se sienta en su camastro, teniendo consigo, a ambos lados, a Felipe y a Natanael; Pedro y Simón se sientan en el camastro que hay enfrente a Jesús: unas rodillas contra otras. Bartolomé dice: “Habla Felipe. Yo ya he hablado. Durante este tiempo has sido mejor que yo”. Felipe: “¡Oh! ¡Bartolomé! ¡Justo! Yo solo había comprendido que, el hecho de no haber querido que estuviéramos a su lado, no era ni mala voluntad ni volubilidad del Maestro respecto a nosotros… Traté de tranquilizarte… tratando de impedirte que pensaras en cosas que te habían dado dolor por haberlas pensado, y remordimiento. Yo tenía solo un remordimiento: de haber hecho que no desobedecieras al Maestro cuando quisiste seguir a Simón de Jonás que iba por Marziam a Nazaret… Después… te veía sufrir tanto en el cuerpo y en el corazón, que me decía: «¡Hubiera sido mejor dejarle hacer lo que quería! El Maestro le habría perdonado su desobediencia, y Bartolomé no se estaría matando el corazón con estas ideas»… Pero tú mismo puedes ver que, si hubieras partido, no hubieras encontrado nunca la llave del misterio… y tal vez tu sospecha acerca de la volubilidad del Maestro no habría desaparecido ya nunca. Sin embargo, de este modo…”. ■ Bartolomé: “Sí, sin embargo, así he comprendido todo. Maestro, Simón de Jonás y Simón Zelote, a quienes llené de preguntas para saber muchas cosas, para confirmarme de las que ya sabía, me dijeron solo: «El Maestro ha sufrido mucho, tanto que ha enflaquecido y envejecido. Y todo Israel, nosotros los primeros, somos los culpables de ello. Él nos ama y perdona. Pero no quiere hablar del pasado. Por esto os aconsejamos que no preguntéis y que no habléis…». Pero yo os quiero hablar. No preguntaré, pero sí diré para que sepas, porque nada de lo que hay en el corazón de tu apóstol debe quedar oculto. ■ Un día —Simón y los otros estaban ausentes desde hacía días— vino a mí,  Miguel de Caná. Es un poco pariente mío, eso sí muy amigo y compañero de estudios de la infancia… Él, estoy seguro, venía a verme con buena fe. Por afecto hacia mí. Pero quien le envió no tenía buena fe. Quería informarse por qué me había quedado en casa… mientras que los otros habían partido. Me preguntó: «¿Entonces es verdad? Te has separado porque como buen israelita no puedes aprobar ciertas cosas. Y de buena gana te dejan separado los otros, comenzando por Jesús de Nazaret, porque están seguros de que no los ayudarías ni siquiera con la complicidad del silencio. ¡Haces bien! Reconozco en ti al hombre de otros tiempos. Pensaba que te habías corrompido al renegar de Israel. Haces bien a tu alma, a tu bienestar y al de los tuyos. Porque cuanto sucede no será perdonado por el Sanedrín, y serán perseguidos los que tomaren parte». Yo le respondí: «¿Pero de qué estás hablando? Te dije que tenía órdenes de permanecer en casa durante este tiempo y de enviar a Nazaret a los eventuales peregrinos, o de decirles que esperasen al Maestro para fines de Sebat en Cafarnaúm, ¿y tú me estás hablando de separaciones, complicidades, persecuciones? Explícate»… ¿No es verdad, Felipe, que así hablé?”. Felipe asiente con la cabeza. “Entonces” continúa Bartolomé, “Miguel me dijo que todos sabían que Tú te rebelabas contra el parecer y órdenes de los sanedristas, porque seguías teniendo contigo a Juan de Endor y a una griega… Señor, te causo dolor ¿no es verdad? Pero… tengo que hablar. Te pregunto: ¿Es verdad que estaban en Nazaret?”. Jesús: “Es verdad”. Bartolomé: “¿Es verdad que partieron contigo?”. Jesús: “Lo es”. ■ Bartolomé: “Felipe, ¡Miguel tenía razón! ¿Pero cómo podía saberlo?”. Pedro dice con fuerza: “¡Pero hombre, si son las serpientes que me pararon a mí y a Simón, y quién sabe a cuántos más. Son las acostumbradas víboras!”. Jesús, sin embargo, sereno pregunta: “¿No te dijo nada más? Sé sincero con tu Maestro. No te preocupes”. Bartolomé: “Ninguna cosa más. Quería obtener informaciones de mí… Pero yo no le dije la verdad a Miguel. Respondí: «Hasta la Pascua estaré en mi casa». Por temor de que me siguiera, por… Por miedo a perjudicarte… Y entonces también comprendí por qué me habías dejado… Habías sentido que yo era todavía demasiado israelita…”. Bartolomé torna a llorar… “y dudaste de mí…”. Jesús: “No. ¡Eso no! ¡En absoluto! No eras necesario a tus compañeros por este tiempo, y sí, como lo ves, en Betsaida. A cada uno su misión, y a cada edad sus trabajos…”. Bartolomé: “¡No, no! No vuelvas a separar por ningún motivo, Señor; ni por fatiga alguna… Tú eres bueno. Quiero estar contigo. Es un castigo estar lejos de Ti… Soy un necio. Por lo menos podía consolarte. He comprendido… enviaste a estos con aquellos dos. No me lo digas. No quiero saberlo. Pero presiento que es así, y lo digo. Pues entonces, habría podido, y debido, estar contigo. Pero Tú no me tomaste contigo como castigo por ser tan reacio a hacerme «nuevo». Pero te juro, Maestro, que lo que he sufrido me ha renovado y que de hoy en adelante jamás reconocerás al viejo Natanael”. Jesús: “Comprendes, pues, que los sufrimientos han terminado para todos en alegría. Ahora iremos poco a poco al encuentro de Tomás y Judas, sin esperar que vayan donde se les había dicho. Luego con ellos iremos otra vez… ¡Hay tanto que hacer!… Mañana nos pondremos en camino. Temprano”. (Escrito el 17 de Noviembre de 1945).
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5-334-220 (6-22-133).- También Judas Iscariote y Tomás se unen de nuevo al grupo apostólico
* Las mentiras de Iscariote que buscaba el paradero de Jan de Endor y Síntica.-  ■ Santiago de Zebedeo, señalando a Pedro que, dejando a Jesús solo, corre ahora gritando palabras que el viento impide oír, pregunta: “¿Pero qué le pasa a Simón de Jonás que se adelanta corriendo y gritando como un desesperado en día de tempestad?”. Aceleran el paso y ven que Pedro ha tomado una pequeña vereda que viene ya de la cercana Séforis (eso dicen los discípulos mientras se preguntan si va a Séforis por órdenes de Jesús por aquel atajo). Pero luego, observando bien, descubren que los dos únicos viajeros que vienen de la ciudad hacia el camino principal, son Tomás y Judas. Varios de los apóstoles dicen: “¡Atiza! ¿Aquí? ¿Y precisamente aquí? ¿Y qué hacen aquí?  De Nazaret, si acaso, tenían que ir a Caná y luego a Tiberíades…”. Zelote, prudentemente, pues siente que la duda entra en el corazón de algunos de sus compañeros, dice: “Tal vez venían buscado a los discípulos. Era su misión”. Mateo aconseja: “Apresuremos el paso. Jesús se ha quedado solo y parece que nos espera…”. ■ Van y llegan donde Jesús al mismo tiempo que Pedro, Judas y Tomás. Jesús está muy pálido, tanto que Juan le pregunta: “¿Te sientes mal?”. Pero Jesús le sonríe, hace señal de que no, mientras saluda a los dos recién llegados. Abraza primero a Tomás, alegre y contento como siempre, pero al mirar al Maestro tan cambiado, no puede menos de preguntar: “¿Has estado enfermo?”. Jesús: “No, Tomás. ¿Y tú has estado bien?”. Tomás: “Yo sí, Señor. Siempre bien y siempre feliz. No me hacía falta otra cosa más que Tú, para que fuera completamente feliz. Mis padres te agradecen que me hayas enviado por algún tiempo. Mi padre estaba un poco enfermo y yo tuve que trabajar. Estuve en casa de mi hermana gemela, he visto a mi sobrinito, e hice que le pusieran el nombre que me habías aconsejado. Luego llegó Judas y me ha hecho dar vueltas como una tórtola en tiempo de amores: arriba abajo, donde había discípulos. Él ya se había movido, por su cuenta, y no poco. Pero bueno, él te lo contará, porque ha trabajado como diez y merece que le escuches”. ■ El turno es ahora de Judas, que pacientemente ha esperado y se acerca triunfante, alegre. Jesús le atraviesa con su mirada de zafiro. Le besa y también Judas le besa, como lo hizo Tomás. Las siguientes palabras afectuosas salen de los labios de Jesús. “¿Y tu madre se sintió feliz de que estuvieras con ella? ¿Está bien esa santa mujer?”. Iscariote: “Sí, Maestro. Te bendice porque le enviaste a su Judas. Quería mandarte algunos regalos. Pero, ¿cómo podía llevármelos acá y allá por montes y valles? Puedes estar tranquilo, Maestro. Todos los grupos de discípulos que visité, trabajan santamente. La idea se propaga cada vez más. Yo he querido personalmente controlar las repercusiones de ella entre los más poderosos escribas y fariseos. A muchos ya conocía, y a otros he conocido ahora por amor a Ti. He ido a ver a saduceos, herodianos… ¡Oh! Te aseguro que mi dignidad ha sido pisoteada… ¡Pero por amor a Ti! Esto y más hará. Muchos me han rechazado y anatematizado. Pero también logré suscitar simpatías en algunos que tenían prejuicios contra Ti. No quiero que me alabes. Bástame haber cumplido con mi deber, y agradezco al Eterno de haberme siempre ayudado. He tenido que usar el milagro en determinados casos, lo cual me ha dolido, porque merecían rayos y no bendiciones. Pero Tú dices que hay que amar y ser pacientes… Lo he sido para honra y gloria de Dios y para alegría tuya. ■ Espero que muchos obstáculos queden abatidos para siempre; mucho más si consideramos que por mi honor he garantizado que ya no estaban aquellos dos que creaban tanta sombra. Después me vino el escrúpulo de haber afirmado lo que no sabía con certeza. Y entonces quise verificar por mí mismo para poder tomar las medidas oportunas, para no ser hallado en mentira, lo cual me habría colocado para siempre en situación sospechosa ante los que caminan hacia la conversión. ¡Imagínate! ¡También hablé con Anás y Caifás!… ¡Oh!, querían reducirme a ceniza con sus reproches… Pero me mostré tan humilde y persuasivo, que terminaron diciéndome: «Bueno, pues si las cosas son exactamente así… Pensábamos que estaban de otro modo. Los jefes del Sanedrín, que podían conocer la situación, nos habían contado lo contrario y…»”. Zelote le interrumpe con energía: “No vas a querer insinuar que José y Nicodemo han sido unos mentirosos”. Iscariote: “¿Y quién lo está diciendo? ¡Todo lo contrario! José que me vio cuando salía de casa de Anás me preguntó: «¿Por qué estás tan cambiado?». Le conté todo y cómo siguiendo su consejo y el de Nicodemo, Tú, Maestro, habías alejado de Ti al galeote y a la griega. Porque esto lo has hecho ¿o no es verdad?”, pregunta Judas mirando fijamente a Jesús con sus ojos brillantes, fosforescentes. Parece como si quisiera leer lo que Jesús ha hecho. ■ Jesús, que sigue frente a Judas, cercanísimo, dice sereno: “Te ruego que prosigas tu relato que me interesa mucho. Es una relación exacta que puede servir de mucho”. Iscariote: “¡Ah!, bueno, decía yo que Anás y Caifás han creído, lo que es mucho para nosotros. ¿No es verdad? ¡Y luego!… ¡Oh, ahora os voy a hacer reír! ¿No sabéis que los rabinos me tomaron y me hicieron pasar otro examen como lo hace un menor de edad que se convierte en mayor? Y ¡qué examen! ¡Bien! Los convencí y ya no me entretuvieron más. Entonces me vino la duda y el miedo de haber afirmado algo que no fuera verdad. Y pensé tomar conmigo a Tomás e ir de nuevo a donde estaban los discípulos, o donde se podía pensar que se hubieran refugiado Juan y la griega. Estuve en casa de Lázaro, de Mannaén, en el palacio de Cusa, en casa de Elisa de Betsur, en Béter en los jardines de Juana, en el Getsemaní, en la casucha de Salomón del otro lado del Jordán, en «Aguas Claras», en casa de Nicodemo, de José…”. Jesús: “¿Pero no le habías visto?”. Iscariote: “Sí. Y me había asegurado que no había vuelto a ver a esos dos. Pero… ya sabes… yo quería estar seguro. Resumiendo: inspeccioné todos los lugares en que pensaba que podían estar… Y cuando no los encontraba en algún lugar —testigo es Tomás— decía yo: «¡Sean dadas gracias al Señor!» y añadía: «¡Oh eterno, haz que jamás los encuentre!»”
* J. Iscariote trae para Jesús la invitación del fariseo Ismael Ben Fabi.- ■ Iscariote prosigue: “…¡Ah, a propósito! Ismael ben Fabi, que está en su palacio de los campos de Meguiddó, desea invitarte a su casa…  Pero yo en tu lugar, no iría…”. Jesús: “¿Por qué? Iré sin falta. También yo tengo deseos de verle. Es más, iremos enseguida. En lugar de ir a Séforis iremos a Esdrelón, y pasado mañana, que es la vigilia del Sábado, a Meguiddó, y de allí a casa de Ismael”. Iscariote: “¡No, no, Señor! ¿Por qué? ¿Crees que te estima?”. Jesús: “Pero si has ido a hablar con él y le has cambiado a favor mío ¿por qué no quieres que vaya?”. Iscariote: “No fui a hablar con él… Estaba en sus campos y me reconoció. Yo ¿no es verdad, Tomás?, yo quise huir cuando le vi. No pude porque me llamó por mi nombre. Yo… solo puedo aconsejarte que no vayas por ningún motivo a casa de algún fariseo, escriba, o bichos semejantes. No es útil para Ti. Quedémonos nosotros solos con el pueblo y basta. Incluso Lázaro, Nicodemo, José… será un sacrificio… pero es mejor hacer así, para no crear celos, envidias y crítica… En la mesa se habla… y ellos tuercen todas tus palabras. ■ Pero volvamos a Juan… Ahora yo estaba yendo a Sicaminón, a pesar de que Isaac, a quien encontré en los confines de la Samaría, me había jurado que desde Octubre no le había vuelto a ver”. Jesús: “Pues Isaac dijo la pura verdad. Pero lo que me aconsejas acerca de escribas y fariseos, contradice a lo que antes habías dicho. Tú me has defendido… ¿no es verdad? Has dicho: «Muchos obstáculos que había contra Ti han sido abatidos». ¿O no dijiste así?”. Iscariote: “Sí, Maestro”. Jesús: “Y entonces, ¿por qué no puedo Yo mismo terminar de defenderme? Así pues, iremos a casa de Ismael. Y, tú, ahora, vuelves, y vas a avisarle. Irá contigo Andrés, Simón Zelote y Bartolomé. Nosotros iremos a donde están los campesinos y ahí nos detendremos. Respecto a Sicaminón, venimos de allí. Éramos once. Te aseguramos que Juan no está allí. Como tampoco en Cafarnaúm, Betsaida, Tiberíades, Magdala, Nazaret, Corozaín, Belén de Galilea, ni en ningún otro lugar a donde tal vez pensabas ir… para asegurarte tú mismo que Juan no está ni entre los discípulos, ni en ninguna casa de amigo”.
* “¡Infeliz! ¿qué has hecho de tu alma? ¡Hueles a infierno más que el mismo Satanás!”.- ■ Jesús ha hablado con tono tranquilo, natural… Pero tal vez hay algo en ese tono que turba a Judas, que le hace cambiar por un momento de color. Jesús le abraza como para besarle, y mientras lo tiene así en voz baja le dice: “¡Infeliz! ¿Qué has hecho de tu alma?”. Iscariote: “Maestro… yo…”. Jesús: “¡Vete! ¡Hueles más a infierno que el mismo Satanás! ¡Cállate!… Y arrepiéntete si puedes”. Judas… Bueno yo me habría escapado a todo correr. ¡Pero él!… Dice desvergonzadamente en voz alta: “Gracias, Maestro. Te ruego que antes que vaya, me escuches dos palabras en secreto”.  Todos se retiran unos cuantos metros. Iscariote: “¿Por qué, Señor, me has dicho esas palabras? Me has causado un gran dolor”. Jesús: “Porque son verdad. Quien comercia con Satanás, toma su olor”. ■ Iscariote: “¡Ah! ¿Es por lo de la nigromancia? ¡Qué miedo me has hecho pasar! ¡Fue una broma! ¡Solo una travesura de niño curioso! Y me sirvió para conocer a algunos saduceos y perder las ganas de la nigromancia. Ves que puedes absolverme tranquilamente. Son cosas inútiles cuando se tiene tu poder. Tenías razón. ¡Ea, Maestro! ¡Mi pecado es pequeño!… Tu sabiduría es tan grande. Pero ¿quién te lo dijo?”. Jesús mira severo, mas no le responde. Iscariote, un poco atemorizado, pregunta: “¿Pero verdaderamente me has visto en mi corazón el pecado?”. Jesús: “¡Y me has dado asco! ¡Vete, no hables más!”. Y le vuelve la espalda. ■ Regresa adonde los discípulos y les ordena que cambien de camino. Se despide de Bartolomé, Simón y Andrés que se unen a Judas. Mientras éstos caminan aprisa, los que se quedan con Jesús van despacio, ignorantes de lo que ha pasado. Y tanto lo están que alaban a Judas por su actividad y sagacidad. El honrado Pedro se acusa sinceramente del pensamiento temerario que había fomentado respecto de su condiscípulo… Jesús sonríe, sonríe como cansado, como si estuviera abstraído y apenas oyera el parloteo de sus compañeros, que no pueden conocer toda la verdad. (Escrito el 19 de Noviembre de 1945).
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(<Jesús y sus apóstoles —ya están de nuevo entre ellos Judas Iscariote, Andrés, Simón Zelote y Bartolomé—, han llegado a la región de Meguiddó en dirección a la casa del fariseo Ismael ben Fabi atendiendo a la invitación hecha por éste a través de J. Iscariote>)

5-335-224 (6-23-138).- Primeras noticias sobre el fariseo Ismael ben Fabi: “cruel y avaro. No ama sino a sí mismo”.- Jesús quiere curar al hidrópico en sábado.
* La mujer de un hidrópico pide la curación de su marido. Tanto ella como su marido le andaban buscando.- ■ Jesús camina, como sucede a menudo, dos o tres pasos más adelante que los discípulos. Van todos bien tapados con sus mantos de lana. En llegando a un punto, Jesús se para, se vuelve y pregunta a los discípulos: “¿Conocéis el camino?”. Responden unos y otros: “El camino es éste. Pero… ¿la casa?… no se sabe, porque está en el interior… Quizás allí, donde aquella mata de olivos…”. “No. Debe estar más allí al final, donde aquellos árboles grandes sin hojas…”. “Debería haber un camino para carros….”. En definitiva no saben nada con precisión. No se ven personas ni por la vía ni por los campos. Van sin rumbo definido, hacia delante, buscando el camino. ■ Encuentran una pequeña casita de pobres, con dos o tres terrenitos alrededor. Una niña saca agua de un pozo. “Paz a ti, niña” dice Jesús mientras se detiene en el borde de la cerca, que tiene una abertura para quien va o viene. “Paz a ti. ¿Qué quieres?”. Jesús: “Una información. ¿Dónde está la casa de Ismael el fariseo?”. Niña: “Vas mal por aquí, Señor. Tienes que volver a la bifurcación y to­mar el camino que va hacia donde se pone el sol. Pero tienes que an­dar mucho, mucho, porque tienes que volver allí, a la bifurcación, y luego andar y andar. ¿Has comido? Hace frío y se siente más con el estómago vacío. Entra, si quieres. Somos pobres. Pero tú tampoco eres rico. Te puedes adaptar. Ven”. Y llama con voz aguda: “¡Mamá!”. ■ Se asoma a la puerta una mujer de unos treinta y cinco o cuarenta años. Su cara es honesta, aunque un poco triste. Lleva en brazos a un niño de unos tres años, medio desnudo. “Entra. El fuego está encendido. Voy a darte leche y pan”. Jesús: “No vengo sólo. Tengo conmigo a estos amigos”. Mujer: “Que entren todos y que la bendición de Dios descienda sobre los peregrinos mis huéspedes”. Entran en una cocina baja y obscura alegrada por un fuego vivo. Se sientan acá o allá en rústicos bancos. Mujer: “Ahora os preparo… Es pronto… No he puesto en orden nada todavía… Perdonad”. “¿Vives sola?”. Es Jesús el que habla. Mujer: “Tengo marido e hijos. Siete. Los dos mayores están todavía en el mercado de Naím. Tienen que ir ellos porque mi marido está enfer­mo. ¡Qué pena!… Las niñas me ayudan. Este es el más pequeño. Pero tengo otro muy poco mayor que él”. El pequeñuelo, ya vestido con su tuniquita, corre descalzo hacia Jesús y le mira con curiosidad. Jesús le sonríe. Ya son amigos. El niño pregunta con confianza: “¿Quién eres?” “Soy Jesús”. La mujer se vuelve y le mira atentamente. Se ha quedado ahí, con un pan en las manos, entre el hogar y la mesa. Abre la boca para hablar, pero calla. El niño continúa: “¿A dónde vas?”. Jesús: “Voy por los caminos del mundo”. Niño: “¿Para qué?”. Jesús: “Para bendecir a los niños buenos y a sus casas, donde hay fideli­dad a la Ley”. ■ La mujer hace otra vez un gesto. Luego hace una seña a Judas Iscariote, que es el que está más cerca de ella. Judas se inclina hacia la mujer, y ésta pregunta: “¿Pero quién es tu amigo?”. Y Judas, todo presumido (parece como si el Mesías fuera tal por su mérito y bondad): “Es el Rabí de Galilea, Jesús de Nazaret. ¿No lo sabes mujer?”. Mujer: “¡Esta vía queda apartada y yo tengo muchas penas!… Pero… ¿podría hablarle?”. Iscariote dice con entono: “Puedes”. Me parece como una persona importante del mundo concediendo audiencia…  Jesús sigue hablando con el niño, que le pregunta si tiene tam­bién Él niños. ■ Mientras la niña vista antes y otra más mayorcita traen leche y los tazones, la mujer se acerca a Jesús. Un momento de pausa y luego un grito ahogado: “¡Jesús, piedad de mi marido!”. Jesús se levanta. La domina con su estatura, pero la mira con tanta bondad, que ella recobra la seguridad. “¿Qué quieres que haga?”. Mujer: “Está muy enfermo. Hinchado como un odre. No puede ya agacharse y trabajar. No puede descansar porque se ahoga, y se agita… Y nuestros hijos son todavía pequeñitos…”. Jesús: “¿Quieres que le cure? ¿Pero, por qué lo quieres de Mí?”. Mujer: “Porque Tú eres Tú. No te conocía, pero había oído hablar de Ti. La fortuna te ha conducido a mi casa después de haberte buscado yo tres veces en Naím y en Caná. Dos veces estaba también mi marido. Ir en carro le hace sufrir mucho, y, no obstante, te buscaba… Está también fuera ahora, con su hermano… Nos habían comunicado que el Rabí, dejada Tiberíades, iba hacia Cesarea de Filipo. Ha ido allí a esperarte…”.
* La mujer del hidrópico refiere a Jesús la crueldad y avaricia del fariseo Ismael que además desprecia a los pobres.-Jesús: “No he ido a Cesarea. Voy a casa del fariseo Ismael y luego hacia el Jordán…”. Mujer: “Tú, que eres bueno, ¿vas a casa de Ismael?”. Jesús: “Sí. ¿Por qué?”. Mujer: “Porque… porque… Señor, sé que dices que no hay que juzgar, que hay que perdonar y que tenemos que amarnos. No te había visto nunca. Pero he tratado de saber de Ti lo más que podía, y rogaba al Eterno poderte escuchar al menos una vez. No quiero hacer nada que te desagrade… Pero, ¿cómo se puede no juzgar a Ismael, y amarle? No tengo nada que ver con él, y por eso nada que perdonarle. Nos sacudimos de nosotros las injurias que nos lanza al ver nuestra pobreza, y lo hacemos así como se quita uno el barro y el polvo que nos echa cuando pasa rápi­do con sus carruajes. Pero amarle y no juzgarle es demasiado difícil… ¡Es muy malo!”. Jesús: “¿Es muy malo? ¿Con quién?”. Mujer: “Con todos. Oprime a sus siervos, presta dinero con usura, y con crueldad lo exige. No ama sino a sí mismo. Es el más cruel de la comarca. No lo merece que vayas a su casa, Señor”. Jesús: “Lo sé. Dices la verdad”. Mujer: “¿Y Tú vas allí?”. Jesús: “Me ha invitado”. Mujer: “Desconfía, Señor. No lo habrá hecho por amor. No te puede amar.  Y Tú… no le puedes amar”. Jesús: “Yo amo también a los pecadores, mujer. He venido para salvar a quien está perdido…”. Mujer: “Pero a éste no le salvarás. ¡Oh, perdón por haber juzgado! Tú eres sabio… Todo lo que haces está bien hecho. Perdona esta lengua mía ignorante, y no me castigues”. Jesús: “No te castigo. Pero no lo vuelvas a hacer. Ama a los malvados también. No por su maldad, sino porque con el amor es como se ob­tiene para ellos la misericordia que convierte. Tú eres buena y tienes deseos de serlo más todavía. Amas la Verdad, y la Verdad que te está hablando te dice que te ama porque eres compasiva para con el huésped y el peregrino, según la Ley, y así has educado a tus hijos. Dios será tu recompensa”.
* “Que venga cuanto antes a casa de Ismael. Necesito que sea (hoy) sábado, para decirle a Ismael algo al respecto… La paz sea perenne en esta casa en que se ama a Dios y a su Ley… y se busca la Verdad”.- ■ Jesús prosigue: “Yo tengo que ir a casa de Ismael, que me ha invitado para presentarme a muchos amigos suyos que me quieren conocer. No puedo esperar más a tu marido, que, has de saber, viene ya de regreso. Pero, dile que sufra todavía un poco y que venga cuanto antes a casa de Ismael. Ven tú también. Le curaré”. La mujer, que se ha echado de rodillas a los pies de Jesús, exclama: “¡Oh, Señor!…”, y le mira con sonrisa y llanto. Luego dice: “¡Pero hoy es sábado!…”. Jesús: “Lo sé. Necesito que sea sábado para decirle a Ismael algo al res­pecto. Todo lo que Yo hago lo hago con una finalidad clara y sin error. Sabedlo todos, también vosotros, amigos míos que tenéis miedo y querríais que siguiese una conducta según las conveniencias humanas para no recibir, de lo contrario, daño. Os guía el amor. Lo sé. Pero tenéis que saber amar mejor a quien amáis. No posponiendo nunca el inte­rés divino al interés de vuestro amado. Mujer, voy y te espero allí. La paz sea perenne en esta casa en que se ama a Dios y a su Ley, se res­peta el vínculo matrimonial, se educa santamente a la prole, se ama al prójimo y se busca la Verdad. Adiós”. Jesús pone la mano en la cabeza de la mujer y de las dos niñas y luego se agacha para besar a los niños más pequeños, y sale. ■ Ahora un solecillo de invierno templa el aire crudo. Un muchacho de unos quince años espera con una carreta vieja, destartalada. Dice la mujer: “Sólo tengo esto, Señor. Pero, en todo caso, llegarás antes y con más comodidad”. Jesús: “No, mujer. Conserva fresco tu caballo para venir a casa de Isma­el. Indícame sólo el camino más corto”. El muchacho se pone a su lado y, por campos y prados, llegan a una ondulación del terreno, más allá de la cual se ve una depresión de algunas hectáreas, bien cultivada, en cuyo centro hay una hermosa casa ancha y baja, rodeada por un jardín bien cultivado. Dice el muchacho: “La casa es aquélla, Señor. Si no te hago más falta, vuelvo a casa para ayudar a mi madre”. Jesús: “Vete, y sé siempre un hijo bueno. Dios está contigo”. (Escrito el 11 Septiembre de 1944).
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5-335-228 (6-23-141).- En casa del fariseo Ismael ben Fabi.- Hidrópico curado en sábado (1).- Invitación a la modestia (2).- Sobre la elección de los invitados (3).- La parábola de los invitados a una boda, que se excusan (4).
* “Para muchos: «amigo» quiere decir «conocido»; para otros «cómplice»; para otros «siervo». Para Mí quiere decir: «fiel a la Palabra del Padre»”.- ■ Jesús entra en la suntuosa casa de Ismael. Muchos siervos corren a su encuentro. Otros van a avisar al patrón, quien sale a recibirle con profundas inclinaciones. “¡Bienvenido a mi casa, Maestro!”. Jesús: “La paz sea contigo, Ismael ben Fabi. Has querido verme y he venido. ¿Para qué me quieres?”. Ismael: “Para ser honrado con tu presencia y para presentarte a amigos míos. Quiero que también lo sean tuyos. De la misma forma que deseo de que Tú seas amigo mío”. Jesús: “Yo soy amigo de todos, Ismael”. Ismael: “Lo sé. ¡Pero, ya sabes!… Conviene tener amistades en las altas esferas. Y la mía y la de mis amigos son de ésas. Tú —perdona si te lo digo— pasas por alto demasiado a quienes te pueden apoyar…”. Jesús: “¿Y tú eres de ésos? ¿Por qué?”. Ismael: “Yo soy de ésos. ¿Que por qué? Porque te admiro y quiero tenerte como amigo”. Jesús: “¡Amigo! ¿Pero sabes, Ismael, el significado que doy Yo a esta palabra? Para muchos «amigo» quiere decir «conocido»; para otros «cómplice»; para otros «siervo». Para Mí quiere decir: «fiel a la Palabra del Padre». Quien no es tal, no puede ser mi amigo, ni Yo suyo”. Ismael: “Precisamente porque quiero ser fiel”.
* “¡Mi Reino!… Este Reino no es humano, Eleazar. Se llega a él por el camino arduo del sacrificio, por la dulce escalera del perdón y del amor. Las victorias contra nosotros nos darán este Reino”. ■ Ismael: “Quiero tu amistad, Maestro. ¿No lo crees?  Mira. Allí viene Eleazar. Pregúntale cómo te he defendido ante los Ancianos. Eleazar, te saludo. Ven, que el Rabí quiere preguntarte una cosa”. Muchos saludos y recíprocas miradas indagadoras. Ismael: “Repite, Eleazar, lo que dije del Maestro la última vez que estuvimos reunidos”. Eleazar: “¡Oh, fue un verdadero elogio! ¡Una defensa apasionada! Ismael habló de Ti tanto (como el Profeta más grande que haya venido al pueblo de Israel), Maestro, que me vinieron ganas de escucharte. Recuerdo que dijo que nadie hablaba más profundamente que Tú, que nadie atraía tanto como Tú, y que, si como sabes hablar supieras manejar la espada, no habría un rey más grande que Tú en Israel”. ■ Jesús: “¡Mi Reino!… Este Reino no es humano, Eleazar”. Eleazar: “¿Pero el Rey de Israel?”. Jesús: “Que vuestras inteligencias se abran para comprender el sentido de las palabras arcanas. Vendrá el Reino del Rey de reyes. Pero no en la medida humana. Vendrá no respecto a lo perecedero, sino respecto a lo que es eterno. Se llega a él no por el camino tapizado de triunfos, ni sobre la alfombra teñida en sangre enemiga, sino por el arduo camino del sacrificio, por la dulce escalera del perdón y del amor. Las victorias contra nosotros mismos nos darán este Reino. Y quiera Dios que la mayor parte de Israel pueda comprenderme. ¡Pero no será así! Vosotros pensáis lo que no es. En mi mano habrá un cetro puesto por el pueblo de Israel. Un cetro real, eterno. Ningún rey podrá arrebatárselo a mi Reino. Pero muchos de Israel no podrán verlo sin estremecerse de horror, porque para ellos tendrá un nombre terrible”. ■ Eleazar: “¿No nos crees capaces de seguirte?”. Jesús: “Si quisierais, podríais. Pero no queréis. ¿Y por qué no queréis? Sois ya ancianos. La edad debería haceros comprender y ser y justos. Los jóvenes… podrán errar y luego arrepentirse. ¡Pero vosotros! La muerte está muy cerca de los ancianos. Eleazar, tú no estás envuelto tanto en las teorías de muchos amigos tuyos. Abre tu corazón a la Luz…”.
* “No cambiaré ni una jota a la Ley. Es más, he venido para devolverle su integridad, como cuando fue dada a Moisés”.- ■ Regresa Ismael con otros cinco pomposos fariseos. Dice: “Entrad, pues, adentro”. Atraviesan el atrio, rico de tapices y sillas. Entran en una habitación a donde traen ánforas y palanganas para las abluciones. Luego pasan a la sala de banquete, ricamente adornada. Y dice: “Jesús se sienta a mi lado, entre yo y Eleazar”. Y Jesús, que había permanecido en el fondo de la sala, junto a los discípulos, un poco arredrados y olvidados, tiene que sentarse en el lugar de honor. ■ Empieza el banquete con numerosos servicios de carne y pescado frito. Pasan una y otra vez vinos, y, según me parece, jarabes, o por lo menos agua con miel. Todos tratan de hacer hablar a Jesús. Uno, un anciano, con voz temblorosa pregunta: “Maestro, ¿es verdad lo que se dice, que quieres modificar la Ley?”. Jesús: “No cambiaré ni una jota a la Ley. Es más, (y Jesús recalca las palabras) he venido realmente para devolverle su integridad, como cuando le fue dada a Moisés”. Anciano: “¿Quieres dar a entender que ha sido modificada?”. Jesús: “De ninguna manera. Ha sufrido la suerte de todas las cosas excelsas que han sido puestas en manos del hombre, nada más”. Anciano: “¿Qué quieres decir? Habla claro”. Jesús: “Quiero decir que el hombre, por la antigua soberbia, o por instigación de la triple concupiscencia, quiso retocar la palabra clara, e hizo de ella una cosa opresiva para los fieles; mientras que para los que la retocaron no es más que un cúmulo de frases que… bueno, que es para los demás”. Unos y otros, exclaman: “¡Pero, Maestro! Nuestros rabinos…” “¡Esto es una acusación!”. “¡No hagas que perdamos el deseo de ayudarte!”. “¡Ah, ya! Tienen razón cuando te llaman rebelde”. Ismael: “¡Silencio! Jesús es mi invitado. Que hable libremente”. ■ Jesús: “Nuestros rabinos iniciaron su esfuerzo con la santa finalidad de hacer más fácil la aplicación de la Ley. El mismo Dios dio comienzo a esta escuela cuando a los diez mandamientos añadió explicaciones más detalladas. Y esto para que el hombre no tuviese la excusa de no haber sabido comprender. Es, pues, una obra santa la de los maestros que desmenuzan para los pequeñuelos de Dios el pan que Dios ha dado al espíritu: santa si persigue un fin recto. Pero no siempre fue así. Y ahora menos que nunca. ¿Pero por qué me queréis hacer hablar, vosotros que os sentís ofendidos si os enumero las culpas de los poderosos?”. Fariseo: “¡Culpas! ¡Culpas! ¿No tenemos nosotros más que culpas?”. Jesús: “¡Yo quisiera que tuvieseis solo méritos!”. Fariseo: “Pero no los tenemos: eso es lo que piensas, y tus ojos lo están diciendo”.
* “No pido reinar a la manera que vosotros pensáis. Ni mendigo amistades. Quiero amor. Pero un amor honesto y santo. Un amor que vaya de Mí a aquellos a quienes amo, y que se demuestre practicando con los pobres lo que predico que se use: misericordia”.- ■ El fariseo prosigue: “Jesús, con la crítica no se consigue hacer amigos a los poderosos. Tú no reinarás. Tú no conoces el arte de reinar”. Jesús: “No pido reinar a la manera que vosotros pensáis. Ni mendigo amistades. Quiero amor. Pero un amor honesto y santo. Un amor que vaya de Mí a aquellos a quienes amo, y que se demuestre practicando con los pobres lo que predico que se use: misericordia”. Uno dice: “Yo, desde que te oí hablar, no he prestado dinero a usura”. Jesús: “Y Dios te recompensará”. Otro dice: “El Señor me es testigo de que no he vuelto a castigar al siervo que merecía azotes, desde que me contaron una parábola tuya”. Y añade otro: “¿Y yo? ¡He dejado más de diez almudes de cebada en mis campos para los pobres!”. Los fariseos se alaban excelsamente. Ismael no ha dicho nada. Jesús pregunta: “¿Y tú Ismael?”. Ismael: “¡Oh, ¿yo?! Yo siempre he usado misericordia. No tengo más que seguir obrando como hasta ahora lo he hecho”. Jesús: “¡Felicidades! Si es realmente así, eres el hombre que no tiene remordimientos”. Ismael: “Es verdad. ¡No los tengo!”. Jesús le mira con esos ojos de zafiro. ■ Eleazar con el codo pega a Jesús: “Maestro, escúchame. Tengo un caso especial que someter a tu consideración. No hace mucho compré una propiedad de un hombre desdichado; este hombre se ha echado a perder por una mujer. Él me vendió la propiedad, pero sin decirme que en ella había una sierva anciana, su nodriza, ya ciega y medio chiflada. El vendedor no la quiere. Yo… tampoco la quería. Pero, echarla a la calle… ¿Qué harías Tú, Maestro?”. Jesús: “¿Qué harías tú, si tuvieras que dar a otro el consejo?”. Eleazar: “Diría: «Quédate con ella, que no va a ser un pan lo que te lleve a la ruina»”. Jesús: “¿Y por qué hablarías así?”. Eleazar: “Bueno, pues… porque creo que yo obraría así y querría que hicieran eso conmigo”. Jesús: “Estás muy cerca de la justicia, Eleazar. Haz como aconsejarías y el Dios de Jacob estará siempre contigo”. Eleazar: “¡Gracias, Maestro!”. ■ Los otros murmuran entre sí. Y Jesús les dice: “¿Qué tenéis que criticar? ¿No he dicho la verdad? ¿Y éste? ¿No ha hablado rectamente? Ismael, defiende a tus invitados, tú que siempre has practicado la misericordia”. Ismael: “Maestro, aconsejas bien, pero… ¡si se obrase siempre de este modo!… Sería uno víctima de los demás…”. Jesús: “Entonces según tú, es mejor que los demás sean nuestras víctimas, ¿no?”. Ismael: “No quiero decir esto. Pero hay casos…”. Jesús: “La ley ordena que se tenga misericordia”. Ismael: “Sí, hacia el hermano pobre, hacia el extranjero, el peregrino, la viuda y el huérfano. Pero esta vieja que ha venido a parar a la propiedad de Eleazar no es ni su hermana, ni peregrina, ni extranjera, ni huérfana o viuda. Para él no es nada; ni más ni menos que un viejo objeto del ajuar —no suyo—, olvidado en la propiedad vendida por quien es su verdadero dueño. Por esta razón Eleazar podría echarla sin escrúpulos de ninguna clase. A fin de cuentas, la culpa de la muerte de la vieja no sería suya, sino de su verdadero amo…”. Jesús: “…el cual, siendo también pobre, no la puede seguir manteniendo; de forma que también está exento de obligaciones. Así que, si la anciana muere de hambre, la culpa es de la anciana. ¿No es así?”. Ismael: “Así es, Maestro. Es la suerte de los que… ya no sirven para nada. Enfermos, viejos, inútiles, están condenados a la miseria, a la mendicidad. Y la muerte es lo mejor para ellos… Esto sucede desde que el mundo es mundo y así seguirá sucediendo”.
 Hay que observar la Ley del sábado, siempre y cuando no vaya contra el mandamiento más grande que el sabático: el salvar a un hombre de la desesperación.- El hidrópico es curado.- ■ De pronto se oye: “¡Jesús, ten de mi lástima!”. Es un lamento que se cuela por las ventanas trancadas, porque la sala está cerrada y las lámparas encendidas. Tal vez por el frío. Jesús: “¿Quién me llama?”. Ismael: “Algún importuno. Mandaré que le echen afuera. O algún mendigo. Haré que le den un pan”. Se oye de nuevo el lamento: “Jesús, estoy enfermo. ¡Sálvame!”. Ismael: “Ya decía yo. Un importuno. Castigaré a los siervos por haberle permitido pasar”. Ismael se pone en pie. Pero Jesús, al menos veinte años más joven que él, y todo el cuello y la cabeza más alto, le hace sentar poniéndole la mano sobre el hombro y ordenándole: “Quédate ahí, Ismael. Quiero ver a éste que me busca. Dejad que entre”. Entra un hombre con cabellos todavía negros. Tendrá unos cuarenta años. Pero está hinchado como una bota y amarillo como limón; con los labios morados en la boca jadeante. Lo acompaña su mujer, la mujer que anteriormente había hospedado a Jesús. El hombre avanza fatigosamente por la enfermedad y por el temor. ¡Se ve tan mal mirado!… Pero ya Jesús ha dejado su sitio y se ha acercado al infeliz. Luego le ha tomado de la mano y le ha llevado al centro de la sala, al espacio vacío entre las mesas que hay entre las mesas, colocadas en forma de U, justo debajo de la lámpara. ■ Jesús: “¿Para qué me quieres?”. Enfermo: “Maestro… tanto que te he buscado… tanto tiempo hace… No quiero otra cosa más que la salud… por mis hijos y por mi mujer… ¡Tú puedes todo!… Mira a qué estoy reducido”. Jesús: “¿Y crees que puedo Yo curarte?”. Enfermo: “¡Vaya si lo creo!… Cada paso que doy me causa dolor… cada movimiento brusco… y, con todo, he caminado kilómetros para buscarte… y luego, con el carro, te he seguido aún… pero no te alcanzaba nunca… ¡Sí creo que puedes! Me extraña no estar ya curado desde que mi mano está en la tuya, porque todo lo que es de Ti es santo, ¡oh Santo de Dios!”. El pobrecito resopla como un fuelle por el esfuerzo que ha hecho al hablar. La mujer mira a su marido y a Jesús, y llora. Jesús los mira y sonríe. Luego se vuelve y pregunta: “Tú, anciano escriba, (se dirige al viejo tembloroso que fue el primero en hablar) respóndeme: ¿me es lícito curar en sábado?”. El escriba contesta sin dudar: “En sábado no es lícito hacer obra alguna”. Jesús: “¿Ni siquiera salvar a alguien de la desesperación? No es un trabajo manual”. Escriba: “El sábado está consagrado al Señor”. Jesús: “¿Qué mejor obra puede haber que hacer que un hijo de Dios diga al Padre: «Te amo y te alabo porque me has curado»?”. Escriba: “Debe hacerlo aunque sea infeliz”. ■ Jesús: “Cananías ¿sabes que en este momento tu bosque más bello está ardiendo y que toda la ladera del Hermón resplandece en medio de purpúreas llamas?”. El viejo salta como si lo hubiese mordido un áspid: “Maestro, ¿dices la verdad o estás bromeando?”. Jesús: “Digo la verdad. Lo veo y lo sé”. Cananías: “¡Oh desgraciado de mí! ¡Mi mejor bosque! ¡Millares de siclos en ceniza! ¡Maldición! ¡Malditos los perros que le pusieron fuego! ¡Que ardan sus entrañas como mi bosque!”. El viejo está desesperado. Jesús: “¡No es más que un bosque, Cananías, y te lamentas! ¿Por qué no alabas al Señor en esta desventura? Este hombre pierde no árboles, que renacen, sino la vida y el pan de sus hijos, y debería dar a Dios esa alabanza que tú no le das. Así pues, escriba ¿no me es lícito curar a este en sábado?”. Cananías: “¡Malditos seáis, Tú y él y el sábado! Tengo otras cosas más graves en que pensar…” y dando un empujón a Jesús que le había puesto una mano en el brazo, sale enfurecido, y se le oye dar gritos con  su voz de vejete, ordenando que le traigan su carro. ■ Jesús, clavando su mirada en los demás, pregunta: “¿Y ahora? Contestad ahora vosotros. ¿Es lícito o no?”. Ninguna respuesta. Eleazar baja la cabeza. Antes había entreabierto los labios, pero vuelve a cerrarlos, sobrecogido por el hielo que reina en la sala. Jesús dice: “Hablaré Yo pues”. Imponente es su voz, su presencia, como cada vez que va a hacer un milagro. “Voy a hablar Yo. Hablo: hombre, sea como crees. Estás curado. Alaba al Eterno. ¡Vete en paz!”. El hombre se queda desorientado. Tal vez pensaba que iba a volverse de golpe esbelto, como tiempos atrás. Y le da la impresión de no haber sido curado. Pero… a saber lo que siente… Da un grito de alegría, y se echa a los pies de Jesús y se los besa. Jesús: “¡Vete! Sé siempre bueno. ¡Adiós!”. Sale el hombre seguido de su mujer, la cual hasta el último momento se vuelve a saludar a Jesús.
.   ● No observar la Ley y decirse amigo de Jesús: son incompatibles. Duro reproche a Ismael por la falta de compasión —que ni él, Ismael, ni aquel hombre, Jacob, la tuvieron— hacia los dos huerfanitos abandonados y que fueron acogidos por Jesús (y dados en adopción a Juana de Cusa) .- ■ Dice Ismael:  “Pero, Maestro… ¡en mi casa!… ¡en día de sábado!…”. Jesús: “¿No lo apruebas? Lo sé, y por eso he venido. ¿Eres tú un amigo? ¡No! Eres enemigo mío. No eres sincero ni para conmigo ni para con Dios”. Ismael: “¿Ahora me vas a ofender?”. Jesús: “No. Digo la verdad. Dijiste que Eleazar no está obligado a socorrer a esa anciana porque no es de su propiedad. Pero tú tenías a dos huérfanos en tu propiedad. Eran hijos de dos de tus siervos fieles tuyos, que murieron trabajando para ti, uno con la hoz en el puño, la otra matada por la excesiva fatiga que tenía que soportar por servirte, como la exigías para no despedirla. La dijiste: «Contraté a dos personas para el campo, y para tenerte exijo que hagas el trabajo tuyo y el del muerto». Y ella trabajó y murió con un hijo en el vientre. Y para ella no hubo la piedad que se tiene con la bestia encinta. ¿Dónde están ahora esos dos niños?”. Ismael: “No lo sé… desaparecieron un día”. Jesús: “¡No mientas ahora! Basta con haber sido cruel. No es necesario añadir el embuste para que Dios aborrezca tus sábados, a pesar de su total carencia de obras serviles. ¿Dónde están esos niños?”. Ismael: “No lo sé. No sé en verdad. ¡Créemelo!”. Jesús: “Yo lo sé. Los encontré una noche fría, lluviosa, oscura de noviembre. Los encontré muertos de hambre, temblando de frío, cerca de una casa, como a dos perritos en busca de un pedazo de pan… Maldecidos y arrojados por quien tenía menos entrañas que un perro verdadero. Porque un perro habría tenido compasión de esos dos huerfanitos. Y ni tú ni aquel hombre (5) la tuvisteis. ¿Ya no te servían sus padres, verdad? ¡Habían muerto! Los muertos solo lloran, en sus sepulcros, oyendo los sollozos de sus infelices hijos de que los demás no se ocupan. Pero los muertos, con su espíritu, elevan sus llantos y los de sus huérfanos a Dios y dicen: «¡Señor, vénganos porque el mundo aplasta cuando no le es posible seguir explotando!». ¿No te servían todavía los dos pequeñuelos, verdad? Apenas si la niña podía servirte para recoger las espigas… Y tú los despediste negándoles incluso aquellos pocos bienes que pertenecían a su padre y a su madre. Podían haber muerto de hambre y de frío como dos perros en un camino de carros. Podían vivir y hacerse el uno ladrón, la otra prostituta. Porque el hambre arrastra al pecado. ¿Pero a ti qué te importaba? ■ Hace poco citaste la Ley para apoyo de tus teorías. ¿Es que acaso la Ley no dice: «No haréis daño a la viuda y al huérfano. Porque si lo hacéis y elevan su voz a Mí, escucharé su grito, y mi furor se desencadenará, y os exterminaré con la espada, y vuestras mujeres quedarán viudas y vuestros hijos huérfanos»? (6). ¿No dice así la Ley? ¿Entonces por qué no la observas? ¿Me defiendes ante los demás? ¿Entonces por qué no defiendes mi doctrina en ti mismo? ¿Quieres ser amigo mío? ¿Y entonces por qué haces lo contrario de lo que digo? Uno de vosotros, va corriendo a más no poder, arrancándose los cabellos, por la destrucción de su bosque. ¡Pero no se los arranca ante la ruina de su corazón! ¿Y tú a qué esperas para hacerlo?  ¿Por qué queréis siempre creeros perfectos, vosotros a quienes la suerte puso en alto? Y, suponiendo que lo fuerais en algo, ¿por qué no tratáis de serlo en todo? Me odiáis porque os descubro las llagas. Soy el médico de vuestros corazones. ¿Puede un médico curar si no descubre la llaga y la limpia? ¿No sabéis que muchos  —y esa mujer que ha salido es uno de ellos— merecen, a pesar de su pobre apariencia, el primer lugar en el banquete de Dios? No es lo externo, es el corazón, es el espíritu, lo que vale. Dios os ve desde lo alto de su trono. Y os juzga. ¡A cuántos mejores que vosotros está viendo!”.
* Invitación a la modestia: No escoger primeros puestos ni en la vida (banquetes) ni en vuestro desposorio secreto con Dios. Él escoge.- Sobre la elección de los invitados: no invitar a ricos, a parientes… sino a pobres… .- ■ Jesús prosigue: “Por tanto, escuchad. Como regla comportaos así siempre: cuando os inviten a un banquete de bodas escoged siempre el último lugar. Recibiréis doble honor cuando el dueño os diga: «Amigo, acércate». Honor de méritos, honra de humildad. Mientras… ¡triste hora para un soberbio, ser puesto en evidencia y oír que le dicen: «Vete allá, al final, que aquí hay uno más digno que tú!». Y haced lo mismo en el desposorio secreto de vuestro espíritu con  Dios. Quien se humilla será ensalzado, y quien se ensalza será humillado. Ismael, no me odies porque te curo. Yo no te odio. Vine a curarte. Estás más enfermo que aquel hombre. Me invitaste para honrarte a ti mismo y satisfacer a tus amigos. Invitas frecuentemente, pero es por soberbia y gusto. No lo hagas. ■ No invites a ricos, a parientes, a amigos. Abre, más bien, la casa, abre tu corazón, a los pobres, a los mendigos, a los lisiados, cojos, huérfanos, viudas. No te darán en cambio más que bendiciones. Pero Dios las transformará para ti en gracias. ■ Y al fin… ¡oh, al final, qué suerte tan feliz espera a todos los misericordiosos a quienes Dios recompensará en la resurrección de los muertos! ¡Ay de los que buscan solo una esperanza de ganancia, y luego cierran su corazón al hermano que ya no puede ser útil! ¡Ay de ellos! Tomaré en mis manos la venganza de los abandonados”. Ismael: “Maestro… yo… yo quiero complacerte. Tomaré a esos niños”. Jesús: “No”. Ismael: ¿Por qué?”. Jesús: “¡Ismael!…”. Ismael baja la cabeza. Quiere aparentar humildad. Pero es una víbora a quien se le ha exprimido el veneno y si no muerde es porque sabe que no lo tiene, pero espera la ocasión para morder…
* Parábola de los invitados a una boda, que se excusan.- “El puesto en la gran Cena es para esos humildes, grandes en su amor fiel, que no mide el sacrificio y que todo lo supera por venir a Mí”.- ■ Eleazar trata de hacer la paz diciendo: “Bienaventurados los que toman parte en el banquete con Dios, en su espíritu y en el Reino eterno. Pero créeme, Maestro, a veces es la vida que supone un obstáculo. Los cargos… las ocupaciones…”. ■ Jesús dice en este lugar la parábola del banquete y concluye: “Los cargos… Las ocupaciones has dicho. Es verdad. Pero por esto al principio del banquete te dije que mi Reino se conquista con victorias sobre uno mismo y no con victorias de armas en el campo de batalla. El puesto en la gran Cena está reservado para estos humildes de corazón que saben ser grandes con su amor fiel que no mide el sacrificio y que todo lo supera por venir a Mí. ■ Basta una hora para cambiar un corazón. Si ese corazón quiere. Y basta una palabra. Yo os he dicho muchas. Y miro… en un corazón está naciendo una planta santa. En los otros espinas para Mí, y dentro de las espinas hay serpientes y escorpiones. No importa. Yo continúo por mi camino recto. Quien me ame que me siga. Yo paso llamando. Los que sean rectos vengan a Mí. Paso instruyendo. Los que buscan la justicia que se acerquen a la Fuente. Respecto a los otros… respecto a los otros los juzgará el Padre eterno. Ismael te agradezco todo. No me odies. Medita. Recuerda que fui severo por amor, no por odio. Paz a esta casa y a sus moradores. Paz a todos si la merecéis”. (Escrito el 11 de Septiembre de 1944).
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1  Nota  : Cfr.  Lc. 14,1-6.   Hidrópico curado.   2  Nota  : Cfr.  Lc. 14,7-11.   Invitación a la modestia.   3  Nota  : Cfr.  Lc.  14,12-14. Sobre la elección de los invitados.    4  Nota  : Cfr. Lc. 14,15-24. La parábola de los invitados a la boda, que se excusan.   5  Nota  : Se trata del campesino Jacob. Cfr Episodio 5-298-12 (J. Iscariote 2º año).   6   Nota   : Cfr. Éx. 22,22-24.
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5-336-237 (6-24-150).-).- En Nazaret con sus primos, con Pedro y Tomás.- El amor de Tomás por María Stma.- Ella pregunta: “¿No sería para él un bien su muerte?”.-
* Iscariote irá a Corozaín, Tomás irá con Él a Nazaret. Ambos se convencerán de que Juan de Endor no está…  Pero las palabras de Tomás, sobre su interés por conocer el paradero de Juan de Endor, irritan a Iscariote. Jesús le dice: “Sois doce. ¿Por qué te ha herido solo a ti, lo que dije a todos?… ¡La ira y la soberbia son dos pésimas compañeras, Judas! Arrastran a perder el seso. Y uno que  ha perdido el seso ve lo que no hay, dice lo que no debería decir… así como la avaricia y la lujuria arrastran a acciones culpables con tal de sentirse satisfechas”.- ■ Jesús con los suyos están de nuevo en la vía que va de la llanura de Esdrelón a Nazaret. Deben haber pernoctado en algún lugar, porque es de mañana. Van en silencio durante un tiempo. Primero va Jesús solo delante, luego llama a Pedro y a Simón, y juntos siguen; hasta un cruce que es intersección de la vía de Nazaret con una que va hacia el nordeste. Los montes ya están cercanos por los dos lados. Jesús indica a los que van hablando que guarden silencio, y les dice: “Ahora dividámonos. Yo voy a Nazaret con mis hermanos, con Pedro y Tomás. Vosotros, bajo la guía de Simón Zelote iréis por el camino de Tabor y de las caravanas a Debaret, Tiberíades, Magdala, Cafarnaúm, y de allí iréis a Merón, deteniéndoos en casa de Jacob (1) para ver si se ha convertido y llevaréis mi bendición a Judas y Ana (2). Os alojaréis donde os hospeden con más insistencia. Y una noche solo en cada lugar, porque la tarde del sábado nos encontraremos en el camino de Sefet. ■ Yo pararé el sábado en Corozaín en casa de la viuda. Pasad a avisarla. De este modo daremos paz al corazón de Judas, que terminará por convencerse de que Juan no está ni siquiera en rincones hospitalarios…”. Iscariote: “Maestro, lo creo…”. Jesús: “Pero siempre es mejor que te convenzas, para que no vayas a avergonzarte ante Caifás y Anás, como Yo no me avergüenzo ante ti y ante nadie al afirmar que Juan no está más con nosotros. Me llevo a Tomás a Nazaret. Así también podrá tranquilizarse allí al ver con sus propios ojos…”. Tomás: “Maestro, ¿y crees que me importa a mí? Al contrario, siento que no esté ya con nosotros ese hombre. Habrá sido lo que habrá sido, pero desde que le conocimos, fue siempre mejor que otros muchos famosos fariseos. Me basta con saber que no ha renegado de Ti, que no te ha causado ninguna pena. Y además… sea que esté en la tierra, sea que le tenga Abraham en su seno, a mí no me interesa. Créeme. Aunque estuviese en mi casa… no tendría ningún escrúpulo por ello. Espero que no pienses que tu Tomás tenga en el corazón más que una natural curiosidad, y ninguna mala intención, ningún estímulo de investigar con más o menos rectitud, ninguna inclinación al espionaje, ni voluntario ni involuntario ni autorizado, ningún deseo de causar daño…”. ■ Iscariote habla furioso: “¡Me estás ofendiendo! ¡Insinúas! ¡Mientes! Tú mismo viste que mi conducta en todo este tiempo ha sido muy buena. ¿Por qué has dicho eso? ¿Qué puedes achacarme? ¡Habla!”. Jesús: “¡Silencio! Tomás me responde a Mí. A Mí solo, que soy quien le ha hablado. Creo en las palabras de Tomás. Pero quiero que se haga así, y así sea, y ninguno de vosotros tiene el derecho a criticar mi modo de proceder”. Iscariote: “No te estoy criticando… es que me hirió su insinuación y…”. Jesús pregunta a Iscariote: “Sois doce. ¿Por qué te ha herido solo a ti, lo que dije a todos?”. Iscariote: “Porque he sido yo quien ha buscado a Juan”. Jesús: “También tus otros compañeros lo hicieron, y otros discípulos lo harán pero nadie se sentirá ofendido por las palabras de Tomás. No es ningún pecado preguntar con honradez por el condiscípulo. No hay razón para sentirse mal ante palabras semejantes, cuando en nosotros no existe más que amor y honradez; cuando nada remuerde al corazón y cuando, por no haber sido herido ya el corazón por el diente del remordimiento, nada le hace ultrasensible. ¿Por qué quieres ante la presencia de tus compañeros hacer estas bravatas? ■ ¿Quieres hacerte sospechoso de algún pecado? ¡La ira y la soberbia son dos pésimas compañeras, Judas! Arrastran a perder el seso. Y uno que  ha perdido el seso ve lo que no hay, dice lo que no debería decir… así como la avaricia y la lujuria arrastran a acciones culpables con tal de sentirse satisfechas… ¡Líbrate de estas malas esclavas!… entre tanto recuerda que durante muchos y muchos días en que no estuviste, hubo concordia entre nosotros, siempre, y siempre hubo obediencia y respeto. Nos hemos amado ¿comprendes?… ¡Adiós, queridos amigos! Idos y amaos. ¿Comprendéis? Amaos, compadeceos, hablad poco y haced el bien. ¡La paz sea con vosotros!”. Los bendice. Mientras ellos toman a la derecha, Jesús continúa su camino con sus primos, con Pedro y Tomás. El silencio los acompaña. Después Pedro explota en un: “¡Pero!” solitario como si fuera la conclusión de algo que venía meditando. Los otros, le miran…
* El amor de Tomás por María Stma.: “Un amor que los sentidos desconocen. ¡Éstos mueren con solo pensar en Ella!”.- ■ Jesús pronto impide otras preguntas diciendo: “¿Estáis contentos vosotros dos de venir a Nazaret conmigo?” y pasa los brazos por los hombros a Pedro y a Tomás. Pedro, con toda su impetuosidad, dice: “¿Y lo preguntas?”. Tomás, más tranquilo, pero con su cara que resplandece de alegría, añade: “¿No sabes que para mí estar al lado de tu Madre es una dulzura que no encuentro palabras para describírtela? María es mi amor. Antes de ser tu discípulo había pensado en formar una familia, y había puesto ya mis ojos en algunas muchachas, para escoger de entre ellas la que sería mi esposa. No había hecho promesa de no casarme. ¡Pero ahora… ahora!… ¡Ahora mi amor es María! Un amor que los sentidos desconocen. ¡Éstos mueren con sólo pensar en Ella! Es un amor que alegra mi espíritu. ¡Ah!, todo cuanto he visto en las mujeres —aun las más amadas como mi madre y mi hermana gemela—, todo lo que de bueno veo en ellas, lo comparo con lo que veo en tu Madre, y digo dentro de mí: «En Ella habita toda justicia, toda gracia y belleza. Su agraciado corazón es un jardín de hermosas flores… su rostro es un bello poema…». ¡Oh, qué necios, nosotros israelitas porque no nos atrevemos a pensar en los ángeles y con reverente temor elevamos nuestros ojos a los querubines del Santo de los Santos!… ¡Y ante Ella no abrigamos iguales sentimientos! Ella, que —estoy se­guro— supera ante los ojos de Dios a cualquier belleza angélica…”. ■ Jesús mira al enamorado Tomás, que ama tanto a su Madre, que parece como espiritualizar­se, tan grande es su sentimiento por María que le muda la expresión bondadosa del rostro. “Bueno, pues unas horas, pocas, estaremos con Ella. Nos detendremos hasta pasado mañana. Luego vamos a ir a Ti­beríades, a ver a los dos niños y a tomar una barca para Cafarnaúm”. Pedro pregunta: “¿Y a Betsaida?”. Jesús: “Al regreso, Simón. Al regreso iremos a Betsaida para recoger a Marziam para el peregrinaje de Pascua”…
* La Madre llora. Tiene miedo. Quisiera que Judas le abandonase.- “Solo si la muerte le llevase, las cosas cambiarían. Mas ¿por qué la muerte debería llevarse a Judas?”.- ■ Y es la noche del mismo día. Están en Nazaret, en la casita donde Pedro y Tomás están ya durmiendo. La Madre y el Hijo hablan entre sí. Jesús: “Todo ha ido bien, Madre mía. Han encontrado ahora la paz. Tus oraciones han ayudado a los peregrinos, y ahora, como rocío sobre flores agostadas, están curando su dolor”. Virgen: “¡Quisiera yo curar el tuyo, Hijo mío! ¡Cuánto habrás sufrido! Mira, en tus sienes hay un hoyo, y aquí en las mejillas. Una arruga te cruza la frente como señal de espada. ¿Quién te ha herido, corazón mío?”. Jesús: “¡El haber tenido que causar un dolor, Madre!”. Virgen: “¿Esto solo, Jesús mío? ¿No te han dado ninguna aflicción tus discípulos?”. Jesús: “No, Madre. Se han portado como santos”. Virgen: “Los que estaban contigo… Pero yo me refiero a todos…”. Jesús: “Estás viendo que te he traído a Tomás para premiarle, y hubiera querido traer también a los que no estuvieron aquí la otra vez, pero tuve que enviarlos a otra parte, a precederme…”. ■ Virgen: “¿Y Judas de Keriot?”. Jesús: “Judas va con ellos”. María abraza a su Hijo, reclina su cabeza en su hombro, llorando. Jesús, mientras le acaricia los cabellos, pregunta: “¿Por qué lloras, Mamá?”. María no dice nada. Llora. Solo a la tercera vez que se le pregunta, con voz apagada responde: “Porque tengo miedo… Quisiera que te abandonase… Peco al desear esto ¿no es así? Pero es que tengo mucho, mucho miedo de él por Ti”. Jesús: “Solo si la muerte le llevase, las cosas cambiarían. Mas ¿por qué la muerte debería llevárselo?”. Virgen: “No soy tan mala para desearlo… ¡También él tiene una madre! Y es un alma… un alma que puede todavía salvarse. ¡Oh, Hijo mío! ¿No será para él un bien la muerte?”. Jesús lanza un suspiro y murmura: “Para muchos la muerte sería un bien…”. Virgen: “… También María de Alfeo está contenta ahora que Simón (3) me quiere mucho por causa tuya. Mañana sin duda que lo verás. Cada día viene. Cuando llegaste, apenas se había ido. ¿Sabes? Nadie cayó en la cuenta de lo que pasó. Alguno habría hablado, si se hubiera dado cuenta de que estaban aquí. Pero… si verdaderamente no estás cansado, cuéntame su viaje…”. Y Jesús cuenta todo a su Madre atenta, menos su sufrimiento en la gruta de Yiftael. (Escrito el 20 de Noviembre de 1945).
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1  Nota  : Cfr. 5-298-12 , en “Judas Iscariote”, 2º año de la vida pública de Jesús.   2  Nota  : Cfr. Personajes de la Obra magna: Judas y Ana.  3  Nota  : “Simón”, o sea,  Simón de Alfeo, hermano mayor de los dos apóstoles Santiago y Judas de Alfeo.
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(<En el camino de Sefet, junto al punto convenido, todos los apóstoles se han reunido con Jesús. Siguiendo un turno, todos refieren sus impresiones sobre los lugares evangelizados. Incluso hicieron milagros, excepto Judas Iscariote, que, avergonzado, lo confiesa. De todas formas, algunos lugares han sido reacios a la Buena Nueva>)
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5-338-249 (6-26-162).- Parábola del buen labrador y la higuera sin frutos (1).- Judas Iscariote pierde el poder de milagros.- Judas, con cara de odio y miedo, blasfema.
* La parábola y su conclusión: la higuera no dio fruto y fue cortada. Pero el labrador no tuvo ninguna culpa.- ■ Tomás dice: “Son tan pocos los que creen en Ti en Corozaín, que… yo no me ocuparía más de ese lugar. Tú lo has dicho: «Es imposible de labrar»”. Jesús: “Una cosa es la resina y otra los corazones. Algo permanecerá, como semilla hundida bajo muchas glebas muy compactas. Tardará en nacer, pero, al final, nacerá. Lo mismo Corozaín. Un día nacerá lo que he sembrado. No hay que desmoralizarse ante las primeras derrotas. ■ Oíd esta parábola. Podría ser titulada: «La parábola del buen labrador». Un hombre rico tenía una viña grande y hermosa. En ella había también higueras de diversas calidades. Un siervo suyo cuidaba la viña. Era un experto viñador y podador, que cumplía con su deber con amor a su patrón y a las plantas. Todos los años, el rico, cuando era la estación, iba a su viña para ver cómo maduraban los frutos y comer de ellos con sus propias manos. Un día se dirigió a una higuera que era de una calidad óptima. No había otro árbol igual en su viña. También aquella vez, como en los dos años anteriores, la vio cargada de hojas pero sin fruto. Llamó al viñador y le dijo: «Hace tres años que vengo buscando frutos en esta higuera y no encuentro sino hojas. Es claro que el árbol no ha terminado de dar frutos. Córtalo, pues. Es inútil que siga ocupando lugar y ocupando tu tiempo, para después no dar nada. ¡Córtalo! ¡Échalo al fuego!, arranca todas sus raíces, y en el lugar suyo planta un árbol nuevo. Dentro de algunos años dará fruto». El viñador, que era paciente y amaba el árbol, respondió: «Tienes razón. Pero déjame un año más. No lo cortaré. Es más, con mayor cuidado aún, le cavaré el suelo a su alrededor, lo abonaré, y lo podaré. ¡Quién sabe, a lo mejor da todavía fruto! Si después de esta prueba no da fruto, cumpliré con tu deseo y lo cortaré».  Corozaín es la higuera que no da frutos. Yo soy el buen Labrador. El rico impaciente sois vosotros. Dejad actuar al buen Labrador”. ■  Zelote dice: “Está bien. Pero tu parábola no ha concluido. ¿Dio la higuera al año siguiente frutos?”. Jesús: “No dio fruto y fue cortada. Pero el labrador no tuvo ninguna culpa en que se hubiera cortado un árbol que todavía era joven y robusto, porque había hecho todo su deber. Igualmente Yo quiero que no se me culpe de nada porque se ponga el hacha al tronco y se corte de mi viña a aquellas plantas estériles y venenosas, nidos de sierpes, parásitos que destruyen o hacen daño a los condiscípulos; o bien que entran sin haber sido llamados, reptando con sus malignas raíces para proliferar en mi viña, rebeldes a todo injerto, venidos solo para espiar, menoscabar y hacer estéril mi campo. Cortaré a estos tales cuando todo haya sido intentado para convertirlos. Por ahora, antes de levantar el hacha, alzo las tijeras y el cuchillo del podador; corto ramas e injerto… ¡Oh, será un trabajo duro, tanto para Mí, que lo hago, como para los que lo sufran! Pero hay que hacerlo. Para que se pueda decir en el Cielo: «Él ha cumplido todo. Pero ellos, cuanto más los ha podado, cuanto más ha injertado o removido la tierra de alrededor o abonado, con sudor y lágrimas, fatiga y sangre, ellos se han hecho cada vez más estériles y malos…». Bueno, hemos llegado al pueblo. Id todos adelante y pedid alojamiento, menos Judas de Keriot que se queda conmigo”.
* Judas culpa a Jesús de haberle quitado el poder de hacer milagros y le manifiesta la atracción, repugnancia y miedo que siente hacia Él. Se siente ya condenado y le pregunta: “¿Por qué no me arrojas el demonio, Tú que puedes?”. “Porque no hay arrepentimiento en ti, sino que vive el rencor contra Dios como si Él fuese el culpable de tu pecado”.- Entre dientes, horrible blasfemia de Judas.- ■ Se quedan solos y en la sombra del atardecer caminan juntos, sumidos en el mayor silencio. Finalmente, como si hablara consigo mismo, dice Jesús: “Y sin embargo, aunque se haya caído en desgracia de Dios, por haber infringido su Ley, siempre podemos volver a ser lo que éramos antes, renunciando al pecado…”. Judas no hace comentario. Continúa Jesús: “Y si hemos comprendido que no podemos seguir recibiendo de Dios el poder, porque Dios no está donde está Satanás, con facilidad se puede solucionar, prefiriendo lo que Dios concede a lo que quiere nuestra soberbia”. Judas no habla. Jesús —y están ya cerca de las primeras casas del pueblo— como si continuara hablando consigo mismo, dice: “Y pensar que he sufrido áspera penitencia para que él vuelva en sí y regrese al Padre suyo…”. Judas tiene un sobresalto, levanta la cabeza, le mira… pero no dice nada. También Jesús le mira… luego pregunta: “Judas ¿a quién estoy hablando?”. Iscariote: “A mí, Maestro. Por tu culpa no tengo más poder. Me lo has quitado para aumentar el de Juan, el de Simón, el de Santiago, el de todos. ¡No me amas, en una palabra! Terminaré por no amarte y por maldecir la hora en que te amé, arruinándome ante los ojos del mundo por causa de un rey imbécil que se deja supeditar incluso por la plebe. No esperaba esto de Ti”. Jesús: “Ni tampoco Yo de ti. Pero no te he engañado. Nunca te he forzado. ■ ¿Por qué te has quedado a mi lado?”. Iscariote: “Porque te amo. No puedo ya separarme de Ti. Me atraes y me causas repugnancia. Te necesito como necesito el aire para respirar y… me causas miedo. ¡Ay, soy un maldito! ¡Estoy condenado! ¿Por qué no me arrojas el demonio, Tú que puedes?”. La cara  de Judas está amarilla, descompuesta, enloquecida, pintada de miedo, de odio… Se parece muy remotamente a la cara que tendrá el viernes santo. El rostro de Jesús se parece al que tendrá después de la flagelación, que, sentado en el patio del Pretorio sobre la cubeta boca abajo, miraba con una compasión amorosa a los que se burlaban de Él. Dice y parece como si escapara un sollozo de su voz: “Porque no hay arrepentimiento en ti, sino que vive en ti el rencor contra Dios, como si Él fuera el culpable de tu pecado”. Judas entre dientes pronuncia una horrible blasfemia… ■ Los discípulos dicen: “Maestro, hemos encontrado alojo. Cinco en un lugar, tres en otro, dos en otro y uno y uno en otros dos. No hubo otro medio mejor”. Jesús dice: “Está bien. Yo voy con Judas de Keriot”. Iscariote: “No. Prefiero estar solo. No me siento bien. No te dejaría descansar”. Jesús: “Como quieras… Entonces iré con Bartolomé. Vosotros haced lo que mejor os plazca. Entre tanto vayamos a donde hay más sitio para poder cenar juntos”. (Escrito el 22 de Noviembre de 1945).
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1  Nota  : Cfr. Lc. 13,6-9.
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5-339-251 (6-27-164).- La noche pecaminosa de Judas.
* Apóstoles perciben a Iscariote como “un ser extraño”.- Juan encuentra a Jesús llorando.- ■ Una hermosa aurora primaveral ha teñido el cielo de color rosado y ha puesto su alegría en las colinas. Los discípulos están contentos. Se van reuniendo a la entrada del pueblo, mientras esperan a los retrasados. Mateo, frotándose las manos, dice: “Es el primer día que no hace frío, después de la granizada”. Andrés exclama: “¡Ya era hora de que llegara! ¡Estamos en el mes de Adar!”. Felipe comenta: “Buenas las tendríamos si hubiéramos caminado por los montes con el frío de los días pasados…”. Andrés pregunta: “¿A dónde vamos después?”. Santiago de Zebedeo le responde: “Quién lo sabe… De aquí nos vamos a Sefet o a Meierón. ¿Pero luego?”, y se vuelve a preguntar a los hijos de Alfeo: “¿Sabéis a dónde iremos?”. Judas de Alfeo responde lacónico: “Nos dijo Jesús que quiere ir hacia el norte. No dijo más”. Pedro dice no muy entusiasmado: “¿Otra vez? En la próxima luna debemos empezar la peregrinación de Pascua…”. Tadeo le replica: “Tendremos más que tiempo”. Pedro: “Sí, pero no podremos descansar en Betsaida…”. Felipe afirma: “Pasaremos por allí seguro para recoger a las mujeres y a Marziam”. Juan dice: “Lo que os ruego es que no deis muestras de fastidio, falta de ganas o algo semejante. Jesús está muy afligido… Ayer por la noche lloró. Le encontré así cuando preparábamos la cena. En la terraza no oraba, como creíamos, sino que lloraba”. Interrogan todos: “¿Por qué? ¿Se lo preguntaste?”. Juan: “Sí, pero no me respondió más que: «Ámame, Juan»”. Le dicen: “Tal vez… sea por lo de Corozaín”. ■  Zelote que acaba de llegar dice: “El Maestro se acerca con Bartolomé. Vamos a su encuentro”. Van, pero continúan su charla. Mateo dice: “O es por Judas. Ayer estuvieron solos…”. Observa Felipe: “¡Tienes razón! Judas dijo que no se sentía bien y que no quería a nadie consigo”. Juan suspira: “¡No quiso quedarse con el Maestro! ¡Yo me hubiera quedado de muy buena gana!”. Todos los demás van diciendo: “¡También yo!”. Tadeo observa: “Ese hombre no me gusta… O está enfermo, o embrujado, o loco, o endemoniado. Debe de tener algo”. Tomás afirma: “Y sin embargo, no lo vas a creer, en el regreso fue ejemplar. Siempre defendió al Maestro y sus intereses como nadie de nosotros lo ha hecho. Lo vi con mis propios ojos, lo oí con mis orejas. Espero que no dudaréis de mi palabra”. Andrés dice: “¿Crees que no nos fiamos de ti? Claro, hombre, que nos fiamos. Y estamos contentos de que Judas sea mejor que nosotros. Pero lo estás viendo. ¿Es extraño, sí o no?”. Tomás: “¡Extraño lo es! Pero quizás es que sufre por cosas íntimas… Quizás también porque no pudo hacer milagros. Es un orgulloso. ¡Con buena finalidad, claro! Pero para él es importante hacer mucho y ser alabado…”. Pedro: “¡Uhm…! ¡Será así! El hecho es que el Maestro está triste. Miradle que no parece el hombre que conocimos. Pero, ¡vive el Señor!, que si logro descubrir quién es el que hace sufrir al Maestro… ¡Basta! Yo sé lo que haré”. Jesús que está conversando con Natanael los ve y apresura el paso sonriente.  ■ “La paz sea con vosotros. ¿Estáis todos?”. Andrés explica: “Falta Judas de Simón… creía que había estado contigo porque en la casa donde tenía que dormir, me dijeron que no llegó y que todo estaba en orden…”. Jesús arruga por un instante el cejo, se concentra dentro de sí bajando la cabeza, luego dice: “No importa. Vámonos. Diréis a los de las últimas casas que vamos a Meierón y luego a Giscala. Si Judas nos busca que se lo digan. Vámonos”.
* “Bartolomé, cuando haya muerto, dí a los hombres que «Él sufrió más por odio vuestro que por la muerte»”.- Jesús empieza a sufrir el abandono del Padre.- ■Todos presienten tempestad, pero obedecen sin replicar. Jesús continúa hablando con Bartolomé, unos pocos metros delante de los demás. Oigo pronunciar los nombres de varios personajes ilustres: Hilel, Yael, Barac, lo mismo que mencionar glorias patrias acompañadas de sus comentarios. Bartolomé: “¡Si viviera todavía el Sabio! Hilel era bueno, pero también era hombre de carácter. No hubiera perdido el buen sentido. Te hubiera reconocido por sí mismo”. Jesús: “¡No te enfades, Bartolomé! Bendice al Altísimo que se lo llevó a su eterna paz. De este modo el espíritu del Sabio no conoció el odio grande que se me tiene”. Bartolomé: “¡Señor mío, no solo odio…!”. Jesús: “¡Más odio que amor! Y así será siempre”. Bartolomé: “No te pongas triste. Te defenderemos”. Jesús: “No es la muerte lo que me angustia… Es ver los pecados de los hombres”. Bartolomé: “¡La muerte, no!… No hables de ella. No llegarán a tanto… porque tienen miedo”. Jesús: “El odio será más fuerte que el miedo, Bartolomé. Cuando haya muerto, cuando esté lejos, cuando esté en el Cielo santo, di a los hombres que: «Él sufrió más por odio vuestro, que por la muerte…»”. Bartolomé: “¡Maestro! ¡Maestro! ¡No hables así! Nadie te odiará hasta el punto de matarte. Puedes siempre impedirlo. Tú que eres poderoso…”. ■ Jesús sonríe tristemente, diría yo, como cansado, mientras con su paso lento sube por el camino montañoso que lleva a Meierón, y que cuanto más sube tanto más se descubre un vasto y hermoso panorama sobre el lago Tiberíades, visible desde la cortadura de una garganta, y sobre colinas cercanas que, en forma de arco, hacen de mampara a la vista del lago de Merón, y luego, más allá del lago Tiberíades, sobre el altiplano transjordánico, hasta los montes recortados y lejanos de la Auranítide, Traconítide y Perea. Jesús señala, no obstante, hacia el norte-nordeste, diciendo: “Después de la Pascua iremos allá, a la tetrarquía de Filipo; en cuanto tengamos tiempo para estar nuevamente para Pentecostés, en Jerusalén”. Bartolomé: “¿No sería mejor hacerlo ahora, pasando a la Transjordania, hacia sus fuentes… volviendo por la Decápolis?…”. Jesús se pasa la mano por la frente, con aire cansado, como quien no logra comprender bien y en voz baja dice: “No lo sé, no lo sé todavía, Bartolomé”. ■ ¡Qué desconsuelo, dolor, tristeza ondea en su voz! Bartolomé se inclina un poco, como herido de dolor y con tono cariñoso dice: “Maestro, ¿qué te pasa? ¿Qué quieres que haga por ti el viejo Natanael?”. Jesús: “Nada, Bartolomé… Tus oraciones… Para que vea bien lo que tengo que hacer… (1). Nos están llamando… Esperemos aquí…”.
* Judas con ojos alegres y maliciosos como si le desafiara. Se atreve a repetir: “¿No es verdad que no hubieras podido haber estado conmigo esta noche?”.- ■ Esperan bajo un grupo de árboles. Se ve por la curva del sendero a los otros, en grupo: “Maestro, Judas nos viene siguiendo a la carrera…”. Jesús: “Esperémoslo, pues”. Pocos momentos después llega Judas…“Maestro… me retrasé… Me quedé dormido y…”. Andrés pregunta sorprendido: “¿En dónde, si no te encontré en la casa?”. Por un momento Judas no sabe qué responder, pero rápido replica: “¡Oh! Me desagrada que os enteréis de mi penitencia. Estuve en el bosque toda la noche, para orar, para hacer penitencia… al amanecer el sueño me venció… Soy un débil y… Pero el Altísimo Señor tendrá compasión de su pobre siervo. ¿No es verdad, Maestro? Me desperté tarde y todo amodorrado”. Santiago de Zebedeo observa: “De veras que tienes cara de cansado”. Judas se echa a reír: “¡Sí! ¡Ya! Pero el corazón está más alegre. La oración hace bien. La penitencia da un corazón alegre, también humildad y generosidad. ■ Maestro, perdona a tu tonto Judas…” y se arrodilla a los pies de Jesús, que le dice: “Está bien. Levántate y vámonos”. Iscariote: “Dame la paz con un beso tuyo. Será la señal de que me has perdonado mi malhumor de ayer. No deseé estar contigo, es verdad. Pero era porque quería orar…”. Jesús: “Hubiéramos podido orar juntos…”. Judas se ríe y dice: “No, no podías orar conmigo esta noche, y estar donde yo estaba…”. Pedro dice asombrado: “¡Ésta sí que es buena! ¿Por qué? Siempre está con nosotros y nos ha enseñado Él a orar”. Todos se echan a reír, no Jesús, que mira fijamente a Judas que le ha besado y que le mira con ojos alegres y maliciosos como si le desafiara. Se atreve a repetir: “¿No es verdad que no hubieras podido haber estado conmigo esta noche?”. Jesús: “No. No hubiera podido y no podré nunca, en efecto, compartir los abrazos entre mi Espíritu y mi Padre con un tercero, todo carne y sangre, como eres tú, y en lugares a donde tú vas. Amo la soledad poblada de ángeles, para olvidar que el hombre es un hedor de carne corrompida por los sentidos, el oro, el mundo y Satanás”. Los ojos de Judas no ríen más. Responde seco: “Tienes razón. Tu espíritu ha visto la verdad. ■ ¿A dónde vamos ahora?”. Jesús: “A venerar las tumbas de los grandes rabíes y de los héroes de Israel”. Varios dicen: “¿Qué? ¡Cómo! Gamaliel no te ama. Los otros te odian”. Jesús: “No importa. Yo me inclino ante las tumbas de los justos que esperan Redención. Voy a decir a sus huesos: «Pronto Aquel que infundió en vosotros el espíritu estará en el Reino de los Cielos, pronto para bajar de allí al último Día, para hacer que viváis de nuevo, para siempre, en el Paraíso»”.  Se ponen en camino hasta que llegan al poblado de Meierón. Es bello. Está lleno de luz y de sol, en medio de colinas encubiertas de árboles frutales. “Detengámonos aquí. Por la tarde iremos hacia Giscala. Las grandes tumbas están esparcidas por estas pendientes, en espera de su glorioso despertar”. (Escrito el  23 de Noviembre de 1945).
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1  Nota  :  Abandono del Padre.- “Bartolomé, tus oraciones para que vea bien lo que tengo que hacer”. Según esta Obra, el Padre cuanto más se acercaba la hora en que su Hijo, Dios como Él, pero verdadero Hombre y Víctima por los pecados, habría experimentado una tristeza mortal en el Getsemaní y el abandono horrible en la cruz, y le habría hecho saborear con más frecuencia e intensidad cada vez mayores, a excepción del pecado, las debilidades humanas (Rom. 8,3; 2 Cor. 5,21; Gál. 3,13; Hebr. 2,17-18; 3,14-15; 5,7-8). Por esto Jesús apreció el consuelo angelical (Lc. 22,43), intensificó su oración (Ib. 44) y según esta Obra, habría aun pedido y agradecido que sus más íntimos se hubieran asociado a su obediente súplica a su eterno Padre.
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5-340-256 (6-28-169).- El enmendamiento de Judas Iscariote.- Choque con rabíes junto al sepulcro de Hilel.
* “De veras, Judas, que tu moral es muy rara… El pecado no aumenta la sabiduría. No es luz. No es guía. Jamás lo será. Es corrupción. Es ceguera. Es caos… Créeme también que Dios no tiene sino el deseo de perdonar, de ayudar al extraviado si se arrepiente”.- ■ Dejando el pueblo de Meierón, Jesús y sus apóstoles toman un camino que lleva hacia el noroeste, camino montañoso entre bosques y pastizales, que continúa subiendo. Probablemente han presentado sus homenajes ante las tumbas, porque de ello hablan. Ahora es precisamente Judas Iscariote el que va delante con Jesús. Es fácil de comprender que en Meierón recibieron y dieron limosna. Judas rinde cuentas, diciendo los donativos que han recibido y las limosnas que han dado. Termina: “Y ahora, aquí, mi donativo. Juré esta noche que te lo iba a dar para los pobres, como penitencia. No es gran cosa, y así me quedo sin dinero. Con todo, convencí a mi madre de que me mande dinero con frecuencia por medio de los muchos amigos que tenemos. Las otras veces que dejaba mi casa, me traía mucho dinero, pero esta vez, teniendo que ir por los montes solo, o solo con Tomás, tomé solo lo suficiente para la duración del viaje. Prefiero hacerlo así. La única cosa es que… que tendré que pedirte algunas veces autorización para separarme de vosotros durante unas horas, para ir a ver a mis amigos. Ya he dispuesto todo… Maestro, ¿puedo seguir teniendo la bolsa? ¿Me tienes aún confianza?”. ■ Jesús: “Judas, tú solo dices todo. Y no sé el motivo por el que lo haces. Ten en cuenta que para Mí nada ha cambiado… porque espero con ello que cambies tú y vuelvas a ser el discípulo de otros tiempos, y llegues a ser el hombre recto, por cuya conversión oro y sufro”. Iscariote: “Tienes razón, Maestro, con tu ayuda lo lograré. Por otra parte… no son más que defectos de juventud. Cosas sin peso. Es más, sirven para poder comprender a nuestros semejantes y para ayudarlos”. Jesús: “¡De veras, Judas, que tu moral es muy rara! Podría decir algo más. Jamás se ha visto que un médico se enferme voluntariamente para poder decir después: «Ahora sé curar mejor a los enfermos de este mal». ¿Así que yo soy un incapaz?”. Iscariote: “¿Quién lo ha dicho, Maestro?”. Jesús: “Tú. Como no cometo pecados, por tanto no sé curar a los pecadores”. Iscariote: “Tú eres Tú. Nosotros no somos Tú, y tenemos necesidad de la experiencia para poder hacer algo…”. Jesús: “Es una vieja idea la tuya. La misma de hace veinte lunas, con la diferencia que entonces opinabas que Yo debía pecar para ser capaz de redimir. Realmente me admiro que no hayas tratado de corregir este… defecto mío, según tu modo de pensar, y dotarme con esta… capacidad  de comprender a los pecadores”. Iscariote: “Estás bromeando, Maestro. Bien, me agrada que bromees. Me dabas pena. Estabas muy triste. Y que sea yo quien te hace ponerte de buen humor, es una satisfacción para mí. Pero nunca he pensado en convertirme en tu pedagogo. Por otra parte, lo estás viendo, he corregido mi modo de pensar;  tanto, que ahora afirmo que esta experiencia es necesaria solo para nosotros. Para nosotros, pobres hombres. Tú eres el Hijo de Dios ¿no es verdad? Posees, pues, una sabiduría que, para ser sabiduría, no tiene necesidad de experiencias”. ■ Jesús: “Pues bien, has de saber que la inocencia también es sabiduría, mucho mayor que el bajo y peligroso conocimiento del pecador. Donde la ignorancia santa del mal limitaría la capacidad de guiarse y de guiar, suple el ministerio de los ángeles, cuyo auxilio jamás está lejos de un corazón puro. Y cree que los ángeles, aun siendo purísimos, saben distinguir entre el Bien y  el Mal,  y conducir al hombre puro que custodian por el sendero justo y hacia acciones justas. El pecado no aumenta la sabiduría. No es luz. No es guía. Jamás lo será. Es corrupción. Es ceguera. Es caos. De modo que quien lo comete conocerá su sabor, y además perderá la capacidad de saber muchas otras cosas espirituales y no tendrá jamás al ángel de Dios, espíritu de orden y de amor, que le guíe, sino que tendrá a un ángel de Satanás que le llevará a un desorden siempre mayor por el odio insaciable que devora a estos espíritus diabólicos”. Iscariote: “Y… escucha, Maestro. ¿Si uno quisiera volver a tener como guía a los ángeles? ¿Basta el arrepentimiento, o, por el contrario, el veneno del pecado perdura incluso después que uno se ha arrepentido y ha sido perdonado?… Ya sabes… Uno que se ha entregado al vino, por ejemplo, aunque jure no volverse a embriagar, y lo jure con verdadera voluntad de cumplirlo, sigue sintiendo el estímulo a beber. Y sufre…”. Jesús: “Ciertamente que sufre. Por esto no debería haberse hecho esclavo de este vicio. Pero sufrir no es pecar. Es expiar. Así como un borracho arrepentido no comete ningún pecado, antes bien conquista méritos, si resiste heroicamente el estímulo y no bebe más licor, de igual modo el que ha pecado, si se arrepiente, si resiste a cualquier estímulo, conquista méritos y no le falta la ayuda sobrenatural para poder resistir. No es pecado el ser tentados. Más bien es una batalla que lleva a la victoria. Créeme también que Dios no tiene sino el deseo de perdonar, de ayudar al extraviado si se arrepiente…”.
.  ●“Judas, no existe en ti el verdadero arrepentimiento y una voluntad firme. Existe algo de arrepentimiento, pero es humano del todo. Injértalo con lo sobrenatural”.- Jesús, al asombrado Judas, le desvela su noche pecaminosa. Judas pide perdón y ayuda para vencer la tentación.- ■ Por unos minutos Judas no habla. Luego, tomando la mano de Jesús, se la besa, y curvado todavía hacia la mano que ha besado, dice: “Yo ayer anoche me pasé de la raya. Te insulté, Maestro… te dije que terminaría por odiarte… ¡Cuántas blasfemias dichas! ¿Se me perdonarán?”. Jesús: “El pecado mayor es desesperar de la misericordia divina… Judas, ya te he dicho: «Cualquier pecado contra el Hijo del hombre será perdonado». El Hijo del hombre vino a perdonar, a salvar, a curar, a llevar al Cielo. ¿Por qué quieres perder el Cielo? ■ ¡Judas, Judas! ¡Mírame! ¡Lávate el alma en el amor que sale de mis ojos!…”. Iscariote: “¿No te causo ningún asco?”. Jesús: “Sí… pero el amor es mayor que la repugnancia. Judas, pobre leproso, el mayor de todo Israel, ven a invocar la salvación a Aquel que te la puede dar…”. Iscariote: “Dámela, Maestro”. Jesús: “No. No así. En ti no existe el verdadero arrepentimiento y una voluntad firme. Tan solo existe un esfuerzo de un amor por Mí que sobrevive, debido a tu vocación pasada. Existe algo de arrepentimiento, pero es humano del todo. No es del todo malo, más bien es el primer paso hacia el bien. Cultívalo, auméntalo, injértalo con lo sobrenatural, ámame de veras, trata de volver a ser lo que eras cuando te acercaste a Mí, ¡eso al menos!, ¡eso al menos! Haz de ello, no un latido transitorio, emotivo, un sentimentalismo muerto, sino un verdadero sentimiento, activo, que te arrastre hacia el Bien. Judas, yo lo espero. Sé esperar. Yo ruego. Soy Yo quien suplo en esta espera a tu ángel disgustado de ti. Mi compasión, mi paciencia, amor, siendo perfectos, son superiores a los de los ángeles, y pueden seguir estando a tu lado, en medio de los insoportables hedores de lo que te fermenta en el corazón, para poder ayudarte…”. ■ Judas realmente está conmovido. Con labios temblorosos, con  una voz que traiciona su sentimiento, pálido, pregunta: “¿Pero en verdad sabes lo que hice?”. Jesús: “Todo, Judas. ¿Quieres que te lo diga o prefieres que te ahorre esta humillación?”. Iscariote: “Pero… bueno, es que no puedo creer…”. Jesús: “Pues bien, ya que no crees, vamos a la verdad. Esta mañana ya has mentido más de una vez, sobre el dinero y sobre cómo has pasado la noche. Tú ayer por la noche buscaste de sofocar con la lujuria todos tus otros sentimientos, todos los odios, los remordimientos. Tú…”. Iscariote: “¡Basta! ¡Basta! Por caridad no prosigas o huiré de tu presencia”. Jesús: “Más bien deberías asirte a mis rodillas, pidiéndome perdón”. Iscariote: “¡Sí, sí! ¡Perdón! ¡Perdón, Maestro mío! ¡Perdón! ¡Ayúdame! ¡Ayúdame! ¡Es más fuerte que yo! ¡Todo es más fuerte que yo!”. Jesús: “Menos el amor que deberías tener por tu Jesús… Ven, acércate para que te venza la tentación y te libre de ella”. Y le toma entre sus brazos, derramando sobre la negra cabeza de Judas cuantiosas lágrimas. ■ Los demás, unos cuantos metros atrás, se han detenido prudentes y comentan: “¿Lo estáis viendo? Tal vez Judas tenga en realidad problemas”.  “Y esta mañana ha abierto el corazón al Maestro”. “¡Es un tonto! Yo lo hubiera hecho inmediatamente”.  “Se tratará de cosas penosas”. “Seguro que no es por la mala conducta de su madre. ¡Es una santa esa mujer! ¿Qué otra cosa penosa puede haber?”. “Tal vez intereses que no van bien…”. “¡No, hombre, no! ¡Él gasta y da, según le parece, con generosidad!”.  “¡Bueno! ¡Asuntos suyos! Lo importante es que esté de acuerdo con el Maestro, y parece que sí. Hace tiempo que van hablando y en paz. Ahora se han dado el abrazo… ¡Muy bien!”. “La razón es que él es muy capaz y tiene muchas amistades. Está bien que se ponga de acuerdo, que sea nuestro amigo, sobre todo del Maestro”. “Jesús dijo en Hebrón que las tumbas de los justos son lugares milagrosos, o algo semejante… Por estos lugares hay muchas tumbas de justos. Quizás las de Meierón han hecho un milagro respecto a la turbación de Judas”. “¡Oh, por consiguiente acabará de hacerse santo ahora junto a la tumba de Hilel! ¿Pero no es aquello Giscala?” “Exactamente, Bartolomé”. “El año pasado no pasamos por aquí…”. “¡Tienes razón! Veníamos de la otra parte”. ■ Jesús se vuelve y los llama. Todos corren. Jesús les dice: “Venid. La ciudad está cercana. Tenemos que atravesarla para ir a la tumba de Hilel. Atravesémosla juntos”. Y no les da explicación alguna, mientras que los once miran curiosos con el rabillo del ojo tanto a Él como Judas. Pero si éste último muestra su rostro pacificado, aunque mustio, Jesús no lo tiene radiante: su expresión es solemne, pero seria.
* En Giscala los rabíes amenazan a Iscariote y agreden a Jesús y apóstoles.- ■ Entran en Giscala, que es grande, hermosa. Debe ser un gran centro rabínico porque veo a muchos doctores en grupo acá y allá, con discípulos que escuchan sus lecciones. Bien se nota el paso de los apóstoles, y especialmente del Maestro, y muchos se quedan detrás del grupo. Algunos se hacen señas, otros llaman a Judas de Keriot; pero él camina al lado del Maestro y ni siquiera se vuelve. Salen de la ciudad y van a la casa, cerca de la cual se encuentra la tumba de Hilel. “¡Qué vergüenza!”. “¡Ni una pizca de pudor!”. “¡Nos está provocando!”. “¡Es un profanador!”. “¡Díselo, Uziel!”. “Yo no, me contamino. Díselo tú, Saúl, que no eres más que un discípulo”. “No. Se lo decimos a Judas. Voy a llamarle”. El joven llamado Saúl, menudo, pálido, todo ojos y boca, se acerca a Judas y le dice: “Ven. Los rabíes quieren hablarte”. Iscariote: “No voy. Me quedo donde estoy. No me molestéis”. El joven refiere a los que le mandaron la respuesta de Judas. ■ Entretanto, Jesús, en medio de los suyos, ora ante el sepulcro de Hilel, bien cubierto de blanca cal. Los rabíes se acercan despacio, cual sierpes silenciosas, y observan. Y dos de ellos, barbudos, ancianos, tiran a Judas de su vestido. Iscariote, en voz baja pero con coraje, pregunta: “En una palabra, ¿qué queréis? ¿No es posible ni siquiera orar?”. Rabíes: “Permítenos una palabra. Luego te dejamos”. Simón Zelote y Tadeo se vuelven y hacen señas a los rabíes de que no hablen. Judas se aparta unos dos o tres pasos y les pregunta: “¿Qué queréis?”. No oigo lo que el más vejete diga, pero sí veo que la cara de Judas cambia. Airado dice: “No. Dejadme en paz, corazones venenosos. No os conozco, no quiero más tratos con vosotros”. Una risa irónica brota del grupo rabínico, y una amenaza se escucha: “¡Cuidado con lo que haces, estúpido!”. Iscariote: “No yo, sino vosotros. Id a decírselo también a los demás. A todos ¿comprendido? ¡Dirigios a quien queráis, pero no a mí, demonios!” y los deja plantados. Habló en voz tan alta que los apóstoles, admirados, se han vuelto; no así Jesús, ni siquiera ante la burla y la amenaza de: “¡Nos volveremos a ver, Judas de Simón! ¡Nos volveremos a ver!” que resuena en el silencio del lugar. Judas vuelve a su lugar, mejor dicho, quita a Andrés, que se había puesto cerca de Jesús, y como si quisiera verse defendido toma la punta del manto de Jesús entre sus manos. ■ Ahora la rabia se vuelve contra Jesús. Se acercan con los puños amenazadores. Aúllan: “¿Qué estás haciendo aquí, anatema de Israel? ¡Lárgate de aquí! No perturbes los huesos del hombre justo, a los que no eres digno de acercarte. Se lo diremos a Gamaliel y te castigará”. Jesús se vuelve, mira uno por uno. Rabíes: “¿Por qué nos miras así, endemoniado?”. Jesús: “Para grabarme bien vuestras caras y vuestros corazones. Porque no solo mi apóstol os volverá a ver. Yo también, y entonces querré haberos conocido bien para poderos reconocer enseguida”. Rabíes: “¡Bien, ya nos has visto! ¡Ahora lárgate! Si estuviese Gamaliel no lo hubiera permitido”. Jesús: “El año pasado estuve con él…”. Rabíes: “¡No es verdad, mentiroso!”. Jesús: “Preguntádselo, y como es honrado, dirá que sí. Amo y venero a Hilel, respeto y honro a Gamaliel. Son dos hombres en que se refleja el origen del hombre por su modo santo de proceder y por su sabiduría, cosas que recuerdan que el hombre fue hecho a semejanza de Dios”. Los energúmenos interrumpen: “En nosotros, no ¿verdad?”. Jesús: “En vosotros está ofuscada por intereses, por el odio”. Rabíes: “¡¿Pero lo estáis oyendo?! ¡En casa ajena así habla y ofende! Largo de aquí, corruptor de los mejores de Israel, o cogeremos piedras. Aquí no está Roma que pueda protegerte, amigo de contubernios con el enemigo pagano”. ■ Jesús: “¿Por qué me odiáis? ¿Por qué me perseguís? ¿Qué mal os he hecho? He hecho favores a algunos de vosotros. A todos respeto. Entonces ¿por qué sois crueles conmigo?”. Humilde suavemente, con pena amorosa habla. Les pide que le amen. Esto es señal para ellos de debilidad, y de miedo, y pasan a la obra. La primera piedra toca a Santiago de Zebedeo. Rápido éste va a lanzarla contra los judíos, mientras los demás apóstoles se estrechan contra Jesús. Pero son doce contra un centenar más o menos. Otra piedra golpea a Jesús en la mano cuando ordena a los suyos a que no reaccionen. Del dorso de la mano brota sangre. Parece como si ya hubiera atravesado el clavo.  Entonces Jesús ya no ora. ■ Se yergue, imponente; los mira, los atraviesa con sus ojos. Mas otra piedra hace sangrar a Santiago de Alfeo en la sien. Jesús debe paralizar con su poder a sus enemigos en defensa de sus apóstoles que mansamente soportan las pedradas. Y cuando la voluntad de Jesús domina a los viles, Él —su presencia infunde realmente pavor— con voz de trueno: “Me voy. Pero tened en cuenta que Hilel jamás hubiera aprobado lo que acabáis de hacer. Me voy, pero recordad que ni siquiera el Mar Rojo detuvo a los israelitas en el camino que Dios le habría trazado. Todo se allanó por la voluntad de Dios que pasaba. Y esto mismo sucederá conmigo. De la misma forma que ni egipcios ni filisteos ni amorreos ni cananeos ni ningún otro pueblo detuvieron la marcha triunfal de Israel, así vosotros, que sois peores que ellos, tampoco detendréis mi camino ni mi misión: que es Israel. Recordad que Israel cantó en el pozo de agua que Dios donó: «Levántate, maná, pozo, pozo que excavaron los príncipes, preparado por los jefes del pueblo, con el legislador, con sus propios  bastones» (1). ¡Yo soy aquel Pozo! ¡Aquel Pozo soy Yo! Excavado desde los Cielos por todas las plegarias y la justicia de los verdaderos príncipes y jefes del pueblo santo, al que no pertenecéis. No. No pertenecéis. Nunca hubiera venido por vosotros el Mesías, porque no sois dignos. Porque su venida es vuestra ruina. Porque el Altísimo conoce todos los pensamientos de los hombres y los conoce desde la eternidad, desde antes que existiese Caín de quien descendéis, y Abel, a quien me asemejo; desde antes de Noé, figura mía; antes que Moisés, que fue el primero en usar mi símbolo; desde antes que existiera Balaam, que profetizó la Estrella (2), e Isaías y todos los profetas. Conoce Dios vuestros pensamientos y se horroriza. Siempre se ha horrorizado, así como siempre se ha alegrado por los justos, por los que era justo enviarme, y que verdaderamente, sí, verdaderamente me han sacado de la profundidad de los Cielos para que trajese el Agua viva para calmar la sed de los hombres. Soy la Fuente de la Vida eterna. Pero vosotros no queréis beber. Y moriréis”. ■ Lentamente pasa por en medio de los paralizados rabíes y discípulos. Continúa su camino despacio en medio del silencio estupefacto de los hombres, en medio del asombro de las cosas. (Escrito el 24 de Noviembre de 1945).
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1  Nota  : Cfr. Núm. 21,17-18.   2  Nota  : Cfr. Núm. 24,15-19.
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(<Jesús y apóstoles han llegado a la ciudad levítica y de refugio de Quedes. En su pequeña plaza, donde se aglomera la gente que trata de negocios, Jesús se ha puesto a hablar>)
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5-342-271 (6-30-183).- En Quedes. Los fariseos piden una señal. Se les dará una única señal: la de Jonás (1).- La profecía de Habacuc.
* “Habacuc dice: « asombraos, porque en vuestros días ha sucedido una cosa que nadie creerá cuando se la cuenten». La cosa que ha sucedido —y es tal, que nadie podrá aceptarla si no está convencido de la infinita bondad del verdadero Dios— es que Él ha mandado a su Verbo para salvar y redimir al mundo”.- ■ Los fariseos murmuran turbulentos. Pero un anciano de majestuoso porte hace ya un rato que se ha acercado al lugar donde está Jesús, y ahora, durante un momento de pausa del discurso, dice: “Entra en la sinagoga, te lo ruego; enseña en ella. Nadie tiene más derecho que Tú a hacerlo. Soy Matías, el jefe de la sinagoga. Ven, que la Palabra de Dios habite mi casa como mora en tu boca”. Jesús: “Gracias, justo de Israel. La paz sea siempre contigo”.Y Jesús, a través de la muchedumbre, que se abre como una ola para dejarle pasar, y luego se cierra formando estela y le sigue, cruza de nuevo la plaza y entra en la sinagoga, pasando otra vez por delan­te de los fariseos enfurecidos, que entran también en la sinagoga, tra­tando de abrirse paso violentamente. Pero la gente los mira con cara de pocos amigos y les dice: “¿De dónde venís? Id a vuestras sinagogas y esperad allí al Rabí. Ésta es nuestra casa y entramos nosotros”. Y ra­bíes, saduceos y fariseos, tienen que soportar quedarse humildemen­te a la puerta para no ser expulsados por los habitantes de Quedes. Jesús está en su sitio. Tiene cerca al sinagogo y a otros de la sinagoga, no sé si hijos o colaboradores. Reanuda su discurso: “Haba­cuc dice —¡y con qué amor os invita a observar!—: «Extended vues­tra mirada sobre las naciones, y observad, maravillaos, asombraos, porque en vuestros días ha sucedido una cosa que nadie creerá cuando se la cuenten» (2). También ahora tenemos enemigos materiales contra Israel. Pero dejad pasar este pequeño detalle de la profecía y mire­mos solamente al gran vaticinio enteramente espiritual que contie­ne. Porque las profecías, aunque parecen tener una referencia mate­rial, su contenido es siempre espiritual. La cosa, pues, que ha suce­dido —y es tal, que nadie podrá aceptarla si no está convencido de la infinita bondad del verdadero Dios— es que Él ha mandado a su Verbo para salvar y redimir al mundo. Dios que se separa de Dios para salvar a la criatura culpable. Pues bien, Yo he sido mandado a esto. Y ninguna fuerza del mundo podrá detener mi ímpetu de Vencedor sobre reyes y tiranos, sobre pecados e ignorancias. Venceré porque soy el Triunfador”.
.  ● La señal que piden los fariseos: un cadáver corrupto que vuelve a la vida. Jesús alza la diestra herida: “¿Ves esta señal? La has hecho tú (Uriel). Has indicado otra señal. Te ale­grarás cuando la veas abierta en la carne del Cordero. ¡Mírala! La verás también en el Cielo, cuando te presentes a rendir cuentas de tu modo de vivir. Porque Yo te he de juzgar”.- ■ Una carcajada burlona y un grito se dejan oír desde el fondo de la sinagoga. La gente protesta. El jefe de la sinagoga, que está tan concentrado en escuchar a Jesús que tiene incluso los ojos cerrados, se pone de pie e impone silencio, amenazando con la expulsión a los perturbadores. Jesús, en voz alta, dice: “Déjalos; es más, invítalos a que expongan sus divergencias”. Los enemigos de Jesús gritan irónicos: “¡Bien! ¡Esto está bien! Déjanos acercarnos a Ti, que queremos hacerte unas preguntas”. Jesús: “Venid. Dejadlos pasar, vosotros de Quedes”. Y la gente, con miradas hostiles y caras disgustadas —y no falta algún que otro epíteto— los deja ir adelante. Jesús, en tono severo, pregunta: “¿Qué queréis saber?”. Fariseo: “¿Tú, entonces, dices que eres el Mesías? ¿Estás verdaderamente seguro de ello?”. Jesús, cruzados los brazos, mira con tal autoridad al que ha ha­blado, que a éste se le cae de golpe la ironía y enmudece. Pero otro sigue el hilo de la pregunta y dice: “No puedes preten­der que se te crea por tu palabra. Cualquiera puede mentir, incluso con buena intención. Para creer se necesitan pruebas. Danos, pues, pruebas de que eres eso que afirmas ser”. Jesús dice secamente: “Israel está lleno de mis pruebas”. Un fariseo dice: “¡Ah! ¡Ésas!… Pequeñas cosas que cualquier santo puede hacer. ¡Han sido hechas y serán hechas en el futuro por los justos de Israel!”. Otro añade: “¡Y no se da por sentado que Tú las hagas por ser santo y te ayude Dios! Se dice, y verdaderamente es muy verosímil, que cuentas con la ayuda de Satanás. Queremos otras pruebas. Su­periores, cuales Satanás no pueda dar”. Otro dice: “¡Sí, la muerte vencida!…”. Jesús: “Ya la habéis tenido”. Fariseo: “Eran apariencias de muerte. Muéstranos a un cadáver corrupto, que vuelva a la vida, que se rehaga, digamos. Esto para tener la seguri­dad de que Dios está contigo. Dios es el único que puede devolver el aliento al fango que ya se va a convertir en polvo”. Jesús: “Nunca fue pedido esto a los Profetas para creer en ellos”. Un saduceo grita: “Tú eres más que un profeta. ¡Tú, al menos Tú lo dices, eres el Hijo de Dios!… ¡Ja! ¡ja! ¿Por qué, entonces, no actúas como Dios? ¡Ánimo, pues! ¡Danos una señal! ¡Una señal!”. Un fariseo grita: “¡Sí, eso! Una señal del Cielo que diga que eres Hijo de Dios. Entonces te adoraremos”. Uno, que tiene por nombre Uriel y que estuvo en Giscala, dice: “¡Sí! ¡Eso es, Simón! No queremos caer de nuevo en el pecado de Aarón (3). No adoramos al ídolo, al becerro de oro, ¡pero podríamos ado­rar al Cordero de Dios! ¿No eres Tú? Si es que el Cielo nos indica que lo eres”, y ríe sarcásticamente. Interviene otro, a voces: “Déjame hablar a mí, Sadoc, el escriba de oro. ¡Óyeme, oh Mesías! Demasiados Mesías te han precedido, que no lo fueron. Basta ya de engaños. Una señal de que eres lo que afirmas. Dios, si está contigo, no te lo puede negar. Y nosotros creeremos en Ti y te ayuda­remos. Si no, ya sabes lo que te espera, según el Mandamiento de  Dios”. ■ Jesús alza la diestra herida y la muestra bien a su interlocutor: “¿Ves esta señal? La has hecho tú. Has indicado otra señal. Te ale­grarás cuando la veas abierta en la carne del Cordero. ¡Mírala! ¿La ves? La verás también en el Cielo, cuando te presentes a rendir cuentas de tu modo de vivir. Porque Yo te he de juzgar, y estaré allí arriba con mi Cuerpo glorificado, con las señales de mi ministerio y del vuestro, de mi amor y de vuestro odio. Y tú también la verás, Uriel, y tú, Simón, y la verán Caifás y Anás, y otros muchos, en el último Día, día de ira, día tremendo, y por ello preferiréis estar en el abismo, porque mi señal abierta en la mano herida os asaeteará más que los fuegos del Infierno”. Fariseos, saduceos y doctores gritan en coro: “¡Eso son palabras y blasfemias! ¡¿Tú en el Cielo con el cuerpo?! ¡Blasfemo! ¡¿Tú juez en lugar de Dios?! ¡Anatema seas! ¡Insultas al Pontífice! Merecerías la lapidación”. ■ El jefe de la sinagoga se pone de nuevo en pie, patriarcal, con su espléndida canicie como un Moisés, y grita: “Quedes es ciudad de refugio y levítica. Tened respeto…”. Ellos: “¡Esos son cuentos de viejas!”. Matías: “¡Oh, lenguas blasfemas! Vosotros sois los pecadores, no Él, y yo le defiendo. No dice nada malo. Explica los Profetas. Nos trae la Promesa Buena. Y vosotros le interrumpís, le tentáis, le ofendéis. No lo permito. Él está bajo la protección del viejo Matías, de la estirpe de Leví por parte de padre y de Aarón por parte de madre. Salid y dejad que ilumine con su doctrina mi vejez y la madurez de mis hijos”. Y, mientras, tiene su vieja, rugosa mano puesta en el antebrazo de Jesús, como defendiendo.
.   ● Sabéis, pues, leer el futuro del día a par­tir de los señales cambiantes del cielo, más volubles que el viento. ¿Y no alcanzáis a distinguir las señales de los tiempos?  Pues bien, tenlo en cuanta… sabedlo…: Esta es la profecía que os voy a dar: a es­ta generación malvada y adúltera, que pide una señal, no le será da­da sino la de Jonás”.- ■ Gritan los enemigos: “Que nos dé una señal verdadera y nos iremos convencidos”. Jesús, calmando al sinagogo, dice: “No te inquietes, Matías. Hablo Yo”. Y, dirigiéndose a los fariseos, saduceos y doctores, dice: “Al atardecer examináis el cielo, y si, en llegando el ocaso, está rojizo, sentenciáis en virtud de un viejo proverbio: «Mañana hará buen tiempo, porque el ocaso pone rojo el cielo». Lo mismo, cuando amanece, si el aire es pesado por la niebla y vapores, y el sol no se pone vestido de oro áureo, sino que parece como que echara sangre por el firmamento, decís: «Tendremos un día de tempestad». Sabéis, pues, leer el futuro del día a par­tir de los señales cambiantes del cielo, señales aún más volubles que el viento. ¿Y no alcanzáis a distinguir las señales de los tiempos? Esto no honra ni vuestra mente ni vuestra ciencia, y completamente des­honra vuestro espíritu y vuestra supuesta sabiduría. Pertenecéis a una ge­neración malvada y adúltera, nacida en Israel de la unión de quien fornicó con el Mal. Vosotros sois sus herederos, y aumentáis vuestra perversidad y vuestro adulterio repitiendo el pecado de vuestros antecesores. ■ Pues bien, tenlo en cuenta, tú, Matías, sabedlo vosotros, habitantes de Que­des, y todos los presentes, fieles o enemigos: Ésta es la profecía que os voy a dar, profecía mía, en vez de la que quería explicar de Habacuc: a es­ta generación malvada y adúltera, que pide una señal, no le será da­da sino la de Jonás… Vamos. La paz sea con los buenos de voluntad”. Y, por una puerta lateral, que da a una calle silenciosa situada entre huertos y casas, se aleja con sus apóstoles. (Escrito el 26  de Noviembre de 1945).
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1  Nota  : Cfr. Mt. 16,1-4;  Mc. 8,10-13; Lc. 12,54-57.   2  Nota  : Cfr  Hab. 1,5.   3  Nota  : Cfr. Éx. 32,1-6.
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(<Han concluido la gira del Norte. Después de la larga ausencia llegan a Betsaida Jesús y todos los apóstoles. Antes de entrar en la ciudad, Andrés ha avistado a Marziam que, cargado con un haz de leñas, desciende de un monte cercano. Al tiempo de comunicar el hecho a los demás llama también con voz fuerte a Marziam. Corre Marziam, corre también Pedro y se funden ambos en un estrecho abrazo>)
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5-347-304 (6-35-215).- Profecía sobre el martirio de los apóstoles.- Pedro conocerá el martirio de Marziam.- Curación del ciego de Betsaida (1).
* “En verdad, en verdad os digo que seréis revestidos todos de púr­pura, menos uno”.- ■ Pedro y Marziam están, recíprocamente, el uno entre los brazos del otro. Y, verdaderamente, Marziam ha crecido. Es tan alto como Pedro, de forma que sus ca­bellos oscuros, durante el beso de amor, caen sobre el rostro de Pe­dro; de todas formas, por lo delgado, parece más alto que Pedro. Marziam se separa de los brazos de su padre adoptivo y emprende la carrera hacia Jesús, que ha pasado ya el arroyo y viene caminando lentamente en medio de los apóstoles. Marziam cae a sus pies, con los brazos alzados, y dice: “¡Oh, mi Señor, bendice a tu siervo!”. Mas Jesús se inclina, le pone de pie, le acerca a su corazón, le be­sa en las dos mejillas y le desea “continua paz y crecimiento en sabi­duría y en gracia en los caminos del Señor”. También los demás apóstoles saludan jovialmente al jovencito; especialmente los que no le veían desde hacía meses le manifiestan su contento por su desarrollo. ¡Pero Pedro! ¡Ah, Pedro!… ¡Si hubiera sido en realidad su padre, no se senti­ría tan orgulloso! Da una vuelta alrededor de Marziam, le mira, le toca y pregunta a éste o a este otro: “¿No es acaso guapo? ¿No está bien formado? ¡Fijaos qué derecho! ¡Qué pecho tan alto! ¡Qué pier­nas más derechas!… Un poco delgado, con poco músculo todavía. ¡Pero promete! ¡Verdaderamente promete mucho! ¿Y la cara? Obser­vad y decidme si parece ahora esa criaturita que llevaba yo en brazos el año pasado y me parecía como llevar a un pajarillo: desnutrido, apa­gado, triste, asustadizo… ¡Hay que felicitar a Porfiria! ¡Verdaderamente lo ha hecho muy bien, con toda su miel, mantequilla, aceite, huevos, hí­gado de pescado! Merece que se lo diga inmediatamente. ¿Me permites, Maestro, ir donde mi esposa?”. Jesús: “Ve, ve, Simón. Yo iré pronto”. Marziam, todavía de la mano de Jesús, dice: “Maestro, estoy se­guro de que mi padre encarga a mi madre que haga de comer. Déja­me dejarte para ayudarla…”. Jesús: “Ve. Y que Dios te bendiga por honrar a quienes son para ti pa­dre y madre”.  Marziam se marcha corriendo, toma de nuevo su haz de leña, se lo carga, da alcance a Pedro y camina al lado de él. ■ Bartolomé observa: “Parecen Abraham e Isaac subiendo el monte”. Simón Zelote dice: “¡Pobre Marziam! ¡Sólo faltaría eso!”. Andrés dice: “¡Y pobre de mi hermano! No sé si sería capaz de hacer de Abra­ham…”. Jesús le mira, luego mira la cabeza entrecana de Pedro, que se va distanciando al lado de su Marziam, y dice: “En verdad os digo que llegará un día en que Simón Pedro sentirá alegría al saber que su Marziam ha sido encarcelado, herido, flagelado, colocado ante el umbral de la muerte; y que él mismo se sentiría con fuerzas incluso de extenderle con sus propias manos sobre el patíbulo para revestirle de la púrpura de los Cielos y para fecundar con la sangre del mártir la tie­rra. Solo envidiará por un motivo a su hijo: por no estar él en el lugar de su hijo, porque su elección como Jefe supremo de mi Iglesia le obligará a reservarse para ella hasta que Yo le diga: «Ve a morir por ella». Vosotros no conocéis todavía a Pedro. Yo le conozco”. Andrés: “¿Prevés el martirio para Marziam y mi hermano?”. Jesús: “¿Andrés, te duele eso?”. Andrés: “No. Lo que me duele es que no lo preveas también para mí”. Jesús: “En verdad, en verdad os digo que seréis revestidos todos de púr­pura, menos uno”. Andrés: “¿Quién? ¿Quién?”. Jesús, triste y solemne, dice: “Dejemos el silencio sobre el dolor de Dios”. Y todos se callan atemorizados y pensativos.
* Después de la curación del ciego: “No digáis a ninguno que te he curado, para que la muchedumbre no se desplace aquí enseguida para impedirme ir a donde es justo que va­ya a llevar la confirmación de la fe, a llevar luz y alegría a otros hijos de mi Padre”. ■ Entran en la primera calle de Betsaida, entre huertas llenas de hortalizas. Pedro, con otros de Betsaida, está llevando a un ciego a la presencia de Jesús. Marziam no está. Sin duda se ha quedado a ayudar a Porfiria. Con los de Betsaida y los padres del ciego hay muchos discípulos venidos a Betsaida de Sicaminón y otras ciuda­des; entre éstos, Esteban, Hermas, el sacerdote Juan y Juan el escri­ba y muchos otros. (Son tantos que apenas si puedo recordar sus nombres). “Te le he traído, Señor. Estaba aquí esperando desde hace varios días” explica Pedro mientras, el ciego y sus padres suplican a Jesús: “¡Jesús, Hijo de David, piedad de nosotros!”, “Pon tu mano en los ojos de mi hijo y verá”, “¡Ten piedad de mí, Señor! ¡Yo creo en Ti!”. ■ Jesús toma de la mano al ciego y retrocede con él unos metros para resguardarle del sol, que ya inunda la calle. Le arrima a la pa­red cubierta de follaje de una casa, la primera del pueblo, y Él se po­ne de frente. Se moja de saliva los dos índices y le restriega los párpados con los dedos húmedos; luego le aprieta los ojos con las manos (la base de la mano en la concavidad de las órbitas y los dedos abier­tos y metidos entre los cabellos del desdichado). Así ora. Luego le quita las manos. Pregunta al ciego: “¿Qué ves?”. Ciego: “Veo hombres. Son sin duda hombres. Pero así me imaginaba a los árboles vestidos de flores; pero deben ser hombres, porque caminan y se mueven en dirección a mí”. Jesús impone otra vez las manos y las vuelve a quitar y dice: “¿Y ahora?”. Ciego: “¡Ahora veo bien la diferencia entre los árboles plantados en la tierra y estos hombres que me están mirando… ¡Y te veo a Ti! ¡Qué hermosura la tuya! Tus ojos son iguales que el cielo y tus cabellos parecen rayos de sol… y tu mirada y tu sonrisa son propios de Dios. ¡Señor, te adoro!”, y se arrodilla para besarle la orla de su túnica. ■ Jesús: “Levántate y ve adonde tu madre, que durante tantos años ha sido para ti luz y consolación y de la cual no conoces otra cosa sino el amor”.  Le toma de la mano y le lleva a su madre, que está arrodillada a algunos pasos de distancia, en actitud de adoración, de la misma for­ma que antes estaba en actitud de súplica. Jesús: “Levántate, mujer. Aquí tienes a tu hijo, que ve la luz del día. Quiera su corazón seguir la Luz eterna. Ve a casa. Sed felices. Y sed santos por agradecimiento a Dios. ■ Pero, al pasar por los pueblos, no digáis a ninguno que te he curado, para que la muchedumbre no se desplace aquí enseguida para impedirme ir a donde es justo que va­ya a llevar confirmación en la fe, a llevar luz y alegría a otros hijos de mi Padre”. Y, rápido, por un senderillo que discurre entre huertos, se escabu­lle en dirección hacia la casa de Pedro, donde entra saludando a Porfiria con su dulce saludo. (Escrito el 1 de Diciembre 1945).
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1  Nota  : Cfr. Mc. 8,22-26.
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5-348-307 (6-36-217).- Mannaén ofrece su protección pues: “Hay mucha efervescencia contra Ti en Israel. Las noticias de tus obras han penetrado incluso en la casa de Herodes Antipas…” (1).- Encargo para Mannaén: acompañará a la Madre y discípulas a Jerusalén. Jesús con sus apóstoles irá por otros caminos.
* Los niños de Cafarnaúm y Jesús.- ■ Cuando ponen pie en la playita de Cafarnaúm, los recibe el griterío de los niños, que, tanto corren, veloces, chillando con sus voceci­tas, desde la playa a las casas, que asemejan a las golondrinas afana­das en la construcción de los nuevos nidos; alborozados con esa sen­cilla alegría de los niños, para los cuales es espectáculo maravilloso un pececito muerto encontrado en la orilla, y mágico objeto una piedrecita pulida por las olas y que por su color asemeja a una piedra preciosa, o la flor descubierta entre dos piedras, o el escarabajo tor­nasolado capturado en vuelo: prodigios todos dignos de ser mostrados a las mamás, para que participen de la alegría de su hijito. Mas ahora estas golondrinitas humanas han visto a Jesús, y to­dos corren a Él, que está para desembarcar en la playa. Entonces se abate sobre Jesús una viva avalan­cha de cariño, una cadena suave de tiernas manitas; un amor de corazones infantiles, que, cual dulce fuego, le da calor. “¡Yo! ¡Yo!”. “¡Un beso!”.  “¡A mí!”. “¡También yo!”. “¡Jesús! ¡Te quiero!”. “¡No te vuelvas a marchar por tanto tiempo!”. “Venía todos los días aquí para ver si venías”.  “Yo iba a tu casa”. “Ten esta flor. Era para mi mamá. Pero te la doy”. “Otro beso más para mí, muy fuerte. El de antes no me ha tocado, porque Yael me ha empujado para atrás…”. Y las vocecitas continúan mientras Jesús trata de caminar entre esa red de ternuras. ■ Los discípulos y apóstoles, tratando de aflojar el cerco, gritan: “¡Pero dejadle un poco en paz! ¡Fuera! ¡Basta!”. Pero… ¡Ya, ya! ¡Parecen lianas provistas de ventosas! Por esta parte las separan, por allá se pegan. Jesús dice sonriendo: “¡Dejad! ¡Dejadlos! Con paciencia llegaremos”, y da pasos increíblemente pequeños para poder andar sin pisar piececitos descalzos.
* “Las noticias de tus obras han penetrado incluso dentro de las sucias murallas de Maqueronte y en los lujuriosos refugios de Herodes, bien sean éstos el palacio de Tiberíades, o los castillos de Herodías o la espléndida mansión de los Asmoneos cerca del Six­to”.- Pero lo que le libra del amoroso cerco es la llegada de Mannaén con otros discípulos, entre los cuales los pastores que esta­ban en Judea. El solemne Mannaén, con voz potente, dice: “¡La paz a Ti, Maestro!”. Va espléndidamente vestido, aunque ya sin objetos de oro en la frente y en los dedos; eso sí, con una magnífica espada a la cintura, que suscita la admiración llena de reverencia de los niños, los cua­les, ante este magnífico caballero vestido de púrpura y con un arma tan estupenda en su cintura, se apartan atemorizados. Y así Jesús puede abrazarle, y abrazar a Elías, a Leví, a Matías, a José, a Juan, a Simeón, y no sé a cuántos otros más. “¿Cómo es que estás aquí? ¿Y cómo has sabido que había desembarcado?”. Mannaén: “Lo he sabido por los gritos de los niños. Han traspasado los muros como flechas de alegría. Pero he venido aquí porque pen­saba que está próximo tu viaje a Judea y que ciertamente tomarán parte en él las mujeres… He querido estar también yo… Para prote­gerte, Señor, si no es demasiada soberbia pensarlo. Hay mucha efer­vescencia en Israel contra Ti. Esto es una cosa dolorosa de decir, pero no creo que lo ignores”. ■ Hablando así, llegan a la casa y entran en ella. Mannaén conti­núa hablando después de que el dueño de casa y su mujer han saluda­do reverentemente al Maestro. “Ya en estos momentos la efervescencia y el interés que suscitas ha penetrado por todas partes, despertando la atención in­cluso de los más ignorantes e insensibles. Las noticias de tus obras han penetrado incluso den­tro de las sucias murallas de Maqueronte y en los lujuriosos refugios de Herodes, bien sean éstos el palacio de Tiberíades, o los castillos de Herodías o la espléndida mansión de los Asmoneos cerca del Six­to. Franquean, como oleadas de luz y poder, las barreras de tinieblas y mezquindad. Abaten los cúmulos de pecados, dispuestos como trin­chera, para protección de los sucios amores de la Corte y de deli­tos sin nombre. Asaetean, como dardos de fuego, escribiendo palabras mucho más duras que las del banquete de Baltasar (2), sobre las licenciosas paredes de las alcobas y de las salas del trono y de los banquetes. Gritan tu Nombre y tu poder, tu naturaleza y tu misión. ■ Y Herodes tiembla de miedo por ello; y Herodías se retuerce en sus lechos, temerosa de que Tú seas el Rey vengador que habrá de arrebatarle sus riquezas e in­munidades, si no incluso la vida, entregándola en manos de la plebe, que vengaría sus muchos delitos. En la Corte tiemblan. Y es por Ti. Tiemblan de miedo humano y sobrehumano. Desde que la cabeza de Juan cayó cortada, un fuego parece devorar las entrañas de quienes le mataron. Ya no tienen siquiera su mísera paz de antes, paz de puercos hartos de comilonas, que buscan silencio a las acusa­ciones de la conciencia en la ebriedad y en la inmoralidad. Ya no hay nada que les dé paz… se sienten perseguidos… Y después de cada una de las horas de amor se odian, hartos el uno de la otra, culpándose recíprocamente de haber cometido el delito que turba, que ha sobrepasado la medida; mientras que Salomé, como poseída por un demonio, vive bajo un erotismo que degradaría a una esclava de las minas. El Palacio huele peor que una cloaca. ■ Herodes me ha preguntado varias veces acerca de Ti. Siempre he respondido: «Para mí es el Mesías, el Rey de Israel de la única estirpe real, la de David. Es el Hijo del hombre a que se refieren los Profetas, es el Verbo de Dios, Aquel que, por ser el Mesías, el Ungido de Dios, tiene derecho a reinar sobre todos los vivientes». Y Herodes palidece de miedo sin­tiéndote como el Vengador. Y trata de arrojar de sí el miedo, el grito de la conciencia destrozada por el remordimiento, gritando —porque los de la Corte para consolarle dicen que Tú eres Juan que en verdad no ha muerto, y con ello le hacen temblar más que nunca, de horror; o Elías, o algún otro profeta del pasado—, gritando: «¡No, no puede ser Juan! Le decapitaron por orden mía y su cabeza la tiene Herodí­as bien guardada. Y no puede ser uno de los profetas. No se vive de nuevo una vez muertos. No puede ser ni siquiera el Mesías. ¿Quién lo afirma? ¿Quién dice que lo es? ¿Quién osa decirme que Él es el Rey de la única estirpe regia? ¡Yo soy el rey! ¡Yo! Y ningún otro. El Mesías fue matado por Herodes el Grande: fue ahogado, recién nacido, en un mar de sangre. Fue degollado como un corderito… y tenía pocos me­ses… ¿Oyes cómo llora? Su balido me grita continuamente dentro de la cabeza, junto con el rugido de Juan: ‘No te es lícito’… ¡¿No me es lícito?! Sí. Todo me es lícito, porque yo soy ‘el rey’. Que traigan vino y muje­res, si Herodías rechaza mis abrazos amorosos, y que dance Salomé para despertar mis apetitos adormecidos por esas noticias pavorosas que dices». Y se emborracha entre las adulaciones de la Corte, mientras en sus habitaciones grita la desquiciada mujer sus blasfemias contra el Mártir, y sus amenazas contra Ti; y, en las suyas,  Salomé reconoce lo que es el haber nacido del pecado de dos lujuriosos y el haber sido cómplice de un delito conseguido tras entregar su propio cuerpo a las ansias lujuriosas de un hombre desenfrenado. ■ Pero luego Herodes vuelve en sí y quiere saber de Ti, y querría verte. Y por este motivo favorece el que yo venga a Ti, con la esperanza de que te lleve a su presencia; cosa que no haré nunca, para no llevar tu santidad a un antro de fieras inmundas. Y Herodías querría echar sobre Ti sus manos para golpearte, herirte, y lo grita con su estilete en las manos… Y querría tenerte Salomé, que te vio en Tiberíades sin que Tú lo supieras, el pasado Etanim, y que enloquece por Ti… ¡Éste es el Palacio, Maestro! Pero yo permanezco en él, porque así vigilo las intenciones respecto a Ti”. Jesús: “Yo te lo agradezco y el Altísimo te bendice por ello. También esto es servir al Eterno en sus decretos”. Mannaén: “Lo he pensado. Y por este motivo he venido”. ■ Jesús: “Mannaén, dado que has venido, te ruego una cosa. No bajes a Jerusalén conmigo, sino con las mujeres. Yo voy con éstos por caminos desconocidos; no podrán hacerme ningún mal. Pero ellas son mujeres inde­fensas, y el que las acompaña es de corazón manso y está enseñado a ofrecer la mejilla a quien ya le ha golpeado en la otra. Tu presencia será segu­ra protección. Un sacrificio, lo comprendo. Pero estaremos juntos en Judea. No me niegues esto, amigo”. Mannaén: “Señor, todo deseo tuyo es ley para tu siervo. Estoy al servicio de tu Madre y de las condiscípulas, desde este momento hasta cuando quieras”. Jesús: “Gracias. Esta obediencia tuya también será escrita en el Cielo”. (Escrito el 2 de Diciembre de 1945).
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1  Nota  : Cfr. Mt. 14,1-2; Mc. 6,14-16; Lc. 9,7-9a.   2  Nota  : Cfr. Dan. 5.
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(<Después de la Transfiguración de Jesús en el monte Tabor, Jesús acaba de curar a un muchacho, un endemoniado epiléptico-lunático [Mt. 17,14-21] —pasaje relatado en el episodio 5-349-325 en el tema “Demonio-Infierno”—, al pie del monte Tabor, una vez de que los apóstoles e Iscariote habían intentado su curación sin resultados>)
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5-350-331 (6-38-238).- El poseído, con gestos burlones, se había dirigido a J. Iscariote: “Entre mí y tú, tú eres el más demonio”.
“Si habéis fracasado ha sido por vuestra insuficiencia, y también por haber disminuido con elementos no santos, cuanto os había dado, esperando de este modo conseguir triunfos mayores”.- ■ Judas de Keriot, que no ha encajado la afrenta de haber intentado varias veces con el muchacho y haber obtenido solo que cayera en un estado de agitación o incluso en convulsiones, agrega: “Pero nosotros… hasta parecía que nosotros le causábamos mayor mal. ¿Recuerdas, Felipe? Tú que me ayudabas oíste y viste los gestos burlones que me hacía. Me gritó incluso: “¡Lárgate, lárgate! ¡Entre mí y tú, tú eres el más demonio!”. Lo cual hizo que a mis espaldas se rieran los escribas”. Jesús le pregunta con sumo interés: “¿Y ello te ha dolido?”. Iscariote: “¡Claro que sí! A nadie gusta que se burlen de uno. Y no es bueno cuando se trata de tus apóstoles. Se pierde autoridad”. Jesús: “Cuando uno tiene a Dios consigo tiene uno autoridad, aun cuando el mundo entero se burle, Judas de Simón”. Iscariote: “¡Está bien! Pero Tú aumenta, al menos en tus apóstoles, el poder para que no nos sucedan más ciertas cosas”. Jesús: “Ni es justo ni sería útil que Yo aumentara el poder. Por vosotros mismos lo tenéis que hacer para salir vencedores. Si habéis fracasado ha sido por vuestra insuficiencia, y también por haber disminuido con elementos no santos, cuanto os había dado, esperando de este modo conseguir triunfos mayores”. Iscariote pregunta: “¿Lo dices por mí, Señor?”. Jesús: “Tú lo sabrás si lo mereces. Hablo a todos”. ■ Bartolomé pregunta: “¿Entonces qué cosa es necesaria para vencer esta clase de demonios?”. Jesús: “La oración y el ayuno. Nada más. Orad y ayunad. Y no sólo en la carne. Por eso bien está que vuestro orgullo haya quedado en ayunas, sin ser satisfecho. El orgullo satisfecho vuelve apáticos la mente y el corazón, y la oración se hace tibia, inerte; de la misma forma que el cuerpo demasiado lleno se hace pesado, somnoliento. Y ahora vamos también nosotros al descanso justo… Idos. La paz sea con vosotros”. (Escrito el 4 de Diciembre de 1945).
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(<Al día siguiente de la 2ª multiplicación de los panes, en la sinagoga de Cafarnaúm, tiene lugar el discurso del Pan del Cielo [Ju. 6,22-71] —relatado en episodio 5-354-352 en el tema “Eucaristía”— delante de mucha gente y de muchos discípulos. Al término del discurso y como consecuencia del mismo se produce el abandono de muchos discípulos>)
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5-354-364 (6-44-269).- Los apóstoles, ante este abandono, le manifiestan una firme y total adhesión. Pero Jesús les dice: “¡Y, sin embargo, uno de vosotros es un demonio!”.
*  Solo Iscariote se atreve a besarle en la cara. Jesús se levanta de repente y su reacción es tan imprevista que casi le rechaza bruscamente.- ■ En la sinagoga están ahora Jesús, el sinagogo y los apóstoles… Jesús se vuelve a los doce que, apesadumbrados, están en un rincón y pregunta: “¿También vosotros queréis marcharos?”. Y pregunta sin acritud, sin tristeza, pero sí con mucha seriedad.  Pedro, que la siente en el alma, al punto responde: “¡Señor! ¿y a dónde quieres que vayamos? ¿Donde quién? Tú eres nuestra vida y nuestro amor. Sólo Tú tienes palabras de Vida eterna. Nosotros hemos conocido que eres el Mesías, el Hijo de Dios. ¡Si quieres, recházanos. Pero nosotros, de nuestra parte, no te abandonaremos! ¡Ni siquiera… ni siquiera si no nos amaras más!…”. Gruesas lágrimas corren por la cara de Pedro… También Andrés, Juan, los dos hijos de Alfeo lloran sin freno alguno. Los otros, pálidos o rojos por la emoción, no lloran pero sufren visiblemente. Jesús: “¿Por qué habría de rechazaros? ¿No fui Yo quien os elegí a vosotros los doce?”. ■ Jairo, el sinagogo, prudentemente se retira para que Jesús se quede con sus apóstoles y pueda hablar con ellos con libertad. Al ver que se ha ido, Jesús, sentándose abatido, como si la revelación que va a hacer le costara un esfuerzo superior a lo que puede hacer, entristecido, lleno de dolor dice: “¡Y sin embargo uno de vosotros es un demonio!”. Las palabras caen despacio, pesadas, en la sinagoga en la que sólo la luz de las lámparas brilla… y nadie se atreve a decir algo, pero se miran unos a otros, inquisitivos, temerosos; y cada uno, con un interrogante aún más angustioso e íntimo, se examina a sí mismo…  Nadie se mueve. Jesús está  ahí, sólo, en su asiento, con las manos cruzadas sobre sus rodillas, el rostro inclinado. Después de algunos instantes lo levanta y dice: “Venid ¡No soy un leproso! ¿O creéis que lo soy?”. Entonces Juan corre adelante, se enrosca a su cuello y dice: “¡Aunque estuvieras leproso te seguiría! Iré contigo si se te condenare, a la muerte, si esto te espera…”; y Pedro se echa a sus pies, los toma, se los pone sobre sus hombros y sollozando dice: “¡Aquí aprieta, aplasta! ¡Pero no me hagas pensar que desconfías de tu Simón!”. Los otros, al ver que Jesús acaricia a Juan y a Pedro, se acercan y besan sus vestidos, sus manos, sus cabellos… Sólo Iscariote se atreve a besarle en la cara. Jesús se levanta de repente y su reacción es tan imprevista que casi le rechaza bruscamente, y dice: “¡Vayamos a casa! Mañana por la noche partiremos en barca para Ippo”. (Escrito el 7 de Diciembre de 1945).
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(<Al día siguiente, Jesús nuevamente en la Sinagoga de Cafarnaúm>)
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5-355-368 (6-45-274).- Nicolás, prosélito de Antioquía, enviado por Juan de Endor, se hace discípulo.- Jesús,  desde la Transjordania hacia Jerusalén, con sus apóstoles.
*  Los desertores de ayer, tras el discurso del pan, no quieren oír a Jesús en la sinagoga y Jairo pide a Jesús: “Señor, ¡repite el gesto de Nehemías!”.- ■ El sinagogo Jairo, que está leyendo en voz alta un rollo, suspende su lectura y dice, inclinándose profundamente: “Maestro, te ruego que hables a los rectos de corazón. Prepáranos para la Pascua con tu santa palabra”. Jesús: “Estás leyendo algo de los Reyes ¿no es verdad?”. Jairo: “Sí, Maestro. Trataba de hacer reflexionar que quien se separa del Dios verdadero cae en la idolatría de becerros de oro”. Jesús: “Has dicho bien.  ¿Ninguno de vosotros tiene nada que decir?”. Se oye un murmullo  entre la gente. Algunos quieren que hable, otros gritan: “Tenemos prisa. Recítense las oraciones y se acabe la reunión. Vamos a Jerusalén y allá escucharemos a los rabinos”.  Los que gritan así son los muchos desertores de ayer, retenidos en Cafarnaúm por el sábado. Jesús los mira con profunda tristeza y dice: “¡Tenéis prisa! ¡Es verdad! También Dios tiene prisa de juzgaros. ¡Idos!”. Luego volviéndose hacia los que les reprenden: “No los reprendáis. Cada árbol da su fruto”. ■ Jairo, a quien se unen los apóstoles, los discípulos fieles y los de Cafarnaúm, grita iracundo: “¡Señor! Haz lo mismo que Hizo Nehemías (1). ¡Repréndelos, Tú, Sumo Sacerdote!”. Jesús abre los brazos en forma de cruz, y palidísimo, con un rostro en que está pintado un cruel dolor, grita: “¡Acuérdate, propicio, de Mí, Dios mío! ¡Acuérdate también propiciamente de ellos! ¡Yo los perdono!”.
* Nicolás de Antioquía ve al Mesías prometido en la bondad y en las palabras de Jesús.- ■ Se vacía la sinagoga. Se quedan los fieles a Jesús… Hay un extranjero en un rincón. Es un hombre robusto, no observado por ninguno; él tampoco habla con nadie. Solo mira fijamente a Jesús, tanto que Él vuelve sus ojos hacia el rincón, le ve y pregunta a Jairo que quién es. Jairo: “No lo sé. Sin duda, alguno que está de paso”. Jesús le pregunta en voz alta: “¿Quién eres?”. El hombre contesta: “Nicolás, prosélito de Antioquía, y voy a Jerusalén para la Pascua”. Jesús: “¿A quién buscas?”. Nicolás:  “A Ti, Señor. Deseo hablar contigo”. Jesús:  “Ven”. Sale con él al huerto que está detrás de la sinagoga. Nicolás le dice: “Hablé en Antioquía con un discípulo tuyo de nombre Félix. He deseado muchísimo conocerte. Me dijo que sueles encontrarte en Cafarnaúm, y que tienes a tu Madre en Nazaret. También me dijo que sueles ir a Getsemaní, o a Betania. El Eterno ha querido que te encontrara aquí. Ayer estuve aquí. Estuve cerca de Ti cuando llorabas en medio de tus oraciones cerca de la fuente… Te amo, Señor, porque eres santo y bueno. Creo en Ti. Tus acciones, tus palabras ya me habían conquistado, pero tu misericordia, que mostraste hace poco, ha terminado para que me decidiera. ¡Señor, recíbeme en el lugar de quien te abandona! Vengo por Ti con todo lo que tengo: mi vida, mis bienes, todo, en una palabra”. Se arrodilla al decir estas últimas palabras. Jesús le mira fijamente… luego dice: “Ven. De hoy en adelante serás del Maestro. Vamos a donde tus compañeros”. ■ Vuelve a la sinagoga donde hay una intensa conversación de los discípulos y apóstoles con Jairo. Jesús les dice: “He aquí a un nuevo discípulo. El Padre me consuela. Amadle como a un hermano. Vamos a compartir con él el pan y la sal. Luego en la noche partiréis para Jerusalén y nosotros con las barcas iremos a Ippo… No digáis a nadie mi camino, para que no me entretengan”. ■ El sábado ha terminado, y los que quieren evitar a Jesús están ya en la playa, para contratar las barcas para Tiberíades. Y discuten con Zebedeo, que no quiere ceder su barca ya preparada para partir en la noche con Jesús y los doce y cercana a la de Pedro. Éste, que está de mal humor, dice: “¡Voy a ayudarle!”. Jesús para evitar choques, le retiene y le dice: “Vamos todos, no tú solo”. Y así lo hacen… Y saborean la amargura de ver que los enemigos se van sin dar siquiera un saludo, terminando la discusión al punto con tal de alejarse de Jesús… Se oye una que otra palabra ofensiva contra el Maestro y consejos subversivos a los discípulos fieles… ■ Jesús se dirige a casa, después de que sus contrarios han partido. Dice al nuevo discípulo: “¿Lo estás viendo? Esto es lo que te aguarda si eres de los míos”. Nicolás: “Lo sé. Y por esto me quedo. Un día te vi en medio de la turba que delirante te aclamaba por su rey. Levanté mis hombros y me dije: “¡He ahí a otro iluso! ¡Otra plaga para Israel!”, y no te seguí porque parecías un rey. No volví a pensar en Ti. Ahora te sigo porque veo al Mesías prometido en tus palabras, en tu bondad”. Jesús: “En verdad que estás más adelantado en el camino de la justicia que otros muchos. Pero una vez más repito. Quien espera en Mí un rey terreno que se retire; quien crea que se avergonzará de Mí ante el mundo acusador, que se retire; quien se vaya a escandalizarse de verme tratado como malhechor, que se retire. Os lo digo mientras podéis hacerlo sin veros comprometidos ante los ojos del mundo. Imitad a los que huyen en aquella barca, si no os sentís con fuerzas de compartir conmigo mi suerte en el oprobio, para poder compartirla después en mi gloria. Porque esto es lo que va a suceder. El Hijo del hombre, va a ser acusado y entregado en las manos de los hombres, los cuales le matarán como a un malhechor y pensarán que le habrán vencido. ¡Pero en vano cometerán ese crimen, porque resucitaré después de tres días y triunfaré! ¡Bienaventurados los que sepan estar conmigo hasta el fin!”.
* Judas, quien ve por todas partes traición y mentira, es uno capaz de esas cosas. Porque se mide en el mismo modelo”.- ■ Ya han llegado a casa. Jesús confía a los discípulos el recién llegado y sube al lugar de antes; más exactamente, entra en la habitación superior y se sienta pensativo. Poco después suben Iscariote y Pedro. “Maestro, Judas me ha hecho ver bien las cosas”. Jesús: “¿Cuáles?”. Pedro: “Aceptas a este Nicolás, que es prosélito, e ignoramos su pasado. Hemos tenido ya muchos problemas… y tenemos… ¿Y ahora? ¿Qué sabemos de él? ¿Podemos confiarnos? Judas tiene razón al decir que podría tratarse de algún espía que los enemigos han enviado”. Iscariote: “¡Claro! ¡Puede ser un traidor! ¡No quiere decir de dónde viene y quién le ha enviado! Yo le he preguntado y se limita a decir: «Soy Nicolás de Antioquía, prosélito». Tengo serias sospechas”. Jesús: “Vuelvo a repetir que viene a Mí, porque me ve traicionado”. Iscariote: “¡Puede ser una mentira! ¡Una traición!”. Jesús dice serio: “Quien ve por todas partes la mentira o la traición es uno capaz de esas cosas. Porque se mide con el mismo modelo”. Iscariote grita enojado: “¡Señor, me ofendes!”. Jesús: “¡Déjame entonces, y vete con quien me abandona!”. Judas sale golpeando la puerta de mal modo. ■ Pedro dice: “¡De todas formas, Señor, Judas no siempre está equivocado!… Y además no quisiera yo… que ese hombre Nicolás hablara de Juan. No cabe duda que es el hombre de Endor el que te lo manda…”. Jesús: “Y así es. Pero Juan de Endor es prudente y ha tomado nuevamente su antiguo nombre. Puedes estar tranquilo, Simón. Un hombre que se hace discípulo porque ve que mi causa humana está perdida, no puede ser sino un hombre de corazón recto. Todo lo contrario del que acaba de salir, y que vino a Mí porque esperaba ser el príncipe de un rey poderoso… y no se convence de que soy Rey pero de los corazones…”. Pedro: “¿Sospechas de él, Señor?”. Jesús:  “No sospecho de nadie, pero en verdad te digo que a donde llegará Nicolás, discípulo y prosélito, Judas de Simón, apóstol, israelita y judío, no llegará”. ■ Pedro: “Señor quisiera preguntar a Nicolás acerca de… Juan”. Jesús:  “No lo hagas. Juan no le dio encargo alguno porque es prudente. No seas curioso”. Pedro: “Está bien, Señor. Solo quería pedirte tu permiso…”. Jesús: “Vamos a bajar para acelerar la cena. Partiremos a media noche… ■ Simón, ¿me amas?”. Pedro: “¡Oh, Maestro, qué preguntas!”. Jesús: “Simón, mi corazón está más oscuro que el lago en una noche de tormenta, y tan azotado por las olas como él…”. Pedro: “¡Oh, Maestro mío!… ¿qué puedo decirte si yo estoy más… oscuro y agitado que Tú? Te voy a decir una cosa: «Aquí estoy. Si mi corazón puede darte algún consuelo, tómalo». No tengo más que él, pero es sincero”. Jesús pone por un momento la cabeza en ese pecho amplio y fuerte; luego se pone de pie y baja con Pedro. (Escrito el 9 de Diciembre de 1945).
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1  Nota  : Cfr. Esdr. 5.
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5-356-371 (6-46-277).- Aguas termales de Yarmok (Gadara).- Herejías de Iscariote (¿Existe infierno, demonio, libre albedrío?) y las renuncias de Juan que quiere solo amar.
* Altercado entre Pedro e Iscariote que —en su voz, mirada, modo de caminar— muestra su rabia, despecho, desilusión que tiene en su corazón.-Jesús está ya en la Transjordania. La ciudad que se ve en lo alto de una verde colina es la ciudad de Gadara, la primera a la que llegan después de haber desembarcado en la playa sudoriental del lago de Galilea, sin bajar a Ippo, a donde se dirigieron las barcas hostiles a Jesús. Creo que han desembarcado, por tanto, justo frente a Tariquea, allí donde el Jordán sale del lago. Jesús pegunta a Pedro: “Conoces el camino más corto para ir a Gadara ¿no? ¿Te acuerdas de él?”. Pedro: “Y ¡cómo no! Cuando lleguemos a los manantiales calientes del Yarmok, solo tendremos que seguir el camino”. Tomás pregunta: “¿Y dónde se encuentran los manantiales?”. Pedro, arrugando con disgusto la nariz, exclama: “¡Basta tener narices para encontrarlos! ¡Huelen muchísimo antes de llegar!”. Iscariote observa: “¡No sabía que hubieras sufrido de dolores!…”. Pedro: “¿Yo haber padecido dolores? ¡Jamás!”. Iscariote: “¡Es que conoces tan bien las aguas termales del Yarmok, que debes haber estado allí!”. Pedro: “Nunca he tenido necesidad de aguas termales, para estar bien. Los malhumores de los huesos me salieron con el sudor en mi honesto trabajo… y, además, como he trabajado más que gozado, todos los bichos, que hubieran podido entrárseme, fueron muy pocos, en mí…”. Iscariote dice inquieto: “Lo dices por mí, ¿no es verdad? ¡Bueno! ¡Yo soy el culpable en todo y de todo!…”. Pedro: “Pero, ¿qué te ha picado? Tú preguntas, yo respondo, como habría respondido al Maestro o a cualquier otro compañero. Y creo que nadie se hubiera visto ofendido, ni siquiera Mateo, que… ha sido una persona de mundo, se lo habría tomado mal”. Iscariote: “¡Bueno, pero yo sí me he sentido ofendido!”. Pedro: “No creía que fueras tan delicado. Sin embargo te pido perdón de esa supuesta insinuación. Por amor al Maestro, ¿sabes? Por Él, que recibe tantas aflicciones de los extraños, y no está bien que nosotros le demos más. Mírale, y verás que, dejando a un lado tus sensibilidades quisquillosas, tiene necesidad de paz y de amor”. Jesús no dice nada. Mira a Pedro y le sonríe agradecido. ■ Judas no dice nada. Está de malhumor, intranquilo. Quiere aparecer cortés, pero la rabia, el despecho, la desilusión que tiene en su corazón, se manifiestan a través de la mirada, la voz, la expresión, y hasta a través de su modo de caminar, dando fuertes pisadas, como para desahogarse, para dar salida a lo que le hierve dentro. De la mejor manera que puede, Iscariote pregunta a Pedro: “¿Entonces cómo conoces estos lugares? ¿Estuviste por causa de tu mujer?”. Pedro, con sinceridad y prudencia, responde: “¡No! Pasé cuando en Etanim vinimos a Auranítide con el Maestro. Acompañé a su Madre y a las discípulas hasta las tierras de Cusa, y por eso, al venir de Bozra, pasé por aquí”. Iscariote, irónico, pregunta: “¿Ibas tú sólo?”. Pedro: “¿Por qué? ¿No crees que valgo yo solo por muchos, cuando hay que valer y hay que hacer un encargo de confianza y, además, se hace por amor?”. Iscariote: “¡Oh cuánta soberbia! ¡Hubiera querido verte!”. Pedro: “Habrías visto a un hombre serio que acompañaba a mujeres santas”. Iscariote, con voz escudriñadora: “Pero ¿de veras ibas solo?”. Pedro: “¡Iba con los hermanos del Señor!”. Iscariote: “¡Ah, bueno! ¡Ya empezamos a admitir algo!”. Pedro: “¡Y empiezas a tirarme de los nervios! ¿Se puede saber qué te pasa?”. Judas Tadeo interviene: “Es verdad. ¡Es una vergüenza!”. Santiago de Zebedeo grita: “Es tiempo de acabar con todo esto”. Bartolomé reprocha a Iscariote: “No te es permitido burlarte de Simón”. Zelote concluye: “Y debes recordar que es nuestro jefe”. Jesús no dice nada.  Iscariote replica: “¡No me burlo de nadie, y no me pasa nada! Sólo es que me gusta picarle un poco…”. ■ Judas Tadeo grita enojado: “¡No es verdad! ¡Mientes! Haces preguntas astutas para llegar a tus conclusiones. El mentiroso cree que todos lo son. Entre nosotros no hay secretos. Estuvimos todos. Hicimos lo mismo todos. Lo que el Maestro nos había ordenado. Y no hay nada más. ¿Lo comprendes?”. Jesús reprende severo: “¡Silencio! ¡Parecéis mujercillas chismosas! ¡Todos estáis equivocados! ¡Siento vergüenza de vosotros!”.
* Juan, aunque se encontrara en medio de una turba de demonios, no se corrompería porque: “Tiene que es puro bajo todos los aspectos, por tanto, ve a Dios”.- ■ Un silencio profundo los invade, mientras se dirigen hacia la ciudad situada sobre la colina. Tomás rompe el silencio con: “¡Qué olor tan apestoso!”. Pedro: “Son los manantiales. Allá está el Yarmok y allá las termas romanas. Y pasadas las termas, hay un buen camino empedrado que lleva a Gadara. Los romanos quieren viajar cómodos. ¡Es bonita Gadara!”. Mateo murmura entre dientes: “Será todavía más bonita porque no nos encontraremos en ella a ciertos tipos… al menos no en abundancia”. Cruzan el puente del río entre olores acres de aguas sulfurosas. Pasan las termas, las callejuelas romanas; toman una buena calle pavimentada con largas losas, que lleva a la ciudad edificada en lo alto de la colina, hermosa dentro de sus murallas. ■ Juan se acerca al Maestro: “¿Es verdad que donde están aquellas aguas, antiguamente, fue arrojado a las entrañas de la tierra un condenado? Mi madre, cuando éramos pequeños, nos lo decía, para hacernos comprender que no debíamos pecar; si no, el infierno se abre bajo los pies de aquel a quien Dios maldice, y se le traga. Y luego, como recuerdo y aviso, han quedado grietas de las que sale ese olor, calor y aguas infernales. ¡A mí me daría miedo bañarme en esas aguas!”. Jesús: “¿Miedo de qué, muchacho? ¡No te corromperías! Es más fácil ser corrompido por los hombres que llevan dentro el infierno y de él emanan hedores y veneno. Pero sólo se corrompen los que, por sí mismos, tienen ya tendencia a corromperse”. ■ Juan: “¿Me podrían corromper a mí?”. Jesús: “No. Aunque te encontraras en medio de una turba de demonios, no”. Iscariote inmediatamente pregunta: “¿Por qué? ¿Qué tiene de distinto de los demás?”. Jesús responde: “Tiene que es puro bajo todos los aspectos. Por tanto, ve a Dios”. Y Judas ríe maliciosamente.
* “El infierno no está encerrado dentro de la tierra. Está sobre la tierra, Juan; en el corazón de los hombres y se hace absoluto más allá”.- Herejías de Iscariote: sobre el Infierno, libre albedrío, Satanás.- ■ Juan vuelve a preguntar: “Entonces, ¿esos manantiales no son boca del infierno?”. Jesús: “No. Son, al contrario, cosas buenas que el Creador hizo para sus hijos. El infierno no está encerrado dentro de la tierra. Está sobre la tierra, Juan; en el corazón de los hombres y se hace absoluto más allá”. Iscariote pregunta: “¿Pero de veras existe el Infierno?”. Sus compañeros, horrorizados, le echan en cara: “¡Pero, qué estás diciendo!”. Iscariote: “Digo: ¿existe verdaderamente? No solo yo, sino también otros tampoco creen”. Gritan con horror:  “¡Pagano!”. Iscariote: “No. Israelita. Muchos de nosotros no creemos en ciertas tonterías”. Varios gritan: “¿Pero, entonces, cómo puedes creer en el Paraíso?”, “¿y en la justicia divina?”, “¿dónde metes a los pecadores?”, “¿cómo explicas la existencia de Satanás?”. Iscariote: “Digo lo que pienso. Hace poco se me echó en cara que era yo un mentiroso. Os demuestro que soy sincero, aunque esto os haga escandalizar de mí, y me haga odioso a vuestros ojos. Además, no soy el único de Israel que cree esto, desde que Israel ha progresado en el saber, en contacto con helenistas y romanos. Y el Maestro, el único cuyo juicio respeto, y que protege a los griegos y es visiblemente amigo de los romanos, no puede censurarnos ni a mí ni a Israel… ■ Yo parto de este concepto filosófico: si Dios controla todo, todo lo que hacemos es por su voluntad; y por esto, nos debe premiar a todos de igual modo, porque no somos sino autómatas movidos por Él. Somos unos seres privados de voluntad. El mismo Maestro lo anda diciendo: «La voluntad del Altísimo. La voluntad del Padre». Ésa es la única Voluntad. Y es tan infinita, que aplasta y anula la voluntad limitada de las criaturas. Por tanto, Dios hace tanto el bien como el mal, porque nos los impone, aunque parezcan hechos por nosotros. Y, por tanto, no podrá castigarnos por el mal, y de este modo se ejercerá su justicia, porque nuestras culpas no son voluntarias, sino impuestas por quien quiere que las hagamos para que en la tierra haya bien y mal. El malo es el medio de expiación de los menos malos. Y él sufre el no poder ser considerado bueno, expiando así su parte de culpa. Jesús ha dicho que el infierno está en la tierra y en el corazón de los hombres. Yo no siento a Satanás. No existe. Hubo un tiempo que lo creía. Pero ya desde hace tiempo estoy convencido que es un mito. Y creer de este modo es llegar a tener paz”. Judas ha lanzado estas teorías suyas con aire magistral, en tal forma que los demás se quedan sin respiro… ■ Jesús no dice nada. Judas le provoca: “¿No tengo razón, Maestro?”. Jesús: “¡No!”. Un «no» rotundo, seco.  Iscariote: “Y, sin embargo yo… yo no siento a Satanás y no admito el libre albedrío, el Mal. Y todos los saduceos están de mi parte, como también muchos de Israel. Es claro ¡Satanás no existe!”. Jesús le mira. Una mirada tan compleja que no puede analizarse: de juez, de médico, de persona afligida, del que no sabe qué hacer… hay todo en esa mirada… Judas, que se ha lanzado desbocado en su hablar, concluye: “¡Será que he superado el terror de los hombres hacia Satanás porque soy mejor que los demás, más perfecto!”. Y Jesús guarda silencio. Judas le provoca. “¡Pero habla! ¿Por qué no tengo yo miedo?”. Jesús no responde. “¿No contestas, Maestro? ¿Por qué? ¿Tienes miedo?”. Jesús: “No. Soy la Caridad. Y la Caridad no pronuncia su juicio hasta que no se ve obligado a emitirlo… ¡Déjame y retírate!”. Finalmente, porque Judas trata de abrazarle; y en voz baja, estrechado por los brazos del blasfemo, le dice: “¡Me causas asco! ¡No ves ni sientes a Satanás porque sois una misma cosa! ¡Apártate de Mí, demonio!”. ■ Judas, con verdadero descaro, le besa y se echa a reír, como si el Maestro le hubiera dicho en secreto alguna alabanza. Vuelve donde sus compañeros, que se han detenido horrorizados, y dice: “¿Os dais cuenta? Yo sé abrir el corazón al Maestro. Y le hago feliz porque le muestro mi confianza y de Él recibo la lección correspondiente. ¡Vosotros, por el contrario!… Jamás os atrevéis a hablar, porque sois soberbios. ¡Oh, seré yo el que sepa más de Él! Y podré hablar…”.
* Jesús llora por Judas y pide a Juan que le ayude con su amor y oración.-  ■  Han llegado a las puertas de la ciudad. Entran todos juntos, porque Jesús los esperó. Pero, mientras cruzan el pasaje, Jesús ordena: “Mis hermanos y Simón adelántense para reunir a la gente”. Iscariote: “¿Por qué no yo, Maestro? ¿No me das más misiones? ¿No son ahora ya necesarias? Me has dado dos seguidas, que han durado varios meses…”. Jesús: “Y luego te quejaste diciendo que quería alejarte. ¿Ahora te quejas que te tenga cerca?”. Judas no sabe qué responder y prefiere callarse. Se pone delante con Tomás, Zelote, Santiago de Zebedeo y Andrés. Jesús se detiene para dejar pasar a Felipe, a Bartolomé, a Mateo y a Juan, como si quisiera estar solo. No se oponen. ■ Pero el bueno de Juan, cuyos ojos durante las disputas y blasfemias de Judas más de una vez han brillado de lágrimas, se vuelve y ve que Jesús, creyendo pasar desapercibido en la solitaria y un poco oscura calle (por las ininterrumpidas arcadas que la cubren), se lleva las manos a la frente con un gesto de dolor, y se curva como quien tiene un gran dolor. Deja a sus compañeros, y vuelve donde el Maestro: “¿Qué te pasa, Señor mío? ¿Sufres otra vez como cuando te encontramos en Akcib? ¡Oh, señor mío!”. Jesús: “¡No, Juan! ¡No! Ayúdame tú, con tu amor. No digas nada a los demás. Ruega por Judas”. Juan: “Sí, Maestro. Es muy infeliz ¿verdad? Está en las tinieblas y no lo sabe. Cree haber alcanzado la paz… ¿Es paz ésa?”. Jesús, afligidísimo, responde: “Es muy infeliz”. Juan: “No te aflijas, Maestro, de esta forma. ¡Piensa en cuántos pecadores, endurecidos en el pecado, han vuelto a ser buenos! Así hará Judas. ¡Claro que le salvarás! Esta noche la pasaré en oración por él. Pediré al Padre que haga de mí uno que solo sepa amar; no deseo ninguna otra cosa. Soñaba con dar mi vida por Ti y hacer brillar tu poder por medio de mis obras. Ahora ya no. Renuncio a todo, escojo la vida más humilde y común y pido al Padre que dé todo lo mío a Judas… para hacerle feliz… y para que así se vuelva hacia la santidad… ■ ¡Señor!… tendría que decirte algunas cosas… Creo saber por qué Judas es así”. Jesús: “Ven esta noche. Oraremos juntos y hablaremos…”. Juan: “¿Me escuchará el Padre? ¿Aceptará mi sacrificio?”. Jesús: “El Padre te bendecirá, pero sufrirás por ello…”. Juan: “¡Oh, eso no importa! Basta con que te vea contento… y con que Judas… y con que Judas…”. Jesús: “Sí, Juan, mira, nos están llamando. Vamos aprisa”. La callecita se convierte poco después en una buena calle adornada con pórticos y ventanas, con plazas, la una más hermosa que la otra. Calles paralelas la recorren. Allá en el fondo debe de estar el anfiteatro. Hay varios enfermos en un ángulo de un pórtico en espera del Salvador. Pedro viene al encuentro de Jesús: “Han conservado la fe de lo que les dijimos en Etanim. Han venido inmediatamente”. Jesús: “Y también Yo la premiaré. Vamos”. Y en medio del crepúsculo que tiñe de rosa los mármoles, va a sanar a los que esperaban con  fe. (Escrito el 10 de Diciembre de 1945).
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5-357-378 (6-47-287).- Juan y las culpas de Judas Iscariote.
* “Un día me dijiste que en ocasiones Tú eres el Hombre, solo el Hombre, y por tanto el Padre te hace conocer lo que es ser hombre, que debe guiarse según razón”.  “Piensa en esto Juan. Confiar lo que tú sabes a quien para ti es el «Todo», no es pecado.  Sería pecado si dijeras lo que sabes a quien no puede ser todo amor”.- Por la puerta de la habitación que da a la terraza inferior, pues hay otra superior, que está encima de la habitación más alta, se muestra una sombra alta, apenas visible en la noche, por la blancura del rostro y de las manos que contrastan con el vestido oscuro. La sigue otra sombra de menor estatura. Caminan de puntillas para no despertar a los que tal vez duermen en la habitación próxima, y de puntillas suben por la escalera exterior que lleva a la terraza superior. Luego se toman de la mano y van, así, a sentarse en un banco que está adosado a lo largo del antepecho, muy alto, que circunda la terraza. El banco bajo y el antepecho alto hacen que todas las cosas desaparezcan ante sus ojos. Aunque brillara en el cielo la más clara luna, que bajara a iluminar el mundo, para ellos no sería nada; porque la ciudad y, con ella, los contornos de los montes, están escondidos en la oscuridad nocturna. Tan solo se les muestra el cielo con sus constelaciones de primavera y las magníficas estrellas como la de Orión (Rigel y Betelgeuse), Aldebarán, Perseo, Andrómeda, Casiopea, y las Pléyades unidas como hermanas. Venus (un zafiro, un diamante), Marte (pálido rubí), Júpiter (topacio), son los reyes del pueblo astral y tililan, tililan como para saludar a su Señor, acelerando sus latidos de luz, para alumbrar a la Luz del mundo. ■ Jesús levanta la cabeza apoyándola contra el antepecho para contemplarlas; Juan hace lo mismo perdiéndose mirando arriba, donde se puede ignorar el mundo… Luego Jesús dice: “Y ahora que nos hemos limpiado en las estrellas, vamos a orar”. Se pone de pie. Juan también. Una larga oración silenciosa, apremiante, toda alma, con los brazos abiertos en forma de cruz, con el rostro levantado hacia oriente donde parpadea un rayito de luna. Luego el «Pater» que dicen ambos lentamente, no una vez sino tres, y siempre con una insistencia en el pedir que se revela en la voz; una súplica que es tan ardiente, que separa del cuerpo el corazón, y aleja a éste por los caminos del infinito. Luego silencio. Se sientan donde antes, mientras la luna pincela de blanco a la adormecida tierra. Jesús pasa un brazo por los hombros de Juan. ■ Le dice: “Dime lo que crees que debes decirme. ¿Qué cosas has intuido con la ayuda de la luz espiritual en el alma tenebrosa de tu compañero?”. Juan: “Maestro… estoy arrepentido de habértelo dicho. Cometeré dos pecados…”. Jesús: “¿Por qué?”. Juan: “Porque te causaré dolor al revelarte lo que no sabes, y porque… Maestro, ¿es pecado decir el mal que vemos en otro? Lo es ¿verdad? Y entonces ¿cómo puedo decirlo, sin faltar a la caridad?…”. Juan está angustiado. Jesús da luz a su alma: “Escucha, Juan, ¿para ti es más el Maestro o el condiscípulo?”. Juan: “El Maestro, Señor. Tú vales todo”. Jesús: “¿Y qué soy Yo para ti?”. Juan: “El principio y el fin. Eres el Todo”. Jesús:  “¿Crees que siendo Yo el Todo, conozco también Yo todo lo que existe?”. Juan: “Sí, Señor, y por esto encuentro en mí una contradicción, pues pienso que sabes y sufres. Y porque recuerdo que un día me dijiste que en ocasiones Tú eres el Hombre, solo el Hombre, y por tanto el Padre te hace conocer lo que es ser hombre, que debe guiarse según razón. Y también pienso que Dios, por compasión hacia Ti, podría ocultarte estas feas verdades…”. Jesús: “Piensa en esto, Juan, y habla con toda confianza. Confiar lo que tú sabes a quien para ti es el «Todo», no es pecado. Porque «el Todo» no se escandaliza ni murmura, ni faltará a la caridad, ni siquiera con el pensamiento. Sería pecado si dijeras lo que sabes a quien no puede ser todo amor; a tus compañeros por ejemplo, que murmurarían y hasta atacarían al culpable sin misericordia, haciendo daño a él y a sí mismos. ■ Porque es necesario tener misericordia, una misericordia tanto más grande cuanto más tenemos ante nosotros un alma pobre contagiada con todos los males. Un médico, un enfermero compasivo, o una madre, si es poco el mal que padece un enfermo, se impresionan poco, y poco luchan por curarle; pero si el hijo, o el hombre, está muy enfermo, en peligro de muerte, ya gangrenoso y paralizado, ¡cómo luchan, venciendo repugnancias y fatigas, para curarle! ¿No es así?”. Juan: “Así es, Maestro”. Y Juan, como de costumbre, ha apoyado su cabeza sobre el hombro de Jesús. Jesús: “Pues bien, no todos saben tener misericordia con las almas enfermas; por esta razón hay que ser prudentes en dar a conocer sus males, para que el mundo no las rehúya y no las dañe con el desprecio. Un enfermo que se ve menospreciado se entristece y empeora. Si, por el contrario, le asisten con alegre esperanza, puede sanar, porque la alegría llena de esperanza del que le asiste entra en él y ayuda a la acción de la medicina. Pero Tú sabes que soy la Misericordia y que no mortificaré a Judas. Habla, pues, sin escrúpulo alguno. No eres un espía. Eres un hijo que confía al padre, con preocupación amorosa, el mal que ha descubierto en su hermano, para que él lo cure. ¡Ánimo, pues…!”.
* Judas es un impuro… y me tienta a serlo. Desde que ha vuelto me ha tentado muchas veces… Dos bolsas de dinero… Siente que no tiene la fuerza para hacer milagros… Impreca… practica la magia, incluso con otros. Pide al demonio la fuerza que Tú no le das”.- ■ Juan lanza un suspiro fuerte, luego inclina aún más su cabeza, dejándola caer hasta el pecho de Jesús, y dice: “¡Qué penoso es hablar de cosas corrompidas!… ¡Señor!… Judas es un impuro… y me tienta a serlo. No me importa que se burle de mí, lo que me duele es que se acerque a Ti manchado de sus sucios amoríos. Desde que ha vuelto me ha tentado muchas veces. Cuando las circunstancias nos dejan solos —y él busca la manera de que lo estemos— no hace otra cosa más que hablar de mujeres… y yo siento al oírlo tal repugnancia como si me quisieran abrir la boca para meterme algo fétido”. Jesús:  “¿Pero en el fondo de tu corazón te has sentido turbado?”. Juan: “¿En qué sentido turbado? Mi corazón se estremece, mi razón grita contra estas tentaciones… ¡No quiero corromperme!…”. Jesús: “¿Cómo reacciona tu cuerpo?”. Juan: “Reacciona de horror, de asco”. Jesús: “¿Solamente eso?”. Juan: “Esto solo, Maestro, y entonces lloro, porque me parece que Judas no podría lanzar una ofensa mayor a quien se ha consagrado a Dios. Dime, ¿podrá esto dañar mi ofrenda?”. Jesús: “No. Así como no hace nada un puñado de fango que cae sobre un diamante. No lo raya, no penetra en él. Basta un vaso de agua para limpiarlo. Y queda más bonito que antes”. Juan: “¡Límpiame, entonces!”. Jesús: “Tu caridad, tu ángel lo hacen. Nada queda sobre ti. Eres un altar limpio sobre el que baja Dios. ■ ¿Qué otra cosa hace Judas?”. Juan: “Señor, él… ¡Oh, señor!”. Y Juan baja mucho más su cabeza. “Él… No es verdad que sea dinero suyo el que te da para los pobres; es dinero de los pobres: para ser alabado por una generosidad ficticia. Le enfureciste al quitarle todo el dinero al regreso del Tabor. Y a mí me dijo: «¡Hay soplones entre nosotros!». Yo contesté: «¿Soplones de qué? ¿Robas acaso?» Replicó: «No. Pero soy previsor y hago dos bolsas. Alguien se lo ha dicho al Maestro y Él me ha impuesto que dé todo; tan enérgicamente lo ha impuesto, que me he visto constreñido a hacerlo». Pero no es verdad, Señor, que haga eso por previsión. Lo hace para tener dinero. Estoy casi seguro de no equivocarme”. Jesús: “¡Casi seguro! Esta falta de certeza completa sí que es una culpa leve. No puedes acusarle de que sea ladrón, si no estás absolutamente cierto. Algunas veces las acciones de los hombres parecen feas, pero son buenas”. Juan: “Es verdad, Maestro. No le volveré a acusar, ni siquiera con el pensamiento. Pero que tenga dos bolsas,  la que dice que es suya y no es verdad, pues es tuya, y que te da para que sea alabado, esto sí es cierto. Y yo eso no lo haría. ¡Me parece que no está bien hacerlo!”.  Jesús: “Tienes razón. ■ ¿Qué otra cosa ibas a decirme?”. Juan levanta una cara asustada, abre su boca para hablar, luego la cierra, y cae de rodillas. Esconde su cara entre la vestidura de Jesús, que le pone su mano sobre sus cabellos. Jesús le dice: “¡Ánimo! Tal vez has juzgado equivocadamente. Te ayudaré a juzgar bien. Me debes decir también lo que piensas acerca de las posibles causas de que Judas peque”. Juan: “Señor, Judas siente no tener fuerza para hacer milagros… Sabes que siempre ha ambicionado tenerla… ¿Te acuerdas de Endor? Pues bien… es el que menos milagros hace. Desde que regresó de Endor no logra hacer nada… y por la noche se lamenta de ello incluso en sueños y… ¡Maestro, Maestro mío!”. Jesús: “¡Vamos! ¡Habla! ¡Di todo!”. Juan: “Impreca… practica la magia. Esto no es una mentira ni una duda. Le he visto con mis propios ojos. Me elige como compañero porque tengo un sueño muy profundo. Es más, lo tenía. Ahora, lo confieso, le vigilo y mi sueño no es tan profundo porque en cuanto se mueve le oigo… Tal vez he hecho mal. Pero he fingido dormir para ver lo que hacía. Dos veces lo he escuchado y he visto que hace cosas feas. No sé nada de magia, pero eso es magia”. Jesús: “¿Sólo?”. Juan: “Sí y no. Le seguí en Tiberíades. Fue a una casa. Después pregunté quién vivía allí. Uno que practica la magia con otros. Y, cuando Judas salió, como al amanecer, por las palabras que se dijeron, comprendí que se conocen y que son muchos… y no todos extranjeros. Pide al demonio la fuerza que Tú no le das. ■ Por esto ofrezco mi vida en sacrificio al Padre, para que se la dé a él, y para que él no siga pecando más”. Jesús: “Deberías darle tu alma, pero esto ni el Padre ni Yo lo permitiremos…”.  Un largo silencio. Luego Jesús con voz cansada dice: “Vámonos, Juan. Vamos a bajar y a descansar en espera del alba”. Juan: “Estás más triste que antes, Señor. ¡Hice mal en haber hablado!”. Jesús: “No. Lo sabía ya. Pero tú por lo menos sientes menor peso… y esto es lo que importa”. Juan: “Señor, ■ ¿debo evitarle?”. Jesús: “No. No tengas miedo. Satanás no hace ningún daño a los Juanes. Los aterroriza, pero no puede quitarles la gracia que Dios continuamente les otorga…”. (Escrito el 11 de Diciembre de 1945).
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(<Al día siguiente, en la plaza de Gadara, en la que abundan los depósitos de mercancías de todos los tipos y la gente se aglomera en torno a ellos, tiene lugar el pasaje de: los fariseos y la cuestión del divorcio [Mt. 19,3-12], relatado en el episodio 5-357-383 en el tema “Familia”. ■ Y, en el camino de Gadara a Pela, se han encontrado con un niño ciego, llamado Yaia, que, según manifiesta, quisiera ir a Jerusalén para que le cure Jesús de Nazaret. Jesús, sin descubrirle quién es Él, le toma de la mano y se dirige a la casa del cieguito>)
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5-358-391 (6-48-296).- La curación del niño Yaia y de su madre, ambos ciegos, es la respuesta de Jesús a la obra de Marcos de Josías (1), recaído en la posesión demoníaca, que trata de destruir la fe en el Mesías.- El valor del llanto de la madre de Marcos de Josías en la liberación de su hijo.
* El niño ciego Yaia. ■ Llegan a Pela. Las huertas, que preceden a las ciudades, tapizan con su verdor los campos. Algunas mujeres entregadas a su trabajo en los surcos, o que lavan los vestidos, saludan a Yaia diciéndole: “¡Vuelves pronto hoy! ¿Te ha ido bien?” o “¿Has encontrado a un protector, hijo?”. Una, anciana, grita desde el fondo de una huerta: “Yaia, si tienes hambre tengo una escudilla para ti. Si no, para tu madre. ¿Vas a casa? Llévatela”. Yaia: “Voy a decir a mi madre que me voy con este buen señor a Jerusalén para que me curen. Conoce a Jesús de Nazaret y me lleva donde Él”.
* A la madre de Marcos de Josías, Jesús pide su dolor porque “Volverá a Dios (tu hijo).  Cuando tu llanto se diluya en mi Sangre”.- ■ A las puertas de Pela, el camino está lleno de gente. Hay mercaderes y peregrinos. Una mujer de buena presencia, que cabalga sobre un burro, acompañada de una criada y un criado, al oír hablar de Jesús, se vuelve; luego tira de las riendas, detiene el borrico, baja y se dirige a Jesús. “¿Tú conoces a Jesús de Nazaret? ¿Vas donde Él? También yo voy… para que cure a mi hijo. Quisiera hablar con el Maestro porque…” y se pone a llorar dolorosamente bajo el velo. Jesús: “¿Qué enfermedad tiene tu hijo? ¿Dónde está?”. Mujer: “Es de Gerasa, pero ahora está camino de Judea. Va como un poseído… ¡Oh, ¿qué he dicho?!”. Jesús: “¿Está endemoniado?”. Mujer: “Señor, lo estaba y fue curado.  Ahora… es más demonio que antes porque… ¡Oh, esto sólo le puedo decir a Jesús de Nazaret!”. Jesús: “Santiago, Simón, tomad al niño. Seguid adelante. Me esperaréis fuera de la puerta. Mujer, puedes decir a tus criados que se adelanten. Hablaremos entre nosotros”. Mujer: “¡Tú no eres el Nazareno! Sólo con Él quiero hablar. Porque Él solo puede comprender y tener misericordia”. ■ Entre tanto se han quedado solos. Los otros siguen adelante. Jesús espera que en el camino no haya nadie, y dice: “Puedes hablar. Yo soy Jesús de Nazaret”. La mujer lanza un gemido y hace ademán de arrodillarse. Jesús: “¡No! La gente por ahora no debe saberlo. Ven. Allí hay una casa con la puerta abierta. Pediremos que nos dejen entrar y hablaremos”. Caminan por una vereda que discurre entre hortalizas y se dirigen a una casa en cuyo patio juguetean algunos niños. Jesús: “La paz sea con vosotros. ¿Me permites que por unos momentos hable con esta mujer? Debo hablar con ella. Venimos de lejos para podernos hablar y Dios ha querido que nos encontrásemos antes de la meta”. Dice una anciana: “Entrad. El huésped es bendición. Os daremos leche y pan y agua para vuestros cansados pies”. Jesús: “No es necesario. Bástanos un lugar sosegado para poder hablar”. Anciana: “Venid” y sube con ellos a una terraza adornada con una vid con hojas color esmeralda. ■Se quedan solos. “Habla, mujer. Ya he dicho que Dios ha querido que nos encontrásemos antes de la meta para alivio tuyo”. Mujer: “¡No hay, no hay alivio para mí! Tengo un hijo. Estuvo endemoniado. Una fiera en los sepulcros. Nada le tenía sujeto. Nada le curaba. Te vio. Te adoró con la boca del demonio, y Tú le curaste. Quería acompañarte. Tú pensaste en mí, su madre, y me lo enviaste. Para devolverme la vida y la razón, que me empezaban a faltar por el dolor de saber que tenía un hijo endemoniado. Y le enviaste también para que te predicase, puesto que quería amarte. Yo… ¡Oh! ¡Ser madre de nuevo; y, además de un hijo santo, de un siervo tuyo! Pero ¡dime, dime! Cuando le dijiste que regresara ¿sabías que era… que volvería a ser otra vez demonio? Porque es un demonio, que te abandona después de haber recibido tanto bien, después de haberte conocido, después de haber sido elegido para el Cielo…¡Dímelo! ¿Lo sabías? ¡Oh, siento vértigos! Hablo y no te digo por qué es un demonio… Hace algo de tiempo que se ha puesto otra vez como loco, sí, hace pocos días, pero para mí más penosos que los largos años que vivió endemoniado… Y entonces creía que nunca sufriría penas más grandes que ésa… Ha venido… a Gerasa y ha destruido la fe que la ciudad cultivaba hacia Ti por mérito tuyo y suyo, diciendo infamias contra Ti. ¡Y ahora se te ha adelantado hacia el vado de Jericó, causándote males!”. La mujer, que no se ha levantado el velo bajo el cual solloza amargamente, se echa a los pies de Jesús suplicante: “¡Vete, vete! ¡No permitas que te insulte! Yo me he puesto en camino, de acuerdo con mi marido enfermo, rogando al Altísimo que pudiera encontrarte. Me ha escuchado. ¡Oh, sea bendito! ¡No quiero, no quiero permitir que Tú, el Salvador, sufras daño alguno por causa de mi hijo! ¿Por qué lo traje al mundo? ¡Te ha traicionado, Señor! Interpreta mal tus palabras. El Demonio ha vuelto a apoderarse de él. ¡Oh Altísimo y Santo, piedad de una madre! ¡Se condenará mi hijo! Antes no tenía culpa de estar lleno de demonios. Era una desgracia que le había caído. ¡Pero ahora, ahora que le habías liberado, ahora que había conocido a Dios, ahora que Tú le habías instruido! ¡Ahora ha querido ser un demonio, y ya ninguna fuerza le libertará! ¡Oh!”. La  mujer está por el suelo: un montón de vestidos que se mueven al impulso de las lágrimas. Añade: “¡Dime, dime qué debo hacer por Ti, por mi hijo! ¡Para desagraviar! ¡Para salvar! ¡No! ¡Para desagraviar! Tú ves que mi dolor es desagravio. ¡Pero salvar! No puedo salvar al que ha renegado de Dios. Está condenado… Y, para mí israelita, ¿qué es esto? Un tormento”. ■ Jesús se inclina, le pone la mano en el hombro. “¡Levántate! ¡Cálmate! Te tengo amor. ¡Escucha pobre madre!”. Mujer: “¡No vayas a maldecirme por haberle engendrado!”. Jesús: “¡No! No eres responsable de su error. Has de saber, además, para consuelo tuyo que sí puedes ser causa de su salvación. Las madres pueden reparar ruinas de sus hijos, y lo harás. Tu dolor, que es justo, no es estéril, sino fecundo. Por tu dolor se salvará el alma que amas. Estás expiando por él, y expías con una intención tan recta, que le alcanzas el perdón a tu hijo. Volverá a Dios. No llores”. Mujer: “¿Pero cuándo será?”. Jesús: “Cuando tu llanto se haya diluido en mi Sangre”. Mujer: “¿Tu Sangre? ¿Entonces es verdad lo que anda diciendo él? ¿Que te matarán porque eres digno de muerte?… ¡Horrible blasfemia!”. Jesús: “La primera parte es verdad. Me matarán para haceros partícipes de la Vida. Soy, mujer, el Salvador. Y la salvación se da con la palabra, con la misericordia y con el holocausto. Esto es necesario para tu hijo. Y lo daré. Pero ayúdame. Dame tu dolor. Vete con mi bendición. Consérvala contigo para que puedas ser misericordiosa y paciente con él, y recordarle así que Otro fue misericordioso con él. Vete, vete en paz”. Mujer: “¡Pero tú no vayas a hablar en Pela! ¡No hables en Perea! Te los ha puesto en contra. Y no está solo. Pero yo veo sólo a él y hablo solo de él…”. Jesús: “Hablaré con un hecho, que será suficiente para anular la obra de otros. Vete en paz a tu casa”. Mujer: “Señor, ahora que me has absuelto de haberle engendrado, mira mi cara, para saber cómo es la cara de una madre atormentada” se levanta el velo diciendo: “Ésta es la cara de la madre de Marcos de Josías, renegador del Mesías y torturador de la que le engendró”, y baja de nuevo el velo bañado de lágrimas y añade: “¡Ninguna madre de Israel conocerá dolor igual al mío!”.
* Jesús cura a Yaia y a su madre y dice a la madre de Marcos: “Ésta es la respuesta que Dios da a los que tratan de disminuir la fe de los hombres en el Mesías. Que esto refuerce la tuya y la de Josías”.- ■ Bajan de la terraza. Toman la calle otra vez. Entran en Pela y se reúnen de nuevo la mujer con sus criados y Jesús con sus discípulos. Pero la mujer le sigue, como hechizada, mientras Jesús va detrás del jovenzuelo, que se dirige a su pobre casucha: una casa situada en un sótano de una construcción pegada a la ladera del monte, característica de esta ciudad que sube a escalones, de modo que el bajo del lado oeste es el segundo piso del lado este, pero en realidad es un bajo también allí, porque se puede acceder a él desde el camino que pasa por arriba, que está al nivel del último piso. No sé si logro explicarme. El muchacho grita: “¡Madre! ¡Madre!”. De la miserable y oscura cueva se asoma una mujer todavía bastante joven, ciega, desenvuelta porque conoce bien el recinto, y que dice: “¿Tan pronto has regresado, hijo mío? ¿Tantas han sido las limosnas que regresas cuando todavía el sol está muy alto?”. Yaia: “Madre, he encontrado a alguien que conoce a Jesús de Nazaret, y que promete llevarme donde Él está para que me cure. Es muy bueno. ¿Me dejas ir, madre?”. Madre de Yaia: “¡Claro que sí, Yaia! Aunque me quede sola, ¡vete, vete, bendito! Y ¡y mira también por mí al Salvador!”. El aplomo y la fe de la mujer son absolutos. Jesús sonríe. Pregunta: “¿No dudas, mujer, de Mí, ni del Salvador?”. Madre de Yaia:  “No. Si Tú le conoces y eres su amigo, no puedes menos de ser bueno. ¡Él puede hacerlo! ¡Vete, vete, hijo! No te retrases ni un momento. Dame el beso y vete con Dios”. Se buscan a tientas. Se besan. Jesús pone sobre la rústica mesa un pan y dinero. Jesús: “Hasta pronto, mujer. Aquí tienes con qué comprarte alimentos. La paz sea contigo”. Salen. ■ La comitiva vuelve a ponerse en camino. Caen las primeras gotas de lluvia. Los apóstoles dicen: “¿Pero no  nos paramos? Comienza a llover…”. Jesús: “Nos detendremos en Yabés Galaad. ¡Caminad!”. Se echan los mantos sobre la cabeza. Jesús pone el suyo sobre la cabeza del muchacho. La madre de Marcos de Josías le sigue con sus criados, cabalgando sobre su borrico. Parece como si no pudiera separarse de Él. Salen de Pela. Entran en la verde campiña, triste, en este día lluvioso. Caminan al menos un kilómetro. Luego Jesús se detiene. Toma la cabeza del cieguito entre sus manos, le besa en los ojos apagados diciéndole: “Y ahora regresa. Ve a decir a tu madre que el Señor premia a quien tiene fe y ve a decir a los de Pela que Yo soy el Señor”. Le deja marcharse y se aleja rápido. Pero no han pasado tres minutos cuando el muchacho empieza a gritar: “¡Pero si veo! ¡Oh, no te vayas! ¡Tú eres Jesús! ¡Permíteme que Tú seas lo primero que vea!” y cae de rodillas en el camino mojado de lluvia. Por una parte, la mujer gerasena con sus criados, por la otra los apóstoles, corren a ver el milagro. También Jesús vuelve, lentamente, sonriente. Se agacha a acariciar al jovenzuelo. “Vete a donde tu madre y procura creer siempre en Mí”. Yaia: “¡Sí, Señor mío!… ¿Pero a mi madre, nada? ¿En la oscuridad ella, que cree como yo?”. Jesús sonríe aún más luminosamente. Mira en torno suyo y ve en el borde del camino una mata de pequeñas margaritas bañadas por la lluvia. Se agacha, las corta, las bendice y se las da al jovenzuelo: “Pásalas por los ojos de tu madre y recobrará la vista. Yo no vuelvo para atrás. Sigo adelante. Quien es bueno que me siga con su corazón y hable de Mí a los que vacilan. Habla de Mí en Pela, que titubea en su fe. Vete. Dios va contigo”. ■ Luego se vuelve a la mujer de Gerasa: “Y tú síguele. Ésta es la respuesta que Dios da a los que tratan de disminuir la fe de los hombres en el Mesías. Que esto refuerce la tuya y la de Josías. Vete en paz”. Se separan. Jesús emprende nuevamente su camino hacia el sur. El muchacho, la gerasena y sus criados hacia el norte. La lluvia tupida los separa como tras un velo espeso… (Escrito el 12 de Diciembre de 1945).
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1  Nota  : Marcos de Josías: es el nombre del endemoniado curado por Jesús en el pasaje de los cerdos de los gerasenos [Mc. 5,1], relatado en el episodio 3-186-178 en el tema “Demonio-Infierno”. Se hizo discípulo, aunque más tarde, como vemos, renegó.
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5-360-403 (6-50-308).- Ante el malhumor de apóstoles por inclemencias del tiempo, conducta de Judas y calumnias de la gente, Jesús llora.- Reproches velados e hipocresías de Iscariote.- Rosa de Jericó advierte de peligro a Jesús.
* El descontento, una crítica irónica de Iscariote, sacan a flote las amistades de Iscariote.- ■ La llanura oriental del Jordán, debido a las continuas lluvias, parece una laguna, sobre todo donde se encuentran Jesús y los apóstoles. Hace poco acaban de pasar un arroyo que desciende por una estrechura de las cercanas colinas, que parecen formar una especie de presa ciclópea, de norte a sur, paralela al Jordán, interrumpida acá o allá por estrechísimos valles por donde surge el inevitable arroyo. Parece como si Dios hubiera colocado un gigantesco tejido de colinas para orla del gran valle del Jordán, por esta parte. Diría, incluso, que son tan iguales sus salientes, formas y alturas, que es un tejido monótono. Los apóstoles se encuentran entre los dos últimos arroyos, que además se han desbordado, y han ocupado las zonas rayanas de sus orillas, ampliando así su lecho; especialmente el que está al sur, imponente por la masa de agua que trae de las montañas, que rumorea, turbia, en dirección al Jordán, cuyo rumor, a su vez, se oye fuerte, especialmente donde hay recodos. Jesús, pues, se encuentra en medio de este triángulo truncado, formado por tres cursos crecidos de agua. Sacar las piernas de aquel pantano no es fácil. ■ El humor de los apóstoles está más turbio que el agua. Con eso está todo dicho. Cuando abren sus bocas, para opinar sobre la situación, no hacen más que mostrar su descontento. Se oye: “¡Lo había yo dicho!” “Si se hubiera hecho como aconsejaba yo…” etc… etc. Hieren en verdad sus reproches. Alguien dice: “Hubiera sido mejor haber pasado el río a la altura de Pela y habernos ido por la otra parte que no es tan mala”. O bien otro: “¡Hubiera sido bueno que hubiéramos aceptado la carreta! Quisimos mostrar que podíamos y ahora…”. No falta quien: “Si nos hubiéramos quedado en los montes, no estaríamos entre este fango”. Juan dice: “Sois profetas de cosas ya sucedidas. ¿Quién iba a prever esta lluvia?”. Bartolomé: “Estamos en la estación. Se podía prever”. Zelote les reprocha: “Los otros años no pasó así antes de Pascua. A veces, el Cedrón no lleva tanta agua, e incluso el año pasado estuvo hasta seco. ¿Quienes os estáis lamentando no os acordáis de la sed que tuvimos en la llanura filistea?”. Iscariote, irónico, exclama: “¡Claro! ¡Es natural! ¡Hablan los dos sabios y quieren  convencernos!”. Tadeo le objeta de mal talante: “¡Tú cállate, por favor! No sabes más que criticar. Pero cuando llega la hora, cuando hay que decir algo a algún fariseo o semejante, te quedas tan callado como si tuvieras la lengua amarrada”. Andrés, siempre paciente, hoy está con los nervios de punta y le dice: “Sí, tiene razón. ¿Por qué no replicaste ni una palabra, en el último pueblo, a aquellas tres serpientes? Sabías que habíamos estado también en Giscala y en Meierón respetuosos y obsequiosos; y que Él quiso ir allá, justamente Él, que honra a los grandes rabíes difuntos. ¡Pero ni chitaste! Ahora te pones a criticar. Ahora, porque hay alguna ironía que hacer sobre los mejores de entre nosotros, y críticas que hacer a las acciones del Maestro”. ■ Pedro dice: “Cállate tú, por favor. Judas está equivocado. Él, que es amigo de muchos, demasiados, samaritanos…”. Iscariote responde: “¿Yo? ¿Quiénes son? ¡Nómbralos, si puedes!”. Pedro: “¡Claro que sí, querido! Todos los fariseos, los saduceos, los poderosos de cuya amistad te jactas. Se ve que te conocen. A mí jamás me saludan ¡A ti, sí!”. Iscariote: “Tienes envidia. Yo soy uno del Templo y tú, no”. Pedro: “Por gracia de Dios soy un pescador, y de ello me jacto”. Iscariote: “Un pescador tan burro que ni siquiera supo prever este tiempo”. Pedro: “¿No?  Ya lo  dije: «¡Luna de Nisán y con lluvia, agua a chorros!»”. Iscariote: “¡Ah, aquí es donde te quería! ¿Qué dices Judas de Alfeo? ¿Y tú Andrés? Hasta Pedro, nuestro jefe, critica al Maestro”. Pedro: “Yo no critico a nadie. Cité un proverbio”. Iscariote: “Que, para quien lo entiende, no deja de ser una crítica y un reproche”. Tomás aconseja: “Está bien… pero todo esto no sirve para que se seque la tierra, me parece. Estamos aquí y conformémonos. Guardemos las fuerzas para sacar los pies de este pantano”. ■ ¿Y Jesús? ¡Jesús calla! Va adelante, entre el fango, buscando pedazos de tierra con hierba no sumergidos. Pero basta con pisarlas para que salpiquen agua hasta las rodillas, como si se hubiese pisado sobre una bolsa. Calla. Les deja que hablen, que desahoguen su mal humor.
* “Dejadme llorar. Soy el Hombre también. ¡Me causa aflicción el verme traicionado, renegado, abandonado!”. No responde a Iscariote que dice: “Pensar que podamos cometer una traición es una ofensa”.- ■ Casi han llegado al torrente que está más al sur. Jesús, viendo pasar a lo largo del ribazo inundado a un hombre a lomos de un mulo, le pregunta: “¿Dónde está el puente?”. Hombre: “Más arriba. Voy a pasar también yo. El otro, que está en el valle, el romano, está bajo las aguas”. Otro coro de quejas… Pero se apresuran a seguir al hombre que está hablando con Jesús. Añade el hombre: “De todas formas, te conviene subir a las colinas”. Y termina: “Vuelve al llano cuando encuentres el tercer río después del Yaloc. Estarás cerca del vado. Pero date prisa. No te detengas. El río crece a cada momento. ¡Qué tiempo tan malo! Primero la nieve y luego el agua. Tal vez castigo de Dios. ■ ¡Pero es justo! Cuando no se lapida a los blasfemos de la Ley, Dios castiga. ¡Y nosotros tenemos blasfemos de esos! Eres galileo, ¿o no? Entonces debes conocer a ese de Nazaret al que todos los buenos van abandonando porque provoca todos los males. ¡Con su palabra atrae los rayos! ¡Los castigos! Hay que oír lo que cuentan de Él los que lo han conocido. Tienen razón los fariseos en perseguirle. ¡Qué gran ladrón será! Debe infundir miedo como Belcebú. Me habían entrado ganas de oírle, porque me habían referido una cosa buena que había hecho… Pero… eran discursos de los de su banda. Gente sin escrúpulos como Él. Los buenos le abandonan. Y hacen bien. Por mi parte no quiero ir a oírlo ya. Y si por casualidad le encontrare lo cojo a pedradas como debe hacerse con un blasfemo”. Jesús: “Apedréame entonces. Yo soy Jesús de Nazaret. No huyo ni te maldigo. He venido para redimir al mundo con mi Sangre. Aquí me tienes. Cumple con tu deber. Sacrifícame, pero hazte justo”. Jesús dice esto abriendo un poco sus brazos, hacia abajo; lo dice lentamente, mansamente, con tristeza. Pero, si hubiera maldecido al hombre, no le habría impresionado más. Éste tira tan bruscamente de las riendas, que el mulo se para al punto, y por poco se cae por el ribazo al río revuelto. Jesús echa mano al freno a tiempo y sujeta al animal, de modo que salva a ambos. El hombre no sabe más que repetir: “¡Tú! ¡Tú!…” y al ver el acto que le ha salvado, grita: “Pero si he jurado que te lapidaría… ¿No comprendes?”. Jesús: “Y Yo te digo que te perdono, y que también por ti sufriré para redimirte. Este es el oficio del Salvador”.  El hombre una vez más le mira, espolea el mulo y huye… ■ Jesús baja la cabeza… Los apóstoles sienten la necesidad de olvidar el fango, la lluvia y todas las demás miserias para contentarle. Le rodean y le dicen: “¡No te aflijas! No tenemos necesidad de bandidos. Y ese lo es, porque solo un malvado puede creer que sean verdaderas las calumnias que se dicen de Ti, y tener miedo de  Ti”. Dicen también: “De todas formas, ¡qué imprudencia, Maestro! ¿Y si te hubiera hecho algún daño? ¿Por qué dijiste que eres Jesús de Nazaret?”. Jesús: “Porque es la verdad… Vamos hacia los montes como aconsejó. Perderemos un día, pero saldréis de este pantano”. Le replican: “¡También Tú!”. Jesús: “¡Oh, por Mí, no! ■ Es el pantano de las almas muertas el que me causa fatiga”. Dos lágrimas cubren sus bellos ojos. Le dicen: “No llores, Maestro. Nosotros nos quejamos, pero te queremos mucho. Si pudiéramos encontrar a los que te difaman. Nos la pagarían”. Jesús: “Tendréis que perdonar como Yo. Pero dejadme llorar. Soy el hombre también. ¡Me causa aflicción el verme traicionado, renegado, abandonado!”. Todos afirman: “Míranos. Míranos. Pocos pero buenos. Ninguno de nosotros te traicionará, ni te abandonará. Créelo, Maestro”. Y J. Iscariote exclama: “¡Ciertas cosas no hay ni que decirlas! ¡Pensar que podamos cometer una traición es una ofensa a nuestros sentimientos!”. Jesús está muy afligido. No responde. Y lentas lágrimas ruedan por sus pálidas mejillas.
* Se refugian en una gruta. Iscariote refunfuña algo. Jesús le dice: “Verdaderamente deberíamos tú y Yo pasar la vida en penitencia para liberarte de todo lo que pesa sobre ti. Y no sería suficiente todavía”.- ■ Se acercan a los montes. Le indican: “¿Vamos a subir allá arriba o sólo vamos a bordear las bases de los montes? Hay pueblos a mitad de la ladera. Mira. De esta parte del río y de la otra”. Jesús: “Está cayendo la tarde. Vamos a tratar de llegar a un pueblo. Que sea uno u otro es lo mismo”. Judas Tadeo, que tiene muy buenos ojos, escruta las laderas. Se acerca a Jesús. Dice: “En caso de necesidad, hay grietas en el monte. ¿Las ves allí? Nos podemos refugiar en ellas. Siempre será mejor que no el barro”. Andrés, queriendo consolar, dice: “Encendemos fuego”. Iscariote pregunta con ironía: “¿Con la leña húmeda?”. Ninguno le responde. Pedro, entre dientes: “Bendigo al Eterno porque no están con nosotros ni las mujeres ni Marziam”. ■ Pasan el puente —demasiado viejo—, que está a la entrada  del valle. Toman el lado meridional de éste, por un camino de herradura que lleva a un pueblo. Las sombras descienden rápidamente; tanto, que deciden refugiarse en una amplia gruta para huir de un chaparrón violento. Quizás es una gruta que sirve de refugio a los pastores, porque hay paja, suciedad y un tosco horno. Tomás dice: “Como cama no sirve. Pero para hacer fuego…” y señala los ramajes sucios y desmenuzados que hay por el suelo, desperdigados; y helechos secos y ramas de enebro o de otra planta similar. Y los arrima al horno ayudándose con un palo. Los amonto­na. Prende fuego. Humo y hedor, junto a olor de resina y enebro, se alzan del fuego. Y, no obstante, se agradece ese calor; todos hacen un semicírculo, y comen pan y queso a la luz móvil de las llamas. Mateo, que está ronco y resfriado, dice: “De todas formas se podía haber llegado a algún pueblo”. Pedro: “¡Sí, ya! ¿Para repetir la historia de hace tres noches? De aquí no nos echa nadie. Podemos sentarnos en aquella leña y hacer fuego hasta que queramos. Ahora que se ve claro, ¡hay leña en cantidad! ¡Mi­ra, mira, también hay paja!… Es un redil. Para verano, o para cuando trashuman. ■ ¿Y por aquí? ¿A dónde se va? Andrés, coge una rama encendida, que quiero ver” ordena, mientras se mueve buscando hacer algún descubrimiento. Andrés obedece. Se meten por una estrecha hendidura que hay en una pared de la gruta. Judas Tadeo dice: “¡Tened cuidado, no vaya a haber algún animal peligroso!”. Gri­tan los otros. “O leprosos”. Al cabo de poco, llega la voz de Pedro. “¡Venid! ¡Venid! Aquí se es­tá mejor. Está limpio y seco, y hay bancos de madera, y leña para el fuego. ¡Es un palacio para nosotros! Traed ramas encendidas, que hacemos fuego inmediatamente”. ■ Debe ser, sí, un refugio de pastores: ésta es la gruta donde duer­men los que están de descanso, mientras que en la otra velan los que, por turno, vigilan el rebaño. Es una excavación en el monte, mucho más pequeña, quizás hecha por el hombre, o por lo menos ampliada y reforzada con palos, colocados para sujetar la bóveda. Una campana de chimenea primitiva se pliega en forma de gancho hacia la primera gruta, por donde sale el humo que, si no, no tendría salida. Contra las paredes, toscos bancos y paja; en éstas hay clava­dos unos ganchos para colgar lámparas, vestidos o bolsas. Pedro indica: “¡Está magnífico, hombre! ¡Venga, vamos a hacer un buen fuego! Estaremos calientes y se secarán los mantos. Fuera los cintos; va­mos a usarlos como cuerdas para tender los mantos”. Luego se pone a colocar los bancos y la paja y dice: “Y ahora, un poco cada uno, dormimos y nos turnamos en mantener vivo el fuego. Para ver y estar calientes. ¡Cómo nos ha ayudado Dios!”. ■ Judas refunfuña entre dientes. Pedro se vuelve resentido: “Respecto a la gruta de Belén, donde nació el Señor, esto es un palacio; si Él nació allí, podremos estar una noche nosotros aquí”. Juan, internándose en un místico recuerdo suyo, dice: “También es más bonita que las grutas de Arbela. Allí lo único hermoso que había era nuestro corazón, que era mejor que ahora”. Zelote: “También es mucho mejor que la que hospedó al Maestro para prepararse a la predicación” y lo dice en tono severo, mirando a Judas Iscariote como diciéndole «¡ya está bien, ¿no?!». Jesús, por último, abre su boca y dice: “Y es, sin comparación, más caliente y cómoda que en la que hice penitencia por ti, Judas de Simón, el pasado Tébet”. Iscariote:  “¿Penitencia por mí? ¿Por qué? ¡No hacía falta!”. Jesús: “Verdaderamente deberíamos tú y Yo pasar la vida en penitencia para liberarte de todo lo que pesa sobre ti. Y no sería suficiente todavía”. La sentencia, muy decidida aunque haya sido dada con sereni­dad, cae como un rayo en el grupo atónito… Judas baja la cara y se retira a un rincón. No tiene la audacia de reaccionar.
* El amoroso Jesús, como una madre solícita, vela el sueño de sus apóstoles y llora… medita y ora… “Simón, tenía muchas cosas en qué pensar y por qué orar (y apoya su cabeza sobre el pecho de Simón). Todo el odio y la incomprensión serían nada si tuviera vuestro amor, si me comprendieseis. ¡Pero todo lo contrario! No me comprendéis. Y ésta es mi primera tortura”.- ■ Pasado un rato, ordena Jesús: “Yo me quedo despierto. Me encargo del fuego. Dormid vosotros”. Y, poco después, a los chasquidos de la leña se une la respiración pesada de los doce cansados, echados entre paja encima de los toscos bancos. Y Jesús, si la paja se cae y los deja descubiertos, se levanta y vuelve a extenderla encima de los durmientes, amoroso como una madre. Y llora incluso mientras contempla los rostros herméticos de algunos en el sueño, o plácidos, o contrariados por el mal humor. Mira a Judas Iscario­te, que parece sonreír maliciosamente incluso en el sueño, torvo, con los puños cerrados… Mira a Juan, que duerme con una mano debajo de la cara, velado el rostro por sus rubios cabellos, sereno co­mo un niño que durmiera en la cuna. Mira el rostro honesto de Pedro y el grave de Natanael, el picado de viruelas del Zelote, el rostro aristocrático de su primo Judas, y se detiene largamente a mirar a Santiago de Alfeo, que es un José de Nazaret muy joven. Sonríe al oír los monólogos de Tomás y Andrés, que parecen hablar al Maestro. Tapa muy bien a Mateo, que respira con dificultad, cogiendo más paja para que esté caliente; paja que extiende encima de sus pies después de haberla calentado al fuego. Sonríe al oír a Santiago que dice: “Creed en el Maestro y tendréis la Vida”… y que continúa lanzando un sermón en sueños. Y se inclina a recoger una bolsa donde Felipe conserva entrañables re­cuerdos, y se la coloca despacio debajo de la cabeza. En los intervalos medita y ora… ■ El primero en despertarse es el Zelote. Ve a Jesús que todavía está cerca del fuego encendido. Y al ver que el montón de leña casi se ha acabado, comprende que han pasado muchas horas. Baja de su banca y se acerca de puntillas a Jesús. “¿Maestro, no vienes a dormir? Velo yo ahora”. Jesús: “Ya amanece, Simón. Hace poco he ido allí y he visto que el cielo se está aclarando”. Zelote: “Pero, ¿por qué no nos has llamado? ¡Tú también estás cansa­do!”. Jesús: “Simón, tenía muchas cosas en qué pensar… y por qué orar” y le apo­ya la cabeza sobre el pecho del discípulo. El Zelote, en pie, junto a Él sentado, le acaricia, y suspira. Pregunta: “¿Pensar en qué, Maestro? Tú no tienes necesidad de pensar. Tú sabes todo”. Jesús: “Pensar no en lo que debo decir, sino en lo que debo hacer. Estoy desarmado frente al mundo astuto, porque no tengo ni la malicia del mundo ni la astucia de Satanás. Y el mundo me vence… Y estoy muy cansado…”. Zelote: “Y apenado. Y nosotros contribuimos a ello, Maestro bueno inme­recido por nuestra parte. Perdóname a mí y a mis compañeros. Lo digo por todos”. Jesús: “Os amo mucho… Sufro mucho… ¿Por qué tantas veces no me comprendéis?”. ■ La plática de ambos despierta a Juan, que es el que está más cerca. Abre sus ojos, mira a su alrededor extrañado, luego recuerda lo que pasó y, en seguida, se pone de pie, y se acerca por detrás a los dos que están hablando. Por este motivo, oye las palabras de Jesús: “Todo el odio y la incomprensión serían nada si tuviera vuestro amor, si me comprendieseis… ¡Pero todo lo contrario! No me comprendéis… Y ésta es mi primera tortura. ¡Es dura! ¡Dura! Pero no tenéis culpa de ello. Sois hombres… Será vuestro do­lor el no haberme comprendido, cuando ya no podáis repararlo… Por eso, porque entonces expiaréis las superficialidades de ahora, las mezquindades de ahora, las cerrazones de ahora, Yo os perdono y di­go anticipadamente: «Padre, perdónalos porque no saben lo que ha­cen, ni el dolor que me causan»”.  Juan cae delante y de rodillas, y abraza las rodillas de su Jesús afligido, y ya está para llorar cuando susurra: “¡Oh, Maestro mío!”. ■ El Zelote, que sigue teniendo en su pecho la cabeza de Jesús, se inclina a besarle en los cabellos y dice: “¡Y, a pesar de todo, te quere­mos mucho! Tomaremos de Ti fuerza para defenderte, para defendernos, para triunfar. Nos duele muchísimo el verte hombre como cualquiera de nosotros, sujeto a los hombres, a las inclemencias, a la miseria, a la maldad, a las necesidades de la vida… Somos unos necios. Pero así es. Para no­sotros eres el Rey, el Triunfador, el Dios. No logramos comprender la sublimidad de tu renuncia a tanto por amor nuestro. Porque Tú sólo sabes amar. Nosotros no sabemos…”. Juan: “Sí, Maestro. Simón ha hablado bien. No sabemos amar como ama Dios: como lo haces Tú. Y lo que es infinita bondad, infinito amor, lo interpre­tamos como debilidad y nos aprovechamos de ello… Aumenta nues­tro amor, aumenta tu amor, Tú que eres su fuente; hazle desbordarse sobre nosotros como ahora se desbordan los ríos; empápanos, satúranos de amor, como están los prados en todo el valle. No son necesarios la sabiduría, el coraje, la austeridad, para ser perfectos como Tú quieres. Basta con tener el amor… Señor, yo me acuso por todos, confieso en nombre de mis compañeros que no sabemos amar”. Jesús: “Vosotros, los dos que más comprenden, os acusáis. Sois la hu­mildad. Y la humildad es amor. Los otros no tienen más que un obstáculo para ser como vosotros. Y Yo lo abatiré. Porque efectiva­mente soy Rey, Triunfador y Dios. Eternamente. Pero ahora soy el Hombre. Mi frente se inclina ya bajo el suplicio de mi corona. Siempre ha sido una corona torturadora el ser Hombre… Gracias, amigos. Me habéis consolado. Porque  esto tiene de ventaja el ser hombres: tener una madre que ama y amigos sinceros. ■ Ahora vamos a despertar a los compañeros. Ya no llueve. Los mantos están secos. Los cuerpos descansados. Comed y nos ponemos en marcha”. Alza la voz lentamente, hasta que el “nos ponemos en marcha” es una orden firme. Todos se levantan y manifiestan su contrariedad por haber dormido todo el tiempo mientras Jesús velaba. Se arreglan un poco, comen, cogen los mantos, apagan el fuego y salen al sendero húmedo, y empiezan a bajar hasta el camino de herradura que tiene el suficiente desnivel como para no ser un mar de lodo. La luz todavía es poca, porque ni hay sol ni el cielo está claro. Suficiente, de todas formas, para ver.
* Rosa de Jericó, repudiada por su marido, acusada de leprosa “con ansias de encontrarte, —por Ti, para decirte: «¡Huye!» y, por mí, para decirte: «¡Piedad!»”—, es encontrada, exhausta, tirada en el suelo. Enviada a Betania.- ■ Andrés y los dos hijos de Alfeo van delante de todos. Llegados a un punto del camino, se inclinan, miran y rápidamente vuelven. “¡Hay una mujer! ¡Parece muerta! Tapa el sendero”. Surgen las primeras quejas del día: “¡Qué fastidio! Ya empezamos mal. ¿Cómo vamos a hacer? ¡Ahora vamos a tener que purificarnos incluso!”. Tomás dice a Iscariote: “Vamos a ver nosotros si está muerta”.  Zelote:  “Voy yo contigo, Toma”, y va adelante. Llegan adonde la mujer, se agachan, y Tomás regresa corriendo y gritando. Santiago de Zebedeo dice: “Quizás la han asesinado”. Responde Felipe: “O ha muerto de frío”. Pero Tomás se llega a ellos y grita: “Lleva las vestiduras descosidas de los leprosos…” (está tan desconcertado, que parece como si hubiera visto al diablo). Preguntan: “¿Pero está muerta?”. Tomás: “¡Qué sé yo! He salido corriendo”. ■  El Zelote se levanta y, a buen paso, viene hacia Jesús. Dice: “Maestro, una hermana leprosa. No sé si está muerta. Creo que no. Creo que el corazón todavía late”. Algunos, haciéndose a un lado, gritan: “¿La has tocado?”. Zelote: “Sí. Desde que soy de Jesús, no tengo miedo de la lepra. Y siento compasión, porque sé lo que es ser leproso. Quizás le han dado un golpe, porque está sangrando por la cabeza. Quizás había bajado buscando algo de comer. Es tremendo, ¿sabéis?, morirse de hambre y tener que hacer frente a los hombres para conseguir un pan”. Preguntan: “¿Está muy maltrecha?”. Zelote: “No. Es más, no sé cómo es que está con los leprosos. No tiene ni escamas ni llagas ni gangrenas. Quizás es leprosa desde hace poco. Ven, Maestro. Te lo ruego. ¡Como de mí, ten piedad de esta hermana leprosa!”. Jesús: “Vamos. Dadme pan, queso y ese poco de vino que tenemos toda­vía”. J. Iscariote grita aterrorizado: “¡No le irás a dar de beber de donde bebemos nosotros!”. Jesús: “No temas. Beberá en mi mano. Ven, Simón”. ■ Van hacia delante… pero la curiosidad manda adelante también a los otros. Sin sentir ya molestias por el agua que cae de las ramas ni por el musgo empapado, suben por la ladera para ver mejor a la mujer sin acer­carse. Y ven que Jesús se agacha, la toma por las axilas, la arrastra sentada y la apoya contra una roca. La cabeza pende como si estuvie­ra muerta. Jesús: “Simón, levántale la cabeza, para que pueda echarle en la gargan­ta un poco de vino”. El Zelote obedece sin miedo, y Jesús, manteniendo en alto la bota de vino, deja caer unas gotas de vino dentro de los labios entreabier­tos y lívidos. Y dice: “¡Está helada esta infeliz! Y empapada”. Andrés, compadecido, dice: “Si no fuera leprosa, la podíamos llevar adonde hemos estado nosotros”. Iscariote prorrumpe: “¡Sí! ¡Sólo faltaba eso!”. Andrés: “¡Pero si no está leprosa! No tiene señales de lepra”. Iscariote: “Tiene los vestidos y eso es suficiente”. ■  El vino hace sus efectos mientras tanto. La mujer emite un suspiro cansa­do. Jesús, viendo que traga, le vierte un chorro en la boca. La mujer abre los ojos obnubilados y asustados. Ve a algunos hombres. Trata de alzarse y de huir, mientras grita: “¡Estoy contaminada! ¡Estoy contaminada!”. Pero las fuerzas no la ayudan. Se tapa el rostro con las manos y gime: “¡No me apedreéis! He bajado porque tengo hambre… Hace tres días que ninguno me echa nada…”. Jesús: “Aquí hay pan y queso. Come. No tengas miedo. Bebe un poco de vino en mi mano” y echa  en el cuenco de su mano un poco de vino y se lo da. La infeliz leprosa, asombrada, dice: “¿Pero no tienes miedo?”. Jesús responde: “No tengo miedo”, y sonríe al ponerse de pie, pero sin separarse de la mujer que ávidamente come el pan y el queso. Parece una fiera hambrienta. Como que quiere ahogarse incluso, por el ansia de comer. ■ Después que ha comido un poco, mira a su alrededor… Con voz inteligible dice: “Uno… dos… tres… trece… ¿Pero entonces?… ¿Quién es el Nazareno? ¿Tú, no? ¡Sólo Tú puedes tener compasión como has tenido de una leprosa!…”. La mujer se pone de rodillas con dificultad por la flaqueza. Jesús: “Soy Yo, sí. ¿Qué quieres? ¿Curarte?”. Leprosa: “Eso también… Pero antes debo decirte una cosa… Yo tenía noti­cia de Ti. Me habían hablado hace mucho unos que pasaron… ¿Mu­cho? No. El otoño pasado. Pero para un leproso… cada día es un año… Hubiera deseado verte. Pero ¿cómo podía ir a Judea o a Galilea? Me llaman «leprosa». Pero lo único que tengo es una llaga en el pecho, que me la ha contagiado mi marido, que me tomó virgen y sana, y él no estaba sano. Pero es uno de los grandes… y puede todo. Incluso decir que le había traicionado yendo a él ya enferma, y así repudiarme, para tomar a otra mujer que ambicionaba. Me denunció como leprosa. Por pretender justificarme, empezaron a pedradas conmigo. ¿Era justo, Señor? Ayer tarde, un hombre ha pasado, de Betyaboc, gritando que venías, y exhortando a salir a tu encuentro para echarte de aquí. Yo estaba… Había bajado hasta las casas del poblado porque me moría de hambre. Habría hurgado incluso en los basureros para matar mi hambre… Yo, que en otros tiempos era una «señora», habría querido quitarles a los pollos un poco de su comida pestilente…”. ■ Llora… Luego continúa: “Tenía ansias de encontrarte —por Ti, para decirte: «¡Huye!»; por mí, para decirte: «¡Piedad!»—. ¡No puedo comprenderlo! Los perros, cerdos y pollos viven junto a las casas de Israel, pero el leproso no puede bajar a pedir un pan, ni siquiera cuando es una que de leprosa sólo tiene el nombre. Seguí adelante, preguntando dónde estabas. Como estaba oscuro no me reconocieron inmediatamente y me dijeron: «Sube por el ribazo del río». Pero luego me vieron, y en vez de pan me dieron pie­dras. Salí corriendo, en la noche, para venir a tu encuentro, para evi­tar los perros. Tenía hambre, tenía frío, tenía miedo. Caí donde me has encontrado. Aquí. Creía que moría. Sin embargo, te he encontra­do a Ti. Señor, no estoy leprosa. Pero esta llaga que tengo aquí en el pecho me impide volver con los vivos. No pido volver a ser la Rosa de Jericó de los tiempos de mi padre; pero por lo menos vivir con los de­más hombres y seguirte a Ti. Los que me hablaron en octubre dijeron que tienes discípulas y que estabas con ellas… Pero primero sálvate Tú. ¡No mueras, Tú que eres bueno!”. Jesús: “No moriré hasta que no llegue mi hora. Ve allí, a aquella peña. Hay una gruta segura. Descansa. Luego ve al sacerdote”. Leprosa: “¿Para qué, Señor?”. La mujer tiembla de ansiedad. Jesús sonríe: “Vuelve a ser la Rosa de Jericó que florece en el de­sierto y que siempre está viva aunque parezca muerta. Tu fe te ha curado”. La mujer alza ligeramente la parte de vestido que cubre el pecho, mira… y grita: “¡Ya no hay nada! ¡Oh, Señor, mi Dios!” y cae rostro en tierra. Jesús: “Dadle pan y otras cosas de comer. Y tú, Mateo, dale un par de sandalias tuyas. Yo doy un manto. Para que pueda ir, después de re­poner fuerzas, al sacerdote. Dale también el óbolo, Judas. Para los gastos de purificación. La esperaremos en Getsemaní para dársela a Elisa, que me pidió una hija”. Rosa: “No, Señor. No descanso. Me pongo en marcha ya. Enseguida. Enseguida”. Jesús: “Baja, entonces al río, lávate, ponte encima el manto…”. Zelote: “Señor, se lo doy yo a la hermana leprosa. Deja que lo haga. Yo la guío a donde Elisa. Una segunda vez me veo curado, al verme en ella, así, di­chosa”. ■ Jesús: “Sea como quieres. Dale todo lo necesario. Mujer, escucha bien. Irás a purificarte. Luego irás a Betania y preguntarás por Lázaro. Le dices que te dé hospedaje hasta que llegue Yo. Ve en paz”. Rosa: “¡Señor! ¿Cuándo voy a poder besarte los pies?”. Jesús: “Pronto. Ve. Mas has de saber que sólo el pecado me produce ho­rror. Y perdona a tu marido, porque por medio suyo me has encontrado a Mí”. Rosa: “Es verdad. Le perdono. Me voy… ¡Oh, Señor! No te detengas aquí que te odian. Piensa que he caminado exhausta, durante una noche, para venir a decírtelo, y que si en vez de encontrarte a Ti hu­biera encontrado a otros me podían haber matado a pedradas como una serpiente”. Jesús: “Lo recordaré. Vete, mujer. Quema tu vestido. Acompáñala, Simón. Nosotros os seguiremos. En el puente os alcanzaremos”. Se separan.
* Tú, Judas, si quieres, vete también. Nos encontraremos en el Getsemaní. ¡Y purifícate! ¡Purifícate! Pero la primera purificación es la sinceridad. Eres un hipócrita. No lo olvides”.-  ■ Iscariote: “Y ahora hay que purificarse. Todos estamos impuros, contaminados”. Jesús: “No era lepra, Judas de Simón. Yo te lo digo”. Iscariote: “Bueno, pues, de todas formas me voy a purificar. No quiero ninguna impureza sobre mí”. Pedro exclama: “¡Que cándido lirio! Si el Señor no siente que tenga alguna impureza, ¿la sientes tú?”. Iscariote: “¿Y por una que Él dice que no está leprosa? Pero, ¿qué tenía, Maestro? ¿Has visto la llaga?”. Jesús: “Sí. Un fruto de la lujuria masculina. Pero no era lepra. Y si el hombre hubiera sido honesto no la habría repudiado, porque el enfermo era él. Pero todo les sirve a los lujuriosos con tal de saciar su hambre. ■ Tú, Judas, si quieres, vete también. Nos encontraremos en el Getsemaní. ¡Y purifícate! ¡Purifícate! Pero la primera purificación es la sinceridad. Eres un hipócrita. No lo olvides. Vete, vete, si quieres”. Iscariote: “¡No, no, que me quedo! Si Tú lo dices, creo. No estoy, por tanto contaminado y me quedo contigo. Tú quieres decir que soy un lujurioso y que aprovechaba la ocasión para… Te demuestro que eres el único amor a quien amo”. Y caminan raudos cuesta abajo. (Escrito el 14 de Diciembre de 1945).
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5-361-416 (6-51-320).- Pelea verbal entre Pedro y Judas Iscariote.- Los dos injertos que transformarán a los apóstoles. Para uno no servirán.- María de Magdala sale al encuentro de Jesús, en el vado,  y advierte de grave peligro para Él en Judea.
* J. Iscariote incide: “Solo se fía de Sí mismo. Será su ruina. Si se aconsejase conmigo… ¡sé tantas cosas!…”.- Nuevo enfrenamiento entre Pedro e Iscariote sobre las amistades de Iscariote.-  ■ En medio de un temporal de perros, Jesús camina por un camino lleno de lodo. A cada paso que dan se manchan los vestidos de ese lodo amarillento, sobre el que se resbalan como si fuera jabón, que se pega a las sandalias y las aspira como si fuera una ventosa, y al mismo tiempo se desliza bajo sus suelas, haciendo penosa la marcha en medio de muchos patinazos. Debe haber llovido y mucho por lo que veo. Y el cielo (un cielo nebuloso, color plomizo) parece confirmar mi sospecha. Los vientos del siroco empujan las nubes que parecen tan espesas que pudieran cortarse. El viento no cesa. Dobla las hierbas, las ramas. Pasa, vuelve una y otra vez. De vez en cuando algunas nubecillas se entreabren, y gruesas gotas, calientes como si provinieran de una ducha templada, caen salpicando los vestidos y las piernas. Los bajos de las túnicas —aun cuando se las arremangaron hasta la cintura, sosteniéndolas con un cordón— están llenas de fango. Vestidos y mantos —éstos también arremangados lo más alto posible— no han escapado de las manchas de lodo. Los pies y las piernas, hasta la mitad de las espinillas, parecen como cubiertos con medias, que, sin embargo, es lodo, lodo y más lodo adherido. ■ Los discípulos se quejan un poco del tiempo y del camino, y hay que decirlo también, de que el Maestro quiera andar por estos caminos y con este temporal. Jesús hace como si no oyera. Dos o tres veces se vuelve ligeramente —caminando como en fila india para ir por el lado izquierdo del camino, que está un poco más elevado y menos lodoso— a mirarlos. Pero no habla. La última vez, es el de más edad de los discípulos el que  dice: “¡Oh, pobre de mí! Con esta humedad que se me seca en la espalda, me siento mal. Ya estoy viejo. No tengo treinta años”. Mateo también refunfuña: “¿Y entonces yo? Estaba yo acostumbrado… Cuando llovía en Cafarnaúm, tú lo sabes, Pedro, no salía de casa. Mandaba a algunos de mis criados a cobrar los impuestos y me traían a los que tenían que pagar. Había organizado un buen servicio para tales casos. ¡Bueno!… ¡Quién iba a andar fuera con mal tiempo! ¡Uhm! Alguno que otro melancólico, y nada más. Los negocios y los viajes se hacen cuando el tiempo es bueno…”. Juan dice: “¡Callaos que os oye!”. Tomás replica: “¡Qué va a oír! Piensa y cuando es así… es como si no existiéramos”. ■ Iscariote incide: “Y cuando se le clava una cosa no le remueve ninguna reflexión justa. Quiere hacer lo que quiere Él. Solo se fía de Sí mismo. Será su ruina. Si se aconsejase un poco conmigo… ¡sé tantas cosas!”. Y lo dice con su aire de «sabiondo» y de «soy mejor que todos los demás». Pedro, colorado como un gallo, le dice: “¿Qué sabes tú? ¡Todo lo sabes! ¿Qué amigos tienes? ¿Eres acaso uno de los grandes de Israel? ¡Quién te lo va a creer! También tú eres un pobre hombre como yo, y como los demás. Un poco más bello… ¡Pero belleza de juventud es flor que dura un día! También yo era bonito”. Una fresca carcajada de Juan rompe el aire. También los otros se echan a reír, y toman un poco el pelo a Pedro por sus arrugas, por sus piernas curvas, como las de los marinos, por sus ojos un poco prominentes y enrojecidos por los vientos del lago. Pedro les dice: “Reíos si os gusta, pero es así. Y demás, no me interrumpáis. ■ Dinos, Judas, ¿qué amigos tienes? ¿Qué sabes? Para saber lo que das a entender, debes tener amigos entre los enemigos de Jesús. Y quien es así es un traidor. ¡De modo que, muchacho, ten cuidado de ti, si te crees bonito! Porque si es verdad que ya no soy guapo, es verdad que todavía soy fuerte, y no me costaría mucho sacarte un diente y apagarte un ojo”. Iscariote, con desprecio principesco, le responde: “¡Qué modos de hablar! ¡Propios de un vulgar pescador!”. Pedro: “Sí, señorito, y me glorío de ello. Pescador, pero sincero como mi lago, que si quiere hacer tormenta no grita: «Voy a estar en calma», sino que se retuerce y se pone, como testigos en el zócalo del cielo, nubarrones que lo embravecen como a un toro; de forma que basta con que uno no sea un animal o esté borracho para que entienda la alusión y tome las medidas que correspondan. Tú… tú te pareces a este lodo que parece sólido y, mira” (y pisa enérgicamente, y el lodo salpica hasta la cara del guapo Judas). Iscariote: “¡Pero, Pedro! ¡Estos son unos modos indignos! ¡Qué buen provecho te hacen las palabras del Maestro sobre la caridad!”. Pedro: “Y en ti sobre la humildad y la sinceridad. ¡Adelante! ¡Escupe lo que sabes! ¿Qué sabes? ¿Es verdad que sabes o te das importancia para hacer creer que tienes amigos poderosos? ¡Tú, que eres solo un pobre gusano!”. Iscariote: “Yo sé lo que sé, y no te lo voy a decir a ti para que no se produzcan riñas como te gustaría, como galileo que eres. Repito que sería una cosa muy buena que el Maestro fuera menos testarudo. Le iría mejor. Y menos violento. La gente empieza a cansarse de verse ofendida”. Pedro: “¿Violento? Si lo fuera, te echaría a volar sobre el río, inmediatamente. Un buen vuelo por encima de aquellos árboles. De este modo te quitarías el lodo que te ensucia tu linda cara. ¡Ojalá te sirviera para lavarte el corazón, que… si no me equivoco, debe estar más costroso que mis piernas embarradas!”. De hecho Pedro, velludo y bajo de estatura como Mateo, las trae cargadas de lodo. Mateo interviene: “Bueno. ¡Dejad de pelear!”.
* Dos injertos: De Sangre y de Fuego.-Juan, que notó como que Jesús aminoraba el paso, sospecha que haya oído, y, acelerando el paso, pasando a dos o tres compañeros, se llega hasta Él, se pone a su lado y le dice: “¡Maestro!” con su dulce voz, alzando su cara, porque además de ser de menor estatura, va por el centro del camino que no es elevado como el lado izquierdo. Jesús le responde sonriendo: “Juan, ¿me has alcanzado?”. El discípulo escudriña con ansia su rostro para cerciorarse si oyó o no. Responde: “¡Sí, Maestro mío! ¿Me quieres contigo?”. Jesús: “Siempre te quiero conmigo. A todos os querría tener al lado, ¡y con tu corazón! Pero si sigues caminando por ahí, vas a acabar de empaparte”. Juan: “¡No importa, Maestro! ¡Nada importa con tal de estar cerca de Ti!”. Jesús: “¿Quieres estar conmigo? Tú no piensas que soy imprudente y que puedo poneros en líos también a vosotros. ¿No te sientes ofendido porque no escucho tus consejos?”. Juan está consternado: “Maestro, ¿entonces has oído?”. ■ Jesús: “Todo lo he oído. Desde las primeras palabras. Pero no te pongas triste. No sois perfectos. Lo sabía desde el momento en que os escogí. No pretendo que lo seáis rápidamente. Antes de dejar de ser árboles selváticos, conviene que se os pongan dos injertos…”. Juan: “¿Cuáles, Maestro?”. Jesús: “Uno de sangre y otro de fuego. Después seréis héroes del Cielo y convertiréis el mundo, empezando por vosotros”. Juan: “¿De sangre y de fuego?”. Jesús: “Sí, Juan. De mi Sangre…”. Juan le interrumpe con un gemido: “¡No, Jesús!”. Jesús: “Serénate, amigo mío, no me interrumpas. Sé el primero en escuchar estas verdades. Lo mereces. De mi Sangre. Lo sabes. Vine por esto. Soy el Redentor… piensa en los Profetas. No omitieron ni siquiera una jota al describir mi misión. Seré el Hombre que describió Isaías (1). Y, cuando haya derramado mi Sangre, ésta os fecundará. Pero no me contentaré con esto. Sois tan imperfectos, y débiles, tan tontos y miedosos, que Yo, glorioso al lado de mi Padre, os enviaré el Fuego, la Fuerza que procede de mi ser por generación con el Padre, y que vincula al Padre y al Hijo en un anillo indisoluble, haciendo de Uno, Tres: el Pensamiento, la Carne, el Amor. Cuando el Espíritu de Dios, esto es, el Espíritu del Espíritu de Dios, la Perfección de las Perfecciones divinas, venga sobre vosotros, vosotros dejaréis de ser lo que sois. Seréis nuevos, poderosos, santos… ■ Para uno mi Sangre no servirá de nada. Lo mismo que el Fuego. Porque mi Sangre, para él, le servirá de condenación, y para toda la eternidad probará otro fuego, en el que arderá, arrojando sangre y tragando sangre, pues verá sangre en todos los lugares donde pose sus ojos mortales o su corazón, desde el momento que haya traicionado la Sangre de un Dios”. Juan:  “¡Oh, Maestro! ¿Quién es?”. Jesús: “Lo sabrás un día. Ahora ignóralo. Y por caridad no trates ni siquiera de indagar quién sea, porque podría acarrear sospechas. No debes sospechar de tus hermanos porque la sospecha es falta de caridad”. Juan: “Me basta con que me asegures que no seré yo, ni Santiago, los que te traicionemos”. Jesús: “¡Oh, tú, no! Ni tampoco Santiago. ¡Tú eres mi consuelo, buen Juan!” y Jesús le pasa un brazo sobre la espalda. Por algunos momentos caminan sin decir nada. También los demás se han callado. Solo se oye el chapotear del lodo que se prende y desprende de los pies.
* Jesús regresará a Galilea. No le prenderán. Aún no ha llegado su hora. “Sí, Judas… Hago caso de ésta (Magdalena). Pero no por­que sea mujer, como insinúas, sino porque es la que ha recorrido más camino de amor”.- ■ Luego, otro ruido. Es un susurro, un gorgoteo: me asemeja al pe­sado ronquido de una persona acatarrada. Un ronquido monótono, interrumpido de vez en cuando por pequeños chasquidos. Jesús dice: “¿Oyes? El río está cerca”. Juan: “Pero al vado no llegaremos antes de la noche. Dentro de poco empezará a obscurecer”. Jesús: “Dormiremos en alguna cabaña. Y mañana pasaremos…”. Dice Pedro: “Por aquí ya no se puede vadear”. Andrés dice: “Por aquí no. ¿Pero allí? ¿Ves? Se pasa todavía”. Efectivamente, dos cuadrúpedos están pasando con cautela el río. El agua toca el vientre de los animales. “Si pasan ellos, pasan también las barcas”. “Pero es mejor pasar en seguida, aunque ya sea de noche. Hay menos nubes, y hay luna. No dejemos pasar este momento. Vamos a buscar si hay una barca…”. Y Pedro lanza tres veces un largo y la­mentoso: “¡O… eh!”. Nadie responde. “Vamos abajo, al pie del vado. Melquías con sus hijos debe estar. Es el mejor período del año para él. Nos pasará”. ■ Andan lo más deprisa que pueden por el senderillo que, casi lami­do por el río lo bordea. “¿Pero aquélla no es una mujer?” dice Jesús, mirando a los dos que ya han cruzado el río con los caballos y que ahora están parados en el sendero. “¿Una mujer?”. Pedro y los demás no ven ni distinguen si es hombre o mujer el bulto oscuro que ha bajado del caballo y está esperando. Jesús: “Sí. Es una mujer. Es… es María. Mirad, ahora que cae bajo el rayo de la luna”. “¡Dichoso Tú que ves! ¡Dichosos tus ojos!”. Jesús: “María es. ¿Qué querrá?” y grita: “¡María!”. Magdalena responde: “¡Rabboni! ¿Eres Tú? ¡Gloria a Dios, que te he encontrado!”. María corre como una gacela hacia Jesús. No me explico cómo no tropieza en el accidentado sendero. Ha dejado caer un primer manto grande y grueso, y ahora viene con su velo y un manto más ligero arrollado al cuerpo encima de una túnica obscura. Cuando llega donde Jesús, se arroja a sus pies sin tener en cuenta el barro. Jadea, pero se la ve feliz. Repite: “¡Gloria a Dios, que me ha permitido encontrarte!”. Jesús: “¿Por qué, María? ¿Qué sucede? ¿No estabas en Betania?”. Magdalena: “Estaba en Betania con tu Madre y las mujeres, como habías dicho… Pero he venido a tu encuentro… Lázaro no podía porque sufre mucho… Entonces he venido yo con el criado…”. Jesús: “¡Tú salir de casa sola con un muchacho y con este temporal!”. Magdalena: “¡Rabboni, no irás a decirme que piensas que tengo miedo! No he tenido miedo de hacer tanto mal… no lo tengo ahora de hacer el bien”. ■ Jesús: “¿Y bien? ¿Para qué has venido?”. Magdalena: “Para decirte que no pases… En la otra parte te esperan con in­tención de hacerte daño… Lo he sabido… Lo he sabido de un hero­diano que hace tiempo… que hace tiempo me amaba… No sé si lo habrá dicho por amor, todavía, o por odio… Sé que anteayer me vio a través de la cancilla y me dijo: «María necia, ¿estás esperando a tu Maestro? Haces bien, porque será la última vez, porque en cuanto pase y venga a Judea le echan mano. Mírale bien y luego huye, por­que no es prudente estar cerca de Él ahora». Entonces… te puedes imaginar con qué coraje… he indagado… Como sabes… he conocido a muchos… y, aunque quizás llamándome loca y… poseída, todavía me hablan… He sabido que es verdad. Entonces he tomado dos caballos y he venido, sin decir nada a tu Madre… para no causarle dolor. Regresa… vuélvete inmediatamente, Maestro. Si saben que estás aquí, pasado el Jordán, vienen. Y también Herodes te busca… y estás ya demasiado cerca de Maqueronte. ¡Vete, vete por piedad, vete por piedad, Maestro!…”. Jesús: “No llores, María…”. Magdalena: “¡Tengo miedo, Maestro!”. Jesús: “¡No! ¿Miedo tú, tan valiente que has pasado el río crecido y de noche?…”. Magdalena: “Pero esto es un río y ésos son hombres enemigos tuyos y que te odian… Tengo miedo del odio a Ti… Porque te quiero, Maestro”. ■ Jesús: “No temas. No me prenderán aún. No es mi hora. Aunque pusie­ran a lo largo de todos los caminos formaciones y más formaciones de soldados, no me prenderían. No es mi hora. Pero seguiré tu deseo. Regresaré…”. Judas barbota unas palabras entre dientes. Jesús responde: “Sí, Judas. Es exactamente como dices. Exactamente en la primera mitad de tu frase. Hago caso de ésta; sí, hago caso de ella. Pero no por­que sea mujer, como insinúas, sino porque es la que ha recorrido más camino de amor. María, vuelve a casa mientras puedas hacerlo. Yo regreso. Pasaré… por donde pueda, y me iré a Galilea. Ven con mi Madre y las otras a Caná, a casa de Susana. Allí os daré instruccio­nes. Ve en paz, bendita. Dios está contigo”. Jesús le pone la mano en la cabeza bendiciéndola así. María toma las manos de Jesús y las besa, luego se levanta y se vuelve. ■ Jesús la mira mientras se marcha. La mira mientras recoge el grueso manto y se lo pone, mientras va hasta el caballo y monta, mientras entra de nuevo en el vado y pasa. Jesús dice: “Y ahora vamos. Quería que descansarais, pero no me es posible. Me preocupo de que nada os pase, aun cuando Judas piense de otro modo. Creedme: si cayerais en manos de mis enemigos se­ría peor para vuestra salud que el agua y el barro…”. Todos bajan la cabeza, porque han comprendido el reproche vela­do, y dado como respuesta a sus conversaciones de antes. (Escrito el 17 de Septiembre 1944).
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1  Nota  : Cfr. Is. 52,13-15; 53,1-12.
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5-362-425 (6-52-328).- Entre Silo y Betel, encuentro con la Madre, discípulas, Marziam, Isaac y Mannaén.- Todos juntos a Jerusalén, a la Pascua, al desaparecer el peligro con la llamada de Pilatos  al orden.
* Mannaén, que acompaña a las mujeres que vienen en el carro con Juana de Cusa, comunica que ya no hay que preocuparse. Incluso Herodes, el tetrarca, tiembla de miedo, a cuenta de Herodías. En vista de ello, Jesús ordena emprender de nuevo el interrumpido peregrinaje a Jerusalén. ■ Están ahora en la otra parte del Jordán y andan ligeros en direc­ción suroeste, orientados hacia una segunda cadena de montes —más elevada que la primera, formada por bajas colinas— pasada la cual se ve la llanura del Jordán. Por lo que comentan, comprendo que han evitado la llanura para no caer de nuevo en el limo que han dejado en la otra parte, y piensan ir a donde deben siguiendo los caminos internos, mejor mantenidos y más transitables, especialmente en tiempo de lluvia. Mateo, que es un desorientado, pregunta: “¿A qué altura estaremos?”. Tomás dice: “Sin duda, entre Silo y Betel. Reconozco los montes. Pasamos hace poco por aquí con Judas, que en Betel se hospedó donde algunos fariseos”. Iscariote: “Te podían hospedar también a ti. No quisiste venir. Pero ni yo ni ellos te dijimos que no”. Y el incidente termina. Es más, Andrés manifiesta su alegría: “Si en Betel tenemos fariseos amigos, no vendrán contra nosotros”. Le objetan: “Pero estamos volviendo, no estamos yendo a Jerusalén”. Andrés: “¡Y tenemos que ir en todo caso a la Pascua! ¡Y no sé cómo lo haremos!…”. Iscariote: “¡Sí, claro! ¿Por qué habrá dicho que vuelve a Caná? Podían regresar las mujeres, y nosotros cumplir el peregrinaje…”. Pedro exclama: “¡Está escrito que mi mujer no celebre la Pascua en Jerusalén!”. Juan le consulta a Jesús, que está hablando animadamente con el Zelote: “Maestro, ¿cómo haremos para ir y volver a tiempo?”. Jesús: “No lo sé. Me pongo en las manos de Dios. Si nos retrasamos, no será culpa mía”. Zelote dice: “Has hecho bien siendo prudente”. Jesús: “¡Por mí habría seguido! Porque no ha llegado todavía mi hora. Esto Yo lo siento. Pero, ¿cómo habríais soportado, vosotros, el riesgo; vosotros que de un tiempo a esta parte estáis tan… cansados?”. Zelote: “Maestro… tienes razón. Parece como si un demonio hubiera estado arrojando su aliento entre nosotros. ¡Hemos cambiado tanto!”… ■ Siguen andando todavía un rato; luego Pedro, que mira hacia atrás por el camino de caravanas en que ya se encuentran, exclama: “¡Misericordiosa Providencia! ¡Aquél es el carro de las mujeres!”. Todos se vuelven. Es realmente el pesado carro de Juana. Viene tirado por dos robustos caballos al trote. Se paran para esperarle. La cubierta de cuero, enteramente echada, impide ver a las personas que vienen dentro del carro. Pero Jesús hace un gesto de que se de­tenga, y el conductor reacciona con una exclamación de alegría cuan­do ve a Jesús erguido y con el brazo levantado al borde del camino.  Mientras el hombre para a los dos caballos que venían resoplan­do, se asoma por la apertura del toldo el rostro flaco de Isaac: “¡El Maestro!” grita. “¡Madre, alégrate! ¡Está aquí!”. Voces de mujeres y confuso rumor de pisadas se producen en el interior del carro; pero antes de que una sola de las mujeres baje, ya han saltado al suelo Mannaén, Marziam e Isaac, y corren para ve­nerar al Maestro. Jesús: “¿Todavía aquí, Mannaén?”. Mannaén: “Fiel a las órdenes. Y ahora más que nunca, porque las mujeres tenían miedo… Pero… Te hemos obedecido porque se debe obedecer, aunque —créeme— no había nada por qué preocuparse. Sé con certeza que Pilatos ha llamado al orden a los revoltosos, diciendo que quien­quiera que provoque algún desorden en estos días de fiesta será castigado duramente. Creo que no es ajena a esta protección de Pilatos su mu­jer, y, sobre todo, las damas amigas de su mujer. En la Corte se sabe todo y nada. Pero se sabe lo suficiente…” ■ y Mannaén se hace a un lado para que pase la Virgen, que ha bajado del carro y ha recorrido los po­cos metros de camino, toda preocupada y emocionada. Se besan, mientras las discípulas, todas, veneran al Maestro. Pe­ro no están ni María Magdalena ni Marta de Lázaro. La Virgen dice en voz baja: “¡Cuánta aflicción desde aquella noche! ¡Hijo, có­mo te odian todos!” y unas lágrimas descienden por sus mejillas, por donde han corrido otras tantas en estos días. Jesús: “Pero ya ves que el Padre provee. ¡Así que no llores! Yo desafío con coraje a todo el odio del mundo. Pero una sola lágrima tuya me abate. ¡¡Ánimo, Madre santa!!” y, teniéndola arrimada contra Sí con un bra­zo, se vuelve hacia las discípulas para saludarlas; y ■ dedica palabras especiales a Juana, que ha querido regresar para acompañar a la Virgen. “¡Maestro, no es ningún esfuerzo estar con tu Madre! Magdalena se quedó en Betania por los sufrimientos de su hermano. He venido yo. He dejado los niños a la mujer del guardián del palacio; es una mujer buena y maternal. Y ya está también Cusa. ¡Fíjate Tú si le va a faltar algo a nuestro querido Matías, predilecto de mi marido! Pero también Cusa me dijo que partir era inútil. La medida de contención impuesta por el Procónsul le ha roto las uñas también a Herodías. Y además él, el Tetrarca, tiembla de miedo, y no tiene más que un pen­samiento: vigilar para que Herodías no le destruya ante los ojos de Roma. La muerte de Juan ha echado abajo muchas cosas que esta­ban a favor de Herodías. Y Herodes siente también, y muy bien, que el pueblo está rebelado contra él por la muerte de Juan. La zorra intuye que el peor castigo sería perder la odiosa y humillante protec­ción de Roma. El pueblo arremetería contra él inmediatamente. Por tanto, no dudes que no hará nada por propia iniciativa”. ■ Jesús: “¡Entonces volvemos a Jerusalén! Podéis caminar tranquilos que no os pasará nada. Vamos. Que las mujeres monten de nuevo en el carro, y con ellas Mateo y quien esté cansado. Descansa­remos en Betel. Vamos”. Las mujeres obedecen. Suben con ellas Mateo y Bartolomé. Los otros prefieren seguir al carro a pie junto con Mannaén, Isaac y Marziam. Y Mannaén cuenta cómo ha hecho las averiguaciones pa­ra saber lo que había de verdad en la bravata del herodiano que ha­bía extendido un velo de dolor sobre el grupo tranquilo reunido en Betania en casa de Lázaro, “que sufre mucho(dice Mannaén).
* Marziam escribe los discursos de Jesús.- ■ Jesús: “¿Ha ido una mujer a Betania?”. Mannaén: “No, Señor. Pero nosotros hace tres días que faltamos de allí. ¿Quién es?”. Jesús: “Una discípula. Se la daré a Elisa, porque es joven, está sola y no tiene medios”. Mannaén: “Elisa está en el palacio de Juana. Quería venir. Pero está muy constipada. Ardía en deseos de verte. Decía: «¿Pero no comprendéis que mi paz está en verle?»”. Jesús: “Voy a darle también una alegría con esta joven. ¿Y tú, Marziam, no hablas?”. Marziam: “Escucho, Maestro”. Isaac dice:  “El muchacho escucha y escribe. De uno u otro requiere que le repitamos tus palabras, y escribe, escribe. ¿Pero las habremos dicho bien?”. Jesús: “Las miraré Yo y añadiré lo que falte en el trabajo de mi discípu­lo”, y acaricia el carrillo morenito de Marziam. Y pre­gunta: “¿Y el anciano padre? ¿Le has visto?”. Marziam: “¡Sí! No me reconocía. Lloró de alegría. Pero le veremos en el Templo porque Ismael los envía. Es más, les ha dado más días este año. Tiene miedo de Ti”. Pedro: “¡Que si no lo va a tener! ¡Que me cuelguen! ¡Después de la bromita que le sucedió a Cananías en Sebat!”, y ríe. Jesús: “Pero el miedo a Dios no construye; al contrario, destruye. No es amistad. Es sólo una espera que a menudo se transforma en odio. Pero cada uno da lo que puede…”. Prosiguen el camino y los pierdo de vista. (Escrito el 16 de Diciembre de 1945)
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(<Jesús se encuentra en Rama, el pueblo del apóstol Tomás. Las mujeres ya no están, y tampoco Isaac y Mannaén; Marziam sí, se ha quedado y está feliz al lado de Jesús. ■ En el cruce de caminos, donde se halla la casa del apóstol Tomás, en el momento en que una pequeña aglomeración de personas está hablando con los apóstoles y familiares de Tomás, tiene lugar el pasaje, en que uno pregunta a Jesús: “Señor, ¿Es verdad que pocos se salvan?” [Lc. 13, 22-30], relatado en el tema “Salvación-Condenación”, episodio 5-363-432, que termina con estas palabras: “Porque muchos son los llamados, pero pocos los que de la elección habrán sabido hacerse una gloria verdadera”>)
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5-363-437 (6-53-340).- “Maestro, no vayas a Jerusalén. Herodes te quiere matar” (1).- Apóstrofe a Jerusalén (2).
* Id a decirle a esa vieja raposa que la persona que él busca está en Jerusalén. Y es que es necesario que entre en Jerusalén: no es posible que mi camino se detenga antes. Y debe cumplirse en justicia, o sea, en Jerusalén. El Bautista murió en otro lugar mas en santidad, y santidad quiere decir: «Jerusalén». Porque, si bien ahora quiere decir «Pecado», ello se refiere a lo que es solo terrestre y pronto perecerá. Yo me refiero a lo eterno, espiritual, o sea, a la Jerusalén celestial. En ella, en su santidad, mueren todos los justos y profetas. En ella moriré Yo”.- ■ Mientras Jesús está hablando, al improviso llegan unos fariseos. Forman parte de un peregrinaje que se dirige a Jerusalén, o que viene, en busca de alojamiento, de una Jerusalén saturada. Ven la concentración de gente y se acercan para ver. Pronto descubren la rubia cabeza de Jesús resplandeciente contra el fondo oscuro de la casa de Tomás. Irrumpen gritando: “Dejad paso, que queremos decir una palabras al Nazareno”. Sin ningún entusiasmo se separa la gente. Los apóstoles ven venir hacia ellos al grupo farisaico, que saluda a Jesús: “¡Maestro, paz a Ti!”. Jesús: “La paz a vosotros ¿qué queréis?”. Fariseos: “¿Vas a Jerusalén?”. Jesús: “Como todo fiel israelita”. Fariseos: “¡No vayas! Te espera un peligro allí. Lo sabemos porque venimos de allá al encuentro de nuestras familias. Hemos venido a advertirte, porque hemos sabido que estabas en Rama”. Pedro, escamado y dispuesto a empezar una discusión, les dice: “¿Quién os lo ha dicho, si es lícito preguntarlo?”. Fariseos: “No es asunto de tu incumbencia, hombre. Basta con que sepas, tú que nos llamas serpientes, que hay muchas serpientes cerca del Maestro, y que deberías desconfiar de los muchos, y muy poderosos discípulos”. Pedro: “¿Cómo dices? ¡No querrás insinuar que Mannaén o…”. Jesús: “Silencio, Pedro. Y tú, fariseo, has de saber que ningún peligro puede apartar de su deber a un fiel. Si se pierde la vida, no pasa nada. Lo grave es perder la propia alma contraviniendo a la Ley. Pero tú lo sabes, y sabes que Yo lo sé. ¿Por qué, entonces, me tientas? ¿No sabes, acaso, que sé por qué lo haces?”. Fariseo: “No te tiento. Te digo la verdad. Muchos de nosotros serán enemigos tuyos, pero no todos. Nosotros no te odiamos. ■ Sabemos que Herodes te busca, y te decimos: márchate. Márchate de aquí, porque si Herodes te captura te mata seguro. Lo está deseando”. Jesús: “Lo está deseando, pero no lo hará. Esto Yo lo sé. ¿Y sabéis lo que os digo?:  id a decirle a esa vieja raposa que la persona que él busca está en Jerusalén. Pues vengo expulsando demonios y obrando curaciones, sin esconderme. Y lo seguiré haciendo hoy, mañana y pasado mañana, mientras dure mi tiempo. Y es que es necesario que siga caminando hasta tocar el final. Y es que es necesario que hoy y luego otra vez, y otra, y otra más, entre en Jerusalén; porque no es posible que mi camino se detenga antes. Y debe cumplirse en justicia, o sea, en Jerusalén”. Fariseo: “El Bautista murió en otro lugar”. Jesús: “Murió en santidad, y santidad quiere decir: «Jerusalén». Porque, si bien ahora Jerusalén quiere decir «Pecado», ello se refiere a lo que es solo terrestre y pronto perecerá. Yo me refiero a lo eterno y espiritual, o sea, a la Jerusalén de los Cielos. En ella, en su santidad, mueren todos los justos y profetas. En ella moriré Yo, e inútil es vuestro deseo de inducirme al pecado. Y moriré, además, entre las colinas de Jerusalén, pero no por mano de Herodes, sino por voluntad de quien me odia más refinadamente que él, porque ve en Mí, al usurpador del Sacerdocio apetecido, al purificador de Israel, de todas las enfermedades que lo corrompen. No le carguéis, pues, a Herodes todo el afán de matar; tomad, más bien, cada uno vuestra parte… en efecto, el Cordero está encima de un monte al que suben por todas partes lobos y chacales, para degollarle y…”. Los fariseos huyen bajo la granizada de estas verdades que queman… Jesús los mira mientras huyen.
* Apóstrofe a Jerusalén.- “Y te aseguro que ni tú ni tus habitantes me volveréis a ver, en mi verdadera figura, hasta que llegue el día en que digáis: «Bendito el que viene en el nombre del Señor»”.- ■ Luego se vuelve hacia el sur, hacia un claror más luminoso, que quizás indica la zona de Jerusalén, y, con tristeza, dice: “¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a tus profetas y apedreas a los que te son enviados! ¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos, como reúne el ave en el nido a sus pequeñuelos bajo las alas, y tú no has querido! Pues bien, tu verdadero Amo dejará tu Casa. Él vendrá, hará —como establece el rito— lo que deben hacer el primero y el último de Israel, y luego se marchará. Ya no permanecerá dentro de tu recinto, para purificarte con su presencia. Y te aseguro que ni tú ni tus habitantes me volveréis a ver, en mi verdadera figura, hasta que llegue el día en que digáis: «Bendito el que viene en el nombre del Señor»… Y vosotros de Rama recordad estas palabras, y todas las otras, para no tener parte en el castigo de Dios. Sed fieles… Podéis marcharos. La paz sea con vosotros”. Y Jesús se retira a la casa de Tomás con todos los familiares de éste y con sus apóstoles. (Escrito el 17 de Diciembre de 1945).
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1  Nota  : Cfr. Lc. 13,31-33.   2  Nota  : Cfr. Lc. 13, 34-35.
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(<Jesús y los apóstoles junto con Marziam han llegado a Jerusalén para la celebración de la Pascua. La Madre y discípulas —entre ellas ya están también María de Alfeo, María de Salomé y Porfiria— se encuentran en la casa que tiene Lázaro en el Getsemaní>)
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6-364-4 (6-54-344).- En el Templo, el «Padre Nuestro».
*  Judas, con rostro irónico y falso, ante la vista de mercaderes y cambistas que siguen profanando el Templo, tienta a Jesús para que repita aquel gesto santo de otro tiempo.- ■ Ya están en el Templo, en medio del hormigueo de gente, poco sa­grado, de los primeros patios, donde hay mercaderes y cambistas. Jesús mira y siente aquello en el alma. Se pone pálido. Su andadura severa es tan so­lemne, que parece aumentar más todavía de estatura. Judas Iscariote le tienta: “¿Por qué no repites aquel gesto santo? Ya ves… lo han olvidado… De nuevo la profanación ha entrado en la Casa de Dios. ¿No te duele? ¿No te lanzas a defender?”. La cara morena y bella de Judas, pero irónica y falsa (a pesar de todas las artes de Judas para que no aparezca así), toma un aspecto incluso de un zorro. Al decir estas palabras ha escrutado el rostro de Jesús.  Jesús dice secamente: “No es la hora. Pero todo eso será purificado. ¡Y para siempre!…”. Judas sonríe ligeramente y comenta: “¡¡El «para siempre» de los hombres!! ¡Ya ves, Maestro, que es muy precario!…”. Jesús no le responde, pues trata de saludar desde lejos a José de Arimatea, que pasa seguido por otras personas, envuelto en sus vis­tosos indumentos. Recitan las oraciones rituales y luego regresan al Patio de los Gentiles, bajo cuyos pórticos se agolpa la gente. ■ Los prosélitos a los que habían encontrado viniendo al Templo han seguido todo este tiempo a Jesús. Han traído con ellos a sus en­fermos y ahora los están colocando a la sombra, debajo de los pórti­cos, cerca del Maestro. Sus mujeres, que los han esperado aquí, se acercan muy despacio. Todas veladas. Pero una está ya sentada, qui­zás por estar enferma, y las compañeras la llevan al lado de los otros enfermos. Más gente se agolpa alrededor de Jesús. Veo estupor y de­sorientación en los grupos rabínicos y sacerdotales por la abierta presencia y la abierta predicación de Jesús.
“Aplazando todas las ocupaciones por una más importante, la única que es verdaderamente grande y útil: honrar al Señor y Padre. En esto se comprende que somos hermanos, hijos de un único Padre. Recordemos también a los que están lejos… Y, de la misma forma que recogemos estos conscientes anhelos de los israelitas lejanos, recojamos también los de las almas que pertenecen a hombres que no saben siquiera que tienen un alma. Nosotros, que estamos en la luz de la fe verda­dera, tengamos misericordia de ellos. Oremos así: «Padre nuestro…»”.- ■ Jesús dice: “¡La paz sea con todos vosotros que escucháis! La Pascua Santa trae de nuevo a los hijos fieles a la Casa del Pa­dre. Parece, esta Pascua bendita nuestra, una madre que piensa solí­cita en el bien de sus hijos, que los llama con fuerte voz para que vengan de todas partes, aplazando todas las ocupaciones por una más importante, la única que es verdaderamente grande y útil: hon­rar al Señor y Padre. En esto se comprende que somos hermanos; de esto, con testimonio delicado, surge el orden y el compromiso de amar al prójimo como a uno mismo. ¿No nos hemos visto nunca? ¿No sabíamos los unos de los otros? Así es. Pero, si estamos aquí, porque somos hijos de un único Padre que quiere congregarnos en su Casa para el banquete pascual, entonces, aunque no sea con los sentidos materiales, sí ciertamente con la parte superior, sentimos que somos iguales, hermanos, provenientes de Uno solo, y nos amamos, por tanto, como si hubiéramos crecido juntos. Y esta unión de amor nuestra es anticipación de la otra, más perfecta, de que gozaremos en el Reino de los Cielos, bajo la mirada de Dios, abrazados todos por su Amor: Yo, Hijo de Dios y del hombre, con vosotros, hombres hijos de Dios; Yo, Primogénito, con vosotros, hermanos amados sobre toda humana medida, hasta hacerme Cordero por los pecados de los hombres ■ Recordemos también, nosotros que gozamos en el momento pre­sente de nuestra fraterna unión en la Casa del Padre, a los que es­tán lejos y también son hermanos nuestros en el Señor y en el ori­gen. Tengámolos en nuestro corazón. Llevemos en nuestro corazón ante el altar santo a los ausentes. Oremos por ellos, recogiendo con el espíritu sus lejanas voces, sus añoranzas de estar aquí, sus anhe­los. Y, de la misma forma que recogemos estos conscientes anhelos de los israelitas lejanos, recojamos también los de las almas que pertenecen a hombres que no saben siquiera que tienen un alma y que son hijos de Uno solo. Todas las almas del mundo gritan en las pri­siones de los cuerpos hacia el Altísimo. Alzan, en oscura cárcel, su gemido hacia la Luz. Nosotros, que estamos en la luz de la fe verda­dera, tengamos misericordia de ellos. ■ Oremos así:
.  Padre nuestro que estás en los Cielos, sea santificado por toda la humanidad tu Nombre. Conocer tu Nombre es encaminarse hacia la santidad. Haz, Padre santo, que los gentiles y paganos conozcan tu existencia, y que vengan a Dios, a Ti, Padre, guiados por la Estrella de Jacob, por la Estrella de la Mañana, por el Rey y Redentor de la estirpe de David, por tu Ungido, ya ofrecido y consagrado para ser Víctima por los pecados del mundo; que vengan como los tres sabios de entonces, de un tiempo ya lejano pero no inoperante, porque nada de lo que tiene algo que ver con la venida de la Redención al mundo es inoperante.
.   Venga tu Reino a todos los lugares de la tierra: donde se te conoce y ama, y donde aún no se te conoce; y, sobre todo, a los que son tres veces pecadores, los cuales, aun conociéndote, no te aman en tus obras y manifestaciones de luz, y tratan de rechazar y apagar la Luz que ha venido al mundo, porque son almas de tinieblas, que prefie­ren las obras de tinieblas, y no saben que querer apagar la Luz del mundo es ofenderte a Ti mismo, porque Tú eres Luz santísima y Pa­dre de todas las luces, comenzando por la que se ha hecho Carne y Palabra para traer tu luz a todos los corazones de buena voluntad.
.   Padre santísimo, que todos los corazones de este mundo hagan tu voluntad, es decir, que se salven todos los corazones y no quede para ninguno sin fruto el sacrificio de la Gran Víctima; porque ésta es tu voluntad: que el hombre se salve y goce de Ti, Padre santo, después del perdón que está para ser otorgado.
.   Danos tu ayuda, Señor: todas tus ayudas. Ayuda a todos los que esperan, a los que no saben esperar, a los pecadores con el arrepenti­miento que salva, a los paganos con la herida de tu llamada que es­tremece; ayuda a los infelices, a los reclusos, a los desterrados, a los enfermos en el cuerpo o en el espíritu, a todos, Tú que eres el Todo; porque el tiempo de la Misericordia ha llegado.
.  Perdona, Padre bueno, los pecados de tus hijos. Los de tu pueblo, que son los más graves, los de los culpables de querer estar en el error, mientras que tu amor de predilección ha dado la Luz precisa­mente a este pueblo. Perdona a los que embrutece un paganismo corrompido que enseña el vicio, y se hunden en una idolatría hedionda, mientras que entre ellos hay al­mas también puras a quienes Tú amas porque las has creado. Nosotros perdo­namos, Yo el primero, para que Tú puedas perdonar.
.  E invocamos tu protección sobre la debilidad de las criaturas para que libres, del Principio del Mal, —del cual vienen todos los delitos, idolatrías, cul­pas, tentaciones y errores—, a tus criaturas. Líbralas, Señor, del Prín­cipe horrendo, para que puedan acercarse a la Luz eterna”. (Escrito el 1 de Enero de 1946).
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(<Es continuación del episodio anterior>)

6-364-7 (6-54-346).- En el Templo, el «Padre Nuestro» crea posturas encontradas: entusiasmo en sus seguidores; rechazo en sus detractores.- Gamaliel.
* Gamaliel reconoce que no pueden creer “porque el Ángel de Dios aún no nos ha limpiado del pasado con el carbón tomado del altar de Dios. Y, quizás, ni aunque la fuerza de su voz (de Jesús) arrancase los quicios de estas puertas, sabríamos creer”.- ■ La gente ha seguido atentamente esta solemne oración. Se han acercado rabíes famosos, entre los cuales, y tomándose el men­tón, está Gamaliel. Un grupo de mujeres, envueltas en sus mantos con una especie de capucho que cubre sus caras, se ha acercado. Los rabinos se separan con desdén… Muchos discípulos fieles, entre los que están Hermas, Esteban, Juan el sacerdote, se han acercado, atraídos por la noticia de que el Maestro ha llegado. Luego Nicodemo y José, que son inseparables, y otros amigos que me parece haber visto alguna vez. En la pausa que sucede a la oración del Señor que devota y majestuosamente se recoge, se oye exclamar a José de Arimatea: “¡Y bien Gamaliel! ¿No te parecen estas palabras, palabras, palabras del Señor?”. Gamaliel le contesta: “José, a mí me dijeron: «Estas piedras se estremecerán al sonido de mis palabras»”. ■ Esteban impetuoso, grita: “¡Realiza el prodigio, Señor! Or­dena, y se desarticularán. Sería una gracia incomparable que se derrumbara el edificio pero que se levantaran en los corazones los muros de tu Fe. ¡Hazlo, Maestro mío!”. Un grupo de furiosos rabinos y discípulos suyos, vocifera en grupo: “¡Blasfemo!”. Gamaliel grita otra vez: “¡No! Mi discípulo habla palabras inspiradas. No podemos aceptarlas porque el Ángel de Dios no nos ha limpiado aun del pasado con el carbón tomado del altar de Dios (1)… Y, quizás, ni aunque  la fuerza de su voz” dice se­ñalando a Jesús, “arrancase los quicios de estas puertas, sabríamos creer…”. Se levanta la extremidad de su amplio y blan­quísimo manto, se la echa cubriéndose la cara y se va. Jesús le mira mientras se va…
* En verdad, en verdad os digo que los que parecen ser los ilegítimos, son los hijos verdaderos”.- ■Después continúa respondiendo a algunos que murmuran entre sí, y que parecen escandalizados, y que para hacer más claro su escándalo, lo descargan sobre Judas de Keriot con una retahíla de quejas que el apóstol oye sin reaccionar, enco­giéndose de hombros y poniendo una cara no del todo contenta. Jesús dice: “En verdad, en verdad os digo que los que pa­recen ser los ilegítimos, son los hijos verdaderos, y los que pa­recen ser los hijos verdaderos se convierten en los ilegítimos… Vosotros todos que me estáis escuchando tened muy en cuenta que muchos de Israel que se creen seguros serán suplantados por los que tienen por publicanos, meretrices, gentiles, paganos y galeotes. El Reino de los Cielos es de quien sabe renovarse aco­giendo la Verdad y el Amor”. ■ Jesús se vuelve y se dirige al grupo de los prosélitos enfermos y pregunta con voz fuerte: “¿Podéis creer en todo lo que he dicho?”. Responden en coro: “¡Sí, Señor!”. Jesús insiste: “¿Queréis aceptar la Verdad y el Amor?”. Prosélitos: “Sí, Señor”. Vuelve a preguntarles: “¿Os quedaríais satisfechos aunque no os diera más que Verdad y Amor?”. Prosélitos: “¡Señor, tú sabes lo que más necesitamos! Danos sobre todo la paz y la vida eterna”. Jesús: “¡Levantaos e id a alabar al Señor! Estáis curados por su santo Nombre”. Y ligero se dirige a la primera puerta que encuentra, mezclándose entre la multitud que llena Jerusalén, mucho antes de que la admiración, el estupor que hierve en el patio de los gentiles se cambie en gritos de hosanna… ■ Los apóstoles le pierden de vista. Solo Marziam que no ha soltado la punta de su manto corre a su lado diciendo: “¡Gracias, gracias, gracias, Maestro! ¡Por Juan (2), gracias! He escrito todo mientras hablabas. No tengo que añadir más que el milagro. ¡Oh, fue bello! ¡Justo para él! ¡Se pondrá contentísimo!”.  (Escrito el 1 de Enero de 1946).
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1  Nota  : Cfr. Is. 6,6.   2  Nota  : Juan de Endor o Félix.
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(<Jesús y Marziam conversan en el Huerto de los Olivos, cerca de la casa del Getsemaní donde se hospedan>)
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6-365-12 (6-55-351).- Jesús enseña a Marziam juzgar a las personas.- J. Iscariote insidia la inocencia de Marziám.- Jesús y su Madre hablan del profanador.
* “¿Los sacerdotes, me refiero a los peores, deben ser escuchados?”. “Siempre, hijo mío. Por respeto a su misión. Son «el sacerdote». Tenemos que tener presentes nuestros defectos, contrastar con ellos las buenas cualidades de los que queremos juzgar. Entonces tendríamos una medida justa de juicio caritativo”.- ■ Dice Marziam: “¡Oh, Señor! antes de entrar en la casa, que ya se ve, respóndeme a una cosa. No puedes negar que los sacerdotes de ahora sean culpables. Me dices que no juzgue, pero Tú lo haces y puedes hacerlo, y lo haces rectamente. Ahora bien, escucha, Señor, lo que pienso. Cuando los sacerdotes de hoy hablan de Dios y de la religión, —siendo la mayoría de ellos como son, y me refiero ahora a los peores—, ¿deben ser escuchados también?”. Jesús: “Siempre, hijo mío. Por respeto a su misión. Cuando hacen cosas pertinentes a su ministerio no son Anás, ni Sadoc, ni ningún otro… Son «el sacerdote». Distingue siempre la pobre fragilidad humana de su ministerio”. Marziam: “Pero si hacen mal también su ministerio…”. Jesús: “¡Y además!… ¡Escucha, Marziam! No hay ningún hombre completamente bueno ni completamente malo. Y nadie es tan completamente bueno que tenga el derecho a juzgar a los hermanos como completamente malos. Tenemos que tener presentes nuestros defectos, contrastar con ellos las buenas cualidades de los que queremos juzgar. Entonces tendríamos una medida justa de juicio caritativo. Hasta ahora, Yo no he encontrado ningún hombre completamente malo”. Marziam: “¿Ni siquiera Doras, Señor?”. Jesús: “Ni siquiera él, porque es un marido honrado y un padre cariñoso”. Marziam: “¿Ni siquiera el padre de Doras?”. Jesús: “También era él un marido honrado y un padre cariñoso”. Marziam: “¡Pero fuera de eso no era más!”. Jesús: “Así es, pero en este punto no era malo. Por lo tanto, no completamente malo”. ■ Marziam: “¿Ni siquiera Judas es malo?”. Jesús: “Ni siquiera él”. Marziam: “Pero no es bueno”. Jesús: “No lo será completamente, como tampoco lo es del todo malo. ¿No te convences de lo que estoy diciendo?”. Marziam: “Estoy convencido de que Tú eres totalmente bueno, y que, en modo absoluto, en Ti, no existe la maldad. De esto sí que estoy convencido. Y tanto lo eres que nunca encuentras una acusación para ninguno…”. Jesús: “¡Oh, hijo mío! Si pronunciase la primera sílaba de acusación, ¡todos os echaríais encima del acusado como fieras!… ■ Yo, actuando así, trato de evitar que os manchéis con pecado de juicio. ¡Compréndeme, Marziam! No es que no vea el mal donde lo hay. No es que no vea la mezcla de mal y bien que hay en algunos. No es que no comprenda cuándo un alma sube o baja del nivel en que la puse. No se trata de esto, hijo mío. Es prudencia, para evitar las anticaridades entre vosotros. Y lo haré siempre así. También en los siglos venideros, cuando deba dar mi juicio sobre una criatura. ¿No sabes, hijo, que algunas veces vale más una palabra de alabanza, de ánimo, que mil reproches? ¿No sabes que de cien casos pésimos, señalados como relativamente buenos, al menos la mitad vienen a ser realmente buenos al no faltarles, después de mi palabra benévola, la ayuda de los buenos, que, en caso distinto, huirían del individuo señalado como pésimo? Hay que sostener a las almas, no hundirlas. Pero si yo no soy el primero en sostenerlas, en encubrir las partes no bellas, en solicitar para ellas vuestra benignidad y ayuda, jamás os entregaríais a ellas con activa misericordia. ¡Tenlo presente Marziam!…”.
* ¡Judas es un profanador!”.- Marziam: “Sí, Señor… (un profundo suspiro). Lo tendré presente… (otro suspiro)… Pero es difícil cuando hay pruebas claras”. Jesús le mira fijamente. Pero del jovencito no ve sino la parte alta de la frente porque baja mucho la cara. Jesús: “Marziam, levanta la cara. Mírame, respóndeme, ¿cuáles son las pruebas que son difíciles de pasar por alto?”. Marziam se pone colorado… Responde: “Hay… muchas… Señor”. Jesús insiste: “¿Por qué nombraste a Judas? ¿Porque es una «prueba»? Tal vez la más difícil de superar… ¿Qué te ha hecho Judas? ¿En qué te ha escandalizado?” y Jesús pone sus manos encima de los hombros del muchacho que ahora está tan colorado que es todo púrpura oscura. Marziam le mira con ojos brillantes… luego se suelta y se escapa gritando: “¡Judas es un profanador!… No puedo hablar… ¡No me preguntes más, Señor!…” y se mete en el bosque, llorando, en vano llamado por Jesús, que pone un gesto de desconsolado dolor…
* “Si uno de los nuestros lo ha hecho, no puede ser menos que… ¡un demonio!”.- ■ Sus gritos sin embargo han llamado la atención de los de la casa de Getsemaní. Aparece Jonás en el umbral y luego la Madre de Jesús y detrás las discípulas: María de Cleofás, María Salomé y Porfiria. Ven a Jesús y se dirigen a Él. “¡La paz sea con todos vosotros! ¡Heme aquí, Madre!”. Virgen: “¿Sólo? ¿Por qué?”. Jesús: “Me adelanté. Dejé a los demás en el Templo… estaba Yo con Marziam”. Porfiria, un poco intranquila, pregunta: “¿Dónde está mi hijo que no le veo?”. Jesús: “Subió hacia allá… Ahora vendrá… ¿Tenéis comida para todos? Dentro de poco llegarán”. Discípulas: “No, Señor. Dijiste que irías a Betania”. Jesús: “Tienes razón… Pero pensé que era mejor hacer así… Id ligeras a comprar lo que falta. Me quedo con mi Madre”. Las discípulas obedecen sin objetar cosa alguna. ■Se quedan solos Jesús y María. Lentamente pasean bajo las entrelazadas ramas por las que se filtran los rayos del sol y que se posan sobre las hierbas como pequeños círculos plateados. Jesús dice: “Después de la comida iré a Betania. Con Simón”. Virgen:  “¿Simón de Jonás?”. Jesús:  “No. Con Simón Zelote. Y llevaré conmigo a Marziam…”. Je­sús se queda pensativo. María le mira. Luego pregunta: “¿Te ha dado algún disgusto Marziam?”. Jesús: “¡No, Madre! Todo al contrario. ¿Por qué lo dices?”. Virgen: “Porque te veo pensativo… ¿Por qué le llamabas con autoridad? ¿Por qué te ha dejado? ¿Por qué se ha separado de Ti como avergonzado de algo? ¡Ni siquiera ha venido a saludar a su madre ni a mí!”. Jesús: “El muchacho ha huido por una pregunta que le he hecho”. La Virgen exclama: “¡Oh!…” y su estupor es profundísimo. Calla por unos instantes y luego en voz baja como si hablara consigo misma: “Los dos en el Paraíso Terrenal huyeron, después del pecado, al oír la voz de Dios… ■ Pero, Hijo mío, hay que tener compasión del niño. Empieza a ser hombre… y quizás… Hijo mío, Satanás muerde a todos los hombres…”. Es una María toda compasiva, suplicante. Jesús la mira y le dice: “¡Cuán Madre eres! ¡Cuánto eres «la Madre»! Pero no vayas a pensar que el muchacho haya cometido algún pecado. Más bien piensa que sufre porque tiene algo que revelar. Es muy puro. Es muy bueno… Le llevaré hoy conmigo, para hacerle comprender, sin palabra alguna, que le comprendo. Cualquier palabra sería inútil… y no encontraría ninguna para disculpar al que ha intentado violar su inocencia”. Jesús pronuncia con severidad estas últimas palabras. La Virgen dice: “¡Hijo! ¡Y ahora esto! No te pido nombres. Si uno de los nuestros lo ha hecho, no puede ser menos que… ¡un demonio!”. ■ Jesús: “Vamos a buscar a Marziam, Mamá. No escapará si te ve a ti”. Van y le descubren detrás de una mata de espino albar. La Virgen, mientras se acerca a él, le pregunta: “¿Estabas cortando flores para mí?” y le abraza… Marziam, en cuya cara se ven todavía lágrimas, dice: “No. Pero quería verte”. Virgen: “Y yo he venido ¡Ea, sin demora! ¡Que hoy tienes que ir con mi Jesús a Betania! Y debes estar arreglado como conviene”. La cara de Marziam se ilumina, y olvidando su turbación pre­gunta: “¿Yo solo con Él?”. Virgen: “No. También va Simón Zelote”. Marziam, muy niño todavía, da un salto de alegría, sale corriendo de su escondite y se deja caer sobre el pecho de Jesús… No sabe qué decir. Jesús ríe y le ayuda di­ciendo: “Corre a ver si ya llegó tu padre”.  Mientras Marziam corre, Jesús comenta: “Es un niño todavía y, a pesar de ello, es muy maduro de juicio. Turbarle el corazón es un grave pecado. Pero tomaré mis providencias” y mientras tanto camina con su Madre hacia la casa. (Escrito 3 de Enero de 1946).
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(<Jesús ha llegado a Betania acompañado de Zelote y de Marziam>)
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6-365-19 (6-55-358).- En Betania en casa de Lázaro enfermo.- Primeras noticias de Antioquía.- Rosa de Jericó: Anastásica.- El alto cargo y la soberbia.
* Lázaro muy debilitado.- Noticias de Juan de Endor y Síntica llegan a Betania.- Anastásica en Betania.- Nicodemo y José de Arimatea anuncian su llegada.- Lázaro está muy delgado, amarillento, visiblemente muy enfermo y muy debilitado, y tiene hundidos los ojos. Llora como un niño al enseñar sus piernas hinchadas, azuladas, con llagas que yo diría va­ricosas, abiertas en varios puntos. Quizás espera que Jesús, al mos­trarle ese destrozo, se conmueva y haga un milagro. Pero Jesús se li­mita a colocar de nuevo, con delicadeza, sobre las llagas, las vendas untadas de bálsamo. Lázaro, no sin desilusión, pregunta: “¿Has venido para quedarte?”. Jesús: “No. Pero vendré a menudo”. Lázaro: “¿Cómo? ¿Tampoco vas a celebrar este año la Pascua conmigo? He dicho que me trajeran aquí por ese motivo. Me habías prometido, cuando los Tabernáculos, que ibas a estar mucho conmigo, después de las Encenias…”. Jesús: “Y estaré. Pero no ahora. ¿Te molesto si me siento aquí en la ori­lla de tu cama?”. Lázaro: “¡No, no! Todo lo contrario. La frescura de tu mano parece como si mitigara el ardor de mi fiebre. ¿Por qué no te quedas, Señor?”. Jesús: “Porque como a ti te atormentan las llagas, a Mí los enemigos. A pesar de que Betania esté considerada dentro de los límites para la Cena, y para todos; para Mí, celebrar aquí la Pascua se consideraría pecado. De lo que Yo hago, para el Sanedrín y los fariseos, todo son camellos y vigas…”. Lázaro: “¡Ah! ¡Los fariseos! ¡Es verdad! Pero entonces en una casa mía… ¡Esto al menos!”. Jesús: “Eso sí. Pero lo diré en el último momento. Por prudencia”. ■ Lázaro: “¡Ah, sí, no te fíes! Te ha ido bien con Juan, ¡eh!, ¿sabes? Ayer ha venido Tolmái con otros y me ha traído cartas para ti. Las tienen mis hermanas. ¿Pero dónde se han quedado Marta y María? ¿No se preocupan de recibirte con honor?”. Lázaro está inquieto, como mu­chos enfermos. Jesús: “Tranquilo. Están afuera, con Simón y Marziam. He venido con ellos. Y no necesito nada. Ahora los llamo”. Y así es; llama a los que prudentemente se habían quedado afuera. Marta sale y vuelve con dos rollos y se los entrega a Jesús. María, entre tanto, refiere que el siervo de Nicodemo ha dicho que precede a su señor, que viene con José de Arimatea. ■ Y, al mismo tiempo, Lázaro se acuerda de una mujer («que ha llegado ayer en nombre tuyo» dice). Jesús: “¡Ah! ¡Sí! ¿Sabes quién es?”. Marta explica: “Nos lo ha dicho. Es hija de un rico de Jericó que hace años fue a Siria, de joven. La llamó Anastásica, en recuerdo de la flor del desierto. Pero no ha querido revelar el nombre de su marido”. Jesús: “No es necesario. La ha repudiado. Por tanto, ella es únicamente «la discípula». ¿Dónde está?”. Marta: “Duerme. Está cansada. Ha vivido muy mal estos días y estas noches. Si quieres la llamo”. Jesús: “No. Deja que duerma. Me ocuparé mañana”. Lázaro mira admirado a Marziam, el cual está en ascuas; y es que quisiera saber lo que dicen los rollos. Jesús lo comprende y los abre. Lázaro dice: “¿Cómo? ¿Él lo sabe?”. Jesús: “Sí. Él y los otros, excepto Natanael, Felipe, Tomás y Judas…” (1). Lázaro interviene bruscamente: “¡Has hecho bien en no revelárselo a él! Tengo muchas sospechas…”. Jesús le interrumpe: “No soy imprudente, amigo”. ■ Lee los rollos y luego refiere las noticias principales, o sea, que los dos se han acli­matado, que la escuela prospera y que, si no fuera por el declinar de Juan, todo iría bien. Pero no puede decir nada más porque se anun­cia la llegada de Nicodemo y José.
* Judas es desconcertante para José Arimatea, Nicodemo y Lázaro. Para Magdalena: “Es el oprobio junto a la Perfección”. Para Jesús: “Digo que Judas es un «hombre». Como lo es Gamaliel. El hombre es tan restringido en su forma de pensar, mientras no penetra en él un rayo de luz sobrenatural, que puede acoger una idea, incrustarse en ella, y quedarse así. Incluso contra la evidencia”. José de Arimatea: “¡Dios te salve, Maestro, esta mañana y siempre!”. Jesús: “Gracias, José. ¿Y tú, Nicodemo, no estabas?”. Nicodemo: “No. Pero, sabido que habías llegado, he pensado en venir a casa de Lázaro, casi seguro de que te encontraría. Y José se ha unido a mí”. Hablan alrededor de la cama de Lázaro de los hechos de la maña­na. Y él se interesa tanto, que parece aliviado de su sufrimiento. José de Arimatea dice: “¿Y Gamaliel, Señor? ¿Oíste?”. Jesús: “Oí”. Nicodemo dice: “Yo, sin embargo, digo: ¡Y ese Judas de Keriot, Señor! Después de tu partida, me lo encontré vociferando como un demonio en medio de un grupo de alumnos de los rabíes. Te acusaba y te defendía al mismo tiempo. Estoy seguro que estaba convencido que no hacía sino el bien. Ellos querían encontrarte culpas, sin duda estimulados por sus maestros. Él rebatía las acusaciones con ardor inmenso, diciendo: «Solo una culpa tiene el Maestro: de no hacer ostentación de su poder. Deja escapar la hora oportuna. Cansa a los buenos con su demasiada bondad. ¡Rey es! Y como rey debe actuar. Vosotros le tratáis como a un siervo porque es bueno. Y Él, por ser solo bueno, se destruye. Vosotros, cobardes y viles, no merecéis sino el azote del poder, de un poder absoluto, violento ¡Ah, si pudiera yo hacer de Él un Saúl violento!»”. Jesús mueve su cabeza sin comentar nada. Nicodemo añade: “Y con todo te ama a su modo”. Lázaro exclama: “¡Qué hombre tan desconcertante!”. Zelote confirma: “Sí. Has dicho bien. Después de dos años que vivimos juntos, no le puedo comprender todavía”. Magdalena se levanta con aire de reina, y con voz clara dice: “Yo le he comprendido mejor que todos: es el oprobio junto a la Perfección. No hay otra cosa que agregar” y sale por algo, llevándose consigo a Marziam. Lázaro dice: “Tal vez María tenga razón”. José: “Lo mismo pienso yo”. Nicodemo: “¿Y Tú, Maestro, qué dices?”. ■ Jesús: “Digo que Judas es un «hombre». Como lo es Gamaliel. El hombre limitado frente al Dios infinito. El hombre es tan restringido en su modo de pensar, mientras no penetra en él un rayo sobrenatural, que puede acoger una sola idea, incrustarla dentro de sí, o incrustarse en ella, y quedarse así. Incluso contra la evidencia. Obstinado. Terco. Incluso por fidelidad a la cosa que más le ha impresionado alguna vez. En el fondo, Gamaliel tiene una fe, como pocos en Israel, en el Mesías que vislumbró y reconoció en un Niño. Y es fiel a las palabras de aquél Niño… Y lo mismo Judas. Saturado de la idea mesiánica, como la mayor parte de Israel la cultiva, confirmado en ella por mi primera manifestación a él, ve, quiere ver en Mí, al rey, a un rey temporal, poderoso… ¡y es fiel a esta idea suya! ¡Cuántos, incluso en el futuro, se malograrán por una concepción de fe equivocada, cerrada a cualquier razonamiento!”.
* El cargo elevado y la soberbia.- “¿Qué pensáis, que es fácil salvarse solo porque se sea un Gamaliel, o un Judas apóstol? No. En verdad, en verdad os digo que es más fácil que se salve un niño, un creyente común… El hombre es el eterno Adán. Adán tenía todo. Todo menos una cosa. Y quiso ésa. ¡Ah, pero muy a menudo se convierte en Lucifer! Tiene todo menos la divinidad. Y ambiciona la divinidad… para ser aclamado, afamado…”.- ■ Jesús: “¿Pero qué pensáis vosotros, que es fácil seguir la verdad y la justicia en todas las cosas? ¿Qué pensáis, que es fácil salvarse solo porque se sea un Gamaliel, o un Judas apóstol? No. En verdad, en verdad os digo que es más fácil que se salve un niño, un creyente común, que uno elevado a un cargo especial y especial misión. Generalmente entra, en los llamados a extraordinaria carga, la soberbia de su vocación, y esta soberbia abre las puertas a Satanás, y echa fuera a Dios. Las caídas de las estrellas son más fáciles que las de las piedras. El Maldito trata de apagar los astros y se insinúa, se insinúa, siempre falaz, para poder hacer caer a los elegidos. Si miles de personas caen en los errores comunes, su caída no arrastra más que a ellos mismos. Pero si cae uno de los elegidos, y viene a ser instrumento de Satanás en vez de serlo de Dios, su voz en vez de «mi» voz, su discípulo en vez de «mi» discípulo, entonces la ruina es mucho mayor y puede dar origen incluso a profundas herejías que hagan mal a tantísimos. El bien que yo doy a una persona producirá mucho bien si cae en un terreno humilde, y que sabe permanecer humilde; pero, si cae en un terreno soberbio, o que se hace soberbio por el don recibido, entonces el bien se convierte en mal. A Gamaliel se le concedió una de las primeras manifestaciones del Mesías. Debía ser su precoz llamamiento al Ungido; sin embargo, es la razón de su sordera a mi voz que le llama. A Judas se le concedió ser apóstol: uno de los doce apóstoles entre los millares de hombres de Israel. Esto debía ser su santificación. Pero… ¿qué será?… ■ ¡Amigos míos, el hombre es el eterno Adán!… Adán tenía todo. Todo menos una cosa. Y quiso ésa. ¡Y si el hombre queda en Adán! ¡Ah, pero muy a menudo se convierte en Lucifer! Tiene todo menos la divinidad. Y ambiciona la divinidad. Quiere lo sobrenatural para llamar la atención, para ser aclamado, temido, conocido, afamado… Y, para conseguir algo de eso que sólo Dios puede dar gratuitamente, se abraza fuertemente a Satanás, que es el eterno mono de Dios, y da sucedáneos de dones sobrenaturales. ¡Qué triste suerte espera a los ensatanizados! Os dejo amigos… Me retiro por unos momentos. Tengo necesidad de recogerme en Dios…”. Jesús, muy turbado, sale. ■ Lázaro, Nicodemo, José, Zelote se miran entre sí. José pregunta a Lázaro en voz baja: “¿Viste cómo se ha turbado?”. Lázaro: “Sí, lo he visto. Parecía como si estuviera viendo un espectáculo horrendo”. Nicodemo pregunta: “¿Qué tendrá en su corazón?”. José contesta: “Solo Él y el Eterno lo saben”. Nicodemo: “¿Tú no sabes nada, Simón?”. Zelote: “No. Pero lo cierto es que desde hace algunos meses parece muy afligido”. José: “¡Que Dios le ampare! Pero lo cierto es que el odio aumenta”. Zelote: “Sí, José. El odio aumenta… Creo que pronto el Odio va a vencer al Amor”. Lázaro: “¡No digas eso, Simón! Si debe suceder así, no volveré a pedir la curación. Es mejor morir antes de asistir al más horrendo de los errores”. Zelote: “¡De los sacrilegios, dirás, Lázaro!”. Nicodemo suspira: “Y con todo… Israel es capaz de esto. Está maduro para repetir el gesto de Lucifer, declarando la guerra al Señor”. Un silencio penoso se forma, cual mordaza que estrangula todas las gargantas. La tarde dice adiós a los cuatro, que piensan en los futuros delincuentes. (Escrito el 3 de Enero de 1946).
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1 Nota : Como ya sabemos, el viaje a Antioquía fue llevado a cabo por ocho apóstoles excepto: Natanael, Felipe, Tomás y Judas Iscariote. La verdadera razón por la que estos cuatro fueron excluidos de este viaje había sido Judas Iscariote. Judas no debía conocer la marcha de Juan de Endor y Síntica a Antioquía. Porque Judas era el confidente y cómplice del Sanedrín, que buscaba la forma de deshacerse tanto de Síntica como de Juan de Endor, al ser considerados ambos como gentiles y por tanto inmundos. Por lo que aborrecían todo contacto con ellos. Por eso, temiendo esa delación al Sanedrín, previamente, Jesús alejó de allí a Judas con la excusa de una encomienda, llevando como compañero a Tomás. Y para no despertar los recelos de Judas, con similar finalidad, fueron enviados Natanael y Bartolomé. Por eso, los cuatro desconocían el paradero de Síntica y Juan de Endor.
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6-366-23 (6-56-362).- Anastásica entre las discípulas.- Cartas de Antioquía.
* Anastásica, intranquila ante su primer encuentro con Elisa. Marziam le cuenta su primer encuentro con su madre y las tristes circunstancias que rodearon su vida hasta el día del encuentro.- ■ Jesús ha dejado Betania acompañado con los que estaban con Él, o sea, Simón Zelote y Marziam; pero a ellos se ha unido Anastásica, la cual, velada toda, camina al lado de Marziam. Jesús va un poco re­trasado con Simón. Las dos parejas conversan mientras caminan, ca­da una por su cuenta y del tema que prefieren. Dice Anastásica a Marziam, continuando un tema ya empezado: “Ardo en deseos de conocerla”. (Quizás la mujer se refiera a Elisa de Betsur). “Creo que no estaba tan nerviosa cuando mis bodas ni cuan­do me declararon leprosa. ¿Cómo la voy a saludar?”. Y Marziam, sonriendo dulce y seriamente al mismo tiempo: “¡Con su verdadero nombre!: ¡Mamá!”. Anastásica: “¡Pero si yo no la conozco! ¿No es demasiada confidencia? A fin de cuentas, ¿quién soy yo respecto a ella?”. Marziam: “Lo que yo el año pasado. ¡Bueno, tú mucho más que yo! Yo era un pobre huerfanito sucio, aterrorizado, sin ninguna educación. Y, a pesar de todo, ella me ha llamado siempre hijo, desde el primer momento, y ha sido para mí una verdadera madre. El año pasado era yo el que estaba tan agitado que temblaba, en espera de verla. Pero luego, sólo con verla, se me paró el temblor. Se pasó del todo el terror que se me ha­bía quedado en la sangre desde que había visto con mis ojos de niño, primero, la furia de la naturaleza que había destruido todo de mi ca­sa y de mi familia, y luego… y luego, con estos ojos míos de niño, ha­bía podido, había tenido que ver cómo el hombre es una fiera más cruel que el chacal y el vampiro… Temblar siempre… llorar siempre… sentir un nudo aquí, estrecho, duro, doloroso, de miedo, de sufrimiento, de odio, de todo… En pocos meses conocí todo el mal, el dolor y la crueldad que hay en el mundo… Y ya no podía creer que existieran todavía la bondad, el amor, el amparo…”. ■ Anastásica: “¡Pero cómo es eso! ¿Cuando el Maestro te recogió?… ¿Cuándo te viste entre esos discípulos suyos tan buenos?”. Marziam: “Todavía he experimentado lo que significa el terror… todavía he odiado. Ha hecho falta tiempo para convencerme de no tener miedo… Y más tiempo todavía para no odiar a quien había hecho sufrir a mi alma dándole a conocer lo que puede ser un hombre: un demonio con aspecto de fiera. No se sufre, especialmente cuando uno es niño, sin que haya consecuencias largas… Queda la señal, porque nuestro corazón está todavía tierno y tiene aún el calor materno de los besos; más hambriento de besos que de pan. Y, en vez de besos, ve dar golpes…”. Anastásica: “¡Pobre niño!”. Marziam: “Sí. Pobre. ¡Muy pobre! No tenía ni siquiera ya la esperanza en Dios ni el respeto por el hombre… Tenía miedo del hombre. Incluso al lado de Jesús y en los brazos de Pedro tenía miedo… Decía: «¿Es posible? No, no durará así. Ellos también se cansarán de ser buenos…». Y suspiraba por llegar donde María. Una mamá es siempre una mamá, ¿no es verdad? Y así fue: cuando la vi, cuando me vi entre sus brazos, dejé de temer. Comprendí que todo el pasado había terminado y que del infierno había pasado al paraíso… El último dolor fue al ver que me hacían a un lado, solo… Sospechaba de cualquier cosa. Y lloré con ganas. ¡Ah! ¡Con qué amor me tomó entonces! No. No he vuelto a llorar añorando a mi madre desde aquel momento, no he vuelto a temblar… María es la dulzura y la paz de los infelices…”. ■ Anastásica suspira: “Y de dulzura y paz tengo necesidad yo…”. Marziam: “Dentro de poco las tendrás. ¿Ves aquella zona verde de allá abajo? Allí la dulzura y la paz, ocultas dentro de la casa del Getsemaní”. Anastásica: “¿Estará también Elisa? ¿Y qué les voy a decir? ¿Qué me dirán?”. Marziam: “No sé si estará Elisa. Estaba enferma”. Anastásica: “¡¿No se morirá?! ¿Quién me tomaría como hija, en ese caso?”. Marziam: “No temas. Él ha dicho: «Tendrás madre y casa». Y así será. Va­mos a seguir un poco más ligeros. No sé frenarme cuando estoy cercano a María”.  Aceleran y ya no oigo lo que dicen.
* “Si no poseéis la fuerza de la perfección, conquistada con decidida voluntad en este tiempo que queda, ¿cómo podréis resistir a la tempestad que Satanás y sus hijos desencadenarán contra el Maestro y su Doctrina?”.- ■ El Zelote los ve casi correr por el poblado y hace a Jesús esta observación: “Parecen hermanos. Mira qué buenos amigos son”. Jesús: “Marziam sabe estar con todos. Es una virtud difícil y muy necesaria para su futura misión. Pongo cuidado en aumentar en él esta cualidad, porque le servirá mucho”. Zelote: “A él le modelas a tu gusto, ¿verdad, Maestro?”. Jesús: “Sí. La edad me lo permite”. Zelote: “Pero también has podido modelar al anciano Juan Félix…”. Jesús: “Sí. Pero porque se ha dejado destruir y crear en él un nuevo ser por Mí”. Zelote: “Es verdad. He notado que los más grandes pecadores, cuando se convierten, nos superan en la justicia a los que nos creemos relativamente ¡menos culpables! ¿Por qué?”. Jesús: “Porque su dolor es proporcional a su pecado. Un dolor inmenso. Por tanto, lo machaca bajo el peso del dolor y la humildad. «He tenido ante mí mi pecado» dice el salmista (1). Ello mantiene humilde al espíritu. Es un recuerdo bueno, cuando está apoyado en la esperanza y confía en la Misericordia. Las medias perfecciones, o incluso me­nos que medias, muchas veces se detienen porque carecen del acica­te del remordimiento de haber pecado gravemente y de tener que ex­piar, carecen de este acicate que las haga continuar hacia la perfec­ción verdadera. Se estancan como aguas cerradas. Se sienten satisfe­chas de ser límpidas. Pero hasta el agua más cristalina, si no se de­pura del lodo, del polvo, de los detritos que el viento le aporta, termina por convertirse en lodo y en pudrirse”. ■ Zelote: “¿Y las imperfecciones que dejamos existir y persistir en noso­tros son polvo y detritos?”. Jesús: “Sí, Simón. Todavía parecéis aguas estancadas. Tenéis un movimiento casi imperceptible hacia la perfección. ¿No sabéis que el tiempo pasa veloz? ¿No pensáis que en el espacio que os queda deberíais es­forzaros por alcanzar vuestra perfección? Si no poseéis la fuerza de la perfección, conquistada con decidida voluntad en este tiempo que queda, ¿cómo podréis resistir a la tempestad que Satanás y sus hijos desencadenarán contra el Maestro y su Doctrina? Llegará un día en que, desconcertados, os preguntaréis: «¿Cómo es que fuimos arrolla­dos, nosotros que estuvimos tres años con Él?». La respuesta está en vosotros, en vuestro modo de actuar. El que más se esfuerce en al­canzar la perfección en este tiempo que queda será más capaz de ser fiel”. ■ Zelote: “Tres años… Pero, entonces… ¡Oh! ¡Mi Señor!… ¿Entonces te vamos a perder la primavera que viene?”. Jesús: “Estos árboles tienen frutos que probaré. Los comeré maduros. Pero no volveré a probar, después de los frutos de este año, nuevos frutos… No te abatas, Simón. El abatimiento es estéril. Debes saber esto y poner los medios para confirmarte en la justicia, para po­der ser fiel en el momento terrible”. Zelote: “Sí. Lo haré. Con todas mis fuerzas. ¿Puedo decir esto a los demás? Para que se preparen también ellos”. Jesús: “Puedes decirlo. Pero sólo quien tenga fuerte voluntad querrá”. Zelote: ¿Y los otros? ¿Se perderán?”. Jesús: “No, pero sí duramente probados por su propio acto. Serán como uno que se creía fuerte y se encuentra en el suelo y vencido. Desconcertados. Humillados. ¡Humildes, por fin! Porque —créelo, Simón—, si no hay humildad, no se avanza. El orgullo es la piedra que Satanás usa como pedestal. ¿Por qué tener el orgullo en el corazón? ¿Puede ser maestro este monstruo de horror?”. Zelote: “No, Maestro”. Jesús: “Y, no obstante, tenéis en el corazón una cátedra suya. Estáis llenos de orgullo. Lo fomentáis en todas las cosas y por cualquier motivo. Incluso del hecho de ser «míos». ¡Pero necios que sois!, ¿no os cura el comparar lo que sois conmigo que os he elegido? ■ No es porque os haya llamado por lo que seréis santos. Será por el modo en que hayáis evolucionado después de mi llamada. La santidad es edificio que cada uno edifica por sí mismo. La Sabiduría le puede indicar el método y el proyecto. Pero la obra material os toca a vosotros”. Zelote: “Es verdad. ¿Pero entonces no nos vamos a perder? ¿Después de la prueba vamos a ser más santos porque seremos más humildes?…”. Jesús: “Sí”. El «sí» es breve y grave. Zelote: “¿Esto es lo que piensas, Maestro?”. Jesús: “Esto es lo que pienso”. Zelote: “Querrías que fuéramos santos antes de la prueba…”. Jesús: “Eso querría. Y que todos lo fuerais”. Zelote: “¿Todos? ¿No seremos iguales en la prueba?”. Jesús: “No seréis iguales ni antes ni durante ni después de ella… a pesar de que a todos os haya ofrecido la misma palabra…”. Zelote: “Y el mismo amor, Maestro. Nuestra culpa hacia Ti es grande…”.  Jesús suspira…
* Anastásica presentada a la Madre y discípulas.- ■ El Zelote, después de un silencio más bien largo, está ya para hablar cuando, casi corriendo, vienen hacia ellos los apóstoles y discípulos que han encontrado a Marziam en las primeras subidas de Getsemaní. Simón guarda silencio. Jesús responde a los saludos de todos, para caminar luego al lado de Pedro en dirección al olivar y la casa. ■ Pedro informa de que había centinelas desde el alba; de que Elisa está todavía enferma en casa de Juana; de que la noche anterior habían venido unos fariseos; de que… de que… de que… total un montón de noticias confusas, de las cuales, al final, surge la pregunta “¿Y cómo está Lázaro?”, pregunta a la que Jesús responde largamente.  Pedro, muy curioso, no sabe contenerse y pregunta: “¿Y nada más esto, Se­ñor? ¿No habrá alguna otra cosa?…”. Jesús: “Sí. A su tiempo las sabrás. ¿Dónde están Marziam y la mujer? ¿Ya en la casa?”. Pedro: “¡No, no! La mujer no se ha atrevido a seguir adelante. Está sentada al borde de un terreno y te espera. Marziam… Marziam… me ha desa­parecido. Habrá ido corriendo a la casa”. Dicen: “Démonos prisa”. Pero, a pesar de darse prisa, no llegan a la casa antes de que la Virgen con su cuñada, Salomé, Porfiria y las mujeres de Bartolomé y Felipe hayan salido a presentar sus respetos. ■ Jesús las saluda de lejos, pero se dirige hacia el lugar en que, humilde, está Anastásica; la toma de la mano y la conduce hacia su Madre y las mujeres. Jesús: “Mira, ésta es la flor de esta Pascua, Madre. Una sola este año. Pero te gustará puesto que soy quien te la traigo Yo”. La mujer se ha arrodillado. María se agacha y la levanta mien­tras dice: “Las hijas están en el corazón de sus madres, no a sus pies. Ven, hija. Conozcamos nuestras caras como ya se conocen nues­tros espíritus. Aquí están las hermanas. Vendrán otras. Que sea una dulce familia, toda ella santidad para la gloria de Dios y amor entre sus miembros”. Las discípulas se dan el beso de amor, y mutuamente se miran. Entran y suben a la terraza de la casa, rodeada del color gris-verde de centenares de olivos. Los grupos se sepa­ran. Jesús con los hombres; las mujeres, aparte, en torno a la nueva llegada. ■ Regresa Susana, que había ido a la ciudad con su marido. Viene Juana con los niños. Aparece Analía con su cara de ángel. Jairo, que estaba mezclado con los discípulos que corrieron presurosos hacia Jesús, regresa con su hija, la cual va al grupo de las mujeres y se pone jun­to a María, que la acaricia. Paz y amor hay en esta reunión de personas. Luego el sol decli­na, y Jesús, antes de dar el último adiós a los que regresan a sus propias casas o a las casas en que se alojan, reúne a todos en oración y los bendice. Luego los despide. Se queda solamente con los que prefieren dormir amontonados en la casa del Getsemaní o de dormir debajo de los olivos, antes que marcharse. Así pues, se quedan la Virgen, María de Alfeo, Salomé, Anastásica, Porfiria, por parte de las mujeres; y Jesús, Pedro, Andrés, Santiago y Judas de Alfeo, Santiago y Juan de Zebedeo, Simón Zelo­te, Mateo y Marziam, por parte de los hombres.
* Juan de Endor pide oraciones para no odiar a los que le han alejado… “«Bendito seas, que me visitas en mis noches… ¡Oh, Señor y Maestro mío, te ruego recuerdes también otras dos promesas!: no mantenerme en vida para la hora de tu dolor; y la segunda: ven a mi lado, como dijiste, a la hora de mi muerte… Te doy también noticias de mi trabajo…»”.- ■ La cena termina pronto. Después, Jesús invita a su Madre y María de Alfeo a ir con Él y con los discípulos por el olivar silencioso. Quizás las otras tres mujeres irían también de buena gana. Pero Jesús no las llama; es más, dice a Salomé y a Porfiria: “Hablad de cosas santas con la nueva hermana y luego acostaos. No nos esperéis. La paz sea con vosotros”. Y las tres aceptan lo que se les dice. Pedro se siente mal pero no dice nada, mientras todos se dirigen al lugar, precisamente hacia el futuro peñasco de la agonía. Se sientan sobre el borde del lugar. Tienen frente a ellos a Jerusalén, la cual, tras el ajetreo de la jornada, se aquieta. Jesús ordena: “Enciende unas ramas, Pedro”. Pedro: “¿Para qué?”. Jesús: “Quiero leeros lo que escriben Juan y Síntica. Y has de saber, tú que estás enfadado, que éste es el motivo por el que no he dejado venir a las tres mujeres”. Pedro: “¡Pero si mi mujer estaba aquella noche!…”. Jesús: “Pero excluir de las antiguas discípulas sólo a Salomé no habría sido prudente… Además esto te dará la manera de desahogar tu lengua contan­do a tu prudente esposa lo que ahora vas a oír”. Pedro, alborozado por el elogio dado a Porfiria y por el permiso de poder ponerla al corriente del secreto, pierde de golpe su gesto de enfado, y se dedica a encender una alegre hoguera de la que se ele­van llamas derechas, quietas en el ambiente sereno. ■ Jesús saca de su cinturón las dos cartas. Las abre. Lee en medio del círculo atento de once rostros. “«A Jesús de Nazaret, honor y bendición. A María de Nazaret, bendición y paz. A los hermanos santos, paz y salud. Al bien amado Marziam, paz y caricias.  Lágrimas y sonrisas hay en mi corazón y en mi rostro mientras me siento a escribir esta carta para todos vosotros. Recuerdos, nos­talgias, esperanzas y paz del deber cumplido hay en mí. Tengo ante mí todo el pasado que considero de valor, es decir, el que empezó ha­ce doce meses; y un salmo de agradecimiento a Dios, demasiado compasivo con el culpable, brota de mi corazón. ¡Bendito seas, y contigo la Santa que te ha dado al mundo, la que para mí también fue una madre; y contigo sean benditos Pedro, Juan, Simón, Santiago y Judas y el otro Santiago, y Andrés y Mateo, y, en fin, el amadísimo Marziam, a quien pongo en mi pecho para bendecirle, por todo lo que me habéis dado desde el momento en que os conocí hasta el momento en que os dejé, ciertamente no por voluntad mía! Quiera Dios perdonar a los que me arrancaron de vosotros. ¡Que Dios los perdone y que aumente en mí la capacidad de perdonar por mi parte! Por ahora, con su ayuda, junto con Él, soy capaz de hacerlo. Por mí mismo no podría porque la herida está todavía demasiado abierta, porque me arrancaron de mi verdadera Vida, de Ti, Santísimo. No me siento con fuerzas, pese a que tus consuelos sean una lluvia con­tinua y balsámica que desciende sobre mí…»”. ■ Jesús pasa muchas líneas sin leerlas. Y reanuda: “«Mi vida…»”. Pedro, que para ayudar al Maestro a ver ha cogido una rama encendida y la mantiene alzada, estando junto al Maestro y alargando el cuello para ver el escrito, dice: “¡No, no, no es así! ¿Por qué no lees, Maestro? ¡Hay otras cosas entre medias! Soy animal, pero no tanto como para que no sepa leer por mi parte. Yo leo: «Tus promesas han superado mis esperanzas…»”. Jesús dice sonriendo: “¡Eres terrible, ¿eh?! ¡Peor que un muchacho!”. Pedro: “¡Hombre claro! ¡Ya me estoy haciendo viejo! Por eso tengo más malicia que un muchacho”. Jesús: “Deberías tener también más prudencia”. Pedro: “Es buena para los enemigos. Aquí estamos entre amigos. Aquí Juan dice una serie de cosas bonitas de Ti. Quiero saberlas. Para sa­ber cómo tendría que hacer yo, cuando me envíes a otro lugar co­mo una mercancía. ¡Venga, hombre, lee todo! Madre, dile tú también que no es justo darnos las noticias a pedacitos como si fuéramos pececillos. ¡Saca! ¡Saca todo! Algas, barro, peces pequeños y peces excelentes. ¡Todo! ¡Ayudadme vosotros! Parecéis un conjunto de estatuas. ¡Es que me sacáis de quicio! ¡Y os reís!”. Nadie puede contener la risa ante los aspavientos de Pedro, que salta acá y allá como un potro en­cabritado, sacudiendo su rama encendida sin preocuparse de las chispas que le llueven encima. ■ Jesús tiene que ceder para calmarle y poder seguir leyendo. “«Tus promesas han superado mis esperanzas en ellas. Maestro santo, cuando, aquella triste mañana de invierno, me prometiste que vendrías a consolar a tu discípulo triste, no comprendí el verdadero valor de tu promesa. El dolor y la relatividad del hombre ofuscaban la facultad de mi inteligencia, de forma que no podía comprender el alcance de tu promesa. ¡Bendito seas, que me visitas en mis noches, que no son por eso soledad ni dolor, como pensaba, sino una alegre espera de Ti! ¡Oh, gozoso encuentro contigo! La noche —horror de los enfermos, de los desterrados, de los que están solos, de los culpables—, para mí, que soy verdaderamente Félix haciendo tu voluntad y sirviéndote, se ha convertido en ‘la espera de las vírgenes prudentes a que llegue el esposo’. E incluso más tiene mi pobre alma: la beatitud de ser la esposa que espera a su Amor, que viene a la estancia nupcial para darle todas las veces la alegría del primer encuentro y el éxtasis fortalece­dor de la fusión. ■ ¡Oh, Señor y Maestro mío, mientras te bendigo por lo mucho que me das, te ruego que recuerdes las otras dos promesas que me hiciste! La más importante, para este hombre débil en demasía que soy yo, es no mantenerme en vida para la hora de tu dolor. Conoces mi debilidad. No permitas que aquel que por tu amor se ha despojado del odio, vuelva otra vez a tomarlo entre sus manos contra tus verdugos. La segunda es para tu pobre discípulo, igualmente débil en demasía e incompleto en la perfección: ven a mi lado, como dijiste, a la hora de mi muerte. Sé que no soy digno, pero la promesa me la hiciste Tú. Aho­ra que sé que para Ti no existen distancias, y que ni mares ni monte ni ríos ni voluntad de hombre te impiden dar a quien te ama el con­suelo de tu sensible presencia, no dudo que estarás cerca de mí cuando llegue el momento de expirar. ¡Ven, Señor Jesús! Y ven pronto a introducirme en la paz. ■ Y ahora que he dado cuenta de mi espíritu, te daré noticias de mi trabajo. Tengo muchos discípulos, de todas las razas y países. Para no he­rir la sensibilidad de unos u otros y dada la ausencia de pedagogo aquí, he dividido los días, de forma que alterno un día a los paganos, uno a los fieles, con mucho provecho. Doy lo que gano a los pobres, así los atraigo hacia el Señor. He vuelto a tomar mi viejo nombre, no por apego, sino por prudencia. En las horas en que estoy con los demás soy ‘Félix’. En las horas en que estoy contigo, soy ‘Juan’: esto es, el favor de Dios. He explicado a Felipe que mi verdadero nombre era Félix y que si me llamaban Juan era sólo para distinguirme entre los hermanos. La cosa es que nadie se ha sorprendido, porque están acostumbrados al cambio de nombres o a que a alguien se le llame con algún sobrenombre. Espero hacer aquí mucho trabajo, para preparar el camino a los hermanos santos. Si tuviera más fuerzas, querría adentrarme en la campiña para dar a conocer tu Nombre. Quizás pueda al principio del verano o cuando el otoño comience a refrescar. Basta que pueda y lo haré. El aire puro de Antigonia, estos jardines tan serenos y hermosos, las flores, los niños, las gallinitas, el afecto de los jardineros, y, sobre todo, el grande, sabio, filial afecto de Síntica me hacen mucho bien. Y diría que he mejorado. No piensa lo mismo Síntica… Bueno, esta opinión suya se manifiesta solamente por los solícitos y continuos cuidados que me dispensa: mi comida, mi descanso, que no coja frío… Pero me siento mejor. ¿Esta sensación no viene, quizás, del deber heroicamente cumplido? Eso dice Síntica. Querría saber si está acertada. Porque el deber es cosa moral, mientras que la enfermedad es cosa carnal. ■ Y querría saber también si Tú vienes realmente o sólo te me apareces a los sentidos espirituales, aunque de forma tan perfecta que me dejas distinguir dónde termina la realidad material de tu Presencia. Maestro amado y bendito, tu Juan se arrodilla pidiéndote tu ben­dición. A la Madre, a María, a los hermanos santos, paz y bendición. A Marziam un beso para que se acuerde de enviar las santas palabras, que son pan para los que estamos en tierras lejanas trabajando en la viña del Señor»… ■ Esta es la carta de Juan. ¿Qué os parece?”. Se cruzan diversas impresiones… Pero la más fuerte de todas es la que se refiere a la presencia de Jesús. Le abruman a preguntas… sobre cómo puede ser, sobre si puede ser, si Síntica ve, etc. etc.
* Síntica habla de su trabajo para penetrar en las familias, en una región de tantas razas y religiones, para ganarlos para “«Ti, ¡oh mi Señor!, hablando del verdadero Dios»”. Para ello, cuenta con una pequeña escuela llena de niñas donde enseña el productivo arte del bordado. Otro medio de penetración es el ungüento de María, llamado por ella «Ungüento Mirra». “«Quizás al­gún hermano pueda sorprenderse si oye de que no me entristezca de no verte. Todo está bien, todo lo que Tú das es suficiente. Bien está, pues, que Juan te tenga en forma visible y yo sólo en el espíritu»”.- ■ Jesús hace un gesto de silencio y abre el rollo de Síntica. Lee: “«Síntica al Señor Jesús con todo el amor de que es capaz. A la Madre bendita, veneración y alabanza. A los hermanos en el Señor, gratitud y bendición. A Marziam el abrazo de su hermana distante.  Juan te ha expuesto, Maestro, nuestra vida. Muy sintéticamente, te ha dicho lo que hace y lo que yo, como mujer, hago. Tengo mi pe­queña escuela llena de niñas. Gano mucho espiritualmente, porque las gano para Ti, ¡oh mi Señor!, hablando del verdadero Dios a través incluso del trabajo. Esta región, donde tantas razas se han mezcla­do, es una maraña enredada de religiones. Tan enredada, que… ya no son sino religiones impracticables, deshiladuras de religiones que ya no sirven para nada. En medio, rígida e intransigente, la fe de los israelitas, que con su peso rompe los hilos ya deteriorados de las otras, sin obtener nada. Juan, teniendo varones, debe actuar con prudencia. Yo, con las niñas, me muevo más libremente. Ser mujer es siempre una inferio­ridad; tanto, que a las familias de distintas religiones no les importa que todas las niñas estudien en una única escuela. Basta con que apren­dan el productivo arte del bordado. Y bendito sea este concepto despreciativo que el mundo tiene de nosotras las mujeres, porque así me permite extender cada vez más mi radio de acción. Los bordados se venden maravillosamente, la fama se difunde, vienen damas de lejos. A todas les puedo hablar de Dios… ¡Ah, hasta los hilos que en el telar o tela, se convierten en flores, animales, estrellas,  sirven, con solo quererlo, para conducir a las almas a la Verdad! Conociendo varias lenguas, puedo usar el griego con los griegos, el latín con los romanos, el hebreo con los hebreos; es más, en esta última lengua progreso cada vez más con la ayuda de Juan. ■ Otro medio de penetración en las familias es el ungüento de María. He hecho mucho ungüento nuevo, con las esencias que existen aquí, mezclando en él una porcioncita del originario para santificarlo. Úlceras y dolores, heridas y dolor de pecho desaparecen. Verdad es que yo, mientras unto y vendo, no ceso de repetir los dos Nombres santos: Jesús-María. Es más, haciendo una relación con el significado griego de Cristo, he llamado a este bálsamo ‘Ungüento Mirra’. ¿Es así, no?  ¿No posee, acaso, la esencia salutífera de la Mirra de Dios que te engendró, Óleo precioso que nos haces reyes? Muchas veces me debo quedar levantada para poder preparar más ungüento. Le rogaría a tu Madre que preparase también Ella más, y que me lo mandase para los Tabernáculos, para poderlo mezclar con el otro, hecho por la ínfima sierva de Dios. De todas formas, si no fuera correcto lo que hago, dímelo, Señor, y jamás lo volveré a hacer. ■ Juan me alaba mucho. ¿Qué debería decir yo de él, entonces? Sufre agudamente, pero tiene una fortaleza maravillosa. Si no conociera su secreto, estaría espantada. Pero desde aquella noche en que, regresando de un enfermo, le descubrí extático, transfigurado, y oí sus palabras y me arrodillé intuyendo que Tú estabas presente ante tu siervo, ya nada me sorprende. Quizás al­gún hermano pueda sorprenderse si oye de que no me entristezca de no verte. ¿Por qué debería hacerlo? Todo está bien, todo lo que Tú das es suficiente. Cada uno recibe la parte que merece y que le es necesaria. Bien está, pues, que Juan te tenga en forma visible y yo sólo en el espíritu. ■ ¿Soy feliz? Como mujer, echo de menos el tiempo en que estaba contigo y con María. Pero como alma, soy felicísima, porque sólo ahora te sirvo, mi Señor. Pienso que el tiempo es nada. Pienso que la obedien­cia es moneda para entrar en tu Reino. Pienso que ayudarte es gracia que supera cuanto la pobre esclava podía soñar, incluso en horas de delirio, y que Tú me has concedido ayudarte. Pienso que, si por ahora estoy separada de Ti, te tendré al final para toda la eternidad. Y canto la canción de Juan cual calandria en primavera por los campos de oro de la Hélade. Mis alumnas la cantan porque dicen que es bonita. Yo las dejo cantar al compás del telar, tan semejante al del remo de aquel día lejano, porque pienso que decir tu nombre, Madre, es prepararse para recibir un favor de Dios. ■ Juan me ruega que añada la noticia de que te ha enviado un magnífico ciudadano de Antioquía. Se llama Nicolás. Es su primera conquista para tu rebaño. Tenemos mucha confianza en que Nicolás no defraude el concepto que tenemos de él en nuestro corazón. Bendice a tu sierva, Señor. Bendícela, Madre. Bendecidme todos, santos, y tú, niño bendito que creces en sabiduría junto al Señor». ■ Esto escribe Síntica. Y ha añadido una apostilla sin que Juan lo supiera. Dice: ‘Juan sólo en el espíritu se manifiesta grande y se re­fuerza; en lo demás declina, a pesar de todos los cuidados. Tiene muchos proyectos para el principio del verano, pero creo que no podrá llevar a cabo lo que dice. Creo que el invierno ahogará su exigua vida. Pero está en paz. Y se santifica con las obras y el sufrimiento. ¡Manténle la fuerza con tu presencia, mi Señor! Te pido que me sometas a mí a cualquier pena a cambio de este don para tu discípulo. Enviando estas cartas con Tolmái a Lázaro, te suplico que les digas a él y a sus hermanas que recordamos su bondad hacia nosotros y que constante y ardientemente oramos por ellos»”. Todos se intercambian de nuevo impresiones.
* La Madre llora “porque Juan ha recordado la muerte del Señor”.- Marziam y sus escritos.- ■ Andrés se inclina para preguntar algo a María, pero se queda sorprendido al ver lágrimas en su cara y pregunta: “¿Lloras?”. Muchos de los presentes dicen: “¿Por qué llora? ¿Cuál es el motivo, Madre?”. Marziam dice: “Yo sé por qué llora. Porque Juan ha recordado la muerte del Señor”. Preguntan: “Ya, claro. ¿Es verdad? ¿Y cómo lo sabe, si ya no estaba cuando la predijiste?”. Jesús: “Porque lo ha sabido de mi boca, para su consuelo”. Pedro: “¡Mmm! ¿Consuelo?…”. Jesús: “Sí, consuelo. La promesa de que no esperará mucho a tener el Reino. Él lo merece porque os ha superado en la voluntad y obedien­cia. Vamos a volver a casa. Vamos a preparar las respuestas para dárselas a Tolmái; ■ tú, Marziam, no dejes de darles tus escritos”. Pedro: “¡Ah! ¡Comprendo! ¡Comprendo! ¡Escribía para ellos!…”.  Jesús: “Sí. Vamos. Mañana iremos al Templo…”. (Escrito el 22 de Enero de 1946).
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1  Nota  : Cfr. Sal. 50,5.
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6-367-33 (6-57-372).- Jueves prepascual.- En el Getsemaní. Las discípulas, en la tarde, deben ir a la casa de Juana.- Llegan al Getsemaní Tomás, Felipe con su mujer y familia, y Bartolomé con su mujer. Llega también Iscariote que debe partir para avisar a su madre para que esté en la Puerta Dorada.
* Sensaciones de los peregrinos del campo de los Galileos y de la casa del Getsemaní, en las primeras horas de la mañana.- ■ Apenas un principio de aurora. Mas ya los hombres imitan a las aves, que bullen con sus primeros vuelos y trabajos y cantos del día. La casa del Getsemaní, poco a poco, se va despertando. Jesús regresa a ella después de haber pasado la noche entera en oración; pero no entra. Del cercano campo de los galileos, situado en la planicie del Monte de los Olivos, se oyen gritos y llamadas con que se avisan a los peregrinos que tienen que reanudar las ceremonias que el día anterior habían empezado. Sus gritos se pierden en la lejanía. ■ Se despierta la ciudad, más abajo. Empieza el clamor que la llena, superpoblada en estos días, con los rebuznos de los burritos de hortelanos y vendedores de corderos que se apretujan en las puertas para entrar, y con el balido de los corderos en busca de la madre sin saber que dentro de poco troncharán sus vidas que no pudieron gozar por mucho tiempo del cariño maternal. El rumor aumenta cada vez más en la ciudad con las pisadas de quien camina por sus calles, con los gritos que se oyen en las terrazas. Y el rumor llega como una resaca hasta la serena casa del Getsemaní. ■ Un primer rayo de sol rebota sobre la cúpula del Templo, y la inflama toda, como si un sol hubiera descendido sobre ella y se divirtiera con ella.  Los discípulos y las discípulas miran admirados ese punto de oro. ¡Es la Casa del Señor! ¡Es el Templo! Para comprender lo que era es­te lugar para los israelitas, basta ver cómo fijan en él sus miradas. Parece como si vieran brillar en medio del oro, que el sol encendió, el Rostro Santísimo de Dios. Adoración y amor patrio, santo orgullo de ser hebreos, se manifiestan en esas miradas, más que en las palabras ■ Porfiria, que no ha vuelto a Jerusalén desde hace muchos años, vierte incluso lágrimas de emoción, mientras, inconscientemente, aprieta el brazo de su marido, que le está señalando no sé qué con la mano, y se abandona un poco sobre él, como una recién casada, ena­morada de su esposo, admirada de él, feliz de ser por él instruida. Entretanto, las otras mujeres hablan quedo, casi en monosílabas, para consultarse lo que debe hacerse este día.
* La Madre habla de Elisa a Anastásica. La tranquiliza y aconseja.- ■ Anastásica, todavía sin práctica y un poco ajena a este nuevo ambiente, está ligeramente separada, absorta en sus pensamientos. María, que estaba hablando con Marziam, la ve, se acerca a ella y le pasa un brazo alrededor de la cintura: “¿Te sientes un poco sola, hija mía? Bueno, hoy irá mejor. ¿Ves? Mi Hijo está indicando a los apóstoles que vayan a las casas de las discípulas para advertirles que se reúnan y le esperen por la tarde en casa de Juana. Se ve que quiere hablarnos, concretamente a las mujeres; bueno, antes te ha­brá dado ya una madre. Es buena, ¿sabes? La conozco desde cuando estaba yo en el Templo. Era una madre ya desde entonces para con las más pequeñas de las consagradas. Y comprenderá tu corazón, porque también ella ha llorado mucho. Mi Hijo la curó el año pasado de una melancolía mortal que se había apoderado de ella después de la muerte de sus dos hijos. Te lo digo sólo para que sepas quién es la que de ahora en adelante te va a querer, y a la que tú vas a querer. Pero te digo lo mismo que el año pasado dije a Simón cuando recibía por hijo a Marziam «Que este afecto no debilite la voluntad de tu corazón de servir a Jesús». Si así fuera, el don de Dios te sería más pernicioso que la lepra, porque apagaría en ti la voluntad buena que un día te dará la posesión del Reino”. Anastásica: “No temas, Madre. En lo que está de mi parte, procuraré que mi voluntad se convierta en una llama cada vez mayor al servicio del Salvador. Elisa y yo procuraremos apoyarnos, ayudarnos en una santa competencia para caminar juntas, con la ayuda del Señor, por sus caminos”.
La Pascua, este año, nos reúne como hasta ahora nunca había sido posible. Vamos a hacer juntos lo que serán los de­beres futuros de los hombres y mujeres que trabajen en mi Nombre”.-Mientras están hablando, del campo de los galileos, de la ciudad, de casas esparcidas por las laderas, del suburbio —o quizás es un barrio— que está ligeramente fuera de la ciudad (en una de las dos vías que van de Jerusalén a Betania, y, más exactamente, en la más larga, la que Jesús recorre sólo raras veces), empiezan a llegar discí­pulos antiguos y recientes; los últimos son: Felipe y su familia, To­más solo, Bartolomé con su mujer. Tomás, que no los ve, pregunta: “Simón y Mateo, ¿dónde están los hijos de Alfeo?”. Jesús le responde: “Ya van delante. Los dos últimos, a Betania, para avisar a las hermanas de que estén por la tarde en casa de Jua­na; los dos primeros, a ver a Juana y a Analía, para avisarlas de lo mismo. Nos encontraremos a la hora tercera en la Puerta Dorada. Va­mos entretanto a dar la limosna a los mendigos y leprosos. Que Bar­tolomé se adelante con Andrés, para comprar alimentos para ellos. Nosotros los seguiremos lentamente. Nos detendremos en el barrio de Ofel, junto a la Puerta. Y luego iremos donde los pobres leprosos”. ■ Algunos, poco entusiastas, dicen: “¿Todos?”. Jesús: “Todos y todas. La Pascua, este año, nos reúne como hasta ahora nunca había sido posible. Vamos a hacer juntos lo que serán los de­beres futuros de los hombres y mujeres que trabajen en mi Nombre. ■ Ahí viene deprisa Judas de Simón. Me alegro, porque quiero que esté él también con nosotros”. En efecto, Judas viene jadeante. “¿Llego con retraso, Maestro? Culpa de mi madre. Ha venido, en contra de la costumbre y de lo que le había dicho. La he encontrado ayer noche en casa de un amigo de nuestra familia. Y esta mañana me ha entretenido hablándome… Quería venir conmigo, pero yo no he querido”. Jesús: “¿Por qué? ¿María de Simón no merece, acaso, estar donde tú estás? Es más, lo merece mucho más que tú. Así que ve corriendo a recogerla y luego nos alcanzas en el Templo, en la Puerta Dorada”. Judas se marcha sin poner objeciones. Jesús se pone en camino delante, con los apóstoles y los discípulos; las mujeres, con María el centro, detrás de los hombres. (Escrito el 23 de Enero de 1946).
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(<Jesús ha llegado al Templo con apóstoles, discípulos y discípulas. Aquí le espera Dorca, una mujer de Cesarea de Filipo, a cuyo hijito, recién nacido y moribundo, Jesús le hizo revivir>)
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6-368-43 (6-58-382).- Jueves prepascual.- En el Templo con la madre de J. Iscariote y con Marcos de Josías.
* La madre de J. Iscariote envidia la suerte del hijo de Dorca (1).- ■ Jesús quisiera despedirse de los de Cesárea, para ir en busca de la madre de Judas; pero Dorca se arrodilla diciendo: “Te buscaba yo antes que ella, antes que esa mujer que buscas y que es madre de un discípulo. Te buscaba para decirte: «Este hijo mío es tuyo. Varón unigénito. Te consagro. Eres el Dios viviente. Sea tu siervo»”. Jesús: “¿Sabes lo que significa esto? ¿Quieres consagrar tu hijo al dolor, perderle como madre, ganarle como mártir en el Cielo? ¿Te sientes con fuerzas para ser mártir en la persona de tu hijo?”. Dorca: “¡Sí, Señor mío! Su muerte me habría hecho mártir, un martirio de una pobre mujer madre. Por Ti seré mártir de forma perfecta, grata al Señor”. Jesús: “¡Pues así sea!… ■ ¡Oh, María de Simón! ¿Cuándo has venido?”. María de Simón: “Acabo de llegar con Ananías, mi pariente. También yo te andaba buscando”. Jesús: “Lo sé. Y había enviado a Judas a decirte que vinieras. ¿No ha ido?”. La madre de Judas baja la cabeza y en voz baja dice: “Inmediatamente después de él salí para ir a Getsemaní. ¡Pero ya habías marchado!… He venido al Templo corriendo… Ahora te encuentro… A tiempo para oír a esta joven, ya madre, ¡y tan dichosa!… ¡Cómo querría poder decirte sus mismas palabras, Señor, respecto a un Judas recién nacido!… de un Judas bueno, manso… como uno de estos corderitos…” y entre lágrimas señala los corderos que van para que los sacrifiquen. Se envuelve en su manto para ocultar su llanto. Jesús: “Ven conmigo, madre. Hablaremos en casa de Juana. Éste no es el sitio apropiado”. Las discípulas toman consigo, en medio de ellas, a María, madre de Judas. El pariente Ananías, por su parte, se mezcla con los discípulos. Entre las discípulas va también Dorca y su suegra. María de Afeo y Salomé entran en éxtasis haciendo mimos al pequeñuelo. Se encaminan hacia la salida…
* Estado de Marcos de Josías: “Antes era como una posada tomada por la fuerza por una legión de demonios. Pero le faltaba el consentimiento de tenerlos. Ahora su inteligencia ha querido a Satanás, y Satanás ha metido en él una fuerza demoníaca inteligente”.-Cerca de la Puerta Dorada está Marcos de Josías, el discípulo apóstata, que está hablando animadamente con Judas Iscariote. Judas ve venir al Maestro y se lo dice a su compañero; éste, cuando tiene a Jesús detrás, se vuelve. Las miradas se entrecruzan. ¡Qué mirada la de Jesús! Pero Marcos está sordo a cualquier llamamiento. Para huir lo más pronto posible, casi echa a Jesús contra una columna. Y Jesús no reacciona sino diciendo: “¡Marcos, detente! ¡Por compasión  de tu alma y de tu madre!”. Marcos le grita. “¡Satanás!”. Y se va. Los discípulos gritan: “¡Qué horror! ¡Maldícele, Señor!” y el primero en decirlo es Judas Iscariote. Jesús: “No. No sería Jesús… Vámonos”. Isaac, que parece traspasado por una flecha de lo apenado que está por el cambio de Marcos, se pregunta: “¿Pero cómo es posible que se haya hecho así? ¡Tan bueno como era!”. Dicen muchos: “Es un misterio. ¡Algo inexplicable!”. Iscariote: “Le estaba haciendo hablar. Es un hereje. Pero qué bien habla. ¡Casi te persuade! ¡Cuando era un hombre justo, no era un hombre tan sabio!”. Santiago de Zebedeo le replica: “¡Debes decir que no estaba tan enajenado, cuando vivía como endemoniado en Gamala!”. ■ Y Juan pregunta: “¿Por qué, Señor, cuando estaba endemoniado te causaba menos daño que ahora? ¿No podrías curarle para que no te perjudique?”. Jesús: “Porque ahora en él vive un demonio inteligente. Antes era como una posada tomada por la fuerza por una legión de demonios. Pero le faltaba el consentimiento de tenerlos. Ahora su inteligencia ha querido a Satanás, y Satanás ha metido en él una fuerza demoníaca inteligente. Contra esta segunda posesión nada puedo. Debería hacer violencia a la voluntad libre del hombre”. Juan: “¡Sufres, Maestro!”. Jesús: “Sí. Son mis aflicciones… mis derrotas. Y si me aflijo es porque son almas que se pierden. Sólo por esto. No por el mal que me hacen a Mí”. ■ Estando todos parados, a la espera de que el camino quede libre de un atasco de gente y caballerías, forman corrillo. La madre de Judas Iscariote mira tan fijamente a su hijo que éste pregunta: “En una palabra, ¿qué te pasa? ¿Es la primera vez que ves mi cara? De veras que estás enferma y debo hacerte curar”. María de Simón: “¡No estoy enferma, hijo! ¡Y no es la primera vez que te veo!”. Iscariote: “¿Y entonces?”. María de Simón: “Y entonces… nada. Lo único es que quisiera que no merecieras jamás estas palabras del Maestro”.  Iscariote: “Yo ni le abandono ni le acuso. ¡Soy su apóstol!”. ■ Siguen caminando hasta que Jesús se detiene para saludar a Juana y a las discípulas que van con Juana a su casa. Los hombres, todos, van al Getsemaní. Pedro masculla: “Podíamos haber ido todos allá. Hubiera querido ver lo que decía Elisa”. Jesús: “Lo verás. Porque será hoy cuando sepa, y de mi boca, que a Anastásica se la confío a ella”. Pedro: “¿Y esta noche banquete?”. Jesús: “Sí. Ya he dicho a Juana lo que debe hacer”. Más de uno pregunta: “¿Qué debe hacer? ¿Cuándo se lo has dicho?”. Jesús: “Lo veréis. Antes de dejarla. Mientras la saludaba. Vamos sin demora, para estar pronto en el jardín de Juana”. (Escrito el 24 de Enero de 1946).
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1  Nota  : Dorca.- Cfr. Personajes de la Obra magna: Dorca. 
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(<Pedro y los dos hermanos Alfeo, camino a la casa de Juana, van conversando con Jesús. Pedro piensa en la gracia singular concedida a Juan de Endor. Pero a ellos, apóstoles, “no vienes nunca como a Juan”. Jesús les promete su asistencia personal y la del Espíritu Santo cuando Él ya no esté en la Tierra>)
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6-369-48 (6-59-386).- Jueves prepascual.- El milagro y la ruina de Marcos de Josías y de otros.- Preceptos del viejo Israel para la salud.- Según J. Iscariote su madre está enferma.
* Respecto del milagro, don de Dios, para convertir a dudosos y renegadores. “El milagro hace mucho bien, especialmente el milagro de este tipo, a personas no maliciosamente culpables”.- ■ Judas Tadeo pregunta: “¿No podrías hacerlo para todos desde ahora? Quiero decir: para los dudosos, para los culpables, para los que reniegan. Tal vez un milagro”. Jesús: “No, hermano. El milagro hace mucho bien, especialmente el milagro de este tipo, cuando se concede a su debido tiempo y en el lugar oportuno, a personas no maliciosamente culpables. Dado a personas maliciosamente culpables, aumenta en ellas su culpabilidad, porque aumenta su soberbia. Toman el don de Dios como si fuera una muestra de la debilidad de Dios, que les suplicaría a ellos, a los orgullosos, permitir amarlos. Toman el don de Dios como una consecuencia de sus grandes méritos. Se dicen a sí mismos: «Dios se humilla conmigo porque soy santo». Es entonces cuando la ruina es completa. ■ La ruina, por ejemplo, de un Marcos de Josías, y la de otros tantos… ¡Ay de aquel que toma este camino satánico!: el don de Dios se transforma en él en veneno de Satanás. Ser agraciado con dones extraordinarios constituye la prueba más grande y segura del grado de elevación y de voluntad santa en un hombre. Muchas veces el hombre se embriaga humanamente, y de espiritual se hace humano, y luego desciende a lo satánico”. Pedro: “¿Entonces por qué Dios los concede? Sería mejor que no lo hiciera”. Jesús: “¿Simón de Jonás, para enseñarte a andar tu madre te tuvo siempre entre pañales y en brazos?”. Pedro: “No. Me ponía en el suelo y me soltaba”. Jesús: “¿Pero te caerías, ¿no?”. Pedro: “¡Muchísimas veces! Bueno y mucho más porque yo era muy… Bueno, ya desde pequeño tenía pretensiones de actuar por mí mismo y de hacer todo bien”. Jesús: “¡Pero ahora ya no te caes!”. Pedro: “¡Faltaría eso! Ahora sé que subirme al respaldo de una silla es peligroso, sé que querer usar los desagües para bajar del tejado al patio es un error, sé que tratar de volar desde la higuera hasta dentro de la casa, como un pájaro, es cosa de locos. Pero de pequeño no lo sabía. Y si no me maté es por algún misterio. Poco a poco aprendía a hacer buen uso de mis piernas y también del cerebro”. Jesús: “¿Entonces hizo bien Dios dándote piernas y cerebro; y tu madre dejándote aprender a tu costa?”. Pedro: “¡Claro!”. Jesús: “Lo mismo hace Dios con las almas. Les concede dones y como una madre les hace advertencias, les enseña. Pero después cada uno debe razonar cómo emplearlos”. ■ Pedro: “¿Y si se tratara de un deficiente mental?”. Jesús: “Dios no concede sus dones a los deficientes mentales. A éstos los ama, porque son infelices, pero nos les da aquello de cuya posesión no tendrían conciencia”. Pedro: “¿Pero si se los concediese y ellos los emplearan mal?”. Jesús: “Dios los trataría por lo que son, es decir, como a personas incapaces, y, por lo tanto, sin responsabilidad. No los juzgaría”. Pedro: “¿Y si uno es inteligente cuando los recibe, pero luego se vuelve necio o loco?”. Jesús: “Si es por enfermedad, no es culpable de no usar bien el don recibido”. Pedro: “Veamos. Por ejemplo, uno de nosotros. Digamos, Josías o cualquier otro”. Jesús: “Entonces… ¡sería mejor para él que no hubiera nacido! De este modo se separan los buenos de los malos… Algo penoso, pero justo”.
* Preceptos del viejo Israel, orientados a la salud del pueblo.- Parábola de la lepra de las casas aplicada a las almas.- ■ Los demás apóstoles, cuando se reúnen con Jesús, preguntan: “¿De qué estáis hablando? ¿Y a nosotros nada?”. Pedro responde: “Hablábamos de muchas cosas. Jesús me ha dicho una parábola acerca de la lepra de las casas. Después os la contaré”. Iscariote dice con un tono magistral: “¡De todas formas, qué supersticiones! ¡Dignas de otros tiempos! Las paredes no se enferman de lepra. Los antiguos, ignorantes, aplicaban a vestidos y a paredes propiedades de los animales. ¡Cosas ridículas y que nos hacen ridículo!”. Jesús: “No son como dices, Judas. Bajo la apariencia —que era como era necesaria para las mentes de aquel tiempo— hay una finalidad grande formada de santas previsiones. Como muchos otros preceptos del viejo Israel. Preceptos orientados a la salud del pueblo. Conservar sano a un pueblo era un deber de los legisladores, era honrar a Dios y servirle, porque el pueblo está constituido por criaturas de Dios. No se le debe desatender, de la misma forma que no se desatiende ni a los animales ni a las plantas. ■ Las casas, a las que se les llama leprosas, no han contraído, es verdad, la enfermedad carnal de la lepra. Pero tienen defectos de construcción y de ubicación que las hacen malsanas, y que se manifiestan con las manchas definidas «lepra de paredes». Con el correr del tiempo se convierten no solo en malsanas, para el que vive en ella, sino peligrosas porque pueden derrumbarse. Esta es la razón por la cual la ley prescribe e impone que se las abandone o que se las reconstruya, e incluso destruirlas, si, una vez reconstruidas, vuelven a aparecer enfermas”. Iscariote: “Hombre, pero un poco de humedad, ¿qué va a hacer? Se le seca con braseros”. Jesús: “Y como la humedad no aparece exteriormente, el engaño aumenta. La humedad aumenta dentro y corroe, y un buen día la casa se cae y sepulta a sus habitantes. ¡Judas, Judas, es mejor tener excesiva vigilancia que ser imprudente!”. Iscariote: “Yo no soy una casa”. Jesús: “Eres la casa de tu alma. No dejes que en ella se infiltre el mal y que se agriete… Vela por el bienestar de tu alma. Velad, todos”. Iscariote: “Sí lo haré, Maestro”.
* J. Iscariote pide la curación de su madre que ve fantasmas y da explicaciones sobre su encuentro con Marcos: quiso convertirle.- ■ Iscariote añade: “Pero dime sinceramente ¿te causaron alguna impresión las palabras de mi madre? Está enferma. Ve fantasmas. Debo hacer que la curen. Cúramela. Tú, Señor”. Jesús: “La consolaré. Pero tú eres el único que puedes curarla, calmando su congoja”. Iscariote: “Congoja sin fundamento. Créemelo, Señor”. Jesús: “¡Ojalá así sea, Judas! ¡Ojalá así sea! Pero tú con una conducta más recta trata de anular esa congoja. Si ha surgido, habrá habido un motivo. Anula incluso el recuerdo de ese motivo, y tu madre y Yo te bendeciremos” ■ Iscariote: “Maestro, ¿temías que me hubiera puesto de acuerdo con Marcos de Josías?”. Jesús: “¡No temo nada!”. Iscariote: “¡Ah! ¡Bien! Porque yo trataba de convencerle. Creo que era mi deber. ¡Ninguno lo hace! ¡Yo tengo celo por las almas!”. Pedro dice por hablar: “¡Atento que no te vaya a suceder algún mal!”. Iscariote pregunta agresivo: “¿Qué insinúas?”. Pedro: “Nada más que lo que dije. Que para tocar algo que quema hay que tomar algo que defienda”. Iscariote: “¿Y en nuestro caso?”. Pedro: “¡Cómo! ¿En nuestro caso? Una gran santidad”. Iscariote: “De que carezco ¿no es así?”. Pedro: “Ni tú ni yo, ni ninguno de nosotros es santo… Por eso… podríamos quemarnos y quedar marcados”. Iscariote: “¿Entonces quién se va a ocupar de las almas?”. Pedro: “Por ahora el Maestro. Después, cuando, según su promesa, tengamos los medios para poderlo hacer, nosotros”. Iscariote: “Pero yo quiero actuar antes. Nunca se trabaja demasiado pronto por el Señor”. Pedro: “Mira. Pienso que lo que dices está bien, pero también creo que el primer trabajo para el Señor lo tenemos que hacer en nosotros. ¡¿Ir a predicar la santidad a los otros antes que a nosotros mismos!?…”. “¡Eres egoísta!…”. “¡No es verdad!”. “¡Claro que sí!”. “¡Claro que no!”. Surge la disputa. Interviene Jesús: “En la mayoría de lo que habéis dicho Pedro tiene razón. También tú tienes un poco de ella. Porque la predicación debe apoyarse en hechos. Por esto hay que santificarse para decir: «Haced lo que digo porque es recto». Esto está a favor de lo que dijo Pedro. Pero trabajar también en los corazones de los demás sirve para formar el propio y obliga a uno a mejorarse para que no tengamos que oír observaciones de parte de los que tratamos de convertir… ■ Ved ahí la casa de Juana… Entremos a participar del amor de encontrarnos entre obreros del Señor, y de predicar con los hechos la era que está por venir”. (Escrito el 25 de Enero de 1946).
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6-370-51 (7-60-390).- Jueves Prepascual. Convite de los pobres en el Palacio de Cusa.- La Virgen prevé el futuro de las vírgenes.- Madre de Iscariote: “No hay en Israel madre más infeliz que yo”.- Siete Romanas (entre ellas Claudia y una joven esclava Egla).-  Salomé, la hija de Herodías.
* El banquete de amor, en un ambiente amoroso y festivo, es una página del Evangelio puesta en acción.- ■ “La paz sea en esta casa y con quienes están en ella” dice Jesús al entrar en el amplio vestíbulo muy hermosamente adornado e iluminado a pesar de que es de día. Las lámparas son en él necesarias. Y es que, si bien es cierto que es de día, no es menos cierto que afuera hay un sol que quema y resplandece, mientras que aquí, en este largo vestíbulo debe haber habitualmente una penumbra que, para el que viene de fuera, cegados sus ojos por el intenso sol, es sombra completa, sombra que aumenta el verdor del jardín lleno de sol. Esta es la razón por la que Cusa mandó a poner numerosas lámparas que penden de las paredes y en medio de las cuales hay una grande, una especie de concha de alabastro de color rosa, que despide diversos colores al moverse, como si fueran estrellitas proyectando arcoiris sobre las paredes de color azul oscuro, sobre las caras, sobre el suelo de mármol blanquecino. Y parece como si pequeñas estrellas se posaran sobre las paredes, que muchos arco iris volaran por los aires, porque la lámpara ondea levemente debido a la corriente de aire que recorre el vestíbulo. “La paz en esta casa” repite Jesús mientras se adentra y va bendiciendo a los criados, inclinados profundamente y a los invitados, asombrados de estar allí, en un palacio, reunidos en contacto con el Rabí… ■ ¡Los invitados! El pensamiento de Jesús resplandece claramente. El banquete de amor querido por Él en la casa de la buena discípula es una página del Evangelio puesta en acción. Hay mendigos, lisiados, ciegos, huérfanos, viejos, jóvenes viudas con sus pequeños al pecho o agarrados de sus vestidos. Juana ha proveído ya para cambiar los vestidos harapientos por unos más modestos y nuevos. Mas si las cabelleras ordenadas, como medida prudente de aseo, y si los vestidos limpios dan a estos desdichados —a quienes los criados alinean o sujetan para llevarlos al sitio— un aspecto ciertamente menos miserable del que tenían cuando Juana dispuso que fueran a recoger a los callejones, a los cruces, a los caminos que conducen a Jerusalén, a aquellos lugares en que su miseria se ocultaba abochornada o se exponía en busca de limosnas; si ello es así, por el contrario, resultan todavía visibles las penalidades en las caras, las debilidades en los miembros, las desventuras, las soledades en las miradas… Jesús pasa bendiciendo. Cada uno de los invitados recibe su bendición. Si su diestra se levanta para bendecir, la izquierda la baja para acariciar las cabezas de ancianos o de niños. Y así atraviesa el vestíbulo bendiciendo a todos, aun a los que acaban de entrar, y todavía con sus vestidos sucios,  se esconden por temor o porque los detienen en algún rincón los criados, para llevarlos a otro lugar donde se laven y cambien de vestidos. ■ Pasa una joven viuda con su nidada de niños… ¡Qué miseria! El más pequeño casi viene desnudo cobijándose con el velo rasgado de su madre. Los más grandecitos vienen cubiertos con lo más necesario. El mayor de todos podría decirse que está vestido pero no trae calzado.  Jesús observa esto, llama a la mujer y le pregunta: “¿De dónde vienes?”. Mujer: “De la llanura de Sarón, Señor. Leví ya me ha llegado a la mayoría de edad… Tuve que acompañarle al Templo… yo… porque ya no tiene padre” y se echa a llorar en silencio. Jesús: “¿Cuándo murió?”. Mujer: “Hace un año en el mes de Scebat. Hacía dos lunas que estaba yo en cinta…” y se bebe sus lágrimas para no llamar la atención. Jesús: “Entonces el pequeño tendrá unos ocho meses”. Mujer: “Así es, Señor”. Jesús: “¿En qué trabajaba tu marido?”. La mujer responde en voz tan baja que Jesús no comprende. Se inclina para decirle: “Dilo otra vez”. Mujer: “Trabajaba en una herrería… Pero se enfermó mucho… porque tenía heridas que le iban quitando la vida». Y termina en voz bajísima: “Era un soldado romano”. Jesús: “¿Pero tú eres israelita?”. Mujer: “Así es. No me arrojes como inmunda, como hicieron mis hermanos cuando fui a pedirles perdón después de la muerte de mi marido Cornelio”. Jesús: “¡No tengas miedo! ¿En qué trabajas ahora?”. Mujer: “De criada cuando me dan trabajo; espigadora, lavandera, bato el cáñamo… trabajo en todo… para calmar el hambre de éstos. Leví ahora va a trabajar de campesino… si le aceptan… porque es bastardo de raza”. Jesús:  “Ten confianza en el Señor”. Mujer: “Si no hubiera confiado en Él, ya me hubiera suicidado”. Jesús: “Bueno, nos veremos otra vez” y se despide de ella. ■ Cuando estaba hablando, he aquí que se ha acercado Juana y está arrodillada, a la espera de que el Maestro la vea. “La paz sea contigo, Juana. Me has obedecido perfectamente”. Juana de Cusa: “Obedecerte es mi gozo. Pero no he sido la única en buscarte «la corte» como Tú querías. Me ayudó Cusa en todo lo que pudo y Marta y María también. También Elisa con los suyos. Quién mandando a sus criados para traer lo que faltaba y para ayudar a mis criados a reunir a los invitados, quién ayudando a las criadas y a los siervos encargados de bañar a nuestros invitados, a nuestros amigos como Tú los llamas. Ahora con tu permiso les voy a dar a todos un poco de comida, para que se mantengan hasta la hora de comer”. Jesús: “Haz como quieras. ¿Dónde están las discípulas?”. Juana de Cusa: “En la terraza de arriba donde he dispuesto que se  preparen las mesas. ¿Está bien?”. Jesús: “Sí, Juana. Arriba estarán tranquilos y también nosotros”. Juana de Cusa: “Lo mismo había pensado yo. Por otra parte, en ninguna sala hubiera habido lugar para tantos… Y no quería hacer separaciones para no causar celos o tristezas. Los pobres tienen una sensibilidad demasiado aguda, un sentimiento que cualquier cosa les produce dolor… Son, digamos, todo una llaga, y basta una mirada para hacerlos sufrir”. Jesús: “En verdad, Juana, tienes un corazón compasivo. Dios te recompense. ■ ¿Hay muchas discípulas?”. Juana de Cusa: “¡Oh, todas las que se encuentran en Jerusalén!… Pero… quisiera decirte algo… Tal vez cometí un error… quiero decírtelo en secreto”. Jesús: “Vamos pues”. Van a una habitación donde no hay nadie. Por los juguetes que se ven por el suelo se comprende que es la habitación donde juegan María y Matías. Jesús: “¿Qué es Juana?”. Juana de Cusa: “¡Señor mío, sin duda de que he sido una imprudente!… Pero el gesto me ha venido tan espontáneo, tan impetuoso…  A Cusa no le gustó. La verdad es que ya… Ha venido al Templo un esclavo de Plautina con una tablilla. Tanto ella como sus amigas me preguntaban si era posible verte. Respondí: «Sí. Después del mediodía, en mi casa». Y vendrán… ¿Hice mal? ¡No por Ti!… Por los demás, por los que son siempre Israel… y no amor como Tú. Si me equivoqué trataré de que no vengan… Pero es que deseo tanto, tanto que el mundo te ame que… que no pensé más que en esto. Tú eres perfección y demasiado pocos tratan de parecerse a Ti”. Jesús: “Hiciste bien. Hoy os predico con las obras. Y en el futuro, una de las cosas que habrán de hacer los que crean en Mí será el que entre los creyentes en Jesús Salvador haya gentiles. ¿Dónde están los niños?”. Juana, tranquilizada ya, sonriendo dice: “Por todas partes, Señor. La fiesta les da fuerzas y corren contentos por acá y por allá”. ■ Jesús la deja, regresa al vestíbulo, hace un gesto a los hombres que estaban con Él, y se dirige al jardín para subir a la terraza.  Dondequiera se nota una gran actividad. Desde el patio inferior hasta el superior. Algunos vienen con alimentos y utensilios otros con vestidos, con sillas, o bien acompañan a los invitados, responden a los que se les pregunta, y todos lo hacen alegres, cariñosos. Jonatás, cual corresponde a un mayordomo dirige, vigila, aconseja. La anciana Ester que está contentísima de ver a Juana tan animada, ríe en medio de un grupo de niños pobres a los que da pastelillos mientras les cuenta cosas maravillosas. Jesús se detiene un instante a escuchar la conclusión hermosa de una de ellas, en que se dice: “Dios concedió a la buena Alba de mayo, que jamás se rebelaba contra el Señor por motivo de los dolores que habían sobrevenido a su familia,  muchas ayudas, por las que en Alba de mayo pudieron hallar salvación y bien sus hermanitos. Los ángeles llenaban la pequeña artesa, terminaban el trabajo que había en el telar que había empezado Alba, diciendo: «Es nuestra hermana porque ama al Señor y a su prójimo. Ayudémosla»”. Jesús: “¡Dios te bendiga, Ester! Hasta me sentí tentado de oír tus parábolas”. Y pregunta sonriendo: “¿Me aceptas?”. Ester: “¡Oh, Señor mío! Soy yo quien debo escucharte. Tratándose de los niños me basto yo, que soy una pobre ignorante”. Jesús: “Tu buen corazón puede ayudar aun a los adultos. Sigue, sigue, Ester…” y le envía una sonrisa al irse. ■ En el vasto jardín se hallan esparcidos los invitados que comen su primer bocado, mirando a su alrededor contentos y admirados de su inesperada suerte. Pero cuando ven pasar a Jesús se ponen en pie si pueden hacerlo, o se inclinan adorando. Jesús, dirigiéndose a la rampa que lleva a la amplia terraza, les dice: “Comed, comed. Hacedlo y bendecid al Señor”. ■ Magdalena, que sale corriendo de una habitación con fajas y camisetas para los pequeñuelos en sus brazos, grita: “¡Oh Rabboni!”. Su melodiosa voz resuena por todas partes. Jesús: “Dios esté contigo. ¿A dónde vas con tanta prisa?”. Magdalena: “Tengo que vestir a diez pequeñuelos. Los bañé y ahora voy a vestirlos. Luego te los traeré, cual frescas flores. Perdona, Maestro, ¿no los estás oyendo? Parecen diez corderillos que balan…” y se marcha corriendo y sonriendo, dejando traslucir, al mismo tiempo que su bondad, la elegancia de su vestido, ceñido a la cintura con un cinturón fino de plata, y los cabellos anudados en un moño simple sobre la nuca, sujetos con una cinta blanca que rodea la frente. Zelote exclama: “¡Cuán distinta de la del monte de las bienaventuranzas!”.
* La Virgen cambia de nombre a la hija de Jairo, virgen consagrada al Señor.- ■ En la primera rampa de la escalera se encuentran con la hija de Jairo y Analía (1) que veloces vienen bajando. Exclaman: “¡Maestro, Señor!”. Jesús: “Dios esté con vosotras. ¿A dónde vais?”. Ellas: “A traer unas toallas. Nos dijo la servidora de Juana. ¿Vas a hablar, Maestro?”. Jesús: “Sí”. Analía dice: “¡Entonces corre, Miriam! Démonos prisa”. Jesús: “Tenéis todo el tiempo que queráis. Espero a otros”. Y después, mirando a la hija de Jairo, pregunta: “¿Pero desde cuándo te llamas Miriam?”. Hija de Jairo: “Desde el día de hoy. Tu Madre me dio este nombre. Porque… ¿verdad, Analía? Hoy es un gran día para cuatro vírgenes…”. Analía: “¡Oh, sí! ¿Se lo decimos al Señor o dejamos que sea María la que lo diga?”. Hija de Jairo: “María, María. Vete, vete, Señor. Tu Madre te lo dirá” y ligeras siguen. Están en la flor de la juventud. Son hermosas. Son unos ángeles en su mirar… ■ Están en la tercera rampa cuando se encuentran con Elisa de Betsur, que despacio baja con la mujer del apóstol Felipe. Ésta grita: “¡Ah, Señor! ¡A algunos das, y a otros quitas! ¡De todos modos sé bendito!”. Jesús: “¿De qué hablas?”. Mujer de Felipe: “¡Ahora lo vas a saber!… ¡Qué pena y al mismo tiempo qué alegría! Me quitas algo y me pones una corona”. Felipe que está cerca de Jesús pregunta: “¿A qué te refieres? ¿De qué hablas? Eres mi mujer y lo que te pasare, me pasa a mí…”. Mujer de Felipe: “Lo sabrás, Felipe. Sigue con el Maestro…”. Jesús pregunta a Elisa si se siente mejor, y ella a quien el dolor de tiempos pasados le ha dado una cierta majestad, responde: “¡Sí, Señor mío! El sufrimiento sereno no es amargura. Tengo paz en el corazón”. Jesús: “Y dentro de poco será mayor”. Elisa: “¿Qué dices, Señor?”. Jesús: “Ve a donde ibas y vuelve, y lo sabrás”. ■ Gritan dos pequeños: “¡Está Jesús! ¡Está Jesús!”. Los dos pequeños se están asomando sobre la adornada barandilla, que limita la terraza por los dos lados que dan al jardín; y de la baranda penden rosales y jazmines en flor, pues la terraza no es más que un jardín colgante, sobre la que está extendido un toldo de muchos colores. Todos los que están en la terraza se vuelven al grito de los pequeños, y dejando lo que hacían, se dirigen a Jesús a cuyas rodillas los niños se han asido. Jesús saluda a las mujeres, que no son pocas. Mezcladas con las que son discípulas propiamente dichas, o con las esposas, hijas o hermanas de apóstoles y discípulos, están otras menos conocidas, como la mujer del primo Simón, las madres de los borriqueros de Nazaret, la madre de Abel de Belén de Galilea, Ana de Judas (que vive cerca del lago Merón), María de Simón, madre de Judas Iscariote, Noemí de Éfeso, Sara y Marcela de Betania (Sara es la mujer que Jesús curó en el monte de las Bienaventuranzas y que envió  a casa de Lázaro con el viejo Ismael. Ahora parece ser la criada de Magdalena), luego la madre de Yaia, la madre de Felipe de Arbela, Dorca (la joven madre de Cesarea de Filipo) y su suegra, la madre de Analía, María de Bozra (la curada de lepra que ha venido con su marido a Jerusalén), y otras, y otras tantas cuyo nombre no recuerdo. Jesús va hacia la amplia terraza rectangular que por un lado mira al Sixto, y se coloca al lado de la habitación en que termina la escalera interior, creo, y que asemeja a un cubo bajo, puesto en el ángulo septentrional de la terraza. Se ve toda Jerusalén y sus alrededores. Una vista admirable. Todas las discípulas, mejor dicho, todas las mujeres, dejan lo que estaban haciendo por unirse a Él. Los criados continúan su trabajo.
* La Virgen habla del futuro de las vírgenes y anuncia a Felipe la consagración de su 2ª hija al Señor, “las primicias de los jardines angelicales”.-  ■  María se acerca a su Hijo. Bajo la luz dorada que se filtra a través del gran toldo que cubre gran parte de la terraza, y que se hace una luz más delicada al contacto de las rosas y jazmines, Ella parece mucho más joven, mucho más esbelta, parece una hermana de las discípulas más jóvenes, apenas un poco mayor, pero hermosa, hermosa como la mejor de las rosas que penden en el colgante jardín, en los grandes macetones, donde hay además jazmines, lirios, y otras flores. Felipe, que se muere por saber la verdad, pregunta: “¡Madre, mi mujer se expresó hace poco en ciertos términos!… ¿Qué ha pasado para que mi mujer diga que se ve mutilada y al mismo tiempo con una corona?”. Dulcemente María sonríe mientras le mira y —Ella que es tan poco dada a confidencias— le toma la mano y le dice: “¿Serías capaz de dar a mi Jesús la cosa que más amas? La verdad es que deberías… porque te da el Cielo y el camino para ir a él”. Felipe: “Sin duda, Madre, si supiera… que lo que le diera tiene el poder de hacerle feliz”. Virgen: “Lo tiene. Felipe, también tu segunda hija se consagra al Señor. Hace poco me lo dijo a mí y a tu mujer, ante muchas discípulas”. Felipe, atontado y señalando con el dedo a la jovencilla, pregunta: “¡¿Tú?! ¡¿Tú?!”. La joven se estrecha a la Virgen como buscando protección. El apóstol traga con dificultad este segundo golpe que le priva de nietos. Se seca el sudor que de improviso le ha brotado ante tal noticia… pasa los ojos sobre los presentes. Lucha… sufre. La hija llora: “¡Padre… perdóname… dame tu bendición!” y cae de rodillas a sus pies. Inconscientemente Felipe le acaricia los cabellos castaños, se limpia la garganta y dice: “Se perdona a los hijos que pecan… Tú no lo haces al consagrarte al Maestro… y… tu pobre padre no puede más que decirte: «¡que seas bendita!»… ¡Ah, hija mía!… ¡Cuán suave y tremenda es la voluntad de Dios!” y se inclina, la levanta, la abraza, la besa en la frente, en su cabellera. Llora. Teniéndola todavía entre sus brazos se dirige a Jesús y le dice: “Mira. Yo le di el ser, pero Tú eres su Dios… Tu derecho vale más que el mío… gracias… gracias, Señor, de la alegría que…” se calla. Se echa a los pies de Jesús y se agacha para besárselos diciendo: “¡Nunca tendré nietecitos… nunca! ¡Era mi sueño!… ¡La sonrisa de mi vejez!… Perdona mi llanto, Señor… Soy un pobre hombre…”. ■ Jesús: “¡Levántate, amigo mío! ¡Alégrate de que cooperas a las primicias de los jardines angelicales! Ven. Vente conmigo y con mi Madre. Preguntémosle cómo sucedió todo, porque te lo aseguro que en esto no tengo culpa ni mérito”. La Virgen dice: “También yo sé muy poco. Estábamos hablando nosotras las mujeres y como sucede con frecuencia, me hacían preguntas acerca de mi rostro de doncella, y también sobre cómo serán las vírgenes del futuro, y sobre qué oficios y glorias preveía para ellas. Les respondía como sé… Preveía en el futuro para ellas una vida de oración, una vida que consolara a mi Jesús. Les decía: «Las vírgenes serán las que sostendrán a los apóstoles, las que lavarán el mundo sucio y lo vestirán con su pureza, perfumándolo con ella, serán ángeles que cantarán himnos para que no se oigan las blasfemias. Jesús será feliz. Concederá gracias y su misericordia por estas ovejitas esparcidas entre lobos…» y otras cosas más decía yo. Fue entonces cuando la hija de Jairo me dijo: «Dame un nombre, Madre, para mi futuro estado de virgen, porque no puedo permitir que un  hombre goce del cuerpo a quien Jesús dio la vida. ¡A Él pertenece este cuerpo mío para siempre mientras viva!». Y Analía dijo: «También yo me siento con ánimos de hacer lo mismo. Hoy me siento más alegre que nunca porque se ha acabado toda ligadura». Fue entonces cuando tu hija Felipe, exclamó: «También yo seré como vosotras ¡virgen para siempre!». Tu mujer se acercó entonces y trató de que considerara nuevamente las cosas, pero ella no cambió de parecer. A quien le preguntaba si era algo que desde hacía tiempo venía pensando, respondía: «¡No!», y a quien le preguntaba que cómo le había venido, contestaba: «No lo sé. Como una flecha de luz, me ha abierto en dos el corazón y he comprendido con qué amor amo a Jesús». La mujer de Felipe pregunta a su marido: “¿Oíste?”. Felipe: “Sí, mujer, lo siento mucho… y debería cantar porque es una honra para mí. Engendramos dos ángeles, mujer. No llores. Hace poco has dicho que Él te ha coronado… La reina no llora cuando se le impone la corona”.
* Anastásica llora. Ha perdido la virginidad. “Todos los estados son buenos, si en ellos se sirve al Señor. En mi iglesia futura habrá vírgenes y madres. Y todas, necesarias para el triunfo de Dios en el mundo y para el trabajo de sus hermanos sacerdotes”.- Anastásica es confiada a Elisa de Betsur.- ■ Pero las lágrimas corren por la cara de Felipe como por la de su mujer y por la de los hombres, ahora que todos están recogidos aquí arriba. María de Simón es un llanto en un  rincón…  Magdalena llora en otro, retorciendo con sus dedos el lino de su vestido, del que sin querer arranca los adornos. Anastásica llora también tratando de ocultar con la mano su cara llorosa. Jesús les pregunta: “¿Por qué estáis llorando?”. Nadie responde. Jesús llama a Anastásica y le pregunta de nuevo, y ella: “Porque, Señor, por un goce que duró una noche y que me causa vómito, no puedo ser una virgen consagrada a Ti”. Jesús: “Todos los estados son buenos, si en ellos se sirve al Señor. En mi iglesia futura habrá vírgenes y madres. Y todas, necesarias para el triunfo de Dios en el mundo y para el trabajo de sus hermanos sacerdotes. ■ Elisa de Betsur acércate. Consuela a esta joven”. Y personalmente entrega a Anastásica entre los brazos de Elisa. Las mira. Elisa acaricia a la joven que se estrecha a sus brazos. Momentos después le pregunta: “¿Elisa, conoces su pasado?”. Elisa: “Sí, Señor. Y me da mucha pena. Es una pobre paloma sin nido”. Jesús: “Elisa, ¿amas a esta hermana tuya?”. Elisa: “¿Que si la amo? Y mucho, no como a una hermana. Ella podría ser hija mía. Y ahora que la tengo entre mis brazos me parece volver a ser la madre del tiempo pasado. ¿A quién vas a confiar esta gacela?” Jesús: “A ti, Elisa”. Elisa, incrédula, abre desmesurados ojos: “¿A mí?”. Jesús: “A ti. ¿No la quieres?”. Elisa: “¡Oh, Señor!…”, y de  rodillas abraza a Jesús y no sabe qué decir, qué hacer para manifestar su alegría. Jesús: “Levántate y sé ahora para ella una madre santa, como ella para ti una hija buena. Caminad las dos por los caminos del Señor”.
* Magdalena llora. Le falta la blancura de las vírgenes. “Mi perdón y tus lágrimas te hacen más pura que a ellas”.- ■ Y ahora Jesús se dirige a Magdalena: “¿Por qué estás llorando, Magdalena, tú que hace poco estabas tan alegre? ¿Dónde están las diez flores que me ibas a traer?”. Magdalena: “Están durmiendo, Maestro… Lloro porque jamás podré tener la blancura de las vírgenes, y mi alma llorará siempre, jamás satisfecha… porque he pecado…”. Jesús: “Mi perdón y tus lágrimas te hacen más pura que a ellas. ¡Ven aquí! No llores más. ¡Deja que lloren los que tienen algo de qué avergonzarse! ¡Ea! Ve a traerme tus flores. Idos también vosotras, esposas y vírgenes. Id a decir a los invitados de Dios que suban. Hay que decirles que se vayan antes de que cierren las Puertas, porque muchos de ellos viven en la campiña”.  Obedecen.
* La madre de Judas Iscariote cree que ha dado a luz a un demonio.- ■ Jesús se queda  en la terraza con los niños María y Matías, a quienes acaricia; Elisa y Anastásica, que, un poco más allá, están cogidas de las manos, mirándose a los ojos con una sonrisa en que se dibuja la felicidad; María de Simón, sobre quien compasiva se inclina la Virgen; Juana que está en la puerta de la habitación y mira titubeante, ya para dentro, ya para afuera. Los apóstoles y discípulos han bajado junto con las mujeres para ayudar a los criados a llevar a los lisiados, a los ciegos, a los cojos, a los tullidos, a los viejos por la larga escalera.  ■ Jesús, que estaba mirando a los dos niños, ve a la Virgen que está atendiendo a la madre de Judas. Se yergue y va a donde ellas. Pone su mano sobre la cabellera entrecana de María de Simón: “¿Por qué lloras?”. María de Simón: “¡Señor, Señor, he dado a luz a un demonio! ¡Ninguna mujer en Israel conoce un dolor semejante al mío!”. Jesús: “María, otra madre y por la misma razón, me dijo y me sigue diciendo las mismas palabras. ¡Pobres madres!”. María de Simón: “¿Señor mío, hay alguien que sea como mi Judas, perverso, pérfido? No lo hay ¿verdad? Él, que te tiene a Ti, se ha entregado a prácticas diabólicas. Él, que respira tu aire, es un lujurioso y un ladrón, y tal vez llegue a convertirse en homicida. ¡Él!… ¡Él no piensa más que mentiras! Su vida no es más que fiebre. Permite que se muera. ¡Te lo pido! ¡Haz que se muera!”. Jesús: “María tu corazón te lo presenta peor de lo que es. El miedo te enloquece. ¡Cálmate y piensa! ¿Qué pruebas tienes de su conducta?”. María de Simón: “Respecto a Ti nada. Pero es una avalancha que está bajando. Le he sorprendido y no ha podido ocultar las pruebas de… Ahí está… ¡Calla, por piedad! Me mira. Sospecha. Es mi dolor. ¡No hay ninguna madre más desdichada que yo en Israel!”. La Virgen en voz baja: “Yo… Porque a mi dolor uno el de todas las madres infelices… Porque la causa de mi dolor es el odio no de uno, sino de todo un mundo”. Jesús va donde Juana, que ha solicitado su presencia. ■ Entre tanto, Judas se acerca a su madre, a quien todavía consuela la Virgen. Y la regaña: “¿Ya desembuchaste tus delirios? ¡Me has acabado de calumniar! ¿Estás contenta?”. La Virgen se muestra severa con Iscariote: “Judas, ¿hablas así a tu madre?”. Es la primera vez que la veo así. Iscariote replica: “¡Sí, porque estoy cansado de sus persecuciones!”. María de Simón: “¡Hijo mío, no son persecuciones! Es amor. Dices que estoy enferma. El enfermo eres tú. Dices que te calumnio y que escucho a tus enemigos. Pero tú te haces daño a ti mismo y sigues y tienes amistad con hombres nefastos que te arrastran al mal. Porque eres débil, hijo mío, y ellos lo saben muy bien… Escucha a tu madre. Escucha a Ananías que es viejo y prudente. ¡Judas! ¡Ten piedad de ti! ¡Ten piedad de mí! Judas, ¿a dónde vas…?”. Judas, que está cruzando casi corriendo la terraza, se vuelve y grita: “A donde soy útil y donde me respetan” y baja a toda prisa la escalera, mientras la infeliz madre, asomándose al antepecho, le grita: “¡No vayas! ¡No vayas! ¡No quieren más que tu ruina! ¡Hijo mío!”. Judas está ya abajo. Los árboles le esconden a la vista de su madre. Se le vuelve a ver un momento antes de entrar en el vestíbulo. Su madre dice entre lágrimas: “¡Ya se fue!… ¡La soberbia le devora!”. La Virgen, acariciando la mano de la entristecida madre del futuro deicida, dice: “Roguemos por él. Roguemos las dos juntas”.
* Jesús dice a las patricias romanas (2) (entre ellas está Claudia que ofrece a Jesús a su esclava Egla) en el convite: “La humildad es la señal más clara de mi doctrina. Quien quiera seguirme debe amar la verdad, la pureza, la humildad, tener caridad para con todos y heroísmo para desafiar el parecer de los hombres y las presiones de los tiranos”.- ■ Mientras tanto, empiezan a subir los invitados… y Jesús habla con Juana. “Está bien. Que vengan también. Mucho mejor si se han vestido a la hebrea para no llamar la atención. Las espero aquí. Ve a llamarlas” y apoyándose sobre el dintel mira a los invitados a quienes los apóstoles, los discípulos y discípulas cariñosamente acompañan a las mesas según un orden establecido. En el centro está la mesa para los niños, y por todas partes, paralelas, las de los demás. Y, mientras ciegos, cojos, lisiados, viejos, viudas y mendigos,  pintadas en sus rostros sus historias de dolores, se colocan, he aquí que traen en cunas adornadas a los pequeñuelos, que después de haber mamado, serenamente duermen. Magdalena que está ya serena dice: “¡Han llegado, Señor, las flores! ¡Bendícelas!”. ■ Pero simultáneamente  Juana aparece por la escalera interior diciendo: “Maestro, aquí tienes a las discípulas paganas”. Son siete mujeres, vestidas de oscuro y con velos semejantes a los de las hebreas. El manto les llega hasta los pies. Dos son altas, majestuosas; las otras de media estatura. Pero cuando, después de haber presentado sus respetos al Maestro se levantan el manto, fácilmente uno puede reconocer a Plautina, Lidia, Valeria, a la liberta Flavia, la que escribió las palabras de Jesús en el jardín de Lázaro. Y con ellas otras tres desconocidas: una que, a pesar de tener mirada acostumbrada a mandar, se arrodilla y le dice a Jesús: “Y conmigo se postra Roma a tus pies”; hacen lo mismo una hermosa matrona cincuentona, y una jovencilla delgada, bella como una flor de campo. Magdalena reconoce a las romanas, a pesar de sus vestidos hebreos y murmura: “¡¡¡Claudia!!!”, con los ojos como platos. Claudia: “¡Yo estoy cansada de oír de labios de otros sus palabras! ¡La Verdad y la Sabiduría tienen que ser escuchadas en su propia fuente!”. Valeria pregunta a Magdalena: “¿Crees que nos reconocerán?”. Magdalena: “Si no decís vuestros nombres, no lo creo. Por otra parte, os pondré en lugar seguro”. Jesús responde: “¡No, María! Han venido a servir las mesas de los mendigos. Nadie podrá sospechar que las patricias sean criadas de los pobres, de los ínfimos del mundo hebreo”. Valeria: “¡Has dicho bien, Maestro! Porque la soberbia es algo innato en nosotros”. Jesús: “Y la humildad es la señal más clara de mi doctrina. Quien quiera seguirme debe amar la verdad, la pureza, la humildad, tener caridad para con todos  y heroísmo para desafiar el parecer de los hombres y las presiones de los tiranos. Vamos”. ■ Claudia: “Un momento, Rabí. Esta joven es una esclava, hija de esclavos. La he rescatado porque es de origen israelita y Plautina la tiene consigo. Pero yo te la ofrezco, porque pienso que es lo correcto. Se llama Egla. Te pertenece”. Jesús: “Magdalena, tómala. Luego pensaremos… ¡Gracias!”.
Mi Nombre significa amor de Dios hecho carne… quiere decir «¡Salvador!»”.- ■ Jesús va a la terraza a bendecir a los niños. Mucha curiosidad despiertan las damas, pero vestidas y peinadas a la hebrea, con vestidos sencillos, no levantan sospechas. Jesús está en el centro de la terraza, junto a la mesa de los pequeños y ora, ofreciendo por todos al Señor los alimentos, bendice y ordena que se empiece a comer. Apóstoles, discípulos, discípulas, damas, todos son los criados de los pobres y Jesús da el ejemplo, remangándose las amplias mangas de su túnica roja, y sirviendo a los niños, ayudado por Miriam, la hija de Jairo, y Juan. Aunque todos comen con verdadero apetito, no separan sus ojos de Jesús. Cae la tarde y se recoge el toldo. Los criados traen más lámparas. Jesús camina entre las mesas. No deja a nadie sin prodigarle un consuelo. Así, pasa varias veces rozando a las regias Claudia y Plautina, que, humildemente parten el pan  o acercan el vino a los labios de los ciegos, paralíticos, mancos. Sonríe a las jóvenes vírgenes que tienen a su cuidado a las mujeres; a las discípulas madres que muestran su compasión para con estos infelices; a Magdalena que atiende solícitamente la mesa de los más ancianos, la mesa más triste de todas, llena de toses, de temblores, del masticar sin dientes y de bocas que destilan baba; y ayuda a Mateo que pega en la espalda a un niño que se le ha atravesado una miga; agradece a Cusa que, llegado al principio de la comida, trincha la carne y la sirve como si siempre hubiera sido un criado. ■ La comida termina. Las caras, los ojos dicen que están contentos los estómagos. Jesús se inclina sobre un anciano tembloroso. Le pregunta: “¿En qué piensas, padre? ¿A qué sonríes?”. El anciano dice: “¡Pienso que en verdad no es un sueño! Hasta hace poco pensaba que estaba durmiendo, pero ahora sí me convenzo de que es realidad. ¿Pero quién es el que te hace tan bueno, que haces tan buenos también a tus discípulos? ¡Viva Jesús!” grita para terminar. Y todos los comensales gritan: “¡Viva Jesús!”. Jesús se dirige al centro, abre sus brazos, hace señal de que guarden silencio y empieza hablar, sentándose y teniendo sobre sus rodillas a un pequeñín. “¡Viva, sí, viva Jesús! No porque Yo sea Jesús, sino porque mi Nombre significa el amor de Dios hecho carne, que descendió entre los hombres para que le conozcan y para dar a conocer el amor que será el distintivo de la nueva era. Viva Jesús porque quiere decir «¡Salvador!». Y en realidad que os salvo. Salvo a todos, a ricos y pobres, a niños y ancianos, a israelitas y paganos, a todos, con la condición de que queráis ser salvados. Jesús es para todos. No para éste o aquel. Jesús es de todos. De todos los hombres y para todos los hombres. Para todos soy el amor misericordioso, la salvación segura. ¿Qué cosa es necesaria para ser de Jesús, para conseguir la salvación? Pocas cosas, pero grandes. No grandes porque sean cosas difíciles como las que hacen los reyes, sino grandes porque exigen que el hombre se renueve para llevarlas a cabo, y para llegar a ser de Jesús. Por esto se exige el amor, la humildad, la fe, la resignación, la compasión. Ved vosotros que sois discípulos, ¿qué habéis hecho hoy de grande? Responderéis: «Nada. Servimos solo la comida». ¡No! Habéis servido amor. Habéis sido humildes. Habéis tratado como hermanos a desconocidos de diversas razas sin preguntar quiénes eran, sanos o buenos. Lo habéis hecho en nombre del Salvador. Tal vez esperabais que os dijese grandes cosas para instruiros. He hecho que realizarais grandes cosas. Empezamos el día con la oración, socorrimos a leprosos y mendigos, adoramos al Altísimo en su casa, dimos principio al ágape fraterno y cuidamos de los peregrinos y de los pobres, hemos servido porque servir por amor es asemejarse a Mí, que soy el Siervo de los siervos de Dios, Siervo hasta el aniquilamiento, que muere para daros salvación…”.
* A los  fariseos que irrumpen en el ágape fraterno: “Soy Rey. Pero no de este reino… aun el imperio. Soy Rey del Reino santo de los Cielos, del Reino del Amor y del Espíritu… He ahí mis súbditos: los pobres, los infelices, los oprimidos y luego los buenos, los humildes. los caritativos”.- ■ Un fuerte rumor de voces y pasos interrumpe a Jesús. Un grupo exaltado de israelitas sube apresuradamente las escaleras. Las romanas más conocidas, o sea, Plautina, Claudia, Valeria y Lidia buscan un lugar retirado y bajan el velo. El grupo perturbador irrumpe en la terraza y parece como si buscaran a alguien. Cusa ofendido, les sale al paso y les pregunta: “¿Qué queréis?”. Fariseos: “Nada que te importe a ti. Buscamos a Jesús de Nazaret, no a ti”. Jesús, poniendo en tierra al pequeñín y poniéndose de pie con majestad, dice: “Aquí estoy, ¿no me estáis viendo?”. Fariseos: “¿Qué estás haciendo aquí?”. Jesús: “Lo estáis viendo. Hago lo que enseño, y enseño lo que he hecho: amar a los más pobres. ¿Qué se os dijo?”. Fariseos: “Se oyeron gritos sediciosos. Y, dado que donde Tú estás hay sedición, vinimos a ver”. Jesús: “Donde estoy hay paz. El grito fue de: «¡Viva Jesús!»”. Fariseos: “Exactamente. Tanto en el Templo como en el palacio de Herodes se pensó que se fraguaba alguna conspiración contra…”. Jesús: “¿Quién la fraguaba? ¿Contra quién? ¿Quién es rey en Israel? Ni el Templo, ni Herodes. Roma domina, y sería necio el que tratara de ser rey donde Roma domina”. Fariseos: “Tú andas diciendo que eres rey”. Jesús: “Soy Rey. Pero no de este reino, que no vale nada para Mí. Es cosa sin valor aun el imperio. Soy Rey del Reino santo de los Cielos, del Reino del Amor y del Espíritu. ■ Idos en paz. O quedaos si queréis y aprenderéis a ver cómo se acerca a mi Reino. He ahí a mis súbditos: los pobres, los infelices, los oprimidos y luego, los buenos, los humildes, los caritativos. Quedaos y unios a ellos”. Fariseos: “Tú siempre andas en banquetes de casas ricas, entre mujeres hermosas y…”. Cusa grita: “¡Basta! En mi casa no se insinúa ninguna ofensa contra el Rabí. ¡Largaos de aquí!”.
* A Salomé: “Sudor de mujer lasciva y oro de prostituta son veneno de infierno”.- ■ Pero en esto, de la escalera interna, sale al improviso a la terraza una figurita esbelta de joven velada. Cual mariposa corre donde Jesús, arroja el velo y el manto; cae a sus pies tratando de besárselos. Cusa y otros gritan: “¡Salomé!”. ■ Jesús se ha hecho a un lado tan violentamente para evitar el contacto, que se cae su asiento y aprovecha para ponerlo entre Sí y Salomé. Sus ojos brillan. Son fosforescentes. Terribles. Infunden miedo. ■ Salomé, ligera y desvergonzada, zalamera, responde: “¡Sí, soy yo! Los gritos llegaron hasta el Palacio. Herodes manda una embajada a decirte que quiere verte. Yo me adelanté. Ven conmigo, Señor. Te amo mucho y ¡te deseo tanto! También yo soy israelita”. Jesús: “Vete a tu casa”. Salomé: “La Corte te espera para tributarte honores”. Jesús: “Mi Corte es ésta. No conozco otra, ni otros honores” y con su mano señala a los pobres que están sentados a la mesa. Salomé: “Te doy unos regalos para ellos. Aquí tienes mis collares…”. Jesús: “No los quiero”. Salomé: “¿Por qué los rehúsas?”. Jesús: “Porque son inmundos, y los das por un motivo igual. ¡Lárgate!”. Salomé un poco turbada se levanta. Mira de reojo a Jesús, que le señala con el brazo extendido la salida. Furtivamente mira a todos, y ve burla y náuseas en las caras. Los fariseos están petrificados. Son testigos de la fuerte escena. Las romanas se atreven a salir un poco más para ver mejor. Salomé, sumisa y suplicante, prueba una vez más: “Te acercas aun a los leprosos…”. Jesús: “Son enfermos. Tú eres una impúdica. ¡Lárgate!”. El último «lárgate» es tan terrible que Salomé recoge su velo y manto, se inclina, se arrastra hasta la escalera. ■ Cusa susurra en voz baja: “¡Ten cuidado, Señor!… Es poderosa… ¡Podría causarte daño!”. Pero Jesús con voz más fuerte, para que todos la oigan, sobre todo Salomé, contesta: “¡No importa! Prefiero que me maten antes de hacer alianza con el vicio. Sudor de mujer lasciva y oro de prostituta son veneno del infierno. Hacer alianza cobarde con los poderosos es pecado. Yo soy verdad, pureza y redención. No cambio. Ve a acompañarla…”. Cusa: “Castigaré a los criados que la dejaron pasar”. Jesús: “No castigarás a nadie. Sólo una debe ser castigada. Ella. Y ya lo ha sido. Que sepa, y también vosotros tenedlo en cuanta, que conozco su pensamiento, y me da asco. Que vuelva la serpiente a su guarida, que el Cordero vuelve a sus jardines”. ■ Se sienta. Está sudoroso. Después de algunos instantes dice: “Juana, da a cada uno una limosna, para que durante algunos días sea menos triste la vida… ¿qué otra cosa puedo hacer, hijos del dolor? ¿Qué queréis que os pueda dar? Leo vuestros corazones. ¡A los enfermos que saben creer, la paz y la salud!”. Unos momentos de espera y luego un grito… Muchos se levantan curados. Los judíos, que habían venido con malas intenciones, se marchan, atónitos por el milagro y olvidados en medio del entusiasmo general de aclamaciones por el milagro y pureza de Jesús. Él, sonriente, besa a los niños. Luego despide a los pobres, pero dice a las viudas que esperen, y habla con Juana a favor de ellas. Juana toma nota y las invita a que vengan al día siguiente. También ellas se van. Los últimos en salir son los ancianos… Se quedan los apóstoles, los discípulos de ambos sexos y las romanas. Jesús dice: “Así es y así serán las futuras reuniones. No hay necesidad de palabras. Que sean los hechos los que hablen con su evidencia a los corazones y a las inteligencias. La paz sea con todos vosotros”. Se dirige hacia la escalera interior y desaparece seguido por Juana y luego por los demás.
* Iscariote trae noticias alarmantes.- ■ Jesús se encuentra con Judas al pie de la escalera. “¡Maestro, no vayas a Getsemaní! Te andan buscando allá tus enemigos. Madre, ¿qué dices ahora?, tú que me acusas. Si no hubiera ido, no me habría enterado de las asechanzas que tienden al Maestro. ¡Vamos a otra casa!”. Magdalena propone: “A la nuestra, entonces.  En casa de Lázaro no entra quien no sea amigo de Dios”. Jesús: “Sí. Los que estuvieron ayer en el Getsemaní, que vengan con las hermanas al Palacio de Lázaro. Mañana tomaremos una serie de medidas”. (Escrito el 26 de Enero de 1946).
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1  Nota  :  Cfr. Personajes de la Obra magna: a) Jairo, el sinagogo, y su hija. b) Analía. 2 Nota : Patricias romanas.- Cfr. Personajes de la Obra magna: Romanos/as.
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6-371-67 (7-61-404).- Claudia promete a Iscariote protección a favor de Jesús.
* En el trayecto hacia el palacio de María Magdalena en Jerusalén, Claudia habla con Iscariote.-  ■ Los seguidores de Jesús no son unos dechados de valor. La noticia que trajo Judas es semejante a la aparición de un gavilán en una era llena de pollitos; o de un lobo que mete sus narices en un redil. Miedo, o por lo menos agitación, se ve sobre todo en las caras de los varones. Me imagino que muchos tienen ya la impresión del filo de la espada o del chasquido del azote, o que se encuentran en las mazmorras de alguna oscura cárcel. Las mujeres conservan una calma mayor. Más bien que excitadas, piensan en sus hijos o maridos y aconsejan  a unos o a otros a que se dispersen en grupos. Magdalena reacciona contra este temor exagerado: “¡Oh, cuántos cervatillos hay en Israel! ¿No os da vergüenza que tembléis así? Os he dicho ya que en mi palacio estaréis más seguros que en una fortaleza. Así que venid. Os aseguro bajo mi palabra que no os pasará nada de nada. Si, además de los que señaló Jesús, hay otros que quieran venir, serán bien recibidos. Hay camas para más de cien. ¡Vamos, decidíos en vez de temblar de miedo! Solo ruego a Juana que nos envíe alimentos, porque allí no tenemos suficientes y ya es de noche. Una buena comida es la mejor medicina para dar nuevas fuerzas a los cobardes”. Y no solo está majestuosa en su túnica blanca, sino que tiene también en su voz una buena dosis de ironía, al ver a este rebaño aterrorizado que se apiña en el vestíbulo de Juana. Ésta dice: “Me encargo enseguida. Idos. Jonatás os seguirá con los criados, y yo iré con él, porque me siento feliz en seguir al Maestro. Iré sin temor alguno, y para demostrároslo llevo conmigo a los niños” y se retira para dar las órdenes convenientes. ■ Mientras, las primeras vanguardias del aterrado ejército asoman precavidos la cabeza por el portón, y al ver que no hay nadie, sienten el valor de salir a la calle, y de llamar a los demás. El grupo de las doncellas vírgenes ocupa el centro, después de Jesús, que va en las primeras filas. Detrás de ellas, las mujeres, luego… luego, los menos valerosos, cuyas espaldas protege Magdalena que viene con las romanas, decididas a no separarse de Jesús tan pronto. Pero luego Magdalena, rauda, va adelante a decir algo a su hermana, y las siete romanas se quedan con Sara y Marcela, que por órdenes de Magdalena se han quedado atrás para que la presencia de las romanas pase lo más desapercibido que se pueda. En esto, se les junta Juana trayendo de la mano a los niños; y detrás de ella, Jonatás con los criados cargados de bolsas y cestas. Éstos se ponen en la cola de la pequeña multitud que, a decir verdad, pasa desapercibida de todos, porque en las calles pululan grupos dirigidos a las casas o a los campamentos, y la penumbra hace menos cognoscibles las caras. Ahora Magdalena, junto con Juana, Anastásica y Elisa, va en primera fila, guiando hacia su residencia, por calles secundarias, a sus huéspedes. Jonatás va caminando a la altura de las romanas, y les dirige la palabra como si fueran criadas de las discípulas más ricas. ■ Claudia se aprovecha para decirle: “Oye, te voy a pedir un favor. Ve a llamar al discípulo que trajo la noticia. Dile que venga, y dile que lo haga de modo de no llamar la atención. ¡Ve!”. El vestido es humilde, pero el modo es, involuntariamente, imperioso, como de una persona habituada a mandar. Jonatás abre mucho sus ojos, tratando de ver, a través del velo bajado, quién le habla así. Pero no logra ver sino el fulgor de ojos imperiosos. Con todo, debe intuir que no es una criada la mujer que le está hablando. Se inclina y obedece. Llega a donde Judas de Keriot que va hablando animadamente con Esteban y con Timoneo, y le tira del vestido. Iscariote: “¿Qué quieres?”. Jonatás: “Quiero decirte una cosa”. Iscariote: “Dila”. Jonatás: “No puedo. Ven conmigo. Te necesitan, por lo que parece, para una limosna”. La excusa es buena. Judas deja a sus compañeros y con entusiasmo se va con Jonatás. Está ya en la última fila. Jonatás dice a Claudia: “Mujer, he aquí al hombre que deseabas”. Ésta, sin levantarse el velo, le responde: “Muchas gracias por tu servicio”. Y dirigiéndose a Judas: “Haz el favor de escucharme por un momento”. Judas, que oye una fina y delicada voz y ve dos brillantes ojos bajo el sutil velo, y sintiéndose quizás próximo a una gran aventura, acepta sin poner dificultad. ■ El grupo de las romanas se separa. Con Claudia se quedan Plautina y Valeria; las otras siguen adelante. Claudia mira a su alrededor. Y al no ver a nadie, con su hermosa mano hace a un lado el velo. Judas la reconoce, y después de un instante de estupor, se inclina y saluda a la romana: “¡Dómina!”. Claudia: “Así es. Enderézate y escucha. Tú quieres al Nazareno. Te preocupas por su bien. Te felicito. Es un hombre virtuoso pero sin defensa. Nosotras le veneramos como a un hombre grande y justo.  Los judíos no le veneran. Le odian. Lo sé. Escucha y comprende bien, recuerda y aplica bien. Quiero protegerle. No como la lujuriosa de poco antes, sino con honestidad y virtud. Cuando comprendas que hay algún peligro para Él, ven a verme o mándame algún recado. Claudia puede todo sobre Poncio. Alcanzará la protección a favor de ese Justo. ¿Comprendiste?”. Iscariote: “Sí, dómina. Que nuestro Dios te proteja. Tan pronto como pueda vendré personalmente. Pero ¿cómo haré?”. Claudia: “Pregunta siempre por Albula Domitila. Es una amiga íntima mía, y ninguno se sorprende si habla con judíos, siendo ella la que se ocupa de mi prodigalidad. Pensarán que eres un cliente. ¿Acaso te humilla esto?”. Iscariote: “No, dómina. Servir al Maestro, alcanzar tu protección es una honra”. Claudia: “Os protegeré. Soy mujer, pero soy de los Claudios. Puedo más que todos los grandes de Israel, porque detrás de mí está Roma. ■ Entre tanto ten, para los pobres del Mesías. Es nuestro óbolo. Pero… quisiera estar esta noche entre los discípulos. Consigue este honor y yo te protegeré”. En un tipo como el Iscariote las palabras de la patricia hacen un efecto prodigioso. ¡Sube hasta el séptimo cielo!… Osa incluso preguntar: “¿Pero de veras le ayudarás?”. Claudia: “Sí. Su Reino merece ser fundado, porque es un reino de virtud. Bienvenido sea en contra de las sucias corrientes que cubren los reinos de hoy en día, y que me provocan náuseas. Roma es grande, pero el Rabí es mucho más grande que Roma. Nosotros tenemos las águilas en nuestras banderas y la orgullosa sigla. Pero en las suyas estarán los Genios y su santo Nombre. Grandes serán, verdaderamente grandes, Roma y la Tierra, cuando pongan ese Nombre en sus enseñas, y esté su signo en los lábaros y en los templos, en los arcos y columnas”. Judas no sabe qué responder. Sueña extático. Acaricia la pesada bolsa que le han dado. Lo hace maquinalmente. Con la cabeza dice que sí, que sí… a todo. Claudia: “Bien, ahora vamos a alcanzarlos. Somos aliados ¿no es verdad? Aliados en proteger a tu Maestro, al rey de los corazones honrados”. Se baja el velo y, ágil, va presurosa, casi corriendo a alcanzar a sus compañeras, seguida por las otras y por Judas, que jadea, no tanto por la carrera, cuanto por lo que oyó.
* Autoalabanza de Iscariote por su conducta criticada tantas veces, hasta “pensáis que sea yo un doble”, al dar a conocer a Pedro, atónito, y a apóstoles y discípulos la promesa de Claudia.- ■ Llegan al palacio de Lázaro cuando los últimos están entrando en él. Entran rápidamente y el portón se cierra con mucho ruido de llaves. Una solitaria lámpara, que en sus manos tiene la mujer del guardián, a duras penas ilumina el vestíbulo cuadrado y blanco del palacio de Lázaro. Se comprende enseguida que la casa no está habitada aun cuando esté bien guardada y en orden. Magdalena y Marta guían a los huéspedes a un amplio salón, destinado a los banquetes, en cuyas paredes penden hermosos tapices que dejan ver su belleza a medida que van siendo encendidas las lámparas y puestas las luces encima de los aparadores, o de los baúles preciosos colocados alrededor de las paredes de la sala. Magdalena ordena que pongan en el centro de la sala las mesas y que preparen la cena con los alimentos que trajeron los criados de Juana. ■ Judas toma aparte a Pedro y le dice algo al oído. Veo que Pedro pone los ojos como platos y sacude una mano como si se hubiera quemado los dedos y exclama: “¡Rayos y ciclones! ¿Pero qué estás diciendo?”. Iscariote: “¡Sí, mira! ¡Y fíjate! ¡No tener ya miedo, no estar ya tan preocupado!”. Pedro: “¡Demasiado grande! ¡Demasiado! ¿Pero qué ha dicho? ¿Que nos protege? ¿Ha dicho eso? Que Dios la bendiga. Pero ¿quién es?”. Iscariote indica: “Aquella, la vestida de color de tórtola silvestre. La alta y delgada. Ahora nos está mirando”.  Pedro mira a la mujer alta de cara armónica y seria, de ojos dulces pero imperiosos. Pedro: “¿Y cómo hiciste para hablar con ella? No has tenido…”. Iscariote: “No, no, en absoluto”. Pedro: “¡Pues tú aborrecías todo contacto con ellos! Como yo, como todos…”. Iscariote: “Es verdad, pero lo he superado por amor al Maestro. Como también he superado las ganas de romper con los del Templo. ¡Y todo por el Maestro! ■ Todos vosotros, incluso mi madre, pensáis que yo sea un doble. No hace mucho tú mismo me echaste en cara ciertas amistades mías. Pero si no las mantuviese, no sin fuerte dolor, no estaría al tanto de tantas cosas. No está bien ponerse vendas en los ojos y cera en las orejas por temor de que el mundo entre en nosotros por los ojos y los oídos. Cuando se tiene algo grande como lo que tenemos nosotros, hay que vigilar con ojos y oídos más que libres. Vigilar por Él, por su bien, por su misión, para que funde ¡este bendito reino!…”. Muchos de los apóstoles y algunos de los discípulos se han acercado y escuchan asintiendo con la cabeza. Porque, efectivamente, no se puede decir que Judas esté equivocado. Pedro, que es un hombre honrado y humilde lo reconoce y dice: “¡Tienes razón! Perdona mis reproches. Vales más que yo. Sabes hacer las cosas. ¡Oh, ve pronto a decirlo al Maestro, a su Madre, a la tuya! Estaba tan angustiada…”. Iscariote: “Porque malas lenguas han murmurado… Pero por ahora no digas nada. Después. Más tarde. ¿Ves? Se sientan a la mesa y el Maestro hace señal de que nos acerquemos…”. (Escrito el 27 de Enero de 1946).
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(<Después de la cena, todos permanecen en el salón del Palacio en medio del estupor producido por la presencia de las romanas>)
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6-371-75 (7-61-412).- La exaltación de Judas Iscariote ante la promesa de Claudia.
Podremos todo si Roma nos defiende”.- ■ …Un rumor de asombro recorre a la reunión entre tanto que las romanas, reducidas a seis porque Egla se queda con María de Magdala, guardadas en una bolsa las tablillas enceradas que Flavia ha escrito mientras Jesús hablaba, salen después de un saludo colectivo. Tanto es el estupor, que ninguno de los presentes se mueve, excepto Juana, Jonatás y los siervos de Juana, que traen en sus brazos a los pequeñuelos que duermen. Pero, cuando el ruido sordo del portón al cerrarse dice que las romanas se han marchado, un clamor sucede al rumor. “¿Quiénes son?”. “¿Cómo es posible que estuvieran entre nosotros?”. “¿Qué hicieron?”. Y Judas, más que todos, grita: “¿Cómo sabes, Señor, que nos dieron una buena limosna?”. Jesús apacigua el tumulto con un gesto y responde: “Son Claudia y sus damas. Y, mientras que las otras mujeres de Israel, temerosas de que sus maridos se enojaran, o con el mismo pensamiento y corazón de sus consortes, no se atreven a seguirme, las despreciadas romanas, con santa audacia, procuran venir para aprender la Doctrina, que si por ahora la aceptan desde un punto de vista humano, siempre las eleva… ■ Esta jovencita, esclava, de raza judía, es la flor que Claudia ofrece a los ejércitos míos, al devolverla a la libertad y entregarla a la fe en Mí. En cuanto a que sepa lo de la limosna… ¡Judas! ¡Todos menos tú podrían hacerme esta pregunta! Tú sabes que veo dentro de los corazones”. Iscariote: “¿Entonces habrás visto que he dicho la verdad de que había una asechanza, y que la descubrí al hacer hablar… a ciertos tipos culpables?”. Jesús: “Es así como dices”. Iscariote: “Dilo más fuerte, para que mi madre lo oiga… Madre soy un muchacho, ¡pero no estúpido!… Madre, hagamos las paces. Comprendámonos, amémonos, unidos en el servicio de nuestro Jesús”. Y Judas humilde, cariñoso va a abrazar a su madre que dice: “¡Sí, hijito! ¡Por ti, por el Señor, por tu pobre mamá!”. ■ Entre tanto la sala se ha llenado de agitación y de comentarios, y muchos definen  imprudente el haber acogido a las romanas y censuran a Jesús.  Judas lo oye, deja a su madre y corre en defensa de su Maestro. Repite la conversación que tuvo con Claudia y termina: “No es una ayuda despreciable. Antes de recibirla entre nosotros tampoco nos hemos librado de la persecución. Dejémosla que haga como quiera. Pero tened presente que es mejor que nadie lo sepa. Pensad que, si es peligroso para el Maestro, no lo es menos para nosotros el ser amigos de paganos. El Sanedrín, que en el fondo se contiene por miedo hacia Jesús por un temor supersticioso de no levantar la mano contra el Ungido de Dios, no tendría ningún escrúpulo en matarnos como a perros, a nosotros, que valemos un comino. En vez de poner esas caras escandalizadas, recordad que hace poco erais como palomas aterrorizadas, y bendecid al Señor que nos ayuda con medios imprevistos, ilegales si queréis, pero buenos, para fundar el reino del Mesías. ¡Podremos todo si Roma nos defiende! ¡Oh, no tengo temor alguno! ¡Hoy ha sido un gran día! Más que por otra cosa, por esta… ¡Ah, cuando Tú seas el Jefe! ¡Qué autoridad tan dulce, tan fuerte, tan bendita! ¡Qué paz habrá! ¡Qué justicia! ¡El Reino fuerte y benigno del Mesías! ¡El mundo que se acerca a Él poco a poco!… ¡Las profecías que se cumplen! ¡Oh, Maestro, Maestro mío! ¡Tú, Rey, nosotros tus ministros!… ¡En la Tierra paz, en el Cielo gloria!… ¡Jesús de Nazaret, Rey de la estirpe de David, Mesías Salvador, yo te saludo y te adoro!”. Y Judas, que parece transportado por un éxtasis, termina postrándose: “En la Tierra, en el Cielo y hasta en los Infiernos, tu Nombre es conocido. Infinito es tu poder. ¿Qué fuerza puede oponérsete, ¡oh, Cordero!, ¡oh León!, Sacerdote y Rey santo, santo, santo?” y se queda así inclinado hasta tierra en medio de una sala muda de estupor. (Escrito el 27 de Enero de 1946).

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Índice del tema “Judas Iscariote” , 3º año v. p. de Jesús.- 1ª parte

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5-313-88 (6-1-7).- En Nazaret, después de las Encenias, con algunos apóstoles. Visita de Simón de Alfeo con su familia, que pregunta a Jesús: “¿Sabes quién es Judas de Simón?”.
5-315-104 (6-3-23).- Juan de Endor y Síntica salen de Nazaret hacia Antioquía.
5-316-107 (6-4-25).- Jesús se despide de Juan de Endor y Síntica.
5-317-111 (6-5-29).- El dolor, la oración y la penitencia de Jesús por la salvación de Judas Iscariote.
5-318-120 (6-6-38).- En barca, de Tolemaida a Tiro.
5-322-140 (6-10-57).- De Seleucia a Antioquía en un carro.
5-323-142 (6-11-60).- Visita a Antigonia.
5-324-159 (6-12-77).- El adiós a Juan de Endor y Síntica en Antioquía.
5-325-162 (6-13-79).- Los ocho apóstoles se reúnen con Jesús cerca de Akcib.
5-332-209 (6-20-123).- La sufrida separación de Bartolomé que con Felipe vuelve a unirse al Maestro.
5-334-220 (6-22-133).- También Judas Iscariote y Tomás se unen de nuevo al grupo apostólico.
5-335-224 (6-23-138).- Primeras noticias sobre el fariseo Ismael ben Fabi: “cruel y avaro. No ama sino a sí mismo”.- Jesús quiere curar al hidrópico en sábado.
5-335-228 (6-23-141).- En casa del fariseo Ismael ben Fabi.- Hidrópico curado en sábado.- Invitación a la modestia.- Sobre la elección de los invitados.- La parábola de los invitados a una boda, que se excusan.
5-336-237 (6-24-150).- En Nazaret con sus primos, con Pedro y Tomás.- El amor de Tomás por María Stma. Ella pregunta: “¿No sería para él un bien su muerte?”.-
5-338-249 (6-26-162).- Parábola del buen labrador y la higuera sin frutos.- Judas Iscariote pierde el poder de milagros.- Judas, con cara de odio y miedo, blasfema.
5-339-251 (6-27-164).- La noche pecaminosa de Judas.
5-340-256 (6-28-169).- El enmendamiento de Judas Iscariote.- Choque con rabíes junto al sepulcro de Hilel.
5-342-271 (6-30-183).- En Quedes. Los fariseos piden una señal: la resurrección de un cadáver corrupto.- Profecía de Habacuc.- Profecía de Jesús: La señal de Jonás (1).
5-347-304 (6-35-215).- Profecía sobre el martirio de los apóstoles.- Pedro conocerá el martirio de Marziam.- Curación del ciego de Betsaida.
5-348-307 (6-36-217).- Mannaén ofrece su protección pues: “Hay mucha efervescencia contra Ti en Israel. Las noticias de tus obras han penetrado incluso en la casa de Herodes Antipas…”.- Encargo para Mannaén: acompañará a la Madre y discípulas a Jerusalén. Jesús con sus apóstoles irá por otros caminos.
5-350-331 (6-38-238).- El poseído, con gestos burlones, se había dirigido a J. Iscariote: “Entre mí y tú, tú eres el más demonio”.
5-354-364  (6-44-269).- Los apóstoles, ante este abandono, le manifiestan una firme y total adhesión. Pero Jesús les dice: “¡Y, sin embargo, uno de vosotros es un demonio!”.
5-355-368 (6-45-274).- Nicolás, prosélito de Antioquía, enviado por Juan de Endor, se hace discípulo.- Jesús, hacia Jerusalén, con sus apóstoles.
5-356-371 (6-46-277).- Aguas termales de Yarmok (Gadara).- Herejías de Iscariote (¿Existe infierno, demonio, libre albedrío?) y las renuncias de Juan que quiere solo amar.
5-357-378 (6-47-287).- Juan y las culpas de Judas Iscariote.
5-358-391 (6-48-296).- La curación del niño Yaia y de su madre, ambos ciegos, es la respuesta de Jesús a la obra de Marcos de Josías, recaído en la posesión demoníaca, que trata de destruir la fe en el Mesías.- El valor del llanto de la madre de Marcos de Josías en la liberación de su hijo.
5-360-403 (6-50-308).- Ante el malhumor de apóstoles por inclemencias del tiempo, conducta de Judas y calumnias de la gente, Jesús llora. Reproches velados e hipocresías de Iscariote.- Rosa de Jericó advierte de peligro a Jesús.
5-361-416 (6-51-320).- Pelea verbal entre Pedro y Judas Iscariote.- Los dos injertos que transformarán a los apóstoles. Para uno no servirán.- María de Magdala sale al encuentro de Jesús, en el vado,  y advierte de grave peligro para Él en Judea.
5-362-425 (6-52-328).- Entre Silo y Betel, encuentro con la Madre, discípulas, Marziam, Isaac y Mannaén.- Todos juntos a Jerusalén, a la Pascua, al desaparecer el peligro con la llamada de Pilatos  al orden.
5-363-437 (6-53-340).- “Maestro, no vayas a Jerusalén. Herodes te quiere matar”.- Apóstrofe a Jerusalén.
6-364-4 (6-54-344).- En el Templo, el «Padre Nuestro».
6-364-7 (6-54-346).- En el Templo, el «Padre Nuestro» crea posturas encontradas: entusiasmo en sus seguidores; rechazo en sus detractores.- Gamaliel.
6-365-12 (6-55-351).- Jesús enseña a Marziam juzgar a las personas.- J. Iscariote insidia la inocencia de Marziam.- Jesús y su Madre hablan del profanador.
6-365-19 (6-55-358).- En Betania en casa de Lázaro enfermo.- Primeras noticias de Antioquía.- Rosa de Jericó: Anastásica.- El alto cargo y la soberbia.
6-366-23 (6-56-362).- Anastásica entre las discípulas.- Cartas de Antioquía.
6-367-33 (6-57-372).- Jueves prepascual.- En el Getsemaní. Las discípulas, en la tarde, deben ir a la casa de Juana.- Llegan al Getsemaní Tomás, Felipe con su mujer y familia, y Bartolomé con su mujer. Llega también Iscariote que debe partir para avisar a su madre para que esté en la Puerta Dorada.
6-368-43 (6-58-382).- Jueves prepascual.- En el Templo con la madre de J. Iscariote y con Marcos de Josías.
6-369-48 (6-59-386).- Jueves prepascual.- El milagro y la ruina de Marcos de Josías y de otros.- Preceptos del viejo Israel para la salud.- Según J. Iscariote su madre está enferma.
6-370-51(7-60-390).- Jueves Prepascual. Convite de los desheredados en el Palacio de Cusa.- La Virgen prevé el futuro de las vírgenes.- Madre de Iscariote: “No hay en Israel madre más infeliz que yo”.- Siete Romanas (entre ellas Claudia y una joven esclava Egla).- Salomé, la hija de Herodías.
6-371-67 (7-61-404).- Claudia promete a Iscariote protección a favor de Jesús.
6-371-75 (7-61-412).- La exaltación de Judas Iscariote ante la promesa de Claudia: “Podremos todo si Roma nos defiende”.