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Sumario:
Madrugada del Domingo de Resurrección, en el Cenáculo.- La Resurrección. Aparición de Jesús a su Madre.- Aparición de un ángel y de dos ángeles a las mujeres piadosas.- Aparición de Jesús a María Magdalena.- Aparición de Jesús a Lázaro, a Juana de Cusa, a Mannaén, a José de Arimatea y Nicodemo, a los pastores discípulos.- Aparición de Jesús a los discípulos de Emmaús.- Aparición de Jesús a los diez Apóstoles.- Aparición de Jesús a los apóstoles, Tomás presente.- Enseñanzas de Jesús resucitado a los apóstoles, en el Getsemaní.- Enseñanzas de Jesús resucitado a los apóstoles en el Gólgota y en el Cenáculo.
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El tema de “Jesús Resucitado”, 1ª parte, comprende:
Episodios y dictados  extraídos de la Obra magna
«El Evangelio como me ha sido revelado»
(«El Hombre-Dios»)

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10-616-160 (11-1-643).- Madrugada del Domingo de Resurrección.- La fe de María Magdalena.- Las mujeres salen hacia el Sepulcro con los ungüentos.
* Magdalena recrimina a Pedro por sus lamentos y se duele por no poder ir a Él sino con un corazón profanado.- ■ Las mujeres vuelven a ocuparse de los aceites que, en la noche, debido al fresco del patio, se han hecho una masa espesa. Juan y Pedro creen que estaría mejor si se pusiera en orden el Cenáculo, limpiando la vajilla, y después poner otra vez todo como si apenas hubiera terminado la Cena. Juan dice: “Él lo ha dicho”. Pedro: “También dijo: «¡No durmáis!». Lo mismo que: «No seas soberbio, Pedro. Ten en cuenta que la hora de la prueba está por venir». Y… añadió: «Tú me negarás…»”. Pedro llora de nuevo mientras añade con desmesurado dolor:  “¡Y yo renegué de Él!”. Juan: “¡Basta Pedro! Al presente, ya eres de nuevo tú. ¡Basta de atormentarte!”. Pedro: “Jamás, jamás bastará. Aunque me hiciera tan viejo como los primeros patriarcas, aunque viviese los setecientos o novecientos años de Adán y de sus primeros descendientes (1), jamás dejaría de tener este tormento”. Juan: “¿No confías en su misericordia?”. Pedro: “Sí. Si no confiase, sería como Iscariote, un desesperado. Pero aunque me perdone desde el seno del Padre a donde ha vuelto, yo no me perdono. ¡Yo, yo! Yo que dije: «No le conozco», porque en esos momentos era peligroso conocerle, porque tuve vergüenza de ser su discípulo, porque he tenido miedo del tormento… Él marchó a la muerte y yo… pensé en salvar mi vida, y para esto le rechacé como rechaza una mujer pecadora el fruto de su seno, después de haberle dado a luz, porque es peligro para ella, y lo hace antes de que regrese su marido que no sabe nada. He sido peor que una adúltera… peor que…”. ■Entra, atraída por los gritos, Magdalena. “No hagas tanto ruido. María te está oyendo. ¡Está tan agotada! No tiene fuerza para nada y todo le hace daño. Tus gritos inútiles y tontos vuelven a recordarle lo que habéis sido…”. Pedro: “¿Ves? ¿Lo ves, Juan? Una mujer puede hacerme callar. Y tiene razón, porque nosotros los varones, los consagrados al Señor, no hemos sabido más que mentir o huir. Las mujeres han sido valientes. Tú, joven y puro que pareces una mujercilla, tuviste el valor de quedarte. Nosotros, nosotros los fuertes, los hombres huimos. ¡Oh, qué recuerdo debe tener el mundo de mí! ¡Dímelo, dímelo, mujer! ¡Tienes razón! Ponme tu pie sobre esta boca que mintió. En la suela de tu sandalia hay quizás algo de su Sangre. Y solo esa Sangre, mezclada con el polvo del camino, podrá perdonarme un poco, podrá dar un poco de paz al renegador. ¡Debo acostumbrarme al desprecio del mundo! ¿Qué soy yo? Decídmelo: ¿Qué soy yo?”. Magdalena le contesta tranquila: “¡Eres un gran soberbio! ¿Te duele? Puede ser. Pero, créeme, de diez partes de tu dolor, cinco, —para no ofenderte diciendo seis—, son del dolor de ser un hombre que puede ser despreciado. ¡Y verdaderamente yo te voy a despreciar, si sigues solo chillando y entregándote a histerias, justo como hace una mujer necia! Lo hecho, hecho está. Los gritos necios no pueden reparar nada, ni anular algo. No hacen más que atraer la atención y mendigar una piedad que no merecen. Sé varón en tu arrepentimiento. No chilles. ■ Yo… tú sabes lo que fui… Pero cuando comprendí que era más despreciable que el vómito, no me entregué a convulsiones. Lo hice públicamente. Sin indulgencias conmigo misma y sin pedir indulgencia. ¿Que el mundo me iba a despreciar? Tenía la razón. Lo merecía. ¿Que el mundo decía: «Un nuevo capricho de la prostituta»? ¿Que calificaba con nombre blasfemo mi seguimiento a Jesús? Tenía razón. El mundo se acordaba de mi conducta anterior, y esa conducta justificaba todo lo que se pensaba de mí. ¿Y bien? ¿Qué? El mundo tuvo que convencerse de que María la pecadora ya no era más pecadora. Con los hechos he convencido al mundo. Haz también tú lo mismo, y cállate”. Juan objeta: “Eres dura, María”. Magdalena: “Más para conmigo que para con los otros. Lo reconozco. No tengo la mano tan suave como la tiene la Madre de Jesús. Ella es amor. Yo… ¡Oh, yo! He despedazado mi carnalidad con el azote de mi voluntad. Y más lo haré. ¿Crees que me he perdonado el haberme entregado completamente a la lujuria? No. Pero no lo digo más que a mí misma, y siempre me lo repetiré. Moriré con este secreto sentimiento de haber sido la corruptora de mí misma, en medio de un dolor inconsolable, de haberme profanado y de no haber podido dar a Él sino un corazón pisoteado… ■ Mira… he trabajado más que todos en la preparación de los bálsamos.. Y con más valor que las otras le quitaré la mortaja… ¡Oh, Dios, cómo estará ya! (Magdalena palidece al solo pensarlo). Le cubriré con nuevos bálsamos, quitando los que de seguro estarán ya fétidos sobre sus numerosas heridas… Lo haré, porque las otras parecerán clemátides después de un aguacero… Pero siento pena hacerlo con estas manos mías que regalaron tantas caricias lascivas, de acercarme a su Santidad con este cuerpo mío manchado… Quisiera… Quisiera tener la mano de la Madre Virgen para llevar a cabo la última unción…”. Llora ahora quedo, sin estremecimientos. ¡Qué distinta de la Magdalena teatral que siempre nos presentan! Es el mismo llanto silencioso que tuvo el día de su perdón en la casa del fariseo.
* “Yo, después de María, soy la que más creo. Siempre he creído que puede suceder así. Él lo ha dicho. Él nunca miente”.-  ■ Pedro pregunta a Magdalena: “¿Dices tú que… tendrán miedo las mujeres?”. Magdalena: “No… Pero perderán su serenidad ante su cuerpo ciertamente ya corrupto… hinchado… negro. Y luego, esto es verdad, tendrán miedo de los guardias”. Pedro: “¿Quieres que vayamos con vosotras Juan y yo?”. Magdalena: “¡Ah, eso no! Nosotras vamos todas. Porque de la misma forma que estuvimos todas allá arriba, justo es que todas estemos alrededor de su lecho de muerte. Tú y Juan quedaos aquí. Ella no puede quedarse sola…”. Pedro: “¿No va Ella?”. Magdalena: “No queremos que vaya”. Pedro: “Ella está segura que resucitará… ¿Y tú?”. Magdalena: “Yo, después de María, soy la que más creo. Siempre he creído que puede suceder así. Él lo ha dicho. Él nunca miente… ¡Él!… Antes le llamaba Jesús, el Maestro, Salvador, Señor… Ahora, ahora me lo imagino tan majestuoso que no, que no me atrevo a darle un nombre… ¿Qué le diré cuando le vea?”. Pedro: “¿Pero crees firmemente que resucitará?…”. Magdalena: “¡No hay duda! ¡Diciéndoos una y otra vez que creo y oyéndoos decir una y otra vez que no creéis, voy a acabar no creyendo tampoco yo! He creído y sigo creyendo. He creído y desde hace tiempo le tengo preparada la vestidura. Y para mañana, porque mañana es el tercer día, la traeré aquí ya lista…”. ■ Pedro: “¡Pero si acabas de decir que estará negro, hinchado, feo…!”. Magdalena: “Feo jamás. Feo es el pecado. ¿Negro? ¡Pues sí, estará negro! ¿Y qué? ¿Lázaro no estaba ya descompuesto? Y, no obstante, resucitó. Su cuerpo quedó curado. ¡Pero sí lo digo!: ¡Callaos, vosotros faltos de fe! También mi razón humana me dice dentro: «Ha muerto y no resucitará». Pero mi espíritu, «su» espíritu, porque Él me dio un nuevo espíritu, grita, (y parecen ser toques de trompetas doradas): «¡Resucita! ¡Resucita! ¡Resucita!». ¿Por qué me arrojáis cual navecilla contra los arrecifes de vuestras dudas? ¡Yo creo! ¡Creo, Señor mío! Lázaro con profunda pena ha obedecido al Maestro y se ha quedado en Betania… Yo que sé quién es Lázaro de Teófilo: un valiente, no un cobardón, puedo medir su sacrificio de quedarse a la sombra y de no estar junto al Maestro. Pero ha obedecido. Más heroico en esta obediencia que si, con armas,  hubiera arrancado a Jesús de sus enemigos. Ha creído y creo. Y estoy aquí, en su espera. Dejadme ir. Se levanta el día. Tan pronto podamos ver mejor, iremos al sepulcro…”. Magdalena con su cara quemada por el llanto se va.
“¡Madre mía, santa, hermosa! Ten ánimos… Mañana es el tercer día. Nos encerraremos aquí dentro, nosotras dos, las dos que le amamos tanto. Tú, la Enamorada santa, yo la pobre enamorada… que me esfuerzo en serlo con todo mi ser. Le esperaremos”. ■ Magdalena llega donde la Virgen. Virgen: “¿Qué le pasó a Pedro?”. Magdalena: “Una crisis de nervios. Ya se acabó”. Virgen: “No seas dura, María. Él sufre”. Magdalena: “También yo sufro, pero no te he pedido ni siquiera una caricia. A él ya le has curado… Y sin embargo yo pienso que la que necesita de ayuda eres tú. ¡Madre mía, santa, hermosa! Ten ánimos… mañana es el tercer día. Nos encerraremos aquí dentro, nosotras dos, las dos que le amamos tanto. Tú, la Enamorada santa, yo la pobre enamorada… que me esfuerzo en serlo con todo mi ser. Le esperaremos… A ellos, a los que no creen, les dejaremos cerrados allí, con sus dudas… Y traeré aquí muchas rosas… Voy a hacer que traigan hoy el arca… Pasaré por el palacio y le daré órdenes a Leví. ¡Fuera todas esas cosas horribles! No las debe ver nuestro Resucitado… Muchas rosas… Tú te pondrás un nuevo vestido… No debes estar así. Te peinaré, y te lavaré ese rostro que el llanto ha desfigurado. Joven eterna, yo te haré de madre… Finalmente tendré el consuelo de cuidar a alguien que es más inocente que un recién nacido”. Magdalena con su exhuberancia cariñosa aprieta contra su pecho la cabeza de María que está sentada, la besa, la acaricia, le compone los cabellos detrás de las orejas, le seca las lágrimas, esas lágrimas que María sigue incesantemente vertiendo…
* En una pequeña habitación, las mujeres preparan los perfumes. Magdalena, más experta que las otras, ha preparado la composición. La Madre quiere acompañarlas al Sepulcro.- ■ Entran las mujeres con lámparas, ánforas y vasos de bocas anchas. María de Alfeo lleva un mortero pesado y grande. Explica: “No se puede estar afuera. Hace viento y se apaga la lámpara”. Se ponen a un lado. Encima de una mesa estrecha pero larga, colocan todas sus cosas. Luego dan un último toque a sus bálsamos, mezclando en el mortero, en un polvo blanco que sacan a puñados de un saquito, la ya de por sí pesada crema de las esencias. Hacen la mezcla trabajando con ahínco y luego llenan un vaso grande. Lo ponen en el suelo. Hacen lo mismo con otro. Perfumes y lágrimas caen sobre las resinas. Magdalena dice: “No esperaba haberte preparado esta unción”. Porque es la Magdalena la que, más experta que las otras, ha dirigido la composición de los perfumes, tan fuertes que abren la puerta y un poco la ventana que da al jardín, que apenas empieza a vestirse de claridad. Todas lloran después de las palabras de Magdalena. Han terminado. Todos los vasos están llenos. Salen con las ánforas vacías, el mortero que ya no hace falta y muchas lámparas. En la pequeña habitación quedan solo dos lámparas, temblorosas (parecen llorar también con el titileo de sus llamitas). Vuelven a entrar las mujeres. Cierran la ventana porque el amanecer es un poco frío. Se ponen los mantos, y toman las bolsas en que meten los vasos de bálsamo. ■ También María se levanta y busca su manto, pero todas la rodean persuadiéndola a que no vaya. Sería muy cruel hacer ver de nuevo a su Hijo que ciertamente, a estas horas del tercer día de muerto, estará ya todo negro por la putrefacción. Además Ella está exhausta para poder caminar. Que no ha hecho más que llorar y orar. Una y otras dicen a la Virgen: “No puedes estar de pie, María. Hace dos días que no tomas nada de alimento. Y solo has bebido un poco de agua”. “Cierto, Madre. Vamos y pronto terminaremos. Regresamos inmediatamente”. “No tengas miedo. Le embalsaremos como a un rey. ¡Mira qué bálsamos preciosos hemos preparado! ¡Y cuanto!…”. “No dejaremos miembro o herida. Le haremos con nuestras propias manos. Somos fuertes y somos madres. Le pondremos como se pone a un niño en la cuna. Los otros no tendrán que hacer sino cerrar su sepulcro”.  La Virgen insiste: “Es mi deber. Siempre yo tuve cuidado de Él. Solo en estos tres últimos años que fue del mundo, le cedí a los demás cuando estaba lejos de mí. Ahora que el mundo le ha rechazado y renegado de Él, nuevamente es mío. Vuelvo a ser su sierva”. Pedro, que con Juan se había acercado a la puerta, al oír estas palabras se aparta. Huye a algún rincón escondido para llorar por su pecado. Juan no se mueve, pero no protesta. Quisiera ir también él, pero hace el sacrificio de quedarse junto a la Virgen.
“Ahora que la pecadora sabe lo que es el amor santo, puede comprender mucho mejor qué es tu amor, Madre.  Sabes que yo sé amar. Y sabes que Él lo dijo: «María sabe amar mucho»… Ten confianza en mí… Sabré aún más dulcemente acariciar sus santos miembros… más con mi amor… que con los ungüentos”.- ■ Magdalena lleva nuevamente a María a su silla. Se arrodilla delante de Ella, abraza las rodillas de María, alza hacia Ella su cara doliente y enamorada y le promete: “Él, con su Espíritu, todo lo sabe y todo lo ve. Pero a su cuerpo, con besos, le expresaré tu amor, tu deseo. Sé lo que es el amor. ¡Sé qué amargo aguijón es, qué hambre significa amar, qué nostalgia de estar con quien para nosotros es nuestro amor! Y esto también en los viles amores, que parecen oro y no son más que fango. Ahora que la pecadora sabe lo que es el amor santo por la Misericordia viviente, a quien los hombres no han sabido amar, puede comprender mucho mejor qué es tu amor, Madre. Sabes que yo amar. Y sabes que Él dijo, cuando nací verdaderamente en aquella tarde, allá en las riberas de nuestro lago sereno: «María sabe amar mucho». Ahora este grandísimo amor mío, como agua que se desborda de un pilón vencido, como rosal en flor que cae de un alto muro y de él pende, como llama que, encontrando yesca, más se enciende y aumenta, se ha desbordado en Él por entero, y de Él-Amor ha sacado una nueva fuerza… ¡Oh, que esta fuerza mía de amor no pudo ponerse en su lugar en la Cruz!… Pero lo que por Él no he podido hacer —y padecer y sangrar y morir en vez de Él, en medio de las burlas de todo un mundo, dichosa, dichosa, dichosa de sufrir en vez de Él; y, estoy segura de ello, el hilo de mi pobre vida habría sido consumido más por el amor triunfal que por el patíbulo infame, y de las cenizas habría nacido la nueva, cándida flor de la nueva vida pura, virginal, ignorante, de todo que no fuere Dios—, todo esto que no he podido hacer por Él, por ti puedo hacerlo todavía, Madre, a quien amo con todo mi corazón. Ten confianza en mí. Yo que supe tan dulcemente acariciar en la casa de Simón el fariseo sus santos pies, ahora, con mi alma que cada vez más se abre a la Gracia, sabré aún más dulcemente acariciar sus santos miembros, curar sus heridas, embalsamarlas, más con mi amor, más con el bálsamo sacado de mi corazón exprimido por el amor y el dolor, que no con los ungüentos. Y la muerte no tocará en esa carne que tanto amor ha dado y tanto amor recibe. Huirá la Muerte. Porque el Amor es más fuerte que ella (2). El Amor es invencible. Y yo, Madre, con tu perfecto amor, con total amor, embalsamaré a mi Rey de Amor”. ■ María besa a esta apasionada discípula que, por fin, ha sabido encontrar a quien merece esta pasión. Y cede ante sus súplicas.
* Las mujeres salen hacia el Sepulcro.- ■ Las mujeres salen llevando una lámpara. En la habitación queda una sola. La última en salir es Magdalena, después de haber dado un último beso a la Virgen.  La casa queda oscura y silenciosa. La calle está solitaria. Juan pregunta: “¿De veras no me necesitáis?”. Ellas: “No. Puedes servir aquí. Hasta pronto”. (Escrito el 1 de Abril de 1945).
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1  Nota  : Cfr. Gén. 5.     2  Nota  : Cfr. Cánt. 8,6.
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10-616-167 (11-2-649).- Madrugada del Domingo de Resurrección. Lamento y oración de la Virgen.- Terremoto.
¡Pero ahora, ahora, por aquel «sí» que di al Ángel mensajero, escúchame, oh, Padre! Después de las crueldades que padeció por la mañana, sufrió aquella agonía de tres horas… Pero yo hace tres días que estoy agonizando”.- ■ Sigo viendo la habitación donde María llora. Está sentada en su silla, afligidísima, exhausta, desfigurada por tanto llorar. Ella, ahora que está sola, se ha puesto nuevamente a orar de rodillas teniendo ante sí el Sudario que está extendido contra la cara de una especie de arca, sostenido con clavos. María ora y habla a su Hijo. Es siempre la misma aflicción, mezclada con una esperanza de angustia. ■ “¡Jesús, Jesús! ¿No vuelves todavía? Tu pobre Madre ya no resiste más al pensar que estás muerto allí. Tú lo dijiste y nadie te compendió. ¡Pero yo sí te he comprendido! «Destruid este Templo de Dios y Yo lo reedificaré en tres días». Ha empezado el tercer día. ¡Oh Jesús mío! No esperes que se termine para regresar a la vida, para regresar a tu Mamá que tiene necesidad de verte vivo para no morir recordándote muerto, que tiene necesidad de verte bello, triunfante, para no morir recordándote en ese sepulcro en que te he dejado. ¡Oh, Padre, Padre, devuélveme a mi Hijo! Que le vea de nuevo Hombre y no un cadáver, Rey y no un sentenciado. Después, lo sé, Él volverá a Ti, al Cielo. Pero le habré visto curado de tanto mal. Le habré visto fuerte después de su gran debilidad, le habré visto triunfante después de su gran lucha, le habré visto como a Dios después de que tanto sufrió por los hombres. Me sentiré feliz, aun cuando no le tenga cerca. Sabré que está contigo, Padre Santo, sabré que para siempre está fuera del dolor. Pero ahora no puedo, no puedo olvidar que está en el sepulcro, está allí muerto por los dolores que le hicieron sufrir, que Él, mi Hijo-Dios, está sujeto a la suerte de los hombres en la oscuridad de un sepulcro, Él, tu Viviente. Padre, Padre, escucha a tu sierva. ■ Por aquel «sí»… No te he pedido nunca nada porque siempre he obedecido a tu Voluntad; tu Voluntad que es la mía. Nada debía exigirte por haber sacrificado mi voluntad a Ti, Padre Santo. ¡Pero ahora, ahora, por aquel «sí» que di al Ángel mensajero, escúchame, oh, Padre! Después de las crueldades que padeció por la mañana, sufrió aquella agonía de tres horas, y ahora está ya fuera del alcance del dolor. Pero yo hace tres días que estoy agonizando. Tú ves mi corazón, y oyes su palpitar. Nuestro Jesús ha dicho que ningún pájaro pierde una pluma sin que Tú no lo veas, que no se marchita ninguna flor en el campo, sin  que no consueles su agonía con tu sol y tu rocío. ¡Oh Padre, muero de este dolor! Trátame como al pajarito al que le recubres con nuevas plumas, como a la flor que refrescas, que calmas su sed con tu piedad. Estoy muerta del dolor. Ya no tengo sangre en las venas. En el pasado, toda se hizo leche para alimentar a tu Hijo y mío; ahora se ha hecho por entero llanto, porque ya no tengo Hijo. Me lo han matado, matado, Padre, y ¡Tú sabes en qué forma! ■ ¡No tengo ya más sangre! La he derramado con Él en la noche del Jueves, en el terrible Viernes. Tengo frío como una persona desangrada. Ni tengo ya sol, porque Él está muerto, mi Sol santo, mi Sol bendito, el Sol nacido de mi seno para alegría de su Mamá, para la salvación del mundo. Ni siento ya descanso porque ya no le tengo más a Él, que es la más dulce de las fuentes para Mamá que bebía su palabra, que calmaba su sed con su presencia. Soy como una flor en seco arenal. Me muero, me muero, Padre santo. ■ No tengo miedo a morir, porque también mi Hijo ha muerto. ¿Pero qué harán estos pequeños, la pequeña grey de mi Hijo, tan débil, miedosa, voluble, si no hay quien la sostenga? No soy nada, Padre, pero por deseos de mi Hijo soy como un ejército armado. Defiendo, defenderé su doctrina, su herencia como una loba defiende a sus lobeznos. Yo cordera, seré una loba para defender lo que es de mi Hijo y, por consiguiente, lo que es tuyo. Tú lo has visto, Padre. Hace ocho días esta ciudad arrancó las ramas de sus olivares, de sus jardines, sacó de sus casas a sus habitantes que todos hasta enronquecer gritaron: «¡Hosanna al Hijo de David; bendito el que viene en el nombre del Señor!». Y mientras pasaba sobre alfombras de ramas, de vestidos, de telas, de flores, los habitantes de la ciudad, unos a otros, se señalaban a Jesús y decían: «Es Jesús, el Profeta de Nazaret de Galilea. Es el Rey de Israel». Y cuando todavía no se habían secado esas ramas y las gargantas todavía estaban roncas, de los hosannas, cambiaron sus gritos y se pusieron a acusar, a maldecir, a pedir su muerte; y con las ramas que emplearon  para el triunfo hicieron garrotes para golpear al Cordero que llevaron a la muerte. Si todo eso han hecho cuando Él vivió entre ellos, y les hablaba y les sonreía y les miraba con esos ojos que derriten el corazón, y hasta las mismas piedras se sentían conmovidas, y les hacía bien, y les enseñaba, ¿qué harán cuando Él haya regresado a Ti? Tú has visto cómo se portaron sus discípulos. Uno le traicionó, los otros huyeron. Bastó que le prendieran para que huyeran como ovejas cobardes; y no supieron estar a su alrededor cuando moría. Uno solo, el más joven, se quedó. Ahora viene el anciano. Renegó de Él. Cuando Jesús no esté ya aquí mirándole, ¿sabrá permanecer en la fe? ■ Yo soy nada, pero en mí hay un poco de mi Hijo, y mi amor suple mi flaqueza y la anula. De este modo me convierto en algo útil a la causa de tu Hijo, a su Iglesia, que no encontrará jamás paz y que tiene necesidad de echar raíces profundas para que los vientos no la arranquen. Seré yo quien cuide de ella. Como hortelana diligente vigilaré para que crezca fuerte y derecha en su amanecer. Después no me preocupará el morir. Pero no puedo vivir más si sigo sin Jesús. ¡Oh Padre!, que has abandonado a tu Hijo por el bien de los hombres, que después le has consolado, porque ciertamente le has aceptado en tu seno después de su muerte, no me dejes más en el abandono. Lo que sufro lo ofrezco por el bien de los hombres. Pero confórmate ahora, Padre. ¡Padre, piedad! ¡Piedad, Hijo mío! ¡Piedad, Espíritu divino! Acuérdate de tu Virgen”.
* Breve pero violento terremoto.- ■ Después, postrada contra el suelo, María parece orar con su postura, además de con su corazón: realmente es un ser destrozado. Parece esa flor muerta de sed de que habló. Ni siquiera advierte la sacudida de un breve pero violento terremoto que hace gritar y huir a los dueños de la casa, mientras que Pedro y Juan, pálidos cual muertos, se arrastran hasta el umbral de la habitación. Al ver a la Virgen tan absorta en su oración, lejana de todo lo que no sea Dios, se retiran cerrando la puerta y vuelven, atemorizados, al Cenáculo. (Escrito el 21 de Febrero de 1944).
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10-617-169  (11-3-652).- La Resurrección.
* Desciende un meteoro lleno de resplandor, cual bola de fuego, seguido de una estela brillante. Y con la luz, un estampido potente, armónico: es el aleluya, el gloria angélico, que sigue al Espíritu de Jesús que vuelve a su Cuerpo glorioso.- ■ En el huerto todo es silencio y brillar de rocío. Encima, un cielo que va adquiriendo color zafiro cada vez más claro, habiéndose despojado ya de su azul negro con pespuntes de estrellas, que durante toda la noche había estado velando al mundo. El alba va empujando, de oriente a occidente, estas zonas todavía oscuras, como hace la ola durante la marea alta, cuando ésta va avanzando y cubriendo el oscuro litoral y sustituyendo el gris negro de la húmeda arena y de los arrecifes por el azul del agua marina. Algunas estrellitas se resisten todavía a morir, y parpadean, cada vez más débilmente bajo la onda de luz blanco verdosa del alba, de un color gris lechoso, como las frondas de aquellos soñolientos olivos que coronan a ese montecillo poco lejano. Y luego naufragan, sumergidas por la ola del alba, como tierra que el agua cubre. El cielo pierde sus ejércitos de estrellas… Ya solo, en el extremo occidente, hay tres; luego dos; finalmente una, se queda a contemplar ese prodigio diario que es la aurora cuando surge. Y cuando un hilo de color rosa dibuja una línea sobre la seda de color turquesa del cielo oriental, un suspiro de viento acaricia las frondas y las hierbas, diciendo: “Despertaos. El día resucita”. Pero solo despierta a frondas y hierbas, que, bajo sus diamantes de rocío, se estremecen con un breve susurro, acompañado de melodías de gotas que, al caer, se dejan oír. Los pájaros aún no se despiertan entre el tupido ramaje de un altísimo ciprés, que parece dominar como señor en su reino; ni en la enredada maraña de un seto de un laurel que protege del cierzo. ■ Los guardias, aburridos, temblando de frío, muriéndose de sueño, en varias posturas, guardan el sepulcro, cuya puerta ha sido reforzada, en los bordes, con una gruesa capa de cal, como si fuese un contrafuerte. Sobre el color blanco de la capa de cal, como sobre el sello del Templo, golpean las largas ramas del rosal. Los guardias debieron haber encendido alguna fogata en la noche porque hay ceniza y tizones por el suelo. Deben haber jugado y comido pues todavía hay sobras de comida tiradas por el suelo y huesitos pulidos, que usaron en su juego, a modo de nuestro dominó, o a nuestro infantil juego de las canicas, jugados sobre un tablero dibujado en el sendero. Luego se cansaron, dejaron todo como estaba, y buscaron dónde poder acomodarse, según fuera para dormir o para velar. ■ En el cielo, que ahora presenta en el Oriente un área enteramente rosada que avanza cada vez más por el cielo sereno —donde todavía no hay ni un rayo de sol— se asoma, viniendo de desconocidas profundidades, un meteoro lleno de resplandor. Y el meteoro —cual bola de fuego de un resplandor inimaginable— desciende seguido de una brillante estela, que tal vez no es más que la huella de su fulgor en nuestra retina. Desciende velocísimo hacia la Tierra, derramando una luz tan intensa, aterradora dentro de su belleza, que la rosada luz de la aurora desaparece, al contacto de esta blanquísima incandescencia. Los guardias levantan, espantados, sus cabezas, porque junto con la luz llega un estampido potente, armónico, solemne, que llena con su sonido toda la Creación. Viene de las profundidades paradisíacas. Es el aleluya, el gloria angélico, que sigue al Espíritu de Jesús, que vuelve a su Cuerpo glorioso. El meteoro se abate contra la piedra que inútilmente cierra el Sepulcro. La arranca de cuajo, la echa por tierra. Paraliza, por el terror y el fragor, a los guardias puestos como carceleros del Dueño del Universo. Y, a su regreso a la Tierra, al igual que había producido un terremoto cuando huyó de la Tierra, el Espíritu del Señor produce un nuevo terremoto.
* El “Quiero” del divino Espíritu a su frío Cuerpo.- ■ Entra en el oscuro Sepulcro, el cual, con esta luz indescriptible, se llena de claridad; y mientras la luz permanece suspendida en el aire, inmóvil, el Espíritu vuelve a entrar en el inmóvil Cuerpo bajo las fúnebres vendas. Todo esto (la aparición, el descenso, la entrada, la desaparición de la Luz de Dios) ha sido rapidísimo: no un momento, sino una fracción de momento. El “Quiero” del divino Espíritu a su frío Cuerpo no tiene sonido. Lo dice la Esencia a la Materia inmóvil. Pero ningún oído humano percibe esa palabra. La Carne recibe ese imperativo y obedece con un profundo respiro… Durante unos momentos, nada más. Debajo del sudario y de la sábana, la Carne gloriosa se transforma en una eterna belleza, se despierta del sueño de la muerte, regresa de la “nada” en que estaba, vive después de haber estado muerta. El corazón se despierta y da el primer latido, empuja en las venas la helada sangre que quedaba y, inmediatamente, crea la medida total de sangre en las arterias vacías, en los pulmones inmóviles, en el cerebro, y aporta nuevo calor, salud, fuerza, pensamiento. Otro instante, y se produce un movimiento repentino bajo la sábana. Tan repentino, que, desde el instante en que Él mueve las manos cruzadas, hasta el momento en que, en pie, imponente, brillantísimo con su vestido de inmaterial materia, sobrenaturalmente hermoso y majestuoso, con esa gravedad que le transforma y eleva sin anular su identidad,  el ojo humano casi no tiene tiempo de captar los cambios sucesivos.
* Cuerpo Glorioso Resucitado.- ■ Y ahora le admiro: ¡Qué distinto de como mi mente le recuerda! Limpio, sin heridas ni sangre; solo resplandeciente, con el resplandor de la luz que mana a chorros de las cinco llagas y brota también de cada poro de su piel. Cuando da el primer paso —y, al moverse, los rayos que brotan de las Manos y los Pies le forman una aureola de luz: desde la Cabeza, nimbada de un halo constituido por las innumerables pequeñas heridas de la corona, que ya no manan sangre sino solo fulgor, hasta el borde del vestido—, cuando, abriendo sus brazos que tenía cruzados sobre el pecho, descubre una luminosidad vivísima que pasa a través del vestido encendiéndolo con un sol a la altura del Corazón, entonces realmente es la “Luz” que ha tomado cuerpo. ■ No es la pobre luz de la Tierra, no la pobre luz de los astros, no la pobre luz del sol. Es la Luz de Dios: todo el fulgor paradisíaco reunido en un solo Ser, un fulgor que le da sus azules inimaginables como pupilas, sus fuegos de oro como cabellos, sus candores angelicales como vestido y colorido, y todo lo que constituye —y no puede describir la palabra humana— el inmenso ardor de la Santísima Trinidad, que anula con su potencia abrasadora cualquier fuego del Paraíso absorbiéndolo en Sí para generarlo de nuevo en cada instante del Tiempo eterno, Corazón del cielo que atrae y difunde su sangre, las innumerables gotas de su sangre incorpórea: los bienaventurados, los ángeles, todo cuanto constituye el Paraíso: el amor de Dios, el amor a Dios; todo esto es la Luz que es el Jesús Resucitado, que constituye el Jesús Resucitado.
* Dos luminosidades hermosas y los puros del universo (flores, pájaros) admiran al Poderoso nimbado con su propia luz.-  ■  Cuando se dirige hacia la salida, mis ojos ven, más allá de su fulgor, dos luminosidades hermosísimas (cual estrellas con respecto al sol): cada una a cada lado del umbral, postradas en adoración ante su Dios que pasa envuelto en su luz, derramando dicha en su sonrisa. Sale. Deja su fúnebre gruta. Vuelve a pisar la tierra, la cual se despierta de alegría y resplandece toda en su rocío, en los colores de las hierbas y los rosales, en las infinitas corolas de los manzanos que se abren por un prodigio al recibir los primeros rayos del sol, que las besan, y ante la presencia del Sol eterno que bajo ellas camina. ■ Los guardias se han quedado paralizados donde estaban… Los ojos mortales, corrompidos del hombre, no ven a Dios, mientras que los puros del universo —las flores, las hierbas, los pájaros— admiran y veneran al Poderoso, que pasa nimbado con su propia Luz y rodeado de un nimbo de luz solar. Su sonrisa, la mirada que deposita en las flores, en las frondas, o que se levanta al cielo sereno, hace aumentar la belleza de todo: y, más suaves y transparentes y teñidos de un sedoso colorido rosáceo, aparecen los millones de pétalos que forman una corona florecida sobre la cabeza del Vencedor; y más vivos aparecen los diamantes del rocío; y más azul el cielo, que refleja sus Ojos resplandecientes; y más festivo el sol, que pone pinceladas de alegría en una nubecita movida por una ligera brisa que viene a besar a su Rey, trayéndole perfumes arrebatados a los jardines y caricias de los delicados pétalos. ■  Jesús levanta su mano. Bendice. Luego, mientras los pájaros se desgranan en trinos y el viento en perfumes, Jesús desaparece de mi vista, dejándome sumergida en una alegría que me borra hasta el más leve recuerdo de tristezas y sufrimientos y las más leves vacilaciones sobre el mañana… (Escrito el 1 de Abril de 1945).
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10-618-173 (11-4-655).- Jesús resucitado se aparece a su Madre.
* La Madre abraza y besa a su Hijo. Jesús muestra el pecho y pregunta: “¿Y esta llaga, Mamá, no la besas; ésta que tanto te ha hecho sufrir y que solo tú eres digna de besar? Bésame en el Corazón, Madre”.- ■ La Virgen está postrada con el rostro en tierra. Parece un pobre ser abatido. Parece esa flor de que ha hablado, esa flor muerta a causa de la sed. La ventana cerrada se abre bruscamente, y, bajo el primer rayo del sol, entra Jesús. María, que se estremeció con el ruido y que levanta la cabeza para ver qué ráfaga de viento ha abierto las hojas de la ventana, ve a su radiante Hijo: hermoso, infinitamente más hermoso que cuando todavía no había padecido la Pasión; sonriente, vivo, más luminoso que el sol, vestido con un blanco que parece luz tejida. Y se le ve avanzar hacia Ella. María se endereza sobre sus rodillas y juntando sus manos sobre el pecho, en cruz, habla con un sollozo que es risa y llanto: “Señor, Dios mío”. Y se queda extasiada al contemplarle. Las lágrimas que bañaban su rostro se detienen. Su rostro se hace sereno, tranquilo con la sonrisa y el éxtasis. ■ Pero Jesús no quiere ver a su Madre de rodillas como una sierva. Y la llama tendiéndole las Manos, de cuyas llagas salen rayos que hacen más luminoso su Cuerpo glorioso: “¡Madre!”. Y no es esa palabra afligida de las conversaciones y despedidas anteriores a la Pasión, ni el lamento desgarrado del encuentro en el Calvario y de su último suspiro. Es un grito de triunfo, de alegría, de victoria, de liberación, de fiesta de amor, de gratitud. Y se inclina hacia su Madre, que no se atreve a tocarle, y le pone sus Manos bajo los codos doblados, la pone de pie, la estrecha contra su corazón y la besa. ¡Oh!, entonces comprende María que no es una visión, que es realmente su Hijo resucitado;  que es su Jesús, su Hijo quien la sigue amando como Hijo. Y con un grito se le echa al cuello, le abraza, le besa, entre lágrimas y sonrisas. Le besa en la Frente donde no hay más heridas; en la Cabeza que no está despeinada, ni ensangrentada; en los brillantes Ojos, en las Mejillas sanas, en la Boca que no está hinchada. Luego le toma sus Manos, besa los dorsos y las palmas, en las radiosas heridas. Y, con un impulso repentino, se agacha a sus Pies, retira el vestido resplandeciente que los cubre, y los besa. ■ Luego se pone de pie, le mira, pero no se atreve a hacer más…  Pero Él comprende y sonríe. Entreabre su vestido, muestra el pecho y pregunta: “¿Y esta llaga, Mamá, no la besas; ésta que tanto te ha hecho sufrir y que solo tú eres digna de besar? Bésame en el Corazón, Madre. Tu beso me borrará el último recuerdo de todo lo que significa dolor, y me dará ese gozo que todavía le falta aún a mi Gozo de Resucitado”. Y toma entre sus manos el rostro de la Virgen, apoya los labios de Ella en la herida del Costado, del que manan chorros de vivísima luz. El rostro de María, sumergido en ese torrente de rayos, aparece aureolado por esa luz.  Besa una y otra vez la herida, mientras Jesús acaricia a Ella. No se cansa de besar. Parece un sediento que bebe de un manantial y del manantial esté bebiendo esa vida que se le escapaba.
“La Redención se ha realizado. Madre, gracias… Tus plegarias fueron mis compañeras en mi viaje por la Tierra y más allá de la Tierra. Fueron conmigo a la Cruz y al Limbo… Han venido conmigo al Paraíso precediendo al cortejo de los redimidos, a cuya cabeza iba Yo. El Padre y el Espíritu las han oído y visto, y han sonreído como a la flor más hermosa, pues fueron más melodiosas que el más dulce cántico nacido en el Paraíso. Te traigo la bendición de tus padres y la de tu esposo del alma José… Ahora me voy al Padre con mi figura humana. Pero no te dejaré sola. ¿Ves ese Velo? Aun en mi aniquilamiento, quise mostrarte una vez mi poder con un milagro, para darte ese consuelo”.-  ■ Ahora Jesús habla: “Ha terminado todo, Madre. Ahora no tienes más por qué llorar a tu Hijo. La prueba ha acabado. La Redención se ha realizado. Madre, gracias por haberme concebido, alimentado, ayudado en la vida y en la muerte. Tus plegarias llegaron hasta Mí. Fueron mi fuerza en el dolor, mis compañeras en mi viaje por la Tierra y más allá de esta Tierra. Conmigo fueron a la Cruz y al Limbo. Eran el incienso que precedía al Pontífice que fue a llamar a sus siervos para llevarlos al templo que no muere: a mi Cielo. Tus oraciones han venido conmigo al Paraíso, precediendo como voz angélica al cortejo de los redimidos a cuya cabeza iba Yo, para que los ángeles estuviesen preparados para saludarme como al Vencedor que volvía a su Reino. El Padre y el Espíritu las han oído y visto, y han sonreído como a la flor más hermosa, pues fueron más melodiosas que el más dulce cántico nacido en el Paraíso. Las han oído los Patriarcas y los nuevos Santos, los nuevos, primeros, ciudadanos de mi Jerusalén. ■ Y Yo te traigo ahora su agradecimiento, y al mismo tiempo, Madre, el beso y bendición de tus padres y su bendición, y la de tu esposo de alma, José. Todo el Cielo canta sus hosannas para ti, Madre mía, ¡Madre santa! Un hosanna que no muere, que no es falso como el que hace pocos días la gente entonó para Mí. ■ Ahora me voy al Padre con mi figura humana. El Paraíso debe ver al Vencedor en su vestido de Hombre con el que vencí al Pecado del hombre. Pero luego volveré otra vez. Debo confirmar en la Fe a quien aún no cree y que tiene necesidad de creer para llevar a otros a creer; debo fortificar a los pusilánimes que tendrán necesidad de mucha fortaleza para resistir el ataque del mundo. Luego subiré al Cielo. Pero no te dejaré sola. Madre, ¿ves ese Velo? Aun en mi aniquilamiento, quise mostrarte una vez mi poder con un milagro, para darte ese consuelo”.
Y ahora realizo otro milagro. Me tendrás en el Sacramento tan real como cuando me llevabas en tu seno. No estarás jamás sola”.-Jesús: “Y ahora realizo otro milagro. Tú me tendrás, en el Sacramento, real como cuando me llevabas en tu seno. No estarás jamás sola. En estos días lo has estado. Este dolor tuyo era necesario para mi Redención. Mucho se le irá añadiendo continuamente a la Redención, porque mucho seguirá aumentando el Pecado. Llamaré a todos mis siervos para que coparticipen de esta Redención. Tú eres la que sola harás más que todos los santos juntos. Por esto era necesario también este largo abandono. A partir de ahora, ya no. Ya no estoy separado del Padre. Tú ya no estarás separada de tu Hijo. Y al tener al Hijo, tienes nuestra Trinidad. Tú, Cielo viviente, llevarás sobre la Tierra a la Trinidad entre los hombres; santificarás a la Iglesia, tú, Reina del sacerdocio y Madre de los que creerán en Mí. Luego vendré a llevarte. No estaré más en ti, sino tú en Mí, en mi Reino, para que hagas más bello mi Paraíso. ■ Ahora me voy, Madre. Voy a hacer feliz a la otra María (1). Luego subiré a donde mi Padre, y de ahí vendré a ver a quien no cree. Madre, dame tu beso por bendición. Mi paz te acompañe. Hasta pronto”. Y Jesús desaparece en el sol que baja a torrentes del cielo matinal y tranquilo. (Escrito el 21 de Febrero  de 1944).
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1  Nota  : María Magdalena.
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10-619-175 (11-5-657).- Madrugada del Domingo de Resurrección.- Pedro y Juan, con Magdalena, al Sepulcro.- Susana y Salomé ven a un ángel.- Jesús resucitado se aparece a Magdalena.- María de Alfeo, Marta y Juana ven a dos ángeles.- Jesús resucitado se aparece a María de Alfeo y Salomé.-  Los guardias han hablado y les pagan para decir lo contrario.- (1).
* Las mujeres, en el camino hacia el Sepulcro, deciden separarse: Magdalena irá sola (después se juntará con Pedro y Juan); Salomé con Susana; María de Alfeo con Marta, a las que se les juntará Juana de Cusa.-  ■ Entre tanto las mujeres, dejada ya la casa, caminan, sombras en la sombra, muy cerca del muro. Durante un rato guardan silencio, bien arropadas y miedosas por tanto silencio y soledad. Luego, recobrando ánimos a la vista de la calma absoluta que reina en la ciudad, se reúnen en grupo y, dejando el miedo, hablan. Susana pregunta: “¿Estarán ya abiertas las puertas?”. Responde Salomé: “Claro. Mira allá al primer hortelano que entra con verduras. Se dirige al mercado”. Vuelve a preguntar Susana: “¿Nos dirán algo?”. Magdalena: “¿Quién?”. Susana: “Los soldados en la puerta Judiciaria… Por esa puerta… entran pocos y, menos todavía, salen… Podríamos levantar sospechas…”. Magdalena: “¿Y qué? Nos mirarán. Verán a cinco mujeres que van al campo. Nos podrían también tomar por personas que, después de haber celebrado la Pascua, regresan a sus pueblos”. Salomé: “Pero… Para no llamar la atención de algún malintencionado, ¿por qué no salimos por otra puerta y luego volvemos siguiendo el muro, pegadas a él?…”. Magdalena: “Se haría más largo el camino”. Salomé: “Pero estaremos más seguras. Vamos a la puerta del Agua…”. Responde secamente Magdalena: “¡Yo que tú, Salomé, escogería la puerta Oriental! ¡Así sería más larga la vuelta que tendrías que dar! Tenemos que darnos prisa y volver pronto”. Ruegan todas: “Entonces escojamos otra, pero no la Judiciaria. Sé buena…”. ■ Magdalena: “Está bien. Pero entonces pasamos por casa de Juana. Nos insistió en que la advirtiéramos. Si hubiéramos ido directamente, no hubiéramos necesitado pasar por su casa, pero, dado que queréis dar una vuelta más grande, pasemos por su casa…” Ellas: “¡Sí, sí! Incluso por los soldados que están allí de guardia… Juana es conocida y respetada…”. Marta: “Yo sugeriría también pasar por la casa de José de Arimatea. Es el dueño del lugar”. Magdalena: “¡Claro, y hagamos ahora un cortejo para no llamar la atención! ¡Oh, pero qué  hermana más cobarde tengo! Mira, Marta, más bien hagamos esto: Yo me adelanto y observo; vosotras venís detrás con Juana; si hay peligro me pongo en medio del camino, de forma que me veáis;  en ese caso, regresamos. Pero, os aseguro que los guardias, al ver esto, —ya lo he previsto yo (y enseña una bolsa llena de monedas)— nos dejarán hacer todo”. Ellas: “Se lo decimos también a Juana. Tienes razón”. Magdalena: “Entonces id. Y yo también”. Temerosa por su hermana, dice Marta: “¿Te vas sola, María? Voy contigo”. Magdalena: “No. Tú vete donde Juana con María de Alfeo. Salomé y Susana te esperarán cerca de la puerta por la parte de afuera de las murallas. Y luego tomaréis el camino principal todas juntas. Hasta pronto”. ■ Y Magdalena no da pie a otros posibles pareceres, poniéndose veloz en camino con su bolsa de bálsamos y sus monedas en el pecho. Va tan rápida, que parece volar por el camino, que se hace más alegre con los primeros parpadeos de la aurora. Pasa por la puerta Judiciaria para llegar más pronto. Y nadie la detiene… ■ Las otras la ven alejarse. Luego vuelven las espaldas al cruce de calles en que estaban y toman otra, estrecha y oscura, que luego se ensancha, ya cerca del Sixto, para formar una calle más grande en que hay hermosas casas. Se separan: Salomé y Susana siguen por esa misma calle; Marta y María de Alfeo llaman al portón de hierro, y se ponen delante de la pequeña ventana —un ventanillo— entreabierta por el portero. Entran y van donde está Juana, la cual, ya levantada y vestida de un color morado muy oscuro que resalta aún más su palidez, está preparando también los bálsamos con su nodriza y una sirvienta. Juana: “¿Ya habéis llegado? Dios os lo pague. Si no hubierais venido, habría ido yo… Para buscar consuelo… Porque, después de ese tremendo día, muchas cosas se han alterado. Y, para no sentirme sola, debo ir a apoyarme en esa piedra y llamar y decir: «Maestro, soy la pobre Juana… No me dejes sola también Tú…»”. Juana llora desconsoladamente en silencio, mientras Ester, su nodriza, hace vistosos gestos indescifrables detrás de Juana mientras le pone el manto. Juana: “Me voy, Ester”. Ester: “¡Dios te consuele!”. Salen del palacio para unirse a las compañeras. ■ Es en este momento cuando sucede el breve y fuerte terremoto, que hace cundir el pánico entre los jerosolimitanos, aterrorizados todavía por los hechos acaecidos el viernes. Las tres mujeres precipitadamente vuelven sobre sus pasos, y se quedan en el ancho vestíbulo, en medio de las criadas y criados que gritan e invocan al Señor, temerosas de nuevos temblores de tierra…
* Magdalena, entre el potente y armonioso estampido del meteoro y el violento terremoto.-  ■ …Magdalena, por su parte, está ya en la entrada del camino que conduce al huerto de José de Arimatea cuando la sorprende el potente estampido, potente pero armónico, de esta señal celestial. Al mismo tiempo, a la luz levemente rosada de la aurora que avanza en el cielo —donde todavía en el poniente resiste una tenaz estrella—, que tiñe de rubio el aire hasta ahora verdoso, se enciende una potente luz, que desciende como si fuera un globo incandescente, brillantísimo, cortando en zig-zag el tranquilo aire. Pasa muy cerca de María de Magdala (casi hace que se caiga al suelo). Ella se pliega un poco susurrando: “¡Señor mío!”, y luego, como un tallito tras el paso del viento, se endereza de nuevo y, más veloz, corre hacia el huerto. Entra en él rápidamente: va hacia el sepulcro de roca como un pájaro perseguido en busca de su nido. ■ Pero, a pesar de toda su prisa, no puede estar allí cuando el celeste meteoro entra destruyendo sello y cal con que está sellada y reforzada la pesada piedra; ni cuando con el fragor, la puerta de piedra cae provocando una vibración que se une a la del terremoto, el cual, a pesar de ser breve, es de una violencia tal, que echa por tierra a los aterrorizados guardias y los deja como muertos. María, al llegar, ve a estos inútiles carceleros del Triunfador echados por tierra como un manojo de espigas segadas. Pero Magdalena no relaciona el terremoto con la Resurrección, sino que, al contemplar aquel espectáculo, piensa que se trata de un castigo de Dios contra los profanadores del Sepulcro de Jesús, y cae de rodillas gritando: “¡Ay de mí! ¡Se lo han robado!”. Queda destrozada. Llora como una niña, que hubiera venido a encontrar a su padre en casa, con la seguridad de encontrarlo, y se hubiera encontrado vacía la casa.
* Pedro, Juan y Magdalena hacia el Sepulcro.- ■ Luego, se levanta y se marcha corriendo para ir a decirlo a Pedro y Juan. Y, dado que ya solo piensa en avisar a los dos, no se acuerda de ir al encuentro de sus compañeras, ni se acuerda de detenerse en el camino, sino que, más rápida que una gacela, vuelve a pasar por el camino recorrido antes, pasa por la puerta Judiciaria y corre desolada por las calles, que se van animando con la gente, para echarse contra el portón de la casa amiga y golpearlo y empujarlo violentamente. La dueña le abre. Magdalena pregunta angustiada: “¿Dónde están Juan y Pedro?”. La mujer señala el Cenáculo: “Allí”. Magdalena entra y, nada más entrar, enfrente de los asombrados apóstoles, con voz baja por compasión a la Virgen, pero llena de dolor, dice: “¡Se han llevado al Señor del Sepulcro! ¡Quién sabe dónde le habrán puesto!”, y por primera vez se tambalea y vacila y, para no caerse, se agarra donde puede. Preguntan los dos apóstoles: “¡Pero cómo! ¿Qué estás diciendo?”. Y ella, jadeante: “¡Yo me adelanté… para comprar a los guardias… para que nos dejasen embalsamarle! Ellos están allí como muertos… El Sepulcro está abierto, la piedra por tierra… ¿Quién? ¿Quién habrá sido? ¡Oh, venid! Corramos…”. ■ Pedro y Juan salen inmediatamente. Magdalena los sigue a algunos pasos de distancia. Luego vuelve, agarra de los brazos a la dueña de casa, la zarandea con violencia, llevada de su amor previsor y le dice junto a la cara ordenándole: “Por ningún motivo dejes pasar a nadie donde está Ella (y señala la puerta de la habitación de la Virgen). Acuérdate que soy tu señora. Obedece y calla”. Y, dejándola verdaderamente sumida en espanto, da alcance a los apóstoles, que a grandes pasos se dirigen al Sepulcro…
*  Susana y Salome, el terremoto y un ángel.- ■ …Entre tanto, Susana y Salomé, en llegando a las murallas, habiendo dejado a sus compañeras, se ven sorprendidas por el terremoto. Atemorizadas, se refugian debajo de un árbol, y se quedan allí, con el dilema de si ir hacia el Sepulcro o si huir hacia la casa de Juana; pero el amor vence al miedo y se dirigen al Sepulcro. Entran, todavía turbadas, en el huerto y ven a los guardias tirados por tierra, como muertos… Ven una gran luz salir del Sepulcro abierto. Aumenta su turbación, y llega a su clímax cuando, cogidas de la mano para darse valor mutuamente, se asoman a la entrada y, en la oscuridad de la gruta sepulcral, ven a un ser luminosísimo, bellísimo, dulcemente sonriente, saludarlas desde el lugar de donde está: apoyado en la parte derecha de la piedra de la unción, cuyo gris volumen, detrás de tanto incandescente esplendor, desaparece. Aturdidas por el estupor, caen de rodillas. Pero dulcemente el ángel les habla: “No tengáis miedo de mí. Soy el ángel del divino Dolor. He venido para experimentar la dicha de su final: Jesús ya no siente más el dolor ni la humillación de la muerte. Jesús de Nazaret, el Crucificado a quien buscáis, ha resucitado. ¡Ya no está aquí! Vacío está el lugar donde le pusieron. Alegraos conmigo. Id. Decid a Pedro y a los discípulos que ha resucitado y que os precede hacia Galilea. Allí le veréis por un poco de tiempo más, según lo había dicho”. ■ Las mujeres caen rostro en tierra y, cuando lo levantan, huyen como quien huye ante un duro castigo. Están aterrorizadas y murmuran: “¡Ahora moriremos! ¡Hemos visto al ángel del Señor!”. Ya en pleno campo se tranquilizan un poco, y se consultan entre sí. ¿Qué hacer? Si dicen lo que han visto, no las creerán; si dicen que vienen de allí, los judíos pueden acusarlas de haber matado a los guardias. No. No pueden decir nada ni a los amigos, ni a los enemigos… Atemorizadas, enmudecidas regresan por otro camino hacia la casa. Entran y se refugian en el Cenáculo. Ni siquiera tratan de ver a la Virgen… Y allí piensan que si lo que han visto no habrá sido un engaño del Demonio. Siendo, como son, humildes, piensan que no “puede ser que a ellas se les haya concedido ver al enviado de Dios. Es Satanás el que ha querido atemorizarlas para alejarlas de allí”. Lloran y oran como dos niñas asustadas por una pesadilla…
* Marta, María de Alfeo y Juana.- ■ …El tercer grupo, el de Juana, María de Alfeo y Marta, visto que nada nuevo sucede, se decide ir al lugar donde, sin duda, estarán las compañeras esperando. Salen a las calles, donde ya hay gente, gente asustada que habla del nuevo terremoto y lo relaciona con los hechos del viernes y ve incluso lo que no existe. “¡Mejor si todos están asustados! Tal vez también lo estén los guardias y nos dejen pasar” dice María de Alfeo. Y van raudas hacia las murallas.
* Pedro, Juan y Magdalena llegan al Sepulcro.- ■ Pero mientras ellas van allá, al huerto han llegado Juan y Pedro, seguidos por la Magdalena. Y Juan, más rápido, es el primero en llegar al Sepulcro. Los guardias ya no están. Tampoco el ángel. Juan se arrodilla, temeroso y afligido, en la entrada totalmente abierta; se arrodilla para hacer un acto de veneración y para captar si algo puede darle alguna pista. Pero él ve, en el suelo, los lienzos de lino, puestos en un montón encima de la Sábana. Juan: “¡Pues verdaderamente no está, Simón! María ha visto bien. Ven, entra, mira”. Pedro, con el aliento entrecortado por la rapidez del paso, entra en el Sepulcro. Por el camino había dicho: “No me atreveré a acercarme a aquel lugar”. Pero ahora solo piensa en descubrir dónde puede estar el Maestro. E incluso le llama, como si pudiera estar escondido en algún oscuro rincón. La oscuridad, a estas horas de la mañana, es todavía fuerte dentro del Sepulcro, cuya única fuente de luz es la pequeña abertura de la puerta, en la que se dibujan las sombras de Juan y Magdalena… Y Pedro tiene dificultades para ver, de forma que tiene que ayudarse con las manos… Toca, temblando, la mesa de la unción y la siente vacía… Pedro: “Juan, ¡no está! ¡No está!… ¡Ven también tú! Yo he llorado tanto que casi no veo con esta poca luz”. ■ Juan se pone de pie y entra. Mientras Juan hace esto, Pedro descubre el sudario, colocado en un rincón, bien doblado; y, dentro del sudario, cuidadosamente enrollada, la Sábana. Juan: “De veras que lo han robado. Los guardias estaban no por nosotros sino para hacer esto… Y nosotros les hemos dejado actuar. Marchándonos, lo hemos permitido…”. Pedro: “¡Oh, dónde lo habrán puesto!”. Juan: “¡Pedro… Pedro… ahora sí… todo ha acabado!”. Los dos discípulos salen abatidos por completo. Pedro: “Vámonos, Magdalena. Se lo dirás a su Madre…”. Magdalena: “Yo no me voy. Me quedo aquí… Alguno vendrá… No, no me voy… Aquí todavía hay algo de Él. Su Madre tenía razón… Respirar el aire donde estuvo Él es el único consuelo que nos queda”. Dice Pedro: “El único consuelo… Ahora tú misma te percatas de que esperar era una quimera…”. Magdalena ni siquiera responde. Se deja caer al suelo, justo junto a la puerta y llora mientras los otros se van lentamente.
* Encuentro del Resucitado con Magdalena.- ■ Luego levanta la cabeza y mira adentro, y, entre lágrimas, ve a dos ángeles sentados el uno en la cabecera y el otro en los pies de la mesa de la unción. Está tan aturdida la pobre María, en su más fiera lucha trabada entre la esperanza que muere y la fe que no quiere morir, que los mira alelada, sin asombro siquiera. Ya no tiene sino lágrimas esta heroína que ha resistido todo. Uno de los luminosos seres, bellísimos jovencillos, le pregunta: “¿Por qué estás llorando, mujer?”. Magdalena: “Porque se han llevado a mi Señor y no sé dónde le han puesto”. María habla con ellos sin miedo. No pregunta: “¿Quiénes sois?”. Nada. Ya nada le causa estupor. Ella ha sufrido ya todo cuanto puede asombrar a una persona. Ahora es solo un ser destruido que llora sin fuerzas, sin importarle nada. El jovencito angélico mira a su compañero y sonríe. Y el otro hace lo mismo. Y, con una alegría angelical, ambos miran hacia afuera, hacia el huerto florido con los miles de corolas que se han abierto a los primeros rayos del sol en los manzanos que hay allí. ■ María se vuelve para ver a quién miran. Y ve a un Hombre, hermosísimo, al que no comprendo cómo puede no reconocer inmediatamente. Un Hombre que la mira con piedad y le pregunta: “Mujer, ¿por qué estás llorando? ¿A quién buscas?”. Es verdad que Jesús, llevado de su compasión para con Magdalena, a quien las demasiadas emociones han debilitado y que podría morir a causa de la repentina alegría, no se muestra claramente; pero de verdad me pregunto cómo no puede reconocerle. Entre sollozos dice Magdalena: “¡Me han quitado al Señor Jesús! Había venido para embalsamarle con la esperanza de que resucitase… Todo mi valor, todas mis esperanzas, toda mi fe giraban en torno a mi amor por Él… y ahora ya no le encuentro más… No, más bien, he puesto mi amor en torno a la fe, a la esperanza y al valor, para defenderlos de los hombres… Pero ¡todo es inútil! Los hombres han robado a mi Amor y con Él me han arrebatado todo… ¡Oh, señor mío, si eres tú el que se lo ha llevado, dime dónde le has puesto! Y yo iré por Él… No lo diré a nadie… Será un secreto entre tú y yo. Mira: soy la hija de Teófilo, la hermana de Lázaro, pero estoy de rodillas a tus pies suplicándote, como una esclava. ¿Quieres que te compre su Cuerpo? Lo haré. ¿Cuánto quieres? Soy rica. Puedo darte mucho oro y piedras preciosas como pesa su Cuerpo. Pero devuélvemelo. No te denunciaré. ¿Quieres golpearme? Hazlo. Hasta que me saques sangre si así te parece. Si le odias a Él, desquítate conmigo. Pero devuélvemelo. ¡Oh, no desoigas, señor mío! ¡Ten compasión de una pobre mujer!… ¿No quieres hacerlo por mí? Entonces hazlo por su Madre. ¡Dime, dime, dónde está mi Señor Jesús! Soy fuerte. Le tomaré entre mis brazos y le cargaré como a un niño. Señor… señor…ya lo ves… hace tres días que la ira de Dios descarga sobre nosotros por lo que se hizo a su Hijo… No agregues la profanación al delito…”. ■ Jesús centellea al llamarla por su nombre: “¡María!”. Se revela en su triunfante fulgor. Magdalena: “¡Rabboni!”. El grito de María es verdaderamente el «gran grito» que cierra el ciclo de la muerte. Con el primero, las tinieblas del odio envolvieron a la Víctima en sus vendas fúnebres; con el segundo, las luces del amor aumentaron su esplendor. Y María, al emitir este grito que llena el huerto, se levanta y, presurosa se echa a los pies de Jesús. Quiere besarlos. Jesús tocándola apenas con la punta de sus dedos sobre la frente, la separa diciéndole: “¡No me toques! Aún no he subido a mi Padre con este vestido. Ve donde mis hermanos y amigos y diles que subo a mi Padre y vuestro, a mi Dios y vuestro, y luego iré donde ellos”. Y Jesús, envuelto por una luz irresistible, desaparece.
* Llegan también las del tercer grupo al Cenáculo. El testimonio de las mujeres no convencen a los dos apóstoles ni el último testimonio: el de María de Alfeo y Salomé, que habían salido a comprobar, y afirman habérseles aparecido Jesús.- Los mismos guardias han hablado. Les pagan para decir lo contrario.- ■ Magdalena besa el suelo donde Él estuvo y corre hacia la casa. Entra como un rayo —la puerta está entornada para dejar paso al amo de la casa, que ha salido para ir a la fuente—, abre la puerta de la habitación de María y se deja caer sobre el pecho de Ella, gritando: “¡Ha resucitado!”, y llora llena de dicha. Y, mientras acuden Pedro y Juan, y del Cenáculo salen las asustadas Salomé y Susana, que escuchan lo que Magdalena dice, también llegan de la calle María de Alfeo y Marta y Juana, las cuales, con el aliento entrecortado, dicen que “ellas también estuvieron allí y que vieron a dos ángeles, que decían ser el Custodio del Hombre-Dios y el Ángel de su Dolor, y que les han dado la orden de decir a los discípulos que había resucitado”. Y, al ver que Pedro menea la cabeza, ellas insisten diciendo: “Sí. Han dicho: «¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? Él no está aquí. Ha resucitado como Él predijo cuando estaba en Galilea. ¿No os acordáis de ello? Dijo: ‘El Hijo del hombre debe ser entregado en las manos de los pecadores y ser crucificado. Pero resucitará al tercer día’»”. Pedro menea la cabeza diciendo: “¡Demasiadas cosas han sucedido en estos días! Os han ofuscado”. ■ Magdalena levanta la cabeza del pecho de María y confiesa: “¡Le he visto! Le he hablado. Me ha dicho que sube al Padre y que luego vendrá. ¡Qué hermoso estaba!”, y llora como nunca antes ha llorado, ahora que ya no tiene por qué atormentarse a sí misma para hacer fuerza contra las dudas que proceden de todas partes. Pero Pedro, y también Juan se quedan muy dudosos. Se miran y sus ojos dicen: “¡Imaginaciones de mujeres!”. ■ Entonces también Susana y Salomé se atreven a hablar. Pero la misma, inevitable diversidad de detalles de los guardias, que primero estaban como muertos y luego no están; y de los ángeles, que en un momento son uno y en otro dos, y que no se han mostrado a los apóstoles; y de las dos versiones sobre el hecho de que Jesús va allí o que precede a los suyos hacia Galilea… esto hace que la duda, es más, la persuasión de los apóstoles crezca cada vez más de que han sido «imaginaciones de mujeres». ■ María, la Madre dichosa, calla, sujetando a la Magdalena… No comprendo el misterio de este silencio materno. María de Alfeo dice a Salomé: “Vamos a volver allá nosotras dos. Veamos si todas estamos ebrias…”, y salen corriendo. Las otras se quedan —comedidamente no tomadas en consideración por los dos apóstoles— junto a María que no dice nada absorta en su pensamiento que cada uno interpreta a su modo y que nadie comprende que es un éxtasis. ■ Vuelven las dos mujeres ya más bien entradas en años: “¡Es verdad! ¡Es verdad! Le hemos visto. Nos ha dicho cerca del huerto de Bernabé: «La paz sea con vosotras. No tengáis miedo. Id a decir a mis hermanos que he resucitado y que vayan dentro de pocos días a Galilea. Allí estaremos todavía un tiempo juntos». Esto ha dicho. Magdalena tiene razón. Hay que decirlo a los que están en Betania, a José, a Nicodemo, a los discípulos de mayor confianza, a los pastores. Id. Haced algo… ¡Oh, ha resucitado!…”. Todas llenas de felicidad lloran. Pedro: “¡Estáis locas! ¡El dolor os ha trastornado la cabeza! Habéis creído que la luz fuese un ángel, que el viento fuese voz, que el sol fuese Jesús. Yo no os critico. Os comprendo, pero solo puedo creer en lo que yo he visto: el Sepulcro abierto y vacío, y los guardias que huyeron después de haber sido robado el cadáver…”. Mujeres: “¡Pero si los guardias mismos están diciendo que ha resucitado! ¡Si la ciudad está toda revuelta, y los jefes de los sacerdotes están que se mueren de rabia, porque los guardias, huyendo aterrorizados, han hablado! Ahora quieren que digan lo contrario y para eso les pagan para hacerlo. Pero ya se sabe. Y, si los judíos no creen en la Resurrección, si no quieren creer, muchos otros creerán”. Pedro: “¡Mmm, mujeres!…”, y levanta sus hombros haciendo ademán de marcharse.
* El testimonio de la Virgen es decisivo: convence a Pedro y Juan.- ■ Entonces la Virgen, que continúa teniendo sobre su pecho a Magdalena (que llora como sauce bajo una llovizna por su inmensa alegría) besándole sus rubios cabellos, levanta su rostro transfigurado y dice una breve frase: “Realmente ha resucitado. Yo le he tenido entre mis brazos y he besado sus Llagas”, y luego reclina otra vez su cabeza sobre los cabellos de Magdalena y agrega: “Sí, la alegría es más fuerte que el dolor, pero no es más que un grano de arena respecto a lo que será tu océano de júbilo eterno. Bienaventurada tú que por encima de la razón has hecho hablar al espíritu”. ■ Pedro ya no osa negar… y, con uno de sus arranques antiguos, que ahora vuelve a aflorar, dice, grita, como de los otros y no de él dependiese el retraso: “Pues entonces, si es así, hay que hacérselo saber a los demás; a los que andan dispersos por los campos… buscar… hacer algo. ¡Venga, moveos! Si viniese… que por lo menos nos encuentre” y no cae en la cuenta de que todavía está confesando que no cree ciegamente en la Resurrección. (Escrito el 2 de Abril de 1945).
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1  Nota  : Cfr. Mt. 28,1-10; Mc. 16,1-11; Lc. 24,1-12; Ju. 20,1-18.
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10-620-184 (11-6-665).- Consideraciones de Jesús sobre la Resurrección, sobre las apariciones a su Madre y a  María Magdalena.
* “Las plegarias ardientes de mi Madre anticiparon mi Resurrección. Tanto calculáis los días por su nombre, como si calculáis por horas…”. ■ Dice Jesús: “Las plegarias ardientes de mi Madre anticiparon mi resurrección. Yo había dicho: «Al Hijo del Hombre le matarán, pero resucitará al tercer día». A las tres de la tarde del viernes había Yo muerto ya. Tanto calculáis los días por su nombre, como si calculáis por horas, no era el alba dominical la que debía verme resucitar. En cuanto a horas, mi Cuerpo había estado sin vida treinta y ocho, en vez de setenta y dos; en cuanto a días, habría debido, al menos, llegar la tarde de este tercer día para decir que había estado tres días en el sepulcro. Pero mi Madre anticipó el milagro, como cuando con sus oraciones abrió el Cielo, anticipándose al tiempo determinado para dar al mundo la salvación, de igual modo ahora Ella alcanzó que se anticipara la hora para consolar su corazón agonizante”.
* “Mi Espíritu entró como espada de fuego divino a calentar los fríos restos de mi Cadáver”.-Jesús: “Yo, a los primeros rayos del tercer día, bajé como el sol, con mi resplandor destruí los sellos de los hombres, tan inútiles ante el poder de un Dios, con mi fuerza derribé aquella fuerza inútil, con mi presencia aterroricé a los guardias que habían sido puestos para vigilar al que es Vida, a quien ninguna fuerza humana puede impedir que lo sea. Mucho más poderoso que vuestra luz eléctrica, mi Espíritu entró como espada de Fuego divino a calentar los fríos restos de mi Cadáver y al nuevo Adán el Espíritu de Dios infundió la vida, diciéndose a Sí mismo: «Vive. Lo quiero». Yo que había resucitado muertos cuando no era más que el Hijo del hombre, la Víctima señalada a llevar las culpas del mundo, ¿no podía resucitarme ahora que era el Hijo de Dios, el Primero y el Último, el Viviente eterno, el que tiene en sus manos la llave de la Vida y de la Muerte?  ■ Y mi Cadáver sintió que la vida volvía a él. Mira: como un hombre que se despierta después de su profundo sueño, doy un respiro profundo. Ni siquiera abro los ojos. La sangre vuelve a circular por las venas no muy rápidamente, y lleva al cerebro el pensamiento. ¡Y venía de tan lejos! Mira, como sucede con un hombre herido a quien un poder milagroso sana, la sangre llena las venas vacías, llena el corazón, da calor a los miembros, las heridas se cierran, los cardenales y llagas desaparecen. ¡Cuán herido estaba Yo! Pero la Fuerza entra en actividad, y Yo quedo curado, me despierto, vuelvo a la Vida. Estuve muerto, ahora vivo. Ahora me pongo en pie. Me quito las sábanas en que estuve envuelto, me libro de los ungüentos. No tengo necesidad de ellos para aparecer cual soy, la Belleza eterna, la perfección absoluta. ■ Me pongo un vestido que no es de esta Tierra, sino que me lo tejió mi Padre, Él, que teje la seda de los cándidos lirios. Estoy vestido de resplandor. Mis llagas me sirven de adorno. No manan sangre, sino luz, esa luz que será la alegría de mi Madre y de los bienaventurados, y el terror de los malditos y de los demonios en la Tierra y en el último día. ■ El ángel de mi vida terrestre y el ángel que me acompañó en mi dolor, están postrados ante Mí y adoran mi Gloria. Están mis dos ángeles. El uno para sentirse bienaventurado a la vista del Hombre a quien guardó, que no tiene necesidad más de su protección angelical. El otro, que vio mis lágrimas, para ver mi sonrisa; que vio mi batalla, para ver mi victoria; que vio mi dolor, para ver mi alegría. Salgo al huerto lleno de capullos de flores y rocío. Y los manzanos abren sus corolas para formar un arco sobre mi cabeza de Rey. Las hierbas se doblan para servir de alfombra a mis pies que vuelven a pisar la tierra redimida. Me saludan los primeros rayos del sol, el suave aire abrileño, la nubecilla que pasa, sonrosada cual mejilla de niño, y los pájaros de entre las ramas. Soy su Dios. Me adoran. ■ Paso por entre los guardias medio muertos, símbolo de las almas en pecado mortal que no sienten cuando pasa su Dios. ¡Es pascua, María! ¡Esto sí que es el «Paso del Ángel de Dios»! Su paso de la muerte a la vida. Su paso para dar vida a los que creen en su Nombre. Es pascua. Es la Paz que pasa por el mundo. La Paz que no está más sujeta a las condiciones humanas, sino que está libre, perfecta y activa con su fuerza divina”.
* “Antes de que regrese a mi Padre con mi vestido de Hombre glorificado, voy donde mi Madre. Ella me puede tocar. Y después de ir a la Pura, me presento a la mujer redimida. No permito que me toque”.-Jesús: “Voy a ver a mi Madre. Es justo que vaya a verla. Lo fue para mis ángeles, con mayor razón para con quien además de que me guardó y me consoló, fue la que me dio la vida. Antes de que regrese a mi Padre con mi vestido de Hombre glorificado, voy donde mi Madre. Voy con el resplandor de mi vestido paradisíaco y de mis Diamantes vivos. Ella me puede tocar, Ella puede besarlos porque es la Pura, la Hermosa, la Amada, la Bendita, la Santa de Dios. El nuevo Adán va donde la nueva Eva (1). El mal entró en el mundo por la mujer, y por la Mujer fue vencido. El Fruto de la Mujer ha desintoxicado a los hombres del veneno de Lucifer. Ahora si quieren, pueden salvarse. Ha salvado a la mujer que quedó tan frágil después de la mortal herida. ■ Y después de ir a la Pura, que por derecho de santidad y maternidad es justo que vaya, me presento a la mujer redimida, a la representante de todas las mujeres a quienes he venido a librar de la mordida de la lujuria, para decirles que se acerquen a Mí para curarlas, que tengan fe en Mí, que crean en mi Misericordia que comprende, perdona; que para vencer a Satanás, el cual instiga sus cuerpos, miren mi Carne adornada con las cinco llagas. ■ No permito que me toque. No es la Pura que puede tocar sin contaminar al Hijo que vuelve al Padre. Todavía le falta mucho que purificar con la penitencia. Pero su amor merece un premio. Ha sabido resucitar, por su voluntad, del sepulcro de su vicio, deshacerse de Satanás que la tenía aferrada, desafiar al mundo por amor a su Salvador, ha sabido despojarse de todo lo que no fuese amor, que ha sabido no ser otra cosa más que amor que arde por su Dios. Y Dios la llama: «María». Oye y responde: «¡Rabboni!». Y en ese grito se oye su corazón. ■ Le doy el encargo, por haberlo merecido, de ser la mensajera de mi Resurrección. Se le tacha de haber visto fantasmas. Pero no le importa a ella, María de Magdala, María de Jesús, el juicio de los hombres. Me ha visto resucitado, y esto le produce una alegría tal que le impide cualquier otro sentimiento. ¿Ves cómo amo también a la que fue culpable, pero que quiso salir de la culpa? Ni siquiera me muestro primero a Juan, sino a Magdalena. A Juan le había constituido hijo, y podía serlo porque era puro y podría ser hijo no sólo espiritual, sino que también podía ocuparse de todas aquellas necesidades propias del cuerpo humano de la Pura de Dios. Magdalena, la restituida a la Gracia, es la primera en verme. ■ Cuando me amáis hasta vencer todo por Mí, tomo vuestra cabeza y vuestro corazón entre mis manos llagadas y con mi aliento os inspiro mi poder. Os salvo a vosotros, hijos, a quienes amo. Os hacéis hermosos, sanos, libres, felices. Os convertís en los hijos queridos del Señor. Os hago portadores de mi Bondad entre los pobres hombres, para convencerlos de ella y de Mí. Tened fe en Mí. Amadme. No temáis. Que os infunda seguridad en el Corazón de vuestro Dios todo lo que ese Corazón ha padecido para salvaros”. (Escrito el 21 de Febrero de 1944).
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1  Nota  :  “El nuevo Adán va donde la nueva Eva”:
Según esta Obra, la Culpa Original invadió los tres reinos del hombre: el espiritual, el psíquico y el físico. Empezó por la soberbia (Gén. 3,5), siguió con la desobediencia (Cfr. Rom. 5,12-21) terminó con la intemperancia (Gén. 2,25-3,7). Esta Obra, según costumbre, avanza mucho más, y precisa al objeto de cada uno de estos tres pecados. Pecaron de soberbia, deseando ser semejantes a Dios (Cfr. Gén. 3,5), no en el sentido de lo que ya eran (Cfr. Gén. 1,26-27), sino en el de que no lo eran todavía. Desearon ser semejantes a Dios en cuanto Creador, en la procreación. Los animales ya lo eran, con mayor razón lo debía ser el hombre, rey de la creación, a sugerencia de Satanás. Pecaron de desobediencia, porque sin esperar la enseñanza y el momento que Dios había determinado, mas dando oído a las insinuaciones de Satanás, gustaron del placer de la gula (Cfr. Gén. 3,4-6) y de la concupiscencia (Cfr. Gén. 3,4-13). Pecaron de intemperancia, porque de hecho probaron el fruto de la planta y el fruto del sentido. ■ La acción de María anuló la acción de Eva: fue humilde, obediente y observante de la temperancia, en grado sumo. Dio oídos a Dios y no al Demonio. Escuchó al ángel de la luz y no al de las tinieblas. El Arcángel que Dios envió, le habló de pro-creación, al hablarle del Fruto (Cfr. Mt. 1,18-26 y sobre todo Lc. 1,26-38); de igual modo que, según esta Obra, el Demonio habló a Eva (también) de procreación, hablándole del fruto. María aprendió por medio del enviado de Dios la manera y el momento en que serviría al Señor; mediante una manifestación sensible Eva aprendió del Demonio el modo y momento para rebelarse contra el Señor. María engendró, pues, el suave Fruto de la salvación; entre tanto que Eva el amargo de la ruina (Cfr. bien: S. Irineo, Contra herejías, lib. III, cp. 22, n.4). ■ Esta Obra sigue fiel y completamente la divina revelación. Añade explicaciones profundas que no están en algunos elementos del Génesis (Gén. 2,25;3,7 y el lugar citado de S. Irineo) ya poniendo en relieve el paralelismo patrístico Eva-María, hasta hacerlo completo y armónico en todas sus partes.
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10-621-187 (11-7-668).- Aparición a Lázaro (1).
* Lázaro reúne en su casa de Betania a apóstoles y discípulos y a un abatido Felipe.-  ■  El sol de una mañana serena de abril llena con sus rayos los rosales y los jazmines del jardín de Lázaro. Y los setos de boj y de laurel, la copa de una alta palmera plateada que ondea leve en el linde del paseo, el tupidísimo laurel que está junto al estanque de los peces, parecen lavados por una mano misteriosa, pues el rocío nocturno ha limpiado y bañado sus hojas, tan brillantes y limpias ahora, que parecen cubiertas por un esmalte nuevo. Por dentro, la casa parece un desierto. Aunque las ventanas están abiertas, no se oye ni un ruido en las habitaciones porque todas las cortinas están corridas. Dentro, pasado el vestíbulo al que dan muchas puertas, todas abiertas —y es extraño ver sin ningún aparejo las salas que normalmente se emplean para banquetes más o menos numerosos—, hay un amplio patio enlosado, rodeado de un soportal en el que hay, acá o allá, asientos. En éstos, e incluso sentados en el suelo, en esterillas o sobre el frío mármol, se ven numerosos discípulos. Entre ellos, veo a los apóstoles Mateo, Andrés, Bartolomé, Santiago y Judas de Alfeo, Santiago de Zebedeo y los discípulos pastores con Mannaén, además de a otros que no conozco. No veo a Zelote, ni a Lázaro, ni a Maximino. Por fin veo a éste último, que entra con algunos criados y distribuye a todos pan con alimentos varios: aceitunas, queso, miel y hasta leche fresca a quien la apetece. Pero nadie tiene ganas de comer, aun cuando Maximino exhorta a todos a hacerlo. El abatimiento es profundo. En pocos días los rostros han enflaquecido, están pálidos por el llanto. Sobre todo los de los apóstoles, que fueron los primeros en huir, tienen un aire de abatimiento, entre tanto que los de los pastores y el de Mannaén se muestran menos postrados; y Maximino aparece solo virilmente afligido. ■ Casi de carrera entra Zelote y pregunta: “¿Está aquí Lázaro?”. Le dicen: “No. Está en su habitación. ¿Qué quieres?”. Zelote: “En el borde del camino, cerca de la Fuente del Sol, está Felipe. Ha llegado de la llanura de Jericó. Está agotado. No quiere acercarse porque… como todos, se siente pecador. Pero Lázaro le convencerá”. Se levanta Bartolomé y dice: “También voy yo…”. Van donde Lázaro que, al oírse llamado, sale —lleno de aflicción en su rostro— de una habitación sombría donde probablemente ha llorado y orado. Salen y atraviesan primero el jardín; luego, el pueblo por la parte que se dirige hacia las faldas del monte de los Olivos; luego, llegan al extremo del pueblo, por la parte donde termina el rellano elevado, en que está construido. Continúan ya solo por el camino montañoso que sube y baja formando escalones naturales por las montañas que descienden gradualmente hacia la llanura, al este, y suben hacia la ciudad de Jerusalén, al oeste. Aquí hay una fuente donde ganado y hombres calman su sed. A estas horas de la mañana el ambiente es fresco porque alrededor del manantial hay muchos árboles. El manantial rebosa de agua pura. ■ Felipe está sentado sobre el borde más alto de la fuente, con la cabeza baja, despeinado, polvoriento, con las sandalias rotas, que le cuelgan de los pies cruzados. Lázaro le llama amistosamente: “Felipe, ven. Amémonos por amor a Él. Debemos estar unidos en su Nombre. ¡Hacer esto todavía es amarle!”. Felipe: “¡Oh, Lázaro, Lázaro! Huí… y ayer, más allá de Jericó, supe que había muerto… Y… yo no me puedo perdonar el haber huido…”. Responde Bartolomé: “Todos hemos huido menos Juan que le siguió fiel, y Simón que nos ha reunido por órdenes suyas, después que cobardemente escapamos. Fuera de ellos, ninguno de nosotros los apóstoles ha sido fiel”. Felipe: “¿Y puedes perdonártelo?”. Bartolomé responde a Felipe su amigo: “No. Pero pienso reparar mi cobardía con no caer en un abatimiento estéril. Debemos unirnos con Juan. Enterarnos de sus últimas horas. Juan siempre le siguió”. Dice Zelote: “Y no dejar perecer su Doctrina. Hay que predicarla al mundo. Mantenerla viva, por lo menos, dado que, demasiado tardos y necios, no supimos tomar las medidas necesarias para salvarle de sus enemigos”. Afirma Lázaro: “No podíais salvarle. Ninguna cosa podía haberlo hecho. Él me lo dijo, y lo repito una vez más”. Pregunta Felipe: “¿Lo sabías tú, Lázaro?”. Lázaro: “Lo sabía. Mi tormento consistió en saber, desde el atardecer del sábado, por boca suya, su muerte, y conocer sus pormenores, y saber cómo nos íbamos a comportar…”. Sin vacilación alguna corta Bartolomé: “No, tú no. Tú solo obedeciste y sufriste. Nosotros nos hemos comportado como unos cobardes. Tú y Simón sois los sacrificados a la obediencia”. Lázaro: “Sí. A la obediencia. ¡Oh qué duro es oponer resistencia al amor por obedecer al ser Amado! Ven, Felipe. En mi casa están casi todos los discípulos. Ven también tú”. Felipe: “Me avergüenzo de que me vea el mundo y mis compañeros…”. Bartolomé replica con tristeza: “¡Todos hemos sido iguales!”. Felipe: “Será verdad, pero yo tengo un corazón que no me perdona”. Lázaro: “Esto es orgullo, Felipe. Ven. Él me dijo en la tarde del sábado: «Ellos no se perdonarán. Diles que les perdono porque sé que ellos no obrarán libremente. Es Satanás que los hará extraviar». Ven”. ■ Felipe llora amargamente, pero cede. Y, encorvado como si en pocos días hubiera envejecido, va al lado de Lázaro hasta el patio donde todos le están esperando. Y la mirada que lanza a sus compañeros, como la de éstos a él, claramente muestra su completo abatimiento.
* Lázaro repite a los apóstoles el testamento de amor de Jesús: su perdón.- ■ Lázaro lo nota y dice: “Una nueva oveja de la grey del Mesías. Una oveja atemorizada al ataque de los lobos, que huyó después que el Pastor fue capturado, y que un amigo suyo ha recobrado. Repito su testamento de amor a esta oveja extraviada que ha saboreado la amargura de estar sola, sin tener siquiera el consuelo de llorar igual error con sus hermanos. Él, lo juro ante la presencia de los coros celestiales, me dijo, entre otras muchas cosas que vuestra debilidad humana actual no puede soportar (porque, en verdad, son de una desolación que me destrozan el corazón desde hace diez días —y, si no supiese que mi vida es útil a mi Señor, aun siendo tan pobre y defectuosa como es, me entregaría a la herida de este dolor de amigo y discípulo que perdiéndole a Él todo ha perdido—), me dijo, pues: «Los miasmas de la Jerusalén corrompida sacarán de sus cabales incluso a mis discípulos. Ellos huirán y vendrán a ti». De hecho, ved que todos habéis venido. Todos, podría decir. Porque fuera de Simón Pedro e Iscariote, todos habéis venido a mi casa y al corazón de un amigo. Me dijo: «Juntarás a todos. Animarás a mis ovejas dispersas. Les dirás que les perdono. Te confío mi perdón que a ellos darás. No podrán sentirse tranquilos por haber huido. Diles que no vayan a caer en el pecado mayor de desesperar de mi perdón». Esto me dijo. Y yo os perdono en su Nombre. ■ Yo he sentido rubor de daros en su Nombre esta cosa tan santa, tan suya, como es el Perdón, o sea, el Amor perfecto, porque completamente ama quien perdona al culpable… Este ministerio ha confortado mi áspera obediencia… Porque hubiera querido estar allí, como mis buenas hermanas María y Marta. Y si a Él le crucificaron en el Gólgota, yo os juro, que la obediencia me crucificó aquí, y es un martirio desgarrador. Pero si sirve para confortar a su Espíritu, si esto sirve para salvar a los discípulos, hasta el momento en que Él los reunirá para perfeccionarles en la fe, yo inmolo una vez más mi deseo de ir al menos a venerar su Cadáver antes de que el tercer día termine”.
*  A partir de la hora tremenda en que Él subió a la Cruz todo se le ilumina a Lázaro… pero “para que éstos crean en tus promesas, en tu perdón, en lo que eres Tú, te ofrezco mi vida. Acábala pero haz que tu Doctrina no muera”.- ■ Lázaro continúa: “Sé que dudáis, pero no debéis hacerlo. Ignoro las palabras de la Cena pascual, fuera de las que vosotros me habéis referido. Pero, cuanto más pienso en ellas, tanto más recojo, uno a uno, estos diamantes de sus verdades y más siento que esos diamantes hacen una referencia segura a un mañana inmediato. Él no pudo haber dicho: «Voy al Padre y luego regresaré» si en realidad no volviese. No pudo haber dicho: «Cuando me volváis a ver os llenaréis de alegría» si para siempre hubiera desaparecido. Él siempre dijo: «Resucitaré». Vosotros me contasteis que dijo: «Sobre la semilla sembrada en vosotros pronto descenderá una lluvia que la hará germinar, y luego vendrá el Paráclito que la convertirá en un robusto árbol». ¿No es verdad que así habló? ¡Oh!, no queráis que esto solo se realice en el último de sus discípulos, en el pobre Lázaro que muy raras veces estuvo con Él. Cuando vuelva, procurad que encuentre su semilla brotada al contacto de la lluvia de su Sangre. ■ En mí hay un encendimiento de luz, y toda una erupción de fuerzas a partir de la hora tremenda en que subió a la Cruz. Todo se me ilumina, todo nace y echa tallo. Ninguna palabra se me queda en su pobre significado humano, sino que todo lo que oí de su boca o referido acerca de Él, ahora toma vida, y en verdad mi corazón seco se transforma en un jardín donde cada flor lleva su Nombre y en que toda savia extrae su vida de su Corazón bendito. Creo, ¡oh Jesús! Pero para que éstos crean en todas tus promesas, en tu perdón, en todo lo que eres Tú, te ofrezco mi vida. Acábala, pero haz que tu Doctrina no muera. Haz lo que quieras de tu pobre Lázaro, pero reúne los miembros dispersos del núcleo apostólico. Todo lo que quieras, pero que en cambio viva para siempre tu Palabra y que a ella vengan los que solamente por Ti pueden tener la vida eterna”. ■ Lázaro está realmente inspirado, como fuera de sí. El amor le transporta muy en alto. Y tanto lo es que contagia a sus compañeros: unos le llaman por una parte, otros por otra, como si fuese un confesor, un médico, un padre. El patio de la rica casa de Lázaro me hace pensar, no sé por qué, en las moradas de los patricios romanos en los tiempos de persecución y de fe heroica…
* “Todo está terminado, Lázaro. He venido a darte las gracias, amigo fiel. He venido a decirte que digas a los hermanos que vayan inmediatamente a la casa de la Cena. Tú —otro sacrificio, amigo, por amor a Mí— quedas aquí por ahora…”.- ■ Lázaro está ahora inclinado hacia Judas de Alfeo, que no logra encontrar razón alguna para convencerse de haber abandonado a su Maestro y primo, cuando, algo le hace erguirse de improviso, y obediente responde al momento: “Voy, Señor”. Y sale como siguiendo a alguien que le llamase y le precediera. Todos sorprendidos se miran, se preguntan. “¿Qué ha visto?”. “Si no hay nadie”. “¿Oíste alguna voz?”. “Yo no”. “Yo tampoco”. “¿Y entonces? ¿Estará de nuevo enfermo Lázaro?”. “Tal vez… Ha sufrido más que nosotros, tanto que nos ha ayudado a nosotros que hemos sido unos cobardes. Tal vez delira”. “Será así. Está muy flaco”. “De sus ojos parece como que salían llamas”. “Será Jesús que le ha llamado al Cielo”. “Ha de ser así, pues Lázaro hace poco le ofreció su vida. Lo ha recogido en seguida como a una flor… ¡Oh, pobre de nosotros! ¿Qué haremos ahora?”. Los comentarios son diversos y reflejan preocupación. ■ Lázaro atraviesa el vestíbulo, sale al jardín. Sigue corriendo, sonriendo, hablando consigo. Toda su ansia se dibuja en su voz: “Voy, Señor”. Llega a un lugar tupido de bojes que forman un kiosco verde. Cae de rodillas, rostro en tierra, gritando: “¡Oh, Señor mío!”. Y es que Jesús, en su belleza de Resucitado, está en el límite de este verde kiosco, le sonríe… le dice: “Todo está terminado, Lázaro. He venido a darte las gracias, amigo fiel. He venido a decirte que digas a los hermanos que vayan inmediatamente a la casa de la Cena. Tú —otro sacrificio, amigo, por amor a Mí— quedas aquí por ahora… Sé que sufres por ello, pero sé que eres generoso. Esta mañana he visto a María, tu hermana, que está ya consolada”. Lázaro: “Ya no sufres, Señor. Esto me compensa todos los sacrificios. Tanto he sufrido al saber que sufrías… y no haber podido estar contigo…”. Jesús: “¡Lo estuviste! Tu espíritu estuvo al pie de mi Cruz, y en la oscuridad de mi sepulcro. Tú como todos los demás que me habéis amado con todas vuestras fuerzas, me llamasteis pronto, desde la profundidad donde estaba. Ahora te he dicho: «Ven, Lázaro», como cuando te resucité. Desde hace muchas horas decías: «Ven». He venido. Y te he llamado. Para sacarte Yo también del abismo de tu dolor. Vete. La paz y bendición sean sobre ti, Lázaro. Sigue amándome más. Volveré nuevamente”. Lázaro ha estado todo este tiempo de rodillas, sin atreverse a hacer algún gesto. La majestad del Señor, a pesar de estar suavizada con el amor, es tan grande que impide a Lázaro hacer algo más. ■ Jesús, antes de desaparecer en un haz de luz que lo absorbe, da un paso y toca con su mano la frente del fiel amigo. Es entonces cuando Lázaro vuelve de su feliz éxtasis, se levanta, corre velozmente donde sus compañeros, con una luminosidad de alegría en sus ojos y luminosidad en su frente que tocó Jesús. Grita: “¡Ha resucitado, hermanos! Me llamó. Fui. Le he visto. Me ha hablado. Me ha dicho que os dijera que fuerais inmediatamente a la casa de la Cena. ¡Id! ¡Id! Yo me quedo aquí porque así lo quiere. Mi alegría es grande, completa…”. Y Lázaro, en su alegría, llora mientras anima a los apóstoles a ser los primeros en ir donde Él manda ir. “¡Id! ¡Id! ¡Os quiere! ¡Os ama! ¡No le temáis!… ¡Oh más que nunca ahora es el Señor, la Bondad, el Amor!”. También los discípulos se levantan… Betania queda vacía. Se queda Lázaro con su fiel corazón lleno de consuelo… (Escrito el 3 de Abril de 1945).
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1 Nota :  Apariciones.- En relación a estas  otras apariciones no reseñadas en los Evangelios (excepto la de los discípulos de Emmaús y las apariciones a los Apóstoles), María Valtorta anota en una copia mecanografiada, tras haber referido Juan 20,30-31: Los Padres y Doctores de la Iglesia, entre los cuales S. Agustín, dicen que fueron numerosas.
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10-622-192 (11-8-672).- Aparición a Juana de Cusa.
* Jesús adoctrina a Juana sobre su conducta de casada en el futuro. “¡Cuántas en lo porvenir tendrán que escoger entre la voluntad de Dios y la de su esposo!”.- ■ En una rica habitación, a donde la luz exterior malamente entra, está llorando Juana, desmayados sus miembros, sentada junto al lecho bajo, cubierto de finas mantas. Llora con un brazo apoyado sobre el borde del lecho y la frente sobre el brazo, estremecida por unos sollozos que deben romperle el pecho. Cuando, por la fatiga del llanto, levanta un momento la cabeza, buscando aire, su cara está literalmente bañada en lágrimas, y se ve una vasta mancha húmeda en el precioso cobertor. Luego vuelve a reclinar su cabeza sobre el brazo y vuelve a verse de ella solamente su delgado y blanquísimo cuello, sus negros cabellos, la espalda y la parte de su esbelto tronco. El resto de su cuerpo, que viste color morado, se pierde en la penumbra. ■ Sin descorrer la cortina ni entreabrir la puerta, entra Jesús y sin hacer ruido se le acerca. La toca los cabellos con la mano y le pregunta suavemente: “¿Por qué lloras, Juana?”. Y ella, que tal vez cree que es su ángel quien le pregunta, y que no ve nada porque no levanta su cabeza del borde del lecho, con un llanto más desgarrador responde: “Porque no tengo ni siquiera el Sepulcro del Señor para ir a bañarlo con mis lágrimas y no estar sola…”. Jesús: “Pero si ha resucitado, ¿no estás feliz por ello?”. Juana: “¡Oh, sí! Pero todos le han visto menos Marta y yo. Marta le verá sin duda en Betania… porque esa casa ha sido siempre casa amiga. La mía… la mía no lo es más… Todo he perdido con su Pasión… A  mi Maestro y el amor de mi esposo… Y su alma… porque no cree… no cree… y se burla de mí… y me obliga a no venerar siquiera la memoria de mi Salvador… para evitar su propio daño… Para él es más importante el interés humano… Yo… yo… no sé si seguir amándole o no; no sé si seguir obedeciéndole como esposa o desobedecerle —como querría mi corazón—, para que mi alma pueda unirse al Mesías a quien permanezco fiel… Yo… yo quisiera saber… ¿pero quién puede aconsejarme si ya ni puedo verle a Él? ¡Oh, para mi Señor su Pasión ha terminado! Pero para mí empezó el Viernes, y continúa… ¡Oh, es que soy muy débil y no tengo fuerza para soportar esta cruz!…”. Jesús: “¿Si Él te ayudase, la llevarías por su amor?”. Juana: “¡Claro que sí! Con tal de que me ayudara… Él sabe qué cosa significa llevar la cruz… ¡Oh, piedad de mi desventura!…”. Jesús: “Sí. Yo sé lo que significa llevar uno solo la cruz. Por esto he venido y estoy a tu lado. ■ Juana, ¿Sabes quién te está hablando? ¿Dices que tu casa ya no es amiga para el Mesías? ¿Por qué? Él, tu esposo terrenal, es como un planeta cubierto por una nube de miasmas humanos, pero tú sigues siendo la Juana de Jesús. El Maestro no te ha abandonado. Jesús jamás abandona las almas que se han unido a Él. Es siempre el Maestro, el Amigo, el Esposo, también ahora que es el Resucitado. Levanta tu cabeza, Juana. Mírame. En este momento de adoctrinamiento secreto, y más dulce que si me hubiera aparecido a ti como a las otras, te voy a decirte cuál debe ser tu conducta en el futuro. La que deberá ser la de muchas hermanas tuyas. Ama con paciencia y sumisión a tu vacilante esposo. Aumenta tu dulzura cuanto más él alimente en sí la amargura de miedos humanos; aumenta tu luminosidad espiritual cuanto más él proyecta sombras de intereses terrenales. Sé fiel por dos. Sé fuerte en tu desposorio espiritual. ¡Cuántas en lo porvenir tendrán que escoger entre la voluntad de Dios y la de su esposo! Pero serán grandes cuando, por encima del amor y la maternidad, sigan a Dios. Tu pasión ha empezado. Pero ten en cuenta que el padecer desemboca en la resurrección”. ■ Juana poco a poco ha ido levantando su cabeza. Sus sollozos se han ido espaciando más. Ahora mira, y ve, y se deja caer de rodillas, adorando y murmurando: “¡El Señor!”. Jesús: “Sí, el Señor. Ya ves que no me he comportado con nadie, como contigo. Yo veo las necesidades particulares y sé la ayuda que tengo que dar a las almas que lo esperan. Sube tu calvario de mujer casada con la ayuda de mi caricia y de la de tu inocente hijito. Ha entrado conmigo en el Cielo y me encargó te diera sus caricias. Te bendigo, Juana. Ten fe. Te he salvado. Tú salvarás a otros si tienes fe”.
* “También las revelaciones han de manifestarse a quien, y cuando, conviene hacerlo”.- ■ Juana sonríe y se atreve a preguntarle: “¿No vas donde los niños?”. Jesús: “Al amanecer los he besado cuando todavía dormían en sus camas, y me tomaron por un ángel del Señor. Puedo besar a los inocentes cuando quiero. Pero no los desperté para no turbarlos demasiado. Su alma conserva el recuerdo de mi beso… y a su tiempo lo trasmitirá a la mente. Nada de lo que es mío se pierde. Sigue siendo para con ellos madre. Y para con mi Madre, hija. No te separes jamás de Ella. Ella te recordará siempre, con dulzura maternal, lo que fue nuestra amistad. Llévale los niños. Los necesita para sentirse menos sola, ahora que no tiene a su Hijo”. Juana: “No lo permitirá Cusa”. Jesús: “Sí lo permitirá”. Juana: “¿Me repudiará, Señor?”. Es un grito de dolor. Jesús le dice: “Es un planeta envuelto en la niebla. Llévale a la luz con tu heroísmo de esposa y de creyente. Adiós. Fuera de mi Madre, a nadie digas que te he venido a ver. También las revelaciones han de manifestarse a quien, y cuando, conviene hacerlo”. Jesús en medio de una hermosísima sonrisa desaparece. ■ Juana se levanta, enajenada, con opuestos sentimientos de alegría y dolor, entre el temor de haber soñado y la seguridad de haber visto. Pero lo que siente dentro le da seguridad. Va donde están jugando los pequeños en la terraza superior y les besa. María pregunta tímidamente: “¿No lloras más, Mamá?”. Ella no es más la niña flacucha sino la bella y gentil niña de buenos vestidos y de cabellos bien peinados. Matías, moreno, delgado, con su exuberancia de hombrecillo asegura: “Dime quién te hace llorar, que me las va a pagar”. Juana se los estrecha contra su corazón y hablando sobre sus cabecitas responde: “No lloro más. Jesús ha resucitado y nos bendice”. María pregunta: “Oh, ¿entonces no sangra más? ¿No sufre ya más?”. Matías le replica: “¡Necia! Di más bien: ¡ya no está muerto! Entonces, ahora es feliz. Porque estar muerto debe ser algo feo…”. Vuelve a preguntar María: “Entonces ¿ya no vas a llorar, mamá?”. Juana: “No. Vosotros, inocentes, alegraos con los ángeles”. ■ María afirma: “¡Los ángeles!… Esta noche, no sé en qué vigilia, sentí una caricia y me desperté llamando: «¡Mamá!», pero no te llamaba a ti, llamaba a mi madre muerta porque la caricia que sentí era más suave y más dulce que la tuya, y por un momento abrí los ojos. Sólo vi una gran luz y dije: «Mi ángel me ha besado para consolarme por el gran dolor que tengo de que haya muerto el Señor»”. Y Matías: “También yo. Pero como tenía mucho sueño solo dije: «¿Eres tú?». Pensaba en mi ángel custodio y traté de decirle: «Ve a besar a Jesús y a Juana para que ya no tengan miedo». Pero no pude. Seguí durmiendo y soñando y me parecía que estaba en el Cielo contigo y con María. Luego sentí aquel terremoto y me desperté asustado, pero Ester me dijo: «No tengas miedo. Ya pasó». Y he seguido durmiendo”. Juana los besa nuevamente y los deja que sigan jugando.
* Más fuerte que la fe es el amor. Es la virtud más activa. Con él crearás el alma nueva de Cusa”.- ■ Juana se dirige al Cenáculo. Pregunta por la Virgen. Entra donde está. Cierra la puerta y prorrumpe: “Le he visto. A ti te lo anuncio. Me siento consolada y feliz. Ámame porque él me mandó que estuviese unida a ti”. La Virgen responde: “Ya te había dicho el sábado que te amo. Ayer. Porque fue ayer… aunque parezca tan lejano de éste, de luz y de sonrisas, ese día de lágrimas y tinieblas”. Juana: “Sí… Me lo habías dicho, ahora recuerdo lo que Él me ha repetido. Me habías dicho: «Nosotras las mujeres debemos hacer algo porque nos hemos quedado solas y los varones han huido… Es siempre la mujer la que procrea…». ¡Oh, Madre, ayúdame a dar a la vida a Cusa! Él ha huido de la fe…”. Juana se pone a llorar. ■ María la toma entre sus brazos: “Más fuerte que la fe es el amor. Es la virtud más activa. Con él crearás el alma nueva de Cusa. No tengas miedo. Yo te ayudaré”. (Escrito el 4 de Abril de 1945).
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10-623-196 (11-9-675).- Aparición a Mannaén, a José de Arimatea y a Nicodemo. Confirmados en la fe. La duda de José de Arimatea.- Los guardias del sepulcro han hablado. Han sido pagados para decir que los discípulos han robado su Cuerpo (1).
* La costra de la duda de José de Arimatea y Nicodemo.- Jefes del Sanedrín y fariseos han sacado dinero del Tesoro para pagar a los guardias.- ■ Mannaén, junto con los pastores, camina a buen paso por las laderas que de Betania llevan a Jerusalén. Un buen camino va directo hacia el Monte de los Olivos, y Mannaén tuerce por él, después de haberse separado de los pastores, quienes quieren entrar en pequeños grupos en la ciudad para ir al Cenáculo. Poco antes —lo deduzco de lo que hablan— deben haber encontrado a Juan, que iba hacia Betania para llevar la noticia de la Resurrección y la orden de que todos estuviesen en Galilea al cabo de unos días. Se separan precisamente porque los pastores quieren repetir personalmente a Pedro lo que le han dicho a Juan, es decir, que el Señor, en una aparición a Lázaro, ha ordenado que se reúnan en el Cenáculo. ■ Mannaén va subiendo por un camino secundario en dirección a una casa que hay en medio de un olivar. Es una casa hermosa, rodeada por un grupo de cedros de Líbano que descuellan, gigantes, sobre los numerosos olivos del monte. Sin titubeo entra y pregunta al siervo que ha acudido: “¿Dónde está tu patrón?”. El siervo señala: “Allá con José, que hace poco acaba de llegar”. Mannaén: “Diles que estoy aquí”. El siervo regresa con Nicodemo y José. Las voces de los tres se mezclan en un solo grito: “¡Ha resucitado!”. Se miran sorprendidos de saberlo los tres. Luego Nicodemo toma a su amigo del brazo y le lleva a una habitación interna de la casa. José los sigue. Nicodemo le pregunta: “¿Has tenido el valor de volver?”. Mannaén: “Sí. Él lo ha dicho: «Al Cenáculo». Quiero verle. Quiero verle glorioso, para que se me borre el dolor del recuerdo de haberle visto atado y cubierto de inmundicias, como un malhechor, a quien el mundo pisotea con desdén”. José dice en voz baja: “¡Oh, también nosotros quisiéramos verle!… Y para arrancar de nosotros el horror del recuerdo de haberle visto condenado, con sus innumerables heridas… Él se ha aparecido a las mujeres”. Nicodemo objeta: “Es justo. En estos años ellas le han sido fieles siempre. Nosotros teníamos miedo. Su Madre lo dijo como reproche: «¡Bien pobre amor el vuestro, si ha esperado a este momento para manifestarse!»”. José: “Pero para desafiar a Israel, ahora más opuesto a Él que nunca, tendríamos mucha necesidad de verle… ■ ¡Si tú supieras! Los guardias han hablado… Ahora los jefes del Sanedrín y los fariseos, a quienes ni la ira del Cielo ha convertido, andan buscando a quienes pueden tener noticia de su Resurrección para encarcelarlos. Yo mandé al pequeño Marcial —un niño no atrae la mirada de nadie— a avisar a los de casa de que estuvieran alertas. Han sacado dinero sagrado del Tesoro del Templo para pagar a los guardias, para que digan que los discípulos han robado su Cuerpo, y que lo que han dicho de la Resurrección antes no era sino una mentira por temor al castigo. La ciudad está en ebullición como un puchero. Y hay algunos, de entre los discípulos, que dejan la ciudad por miedo… Me refiero a los discípulos que no estaban en Betania…”. Nicodemo: “Sí, tenemos necesidad de su bendición para tener valor”. Mannaén: “Ya se apareció a Lázaro… Era como la hora tercia. Vimos a Lázaro como transfigurado”. José dice: “¡Oh, Lázaro lo merece! Nosotros…”. Nicodemo: “Tienes razón. Nosotros todavía estamos recubiertos de duda y pensamientos humanos como por costras de una lepra mal curada… Y solo Él puede decir: «Quiero que quedéis limpios». ¿Ya no nos hablará, ahora que ha resucitado, a nosotros, que somos los menos perfectos?”. Y José pregunta: “¿Y no hará ya más milagros, por castigo del mundo, ahora que ha resucitado de la muerte y de las miserias de la carne?”. Pero sus preguntas solo pueden tener una respuesta: la suya; pero Jesús no viene. Los tres quedan abatidos.
*«Quiero que quedéis limpios de todo cuanto de impuro hay en vuestra fe».- ■ Luego Mannaén dice: “Bueno, pues yo voy al Cenáculo. Si me matasen, Él absolverá mi alma y le veré en el Cielo; si no,  le veré aquí en la Tierra. Mannaén es una cosa tan inútil en el conjunto de sus seguidores, que, si cae, dejará el mismo vacío que deja una flor recogida en un tupido jardín: ni siquiera se verá…” y se pone de pie para irse. ■ Al volverse hacia la puerta, ésta se ilumina con la presencia del divino Resucitado que con las palmas abiertas, en actitud de abrazar, le detiene diciendo: “¡La paz sea contigo! ¡La paz sea con vosotros! Tú y Nicodemo, quedaos donde estáis. José, si lo considera oportuno, puede marcharse. Aquí me tenéis y pronuncio la palabra que queríais: «Quiero que quedéis limpios de todo cuanto de impuro hay en vuestra fe». Mañana bajaréis a la ciudad. Iréis a donde los hermanos. Esta tarde quiero hablar solo a los apóstoles. Hasta pronto. Dios siempre esté con vosotros. Mannaén, gracias. Tú has creído mejor que éstos. Gracias, pues, a tu espíritu. A vosotros, gracias, por vuestra piedad. Haced que se transforme en algo más alto con una vida de fe intrépida”. Jesús desaparece en medio de un brillo sin igual.
* Mannaén y Nicodemo confirmados en la fe, José persiste en la duda.- ■ Los tres quedan felices y sin saber qué decir. José pregunta: “¿Pero era Él?”. Nicodemo responde: “¿No has conocido su voz?”. José: “La voz… puede tenerla también un espíritu… Tú, Mannaén, que estuviste tan cerca de Él, ¿qué te pareció?”. Mannaén: “Un cuerpo verdadero. Hermosísimo. Respiraba. Sentí su aliento. Despedía calor. Y además… he visto las Llagas. Parecían acabadas de abrir. No manaban sangre, pero era carne viva. ¡Oh, no dudéis más! No vaya a ser que os castigue. Hemos visto al Señor. Quiero decir, a Jesús, que ha vuelto glorioso como su Naturaleza lo exige. Y nos sigue amando… En verdad os digo que si Herodes ahora me ofreciese el reino, le respondería: «Tu trono y corona son para mí, polvo y estiércol. Lo que poseo no es superado por nada. He visto el Rostro de Dios»”. (Escrito el 4 de Abril de 1945)
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1  Nota  : Cfr. Mt. 28,11-13.
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10-624-198 (11-10-677).- Aparición a los pastores discípulos. Jonatás con ellos.
* “La paz sea con vosotros, hombres de buena voluntad”.- ■ También ellos van a buen paso bajo los olivos. Y están tan seguros de su Resurrección, que hablan de ella con la alegría propia de los niños felices. Se dirigen a la ciudad. Dice Elías: “Diremos a Pedro que le mire bien y que nos hable luego de la hermosura de su Rostro”. Dice Isaac: “Por mi parte, por más bello que sea, no podré olvidar cómo fue atormentado”. Pregunta Leví: “¿Te acuerdas muy bien de la forma cómo fue levantado en la Cruz? ¿También vosotros?”. Dice Daniel: “Yo perfectamente. Todavía se podía distinguir. Después, ya con estos ojos viejos, no pude distinguirle perfectamente”. Replica José: “Yo, sin embargo, le vi hasta que murió. Pero hubiera preferido ser ciego para no ver”. Le consuela Juan (el pastor, no el apóstol): “¡Oh, bien! Ahora ha resucitado. Esto debe hacernos felices”. Añade Jonatás: “Y el pensamiento de que no le dejamos sino por cumplir un acto de caridad”. Murmura Matías: “Pero nuestro corazón se quedó allá arriba”. Dice Benjamín: “Sí, allá para siempre. Tú que le viste en el Sudario, dinos ¿cómo estaba?”. Responde Isaac: “Como si hablara”. Preguntan varios: “¿Veremos ese Velo?”. Isaac: “Sí, su Madre lo enseña a todos. Lo veréis ciertamente, pero da tristeza verlo. Sería mejor ver… ■ ¡Oh, Señor!”. Jesús: “Siervos fieles, vedme aquí. Id. Os espero dentro de pocos días en Galilea. Quiero deciros que os sigo amando. Jonás está feliz con los demás en el Cielo”. Exclaman: “¡Señor! ¡Señor!”. Jesús: “La paz sea con vosotros, hombres de buena voluntad”. Jesús desaparece en medio de un rayo vivísimo de sol meridiano. Cuando levantan la cabeza, Él ya no está, pero sí la gran alegría de haberle visto como es: glorioso.
* “Entonemos el canto de la alegría, de nuestra alegría: «Gloria a Dios en los Cielos altísimos y paz en la Tierra a los hombres de buena voluntad»”.- ■ Están transfigurados de alegría. Llevados de su humildad no conciben haber sido dignos de haberle visto y dicen: “¡A nosotros! ¡A nosotros! ¡Qué bueno es nuestro Señor! Desde su nacimiento hasta su triunfo siempre humilde y bueno para con sus pobres siervos”. “¡Y qué bello es!”. “¡Oh, nunca había estado tan bello! ¡Qué majestad!”. “¡Parece todavía más alto y más maduro en años!”. “¡Realmente es el Rey!”. “¡Le llamaron el Rey pacífico! Pero también es el Rey terrible para los que tienen que tener miedo de su juicio”. “¿Viste qué rayos se desprendían de su Rostro?”. “¡Y qué fulgores en sus ojos!”. “Yo no me atrevía a mirarle fijamente. Y hubiera querido hacerlo, porque quizás solo en el Cielo me será concedido verle así. Y quiero conocerle para no tener miedo entonces”. “No debemos temer si seguimos siendo lo que somos, sus fieles siervos. Oíste: «Quiero deciros que os sigo amando. La paz sea con vosotros, hombres de buena voluntad». Ni una palabra de más. Pero en ese poco está, entero, el ver que aprueba todo lo que hasta ahora se ha hecho y, entera, la mayor promesa para la vida futura. ■ Entonemos el canto de la alegría, de nuestra alegría: «Gloria a Dios en los Cielos altísimos y paz en la Tierra a los hombres de buena voluntad». Verdaderamente el Señor ha resucitado, como lo había dicho por boca de los profetas, y con su Palabra que no puede equivocarse. Ha dejado con su Sangre todo aquello que, de corrupción, el beso de un hombre había inyectado en Él; y, purificado ya el altar, su Cuerpo ha tomado la inefable belleza de Dios. Antes de subir a los Cielos se ha mostrado a sus siervos. ¡Aleluya! Vayamos cantando, ¡aleluya! ¡La eterna juventud de Dios! Vayamos anunciando a las gentes que Él ha resucitado, ¡aleluya! El Justo, el Santo ha resucitado, ¡aleluya! Del Sepulcro, el inmortal ha salido. Y el hombre justo con Él ha resucitado. En el pecado como en una gruta estaba encerrado el corazón del hombre. Murió para decir: ¡resucitad! Y los que estaban dispersos han resucitado, ¡aleluya! Abiertas las puertas de los Cielos a los elegidos ha dicho: «Venid». Que nos conceda, por su santa Sangre, que también nosotros subamos, ¡aleluya!”. ■ Matías, el anciano ex-discípulo de Juan el Bautista, va a la cabeza, cantando, como quizás en el pasado David cantaba a la cabeza de su pueblo por los caminos de Judea. Los otros le siguen, haciendo coro a cada aleluya, repletos de júbilo santo. ■ Jonatás, que forma parte del grupo, dice, cuando ya Jerusalén aparece a los pies de ellos desde la pequeña colina que están bajando con paso veloz: “Porque dije que Él había nacido perdí patria y casa, y con su muerte he perdido la otra casa, en que durante treinta años trabajé como un hombre honrado. Pero, aunque me hubieran quitado la vida por su causa, habría muerto alegremente, pues por Él la hubiese perdido. No guardo rencor al que no me quiere por causa de Él. Mi Señor me ha enseñado la perfecta mansedumbre con su muerte. No me preocupa el mañana. Mi morada no está aquí, sino en el Cielo. Viviré en la  pobreza que Él tanto amó y le serviré hasta el momento en que me llame…y… sí… le ofreceré también… el que renuncie a mi patrona… Ésta es la espina que más me punza… Pero, ahora que he visto el dolor del Mesías y su gloria, no debe dolerme mi dolor, sino que solo debo esperar la gloria celestial. Vamos a decir a los apóstoles que Jonatás es el siervo de los siervos del Mesías”. (Escrito el 4 de Abril de 1945).
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10-625-201 (11-11-679).- Aparición, al atardecer del Domingo de Resurrección, a los discípulos de Emmaús (1).
* Cleofás y Simón, dos discípulos, hablan de los últimos sucesos, camino hacia Emmaús.- Por un camino montañoso dos hombres, de edad madura, van andando rápido. A sus espaldas, Jerusalén, cuyas alturas van desapareciendo, cada vez más detrás de las ondulaciones y valles que se subsiguen. Hablan entre sí. El que parece de mayor de edad dice al otro, que tendrá como mucho unos treinta y cinco años: “Créelo, ha sido mejor hacer esto. Yo tengo familia y tú también. El Templo no bromea. Está decidido realmente a poner fin a estas cosas. ¿Tendrá razón? ¿No la tendrá? Yo no lo sé. Lo único que sé es que están resueltos a terminar para siempre con todo esto”. Cleofás: “Con este crimen, Simón. Dale el nombre apropiado. Porque, por lo menos, delito es”. Simón: “Según se vean las cosas. En nosotros es el amor lo que nos hace rebelarnos contra el Sanedrín. Pero tal vez… ¡quién sabe!”. Cleofás: “Nada. El amor ilumina. No lleva al error”. Simón: “También el Sanedrín como los sacerdotes y los jefes aman. Ellos aman a Yeové, a Aquel al que todo Israel ha amado desde cuando se selló el pacto entre Dios y los Patriarcas (2). ¡Entonces, también para ellos el amor es luz, y no lleva al error!”. Cleofás: “Lo suyo no es amor al Señor. Es verdad que Israel desde hace siglos está en esa Fe. Pero, dime: ¿puedes afirmar que sigue siendo una Fe lo que nos dan los jefes del Templo, los fariseos, los escribas, los sacerdotes? Ya ves tú mismo que con el oro sagrado destinado al Señor —ya se sabía o, al menos, se sospechaba que esto sucediera— con ese oro han pagado al traidor y ahora pagan a los guardias. Al primero,  para que entregase al Mesías; a los segundos, para que mientan. ¡Oh, lo que no comprendo es cómo el Poder eterno se haya limitado a sacudir las murallas y a rasgar el Velo! Te aseguro que yo hubiera querido que bajo los escombros hubiera sepultado a los nuevos filisteos (3). ¡A todos!”. Simón: “¡Cleofás! Tú no piensas más que en venganza”. Cleofás: “Sin duda alguna. Porque, supongamos que Él hubiera sido solo un profeta, ¿es lícito acaso matar a un inocente? ¡Porque inocente era! ¿Le has visto alguna vez cometer tan siquiera uno de esos delitos de que le acusaron para matarle?”. Simón: “No, ninguno. ■ Pero sí cometió un error”. Cleofás: “¿Cuál fue, Simón?”. Simón: “El de no haber mostrado su poder desde lo alto de la Cruz, para confirmar nuestra fe y para castigar a los incrédulos sacrílegos. Debía Él haber aceptado el desafío y bajar de la Cruz”. Cleofás: “Ha hecho mucho más. ¡Ha resucitado!”. Simón: “¿Pero será verdad? Resucitado, ¿cómo? ¿Con solo el Espíritu o con el Espíritu y su Cuerpo?”. Exclama Cleofás: “¡Pero el espíritu es eterno! ¡No tiene necesidad de resucitar!”. Simón: “Eso también lo sé yo. Lo que quería decir es que si ha resucitado solo con su Naturaleza de Dios, superior a cualquier asechanza humana. Porque en estos días el hombre ha atentado contra su Espíritu con el terror. ¿Has oído lo que ha dicho Marcos? Cómo, en el Getsemaní, el peñasco a donde Él había ido a orar está bañado de sangre. Y Juan, que ha hablado con Marcos, le ha dicho: «No permitas que se pisotee ese lugar porque tiene sangre sudada por el Hombre-Dios». ¡Si ha sudado antes de su Pasión, sin duda debió sentir terror ante ella!”. Cleofás: “¡Pobre Maestro nuestro!…”. Se callan afligidos.
* Los dos discípulos con el Peregrino.- ■ Jesús se llega a ellos, y pregunta: “¿De qué habláis? En el silencio, oía a intervalos vuestras palabras. ¿A quién han matado?”. Es un Jesús oculto bajo la apariencia modesta de un pobre viajero que va deprisa. Los dos no le reconocen. Cleofás: “¿Eres de otros lugares? ¿No te has detenido en Jerusalén? Tu vestido lleno de polvo y las sandalias tan rotas nos parecen que son de un peregrino incansable”. Jesús: “Lo soy. Vengo de muy lejos…”. Cleofás: “Has de estar cansado, entonces. ¿Vas lejos?”. Jesús: “Muy lejos, aún más lejos que de donde vengo”. Cleofás: “¿Viajas por negocios?”. Jesús: “Tengo que conseguir un número ilimitado de rebaños para el más grande Señor. Debo de recorrer todo el mundo para escoger ovejas y corderos; e ir incluso entre los rebaños salvajes, los cuales, una vez domesticados, serán incluso mejores que los que ahora no son salvajes”. Simón: “Trabajo difícil. ¿Y has proseguido sin haberte detenido en Jerusalén?”. Jesús: “¿Por qué lo preguntáis?”. Simón: “Porque pareces  el único que ignora lo que en ella ha sucedido en estos días”. Jesús: “¿Qué ha sucedido?”. Simón: “Vienes de lejos y por eso tal vez lo ignoras. Sin embargo, tu modo de hablar es galileo. Por tanto, aunque estés a las órdenes de un rey extranjero o seas hijo de un galileo expatriado, sabrás, si eres un circunciso, que hacía tres años que surgió en nuestra patria un gran profeta llamado Jesús de Nazaret, poderoso en obras y palabras ante Dios y ante los hombres, que anduvo predicando por todo el país. Y decía que era el Mesías. Sus palabras y obras eran realmente de Hijo de Dios, como Él afirmaba serlo. Ahora sabes el por qué… ■ Pero, ¿eres circunciso?”. Jesús: “Soy primogénito y consagrado al Señor”. Cleofás: “Entonces conoces nuestra Religión”. Jesús: “No ignoro ni una sílaba de ella. Conozco sus preceptos y costumbres. Conozco el Halasia, el Midrás, y el Haggadá (4) como conozco el aire, el agua, el fuego y la luz que son los primeros elementos a los que se dirigen la inteligencia, el instinto, las necesidades que el hombre experimenta apenas nacido”. Cleofás: “Pues entonces tú sabes que a Israel se le había prometido el Mesías, pero un Mesías como rey poderoso que habría de reunir a Israel. Él, sin embargo, no era así…”. Jesús: “¿Y cómo era?”. Cleofás: “Él no ambicionaba ningún poder terrenal, sino que se decía rey de un Reino eterno y espiritual. No ha reunido a Israel. Al contrario, lo ha escindido, porque ahora Israel está dividido entre los que creen en Él y los que le consideran un malhechor. A decir verdad, no tenía aptitud para rey porque quería solo mansedumbre y perdón. ¿Y cómo poder conseguir conquistar y triunfar con estas armas?”. Jesús: “¿Y entonces?”. Cleofás: “Pues entonces los jefes de los Sacerdotes y los Ancianos de Israel le apresaron y le sentenciaron a muerte… acusándole, esto es verdad, de culpas no verdaderas. Su culpa fue la de ser demasiado bueno y demasiado severo…”. Jesús: “¿Cómo podía ser las dos cosas al mismo tiempo?”. Cleofás: “Lo podía, porque era muy severo en decir las verdades a los jefes de Israel, y demasiado bueno en no obrar contra ellos un milagro para matarlos, fulminando a sus enemigos injustos”. Jesús: “¿Era severo como el Bautista?”. Cleofás: “Bueno… no sabría decirlo. Echaba en cara, sobre todo en los últimos meses, a los escribas y fariseos sus defectos, y amenazaba a los del Templo como a personas señaladas por la ira de Dios. Por otra parte, si uno era pecador y se arrepentía y Él veía en su corazón un verdadero arrepentimiento, porque el Nazareno leía en los corazones mejor que un escriba en el texto escrito, entonces era más dulce que una madre”. Jesús: “¿Permitió Roma que fuera ejecutado un inocente?”. Cleofás: “Pilatos fue quien le condenó a muerte… Pero no quería y decía de Jesús que era un justo. Pero le amenazaron con denunciarle ante César, y tuvo miedo. ■ En una palabra, fue condenado a la cruz y en ella murió. Y esto, junto con el temor que tenemos a los sanedristas, nos ha deprimido mucho. Yo soy Cleofás, hijo de Cleofás, y este es Simón, ambos de Emmaús y parientes, porque yo soy esposo de su primera hija, y éramos discípulos del Profeta”. Jesús: “¿Y ahora no lo sois?”. Simón: “Nosotros esperábamos que sería Él el que libraría a Israel, y también que con un prodigio confirmase sus palabras. ¡Pero…!”. Jesús: “¿Qué palabras había dicho?”. Cleofás: “Te lo hemos dicho: «He venido al Reino de David. Yo soy el Rey pacífico» y cosas semejantes. También decía: «Venid al Reino», pero luego no nos dio el Reino. Agregaba: «Al tercer día resucitaré». Hoy ya hace tres días que murió. Más bien ya pasaron, porque la hora de nona ya pasó y Él no ha resucitado. Algunas mujeres y algunos guardias dicen que sí, que ya resucitó, pero nosotros no le hemos visto. Los guardias dicen ahora que así dijeron para justificar el robo del cadáver llevado a cabo por los discípulos del Nazareno. ¡Los discípulos!… Todos nosotros le hemos abandonado cuando aún vivía… Y está claro que ahora que está muerto no le hemos robado. Las mujeres… ¿quién les va a creer? ■ Nosotros discutíamos sobre esto, y tratábamos de saber si Él se refería a resucitar solo con el Espíritu de nuevo divino, o si también con su Cuerpo. Las mujeres dicen que los ángeles —porque dicen haber visto también ángeles después del terremoto, y es probable porque el viernes salieron de sus sepulcros los justos—  afirman que los ángeles les dijeron que Él estaba como uno que nunca ha muerto. Y así se apareció a las mujeres. Pero dos de los nuestros, dos de los principales, fueron al Sepulcro, y lo encontraron vacío, como las mujeres habían afirmado, pero no le vieron, ni allí, ni en ninguna otra parte. Y estamos realmente desconsolados, porque no sabemos qué hacer”.
* “El error de Israel consiste en haber interpretado a su modo la realeza del Mesías”.- ■ Jesús les dice: “¡Oh, cuán necios y duros sois para comprender! ¡Cuánto os cuesta creer en las palabras de los profetas! ¿Acaso no estaba ya dicho esto? El error de Israel consiste en haber interpretado a su modo la realeza del Mesías. Por esto no le creyeron, por esto le temieron, por esto ahora vosotros dudáis. Arriba, abajo, en el Templo y en las aldeas, en todas partes, se pensaba en un rey según la naturaleza humana. La reconstrucción del Reino de Israel, en el pensamiento de Dios, no está limitada, al tiempo, al espacio y a los medios. No al tiempo: toda realeza, aun la más poderosa, no es eterna. Recordad a los poderosos faraones que oprimieron a los hebreos en tiempos de Moisés. ¡Cuántas dinastías han muerto! De ellas solo quedan momias sin alma en el fondo de sepulcros ocultos. Solo queda un recuerdo de ellos, si es que queda, y es que su poder duró una hora (menos de una hora si medimos su duración en relación al Tiempo eterno). Este Reino es eterno. No al espacio. Estaba escrito: Reino de Israel, porque de Israel salió el tronco de la raza humana (5), porque en Israel, si se puede decir, está el germen de Dios, y por esto al haberse dicho Israel, se quería dar a entender: el reino de los hombres creados por Dios. La realeza del Mesías-Rey no está limitada al estrecho espacio de la Palestina, sino se extiende de norte a sur, de oriente a occidente, dondequiera que haya un cuerpo en que vive un alma, esto es, un hombre. ¿Cómo habría podido uno solo reunir en sí todos los pueblos, entre sí enemigos, y formar un solo reino sin hacer correr ríos de sangre y sin tener a todos sometidos a punta de espada? ¿Cómo habría podido ser entonces el rey pacífico de quien hablan los profetas? No a los medios: he dicho que el medio humano es la opresión. El medio sobrehumano es el amor. El primero siempre es limitado, porque los pueblos pronto se rebelan contra el opresor. El segundo es ilimitado porque el amor es amado, o vejado si no es amado; pero, siendo una cosa espiritual, no puede ser agredido directamente. Y Dios, el Infinito, quiere medios que sean como Él. Quiere aquello que no es finito, porque es eterno: el espíritu; lo que es del espíritu; lo que lleva al Espíritu. El error ha sido el haber concebido en la mente una idea mesiánica equivocada en cuanto a los medios y a la forma. ■ ¿Cuál es la realeza más alta? La de Dios. ¿No es verdad? Ahora bien —así es llamado y esto es el Mesías—, el Admirable, el Emmanuel, el Santo, el Retoño sublime, el Fuerte, el Padre del siglo futuro, el Príncipe de la paz, el que es Dios como Aquél de quien viene, ¿no tendrá una realeza semejante a la de Aquél que le engendró? Sí, que la debe tener. Una realeza del todo espiritual y eterna, a salvo de rapiñas y sangre, que desconozca las traiciones y las revueltas. ¡Su realeza! La que la Bondad eterna concede aun a los pobres mortales, para dar honra y gloria a su Verbo. ¿No acaso dijo David que este Rey poderoso tendría todas las cosas bajo sus pies como escabel? (6). ¿No describió Isaías toda su Pasión (7) y David, podría decir, que contó sus torturas? (8). ¿No acaso está dicho que Él es el Salvador y Redentor que con su holocausto salvará al hombre pecador? (9). ¿Y no está precisado, —y Jonás es signo de ello—, que durante tres días estaría en las oscuras entrañas de la Tierra, y que luego sería arrojado de ellas como el profeta lo fue del vientre de la ballena? (10). ■ ¿No se ha dicho de Él: «Mi Templo, esto es, mi Cuerpo al tercer día después de haber sido destruido, volverá a ser reedificado por Mí (o sea, por Dios)»? ¡Y qué! ¿Pensabais que por magia Él levantaría los muros del Templo? No. No los muros sino a Sí mismo. Solo Dios podía levantarse por Sí mismo. Él ha vuelto a levantar el verdadero Templo: su Cuerpo de Cordero. Inmolado, como estaba determinado y según la profecía de Moisés, para preparar el «paso» de la muerte a la vida, de la esclavitud a la libertad de los hombres hijos de Dios y esclavos de Satanás (11). ■ ¿Cómo ha resucitado? os lo preguntáis. Os respondo: Ha resucitado con su verdadero Cuerpo y con su Espíritu divino dentro del Cuerpo, como en cada cuerpo mortal habita el alma, que reina en el corazón. Así ha resucitado, después de haber padecido para expiar todo, para reparar el Pecado de los primeros padres, y los innumerables que diariamente la raza humana comete. Ha resucitado como está dicho bajo el velo de las profecías. ■ Llegado en su tiempo —os recuerdo a Daniel (12)—, en su tiempo fue Inmolado. En el tiempo que estaba prescrito. Oíd y no olvidéis, en el tiempo fijado después de su muerte, la ciudad deicida será destruida. Os aconsejo que leáis con el alma, no con la inteligencia soberbia, los profetas desde el principio del Libro hasta las palabras del Verbo inmolado; recordad al Precursor que le señaló como al Cordero, traed a la memoria cuál era el destino simbólico del cordero mosaico. Por esa sangre los primogénitos de Israel fueron salvados (13). Por esta Sangre serán salvados los primogénitos de Dios, esto es, quienes con su buena voluntad se habrán consagrado al Señor. Recordad y comprended el salmo mesiánico de David y al mesiánico profeta Isaías. Recordad a Daniel, traed a la memoria, pero levantándola de lo terrenal a lo superior, cada palabra acerca de la realeza del Santo de Dios, y comprenderéis que no podía haber sido dada otra señal apropiada que la de la victoria sobre la Muerte, que la Resurrección que el mismo ha realizado. ■ Recordad que no hubiera sido conforme a su misericordia y a su misión el castigar desde lo alto de la Cruz a los que le habían clavado en ella. ¡Todavía Él era el Salvador a pesar de ser el Crucificado escarnecido, clavado a un patíbulo! Sus miembros estaban clavados, pero libres su espíritu y su voluntad; y con el espíritu y la voluntad quiso seguir esperando, para dar tiempo a los pecadores de creer y de invocar su Sangre sobre sí, no con un rito blasfemo, sino con un gemido de dolor. Ahora ha resucitado. Todo está terminado. Glorioso era antes de su encarnación. Tres veces glorioso lo es ahora, que, después de que se aniquiló durante tantos años en un cuerpo, se ha inmolado a Sí mismo, obedeciendo hasta la perfección de saber que moriría sobre la cruz para cumplir la voluntad de Dios. ■ Gloriosísimo, juntamente con su Cuerpo glorificado, sube ahora al Cielo y entra en la Gloria eterna, dando comienzo al Reino que Israel no ha comprendido. A ese Reino Él, ahora con más instancia que nunca, con el amor y la autoridad de que está lleno, llama a todas las tribus del mundo. Como vieron y previeron los justos de Israel y los profetas, todos los pueblos vendrán al Salvador. Y no habrá ya más judíos o romanos, escitas o africanos, íberos o celtas, egipcios o frigios. El territorio del otro lado del Éufrates estará al lado de los númidas en su Reino, y desaparecerán razas y lenguas. Ni las costumbres ni el color de la piel o cabellos, tendrán lugar en su Reino. Sino que será un solo pueblo, inmenso, brillante, bello, un único lenguaje, un único amor. Será el Reino de Dios. El Reino de los Cielos. Monarca eterno: el Inmolado Resucitado. Súbditos eternos: los que creen en Él. Tratad de creer para que forméis parte de Él. Bien amigos, ahí está Emmaús. Yo voy más lejos. Al viajero que tanto camino le resta, no se le permite reposo alguno”.
* Al partir el pan y distribuir se manifiesta en lo que es Él, el Resucitado.- ■ Los dos discípulos suplican: “Señor, estás más instruido que un rabí. Si no hubiera muerto Él, diríamos que Él en persona nos ha hablado. Quisiéramos oír de Ti otras verdades y mejor explicadas. Porque todavía nosotros, cual ovejas sin pastor, espantadas por la borrasca del odio de Israel, no podemos comprender las palabras del Libro. ¿Quieres que vayamos contigo? Mira, nos instruirías un poco más, haciendo lo que solía hacer el Maestro que nos fue arrebatado”. Jesús: “Durante tanto tiempo le habéis tenido, ¿y no ha podido haceros perfectos? ¿No es ésta una sinagoga?”. Cleofás: “Soy Cleofás, hijo de Cleofás el sinagogo, que murió de alegría al haber conocido al Mesías”. Jesús: “¿Y todavía no has llegado a creer claramente? Pero no es vuestra culpa. Después de la Sangre vendrá el Fuego. Luego creeréis porque comprenderéis. Adiós”. Cleofás: “¡Oh, Señor, la tarde ya está encima! El sol, se inclina sobre su lecho. Cansado estás, y sediento. Entra. Quédate con nosotros. Nos hablarás de Dios, mientras compartimos el pan y la sal”. ■ Jesús entra y con la hospitalidad hebrea le sirven bebidas y también agua para sus pies cansados. Se sientan a la mesa y le ruegan ofrezca los alimentos. Jesús se pone de pie. El pan en las palmas. Con los ojos levantados al cielo rojo crepuscular, da gracias por los alimentos y se sienta. Parte el pan, y lo distribuye entre los dos. Al hacer esto se manifiesta en lo que es Él, el Resucitado. No tiene el resplandor con que se ha manifestado a los otros predilectos suyos, pero es un Jesús en quien brilla la majestad, con sus llagas bien visibles en sus largas Manos: color rojo sobre un color de marfil. Un Jesús que vive nuevamente con su Cuerpo, pero también es un Dios con la majestad en su mirar y en su actitud. ■ Los dos le reconocen y caen de rodillas… Pero, cuando se atreven a levantar su cara, no queda de Él sino el pedazo de pan partido. Lo toman y lo cubren de besos. Toman el pedazo que habían recibido y envolviéndolo en un lienzo de lino lo guardan en el pecho como una reliquia. Entre lágrimas exclaman: “¡Él era! Y no le reconocimos. Y con todo, ¿no sentías que te ardía el corazón en el pecho al oírle hablar y al señalarnos las Escrituras?”. Cleofás: “Así es. Y ahora me parece verle de nuevo, a la luz que del Cielo proviene, la luz de Dios; y veo que Él es el Salvador”.
* “Vámonos… Vamos a contarlo a los discípulos de Jesús, en Jerusalén”.- ■ Dice Simón: Vámonos. No me siento ni cansado, ni con hambre. Vamos a contarlo a los discípulos de Jesús, en Jerusalén”. Cleofás: “Vamos. ¡Oh, si mi anciano padre hubiera podido gozar de estos momentos!”.  Simón: “No digas esto. Él, más que nosotros, ha gozado de ellos, sin el velo de la carne, que se nos da a nosotros por causa de nuestro ser mortal, él, el justo Cleofás, ha visto con su espíritu al Hijo de Dios volver a entrar en el Cielo. ¡Vamos! ¡Vamos! Llegaremos cuando sea muy noche. Pero, si Él lo quiere, nos proporcionará el modo de pasar las murallas. Si ha abierto las puertas de la muerte, ¡muy bien podrá abrir las de las murallas! ¡Vamos!”. Y mientras los últimos rayos crepusculares se despiden de la tierra, con paso veloz se dirigen a Jerusalén. (Escrito el 5 de Abril de 1945).
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1  Nota  : Cfr. Mc.  16,12-13;  Lc. 24,13-35.   2  Nota  : Cfr. Gén.  6,17-22; 9,1-17;  Ex. 19-40 (sobre todo:19-20;34).    3  Nota   : Cfr. Jue. 16,22-31.  4  Nota  : Cfr.  Esto es,  los comentarios rabínicos sobre la Biblia.   5  Nota  : Cfr.  Génesis   1-2; 25,19-37,1   (especialmente 32,22-32; 35,21-26).  6  Nota  : Cfr.  Sal. 109.   7  Nota  : Cfr.  Isaías 50,4-9;  52,13-53,12.  8  Nota  : Cfr.  Sal.  21.   9  Nota  : Cfr.  Is.  53,10-12.   10  Nota  : Cfr.  Jon.  2.   11  Nota  : Cfr.  Éx.  12,21-28.   12  Nota  : Cfr.  Dan.  9.   13  Nota  : Cfr.  Ex. 11,1-13,16.
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10-626-208 (11-12-686).- La Virgen, punto de unión entre paganos y creyentes. Alusiones a otras apariciones: a romanos/as  y  hebreas.
* La Virgen lleva a los paganos, deseosos de conocer a Jesús porque no quieren seguir más en el error, a donde los apóstoles: “los elegidos a una misión especial”.- ■ La casa del Cenáculo está llena de gente. El vestíbulo, el patio, las habitaciones, menos el Cenáculo y la habitación donde está la Virgen, dan el aspecto alegre y bullicioso de un lugar donde muchos se encuentran después de un tiempo para una fiesta. Están los apóstoles, menos Tomás. Están los pastores. Están las mujeres fieles, además de Juana, Nique, Elisa, Sira, Marcela, y Ana. Hablan todos en voz baja, pero con excitación clara y festiva. La casa está bien cerrada, como por temor a algo, cosa que no les impide que muestren su alegría. Marta, junto con Marcela y Susana, va y viene preparando la cena de los «siervos del Señor» como se ha dado en llamar a los apóstoles. Las otras y los otros siguen contentos intercambiando sus impresiones, sus temores, sus deseos… cual niños que esperan algo que les emociona y que, también un poco, les asusta. ■ Los apóstoles quisieran dar impresión de mayor serenidad que los demás, pero son los primeros en turbarse si un ruido se oye en el portón o si una ventana se abre. El hecho incluso de que llegue Susana presurosa con dos lámparas encendidas para ayudar a Marta, que busca manteles, hace que Mateo retroceda bruscamente y grite: “¡El Señor!”. Y esto hace, a su vez, que Pedro —visiblemente más inquieto que los demás— caiga de rodillas. ■ Una llamada en el portón corta todas las palabras y pone en vilo los ánimos. Nadie se mueve. Creo que todos los corazones laten a gran velocidad. Miran por el ventanillo y abren con un “¡oh!” de sorpresa, al ver al grupo inesperado de las mujeres romanas a quienes acompaña Longinos y otro que, como Longinos, viene vestido de oscuro. Las mujeres vienen envueltas en sus mantos oscuros, cubiertas las cabezas. No traen sus joyas para no llamar la atención. Plautina, la más respetada de todas, pregunta: “¿Podemos entrar un momento para anunciar nuestra alegría a la Madre del Salvador?”. Le dicen: “Pasad. Allí está”. Entran en grupo, junto con Juana y Magdalena que, me parece, conoce a todas. Longinos y el otro romano se quedan aislados —y es que los miran con un cierto recelo— en un ángulo del vestíbulo. Las mujeres saludan: “¡Ave Domina!”, y luego se arrodillan diciendo: “Si antes admirábamos la Sabiduría, ahora queremos ser hijas del Mesías. Lo decimos a ti. Eres la única que puedes hacer que los hebreos no desconfíen de nosotras. Vendremos a ti para que nos instruyas, hasta que ésos (y señala a los apóstoles que están en grupo en la entrada) nos permitan llamarnos seguidoras de Jesús”. La que habló por todas fue Plautina.  María sonríe dichosa y contesta: “Pido al Señor que purifique mis labios como al Profeta (1) para poder hablar dignamente de mi Señor. ¡Sed benditos, primicias de Roma!”. ■ Plautina: “También Longinos desearía… y el de la lanza, que sintió un fuego dentro de su corazón… cuando cielos y tierra se abrieron al grito de Dios. Pero, si nosotras no sabemos gran cosa, ellos no saben nada, aparte de que…  Él era el Santo de Dios y que no quieren seguir más en el Error”. Virgen: “Les dirás que vayan a los apóstoles”. Plautina: “Allí están. Pero no les tienen confianza”.  María se levanta y se dirige donde están los soldados. Los apóstoles la ven, y tratan de adivinar lo que quiere hacer. Virgen: “Dios os lleve a la luz, hijos. Venid a conocer a los siervos del Señor. Éste es Juan. Le conocéis ya. Éste es Simón Pedro, a quien mi Hijo y Señor eligió para que sea cabeza de sus hermanos. Éste es Santiago, y éste Judas, primos del Señor. Éste es Simón, y éste Andrés, hermano de Pedro. Éste Santiago, hermano de Juan. Éstos son Felipe, Bartolomé y Mateo. Falta Tomás, que no ha venido; pero le nombro, como si estuviese presente. Éstos son los elegidos a una misión especial. Pero éstos, que están en la sombra con ademán humilde, son los primeros por su heroísmo en amar. Hace más de seis lustros que hablan del Mesías. Ni las persecuciones que han padecido, ni los padecimientos que soportó mi Hijo, han hecho bambolear su fe. Pescadores, pastores, y vosotros patricios, recordad que en el Nombre de Jesús no hay distinción. El amor por el Mesías hace que todos seáis iguales y hermanos. Mi amor os llama hijos, aun a vosotros que sois de otras naciones. Es más, puedo decir que os vuelvo a encontrar, después de haberos perdido, porque estuvisteis junto a mi Hijo en los momentos en que moría”.
* Romanos/as y hebreas expresan sus experiencias personales con el Resucitado.- ■ La Virgen continúa: “Longinos, no olvidaré tu buen corazón; ni tus palabras, soldado. Yo parecía morir, pero todo lo observaba. No tengo con qué recompensaros. Y en verdad que al tratarse de cosas santas, no hay dinero que valga, sino solo amor y oración. Esto os daré, rogando ante Jesús para que Él os lo pague”. Longinos dice: “Ya hemos recibido la recompensa, Domina. Por esto, hemos tenido el valor de venir todos juntos. Nos reunió un común impulso. Ya la fe ha tendido su lazo para unir los corazones”. Todos se acercan picados de la curiosidad. Y hay quien, superando la reserva y tal vez la antipatía al contacto pagano, pregunta: “¿Qué es lo que habéis recibido?”. Longinos dice:  “Yo una voz, la suya. Decía: «Ven a Mí»”. Y el otro soldado dice: “Y yo oí: «Si me crees el Santo, cree en Mí»”. Plautina: “Y nosotras, mientras esta mañana estábamos hablando de Él, vimos una luz, ¡una luz!, que tomó forma de rostro. ¡Oh, di tú cómo resplandecía! Era su rostro. Y nos sonrió con tanta dulzura que ya no tuvimos sino un deseo, el de venir a deciros: «No nos rechacéis»”. Se producen comentarios y susurros. Todos hablan repitiendo cómo le han visto. ■ Los diez apóstoles se quedan callados, apesadumbrados. Buscando una compensación y no aparecer como los únicos que se hayan quedado sin su saludo, preguntan a las mujeres hebreas si no han recibido su regalo de pascua.  Elisa responde: “Me ha quitado la espada de dolor que sentía por la muerte de mi hijo”. Y Ana: “He escuchado su promesa de que los míos gozan de la salvación eterna”. Y Sira: “Yo una caricia”. Y Marcela: “Yo un resplandor, y su Voz que decía: «Persevera»”. Nique  no dice nada y le preguntan: “¿Y tú Nique?”. Otros responden: “Ya había recibido”. Nique: “No. He visto su Rostro y me ha dicho: «Para que se imprima éste en tu corazón». ¡Qué hermoso era!”. Marta se va y viene solícita sin decir nada. Dice Magdalena: “¿Y tú, hermana? ¿No te ha dado algo a ti? No dices nada, pero sonríes. Demasiado dulce es tu sonrisa para no tener de qué alegrarte”. Otras confirman: “Es verdad. Tienes bajos los párpados, tu lengua está muda, pero brillan tanto tus ojos tras el velo de las pestañas, que es como si cantases una canción de amor”. Y se dirigen a la Virgen: “¡Habla, habla! Madre, ¿a ti te ha dicho algo Marta?”. La Virgen sonríe y no dice nada. Marta, que está ocupada en poner manteles sobre la mesa, no quiere que se sepa nada de su feliz secreto. Pero su hermana no la deja en paz. Entonces, llena de sonrojo dice: “Me ha dado cita para la hora de la muerte y de los esponsales realizados…” y su cara se enciende de un rojo vivo y en una sonrisa del alma. (Escrito el 5 de Abril de 1945).
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1  Nota  : Cfr. Is.6,5-7.
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10-627-211 (11-13-689).- Aparición, en la noche del Domingo de Resurrección, a los diez apóstoles, en el Cenáculo (1).
* Los apóstoles se sienten desparpajados.- Están en el Cenáculo. Debe ser muy de noche porque no se oye ningún ruido. Creo que los que vinieron antes se han retirado o a sus propias casas o a dormir, cansados de tantas emociones. Los diez, sin embargo, comidos unos pescados —quedan algunos todavía en un plato que está encima de un aparador—, hablan a la luz de la llama de una lámpara, la más cercana a la mesa. Siguen todavía sentados a la mesa. Su conversación es entrecortada. Está hecha casi de monólogos, porque parece como si cada uno, más que con su compañero, hablara consigo mismo, mientras los otros le dejan hablar; a lo mejor hablando a su vez de algo completamente distinto. Pero me da la impresión de que todas estas palabras inconexas, cual rayos sueltos de una rueda, giran en torno a un único centro: Jesús. ■ Dice Judas de Alfeo: “Mi temor es de que Lázaro haya comprendido mal, y que las mujeres hubiesen comprendido mejor que él…”. Pregunta Mateo: “¿A qué hora dijo la romana que le había visto?”. Nadie responde. Dice Andrés: “Mañana voy a Cafarnaúm”. Dice Bartolomé: “¡Qué maravilla! Coincidir exactamente en el momento que sale la litera de Claudia”. Suspira Juan: “Hicimos mal, Pedro, en habernos venido inmediatamente… Si nos hubiéramos quedado, le habríamos visto, como Magdalena”. Se dice a sí mismo Santiago de Zebedeo: “No comprendo cómo pudo estar en Emmaús y en el palacio al mismo tiempo. Y cómo aquí, con su Madre, y con  Magdalena y con Juana, y también al mismo tiempo…”. Pedro: “No vendrá. No he llorado lo suficiente para merecerlo… Tiene razón. Yo aseguro que me hará esperar tres días, por mis tres negaciones. Pero ¡cómo, cómo pude haber hecho eso!”. Zelote: “¡Qué transfigurado estaba Lázaro! Os aseguro que parecía un sol. Me imagino que le pasó lo mismo que a Moisés, después que vio a Dios (2). E inmediatamente después de que ofreció su vida. ¿O no es verdad, vosotros que os encontrabais allí?”.  Nadie le escucha. ■ Santiago de Alfeo se vuelve hacia Juan y le pregunta: “¿Cómo dijo a los de Emmaús? Me parece que nos ha disculpado, ¿no es verdad? ¿No dijo que todo había sucedido porque nosotros los israelitas comprendemos mal la naturaleza de su Reino?”. Juan no le presta atención; se vuelve a Felipe, mira a éste y dice… más bien habla al aire, porque no se dirige a Felipe: “A mí me basta con saber que ha resucitado. Y… y también que mi amor sea cada vez más fuerte. Ha ido en proporción, ¿no?, si os fijáis, al amor que hemos tenido: primero a la Madre, a María Magdalena, luego a los niños, a mi madre y a la tuya, y luego a Lázaro, a Marta… ¿Cuándo se apareció a Marta? Estoy seguro que cuando entonó el salmo davídico: «El Señor es mi Pastor, nada me falta. Me ha puesto en un lugar de abundantes pastos, me ha llevado a aguas que refrescan. Ha llamado a Sí mi alma…» (3). ¿Recuerdas cómo nos maravilló con su inesperado canto? Esas palabras se unen muy bien con lo que dijo: «Ha llamado hacia Sí a mi alma». De hecho parece que Marta ha encontrado nuevamente su camino… Antes andaba como sin saber qué hacer. ¡Ella que es tan fuerte! Tal vez en la propia llamada le dijo el lugar donde quiere que vaya; es más, se lo dijo. ¿Qué habría querido decir con «esponsales realizados»?”. Felipe, que por un momento le miró y luego dejó que hablara solo, da un suspiro: “No sabré qué decirle si viene… Huí… y me parece que huiré. Antes lo hice por temor a los hombres, ahora por temor a Él”. Se pregunta Bartolomé:  “Dicen todos que es hermosísimo. Pero ¿puede ser más bello de lo que ya era?”. Mateo:  “Yo le diré: «Me perdonaste sin decirme palabra alguna, cuando yo era publicano. Perdóname ahora con tu silencio, porque mi cobardía no merece que me hables»”. Afirma Judas de Alfeo: “Longinos dijo que había pensado: «¿Debo pedirle que me cure o que crea?». Su corazón le respondió que pidiese «poder creer» y entonces una Voz le dijo: «Ven a Mí», y experimentó la voluntad de creer y se sintió curado. Así me lo dijo”. Suspira Zelote: “Yo no puedo dejar de pensar en Lázaro, premiado inmediatamente después de haber ofrecido su vida… También yo lo he dicho: «Mi vida por tu gloria». Pero no ha venido”. ■ Pedro: “¿Qué estás diciendo, Simón? Tú que eres culto, dime: ¿Qué debo decirle para darle a entender que le amo y que le pido perdón? Tú, Juan. Tú has hablado mucho con su Madre.  Ayúdame ¡No está bien dejar solo al pobre Pedro!”. Juan se compadece de su compañero atribulado y responde: “De… de mi parte le diría sencillamente: «Te amo». En el amor está incluido también el deseo de ser perdonado y del arrepentimiento. Pero… no sé. Simón, ¿qué dices tú?”. Zelote: “Yo pronunciaría el grito que provocaba los milagros: «¡Jesús, piedad de mí!». Diría: «Jesús». Y basta. Porque es más que decir: «Hijo de David»”. Dice Pedro: “En esto pienso y es lo que me hace temblar. ¡Oh! esconderé la cabeza… Aun esta mañana tenía miedo de verle y…”. Dándole ánimos, Juan  le dice: “… y fuiste el primero en entrar. No tengas miedo. Parece como si no le conocieras”.
* “Soy Yo. No soy un fantasma. Los espectros no tienen cuerpo. Yo tengo un cuerpo verdadero”. Pone la mano sobre la cabeza de Juan. “Sientes? Tiene calor y es pesada”. Le sopla en la cara. “Y esto es aliento”.- ■ La habitación se ilumina como si un relámpago hubiese entrado en ella. Los apóstoles se tapan las caras temiendo que sea un rayo. Pero al no oír el estruendo levantan la cabeza. Jesús está en medio de la habitación, junto a la mesa. Abre los brazos, diciendo: “La paz sea con vosotros”. Nadie responde. Todos le miran, quién con la palidez o con la vergüenza o con miedo y reverencia. Se sienten atraídos y al mismo tiempo deseosos de huir. Jesús, incrementando su sonrisa, da un paso hacia delante: “No tengáis miedo. Soy Yo. ¿No teníais deseos de verme? ¿No os había dicho que iba a venir? ¿No os lo dije en la noche Pascual?”. Nadie se atreve a abrir su boca. Pedro ha empezado a llorar. Juan sonríe mientras los dos primos, con los ojos brillantes y un movimiento de palabra en los labios silenciosos, parecen dos estatuas que representan el deseo. Jesús: “¿Por qué, en vuestros corazones pugnan tanto la duda y la fe, el amor y el temor? ¿Por qué queréis seguir siendo carne y no espíritu, y no queréis solo con el espíritu ver, comprender, juzgar y obrar? ¿En la llamarada del dolor no se ha consumido todo el viejo yo, y no ha nacido el nuevo yo de una vida nueva? ■ Soy Jesús. Vuestro Jesús, resucitado, como Él había dicho. Mirad: tú que viste mis heridas y vosotros que no las visteis. Porque lo que sabéis es muy distinto de lo que Juan vio. Ven, tú primero. Estás limpio completamente. Tanto que puedes tocarme sin temor. El amor, la obediencia, la fidelidad te han purificado del todo. Mi Sangre, la Sangre con que te bañaste cuando me bajaste del patíbulo, acabó de purificarte. Mira. Son mis propias manos, mis propias heridas. Contempla mis pies. ¿Ves cómo esta señal es la del clavo? Sí. Soy Yo. No soy un fantasma. Soy Yo. Tocadme. Los espectros no tienen cuerpo. Yo tengo un cuerpo verdadero”.  Pone su mano sobre la cabeza de Juan que se ha acercado. “¿Sientes? Tiene calor y es pesada”. Le sopla a la cara. “Y esto es aliento”. Juan murmura estas palabras: “¡Oh, Señor mío!”. Jesús: “Sí. Vuestro Señor. Juan, no llores de miedo ni de deseo. Ven a Mí. Soy siempre quien te ama. Sentémonos como siempre, a la mesa. ■ ¿Tenéis algo que comer? Dádmelo, entonces”. Andrés y Mateo, caminando como sonámbulos, toman de la alacena pan y pescado, y un tarro con miel apenas abierto, que está en un lado. Jesús ofrece el alimento y come. Da a cada uno un pedazo de lo que come. Y les mira. Con mucha bondad. Pero también con tanta majestad, que ellos están paralizados. Santiago, hermano de Juan, es el primero que se atreve a hablar: “¿Por qué nos miras así?”. Jesús: “Porque quiero conoceros”. Santiago: “¿Todavía no nos conoces?”. Jesús: “Igual que vosotros que no me conocéis. Si me conocierais, sabríais quién soy, cuánto os amo y encontraríais palabras para hablarme de vuestro tormento. Estáis callados, cual estaríais enfrente de un desconocido cuyo poder imagináis y por eso teméis. Hace poco tiempo hablabais… Hace casi cuatro días que habláis con vosotros mismos diciéndoos: «Le diré esto…», diciendo a mi Espíritu: «Vuelve, Señor, para que te pueda decir esto». He venido ahora y os calláis. ¿Estoy tan cambiado que no me parezco? ¿O estáis tan cambiados, que no me amáis ya?”. ■ Juan, que está sentado cerca de Jesús, reclina su cabeza sobre su pecho como solía hacerlo antes, y con voz silenciosa dice: “Te amo, Dios mío”, pero se estremece al haber osado recargar su cabeza sobre el resplandor que mana de Jesús, pese a que la carne de su cuerpo es semejante a la nuestra. Jesús le atrae sobre su Corazón y entonces Juan se entrega libremente a un llanto de felicidad. Es la señal de que todos se acerquen.
* Pedro, si no me miras ahora, que sobre Mí he puesto un velo para ponerme al alcance de vuestra debilidad, jamás podrás venir a Mí, tu Señor, sin temor”.- ■ Pedro, que está dos asientos más allá de Juan, cae al suelo entre la mesa y el asiento, y entre lágrimas dice: “¡Perdón, perdón! Sácame de este infierno en que estoy desde hace tantas horas. Dime que comprendiste mi error. No lo quise. No fue un error de mi corazón, sino de mi debilidad humana que se impuso a él. Dime que has visto mi arrepentimiento… Hasta mi muerte durará. Pero… dime que no debo temerte como a Jesús… y yo… y yo… buscaré la manera de portarme en tal forma que Dios me perdone… y  morir… solo teniendo que sufrir un gran purgatorio”. Jesús: “Ven aquí, Simón de Jonás”. Pedro: Tengo miedo”. Jesús: “Ven aquí. No quieras ser ahora cobarde”. Pedro: “No merezco acercarme a Ti”. Jesús: “Ven aquí. ¿Qué te dijo mi Madre? «Si no le miras en este Sudario, no tendrás valor de mirarle nunca más». ¡Eres un necio! ¿Con mi Rostro, con mi dolorosa mirada no te decía que te comprendía y que te perdonaba? Regalé ese lienzo para consuelo, para guía, para absolución y bendición… ¿Qué cosa os ha hecho Satanás para cegaros en tal forma? Ahora Yo te digo: si no me miras ahora, que sobre Mí he puesto un velo para ponerme al alcance de vuestra debilidad, jamás podrás venir a Mí, tu Señor, sin temor. ¿Y entonces qué cosa te volverá a traer? Pecaste por presunción. ¿Quieres pecar ahora por obstinación? Ven, te lo mando”. Pedro va arrastrándose de rodillas, entre la mesa y los asientos, cubriendo con las manos su cara bañada en lágrimas. Jesús, poniéndole la Mano sobre la cabeza, le para cuando está a sus pies. Pedro, con un llanto aún más fuerte, toma esa Mano y la besa en medio de un verdadero sollozo sin freno. No sabe más que repetir: “¡Perdón, perdón!”. Jesús se libera del apretujón y, haciendo palanca con su mano bajo el mentón del apóstol, obliga a Pedro a alzar la cabeza y le mira fijamente a los ojos, enrojecidos, quemados, destrozados por el arrepentimiento, con sus fúlgidos Ojos serenos. Parece querer llegar al fondo del alma. Luego dice: “Vamos. Quítame el oprobio de Judas. Bésame donde él me besó. Quítame con tu beso la huella de su traición”. Pedro levanta su cabeza, al mismo tiempo que Jesús se inclina, y le besa en la mejilla… después la reclina sobre las rodillas de Jesús y se queda en esta posición, como un anciano que se comporta cual niño, que sabe que ha hecho mal, pero que se le perdona. ■ Los demás, al ver la bondad de Jesús, encuentran fuerzas para acercarse. Los primeros en hacerlo son sus primos… quisieran decir tantas cosas, que no logran decir ninguna palabra. Jesús les acaricia, y les anima con su sonrisa. Se acercan Andrés y Mateo. Mateo dice: “Como en Cafarnaúm…” y Andrés: “Yo… yo… te amo”. Bartolomé entre lágrimas: “No he sido un sabio, sino un necio. Éste sí ha sido sabio” y señala a Zelote a quien Jesús sonríe. Santiago de Zebedeo se acerca y dice a Juan: “Díselo tú…”. Jesús se vuelve y dice: “Hace cuatro noches que lo dices, y siempre he tenido compasión de ti”. Felipe, muy inclinado, es el último en acercarse, pero Jesús le obliga a levantar la cabeza: “Para predicar al Mesías se necesita mucho valor”.
* “Abrigaba esperanzas de ver lo que ciertamente Lázaro veía pero no lo logré”. “A ellos te apareciste”. “A los tres”. “A María Magdalena después de tu Madre…”. “Sí ¿por qué a las mujeres, y sobre todo a María Magdalena?… Y a nosotros, tus apóstoles, nada…”.-Están ahora todos alrededor de Jesús. Poco a poco ganan confianza. Encuentran de nuevo aquello que habían perdido o que temían haber perdido para siempre. Vuelve de nuevo la paz, la tranquilidad, y, a pesar de que Jesús aparece tan majestuoso que mantiene dentro de un cierto respeto a sus discípulos, éstos logran atravesar esos límites y empiezan a hablar. Su primo Santiago se lamenta: “¿Por qué nos has hecho esto, Señor? Sabías que somos nada y que todo viene de Dios. ¿Por qué no nos diste las fuerzas para estar a tu lado?”. Jesús le mira y sonríe. Dice Zelote: “Ahora todo se ha cumplido. Y nada debes padecer. Pero no me exijas otra vez que te obedezca hasta ese punto. He envejecido un lustro por cada hora que pasaba, y tus sufrimientos, que el amor e igualmente Satanás aumentaban en mi imaginación en cinco veces respecto a la que ya de por sí eran, han acabado con todas mis fuerzas. Solo me ha quedado fuerza para seguir obedeciendo, sujetando —como uno que se estuviera ahogando y tuviera las manos rotas— mi fuerza con la voluntad, como uno que se agarra de la tabla con los dientes, para no perecer… ¡Oh, no me pidas más esto de tu leproso!”. Jesús mira a Simón Zelote y sonríe. Andrés: “Señor, Tú sabes lo que mi corazón anhelaba. Pero después me faltó el ánimo… como si me lo hubiesen arrebatado los verdugos que te apresaron… y lo que me quedó fue un agujero por el que se escapaban todos mis pensamientos anteriores. ¿Por qué has permitido esto, Señor?”. Felipe: “Tú hablas del corazón… pero yo aseguro que me sentí como uno a quien falta la razón. Como quien recibe un mazazo en la nuca. De pronto, en la noche me encontré en Jericó… ¡Oh Dios, Dios!… ¿Pero puede un hombre padecer de este modo? Me imagino que así será la posesión. Ahora comprendo qué es esta horrible cosa…”, y abre desmesurados ojos ante el recuerdo de lo que le sucedió. Bartolomé: “Felipe tiene razón. Yo miraba atrás. Soy un viejo y no me falta el saber. Y con todo no sabía nada en aquella hora. ■ Miraba a Lázaro, cruelmente atormentado, pero seguro, y me decía: «¿Cómo puede suceder que encuentre todavía una razón para estar así y yo no?»”. Santiago de Zebedeo: “Yo también miraba a Lázaro. Y, dado que acabo de saber lo que Tú nos has explicado, no pensaba en el saber, sino que me decía: «Si al menos mi corazón fuese como el de él»; y, sin embargo, yo solo tenía dolor, dolor, dolor. Lázaro tenía dolor pero tenía paz… ¿Por qué a él tanta paz?”. Jesús mira primero a Felipe, luego a Bartolomé, a Santiago de Zebedeo, sonríe, pero no dice nada. Judas Tadeo dice: “Abrigaba esperanzas de ver lo que ciertamente Lázaro veía pero no lo logré. Por esto siempre estuve cerca de él… ¡Su cara!… Un espejo. Un poco antes del terremoto del viernes la tenía como uno que muere aplastado. Y luego, de golpe, cobró aire de majestad en su dolor. ¿Os acodáis de cuando dijo: «El deber cumplido produce paz»? Todos pensamos que se trataba de un reproche dirigido contra nosotros o algo que se decía a sí mismo. Ahora pienso que lo dijo por Ti. Lázaro fue un faro en nuestras tinieblas. ¡Cuánto le has dado, Señor!”. Jesús calla y sonríe. Andrés: “Sí. La vida. Y tal vez con ella le has dado un alma diferente. Porque, en fin, ¿en qué se diferencia de nosotros? Y, sin embargo, no es ya un hombre. Es algo más que un hombre. Por lo que había sido en el pasado, debía de haber sido menos perfecto en su espíritu. Y él ha logrado serlo, y nosotros… Señor. Mi amor ha estado vacío como ciertas espigas vacías. Solo he dado paja”.  Mateo: “No puedo pedir nada, porque mucho ha sido lo que he obtenido con mi conversión, pero ¡sí!, habría querido lo que tuvo Lázaro. Un corazón entregado a Ti. También yo pienso como Andrés…”. ■ Juan dice: “También Marta y Magdalena fueron como faros. Será su raza. Vosotros no las visteis. Una era piedad y silencio. ¡La otra! ¡Oh!, si estuvimos juntos, cual un manojo de paja alrededor de la Virgen, es porque Magdalena nos envolvió con el fuego de su valeroso amor. Sí. He mencionado la raza, pero debo agregar: el amor. Nos han superado en amar. Por eso fueron lo que fueron”. Jesús continúa sonriendo sin decir una palabra. “Pero han sido grandemente recompensados…”. “A ellos te apareciste”.  “A los tres”. “A María después de tu Madre…”. No cabe duda que los apóstoles dejan traslucir un cierto reproche por estas personas privilegiadas. “Magdalena sabe desde hace muchas horas que has resucitado. Y nosotros solo ahora podemos verte…”. Dice Judas Tadeo: “Ellas ya sin dudas. Pero nosotros ¡cuántas!… Mira, solo ahora comprendemos que nada ha terminado. ¿Por qué entonces a ellos, Señor, si todavía nos amas y no nos rechazas?”. Pedro: “Sí, ¿por qué a las mujeres, y sobre todo a María Magdalena? Incluso le has tocado en la frente, y asegura que le parece llevar una guirnalda eterna. Y a nosotros, tus apóstoles, nada…”. ■ Jesús no sonríe más. Mira seriamente a Pedro —que fue el último en hablar, y que ha ido recuperando el valor a medida que se le iba pasando el miedo— y dice: “Tenía Yo doce discípulos. Los amaba con todo mi corazón. Los había elegido, y como una madre cuidé de que crecieran durante mi vida. No tenía secretos para ellos. Todo les decía, explicaba, perdonaba su debilidad humana, sus descuidos, su terquedad… todo. Tenía discípulos. Había ricos y pobres. Tenía mujeres discípulas, de un pasado turbio y de frágil constitución. Pero mis predilectos eran los apóstoles. Llegó mi hora. Uno me traicionó y me entregó a los verdugos.  Tres se echaron a dormir mientras Yo sudaba sangre. Todos menos dos huyeron cual cobardes. Uno me negó, por temor, no obstante el ejemplo del otro joven y fiel. Y, por si no fuera suficiente, entre los doce he tenido a un suicida desesperado y uno que ha dudado en tal forma de mi perdón que no quiso creer en la misericordia de Dios pese a las palabras de mi Madre. De modo que, si hubiera mirado a mis seguidores, si los hubiese mirado con ojos humanos, habría debido asegurar: «Menos Juan, fiel en el amor, y de Simón, fiel en la obediencia, ya no tengo apóstoles». Esto es lo que debería haber dicho cuando padecía en el recinto del Templo, en el Pretorio, por las calles, en la cruz. ■ Había mujeres que me seguían… Y una, la más pecadora en el pasado, ha sido, como Juan acaba de decir, la llama que soldó las fibras rotas de los corazones. Esa mujer es María de Magdala. Tú me negaste y huiste. Ella desafió a la muerte por estar cerca de Mí. Al sentirse insultada levantó el velo para recibir los escupitajos y burlas pensando que así se asemejaba más a su Rey crucificado. En el fondo de los corazones era objeto de burla porque creía en mi Resurrección, y pese a ello, siguió creyendo; llena de congoja, ha actuado; esta mañana, pese a su dolor, dijo: «De todo me despojo, pero dame a mi Maestro». ¿Puedes repetir tu pregunta de por qué a ella? Tuve discípulos pobres que eran pastores. Pocas veces tuve la oportunidad de estar cerca de ellos, y sin embargo no dudaron en proclamar su fidelidad. Tuve discípulas tímidas, como todas las mujeres hebreas, y con todo no vacilaron en abandonar sus casas y avanzar en medio de una marea de un pueblo que me blasfemaba, con tal de darme esa ayuda que mis apóstoles me habían negado. Tuve paganas que admiraban al «filósofo». Tal lo era para ellas. Pero no tuvieron complejo, ellas las poderosas romanas, en aceptar las costumbres hebreas, para decirme, cuando todo un mundo de ingratos me había abandonado: «Somos tus amigas». ■ Tenía el rostro cubierto de escupitazos y sangre. Lágrimas y sudor corrían por mis heridas. Suciedad y polvo lo cubrían. ¿Cuál fue la mano que me limpió? ¿La tuya? Ni una de las vuestras. Éste estaba junto a mi Madre. Éste otro juntaba a las ovejas dispersas: vosotros. Y si mis ovejas estaban dispersas ¿cómo podían ayudarme? Tú escondiste tu cara por miedo al desprecio del mundo, mientras el desprecio de todos cubría a tu Maestro. Yo que era inocente. Tuve sed. Sí. Has de saber también esto. Me moría de sed. La fiebre y el dolor se habían apoderado de Mí. Ya había manado sangre de Mí en el Getsemaní por el dolor de ser traicionado, abandonado, negado, azotado, sumergido bajo las culpas infinitas y bajo el rigor de Dios. Sangre también corrió en el Pretorio. ■ ¿Quién quiso dar una gota de agua a mi garganta que ardía de sed? ¿Una mano de Israel? No, un pagano compasivo. La misma mano que, por decreto divino, me abrió el pecho para mostrar que el Corazón tenía ya una herida mortal: la que había hecho en él la falta de amor, la cobardía, la traición. Fue un pagano. Os lo recuerdo: «Tuve sed y me diste de beber». En todo Israel no hubo uno que me hubiera dado un solo consuelo. O porque no podían, como mi Madre y las mujeres fieles, o por mala voluntad. Y un pagano tuvo para el Desconocido un gesto de compasión, que mi pueblo no me dio. En el Cielo encontrará el sorbo de agua que me dio. En verdad os digo que si rechacé todo consuelo, porque cuando se es víctima no hay que mitigar el destino, no quise rechazar lo que me ofrecía el pagano, porque en ello probé la miel de todo el amor que los gentiles me brindarán como compensación de la amargura que me hizo beber Israel. No me quitó la sed. Pero sí el desconsuelo. Acepté ese sorbo para atraer hacia Mí al que se había inclinado hacia el bien. ¡Que el Padre le bendiga su compasión!”.
“¿Ya no decís nada? ¿Por qué no preguntáis otra vez por qué así he procedido? Os diré los porqués de esta hora. ¿Quiénes sois? Mis continuadores. ¿Qué debéis hacer? Convertir el mundo al Mesías. ¡Convertirlo! Es la cosa más delicada y difícil, amigos míos”.- ■ Jesús prosigue: “¿Ya no decís nada? ¿Por qué no preguntáis otra vez por qué así he procedido? No os atrevéis, ¿verdad? Os lo diré. Os diré los porqués de esta hora. ¿Quiénes sois? Mis continuadores. Lo sois pese a vuestro extravío. ¿Qué debéis hacer? Convertir el mundo al Mesías. ¡Convertirlo! Es la cosa más delicada y difícil, amigos míos. Los desprecios, las burlas, el orgullo, el celo exagerado son cosas que se opondrán al éxito. Pero, dado que nada ni nadie os habría convencido para que usaseis de bondad, condescendencia, caridad hacia los que están en las tinieblas, ha sido necesario —¿comprendéis?—, el que de una vez para siempre vierais aplastado vuestro orgullo de hebreos, de varones, de apóstoles, para comprender solamente la verdadera sabiduría de vuestro ministerio: la mansedumbre, la paciencia, amor sin límites. Ya veis que todos aquellos a quienes mirabais con desprecio o con orgullosa compasión os han superado en la fe y en el obrar. Todos. La pecadora de otros tiempos. Lázaro, el aficionado a la cultura profana, el primero que en mi Nombre perdonó y guió. Las mujeres paganas. La débil mujer de Cusa. ¿Débil? ¡En verdad que ella a todos os supera! Primera mártir de mi fe. Los saldados de Roma. Los pastores. El herodiano Mannaén, y hasta Gamaliel, el rabino. No te estremezcas, Juan. ¿Crees tú que mi Espíritu estaba en las tinieblas? Todos lo pensabais. Y esto os ha sucedido para que el día de mañana, al recordar vuestro error, no cerréis vuestro corazón a quien se acerca a la Cruz. ■ Os digo esto, aunque sé que, a pesar de decirlo, no lo haréis sino cuando la Fuerza del Señor os pliegue como débiles tallos a mi Voluntad, que es la de hacer que toda la Tierra crea en Mí. He vencido a la Muerte, pero la Muerte es menos dura que vuestro viejo hebraísmo. Y, con todo, os doblegaré. ■ Tú, Pedro, en lugar de estar llorando, tú que debes ser la Piedra de mi primera Iglesia, grábate esta amarga verdad en el corazón. La mirra se emplea para preservar de la corrupción. Llénate, pues, de mirra. Y cuando sientas deseos de cerrar el corazón y la Iglesia a uno de otra fe, recuerda que no Israel, no Israel, no Israel, sino Roma, me defendió y tuvo piedad. Acuérdate que no tú, sino una pecadora tuvo la osadía de estar a los pies de la Cruz y mereció que fuera la primera en verme. Y para que no te hagas digno de un duro reproche, imita a tu Dios. Abre el corazón y la Iglesia diciendo: «Yo, el pobre Pedro, no puedo despreciar, porque si desprecio, Dios me despreciará, y mi error tornará cual es ante sus ojos». ¡Ay, si no te hubiera quebrantado así! Habrías venido a ser no pastor, sino lobo”.
* “Hijos míos, os hablaré más veces mientras esté con vosotros. Entre tanto os absuelvo y perdono. Mi Padre me envió al mundo. Yo os envío a él. Para prepararos a este ministerio os comunico el Espíritu Santo. A quienes les perdonareis los pecados…”.- ■ Jesús lleno de toda majestad, se pone de pie. “Hijos míos, os hablaré más veces, mientras esté con vosotros. Entre tanto os absuelvo y perdono (4). Después de la prueba que, aun siendo avasalladora y cruel ha sido también necesaria y saludable, descienda sobre vosotros la paz del perdón. Y con ella en el corazón volved a ser mis amigos fieles y fuertes. Mi Padre me envió al mundo. Yo os mando a él para que continuéis mi evangelización. Miserias de toda clase vendrán a vosotros en demanda de consuelo. Sed buenos, pensando en vuestra miseria cuando os quedasteis sin Mí. Llevad la Luz con vosotros. En las tinieblas no se puede ver. Sed limpios para que otros lo sean. Sed amor para amar. Luego vendrá el que es Luz, Purificación y Amor. Para prepararos a este ministerio Yo os comunico el Espíritu Santo. A quienes les perdonareis sus pecados les serán perdonados. A quienes no, no se les perdonarán. Que vuestra experiencia os haga justos para juzgar. Que el Espíritu Santo os haga santos para santificar. Que vuestra voluntad sincera de reparar vuestra falta os haga heroicos para la vida que os aguarda. Lo que todavía no os digo, os lo diré cuando el que está ausente, haya venido. Rogad por él. Quedaos con mi paz y sin angustia de dudas respecto de mi amor”. ■ Jesús desaparece como había entrado, dejando entre Juan y Pedro el lugar vacío. Desaparece en medio de un resplandor que hace que los apóstoles cierren los ojos. Y, cuando los abren, solo encuentran que la paz de Jesús se ha quedado allí, llama que quema y que cura y consume las amarguras del pasado en un único deseo: el de servir. (Escrito el 6 de Abril de 1945).
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1  Nota  : Cfr.  Lc. 24,36-43;  Ju. 20,19-23.   2  Nota  : Cfr. Éx.  34,29-35.   3  Nota   : Cfr.  Sal.  23.  4  Nota  : “Hijos míos, hablaré muchas veces mientras esté con vosotros. Mientras tanto os absuelvo y perdono”.- Según esta Obra, Jesús en la noche de su Resurrección, por virtud del Espíritu Santo que habita en Él, resucitó espiritualmente a sus Apóstoles, pecadores pero arrepentidos, absolviéndolos y perdonándoles. Después de haberlos hecho partícipes del mismo Espíritu Santo, les dio poder de resucitar espiritualmente a sus propios hermanos, esto es, de absolver, perdonar (a los pecadores arrepentidos) y de no perdonar (a los pecadores no arrepentidos).
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10-628-222 (11-14-698).- Regreso de Tomás, el jueves de Pascua, y su incredulidad (1).
* El cuerpo putrefacto de Judas, todavía con la faja en el cuello, dentro del recinto del Templo. Las entrañas del traidor esparcidas hasta la casa de Anás.- “¡Oh, tratemos de buscar a un hombre santo que ocupe su lugar!”.- ■ Los diez están en el patio de la casa del Cenáculo. Hablan y oran. Simón Zelote dice: “Estoy muy preocupado porque no se deja ver. No sé ya dónde buscarle”. Dice Juan: “Tampoco yo”.  Zelote: “No está en casa de sus padres. Y nadie le ha visto. ¿Y si le hubieran capturado?”. Juan: “Si así fuera el Maestro no hubiera dicho: «Diré lo demás cuando llegue el que está ausente»”.  Zelote: “Es verdad. Una vez más quiero ir a Betania. Tal vez se encuentre por esos montes y no tenga valor para dejarse ver”. Mateo: “Ve, ve, Simón. A todos reuniste y… nos salvaste al habernos llevado donde Lázaro. ¿Os acordáis de las palabras que el Señor dijo acerca de él? Nada menos que: «Fue el primero que en mi Nombre ha perdonado y guiado». ¿Por qué no le pone en lugar de Iscariote?”. Responde Felipe: “Porque no querrá dar a su amigo fidelísimo el lugar del traidor”. ■ Pedro: “Hace poco he oído, cuando he estado dando una vuelta por los mercados y he hablado con vendedores de pescado que… sí, de ellos me puedo fiar, que los del Templo no saben qué hacer con el cuerpo de Judas. No sé quién habrá sido… pero esta mañana al amanecer, los guardias del Templo han encontrado dentro del recinto sagrado su cuerpo putrefacto, todavía con la faja en el cuello. Yo creo que habrán sido paganos los que le hayan descolgado y le hayan echado allá… ¡quien sabe cómo!”. Santiago de Alfeo: “Sin embargo, a mí ayer tarde, en la fuente, me dijeron —más exactamente oí decir— que ya, desde el atardecer de ayer, las entrañas del traidor se habían esparcido hasta la casa de Anás. Sin duda se trata de paganos. Porque ningún hebreo habría tocado, después de más de cinco días, ese cuerpo. ¡Bien podrido que estará ya!”. Juan: “¡Algo horrible, ya desde el sábado!”, y se pone palidísimo al recordar lo que había visto.  Se preguntan: “¿Pero cómo fue a dar a aquel lugar? ¿Era suyo?”. Bartolomé: “¿Y quién supo algo con certeza sobre Judas de Keriot? ¿Os acordáis cuán difícil, y complicado era…?”. Exclama Zelote: “Dirías mejor: mentiroso, Bartolomé. Jamás fue sincero. Estuvo con nosotros tres años y nosotros, que siempre estábamos juntos, cuando estábamos ante él, parecía como si nos encontrásemos ante una muralla”. Exclama Judas de Alfeo: “¿Una muralla? ¡Oh, Simón! Di un laberinto”. Juan: “Oídme. No hablemos de él. Me parece, como si al recordarle, le tuviéramos aquí con nosotros y que vaya a venir a crearnos fastidio. Quisiera yo borrar su recuerdo de mí y de todos los corazones, sean hebreos o gentiles; si son hebreos, para no sentir la vergüenza de que nuestra raza haya generado semejante monstruo; si son gentiles, para que entre ellos no haya quien un día llegue a decirnos: «Su traidor fue uno de Israel». ■ Yo soy un muchacho y comprendo que no debería de hablar ante vosotros antes. Yo soy el último, y tú, Pedro, eres el primero. Y aquí están el Zelote y Bartolomé, instruidos, y están además los hermanos del Señor. Pero quisiera que lo más pronto posible se nombrara a alguien que ocupe su lugar, uno que sea santo, porque mientras vea ese lugar vacío en nuestro grupo, veré la boca del infierno con sus hedores sobre nosotros. Y tengo miedo de que nos extravíe…”. Pedro: “¡No, hombre, Juan! Te has quedado impresionado por la fealdad de su crimen y de su cuerpo colgado…”. Juan: “No, no. También María lo ha dicho: «He visto a Satanás al ver a Judas de Keriot». ¡Oh, tratemos de buscar a un hombre santo que ocupe su lugar!”. Pedro: “Escúchame. Yo no escojo a nadie. Si Él que es Dios, escogió a un Iscariote, ¿qué va a escoger el pobre de mí?”. Zelote: “Y con todo tendrás que hacerlo”. Pedro: “No, querido. Yo no escojo a nadie. Le preguntaré al Señor. Basta con los pecados que he cometido”. ■ Santiago de Alfeo dice desconsolado: “Tenemos muchas cosas que preguntar. La otra noche nos quedamos como atolondrados. Pero tenemos que buscar instrucción. Porque… ¿Cómo nos las arreglaremos para comprender si una cosa es realmente pecado, o si no lo es? Ya ves cómo el Señor se expresa sobre los paganos de forma distinta de como hablamos nosotros. Ya ves cómo disculpa más una cobardía o el hecho de renegar, que la duda sobre su posible perdón… ¡Oh, tengo miedo de equivocarme!”. Santiago de Zebedeo:  “No cabe duda que nos ha dicho tantas cosas, pero me parece que no he entendido nada, desde hace una semana estoy como tonto”, y se siente desconsolado.  Los demás afirman también: “Lo mismo me pasa  a mí”. “Y a mí también”. “También yo”. Todos se encuentran en las mismas condiciones. Atónitos, se miran mutuamente y recurren a la acostumbrada solución: “Iremos donde Lázaro. Quizás allí encontramos al Señor y… Lázaro nos ayudará”.
* Llega al Cenáculo el apóstol Tomás, acompañado del pastor Elías. Se han encontrado en la gruta de Belén.- ■ Llaman al portón. Se quedan callados. Todos emiten una exclamación de estupor al ver entrar en el vestíbulo a Elías junto con Tomás. Un Tomás tan cambiado que no se parece a él. Sus compañeros se arremolinan en torno a él con gritos de júbilo: “¿Sabes que ha resucitado y que ha venido? Espera tu regreso”. Tomás: “Lo sé, me lo ha dicho también Elías. Pero no lo creo. Creo en lo que mis ojos ven y veo que para nosotros todo ha terminado. Veo que estamos dispersos. Veo que ni siquiera existe un sepulcro conocido donde ir a llorarle. Veo que el Sanedrín se quiere librar de su cómplice —cuya sepultura decreta, como si se tratara de un animal inmundo, al pie del olivo donde se ha ahorcado— y de los seguidores del Nazareno. En las puertas me detuvieron a mí el viernes y me dijeron: «¿Eras también tú uno de los suyos? Ya está muerto. No hay remedio alguno. Vuelve a trabajar a tu oficio en el oro». Y huí…”. ■ Le preguntan: “¿A dónde? Te buscamos por todas partes”. Tomás: “¿A dónde? Fui hacia la casa de mi hermana que vive en Rama; pero luego, para no sufrir el reproche de una mujer, no me atreví a entrar. Desde entonces vagué por las montañas de la Judea y ayer he terminado en Belén, en su gruta. ¡Cuánto he llorado!… Me quedé dormido entre las ruinas, y allí me encontró Elías que no sé por qué había ido allí”. Elías: “¿Por qué? Pues porque en las horas de alegría o de dolor intensos, se va a donde se siente más a Dios. Yo muchas veces en estos años he ido allí de noche, como un ladrón, para sentirme acariciar el alma por el recuerdo de su llanto de pequeñín. Y luego me alejaba de allí con los primeros rayos de sol, para no ser apedreado; pero ya había conseguido lo que quería. Esta vez fui para decirle a ese lugar: «Soy feliz» y para tomar de él todo lo que podía. Así hemos decidido hacerlo. Queremos predicar su Fe. Y para ello nos darán fuerza un trozo de esas paredes, un puñado de esa tierra, una astilla de aquellos postes. No somos santos como para atrevernos a tomar la tierra del Calvario…”. Apóstoles: “Tienes razón, Elías. Lo haremos también nosotros. ¿Y Tomás?…”. Elías: “Dormía y lloraba. Le dije: «Despiértate. No llores más. Ha resucitado». No quiso creerme. Pero tanto le insistí que le convencí. Y aquí está ahora con vosotros y yo me retiro. Voy a  unirme con mis compañeros que han ido a Galilea. La paz sea con  vosotros”. Elías se marcha.
* “Creo que es Dios. Pero que haya resucitado en carne y huesos, no… Si no veo en sus manos el agujero de los clavos…”.- ■ Un apóstol insiste: “Tomás, ¡ha resucitado! Te lo aseguro. Estuvo con nosotros. Comió. Habló. Nos bendijo. Nos perdonó. Nos ha dado potestad de perdonar. Oh, ¿por qué no viniste antes?”. Tomás no se ve libre de su abatimiento. Tercamente mueve la cabeza. “Yo no creo. Habéis visto un fantasma. Todos vosotros estáis locos. Sobre todo las mujeres. Un muerto no resucita por sí mismo”. Apóstoles: “Un hombre no, pero Él es Dios. ¿No lo crees?”. Tomás: “Sí. Creo que es Dios. Pero precisamente porque lo creo, pienso y digo que por más bueno que sea, no puede ser tan bueno como para venir a nosotros que tan poco le hemos amado. Igualmente aseguro que por más humilde que sea, estará ya harto de haberse humillado de tomar nuestra carne. No. Seguro que está en el Cielo cual vencedor, y puede ser que se digne aparecer como espíritu. He dicho: tal vez. ¡Ni siquiera de esto somos dignos! Pero que haya resucitado en carne y huesos, no. No lo creo”. Apóstoles: “Pero si le hemos besado y le hemos visto comer. Hemos oído su voz, tocado su mano, visto sus heridas”. Tomás: “Aunque así sea, no creo. No puedo. Debo ver para creer. Si no veo en sus manos el agujero de los clavos y no meto en ellas mi dedo; si no toco las heridas de sus pies, y si no meto mi mano en el agujero que hizo la lanza, no creeré. No soy un niño, ni una mujercilla. ■ Quiero la evidencia. Lo que mi razón no puede aceptar, lo rechazo. No puedo aceptar lo que me decís”. Apóstoles: “¡Pero Tomás! ¿Crees que te queremos engañar?”. Tomás: “No. Dichosos vosotros, más bien, que sois tan buenos, que queréis llevarme a esa paz que con vuestra ilusión habéis conseguido para vosotros. Pero… yo no creo en su Resurrección”. Apóstoles: “¿No tienes miedo de que te vaya a castigar? Sabe y ve todo. Tenlo en cuenta”. Tomás: “Le pido que me convenza. Tengo la cabeza y la uso. Que el Señor de la inteligencia humana, enderece la mía si es extraviada”. Apóstoles: “Pero Él decía que la razón es libre”. Tomás: “A mayor razón para que no la haga esclava de una sugestión colectiva. Yo os quiero y quiero mucho al Señor. Le serviré como pueda y me quedaré con vosotros, predicaré su doctrina, pero no puedo creer sino lo que veo”. ■ Tomás terco, no escucha a nadie más que a sí mismo. Le hablan todos de que le han visto, de cómo le han visto. Le aconsejan que hable con la Virgen, pero mueve su cabeza. Se ha sentado sobre una especie de silla de piedra, menos dura que su cerebro. Tercamente repite: “Creeré si le veo…”. Esta es la palabra clave de los desdichados que niegan aquello que, admitiendo que Dios lo puede todo, es tan dulce y santo de creer.  (Escrito el 7 de Abril de 1945).
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1  Nota  : Cfr. Ju. 20,24-25.
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10-629-226 (11-15-704).- Aparición en el Cenáculo a los apóstoles, esta vez con Tomás presente (1).- Jesús habla sobre el sacerdocio y los futuros sacerdotes.
* Jesús se aparece de forma curiosa.- ■ Los apóstoles están reunidos en el Cenáculo, alrededor de la mesa donde se celebró la Pascua. Pero el lugar que ocupó Jesús, por respeto, ha quedado libre. Los apóstoles, ahora que no hay quien les indique su propio lugar, libre y fraternalmente se sientan donde mejor les parece. Pedro sigue en su lugar. Pero en el lugar de Juan está Judas Tadeo. Le sigue el de mayor edad de los apóstoles, que no sé todavía cómo se llama (2), luego Santiago, hermano de Juan, casi en la esquina de la mesa por la parte derecha, respecto a mí, que estoy mirando. Cerca de Santiago, pero en el lado corto de la mesa, está sentado Juan. Después de Pedro está Mateo, y después de Mateo está Tomás; sigue uno cuyo nombre ignoro, luego Andrés, Santiago, hermano de Judas Tadeo y otro cuyo nombre no conozco. El lado largo que está frente a Pedro, está vacío, pues los apóstoles están sentados más arrimados de lo que estuvieron en la Pascua. Las ventanas están abiertas; lo mismo las puertas. La lámpara, con dos mechas, esparce su luz débil sobre la mesa. El resto de la amplia estancia está sumergido en la penumbra. Juan, que tiene a sus espaldas una alacena, está encargado de llevar a sus compañeros lo que deseen comer, esto es, pescado, que está ya sobre la mesa, pan, miel y quesitos frescos. Cuando da la vuelta para llevar a su hermano Santiago el queso que le había pedido, ve al Señor. ■ Jesús se aparece de un modo muy curioso. La pared que está detrás de los apóstoles —una pared continua excepto en el ángulo donde está la puerta pequeña—, en su centro, se ilumina, a la altura de un metro del suelo aproximadamente, con una luz tenue y fosforescente, como la emanan ciertos cuadraditos que son luminosos solo en la oscuridad de la noche. La luz, de una altura de casi dos metros, tiene forma oval, como si fuera un nicho. En la luminosidad, como si saliese desde detrás de capas de niebla luminosa, emerge cada vez más clara la figura de Jesús. No sé si me explico bien. Parece como si su Cuerpo fluyera a través del espesor de la pared, que no se abre, sino que permanece compacta; y, sin embargo, el Cuerpo pasa igual. La luz parece ser la primera emanación de su Cuerpo, el anuncio de estarse acercando. El Cuerpo, primero, está formado por ligeras líneas de luz (como veo en el Cielo al Padre y a los santos ángeles): es inmaterial. Luego va tomando la forma material cada vez más, hasta tomar, en todo, el aspecto de un cuerpo real, de su divino Cuerpo glorificado. Larga ha sido mi descripción, pero la aparición de Jesús no fue cosa más que de unos segundos. ■ Jesús está vestido de blanco, como cuando resucitó y se apareció a la Virgen. Hermosísimo, amoroso, sonriente. Tiene los brazos extendidos a lo largo de los lados del Cuerpo, un poco separados de éste, con las Manos hacia abajo y con la palma vuelta hacia los apóstoles. Las dos Llagas de sus manos parecen dos estrellas de diamantes, de las que brotan dos rayos vivísimos. No veo los Pies ni el Costado, pues están cubiertos por el vestido. Pero a través de la tela de su vestido no terreno se filtra luz en los lugares en que el vestido oculta las divinas Heridas. Al principio parece que el Cuerpo de Jesús es solo un cuerpo de candor lunar; luego, después de haberse concretado apareciendo fuera del halo de luz, tiene los colores naturales de sus cabellos, ojos, piel: es Jesús, en fin, Jesús el Hombre-Dios; pero, ahora que ha resucitado, ha adquirido mayor solemnidad. ■ Juan le ve cuando Él está ya así. Ningún otro se había percatado de la aparición. Juan se pone bruscamente de pie, deja caer sobre la mesa el plato en que está el queso de forma redonda, apoya las manos en el borde de la mesa, se inclina un poco, oblicuamente, hacia ésta, como si un imán le atrajera, y lanza un “¡Oh!” apagado, pero que todos oyen. Los otros, que habían alzado los ojos de sus platos al caer, ruidoso, el plato de los quesos y al ver la repentina reacción de Juan, y que le habían mirado asombrados al ver su postura extática, ahora siguen su mirada. Vuelven la cabeza, o se vuelven ellos, según la posición en que se encontraran respecto al Maestro, y ven a Jesús. Llenos de entusiasmo y felices se ponen de pie. Se dirigen a Él, que, acentuando su sonrisa avanza hacia ellos, caminando ahora sobre el suelo, como cualquier mortal. Jesús, que antes había mirado solo a Juan —y yo creo que Juan se ha vuelto atraído por esa mirada que le acariciaba—, mira a todos y dice: “La paz sea con vosotros”. Ahora todos están a su alrededor, quién de rodillas a sus pies (entre éstos, Pedro y Juan —es más, Juan besa una extremidad del vestido y se la pone sobre la cara como buscando su caricia—), quién más atrás, de pie, pero muy inclinado, en actitud de reverencia. Pedro, para poder llegar más antes,  ha brincado por encima del asiento, saltándolo, sin esperar a que Mateo, saliendo antes, le dejase el paso libre. Hay que tener en cuenta que los asientos servían para dos personas contemporáneamente.
* “Aquí está el que no cree si no ve. Mete tu dedo… Dame tu mano… Bienaventurados los que crean Mí sin haber visto”.- ■ El único que queda, como cohibido, es Tomás. Está arrodillado junto a la mesa, pero no se atreve a acercarse, y hasta parece como si quisiera ocultarse tras la esquina de la mesa. Jesús extiende sus Manos para que se las besen. Los apóstoles las buscan con ardor santo y amoroso. Jesús pasa su mirada sobre las cabezas agachadas, como si buscase al undécimo. Claro que le ha visto desde el primer momento, pero hace así para dar tiempo a Tomás de recobrar y acercarse. Al ver que el incrédulo apóstol, avergonzado por su falta de fe, no se atreve a hacerlo, le llama: “Tomás. Ven aquí”. El apóstol levanta la cabeza, sin saber qué hacer, con lágrimas en los ojos, pero no siente valor para acercarse. Baja la cabeza. Jesús da unos pasos hacia donde está, y vuelve a ordenar: “Ven, aquí Tomás”. La voz de Jesús es más imperiosa que antes. Tomás se levanta a duras penas y avergonzado se dirige a Jesús. “Aquí está el que no cree si no ve” exclama Jesús, y en su voz hay un deje de perdón. Tomás lo percibe, se decide a mirar a Jesús, y ve que verdaderamente sonríe; entonces gana coraje y aprisa va donde Él. “Ven aquí. Acércate. Mira. Mete tu dedo, si no te basta mirar, en las heridas de tu Maestro”. Jesús extiende sus Manos, se descubre el pecho, muestra la Herida. ■ Ahora la luz no brota de las Llagas. No brota desde que empezó a caminar como Hombre mortal, al salir de su nimbo de luz lunar. Es como cualquier mortal. Las Heridas se muestran en su cruenta realidad: dos agujeros irregulares, de los cuales el izquierdo llega hasta el pulgar; agujeros que atraviesan, respectivamente, una muñeca y la base de una palma; y un largo corte, que en la parte superior parece tener la forma de un acento circunflejo: es la herida del Costado. ■ Tomás tiembla. Mira, pero no toca. Mueve sus labios, y ni una palabra clara sale de sus labios. “Dame tu mano, Tomás” ordena Jesús con una dulzura infinita. Con su derecha toma la mano derecha del apóstol, agarra el dedo índice y lo lleva al desgarrón de su Mano izquierda, y lo introduce bien adentro para que sienta que la palma está traspasada, y luego de la Mano lo pasa al Costado. Es más, ahora agarra los cuatro dedos de Tomás, por su base, por el metacarpo y pone estos cuatro gruesos dedos en la Herida del Costado, y los mete dentro —no se limita a apoyarlos en el borde— y los tiene ahí dentro mientras mira fijamente a Tomás. Es una mirada severa y al mismo tiempo dulce… mientras continúa: “… Mete aquí tu dedo, pon los dedos y la mano, si quieres, en mi Costado y no seas incrédulo, sino fiel”. Esto dice mientras hace lo que dije antes. Tomás —como si el estar cerca del Corazón divino le hubiese dado valor— se atreve a hablar. Sus palabras son entrecortadas. Cae de rodillas al pronunciarlas con los brazos levantados y lágrimas de arrepentimiento: “Señor mío y Dios mío”. No dice más. Jesús le perdona. Le pone su mano derecha sobre la cabeza y le responde: “Tomás, Tomás, crees ahora porque has visto… Bienaventurados los que crean en Mí sin haber visto. Si os he de premiar a vosotros y vuestra fe ha recibido la ayuda de la fuerza de la visión, ¿qué premio habré de dar a ellos?…”. ■ Luego, Jesús pone su brazo en el hombro de Juan, toma a Pedro de la mano y se sienta a la mesa ocupando su lugar de la Última Cena pascual, como todos los demás. Pero Jesús quiere que Tomás se siente a continuación de Juan. “Comed, amigos” dice Jesús. Pero nadie tiene hambre. Rebosan de alegría, la alegría de contemplarle. Jesús toma los quesos esparcidos, los pone en el plato, los corta, los distribuye. El primer pedazo lo da a Tomás, y le pasa al mismo tiempo un pedazo de pan. Esto lo hace dándoselo por detrás de la espalda de Juan. Echa vino en las copas, lo da a sus amigos. Ahora Pedro es el primero que lo recibe. Luego pide que le den los panales de miel, los parte, y da el primer pedazo a Juan con una sonrisa que es más dulce que la dorada miel. Jesús come también la miel. Solo come miel.
* “Os he dado la potestad de perdonar los pecados pero no se puede dar lo que no se tiene. ¿Cómo podría decir: «Yo te absuelvo en el nombre de Dios» si, por sus pecados, no tuviese a Dios consigo? Amigos, pensad en vuestra dignidad de sacerdotes. ¡Es un gran ministerio el vuestro: juzgar y absolver en nombre mío!”.- ■ Juan, como de costumbre, apoya su cabeza sobre el hombro de Jesús, quien le arrima a su Corazón y en esta posición habla: “No debéis asustaros, amigos, cuando Yo aparezco. Soy siempre vuestro Maestro que ha compartido con vosotros el pan, la sal, y el sueño. Que os eligió porque os ha amado. También ahora os sigo amando”. Jesús hace hincapié en estas palabras últimas. “Vosotros” continúa “habéis estado conmigo en mis pruebas… Estaréis también en la gloria. No bajéis la cabeza. La noche del domingo, cuando me aparecí a vosotros por vez primera después de mi Resurrección, os infundí el Espíritu Santo… que también sobre ti, que no estabas presente, descienda… ¿No sabéis que la infusión del Espíritu es como un bautismo de Fuego, porque el Espíritu es Amor y el amor borra las culpas? El pecado que cometisteis cuando me abandonasteis, os está perdonado”. Al decir esto, Jesús besa a Juan en la cabeza, a Juan, que no le abandonó. Y Juan llora de alegría. ■ “Os he dado la potestad de perdonar los pecados pero no se puede dar lo que no se tiene. Vosotros, pues, debéis estar seguros de que esta potestad Yo la poseo perfecta y la uso por medio de vosotros, que debéis estar limpios en máximo grado para poder limpiar a quien, sucio del pecado, se acerque a vosotros. ¿Cómo podría uno juzgar y limpiar, si fuera merecedor de condena y estuviera él mismo sucio? ¿Cómo puede uno juzgar a otro, si tuviera vigas en su ojo, y pesas infernales en su corazón?  ¿Cómo podría decir: «Yo te absuelvo en el nombre de Dios» si, por sus pecados, no tuviese a Dios consigo? Amigos, pensad en vuestra dignidad de sacerdotes. Yo estuve entre los hombres para juzgar y perdonar. Ahora regreso donde el Padre. Regreso a mi Reino. La facultad de juzgar, la sigo teniendo. Mejor dicho, toda ella está en mis manos, pues el Padre a Mí me la ha conferido. Pero, será juicio terrible. Porque se producirá cuando ya no le será posible al hombre atraerse el perdón con años de expiación sobre la Tierra. Todos los hombres vendrán a Mí con su espíritu, cuando hayan abandonado su mortal cuerpo. Y Yo les juzgaré, una primera vez. Después, la Raza Humana volverá con su vestido de carne, que habrá tomado de nuevo por órdenes celestiales; volverá para ser separada en dos partes: los corderos con su Pastor, los machos cabríos con su Torturador. Pero ¿cuántos serían los hombres que estarían con su Pastor, si después del lavacro del Bautismo, no tuvieran ya a nadie que los perdonase en Nombre mío? ■ Por eso creo sacerdotes. Para salvar a los que salvé por mi Sangre, que es Salvadora. Pero los hombres siguen cayendo en la Muerte, una y otra vez. Es necesario, pues, que quien tiene la potestad les lave siempre en mi Sangre, setenta y setenta veces siete, para que no caigan en manos de la Muerte. Vosotros y vuestros sucesores lo haréis. Por esto os absuelvo de todos vuestros pecados. Porque tenéis necesidad de ver, y la culpa, al arrebatar al alma la Luz que es Dios, ciega.  Porque tenéis necesidad de comprender, pues la culpa, al quitar al alma la Inteligencia que es Dios, embrutece. Porque tenéis un ministerio de purificación, y la culpa, al quitarle al espíritu la Pureza que es Dios, ensucia. ¡Es un gran ministerio el vuestro: juzgar y absolver en nombre mío!”.
“Para realizarla dignamente (consagración del Pan y del Vino) debéis ser puros (de corazón, de inteligencia, de cuerpo, de lengua) porque tocaréis a Aquel que es la Pureza, y os alimentaréis de la Carne de un Dios. Tenéis ante vosotros el ejemplo vivo cómo debe ser un pecho que acoge al Verbo que se hace Carne. El ejemplo es la Mujer sin Culpa Original, y sin la culpa personal”.- ■ Jesús: “Cuando consagréis para vosotros el Pan y el Vino y hagáis que sean mi Cuerpo y mi Sangre, realizaréis una grande, sobrenaturalmente grande, y sublime cosa. Para realizarla dignamente debéis ser puros porque tocaréis a Aquel que es la Pureza, y os alimentaréis de la Carne de un Dios. Puros de corazón, de inteligencia, de cuerpo, de lengua debéis ser porque con el corazón amaréis la Eucaristía y no deben mezclarse con este amor celestial, amores profanos que sería un sacrilegio. Puros de mente: porque debéis creer y comprender este misterio de amor; y la impureza de pensamiento mata la Fe y la Inteligencia. Queda la ciencia del mundo pero muere en vosotros la sabiduría de Dios. Puros de cuerpo: porque a vuestro pecho bajará el Verbo así como descendió al seno de María por obra del Amor. ■ Tenéis ante vosotros el ejemplo vivo de cómo debe ser un pecho que acoge al Verbo que se hace Carne. El ejemplo es la Mujer sin Culpa Original, y sin la culpa personal. Ved cuán pura es la cima del Hermón la que corona todavía la nieve invernal. Desde los Olivos parece un montón de lirios deshojados o de espuma marina que se levantara como oblación a la blancura de las nubecillas, que arrastra el viento de abril por el firmamento azul. Ved el lirio que abre su corola a una sonrisa de perfume. Y con todo ni una, ni otra pureza son mayores que lo fue la del seno materno que me llevó. Los vientos arrastran polvo que cae sobre la nieve del monte, y sobre el terciopelo de la flor. El ojo humano no lo ve, por lo pequeño que es. Todavía más: observad la perla más pura, arrancada del seno del mar, de su concha, para que sirva de adorno a la corona de un rey. Es perfecta en su brillo perfecto que desconoce el contacto profanador de cualquier cosa humana, pues se ha formado en las entrañas de la madreperla, y solo se encontró entre las azuladas aguas de las profundidades marinas. Y sin embargo, esa perla es menos pura que el seno que me llevó. En el centro de la perla está el granillo de arena: un algo microscópico, pero siempre terrestre. En Ella que es la Perla del Mar no existe granillo de pecado, ni siquiera inclinación hacia él. Perla que nació en el Océano de la Trinidad para llevar en la Tierra a la Segunda Persona. Ella es compacta alrededor de su centro que no es semilla de concupiscencia terrenal, sino chispa del Amor eterno. Una chispa que al encontrar en Ella correspondencia, ha engendrado las maravillas de ese Meteoro, que llama y atrae hacia Sí a los hijos de Dios: a Mí, Jesús, Estrella de la mañana. Os propongo esta inviolada Pureza como ejemplo”.
* “Sed además de puros, perfectos para no mancharos con un pecado mayor, es más: con pecados mayores, derramando y tocando sacrílegamente la Sangre de un Dios o faltando a la caridad y a la justicia, al negarla, o al darla con un rigor que no es de Jesús, al emplear este rigor tres veces indignamente, al ir contra mi Voluntad, contra mi Doctrina y contra la Justicia”.- ■ Jesús: “Después, cual viñadores, cuando metáis las manos en el mar de mi Sangre, e introduzcáis en Ella las vestiduras corrompidas de los miserables que pecaron, sed, además de puros, perfectos para no mancharos con un pecado mayor, es más: con pecados mayores, derramando y tocando sacrílegamente la Sangre de un Dios o faltando a la caridad y a la justicia, al negarla, o al darla con un rigor que no es de Jesús —el cual fue bueno con los malvados para atraerlos a su Corazón, y tres veces bueno con los débiles para animarles a la confianza— al emplear este rigor tres veces indignamente, al ir contra mi Voluntad, contra  mi Doctrina y contra la Justicia. ¿Cómo puede ser riguroso con los corderos un pastor ídolo? ¡Oh, amados míos, amigos que mando por los caminos del mundo para continuar la obra que Yo he empezado y que continuará mientras dure el Tiempo, recordad estas palabras mías! Os las digo para que se las repitáis a los que consagréis para el ministerio en que Yo os he consagrado. ■ Veo… Miro el paso de los siglos… el tiempo y las multitudes infinitas de hombres que estarán —todos— ante Mí… Veo… calamidades y guerras, paces mentirosas y horrendas carnicerías, odio y latrocinio, sensualidad y orgullo. De vez en cuando un oasis: un período en que se vuelve a la Cruz. Como obelisco que señala una senda pura entre la seca arena del desierto, mi Cruz —después que el veneno del mal haya infectado de rabia a los hombres— será levantada con amor, y, alrededor de ella, plantadas en los bordes de aguas salubres, florecerán las palmeras de un período de paz y de bien en el mundo. Los espíritus, como ciervos y gacelas, como golondrinas y palomas, se acercarán a ese reposado, fresco, nutricio refugio para curarse de sus dolores y recuperar la esperanza. Refugio que apretará sus ramas como una cúpula protectora de las tempestades y del fuerte sol,  y mantendrá alejadas a serpientes y a fieras con la Señal que le pone en fuga al Mal (3). Así mientras los hombres quieran. Veo a… hombres… mujeres… ancianos, niños, guerreros, estudiosos, doctores, campesinos… Todos vienen y pasan con su fardo de esperanzas y dolores. Veo que muchos vacilan, porque el dolor es demasiado…Veo que muchos caen al borde de los caminos porque otros más fuertes los empujan… Veo que muchos, al sentirse abandonados de quien pasa, llegan a odiar y a maldecir. ¡Pobres hijos! ■ Entre todos estos heridos por la vida y que pasan o caen, mi Amor ha esparcido intencionadamente samaritanos piadosos, médicos buenos, faros de la noche, voces en el silencio, para que los débiles que caen encuentren una ayuda, vuelvan a ver la Luz, vuelven a oír la Voz que dice: «Espera. No estás solo. Sobre ti está Dios. Contigo está Jesús». He puesto intencionadamente  estas caridades activas para que mis pobres hijos no vayan a morir en su alma, al perder la divina mansión, y continúen creyendo en Mí que soy caridad, al ver en mis ministros mi reflejo”.
* “¡En el futuro los Judas más grandes, de nuevo y siempre, los tendré entre mis sacerdotes!”.-Jesús: “Pero, ¡oh dolor que me haces sangrar la Herida de mi Corazón como cuando fue abierto sobre el Gólgota! ¿Qué están viendo mis ojos divinos? ¿No hay acaso sacerdotes entre las multitudes infinitas que pasan? ¿Por esto sangra mi Corazón? ¿Están vacíos los seminarios? ¿Mi divina invitación ya no suena en los corazones? ¿El corazón del hombre ya no es capaz de oírla? No. En el correr de los siglos habrá seminarios, y en ellos, levitas. De ellos saldrán sacerdotes porque en la hora de su adolescencia mi invitación se hará oír con una voz celestial en muchos corazones y ellos la habrán seguido. Pero otras, otras, otras voces habrán venido después, con la juventud y la madurez, y mi Voz habrá quedado achicada en esos corazones, mi Voz que habla durante los siglos a sus ministros para que sean siempre lo que vosotros sois ahora: los apóstoles formados en la escuela de Jesús. ■ El vestido lo siguen teniendo pero el sacerdote ha muerto. En demasiados, durante siglos, sucederá esto. Sombras inútiles y oscuras, no serán una planta que eleva, una cuerda que tira, una fuente que quita la sed, trigo que quita el hambre, corazón que sabe compadecer, una luz en las tinieblas, una voz que repita lo que le ordena el Maestro; sino que serán para la pobre raza humana un peso de escándalo, un peso de muerte, parásitos, putrefacción… ¡Horror!  ¡En el futuro los Judas más grandes, de nuevo y siempre,  los tendré en mis sacerdotes!”.
“Amigos, estoy en la gloria, y, a pesar de ello, lloro. Tengo compasión de estas multitudes infinitas, rebaños sin pastores o con demasiado escasos pastores… Lo juro por mi Divinidad… Repetiré el milagro de los peces y panes… Con almas humildes y laicas daré a comer a muchos y se saciarán… Benditos los que merezcan ser eso y 3 veces más benditos los sacerdotes-apóstoles”.- ■ Jesús: “Amigos, estoy en la gloria, y, a pesar de ello, lloro. Tengo compasión de estas multitudes infinitas, rebaños sin pastores o con demasiado escasos pastores. Siento una piedad infinita. Pues bien: lo juro por mi Divinidad que les daré el pan, el agua, la luz, y las voces que los elegidos por Mí para estas obras no quieren hacer. Repetiré a lo largo de los siglos el milagro de los peces y panes. Con pocos, despreciables pececillos y con escasos trozos de panalmas humildes y laicas— daré a comer a muchos y se saciarán, y sobrará para los que vengan después, porque «tengo compasión de este pueblo» y no quiero que perezca. Benditos los que merezcan ser eso. No benditos por ser eso, sino porque lo habrán merecido con su amor y sacrificio. Y tres veces benditos los sacerdotes que permanezcan apóstoles: pan, agua, luz, voz, descanso, medicina de mis pobres hijos. Resplandecerán en el Cielo con una luz especial. Os lo juro. Yo soy la Verdad.  ■ Levantémonos, amigos, venid conmigo para que os enseñe otra vez a orar. La oración es la que alimenta las fuerzas del apóstol porque le funde con Dios”. Jesús se pone de pie y se dirige hacia la escalerilla  Pero, cuando está al pie de la escalerilla, se vuelve y me mira. ¡Oh, Padre! ¡Me mira! ¡Piensa en mí! ¡Busca a su pequeña «voz» y la alegría de estar con sus amigos no le impide acordarse de mí! Me mira por encima de las cabezas de los discípulos, me envía una sonrisa. Levanta su mano, me bendice y me dice: “La paz sea contigo”. La visión ha terminado. (Escrito el 9 de Agosto de 1944).
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1 Nota :  Cfr.  Mc. 16,14-14;  Ju. 20,26-29.  2  Nota  :  “No sé todavía  quién es”.   Considerad que la fecha de la presente “visión” precede a casi todas las de la vida pública de Jesús. Téngase en cuenta que este episodio fue redactado al principio de la Obra, cuando María Valtorta aún no conocía a todos los apóstoles. Los tres apóstoles cuyo nombre  María Valtorta ignora aquí  son: Bartolomé,  Felipe y  Simón Zelote.
Las fechas.- Como queda ya advertido, algunas veces las fechas muestran que el orden de la redacción de los episodios o capítulos narrados en la Obra magna no sigue siempre un orden cronológico. Para mayor explicación, Cfr. María Valtorta y la Obra  6.1: Las fechas.    Nota  : Cfr. Ez.  9.
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10-630-234 (11-16-711).-Enseñanzas a los apóstoles enviados al Getsemaní.
* La nueva actitud de los apóstoles frente al Resucitado.- Él es el mismo pero distinto.- ■ Los apóstoles se ponen sus mantos y preguntan: “¿A dónde vamos, Señor?”. Cuando se dirigen a Jesús no lo hacen con tanta familiaridad como antes de la Pasión. Mi impresión, si es que esto se puede decir, es que hablan con su alma arrodillada. Más que la postura de su cuerpo —siempre un poco inclinado en señal de reverencia ante el Resucitado— más que el no atreverse a tocarle, más que la alegría que experimentan cuando Él les toca, acaricia, besa, o cuando a uno en particular dirige su palabra, más que todo esto, es su actitud, un «algo» que no se puede describir, pero que es tan claro: es su espíritu —más que su humanidad— el que no puede entrar en las mismas relaciones que antes con el Maestro y el que informa con su nuevo sentimiento todos los actos de la persona. Antes era el «Maestro». El Maestro al que su fe creía Dios, pero que sus sentidos consideraban… un hombre. Ahora es el «Señor». Es Dios. No hace falta hacer actos de fe para creerlo. La evidencia no los necesita. Él es Dios. Es el Señor a quien el Señor dijo: «Siéntate a mi derecha» (1) y lo ha proclamado con sus palabras y con el prodigio de la Resurrección. Dios como el Padre. Es el Dios que abandonaron por miedo, después de que de su mano tanto bien habían recibido… Le miran siempre con esa mirada de veneración con la que un verdadero creyente mira la Hostia en el ostensorio, o en las manos del sacerdote que la eleva en la Misa. En su mirada que quiere ver el rostro amado, mucho más bello que antes, está también la expresión de quien no se atreve a ver, de quien no osa quedarse mirando… El amor les empuja a que sus ojos se claven en el Amado, el temor hace bajar inmediatamente los párpados y la cabeza como si un intenso resplandor hubiera ofuscado su vista. ■ En efecto, aunque Jesús sea el mismo, después de su Resurrección, no es el mismo al mismo tiempo. Si se le observa bien, es distinto. Los rasgos de su rostro, el color de sus ojos y cabellos, su estatura, las manos, los pies son los mismos, y sin embargo es distinto. Es igual su voz y sus modales, y sin embargo es distinto. Es un cuerpo verdadero, tanto es así que ahora intercepta la luz del sol crepuscular que ilumina por última vez la habitación, al pasar por la ventana; proyecta tras Sí la sombra de su alto cuerpo. Y a pesar de todo, es distinto. No se ha hecho reservado, distante sino que sigue siendo afable, atractivo, y, sin embargo, es distinto. Se ha revestido de una majestad nueva, ya no es la anterior majestad humilde. No es el Maestro agotado, exhausto. No hay restos en Él de los últimos días. No se le ve señal alguna del cansancio físico y moral que le envejecía. Su aire de aflicción, súplica, que parecía decir: «¿Por qué me rechazáis? Acogedme…» no existe más. El Jesús Resucitado parece incluso más alto y fuerte, libre de todo peso, seguro, victorioso, majestuoso, divino. Ni siquiera cuando se hacía poderoso en los momentos de los poderosos milagros, o majestuoso en los momentos sobresalientes de su magisterio, era como ahora, ya resucitado y glorificado. No. No despide luz. No despide luz como en la Transfiguración y como en las primeras apariciones después de su Resurrección. Y, sin embargo, es luminoso. Es verdaderamente el Cuerpo de Dios, con la belleza de los cuerpos glorificados. Y atrae e infunde temor al mismo tiempo. ■ Tal vez, sean las heridas, tan claras en las manos o en los pies, que infunden un respeto profundo. No lo sé. Lo que sí sé es que los apóstoles, pese a que sea tan dulce con ellos, y trate de crear nuevamente la atmósfera de otros tiempos, son distintos. No son ya los tercos y los que hablaban a cada momento. Ahora hablan poco, y si no responde, no insisten. Si sonríe a todos, o a uno de ellos, no se atreven a corresponder a su sonrisa. Si, como lo están haciendo ahora, extiende su mano para tomar su candidísimo manto, ninguno corre a ayudarle como antes cuando se disputaban el honor de hacerlo. Parece como si tuvieran miedo de tocar su vestidura y su Cuerpo. Debe ordenar, como ahora lo hace: “Ven, Juan. Ayuda a tu Maestro. Estas heridas son verdaderamente heridas… y las manos heridas no son tan ágiles como antes…”. Juan obedece y ayuda a Jesús a ponerse su amplio manto. Parece como si vistiera a un Pontífice por los gestos majestuosos que asume, poniendo cuidado en no rozarle las Manos en que se ven las llagas. Pero, a pesar del cuidado que pone, choca la izquierda de Jesús y grita como si fuera él el chocado, y fija los ojos en el dorso de esa Mano bendita, temiendo ver manar otra vez sangre. ¡Está tan viva esa atroz herida!  Jesús le pone la mano derecha sobre la cabeza diciendo: “Tuviste más valor cuando me tomaste entre tus brazos, cuando me bajaron de la cruz. Entonces brotaba más sangre, tanta que se te mancharon los cabellos. Un rocío nuevo nocturno sobre el ser que me ama (2). Me recogiste como un racimo de uvas arrancado de la cepa… ¿Por qué lloras? Yo te di mi rocío de Mártir. Tú, sobre mi Cabeza, esparciste tu rocío de compasión. Entonces sí que tenías razón de llorar… No ahora. ■ ¿Y por qué lloras, Simón Pedro? No me has hecho ningún mal en la Mano. No me viste muerto…”. Pedro: “¡Ah, Dios mío! ¡Por esto lloro! Por mi pecado”. Jesús: “Te he perdonado, Simón de Jonás”. Pedro: “Pero yo no me perdono. No. Nada hará que cese mi llanto, ni siquiera tu perdón”. Jesús: “Pero mi gloria, sí”. Pedro: “Tú glorioso, yo pecador”. Jesús: “Tú glorioso, después de haber sido mi pescador. Tendrás una grande pesca, abundante, milagrosa, Pedro. Y luego diré: «Ven al banquete eterno». Y no llorarás más. Pero, todos tenéis ojos preñados en lágrimas”.
* “Esas Llagas… ¡Qué dolor verlas!”. “El mundo debe recordar esto para… y recordar que solo en Uno está la salvación en Aquel al que traspasaron”… Extiende sus Manos para que se las besen y hace que los labios, temerosos de causar dolor, se opriman sobre ellas. “No es esto lo que causa dolor… sino el haber muerto inútilmente para muchos”.- ■ Jesús: “Y tú, Santiago, hermano mío, estás allí en ese rincón como si hubieras perdido todos los bienes. ¿Por qué?”. Santiago de Alfeo: “Porque yo esperaba que… ¿Te duelen las Heridas? ¿Las sientes todavía? Esperaba que todo dolor hubiera desaparecido de Ti, que toda señal hubiera desaparecido. Que no la viéramos nosotros, nosotros los pecadores. ¡Esas Llagas!… ¡Qué dolor verlas!”. Bartolomé dice: “Sí, ¿por qué no las has borrado? En Lázaro no quedó ninguna señal… Esas Llagas son un reproche. Gritan con tremenda voz. Infunden más temor que los rayos del Sinaí”. Felipe: “Nos echan en cara nuestra cobardía. Huimos cuando te las infligían…”. Tomás confiesa: “Y, cuanto más se miran, tanto más la conciencia nos censura y echa en cara nuestra falta de valor, nuestra necedad, nuestra incredulidad”. Andrés suplica: “¡Por nuestra paz y la de este pueblo pecador, pues moriste y has resucitado para el perdón del mundo, borra esas Llagas que acusan al mundo, oh Señor!”. ■ Jesús: “Son la Salvación del mundo. Las abrió el mundo que odia, pero el Amor las ha convertido en Medicina y Luz. En ellas ha quedado clavada la Culpa. En ellas quedaron colgados y sujetos todos los pecados de los hombres, para que el Fuego del Amor los consumiera en el verdadero Altar. Cuando el Señor ordenó a Moisés construir el arca y el altar de los perfumes, ¿no quiso acaso que estuvieran perforados por anillos para ser alzados y llevados a donde quería el Señor? También Yo he sido perforado. Soy más que el arca y el altar. He quemado el perfume de mi caridad por Dios y por el prójimo, y cargué el peso de todas las iniquidades del mundo. Y el mundo debe recordar esto. Para recordar cuánto le ha costado a un Dios. Para recordar cuánto le ha amado un Dios. Para recordar lo que las culpas producen. Para recordar que solo en Uno está la salvación: en Aquel al que traspasaron (3). Si el mundo no viese más mis ensangrentadas Llagas, muy pronto olvidaría que por sus pecados un Dios se inmoló; olvidaría que verdaderamente morí en el tormento más atroz; olvidaría cuál es el bálsamo para sus heridas. Aquí está el bálsamo. Venid a besarlas. Cada beso es un aumento de purificación y gracia para vosotros. En verdad os digo que la purificación y la gracia no son suficientes nunca, porque el mundo consume lo que el Cielo infunde, y se hace necesario compensar con el Cielo y sus tesoros las ruinas del mundo. Yo soy el Cielo. Todo el Cielo está en Mí, y los tesoros celestiales manan de mis Llagas abiertas”. ■ Extiende sus Manos para que se las besen los apóstoles, y hace que los labios, temerosos de causarle algún dolor, fuertemente se opriman sobre ellas. Jesús: “No es esto lo que causa dolor, aunque sí produzca rigidez. El dolor es otro…”. Pregunta Santiago de Alfeo: “¿Cuál, Señor?”. Jesús: “El haber muerto inútilmente para muchos… ■ Pero vayámonos. Más bien, adelantaos. Vamos al Getsemaní… ¡Qué! ¿Tenéis miedo?”. Santiago de Alfeo: “No por nosotros, Señor… Es que los grandes de Jerusalén te odian mucho más que antes”. Jesús: “No tengáis miedo. Ni por vosotros, porque Dios os protege, ni por Mí, porque han terminado todas las miserias del mundo a que me sujeté. Yo voy donde mi Madre y luego me uno a vosotros. Tenemos que borrar muchas cosas horribles que el odio trajo consigo y lo haremos con el amor, el antídoto de la culpa… ¿Veis? Vuestro beso borra y mitiga el dolor y la consecuencia de los clavos en las carnes vivas. De la misma forma, lo que haremos borrará las señales horrendas y santificará los lugares profanados por los pecados. Para que, al verlos, no os causen demasiado dolor…”.
* El Templo de Jerusalén: “No hay más redención para él. Es un cadáver”.- ■ Los apóstoles preguntan: “¿Vamos a ir también al Templo?”. El más encrespado de los temores se dibuja en el rostro de todos. Jesús: “No. Lo santificaría con mi presencia, y no se puede. Podría haberlo sido, pero no ha querido. No hay más redención para él. Es un cadáver que rápidamente se descompone. Dejémoslo con sus muertos. Que lo entierren. En verdad, los leones abrirán su sepulcro y las aves de rapiña su cadáver, y no quedará ni siquiera el esqueleto de ese Templo Muerto que no quiso la Vida”. ■ Jesús sube por las escaleras y sale. Los otros en silencio le imitan. Pero cuando ponen el pie en el pasillo que hace de vestíbulo, Jesús desaparece. La casa está silenciosa y desierta. Todas las puertas cerradas.
* “María está allí (en el Cenáculo). Ayer me decía: «Piensa Juan, cuánta felicidad se ha derramado por todos los reinos de Dios»”.- ■ Juan señala a la puerta que hay frente al Cenáculo y dice: “María está allí. Siempre. Como en un éxtasis continuo. Su rostro resplandece con una luz inefable. Es la alegría que irradia su corazón. Ayer me decía: «Piensa Juan, cuánta felicidad se ha derramado por todos los reinos de Dios». Le pregunté. «¿Cuáles reinos?». Yo pensaba que Ella supiera alguna revelación maravillosa acerca del Reino de su Hijo, vencedor también de la muerte. Me contestó: «En el Paraíso, en el Purgatorio, en el Limbo. Perdón a los purgantes. Facultad de subir al Cielo a todos los justos y perdonados. El Paraíso poblado de bienaventurados. Dios glorificado en ellos. Nuestros antepasados y parientes allá arriba, en medio del júbilo. ■ Y también felicidad en este reino que es la Tierra, donde ahora resplandece la señal, y ha sido abierta la Fuente que vence a Satanás y borra la Culpa y las culpas. Ya no solo paz a los hombres de buena voluntad, sino también redención y nueva elección para ser hijos de Dios. Veo a multitudes, ¡oh cuántas!, que bajan a esta Fuente y hundirse en ella para salir renovadas, hermosas, con vestiduras de nupcias, con vestidos reales. Las nupcias de las almas con la Gracia, la realeza de ser hijos del Padre y hermanos de Jesús»”. Salen hablando a la calle y se alejan mientras la tarde va cayendo.
* La ciudad de Jerusalén, después del Viernes Santo.- ■ Las calles no están muy transitadas sobre todo a esta hora, en que la gente se reúne a cenar. Jerusalén, después de los ríos de gente que la inundaron durante la Pascua y que, pasadas las fiestas, la han dejado, parece aún más vacía de lo que está habitualmente. Y Tomás lo nota y se lo hace notar a los demás. Zelote dice: “Así es. Los forasteros, aterrorizados, la han abandonado precipitadamente después del Viernes, y los que se quedaron, pese al miedo que tenían, han huido con el segundo terremoto, el que se produjo, sin duda, cuando el Señor resucitó. Y los no gentiles también huyeron. Muchos, y lo sé con certeza, ni siquiera comieron el cordero, y tendrán que regresar para la Pascua suplementaria (4). Y también algunos habitantes de la ciudad han ido o se han alejado: unos para llevarse a sus muertos, los que habían perecido en el terremoto de la Parasceve; otros por miedo a la ira de Dios. La lección ha sido dura”. Impreca Bartolomé: Y bien merecida. ¡Que los rayos, y las piedras caigan sobre todos los pecadores!”. Pedro: “¡No digas eso, no digas eso! Nosotros somos los que más merecemos los castigos del Cielo. Nosotros somos también pecadores… ¿Os acordáis de este lugar? Mi pecado me parece tan lejano y tan próximo… que no sé que pensar… ¡Soy un tonto! Estábamos tan seguros de nosotros mismos, tan belicosos, tan heroicos. ¿Y luego? ¡Ah!…” y Pedro se golpea con la mano la frente y, llegados ya a la placita, señala: “Ved. Ahí yo ya tenía miedo”. Juan le reprende: “Basta ya, Simón. Basta. Él te ha perdonado. Y antes que Él, la Virgen. Tú te atormentas”. Pedro: “¡Oh si fuese así! Tú, Juan, sosténme siempre. ¡Siempre! Porque sabes guiar. Él te confió a su Madre. Es justo. Pero yo, vil gusano y mentiroso, tengo más necesidad que María de ser guiado. Porque tengo escamas en los ojos y no veo…”. Juan: “Sin duda las tendrás si te portas así. Te quemarás las pupilas, y el Señor no te las curará…”, y le pasa por los hombros un brazo para consolarle. Pedro: “Me sería suficiente ver bien con el alma. Y además… los ojos no cuentan”. Andrés dice: “¡¡Pero sí para muchos!! ¿Qué van a hacer, entonces, los enfermos? ¡Ya viste lo desesperada que estaba ayer aquella mujer!”. Pedro: “Sí, claro…”. Se miran mutuamente y luego dicen: “Ninguno de nosotros se sintió capaz de imponerle las manos…”. La humildad de lo pasado los amilana. Tomás dice a Juan:  «Tú podías haberlo hecho. Tú no huiste, ni le negaste, ni has sido un incrédulo…”. ■  Confiesa Juan: “También tengo mi pecado. Y es también contra el amor como lo es el vuestro. Cerca del arco de la casa de Josué, agarré por el cuello a Elquías y lo habría estrangulado, porque ofendió a la Virgen. ¡He odiado y maldecido a Judas de Keriot!”. Pedro: “¡Cállate! No pronuncies ese nombre. Es el de un demonio y me parece que todavía no está en el Infierno y que merodea en torno a nosotros para hacernos pecar otra vez”. Pedro habla con verdadero terror. Andrés dice: “¡Oh, él está en el infierno! Pero, aunque estuviese aquí, su poder ya se acabó. Tuvo todo para haber podido ser ángel y fue un demonio, y Jesús ha vencido al diablo”. Pedro: “Será así… Pero es mejor no nombrarle. Tengo miedo. Ahora comprendo cuán débil soy. Pero tú, Juan, no te sientas culpable. Todos los hombres maldecirán al que entregó al Maestro”. Judas Tadeo, que nunca hizo migas con Iscariote, afirma: “¡Y justo es hacerlo!”. Juan: “No. María ha dicho que le basta el juicio de Dios, y que debemos fomentar un solo sentimiento: el de gratitud de no haber sido nosotros los traidores. Y si Ella no maldice, Ella, la Madre que vio los tormentos de su Hijo, ¿habremos de hacerlo nosotros? Olvidémosle…”. Su hermano Santiago exclama: “¡Es de necios!”. Juan: “Y, sin embargo, es la palabra del Maestro respecto a los pecados de Judas…”. Juan guarda silencio y suspira. Santiago Zebedeo: “¿Qué? ¿Hay otros? Tú sabes… ¡Habla!”. Juan: “He prometido olvidar, y me esfuerzo en hacerlo. Respecto a Elquías… no estuvo bien… pero aquel día cada uno de nosotros tenía su ángel y su demonio, y no siempre dio oídos al ángel de la luz…”. ■ Dice Zelote: “¿Sabes que Nahúm está paralítico y que a su hijo le aplastó una pared o un corrimiento del monte? Así. El día en que murió Él. Se le encontró más tarde. ¡Oh, muy tarde, cuando ya apestaba! Le descubrió uno que iba al mercado. Y Nahúm estaba con otros de su calaña y no sé qué le cayó encima, si fue una roca o si fue un ataque de algo. Lo que sé es que estaba como partido y ni siquiera comprende. Parece una bestia. Babea y balbucea, y ayer con la única mano sana, agarró por la garganta a su… patrón, que había ido a verle y le gritaba, gritaba: «¡Por tu culpa! ¡Por tu culpa!». Si no hubieran acudido los criados…”. Preguntan a Zelote: “¿Cómo lo supiste, Simón?”. Zelote lacónicamente responde: “Ayer vi a José”.
* Reproches de la mujer de Sidón.- ■ Santiago de Alfeo dice: “Veo que el Maestro tarda en venir. Estoy preocupándome”. Propone Mateo: “Volvamos para atrás…”. Bartolomé dice: “O nos paramos aquí en el puentecillo a esperarle”. Se detienen. Pero los dos Santiago, Andrés y Tomás vuelven sobre sus pasos y, pensativos, miran hacia el suelo, miran a las casas. Andrés, palideciendo, señala con el dedo la pared de una casa en que resalta, sobre el blanco de la cal, una mancha rojiza: “¡Es sangre! Sangre del Maestro, tal vez. ¿Había empezado ya aquí a perder sangre? ¡Oh, decidme!”. Santiago de Alfeo responde desconsolado: “¿Y qué podemos decirte nosotros, si ninguno de nosotros le siguió?”. Andrés: “Pero mi hermano, y sobre todo, Juan le siguieron…”. Santiago de Zebedeo dice: “No inmediatamente. Me ha dicho Juan que le siguieron desde la casa de Malaquías en adelante. Aquí no estuvo ninguno de nosotros…”. Miran hipnotizados la extensa mancha oscura que aparece sobre la pared blanca, a poca distancia del suelo, y Tomás observa: “Ni siquiera la lluvia la ha borrado. Ni siquiera la ha arrancado el granizo que cayó tan fuerte estos días… Si supiese que es Sangre suya, levantaría el revoque de esa parte de la pared…”. Mateo, que se ha unido a ellos, propone: “Preguntémoslo a los de la casa. Tal vez sepan…”. Tomás objeta: “¡No! Nos podrían reconocer como apóstoles suyos. Podrían ser enemigos del Mesías y…”. Con un gran suspiro concluye Santiago de Zebedeo: “Y nosotros somos unos cobardes todavía…”. Poco a poco todos se han ido acercando a la pared y miran… ■ Pasa una mujer, una rezagada que vuelve de la fuente con sus cántaros que chorrean agua fresca. Les mira atentamente. Deja los cántaros en el suelo y les pregunta: “¿Estáis viendo esa mancha sobre la pared? ¿Sois discípulos del Maestro? Me lo parecéis, aunque sean poco visibles vuestras caras y… aunque no os viera detrás del Señor cuando pasó por aquí, apresado para conducirle a la muerte. Esto me hace titubear, porque un discípulo que sigue al Maestro cuando todo va bien, y se gloría de ello, y mira con severidad a los que no están dispuestos como él a dejar todo para seguir al Maestro, debe también seguir al Maestro cuando le va mal. Al menos debería hacerlo. Yo no os vi. No. Y si no os vi, señal es de que yo, mujer de Sidón, seguí a Aquel a quien sus discípulos israelitas no siguieron. Ya, pero yo recibí un don de Él. ¿A vosotros… a vosotros, acaso, no os había concedido ningún don? Me extraña porque hacía bien a gentiles y samaritanos, a pecadores e incluso a ladrones, al darles la vida eterna, si ya no podía dar la del cuerpo. ¿Es que no os amaba? Entonces, señal de que erais peor que escorpiones y hienas apestosas; aunque, la verdad es que creo que Él quería incluso a las víboras y a los chacales, no porque lo fueran, sino por haber sido creados por el Padre. ■ Lo que veis es sangre. Sí, sangre de una mujer de la costa del gran mar. En el pasado fueron tierras filisteas, y los habitantes son despreciados todavía por los hebreos. Y, con todo, ella supo defender al Maestro, hasta que el marido la mató, arrojándola con tanta fuerza después de haberla golpeado, que se le abrió la cabeza y se le salieron los sesos, quedando estampada con su sangre sobre la pared de su casa, donde ahora lloran sus hijos huérfanos. Pero es que ella había recibido un don: el Maestro le había curado a su marido que moría de una enfermedad inmunda. Y ella quería por eso al Maestro. Y le amó hasta morir por Él. Le ha precedido en el seno de Abraham, según vosotros. También Analía le precedió, y habría sabido morir igual ella, si la muerte no le hubiera visitado antes. Y también una madre, más arriba, lavó con su sangre el camino, con la sangre de su vientre abierto por su perverso hijo, porque defendía al Maestro. Y una anciana murió de dolor, cuando le vio pasar herido y maltratado a Aquel que le había devuelto la vista a su hijo. Y un viejo, un mendigo, murió, porque salió en su defensa y recibió en su cabeza la pedrada que estaba destinada a la cabeza de vuestro Señor. ■ Porque vosotros ¿le creíais vuestro Señor, no?  Los valientes de un rey mueren en torno a él. Sin embargo, ninguno de vosotros murió por Él. Estabais lejos de los que le golpeaban. ¡Ah, no! ¡Uno murió! Pero no de dolor, ni por haber defendido al Maestro. Primero le vendió, luego le señaló quién era con un beso. Y finalmente se suicidó. No le quedaba otra cosa que hacer. No podía crecer ya en maldad. Era perfecto. Como Belcebú. El mundo le habría lapidado para eliminarle de la faz de la Tierra. Y creo que esa mujer compasiva que murió por impedir que golpeasen al Maestro, y la anciana Ana, que murió por el dolor de verle morir en esas condiciones, y el viejo mendigo y la madre de Samuel y la virgen que murió, e incluso yo, que no puedo subir al Templo porque me da dolor ver la muerte de los corderos y de las tórtolas que inmolan, ¡oh, sí, yo creo que habríamos tenido valor de lapidarle al traidor,  y que no habríamos vacilado al verle lacerado con nuestras piedras!… Él lo sabía, y quiso que el mundo no manchase sus manos con su sangre; quiso que no hubiera verdugos que vengasen al Inocente…”. Y les mira con un desprecio cada vez mayor, según ha venido hablando. Sus ojos grandes y negros, mientras miran al grupo que no sabe, que no puede, reaccionar, tienen la dureza de los de una ave rapaz… Entre dientes le sale la última palabra: “¡Bastardos!”, y recoge sus cántaros y se va, satisfecha de haber vomitado su desprecio contra los discípulos que abandonaron al Maestro. ■ Éstos quedan aniquilados. Con la cabeza agachada, los brazos caídos, sin fuerza… La verdad les aplasta. Meditan sobre la consecuencia de su cobardía… No dicen nada… No se atreven a mirarse. Ni siquiera Juan y Simón Zelote, los dos únicos que no fueron cobardes, están como los demás, tal vez por el dolor que sienten al ver que no pueden curar la herida producida por la mujer en el corazón de sus compañeros…
* “Pero es un alma que ha entrado en el Reino de la Luz y ve con sabiduría y justicia”.- ■ El camino ya está en la penumbra. La luna, ya en sus últimos días, sale tarde y el crepúsculo se echa antes sobre la Tierra. En el silencio sólo el murmullo del Cedrón se escucha, de modo que cuando resuena la voz de Jesús, los hace sobrecogerse de temor, la voz que no es más que dulzura y que dice: “¿Qué estáis haciendo aquí?  Os esperaba entre los olivos… ¿Por qué estáis mirando cosas muertas cuando os espera la Vida? Venid conmigo”. Jesús parece venir del Getsemaní hacia ellos. Se detiene al lado de ellos. Mira la mancha que todavía sigue atrayendo las miradas de los apóstoles y dice: “Esa mujer está ya en la paz. Ha olvidado el dolor. ¿Creéis que no piensa en sus hijos? No. Lo hace mucho mejor. Los santificará porque es lo único que pide a Dios”. Se encamina. Le siguen en silencio. ■ Jesús se vuelve y les dice: “¿Por qué decís dentro de vuestros corazones: «¿Y por qué no pide que se convierta su marido? No es santa, si le odia…». No le odia. Le perdonó cuando la mataba. Pero es un alma que ha entrado en el reino de la luz y ve con sabiduría y justicia. Y ella ve que su marido ni se convertirá, ni será perdonado. Vuelve ahora su plegaria a favor de quien puede conseguir el bien. ■ No es mi sangre, no. Y sin embargo perdí mucha por este camino… Las pisadas la han borrado, al mezclarse con el polvo y suciedad. La lluvia la ha hecho desaparecer, pero queda todavía mucha que puede verse… Porque manó tanta que ni los pasos, ni el agua la han borrado del todo. Caminaremos juntos y veréis mi Sangre derramada por vosotros…”.
*  Claudia y Romanas después del Viernes Santo.- ■ Los apóstoles se preguntan: “¿A dónde? ¿A dónde quiere ir? ¿Al lugar de su llanto? ¿Al Pretorio?…”. Y Juan dice: “Pero Claudia se ha marchado dos días después del sábado, enojada, se dice, hasta cansada de estar junto a su marido… El soldado de la lanza me lo dijo. Claudia no quiere ser responsable de lo que hizo su marido. Porque ella le había advertido de no perseguir a Jesús, pues que era mejor ser perseguido de los hombres que no del Altísimo, cuyo Mesías era el Maestro. Tampoco están ni Plautina ni Lidia. Se fueron con Claudia a Cesárea. Y Valeria se ha ido con Juana a Béter. Si estuvieran ellas, podríamos entrar. Pero ahora… no sé… También falta Longinos, al que Claudia le ha querido en su escolta…”. Uno de ellos dice: “Irá al lugar donde viste que la hierba estaba bañada con sangre…”
“¡Pero es un lugar inmundo! (el Gólgota)… Allí han muerto siempre los ladrones…”. “He muerto Yo, y para siempre lo he santificado”.- ■ Jesús, que camina adelante, se vuelve y dice: “Al Gólgota. Allí hay tanta Sangre mía, que la tierra parece que se ha hecho tan dura como una piedra. Y ya hay alguien que se os ha adelantado…”. Bartolomé grita: “¡Pero es un lugar inmundo!”. Jesús con una sonrisa compasiva responde: “Cualquier lugar de Jerusalén, después del horrible pecado, es inmundo; y, sin embargo, no os preocupáis de otra cosa aparte del miedo a la gente…”. Bartolomé: “Allí han muerto siempre los ladrones…”. Jesús: “He muerto Yo, y para siempre lo he santificado. En verdad os digo que hasta el fin de los siglos no habrá lugar más santo que ése, y que a él vendrán de toda la Tierra a besar esa tierra.  Y ya hay alguien que os ha precedido, sin temer burlas ni amenazas, sin temer contaminarse. Y quien os ha precedido tenía doble motivo para temer esto”. Juan, al que Pedro le pega con el codo en el costado para que pregunte, pregunta: “¿Quién fue, Señor?”. Jesús: “Magdalena. De la misma manera que recogió —cual recuerdo de júbilo que luego distribuyó entre sus compañeras— las flores que hollaron mis pies, cuando entraba, antes de la Pascua, en su casa, ahora ha sabido subir al Calvario y escarbar con sus manos en la tierra, endurecida por mi Sangre, y bajar con su carga y depositarla en manos de mi Madre. No ha tenido miedo. Era conocida como la «Pecadora» y como la «discípula». Y la que tomó entre sus manos esa tierra, no temió contaminarse. Mi Sangre ha borrado todo. Santo es el suelo donde cayó. ■ Mañana, antes de la hora de sexta, subiréis al Gólgota. Yo me uniré a vosotros. Pero quien quiera ver mi Sangre, ahí la tiene”. Señala el pretil del puentecillo: “Aquí mi boca pegó y salió sangre de ella… De ella no habían brotado más que palabras santas de amor. ¿Por qué, entonces, fue golpeada y no hubo nadie quien la hubiera curado con un beso?…”.
* “Ha entrado en vosotros un elemento que antes no teníais. Es el remordimiento. En Judas, que se alejó de Dios, produjo la desesperación y su condenación. En vosotros, que no habéis salido jamás de la cercanía de Dios, el remordimiento producirá un arrepentimiento de confianza”.- ■ Entran en el Getsemaní. Jesús tiene que abrir antes una puerta que ahora impide la entrada al Huerto de los Olivos. Una puerta nueva. Una fuerte valla, con estacas agudas, con una nueva cerradura. Jesús tiene la llave; una llave tan nueva que resplandece como el acero; y abre la cerradura sirviéndose de la luz de una rama encendida que Felipe ha prendido para ver, pues ya es ya del todo noche. Al notar la valla que aísla el Getsemaní, los apóstoles murmuran: “No estaba antes… ¿Por qué ahora?… Está claro que Lázaro no quiere ya a nadie aquí. Mira allí: piedras, ladrillos, cal. Ahora es madera, después será un muro…”. Jesús dice: “Venid. No os ocupéis de cosas muertas, os lo digo… Ved. Aquí estuvisteis… Aquí me rodearon y apresaron. De allí huisteis… Si hubiera estado esta valla entonces, no hubierais podido huir tan rápidamente. Pero ¿cómo iba a pensar Lázaro, que se moría de ansias por seguirme, que ibais a huir? ¿Os hago sufrir? Primero sufrí Yo. Quiero borrar aquel dolor. Bésame, Pedro…”. Pedro se niega: “¡No, Señor, no! Repetir lo que hizo Judas, aquí, a la misma hora, ¡no, no, no!”. Jesús: “Bésame. Tengo necesidad de que hagáis con amor sincero lo que Judas no hizo. Después seréis felices. Acércate, Pedro. Bésame”.  Pedro no solo besa. Lava con sus lágrimas la mejilla del Señor, y se retira, cubriéndose la cara, y se sienta en el suelo para llorar. Los demás, uno tras otro, le besan en el mismo lugar. Quien más, quien menos todos tienen lágrimas en los ojos… ■ Jesús: “Ahora vámonos. Esa noche os separé de Mí, por pocas horas, después de que os robustecí con mi Cuerpo; pero enseguida caísteis. Recordad siempre cuán débiles fuisteis y que sin la ayuda de Dios no podríais permanecer en justicia ni siquiera una hora. Ved. Aquí dije que se velara. Se lo dije a aquellos que se creían los más fuertes; tan fuertes que creyeron que podían beber de mi cáliz, y que dijeron que estaban dispuestos a cualquier sacrificio antes que negarme. Los dejé, diciéndoles que velaran… Los dejé y ellos se durmieron. Recordad, y enseñad que quien se separa de Jesús, que quien no se mantiene en contacto con Él por medio de la oración, cae en el sopor y puede ser apresado. Si no os hubiera despertado, os hubieran podido incluso matar durante el sueño, y hubierais debido comparecer ante el juicio de Dios cargados de vuestra flaqueza humana. Venid… Ved. Baja, Felipe, la rama. Ved. Quien quiera ver Sangre mía que mire. Aquí, en medio de la mayor angustia, semejante a la del agonizante, sudé sangre. Mirad… Tanta, que la tierra está endurecida y, todavía, roja la hierba, porque la lluvia no pudo disolver los coágulos que se secaron entre tallos y corolas. Ved. Y allí me apoyé. ■ Y aquí el ángel del Señor estuvo para darme fuerzas para cumplir con la voluntad de Dios. Porque —recordad esto— si siempre quisierais hacer la Voluntad de Dios, en aquellos momentos en que la criatura no puede resistir, Dios viene con su ángel a sostener al héroe agotado. Cuando os encontréis en medio de la angustia, no temáis de caer en la cobardía o en la abjuración si persistís en querer lo que Dios quiere. Dios os convertirá en gigantes de heroísmo si permanecéis fieles a su Voluntad. Recordadlo, recordadlo. Una vez os dije que después de las tentaciones en el desierto, los ángeles me auxiliaron. Ahora sabed que también aquí después de la más grande tentación, un ángel me auxilió. Y esto mismo sucederá con vosotros, y con todos mis fieles. Porque en verdad os digo que los auxilios que tuve, también vosotros los tendréis. Yo mismo os los obtendría, si el Padre en su amorosa justicia, no os lo concediese. Solo el dolor será siempre inferior al mío… Sentaos. Allá en el oriente se asoma la luna. Habrá luz. ■ No creo que esta noche durmáis, aun cuando todavía seguís siendo tan humanos y solamente humanos. No. No dormiréis porque ha entrado en vosotros un elemento que antes no teníais. Es el remordimiento. Una tortura, es verdad. Pero sirve para pasar a estadios más altos, tanto en el bien como en el mal. En Judas de Keriot, que se alejó de Dios, produjo la desesperación y su condenación. En vosotros, que no habéis salido jamás de las cercanías de Dios —os lo aseguro, porque en vosotros no existía voluntad ni la advertencia clara de lo que hacíais— el remordimiento producirá un arrepentimiento de confianza que os llevará a la sabiduría y a la justicia. ■ Quedaos donde estáis. Yo me retiro hacia allá, a la distancia del tiro de una piedra, en espera del amanecer”. Andrés suplica de rodillas: “¡Oh, no nos dejes, Señor! Tú has dicho lo que somos, si estamos lejos de Ti”. Y suplica  con  las manos juntas, como si pidiese una limosna de piedad. Jesús: “Tenéis el remordimiento. Es un buen amigo en los buenos…”.
* “Os lo he dicho muchas veces. El pecado es un mal insanable si no le sigue el arrepentimiento y la reparación”.- ■ Tadeo, que no se atreve a comportarse como pariente, suplica: “No te alejes, Señor. Nos dijiste que oraríamos juntos…”. Y en señal de veneración tiene la cabeza un poco inclinada. Jesús: “¿Y no es la meditación la oración más activa? ¿Y no os he movido a la contemplación y meditación?, ¿no os he dado tema de meditación desde que me llegué a vosotros por el camino, moviendo vuestros corazones con verdaderos actos de santos sentimientos? En esto consiste la oración, hombres: en ponerse en contacto con el Eterno y con las cosas que sirven para llevar al espíritu mucho mas allá de la Tierra; y, a partir de la contemplación de las perfecciones de Dios y de la miseria del hombre, del propio ser, suscitar actos de voluntad amorosa o reparadora, siempre pronta a adorar… aun cuando si dicha voluntad surgiera de una meditación sobre una culpa o un castigo. El mal y el bien sirven para el fin último, si se saben usar. ■ Os lo he dicho muchas veces. El pecado es un mal insanable si no le sigue el arrepentimiento y la reparación; en caso contrario, con la contrición del corazón se hace fuerte argamasa para tener compactos los fundamentos de la santidad, cuyas piedras son las buenas resoluciones. ¿Podríais mantener unidas piedras sin mortero? ¿Sin esto que aparentemente es feo, pero sin el cual las hermosas piedras, los relucientes mármoles no podrían estar unidos para formar el edificio?”.
* Créanos un corazón y una inteligencia nuevos, Señor mío, y te comprenderemos”. “Esa tarea no es mía sino de Aquel de quien os hablé en la última Cena. Él, solo Él, extraerá de vuestro fondo mis palabras y os explicará para que comprendáis su espíritu”.- Jesús hace ademán de marcharse. Juan, al que en voz baja han hablado su hermano y el otro Santiago y Pedro y Bartolomé, se levanta y le sigue, diciendo: “Jesús, mi Dios, esperábamos decir contigo la oración a tu Padre. Tu oración. Nos sentimos poco perdonados si no nos concedes que la digamos contigo. Tanto que lo necesitamos…”. Jesús: “Donde hay dos unidos con la oración, ahí estoy en medio de ellos. Decid, pues, entre vosotros la oración y estaré entre vosotros”.  Pedro, con la cara escondida entre la hierba, en que todavía hay Sangre divina, grita angustiado: “¡Ya no nos juzgas dignos de orar contigo!”. Santiago de Alfeo: “Somos infelices, herma… Señor”. Iba a decir hermano pero se corrigió al punto. Jesús le mira y dice: “¿Por qué no me llamas hermano, tú que eres de mi sangre? Soy hermano de todos los hombres, pero de ti dos y tres veces. Como hijo de Adán, como hijo de David, como hijo de Dios. Termina tu palabra”. Santiago: “Hermano, Señor mío, somos infelices y tontos. Tú lo sabes. Y más necios nos hace el abatimiento en que nos encontramos. ¿Cómo podemos pronunciar con el alma tu oración, si no sabemos su significado?”. ■ Jesús: “Cuántas veces, como a muchachos pequeños, os lo expliqué. Pero más duros de cabeza que el alumno más distraído de algún maestro, no os grabasteis mis palabras”. Suplica Juan: “Es verdad. Pero ahora nuestra mente está afligida por no haberte comprendido… ¡Oh, nada entendimos! Lo confieso en nombre de todos. Aun todavía no podemos comprenderte, Señor. Te ruego, que emplees tu indulgencia para nuestro mal que nos hace tardos de entendimiento. Cuando moriste, el gran rabí de Israel (5), al pié de tu Cruz, no dudó en denunciar la ceguera de Israel. Tú, Dios omnipotente, Espíritu de Dios que no tiene nada que ver con la carne, oíste estas palabras: «Siglos y siglos de ceguera espiritual cubren la vista interior» y te suplicó: «En este pensamiento prisionero de las fórmulas, penetra Tú, Libertador». ¡Oh, adorado Jesús mío! que nos has salvado de la Culpa Original tomando sobre Ti nuestros pecados y los consumaste en el fuego de tu perfecto amor, toma, consuma también nuestra inteligencia de tercos israelitas, danos una inteligencia nueva, virgen con tu sabiduría. Muchas cosas del pasado murieron en aquel horrible día. Murieron contigo. Pero ahora que has resucitado haz que nazca en nosotros un nuevo pensamiento. Créanos un corazón y una inteligencia nuevos, Señor mío, y te comprenderemos”. ■ Jesús: “Esa tarea no es mía, sino de Aquel de quien os hablé en la última Cena. Cualquier palabra mía se pierde en el fondo de vuestro pensamiento, en todo o en parte, o se queda aprisionada en su espíritu. Sólo el Paráclito, cuando venga, extraerá de vuestro fondo mis palabras y os las explicará, para que comprendáis su espíritu”.
“Yo os lo he infundido… Pero en vosotros todavía no está, como Maestro,  el Espíritu de la Verdad”.- ■ Replica Zelote: “¡Pero Tú ya nos lo has infundido!”. Y Mateo, junto con Zelote, objeta: “Tú dijiste que cuando te hubieras ido donde el Padre, Él, el Espíritu de Verdad, vendría”. Jesús: “Decidme: ¿cuando un niño nace tiene alma infundida?”. Todos responden: “¡Claro que la tiene infundida!”. Jesús: “¿Pero esta alma tiene la Gracia de Dios?”. Responden: “No. La Culpa Original pesa sobre ella, y está privada de ella”. Jesús: “¿Y el alma y la Gracia de dónde vienen?”. Responden: “De Dios”. Jesús: “¿Por qué entonces Dios no da al niño, que nace, un alma en gracia?”. Responden: “Porque Adán fue castigado y  nosotros en él (6). Mas, ahora que Tú ya eres el Redentor, será así”. Jesús: “No. No será así. Los hombres nacerán siempre manchados en el alma, alma que Dios creó y que la herencia de Adán manchó. Pero, por el rito que en otra ocasión os explicaré, el alma infundida en el hombre será vivificada con la Gracia, y el Espíritu del Señor tomará posesión de esa alma. ■ En cuanto a vosotros, bautizados con el agua por Juan, seréis bautizados con el Fuego de la Potencia de Dios. Y entonces el Espíritu de Dios estará verdaderamente en vosotros. Y será el Maestro al que los hombres no podrán perseguir ni expulsar. Él, en vuestro interior, os dirá el espíritu de mis palabras y os instruirá sobre muchas otras cosas. Yo os lo he infundido porque nada puede recibirse ni tener valor si no es por mis méritos: puede recibir a Dios y puede tener valor tener la palabra de un delegado de Dios. Pero en vosotros todavía no está, como Maestro, el Espíritu de la Verdad”. Insiste Juan: “Bien. Que sea así. En su momento vendrá. Entre tanto haz que sintamos tu perdón. Sé Maestro con nosotros, Señor. Una vez más, porque Tú has dicho que hay que «perdonar setenta veces siete»”, y termina: “Tú, que eres la Luz eterna, no permitas que tus siervos permanezcan en las tinieblas” y —siempre Juan es el que muestra más confianza y cariño— al decirlo, tiene la intrepidez de tomar, entre las suyas, la Mano izquierda de Jesús, que pende paralela al cuerpo y en la que la luna parece hacer aún más grande el desgarrón del clavo; y besa levemente la punta de los dedos, de estos dedos que se han quedado un poco retraídos, justo como los de una persona que haya sido herida y ya se haya curado pero que los nervios le quedan levemente contraídos.
* El  «Padre Nuestro»  rezado y comentado por Jesús.- (Relatado en el tema “Oración”).- (Escrito el 11 de Abril de 1947).
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1  Nota  : Cfr.  Sal.  109,1.   2  Nota  : Cfr.  Cant.  5,2.   3  Nota  : Cfr.  Zac.  12,9-13,1.   4  Nota  : Cfr. Núm.  9,10-11.   5  Nota  :  El Rabí  Gamaliel.  6  Nota  : Cfr. Gén. 3.
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10-631-253 (11-17-727).- Enseñanzas a los apóstoles enviados al Gólgota y luego al Cenáculo.- Orden de reunirse en Galilea, monte Tabor.
* Quince días después, los apóstoles suben al Gólgota mientras Juan les va relatando los hechos del Viernes.-Jerusalén arde bajo un sol meridiano… Un espacio abovedado que ofrece sombra, refresca a la vista cegada por este sol que incide sobre las paredes blancas de las casas y hace arder el suelo de las calles. Y lo blanco incandescente de las paredes y lo oscuro de estas bóvedas hacen de Jerusalén una extraña pintura en blanco y negro, una alternancia violenta de luces y penumbras —en contraste con la luz violenta, éstas parecen tinieblas—, una alternancia atormentadora como una obsesión, porque quita la facultad de ver o por demasiada luz o por demasiada penumbra. Se camina con los ojos semicerrados tratando de correr por donde hay luz y calor y aminorando la marcha bajo las bóvedas, donde es necesario ir despacio porque el contraste entre las luces y las tinieblas hace que incluso con los ojos abiertos nada se vea. ■ De este modo caminan los apóstoles en una ciudad que el sol en su zenit ha convertido en desierto. Sudan y se secan cara y cuello con la capucha;  y resoplan… Cuando salen de la ciudad, termina para ellos el alivio de los tramos abovedados. El camino, que bordea las murallas y que se dirige hacia el norte y hacia el sur como una cinta cargada de polvo incandescente, da la impresión de tierra que arde como un horno. Se levanta un calor que quema, que seca los pulmones. El arroyuelo, que hay al otro lado de la muralla, arrastra una miseria de agua en medio de un montón de piedras que el sol hace más brillantes. Los apóstoles se acercan presurosos a ese hilo de agua, y beben; sumergen en el agua la capucha y se la ponen de nuevo, goteando, sobre la cabeza, después de haberse lavado las caras. Se meten dentro para refrescarse, quitándose las sandalias. Pero no es más que un alivio transitorio. El agua está tan caliente como si la hubieran sacado del fuego. Dicen: “Está caliente y es poca. Sabe a barro y a jabonera. Cuando baja tan escasa, contiene el sabor de los lavados del amanecer”. ■ Empiezan a subir el Gólgota, en el que el ardiente sol ha secado hasta los últimos vestigios de hierba, que había en el amarillento monte hace apenas 15 días. Sólo quedan ahora los rígidos y escasísimos matojos de plantas espinosas, llenas de espinas y sin hojas, cubiertas de color amarillento por el polvo, como si fueran huesos acabados de sacar de la tierra. De veras que dan la impresión de huesos plantados en la tierra. Hay uno que, después de unos dos palmos de tallo derecho, forma bruscamente un codo que termina en cinco palitos de espinas dentro de una hoja en forma de paleta. Parece en verdad una mano de esqueleto, extendida para apresar a quien pase y retenerlo en ese lugar de pesadilla. Juan, que es el único que ya había subido al monte, pregunta: “¿Queréis recorrer el camino largo o corto?”. Todos, menos Santiago de Alfeo y Zelote, protestan: “¡El más corto! ¡El más corto! ¡Pronto! ¡Se muere uno aquí de calor!”. Juan: “¡Sigamos!”. Las piedras del camino están que arden. Después de algunos metros objetan: “¡No se puede caminar aquí! ¡No se puede!”. Juan, que llora desde que ha llegado al Calvario, hace notar: “Y sin embargo, el Señor subió hasta allí, hasta aquel montón de zarzas, ¡y venía herido! y cargaba la cruz”. Continúan. Pero luego se echan en tierra desvanecidos, jadeantes. Las capuchas, mojadas en el riachuelo, están secas del sol; en cambio, sus vestidos están bañados de sudor. Bartolomé dice jadeando: “¡Muy pendiente y muy abrasador es el camino!”. Mateo, que está coloradísimo, confirma: “Sí. Demasiado”. Juan: “Por lo que respecta al sol, es igual todo. Pero tomemos aquel otro sendero que es más largo, pero menos fatigoso. Longinos lo escogió para que el Señor pudiera subir. ¿Veis aquella piedra que está ahí? Allí cayó el Señor y le creímos muerto, nosotros que mirábamos desde allí, al norte, ¿no veis?, donde está ese entrante antes de que la ladera empiece a empinarse. No se movía para nada. ¡Oh el grito de su Madre, todavía me parece oírlo! ¡Jamás olvidaré ese grito! ¡Nunca olvidaré uno de sus gemidos…! Hay cosas que hacen envejecer a uno en una hora, y le hacen sufrir el dolor del mundo… ¡Ea, seguid! ¡El Señor se detuvo menos que vosotros!”. Juan les incita con estas palabras. ■ Se levantan algo aturdidos y le siguen hasta donde el sendero de trazado espiral corta a la calzada pavimentada, y lo toman. Sí. Es un camino menos empinado, pero… ¡qué sol! Y el calor es todavía más intenso porque la ladera bordeada por el sendero refleja su fuego contra los viandantes, ya quemados por el sol. Apóstoles: “¿Pero por qué debemos subir a esta hora? ¿No hubiera podido traernos al amanecer, en cuanto hubiera habido la luz suficiente para ver dónde pisábamos? En realidad, como estábamos fuera de las murallas, hubiéramos podido venir sin esperar a que abriesen las puertas”. Se lamentan y refunfuñan dentro de sí. Hombres, todavía humanos, después de la tragedia del Viernes Santo, que es tragedia de su humanidad orgullosa y cobarde, todavía más que la tragedia de Jesús que fue siempre heroica, siempre victoriosa aun en su muerte, humanos como antes, cuando se embriagaban con los gritos de los hosannas de las multitudes, y se enorgullecían pensando en las fiestas y en los fastuosos banquetes en casa de Lázaro… Sordos, ciegos, atontados a todas las señales y advertencias de la tempestad que se aproximaba. Santiago de Alfeo y Zelote guardan silencio y lloran. Después de las últimas palabras de Juan, Andrés no se lamenta más. ■ Nuevamente habla Juan que es un consejero hermano. Dice:… “Es la hora en que Él subió, y ya llevaba mucho tiempo caminando. ¡Puedo decir que desde que salió del Cenáculo no tuvo descanso alguno! ¡Y qué calor hacía aquel día! Se sentía bochorno de tempestad… ¡Él moría de fiebre! Nique dice que, cuando tocó su rostro con el lienzo de lino, le pareció que tocaba fuego. Debe ser aquí el lugar preciso en que se encontró con las mujeres… Nosotros, que estábamos del otro lado, no vimos cuándo se encontraron. Pero como me dijeron Nique y las demás… ¡Ea, sigamos hacia arriba! Pensad que las romanas, acostumbradas a la litera, recorrieron a pie este mismo sendero bajo el sol, desde la hora tercia, cuando fue condenado. ¡Oh, precedieron a todos, ellas, las paganas. Enviaron incluso a sus esclavos a dar aviso a las otras que se habían ausentado por algún motivo!…”. ■ Continúan… ¡Es un martirio ese camino! Incluso tambalean. Pedro grita: “Si Él no obra un milagro caeremos bajo el sol”. Mateo confirma: “De veras. ¡Parece como si el corazón se me saltase!”. Bartolomé ya no habla, parece como si estuviera borracho. Juan le toma por el brazo y le levanta como lo hizo con la Virgen en el Viernes Santo y le consuela: “Dentro de poco habrá un poco de sombra. A donde llevé a su Madre. Allí descansaremos…”. Continúan… cada vez más lentamente… Ya están ahora junto a la roca donde estuvo la Virgen. Juan lo dice. Hay un poco de sombra, pero el aire no se mueve y quema. Tomás, que tiene hinchadas las venas del cuello y de la frente, gime: “Si hubiera al menos algún tallito de anís, una hoja de menta, una hierba. Mi boca parece un pergamino arrimado al fuego. ¡Pero no hay nada! ¡Nada!”. Santiago de Zebedeo dice: “Daría lo que me queda de vida por una gota de agua”. Judas Tadeo rompe en lagrimas y grita: “¡Pobre hermano mío, cuánto sufriste! Había dicho… había dicho, ¿lo recordáis?, que moría de sed. Ahora comprendo. No comprendí el alcance de sus palabras. ¡Moría de sed! Y no hubo quien le diera, mientras todavía podía beber, un sorbo de agua. ¡Y Él tenía fiebre, además del sol!”. Andrés dice: “Juana le había traído algo con qué darle fuerzas”. Juan: “¡Pero no podía beber ya! No podía hablar ya… ■ Cuando se encontró con su Madre, allá, a diez pasos de nosotros,  no pudo decir sino: «¡Mamá!», y no pudo darle un beso, ni siquiera de lejos, y eso que Simón de Cirene le había liberado de la cruz. Tenía los labios duros por los golpes, quemados… Le veía yo bien detrás de la fila de los legionarios. Porque no pude pasar hasta aquí. ¡Hubiera tomado su cruz, si me hubieran dejado pasar!, pero desconfiaron de mí… y a causa de la multitud, que nos quería apedrearnos… No podía hablar… ni beber… ni besar… No podía ya casi ni mirar con sus ojos cerrados, bajo los coágulos de sangre que bajaban de su frente… Su vestido en las rodillas estaba roto, y se le veía la rodilla abierta y sangrante… Tenía las manos hinchadas y heridas… Tenía herido el mentón y una mejilla… La cruz le había hecho una llaga en el hombro, ya abierto por los azotes… Tenía herida la cintura, por las cuerdas… La sangre provocada por las espinas goteaba por sus cabellos… Tenía…”. Pedro, que semeja a uno al que estuvieran torturando, grita: “¡Cállate! ¡Cállate! ¡No podemos oírte! ¡Cállate! ¡Te lo pido y te lo mando!”. Juan: “¡No me queréis oír! ¡No podéis! Pero yo tuve que ver y oír todo en medio de sus congojas. ¿Y su Madre? ¿Y su Madre, entonces?”. Bajan la cabeza sollozando. Continúan el camino… No se lamentan más. Lloran al pensar en los dolores de Jesús.
* En la cima del Gólgota, juran abrazar la doctrina de su Señor y morir por la redención del mundo. Recitan el «Padre nuestro». Al pronunciar la última súplica: “Líbranos del mal”, aparece Jesús. Les dice: “Quien permanece en Mí, el Maligno no le hará ningún daño… Vuestro juramento me llamó”. ■ Han llegado a la cima. En el primer rellano: una parrilla de fuego. La reverberación es tal, que parece que vibrara la tierra, a causa de ese fenómeno típico del sol cuando incide en las arenas encendidas de los desiertos. Juan: “Venid. Subamos por aquí. El centurión permitió que pasáramos aquí. También a mí. Me creyó hijo de María. Las mujeres estuvieron allí. Y allí los pastores. Y allí los judíos…”. Y Juan, señalando los lugares, termina: “Pero la plebe estaba abajo, allá abajo; cubría la ladera, hasta el valle, hasta el camino, y estaba incluso en las murallas y en las terrazas cercanas a las murallas… había gente hasta donde alcanzaba la vista. Lo vi cuando el sol empezó a nublarse; antes de eso era como ahora… y no podía distinguir nada…”. De hecho, Jerusalén, abajo, parece un espejismo trémulo. La fuerte luz hace de velo para el que quiere verla. Y Juan agrega. “A otras horas del día —María Magdalena lo dijo, pero yo no supe ni cuándo ni por qué sucedió— se ven los restos ennegrecidos de las casas que destruyeron los rayos… Las casas de los más culpables… al menos, de los más de ellos… ■ ¡Ved! (Juan mide los pasos, reconstruye la escena) aquí estuvo Longinos, aquí María, aquí yo. Aquí estuvo la cruz del ladrón que se arrepintió y allá la otra. Aquí se jugaron los vestidos. Allí su Madre cayó al suelo cuando Él expiró… y desde aquí vi cuando fue lanceado su corazón. (Juan se pone pálido como muerto) porque aquí estaba su cruz”. Se arrodilla y adora, rostro en tierra, en la tierra que se ve excavada en un espacio que tiene esta sección: ==o== que correspondía a la tierra ensangrentada bajo la sombra del palo transversal de la cruz y alrededor del tronco vertical de ella. Debe haber trabajado dura María Magdalena para excavar tanta tierra, y con una profundidad de al menos un palmo largo, y en una tierra tan dura, mezclada con piedras y una serie de objetos de desecho, que hacen de ella una costra compacta. Todos se echan de bruces a besar esa tierra, que ahora se baña de lágrimas… Juan es el primero en levantarse, y sin importarle nada, evoca cada episodio… No siente más el sol… Tampoco los demás… Habla de cuando Jesús rehusó beber el vino con mirra, de cuando se desnudó y se puso el velo de su Madre, de cuando apareció tan cruelmente flagelado y herido, de cuando se extendió sobre la cruz y gritó al primer golpe del martillo sobre el clavo, y luego ya no, para que no sufriese demasiado su Madre, y de cuando le atravesaron la muñeca, y le dislocaron el brazo al estirarle hasta el punto requerido, hasta coincidir con el agujero del madero, y también habla de cuando, clavado del todo, dieron la vuelta a la cruz para remachar los clavos y el peso de la cruz cayó sobre Jesús, cuyo jadeo se oía, y de cuando dieron de nuevo vuelta a la cruz y la levantaron mientras la arrastraban, y ésta cayó de golpe en el hueco y la calzaron, abriendo más las heridas en las manos; de cuando la corona se descoloca y hace desgarros en la cabeza; y refiere las palabras a su Padre, las palabras que pedían perdón para los que le crucificaban, y que daban perdón al ladrón arrepentido, y las palabras que dirigió a su Madre y al mismo Juan, y la llegada de José con Nicodemo, desafiando a todo el mundo, y el valor de María Magdalena, y el grito de angustia a su Padre que le abandonaba; y habla de la sed y del vinagre con hiel y de su última convulsión y de su grito llamando a su Madre, y la respuesta de Ella, ya con el alma en los umbrales de la muerte por el dolor… y de su resignación y abandono en Dios; y refiere, horrenda, la última convulsión y el grito que hizo estremecer al mundo, y el grito de María cuando le vio muerto… ■ Pedro, que parece como si la lanza le atravesara, grita: “¡Cállate! ¡Cállate!”. También los demás suplican: “¡Cállate! ¡Cállate!”. Juan: “Ya no tengo más que añadir. Ya el sacrificio había terminado. La sepultura… nuestra congoja, no suya. En ella solo tiene valor el dolor de la Madre. ¡Nuestra congoja! ¿Merece acaso compasión? Ofrezcámosela a Él, en lugar de pedir compasión por nosotros. Con todas nuestras fuerzas hemos evitado el dolor, la fatiga, el abandono, dejando todas esas cosas para Él, para Él solo. En realidad hemos sido unos discípulos indignos; que le hemos amado por la alegría de ser amados, por el orgullo de ser grandes en su reino; pero que no supimos amarle en el dolor… De ahora en adelante no debe repetirse. No más. Aquí debemos jurar —esto es un altar, y está en alto—,  ante el Cielo y la Tierra, que no volverá a ser así. Ahora, a Él la alegría; a nosotros, la cruz. Jurémoslo. De este modo nuestras almas encontrarán la paz. Aquí murió Jesús de Nazaret, el Mesías, el Señor, para ser Salvador y Redentor. Que aquí muera el hombre que somos y se levante el discípulo verdadero. ¡Levantaos! Juremos en el santo Nombre de Jesucristo de que queremos abrazar su doctrina hasta poder morir por la redención del mundo”. ■ Juan parece un serafín. Mientras habla se le ha caído la capucha, y su rubia cabellera resplandece al sol. Ha subido sobre un montón de objetos desechados (que hay a un lado, quizás los puntales de sostén de las cruces de los ladrones), y ha tomado involuntariamente la postura (con los brazos abiertos) que tiene frecuentemente Jesús cuando enseñaba, y sobre todo, la postura que tenía en la cruz. Los otros le miran. Es bello, entusiasta, tan joven, el más joven de todos pero espiritualmente maduro. El calvario le ha hecho maduro… Le miran y gritan: “¡Lo juramos!”. Juan: “Pidamos ahora al Padre que dé valor a nuestro juramento. «Padre nuestro que estás en los Cielos...»”. Las once voces de los apóstoles conforme van cantando se hacen cada vez más gruesas. Pedro se golpea el pecho cuando dice: “perdónanos nuestras ofensas” y todos se arrodillan cuando pronuncian la última súplica: “Líbranos del mal”. Se quedan así encorvados, meditando… ■ Jesús está entre ellos. No he visto ni cuándo ni por dónde ha aparecido. Se diría que de las paredes inaccesibles del monte. Resplandece de amor en medio de la fuerte luz meridiana. Dice: “Quien permanece en Mí, el Maligno no le hará ningún daño. En verdad os digo que los que estuviesen unidos a Mí sirviendo al Altísimo Creador, cuyo deseo es que todos los hombres se salven, podrán arrojar demonios, hacer que no  hagan ningún daño los reptiles y venenos, pasar entre fieras y llamas sin que les pase nada, hasta que Dios quiera que permanezcan en la Tierra sirviéndole” (1). Sin dejar su posición de arrodillados, inclinando la cabeza, preguntan los apóstoles: “¿Cuándo llegaste, Señor?”. Jesús: “Vuestro juramento me llamó. Y ahora, ahora que los pies de mis apóstoles han pisado este terreno, bajad rápidos a la ciudad, al Cenáculo. Por la noche partirán las mujeres de Galilea con mi Madre”. Y después le dice a Zelote: “Tú y Juan iréis con ellas. Nos congregaremos todos en Galilea, en el Tabor”. Zelote: “¿Cuándo, Señor?”. Jesús: “Juan lo sabrá y os lo dirá”. Apóstoles: “¿Nos dejas, Señor? ¿No nos bendices? Tenemos mucha necesidad de tu bendición”. Jesús: “Aquí y en el Cenáculo os la daré. ¡Postraos!”. Les bendice y el fulgor del sol le envuelve como en la Transfiguración, solo que aquí le esconde. Alzan la cabeza. No se ve más que tierra que arde y sol que quema… ■ Dicen con tristeza: “¡Levantémonos y vayámonos! Ya se ha ido”. Comentan:  “Cada vez está menos con nosotros”. Santiago de Alfeo: “Pero hoy estuvo más contento que ayer anoche. ¿No crees, hermano?”. Pedro, abrazando a Juan, dice: “Lo que le ha alegrado es nuestro juramento. Que Dios te bendiga, Juan, que hiciste que juráramos”. Tomás: “Esperaba yo que hablaría de su Pasión. ¿Para qué quiso que viniéramos aquí, si no nos iba a decir nada?”. Andrés responde: “Se lo preguntaremos esta noche”. Santiago de Alfeo: “Bueno. Vámonos ahora. El camino es largo y queremos estar un poco con la Madre, antes de que se marche”. Tadeo suspira: “Otra dulzura que se acaba”. Todos: “Nos quedamos huérfanos. ¿Qué haremos?”. Se vuelven a Juan y a Zelote y con cierta envidia en la voz dicen: “Vosotros por lo menos vais con Ella. Siempre la acompañáis”. Juan hace un gesto para decir: “Así es”.  Pero como la envidia de ellos no es mala, sino buena, al punto reconocen: “Es justo. Porque tú estabas aquí con Ella, y tú has renunciado a estar por obediencia. Nosotros…”.
* Al bajar del Gólgota, reproche de una mujer.- ■ Empiezan a bajar. Pero en cuanto han llegado al segundo rellano, el más bajo, ven a una mujer que sube allí bajo el sol por el camino empinado y que los mira de hito en hito sin hablar, para dirigirse luego, con paso seguro, a la explanada más alta. Se preguntan: “Ya comienzan a venir. ¡Y no es solo Magdalena la que viene! ¿Pero qué está haciendo? Llora, entre tanto que busca algo en el suelo. ¿Será que habrá perdido algo aquel día?”. Pudiera ser, en efecto, porque no se distingue quién es. El velo le cubre completamente la cara. Con su vozarrón, Tomás le pregunta: “Mujer, ¿qué has perdido?”. Mujer: “Nada, busco el lugar de la cruz del Señor. Tengo un hermano mío que está agonizando, y el buen Maestro no vive ya en la Tierra…” llora bajo el velo. “¡Los hombres le echaron fuera!”. Apóstoles: “Ha resucitado, mujer. Vive”. Mujer: “Sé que vive, porque es Dios y Dios nunca muere. Pero no vive entre nosotros. El mundo no le quiso y Él se ha ido. Los hombres le negaron, hasta sus discípulos le abandonaron como si hubiera sido un ladrón y Él abandonó el mundo. Vine a buscar un poco de Sangre. Tengo fe que curará a mi hermano, mejor que la imposición de las manos de sus discípulos, porque no creo que puedan hacer prodigio alguno, después que le fueron infieles”. Juan dice: “Hace poco que acaba de estar aquí el Señor, mujer. Ha resucitado en alma y cuerpo y todavía está entre nosotros. El perfume de su bendición todavía está sobre nosotros. Mira: hace poco estuvo aquí de pie”. Mujer: “No. Yo busco una pequeña gota de su Sangre. No estuve aquí y no conozco el lugar…” se inclina al suelo. Juan le dice: “Aquí estuvo su cruz. Yo estuve”. Mujer: “¿Estuviste? ¿Eras amigo o verdugo? Se dice que uno de sus discípulos amados estuvo junto a su cruz, lo mismo que otros pocos fieles discípulos. No quiero hablar con ninguno de los que le crucificaron”. Juan: “No fui uno de ellos, mujer. Mira, aquí donde estuvo la cruz, hay todavía tierra enrojecida con su sangre, a pesar de que hayan excavado. Tanta fue la sangre que perdió, que penetró profundamente. Ten y que tu fe obtenga su premio”. Juan ha excavado en el lugar donde estuvo la cruz, y sacado un poco de tierra rojiza que la mujer pone en un pedazo de paño. Le da las gracias y rauda se va con su tesoro. Los apóstoles dicen a Juan: “Hiciste bien en no haber dicho quiénes somos”. Aunque le objetan: “¿Por qué no dijiste quién eres?”. Como siempre, continúan pensando muy humanamente. Juan les mira sin replicar. ■ Es el primero en encaminarse hacia abajo por la pronunciada cuesta del camino adoquinado. Aunque sea más fácil bajar que subir, todavía el sol es abrasador, de forma que cuando llegan al pie del Gólgota están muertos de sed. Pero hay ovejas cerca del riachuelo y unos pastores con ellas. Vienen, sin duda, de algún cercano aprisco; para el pasto, antes de que anochezca. El agua está turbia. No puede beberse.
* Al pie del Gólgota, reproche de un pastor.- ■ La sed es tal que Bartolomé se dirige a un pastor diciéndole: “¿Tienes un trago de agua en tu borracha?”.  El pastor le mira con ojos duros, y no responde. Bartolomé: “Entonces un poco de leche. Tus ovejas, por lo que se ve, tienen leche. Te la pagamos. Nos gustaría que estuviera fresca, pero no importa”. Pastor: “No doy leche ni agua a quienes abandonaron a su Maestro. Os he reconocido. Os vi y os escuché en Betsur un día. Precisamente me acuerdo de ti, que me la pides… Pero no os vi cuando encontré a los que llevaban al Maestro. Solo éste estaba. No hubo agua para Él, me dijeron los que estuvieron en el monte. Tampoco para vosotros la habrá”. ■ Silba a su perro, junta sus ovejas y se va hacia el lado norte, donde empiezan las colinas cubiertas de olivos y de hierba. Los apóstoles abatidos atraviesan el puente y entran a la ciudad.
* En la ciudad, burlas de un escriba y diatribas de otros con lanzamiento de piedras y porquerías.- ■ Caminan a lo largo de la muralla, con la capucha sobre sus ojos, un poco encorvados. Es que ahora las calles están llenándose de gente, pues el calor ha bajado. Antes de llegar al Cenáculo tienen que atravesar la ciudad, y mucha gente conoce a los apóstoles, para que puedan pasar inadvertidos. Pronto se oye una carcajada. Un escriba (creía que ya no volvería a ver a ninguno de estos tipejos y me sentía feliz) grita a la gente que, en aquel cruce donde una fuente gorgotea, es numerosa: “¡Vedlos ahí! ¡Ahí tenéis los restos del ejército del gran rey! Héroes imberbes. Los discípulos del seductor. Que sobre ellos caiga el desprecio y el escarnio. ¡Y compasión,  la compasión que se siente por los locos!”. Se escucha una cadena de insultos. Hay quien grita: “¿Dónde estabais cuando Él moría?”. Otro: “¿Estáis convencidos ahora de que era un falso profeta?”. Uno de acá: “En vano le habéis hurtado y escondido. Sus ideas han muerto. El nazareno ha muerto. El Galileo fue fulminado por Jeové. Y vosotros con Él”. Otro de allá con falsa piedad: “No les molestéis. Han recapacitado y se han arrepentido, aunque tarde, pero siempre a tiempo para huir en el momento justo”. No falta quien arengue a la masa popular (compuesta en general de mujeres que parecen propensas a ponerse al lado de los apóstoles), diciendo: “A vosotros, a los que dudáis todavía de nuestra justicia: os sirva de ejemplo el comportamiento de los seguidores más fieles del Nazareno. Si hubiera sido Dios, los habría fortalecido. Si ellos le hubieran reconocido como al Mesías verdadero, no habrían huido, porque habrían pensado que ninguna fuerza humana podría vencer al Cristo. Y sin embrago Él murió ante la presencia de todo el pueblo. En vano ha sido robado su cuerpo, después de haber atacado a los guardias que se habían dormido. Preguntádselo a ellos, si no fue así. Él está muerto. Sus seguidores dispersos, y el que limpia el lugar santo de Jerusalén de los últimos vestigios suyos es grande a los ojos del Altísimo. ¡Maldición a los seguidores del Nazareno! Echemos mano a las piedras, ¡oh pueblo santo!, y sean lapidados ésos, fuera de las murallas” (2). ■ Es demasiado esto para la todavía poco estable valentía de los apóstoles. Ya se habían retirado bastante hacia las murallas para no fomentar la algarada con un importante desafío a sus acusadores. Pero ahora, más que prudencia, es miedo. Y vuelven las espaldas y se salvan huyendo en dirección a la puerta. Santiago de Alfeo y Santiago de Zebedeo con Juan, Pedro y Zelote, con más calma y control de sí mismos, siguen a sus compañeros sin correr. Una que otra piedra les alcanza antes de que salgan por la puerta, y, sobre todo, son alcanzados por muchas porquerías.
* Buscan refugio en el huerto de José de Arimatea. El hortelano, fiel a Jesús, les protege.-  ■ Los guardias salen e impiden que se les persiga más allá de las murallas. Pero ellos siguen corriendo hasta ir a refugiarse en el huerto de José de Arimatea, donde estaba el Sepulcro. El lugar es tranquilo y silencioso, lleno de frescura bajo las ramas de los árboles que se han cubierto de hojas que, aunque no muchas, sin embargo ofrecen un velo de color suave bajo los robustos troncos. Se echan por tierra para calmar el jadeo. ■ En el fondo del huerto, un hombre trabaja en la hortaliza. Un jovenzuelo le ayuda. No ha caído en la cuenta de que los apóstoles se han escondido detrás de un seto, sino cuando, después de haber mirado el cielo y dicho: “Ven, José, trae el asno para amarrarlo a la noria”, se dirige hacia ellos, donde hay un rústico pozo escondido bajo un matorral de zarzas. “¿Qué estáis haciendo aquí? ¿Quiénes sois? ¿Qué deseáis en el huerto de José de Arimatea? Tú, necio, ¿por qué has dejado abierta la puerta que José quiere tener cerrada, ahora que ya la puso? ¿No sabes que no quiere ver a nadie donde fue sepultado el Señor?”. ■ Tendré que decir la verdad: envuelta en el dolor de asistir a la sepultura de Jesús, y por la admiración de verle resucitado, no me había percatado de si este huerto, además de la cerca de un seto verde de bojes y zarzas, tenía o no puerta;  pero pienso que la hayan puesto hace poco, pues se ve nueva. José como Lázaro han empezado a cerrar los lugares santificados por Jesús. ■ Juan se levanta, junto con Zelote y Santiago de Alfeo, y responde sin miedo: “Somos los apóstoles del Señor. Yo soy Juan, éste es Simón, amigo de José, y éste Santiago, hermano del Señor. Él nos dijo que fuéramos al Gólgota y así lo hicimos. Nos ordenó que fuéramos donde su Madre, pero la gente nos ha perseguido. Entramos aquí, esperando que anochezca…”. Hortelano: “¡Estás herido! ¡Y también tú, y tú! Venid a que os socorra. ¿Tenéis sed? Se os ve fatigados. Pronto, mete el cántaro y saca agua. La primera agua siempre es limpia, luego los cántaros la enturbian. Dales de beber. Lava algunas lechugas de esas frescas y alíñalas con el aceite que tenemos para fajar los injertos. No tengo otra cosa que daros. No tengo casa aquí. Pero si esperáis, os llevaré conmigo…”. Apóstoles: “No, no. Debemos ir donde el Señor. Dios te lo  pague”. Beben y dejan que les cure. Todos traen algún chichón o herida en la cabeza. ¡Qué buena puntería tienen los judíos! ■ El hortelano ordena al jovenzuelo: “Tú, asómate por el camino, sin que te vean, y mira si alguien está aguardando”. El jovenzuelo contesta al regresar:  “Nadie, padre. El camino está solo”. Hortelano: “Ve a asomarte por la puerta y regresa pronto”. Corta anís, se lo ofrece, excusándose de no tener sino legumbres, ensalada y ese anís, pues los manzanos apenas están en flor. Regresa el muchacho. “Nadie, padre. El camino más allá de la puerta está vacío”. Hortelano: “Entonces, vámonos. Amarra el asno a la carreta y echa en ella hierba. Pasaremos como quienes regresan del campo. Venid conmigo. Será un camino largo, pero mejor que las pedradas”. Apóstoles: “De cualquier modo tenemos que entrar en la ciudad…”. Hortelano: “Sí, pero entraremos por otra parte, por callejuelas no expuestas. No temáis”. Con una llave grande cierra la fuerte puerta. Hace que los de más edad suban al carro. Da azadas y rastrillos a los otros. Carga a Tomás con un montón de podaduras y a Juan con un atado de hierba. Y sin temor alguno, se dirige hacia las murallas del lado sur. Apóstoles: “¿Pero tu casa?… Esto está desierto”. Hortelano: “Mi casa está allá, en el otro lado, y no se escapa. Mi mujer esperará. Primero los siervos del Señor”. ■  Los mira… “¡Eh, todos faltamos! También yo he tenido miedo. Por causa de su Nombre todos somos odiados. También José. Pero ¡qué importa! Dios está con nosotros. ¡La gente!… Odia y ama. Ama y odia. Además, lo que hace hoy lo olvida mañana. Bueno… si no estuvieran esas hienas. Son ellos los que incitan a la plebe. Están furiosos porque ha resucitado. ¡Oh si se dejase ver en un pináculo del Templo para que el pueblo se convenciese de que ha resucitado! ¿Por qué no lo hace? Yo creo. Pero no todos pueden creer. Y ellos pagan bien al que afirma que su cuerpo fue robado; que vosotros lo habéis robado,  ya descompuesto,  y  lo habéis enterrado en una cueva de Josafat”. ■ Ya están ya en el lado, sur de la ciudad, en el valle de Innón. Hortelano: “Ved. Allí está la Puerta de Sión. De allá podéis ir a casa. Está a un paso”. Apóstoles: “Conocemos el camino. Que Dios esté contigo por tu bondad”. Hortelano: “Para mí sois siempre los santos del Maestro. Hombres sois como yo. Solo Él es más que hombre y no tuvo miedo. Sé comprender y compadecer. Os aseguro que vosotros que hoy sois débiles, mañana seréis fuertes. La paz sea con vosotros”. Le devuelven la hierba, los utensilios de labranza y regresa el hortelano, mientras los apóstoles entran en la ciudad ligeros cual liebres por callejuelas periféricas y, a hurtadillas, van hacia la casa del Cenáculo.
* Reproche y burlas de unos legionarios y una tabernera.- ■ Pero las peripecias de ese día no han terminado todavía. Un grupo de legionarios dirigidos hacia la cercana taberna se cruza con ellos. Uno de los legionarios los observa e indica su presencia a los otros. Todos se echan a reír. Y, cuando estos abatidos, pobres discípulos se ven obligados a pasar por delante de ellos, uno de los soldados que está apoyado en la puerta, los apostrofa diciendo: “¡Hala, ¿no os ha lapidado el Calvario, ni la gente?! ¡Por Júpiter! ¡Os creía más valerosos! Y creía que no tendríais miedo de nada, porque como os habéis atrevido a subir allá… ¿Las piedras del monte no os han echado en cara de que sois unos cobardes? ¿Tantas ganas teníais de subir allí? He visto siempre que los culpables huyen de los lugares que les recuerdan su crimen. Némesis (3) los persigue. Tal vez os arrastró allá para haceros temblar de horror, hoy, porque en aquel día no quisisteis temblar de compasión”. ■ Una mujer, tal vez la dueña de una taberna, se asoma a la puerta y se echa a reír. Tiene una cara de facinerosa que mete miedo, y con fuerte voz: “Mujeres hebreas ved lo que parís: cobardes, perjuros, que salen de sus madrigueras cuando el peligro ha desaparecido. El vientre romano no concibe sino a héroes. Venid, vosotros, a beber a la salud de las grandezas de Roma. Buen vino, hermosas muchachas…” y entra, seguida por los soldados en su antro oscuro.
* Palabras de ánimo de unas mujeres compasivas.- ■ Una hebrea mira —alguna mujer está en la calle, con las ánforas; ya se oye el gorgoteo de la fuente cercana a la casa del Cenáculo— y siente compasión. Es una anciana. Dice a sus compañeras: “Se equivocaron… Pero todo un pueblo ha hecho lo mismo”. Se dirige a ellos y los saluda: “La paz sea con vosotros. Nosotras no olvidamos… Decidnos de veras: ¿Ha resucitado el Maestro?”. Apóstoles: “Sí, ha resucitado. Lo juramos”. Mujer: “Entonces no tengáis miedo. Es Dios y Dios vencerá. La paz sea con vosotros, hermanos. Pedid al Señor que perdone a este pueblo”. Pedro: “Y vosotras rogad para que el pueblo nos perdone y olvide el escándalo que le dimos. Mujeres, yo, Simón Pedro, os pido perdón” y se echa a llorar. Mujer: “No te preocupes. Somos madres, hermanas y esposas. Tu pecado es el de nuestros hijos, hermanos y esposos. Que de todos tenga piedad el Señor”. ■ Les acompañan hasta la casa estas mujeres compasivas, y ellas mismas llaman a la puerta. Jesús, que abre la puerta, llenando el espacio oscuro con su Cuerpo glorificado, dice: “La paz sea con vosotras por ser compasivas”. Las mujeres están petrificadas por el estupor. Se quedan así, hasta que la puerta se cierra detrás de los apóstoles y del Señor. Entonces vuelven en sí. “¿Le viste? Era Él. ¡Hermoso! Más que antes. ¡Y vivo! ¡No ya un fantasma! Un verdadero hombre. ¡Su voz! ¡Su sonrisa! Movía las manos. ¿Viste qué rojas eran sus heridas? No, yo miraba cómo latía su pecho. Que no nos vengan a decir que no es verdad. ¡Vámonos! Vamos a gritarlo en nuestras casas. No. Llamemos una vez más para verle. ¿Por qué no? Es el Hijo de Dios, resucitado. ¡Ya es mucho el que se haya mostrado a nosotras, pobres mujeres! Está con su Madre, las discípulas y los apóstoles. No. Sí…”. Vence el parecer de las más prudentes. El grupo se aleja.
* En el Cenáculo, una vez consolado a sus afligidos apóstoles: “Id al Tabor a orar. Os ayudaré a vencer al mundo. Bendecid a los que os humillan porque os santifican”. Parte el pan. Lo ofrece. “Éste es el alimento que os doy ahora que partís. Haced también esto en el futuro con los que de entre vosotros se pongan en viaje. En el porvenir haced el camino al Calvario meditando y haciendo meditar”.- ■ Jesús, entre tanto, ha entrado en el Cenáculo con sus apóstoles. Les mira. Sonríe. Ellos, antes de entrar en casa, se han quitado las capuchas que cubrían como venda sus cabezas y se las han puesto como impone el uso normal. Las heridas recibidas, por tanto, no se ven. Se sientan cansados, en silencio. Más afligidos que cansados. Jesús les dice con dulzura: “Habéis tardado”. Silencio. “¿No me contáis algo? Hablad. Soy siempre Jesús. ¿Se ha acabado vuestro entusiasmo del día?”. Pedro, cayendo de rodillas a los pies de Jesús, grita: “¡Oh, Maestro! ¡Oh, Señor! No se ha acabado nuestro entusiasmo. Pero nos mata el comprobar el daño que hemos hecho a tu Fe. ¡Estamos aplastados!”. Jesús: “Muere el orgullo, nace la humildad. Surge el conocimiento, crece el amor. No temáis. Ahora os estáis convirtiendo en apóstoles. Esto es lo que quería”. Apóstoles: “¡Pero no podremos nunca hacer algo! ¡El pueblo, y tiene razón, se burla de nosotros! ■ Hemos destruido tu obra. ¡Hemos destruido tu Iglesia!”. Están todos angustiados. Gritan, gesticulan… Jesús guarda una calma solemne. Dice ayudando sus palabras con el gesto: “¡Calma! ¡Calma! Ni siquiera el Infierno destruirá mi Iglesia. Aunque se mueva la piedra, porque aún no está bien asentada, no hará que el edificio caiga. ¡Calma! ¡Calma! Vosotros lo haréis bien, porque con humildad reconocéis lo que sois; porque ahora sois sabios con una gran sabiduría: la de saber que cada acción tiene repercusiones muy extensas, algunas veces incalculables, y que quien está arriba —recordad lo que os dije de la lámpara que se pone en un lugar alto para que sea vista pero, porque precisamente todos la ven, debe tener una llama pura—, que quien está arriba, más que quien no lo está, tiene la obligación de ser perfecto. ¿Veis, hijos míos? Lo que, si lo hace un fiel, pasa inobservado o que puede excusarse, no pasa desapercibido, y severo es el juicio del pueblo, si lo hace un sacerdote. Pero vuestro futuro borrará vuestro pasado. ■ Nada os dije en el Gólgota, pero dejé que el mundo hablase. Os consuelo. ¡No lloréis! Descansad y dejad que os cure. Así”. Levemente toca a las heridas de las cabezas. Luego añade: “Pero conviene que os alejéis de aquí. Por esto os había dicho: «Id al Tabor para orar». Podéis estar en los pueblos cercanos y subir a cada amanecer a esperarme”. Tadeo dice en voz baja: “Señor, el mundo no cree que hayas resucitado”. Jesús: “Convenceré al mundo. Os ayudaré a vencer al mundo. Vosotros permanecedme fieles. No os pido más. Bendecid a los que os humillan porque os santifican”. Parte el pan. Lo ofrece y lo distribuye: “Éste es el alimento que os doy ahora que partís. Allí he preparado ya el alimento para mis peregrinos. Haced también esto en el futuro con los que de entre vosotros se pongan en viaje. Sed paternales con todos los creyentes. Todo lo que Yo hago, o hago que hagáis, hacedlo también vosotros. ■ En el porvenir haced el camino al Calvario, meditando y haciendo meditar. Reflexionad en mis dolores. Por esto os he salvado, no para la gloria presente. Allí está Lázaro con sus hermanas. Han venido a saludar a mi Madre. Id también vosotros porque mi Madre parte en breve en el carro de Lázaro. La paz sea con vosotros”. Se levanta y sale rápidamente. ■ Andrés grita: “¡Señor! ¡Señor!”. Pedro le pregunta: “¿Qué quieres hermano?”. Andrés: “Querría preguntarle muchas cosas. Hablarle de los que quieren ser curados… ¡Qué sé yo! Cuando está  entre nosotros, no sabemos decir nada” y corre a buscar al Señor. Todos dicen: “¡Es verdad! ¡Estamos como quien ha perdido la memoria!”. Santiago de Alfeo exclama: “Y es muy bueno con nosotros. Nos ha llamado «hijos» con tal dulzura que me ha abierto el corazón”. Tadeo afirma: “¡Pero es tan… Dios, ahora! Tiemblo cuando le tengo cerca, como si estuviese cerca del Santo de los Santos”. Andrés regresa: “No está. ¡El espacio, el tiempo, los muros, todo le está sujeto!”. Confiesan: “¡Es Dios! ¡Es Dios!” y permanecen en actitud de adoración. (Escrito el 14 de Abril de 1947).
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1  Nota  : Cfr. Mc. 16,17-18.    2  Nota  : Cfr. Lev. 24,10-16. Según este texto del Levítico, el blasfemo del nombre de Dios, debía ser lapidado por el pueblo.   3  Nota  : Entre los griegos, Némesis era una divinidad y potencia divina que guardaba el orden, la equidad, el equilibrio del universo. Y como los culpables habían transgredido el orden, por eso, se dice, que los perseguía.

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