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-«Una de las razones de esta Obra: haceros conocer el misterio de Judas».
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-En el tema de “Judas Iscariote” se incluye:
Familia de Lázaro de Betania (Lázaro, Marta, María Magdalena), Pastores de la Gruta de Belén, y otros personajes de la Obra
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  El tema “Judas Iscariote”, 3º año v. p. de Jesús, 4ª parte, comprende:
Episodios y dictados  extraídos de la Obra magna
«El Evangelio como me ha sido revelado»
(«El Hombre-Dios»)
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8-542-322 (10-2-9).- Los judíos “amigos” en casa del enfermo Lázaro (1).
* Los judíos quieren ver a Lázaro ¡un hombre tan amigo! por torcida finalidad: por creer que se oculta a un leproso.- ■ Aunque esté deshecha de dolor y cansancio, Marta sigue siendo la señora que sabe recibir y ofrecer la casa, y honrar a las personas con ese porte señorial perfecto propio de la verdadera señora. Así, ahora, habiendo antes conducido al grupo a una de las salas, da las indicaciones para que se traigan los refrescos habituales y para que los huéspedes tengan todo aquello que pueda serles reconfortante. Los criados van de acá para allá sirviendo bebidas calientes, vinos de calidad, ofreciendo fruta espléndida, dátiles dorados como topacios, uvas secas, parecidas a nuestra uva moscatel, de racimos de una perfección fantástica, y miel virgen; todo en ánforas, copas, bandejas, platos preciosos. Y Marta vigila atentamente, para que ninguno quede desatendido; es más, según la edad, y quizás también según las personas (cuyos caracteres le resultan bien conocidos), da la pauta para el servicio a los criados. Así, para a un criado que se dirige a Elquías con una ánfora llena de vino y con una copa y le dice: “Tobías, no vino, sino agua de miel y jugo de dátiles”. Y a otro: “Sin duda, Juan prefiere el vino. Ofrécele el blanco de uva pasa”. Y, personalmente, al viejo escriba Cananías le ofrece leche caliente, abundantemente dulcificado por ella en la dorada miel mientras dice: “Te vendrá bien para tu tos. Te has sacrificado para venir, estando enfermo y en un día tan frío. Me conmueve el veros tan solícitos”. Cananías: “Es nuestro deber, Marta. Euqueria era de nuestra estirpe. Una verdadera judía que nos honró a todos”. Marta: “El honor a la venerada memoria de mi madre toca mi corazón. Transmitiré a Lázaro estas palabras”. ■ Elquías, falso como siempre, se ha acercado: “Pero nosotros queremos saludarle. ¡Un hombre tan amigo!”. Marta: “¿Saludarle? No es posible. Está demasiado agotado”. Félix dice: “¡No le vamos a molestar! ¿No es verdad, vosotros? Nos contenta­mos con un adiós desde la puerta de su habitación”. Marta: “No puedo, no puedo de ninguna manera. Nicomedes se opone a cualquier tipo de fatiga o de emoción”. Calascebona dice: “Una mirada al amigo moribundo no puede matarle, Marta. ¡Demasiado nos dolería el no haberle saludado!”. Marta está nerviosa, vacilante. Mira hacia la puerta, quizás para ver si María viene en su ayuda. Pero María está ausente. Los judíos observan este nerviosismo suyo, y Sadoc, el escriba, se lo dice a Marta: “Se diría que viniendo te hemos puesto nerviosa, mujer”. Marta: “No. Nada de eso. Comprended mi dolor. Hace meses que vivo al lado de uno que agoniza y… ya no sé… ya no sé moverme como antes en las fiestas…”. Elquías dice: “¡Esto no es una fiesta! ¡No queríamos tampoco que nos dieras estos honores! Pero… quizás… quizás nos escondes algo y por eso no nos dejas ver a Lázaro ni permites que pasemos a su habitación. ¡Je! ¡Je! ¡Esto se sabe! Pero, no temas, que la habitación de un enfermo es lugar sagrado de asilo para cualquiera. Créelo…”. ■ Magdalena aparece en la puerta: “No hay nada que esconder en la habitación de nuestro hermano. Nada hay escondido en ella. Esa habitación únicamente acoge a un  moribundo para el que sería un acto de piedad evitarle todo recuerdo penoso. Y tú, Elquías, y todos vosotros, sois recuerdos penosos para Lázaro” y lo dice con su espléndida voz de órgano manteniendo apartada la cortina purpúrea de la puerta con la mano.  Marta, suplicante para frenarla, gime: “¡María!”.  Magdalena: “Nada hermana. Déjame hablar…”. Se dirige a los otros: “Y para quitaros todas las dudas, que uno de vosotros —sólo un recuerdo del pasado volverá a causar dolor— venga conmigo, si ver a un moribundo no le molesta y el hedor de la carne que muere no le produce náuseas”.
* Magdalena dice: “Sí, yo también soy un recuerdo, pero no de dolor como tú dices; soy el recuerdo de la Misericordia de Dios”.- ■ Un herodiano dice irónico: “¿Y tú no eres un recuerdo que causa dolor?”. El herodiano, al que ya he visto aunque no sé dónde, sale del rincón en que se hallaba y se pone frente a María.  Marta gime. María mira con mirada de águila inquieta, sus ojos que centellean; se yergue altiva, olvidándose del cansancio y el dolor que verdaderamente encorvan su cuerpo, y, con una expresión de reina ofendida, dice: “Sí, yo también soy un recuerdo, pero no de dolor como tú dices; soy el recuerdo de la Misericordia de Dios. Y, viéndome a mí, Lázaro muere en paz, porque sabe que encomienda su espíritu en las manos de la infinita Misericordia”. Herodiano:  “¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¡No eran éstas las palabras de otros tiempos! ¡Tu virtud! A quien no te conoce podrías mostrársela…”. Magdalena: “Pero a ti no, ¿no es así? Pues precisamente a ti te la pongo de­lante de los ojos, para decirte que uno se hace como aquellos con quienes va. Yo, en aquellos tiempos, por desgracia, estaba contigo, y era como tú; ahora estoy con el Santo, y me hago honesta”. ■ Herodiano: “Una cosa destruida no se reconstruye, María”. Magdalena: “Efectivamente, tú, todos, vosotros, no podéis reconstruir el pa­sado; no podéis reconstruir lo que habéis destruido: no puedes tú, que me causas horror; ni vosotros, que ofendisteis en el tiempo del dolor a mi hermano y que ahora, por torcida finalidad, queréis apa­recer como amigos suyos”. Uno, de aproximadamente cuarenta años, dice: “¡Oh, eres audaz, mujer! El Rabí habrá expulsado de ti muchos demonios, pero mansa no te ha hecho”. Magdalena: “No, Jonatás ben Anás, no me ha hecho débil; al contrario, me ha hecho fuerte, con esa audacia que es propia de la persona honesta, de la persona que ha querido volver a ser honesta y ha roto todo vínculo con el pasado para hacerse una vida nueva. ¡Vamos, ¿quién viene donde Lázaro?!”. Se muestra imperiosa como una rei­na. Los domina a todos con su franqueza, despiadada incluso contra sí misma. Marta, por el contrario, está angustiada, con lágrimas en esos ojos suyos que miran fijamente a María suplicándole que calle. Elquías, falso como una serpiente, dice: “¡Voy yo!” y lo dice acompañando sus palabras de un suspiro de víctima.
* Finalidad de la visita de estos “amigos”: saber de los grandes amigos de Lázaro y del Rabí, y dar un buen “consejo” porque “pensamos que estáis fuera de vuestros cabales. Avisad al Maestro (de cuyo paradero ellos quieren saber). Llamadle también para Lázaro” (para venir a curar a Lázaro así como ha curado a otros leprosos).- ■ Los otros se vuelven hacia Marta. Uriel, el rabí visto en Giscala, el que allí lanzó piedras a Jesús y le hirió, dice: “¡Tu hermana!… Siempre ese carácter. No debería. Tiene que ganarse mucho perdón”. Marta, azuzada por estas palabras, encuentra de nuevo su fuerza y dice: “La ha perdonado Dios. Cualquier otro perdón no tiene valor después de ése. Y su vida actual es ejemplar para el mundo”. Pero la audacia de Marta pronto decae y se muda en llanto. Gime, entre lágrimas: “¡Sois crueles! Con ella… conmigo… No tenéis compasión ni del dolor pasado ni del dolor actual. ¿A qué habéis venido? ¿A ofender y dar dolor?”. Uriel: “No mujer, no.  Sólo para saludar a este judío que agoniza. ¡Para ninguna otra cosa! ¡Para ninguna otra cosa! No debes tomar a mal nuestras rectas intenciones. Hemos sabido por José y Nicodemo que había habido un agravamiento, y hemos venido… de la misma forma que ellos, los dos grandes amigos del Rabí y de Lázaro. ¿Por qué esa actitud de tratarnos de manera distinta a nosotros que amamos al Rabí y a Lázaro como ellos? No sois justas. ¿Puedes, aca­so, decir que ellos —con Juan, Eleazar, Felipe, Josué y Joaquín— no hayan venido a informarse de cómo estaba Lázaro?, ¿y que Mannaén no ha venido?…”. Marta: “Yo no digo nada. Lo que me asombra es que sepáis todo tan bien. No sabía que hasta por dentro las casas fueran vigiladas por vosotros. No sabía que existiera un nuevo precepto, además de los seiscientos trece que ya existen: el de indagar, espiar dentro de las familias… ¡Perdón! ¡Os estoy ofendiendo! El dolor me hace perder los cabales, y vosotros lo agudizáis”. ■ Uriel: “¡Te comprendemos, mujer! Hemos venido a daros un consejo bueno porque pensamos que estáis fuera de vuestros cabales. Avisad al Maestro. Ayer incluso, siete leprosos vinieron a dar gloria al Señor porque el Rabí los había curado. Llamadle también para Lázaro”. Marta, muy agitada, grita: “Mi hermano no está leproso. ¿Éste es el motivo por el que queríais verle? ¿Para esto habéis venido? No. ¡No está leproso! Mirad mis manos. Le curo desde hace años y yo no tengo lepra. Tengo la piel enrojecida por los ungüentos aromáticos, pero no tengo lepra. No tengo…”. Jonatás de Uziel: “¡Calma! Calma, mujer. ¿Quién ha dicho que Lázaro esté leproso? ¿Quién sospecha en vosotras un pecado tan horrendo como el de ocultar a un leproso? ¿Tú crees que, a pesar de vuestro poder, no habríamos descargado nuestra mano sobre vosotras si hubierais pecado? Nosotros somos capaces de pasar por encima incluso del cuerpo de  nuestro padre y de nuestra madre, de nuestra esposa y de nues­tros hijos, con tal de hacer obedecer los preceptos. Esto te lo digo yo, Jonatás de Uziel”. ■ Arquelao dice: “¡Cierto! ¡Es así! Y ahora te decimos, por el amor que te profesamos, por el amor que profesábamos a tu madre, por el que profesamos a Lázaro: llamad al Maestro. ¿Meneas la cabeza? ¿Quieres decir que ya es tarde? ¿Cómo es eso? ¿No tienes fe en Él, tú, Marta, discípula fiel? ¡Eso es grave! ¿Tú también empiezas a dudar?”. Marta: “Blasfemas, escriba. Creo en el Maestro como en el Dios verdadero”. Félix insinúa: “¿Y entonces por qué no quieres intentarlo? Él ha resucitado muertos… Al menos, eso se dice… ¿Es que no sabes dónde está? Si quieres, te le buscamos nosotros, te ayudamos nosotros”. Sadoc, dice tentador: “¡No, hombre, no! En casa de Lázaro ciertamente se sabe dónde está el Rabí. Dilo con franqueza, mujer, y nos pondremos en marcha para buscártele y te le traeremos aquí, y estaremos presentes en el milagro para exultar contigo, con todos vosotros”. Marta vacila, casi tentada a ceder. Los otros instan, mientras ella dice: “No sé dónde está… No tengo la menor idea… Se marchó hace unos días y nos saludó como quien se marcha para largo tiempo… Para mí sería consolador saber dónde está… Al menos, saberlo… Pero no lo sé, de verdad…”. Cornelio dice: “¡Pobre mujer! Nosotros te ayudaremos… Te le traeremos aquí”. ■ Magdalena con voz de trueno: “No. No hace falta. El Maestro… ¿Os referís a Él, no es verdad? El Maestro dijo que debíamos esperar más de lo esperable, y esperar únicamente en Dios. Y nosotras así lo haremos”, y lo dice mientras regresa con Elquías, quien inmediatamente la deja y habla, encorvado, con tres fariseos. Uno de ellos, que es Doras, dice: “¡Pero se está muriendo, por lo que oigo!”. Magdalena: “¿Y entonces? ¡Pues muera! No pondré obstáculos al decreto de Dios, ni desobedeceré al Rabí”.
* Judíos expulsados de la casa por Magdalena.- ■ El herodiano dice burlón: “¿Y qué pretendes esperar después de la muerte, insensata?”. Magdalena: “¡Qué! ¡Pues la Vida!”. La voz es un grito de fe absoluta. Herodiano: “¿La Vida? ¡Ja! Sé sincera. Tú sabes que ante una verdadera muerte nulo es su poder, y en tu insensato amor por Él no quieres que eso se ponga de manifiesto”. Magdalena: “¡Salid todos! Le correspondería a Marta hacerlo, pero Marta os teme; yo sólo temo ofender a Dios, que me ha perdonado. Por eso, lo hago en vez de Marta. Salid todos. No hay lugar en esta casa para los que odian a Jesucristo. ¡Fuera! ¡A vuestras guaridas tenebrosas! Fuera todos. O haré que os expulsen los criados como a un hatajo de harapientos inmundos”. Se muestra majestuosa en su ira. Los judíos ahuecan el ala, extremadamente cobardes, ante esta mujer (verdad es que parece un arcángel airado)… ■ La sala se  desaloja. Las miradas de María, según van cruzando de uno en uno la puerta pasando por delante de ella, crean como la sombra de un yugo romano, bajo el cual debe humillarse la soberbia de los derrotados judíos. Por fin, la sala queda vacía.
* Marta teme la venganza. “¿En quién piensas que se van a vengar? Y aunque pudieran hacerlo… ¿no seríamos más semejantes a Él siendo pobres y trabajadoras?”.- ■ Marta, rompiendo a llorar, se derrumba sobre la alfombra. Magdalena: “¿Por qué lloras, hermana? No veo la razón de ello…”. Marta: “¡Oh!, los has ofendido… y ellos te han, nos han ofendido… y… ahora se vengarán… y…”.  Magdalena: “¡Cállate, mujer desatinada! ¿En quién piensas que se van a vengar? ¿En Lázaro? Antes tienen que deliberar, y antes de que decidan… ¡Oh, en un gulal (2) uno no se venga! ¿En nosotras? ¿Es que, aca­so, necesitamos su pan para vivir? Los haberes no nos los tocarán. Se proyecta sobre ellos la sombra de Roma. ¿En qué, entonces? Y aunque pudieran hacerlo, ¿no somos, acaso, fuertes y jóvenes las dos? ¿No vamos a poder trabajar? ¿No es pobre Jesús? ¿No ha sido, acaso, nuestro Jesús obrero? ¿No seríamos más semejantes a Él, siendo pobres y trabajadoras? ¡Gloríate si lo eres! ¡Espera serlo! ¡Pí­deselo a Dios!”. ■ Marta: “Pero lo que te han dicho…”. Magdalena: “¡Ja! ¡Ja! ¿Lo que me han dicho? Es la verdad. Me la digo tam­bién yo a mí misma: he sido una inmunda. ¡Ahora soy la cordera del Pastor! Y el pasado ha muerto. Ánimo, ven donde Lázaro”. (Escrito el 19 de Diciembre de 1946).
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1  Nota  : Cfr.  Ju.  11,1-2.   2  Nota  : “Gulal”: palabra  hebrea desconocida por la propia escritora,  y que vendría a significar algo repudiable, como el estiércol de que se habla en 1 Reyes 14,10.
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8-543-327 (10-3-13).- Marta envía a un siervo a llamar  al Maestro (1).
* Lázaro desahuciado por el médico romano.- ■ Me encuentro todavía en la casa de Lázaro y veo que Marta y María salen al jardín acompañando a un hombre más bien anciano, majestuoso de presencia, y creo que no es hebreo porque tiene la cara rasurada como los romanos. Una vez que están un poco lejos de la casa, María le pregunta: “Bueno, Nicomedes, ¿qué nos dices, entonces, de nuestro hermano? Nosotras le vemos muy… enfermo… Habla”. El interpelado abre sus brazos con un gesto de compasión, pues sabe que no hay remedio alguno. Se detiene, contesta: “Está muy enfermo… Desde que tomé cuidado de él, jamás os engañé. He hecho todo lo posible y vosotras lo sabéis. Pero todo ha sido inútil. Esperaba también… sí, esperaba que, al menos, pudiera vivir reaccionando al agotamiento de la enfermedad con la buena nutrición y bebidas reconfortantes que le preparaba. He probado incluso una cierta clase de venenos adecuados para preservar a la sangre de la corrupción y para sostener las fuerzas, según las viejas escuelas de los grandes maestros de la medicina. Pero la enfermedad es más fuerte que los remedios. Esta clase de enfermedades son corrosivas. Destruyen. Y cuando se dejan ver en la superficie, los huesos están ya invadidos, y como la savia en un árbol sube de las raíces a la copa, así también esta enfermedad se ha extendido por todo el cuerpo…”. Marta dice: “Pero tiene enfermas solo las piernas…”. Nicomedes: “Es cierto, pero la fiebre destruye también allí donde vosotras creéis que no hay mal. Mirad esta ramita caída de este árbol. Parece carcomida, aquí cerca de donde se desgajó. Pero ved… (la desmenuza con sus dedos) ¿Habéis visto? Bajo la corteza que parecía buena estaba ya la caries hasta la punta, donde parece que todavía hay vida, porque se ven hojitas. Lázaro está ya agonizando. El Dios de vuestros padres, y los dioses y semidioses de nuestra medicina no han podido hacer nada… o no han querido. Hablo de vuestro Dios… Y por esto… y por esto, preveo que la muerte se acerca a Lázaro, parte porque la fiebre sigue aumentando, síntoma de la corrupción que ha entrado en la sangre, parte por los movimientos irregulares del corazón, y parte también por la falta de estímulos y reacciones en todos los órganos del enfermo. Lo estáis viendo: no se alimenta ya, no retiene lo poco que come y no asimila lo que retiene. Es el final… Y —creed en lo que os dice un médico que es deudor a vosotras, por recuerdo de Teófilo— que más deseable sería la muerte… Son enfermedades terribles. Desde hace miles de años destruyen al hombre y el hombre no logra prevenirse contra ellas. ■ Solo los dioses podrían, si…”.  Se detiene, las mira frotándose con los dedos el mentón rasurado. Piensa. Luego dice: “¿Por qué no llamáis al Galileo? Es vuestro amigo. Él puede, porque todo lo puede. He examinado a personas que estaban condenadas a morir y que fueron curadas. Una fuerza extraña sale de Él. Un fluido misterioso que reanima, que junta las reacciones dispersas y hace que se curen… No sé. También le he seguido, mezclado entre la multitud y he visto cosas maravillosas. Llamadle. Soy un pagano, pero honro al Taumaturgo misterioso de vuestro pueblo. Sería Yo feliz que Él pudiese lo que yo no”. Magdalena replica: “Él es Dios, Nicomedes. Por esto puede todo. La fuerza que dices que fluye de Él, es su voluntad de Dios”. Nicomedes: “No me burlo de vuestra fe. Más bien la espoleo para que llegue hasta lo imposible. Por otra parte… Se sabe que los dioses algunas veces han bajado a la Tierra. Yo… nunca hubiera creído… Pero como hombre y médico honrado que lo soy, debo afirmar que es verdad, porque el Galileo hace curaciones que solo un dios puede hacer”. Magdalena insiste: “No un dios, Nicomedes. El verdadero Dios”. Nicomedes: “Está bien. Como quieras. Yo creeré en Él y me haré su seguidor si viere a Lázaro… resucitado. Porque en su caso ya no se trata de curación, sino de resurrección. Llamadle pues y con urgencia… porque, si no me he hecho un tonto, al máximo dentro de tres ocasos a partir de éste, habrá muerto. Dije «al máximo». Puede suceder que sea hasta antes…”. ■ Marta responde: “Oh, podríamos, pero no sabemos donde está…”. Nicomedes: “Yo lo sé. Me lo dijo un discípulo suyo que iba a donde él llevándole unos enfermos, dos de los cuales eran míos. Está al otro lado del Jordán, cerca del vado. Así me dijo. Vosotras conoceréis tal vez mejor el lugar”. Magdalena dice: “¡Ah, claro, la casa de Salomón!”. Nicomedes: “¿Está muy lejos?”. Magdalena: “No”. Nicomedes: “Entonces, mandad inmediatamente a un siervo a decir que venga. Yo vuelvo más tarde y me quedaré para ver su poder en Lázaro. Salve, dómina. Y mutuamente animaos”. Hace la inclinación, se dirige a la salida, donde un siervo le espera para tenerle el caballo y abrirle el cancel.
* La fe absoluta de María y la fe vacilante de Marta ante la promesa de Jesús. ■ Marta, después de haber visto partir al médico, pregunta: “¿Qué hacemos, María?”. Magdalena: “Obedezcamos al Maestro. Él nos dijo que le avisásemos después de muerto. Y así lo haremos”. Marta: “Pero una vez muerto… ¿de qué sirve tener aquí al Maestro? Para nuestro corazón sí, Él será un consuelo. ¿Pero para Lázaro?… Voy a enviar a un siervo que le diga que venga”. Magdalena: “No. Echarías a perder el milagro. Él ordenó que supiéramos esperar y creer contra todo lo imposible. Y si así lo hacemos, veremos el milagro. Estoy segura. Si no lo hacemos, Dios nos dejará con nuestra presunción porque queremos hacer las cosas mejor que Él, y no nos concederá nada”. Marta: “¿Pero no estás viendo cuánto sufre Lázaro? ¿No oyes cómo desea ver al Maestro, en sus momentos lúcidos? No tienes corazón. ¡Quieres negar a nuestro pobre hermano su última alegría!… ¡Pobre hermano nuestro! ¡Dentro de poco ya no tendremos hermano! ¡Ni padre, ni madre, ni hermano! La casa destruida y nosotras solas como dos palmeras en el desierto”. ■ Cae en una crisis de dolor, yo diría  también en una crisis de nervios típica oriental. Se agita, se golpea la cara despeinándose la cabellera. María la sujeta. Le grita: “¡Cállate! ¡Cállate te lo mando! Puede oírnos. Le amo más y sé dominarme mejor que tú. Pareces una mujer enferma. ¡Cállate, te lo mando! Con estas tonterías no se cambia la suerte de nadie, ni tampoco se hace uno digno de que se le compadezca. Si lo haces para conmoverme estás equivocada. Piénsalo bien. Mi corazón se despedaza. Pero obedece”. Marta, dominada por la fuerza y las palabras de su hermana, se calma un tanto, pero en medio de su dolor que es más tranquilo, llora, ruega, invocando a su madre. “¡Madre, oh madre mía, consuélame! Dame más paz de la que me has dado después de tu muerte. ¡Si estuvieras aquí, madre! ¡Si los dolores no te hubieran matado! Si estuvieses, nos guiarías y te obedeceríamos para bien de todos… ¡Oh!”. María cambia de color y, silenciosamente, llora con un rostro angustiado y retorciéndose las manos. Marta la mira y dice: “Nuestra madre cuando estaba para morir, me hizo prometerme que sería yo para Lázaro una madre. Si estuviese aquí…”. Magdalena: “Obedecería al Maestro porque fue una mujer buena. Es inútil que trates de conmoverme. Dime si quieres que fui yo quien mató a mi madre por las aflicciones que le causé. Y te responderé: «Tienes razón». Pero si quieres que diga que está bien que mande llamar al Maestro, te respondo: «No». Y siempre te diré: «No». Estoy cierta que desde el seno de Abraham aprueba lo que digo y me bendice. Vamos adentro”. ■Marta, angustiada: “¡Ya no tenemos nada! ¡Nada!”. Magdalena: “¡Todo! Todo, debes decir. Tú escuchas al Maestro y pareces muy atenta mientras habla, y luego te olvidas de lo que dijo. ¿No ha afirmado siempre que amar y obedecer nos hace hijos de Dios y herederos de su Reino? Si es así, ¿cómo puedes asegurar que nos quedaremos sin nada, si tenemos a Dios y poseemos su Reino por nuestra fidelidad? Oh, verdaderamente hemos de ser absolutas como yo lo fui en el mal, incluso para poder ser, y saber, y querer ser absolutas en el bien, en la obediencia, en la esperanza, en la fe, en el amor…”. ■ Marta: “Pero permites que los judíos se burlen y hagan insinuaciones sobre el Maestro. El otro día oíste…”. Magdalena: “¿Todavía estás acordándote de los graznidos de esas cornejas, del revoloteo de esos buitres? Déjalos que escupan lo que traen dentro. ¿Qué te importa el mundo? ¿Qué es éste en comparación de Dios? Mira, menos que este sucio moscón, entorpecido o envenenado por haber chupado inmundicias, que aplasto así” y con un fuerte golpe de su pie aplasta al moscardón que camina lentamente por entre la grava del sendero. Luego toma a Marta por un brazo y le dice: “¡Animo! Vamos adentro y…”. Marta: “Por lo menos hagámosle saber al Maestro: Mandémosle a decir que está agonizando, sin agregar más…”. Magdalena: “Como si tuviese necesidad de que se lo dijésemos. Él dijo: «Cuando haya muerto, hacédmelo saber». Y lo haremos. No antes”. Marta: “Nadie, nadie se compadece de mi dolor. Tú menos que nadie”. Magdalena: “Déjate de lagrimear así. No lo puedo soportar…”. En su angustia se muerde los labios para dar fuerza a su hermana, pero ni siquiera llora. ■ Marcela sale corriendo de la casa. La sigue Maximino: “¡Marta, María, corred, Lázaro está mal! No responde más…”. Las dos hermanas se echan a correr, raudas, y entran en la casa… Luego se oye la voz enérgica de María que da órdenes para el caso, se ve que corren criados con bebidas estimulantes y jofainas de agua hirviendo, se oyen los cuchicheos, se ven gestos de dolor… Poco a poco la calma vuelve. Los criados hablan entre sí, menos nerviosos, pero sin abrigar esperanzas. Unos menean la cabeza, otros la levantan al cielo abriendo los brazos, como diciendo: “Así es”. Algunos lloran, otros esperan el milagro.
* Marta, secretamente, envía un sievo para avisar a Jesús.- ■ Ahí tenemos nuevamente a Marta, pálida como un cadáver. Mira tras sí, para ver si la siguen. Mira a los criados que vienen apretados en torno a ella angustiados. Vuelve a mirar para ver si de la casa sale alguien a seguirla. Luego, ordena a un criado: “Tú, ven conmigo”. El siervo se separa del grupo y la sigue hacia dentro del emparrado de los jazmines. Marta habla, sin perder de vista la casa, que a través del tupido follaje puede verse. “Escúchame bien. Cuando todos los criados hayan vuelto a entrar y yo les dé indicaciones para que todos estén ocupados en la casa, tú irás a las caballerizas, tomarás uno de los caballos más veloces, lo ensillas… Si por casualidad alguien te ve, dile que vas a casa del médico… No mientes tú ni te enseño a mentir yo, porque en realidad te mando a donde está el Médico bendito… Toma contigo cebada para el caballo y alimentos para ti, y esta bolsa para todo lo que puedas necesitar. Sal por el pequeño cancel y, pasando por los campos arados, que no producen ruido con los cascos del caballo, te alejas de la casa. Luego tomas el camino de Jericó y galopas sin detenerte ningún momento, ni siquiera de noche. ¿Entendido? Sin detenerte un momento. La luna nueva te alumbrará el camino, si viene la oscuridad mientras todavía vas de camino. Piensa que la vida de tu patrón está en tus manos y en tu rapidez. Deposito mi confianza en ti”. El siervo promete: “Patrona, te serviré cual fiel esclavo”. ■ Marta prosigue: “Vas al vado de Betabara. Lo pasas y te diriges a la otra Betania de la Transjordania. ¿La conoces? Donde al principio bautizaba Juan”. Siervo: “La conozco. También fui allá a purificarme”. Marta: “En ese pueblo está el Maestro. Todos te señalarán la casa donde está hospedado. Pero si, en lugar del camino principal, sigues las orillas del río, es mejor. Te ven menos y encuentras por ti mismo la casa. Es la primera de la única calle del pueblecito, la que lleva de los campos al río. No puedes equivocarte. Una casa baja, sin terraza ni habitaciones superiores, con un huerto que se encuentra, viniendo del río, antes de la casa,  un huerto cerrado por un pequeño cancel de madera y un seto de blancos espinos, creo… bueno, un seto. ¿Has entendido? Repítelo”. El siervo repite. ■ Marta: “Está bien. Trata de hablar con Él, con Él solo y le dirás que tus patronas te mandan a decirle que Lázaro está muy enfermo, que está para morir, que no resistimos más, que él le quiere ver y que venga inmediatamente, inmediatamente, por piedad. ¿Has entendido bien?”. Siervo: “Sí, patrona”. Marta: “Después vuelve inmediatamente, de forma que ninguno note mucho tu ausencia. Lleva una lámpara contigo para las horas de oscuridad. Ve, corre, galopa, mata el caballo, pero regresa rápido con la respuesta del Maestro”. Siervo: “Así lo haré, patrona”. Marta: “¡Vete, vete! ¿Ya ves? Han entrado todos en casa. Vete al instante. Nadie te verá hacer los preparativos. Yo misma te llevaré la comida. Vete. Te la pongo al pie del cancel pequeño. Ve y que Dios sea contigo. ¡Vete!…”. Ansiosa, le empuja, y luego corre a casa, rápida y cauta, para salir después sigilosa por una puerta secundaria, por el lado sur, con una pequeña bolsa en las manos; camina rozando un seto hasta la primera apertura, tuerce, desaparece…”. (Escrito el 20 de Diciembre de 1946).
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1  Nota  :  Cfr. Ju. 11,3-3.
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(<Ha llegado el siervo de Marta a la casa de Salomón cerca del vado, al otro lado del Jordán, donde Jesús se aloja. Se ve que el pobre animal palpita en sus flancos por la carrera y el largo viaje. El siervo comunica a Pedro, solo en casa en ese momento, que trae un recado urgente de sus patronas para el Maestro. Pedro, receloso en un principio, se interesa sobremanera cuando el siervo le dice que los sanedristas estuvieron en Betania>)
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8-545-345 (10-5-29).- El siervo de Betania refiere a Jesús el mensaje de Marta (1).
* “Diles que estén tranquilas. No se trata de enfermedad mortal, sino de la Gloria de Dios para que su poder se manifieste en su Hijo”.- ■ El siervo cuenta a Pedro: “Casi todos, y con ellos había saduceos, escribas, fariseos, judíos de la alta clase social, y uno que otro herodiano…”. Pedro: “¿Qué fue a hacer esa gentuza a Betania? ¿Estaba José con ellos? ¿También Nicodemo?”. Siervo: “No. Ellos habían ido antes. Lo mismo que Mannaén. Los que fueron, no eran de los que aman al Señor”. Pedro: “¡Bien lo creo! ¡Son tan pocos los miembros del Sanedrín que le estiman! ¿Pero qué querían en concreto?”. Siervo: “Saludar a Lázaro. Lo dijeron al entrar…”. Pedro: “¡Uhm, qué amor tan extraño! ¡Siempre le han evitado por muchas razones… ¡Bien!… Creámosles… ¿Se han quedado mucho tiempo?”. Siervo: “Bastante. Se fueron un poco irritados. Yo no soy criado de la casa, y por eso no servía a las mesas; pero los otros que estaban dentro para servir dicen que hablaron con las patronas y quisieron ver a Lázaro. Elquías fue a verle y…”. Pedro masculla entre dientes: “¡Un sinvergüenza!…”. Siervo: “¿Qué dijiste?”. Pedro: “¡Nada, nada! Continúa. ¿Y habló con Lázaro?”. Siervo: “Creo que sí. María le acompañó. Pero luego, no sé por qué… María se enojó, y los criados, que estaban alerta en las habitaciones contiguas para acudir enseguida, dicen que los echó de la casa como a perros…”. Pedro: “¡Brava ella! ¡Era lo que se debía hacer! ¿Y te enviaron a que vinieses a referir esto?”. Siervo: “No me hagas perder más tiempo, Simón de Jonás”. Pedro: “Tienes razón. Ven”. ■ Le lleva hacia una puerta. Toca: “Maestro, un siervo de Lázaro está aquí. Quiere hablarte”. Jesús responde: “Que entre”. Pedro abre, hace pasar al siervo, cierra y se va, meritoriamente, junto al fuego a mortificar su curiosidad. Jesús, sentado al borde de su camastro en el pequeño cuarto donde apenas hay lugar para el lecho y para quien allí vive, que no cabe duda que antes era una bodega como puede verse por los ganchos y estacas que hay en las paredes, mira sonriente al criado que de rodillas le saluda: “La paz sea contigo”. Luego agrega: “¿Qué nuevas me traes? Levántate y habla”. Siervo: “Mis patronas me mandan decirte que inmediatamente vayas porque Lázaro está muy enfermo y el médico dice que va a morir. Marta y María te lo suplican y me mandaron que te dijera: «Ven porque eres el único que puedes curarle»”. Jesús: “Diles que estén tranquilas. No se trata de una enfermedad mortal, sino de la Gloria de Dios para que su poder se manifieste en su Hijo”. Siervo: “Maestro, está muy grave. La gangrena le va haciendo caer la carne a pedazos y no come ya. Casi he matado el caballo para llegar lo más pronto posible”. Jesús: “No importa. Las cosas son como digo”. Siervo: “¿Pero vas a ir?”. Jesús: “Iré. Diles que iré y que tengan fe. Que tengan fe. Una fe completa. ¿Entendiste? Vete. La paz sea contigo y con quien te envió. Te repito: “Que tengan fe absoluta. Vete”. El criado saluda y sale. ■ Pedro le viene al encuentro: “Fuiste rápido en dar el recado. Me imaginaba que ibas a hablar mucho…”. Le mira, le mira… Las ganas de saber le saltan por todos los poros. Pero se refrena…  El siervo se despide: “Me voy. ¿Quieres darme un poco de agua para mi caballo? Tengo que partir”. Pedro: “Ven. ¡Agua!… Tenemos un río, además del pozo”. Pedro toma una lámpara. Va delante de él y le da agua. Dan de beber al caballo. El siervo levanta la manta, observa las herraduras, la cincha, las bridas, los estribos. Dice: “Corrí mucho. Pero todo está en orden. Hasta pronto, Simón Pedro, y ruega por nosotros”.  Saca el caballo, llevándolo de las riendas. Se apoya en el estribo para subir a la silla. Pedro le detiene poniéndole una mano en el brazo, y le dice: “Quisiera saber una sola cosa: ¿corre peligro de estar aquí? ¿Le amenazan? ¿Quisieron saber por las hermanas dónde estábamos? Dilo en nombre de Dios”. Siervo: “Nada de eso, Simón. Nada de eso se ha hablado. Vinieron por Lázaro… Nosotros sospechamos que era para ver si estaba el Maestro, y si Lázaro estaba leproso, porque Marta gritaba con todas sus fuerzas de que no estaba leproso, y lloraba… Hasta pronto, Simón. La paz sea contigo”. Pedro: “Y contigo y con tus patronas. Que Dios te acompañe en tu regreso…”. Le mira mientras se marcha… hasta que desaparece, pronto, por el camino principal, porque el criado ha escogido éste que está iluminado por la luna, y no escoge el sendero oscuro que va a lo largo del río. Pedro se queda pensativo. Luego cierra el cancel y entra en la casa.
* “Siéntate junto a Mí, pobre Simón, que no quieres convencerte que no pasará nada sino hasta el momento destinado por Dios, y entonces ninguna cosa podrá defenderme del Malo”.- ■ Va donde Jesús que sigue sentado sobre el camastro, las manos apoyadas sobre el borde y ensimismado. Pero reacciona, al sentir que Pedro se acerca, y que le mira interrogativamente. Le sonríe. Pedro: “¿Sonríes, Maestro?”. Jesús: “Me sonrío contigo, Simón de Jonás. Siéntate junto a Mí. ¿Han regresado los demás?”. Pedro: “No, Maestro. Ni siquiera Tomás. Habrá encontrado con quién hablar”. Jesús: “Eso está bien”. Pedro: “¿Está bien que hable? ¿Está bien que tarden los demás? Él habla incluso demasiado. ¡Siempre está alegre! ¿Y los otros? Estoy siempre preocupado hasta que regresan. Siempre tengo miedo”. Jesús: “¿De qué cosa, Simón mío? Nada nos amenaza por ahora, créemelo. Cálmate e imita a Tomás que está siempre alegre. Tú, sin embargo, desde hace algún tiempo estás muy triste”. Pedro: “Cualquiera que te ama no puede menos de estarlo. Soy un viejo y reflexiono mejor que los jóvenes. También ellos te aman, pero son jóvenes y piensan menos… Pero si quieres que esté más alegre, me esforzaré en estarlo. ■ Y para ello dame algo para que lo esté. Dime la verdad, Señor mío. Te lo pido de rodillas (y se arrodilla en verdad). ¿Qué te dijo el criado de Lázaro? ¿Que te buscan? ¿Que te quieren hacer mal? ¿Que…?”. Jesús pone su mano sobre la cabeza de Pedro: “Nada de esto, Simón. Nada de esto. Vino a decirme que Lázaro está muy grave y no me habló sino de Lázaro“. Pedro: “¿De veras? ¿De veras?”. Jesús: “De veras, Simón. Y he respondido que tengan fe”. Pedro: “Pero, los del Sanedrín estuvieron en Betania, ¿lo sabes?”. Jesús: “Es natural. La casa de Lázaro es famosa. Según nuestras costumbres hay que honrar a una persona influyente que está muriendo. No pierdas la calma, Simón”. Pedro: “¿Pero crees de veras que no hayan tomado esto como excusa de…?”. Jesús: “De ver si estaba Yo allí. No me encontraron. Vamos, no estés tan asustado como si ya me hubieran capturado. Siéntate junto a Mí, pobre Simón, que no quieres convencerte que no pasará nada sino hasta el momento destinado por Dios, y que entonces… ninguna cosa podrá defenderme del Malo…”. ■ Pedro se le enrosca al cuello, le tapa la boca besándola en ella y diciendo: “¡Cállate! ¡Cállate! ¡No me digas estas cosas! ¡No quiero oírlas!”. Jesús logra zafarse de él, para murmurarle: “¡No las quieres oír! ¡En esto está el error! Pero te compadezco… Oye, Simón, ya que tú eres el único que está aquí, solo Yo y tú debemos saber lo que ha pasado. ¿Me comprendes?”. Pedro: “Sí, Maestro. No diré nada a mis compañeros”. Jesús: “Muchos sacrificios ¿verdad, Simón?”. Pedro: “¿Sacrificios? ¿Cuáles? Aquí está uno bien. Tenemos lo necesario”. Jesús: “Sacrificios de no preguntar, de no hablar, de soportar a Judas… de estar lejos de tu lago… Pero Dios te recompensará de todo”. Pedro: “¡Oh, si a esto te refieres!… Por lo que toca al lago… tengo el río y hago que me baste. Por lo que toca a Judas… te tengo a Ti que me recompensas sin medida alguna… Por las otras cosas… ¡Menudencias! Me sirven para ser menos brusco y más semejante a Ti. ¡Qué feliz me siento de estar contigo! ¡Cerquita de Ti!”.
* Anuncio de Jesús a Pedro sobre Roma: “Iré. Roma es la cabeza del mundo. Conquistada Roma, el mundo está conquistado. Iré en mis apóstoles. Vosotros me la conquistaréis. Yo estaré con vosotros”.- ■ Pedro prosigue: “El palacio de César no me parecería más hermoso que esta casa, si no pudiese estar en ella siempre así, cerca de Ti”. Jesús: “¿Qué sabes tú del palacio de César? ¿Lo has visto alguna vez?”. Pedro: “No. Y nunca lo veré. Ni me importa. Pero me lo imagino grande, hermoso, con muchas bellas cosas… y porquerías. Como toda Roma, según pienso. No estaría allí, ni aunque me revistiesen de oro”. Jesús: “¿Dónde? ¿En el palacio de César o en Roma?”. Pedro: “En todos esos lugares. ¡Lugares de maldición!”. Jesús: “Y porque lo son, hay que evangelizarlos”. Pedro: “¿Y qué te propones hacer en Roma? ¡Es un lupanar! Nada hay que hacer allí, a no ser que vengas Tú, entonces…”. Jesús: “Iré. Roma es la cabeza del mundo. Conquistada Roma, el mundo está conquistado”. Pedro: “¿Vamos a ir a Roma? ¿Te proclamarán allí rey? ¡Misericordia y poder de Dios! ¡Sería un milagro!”. Pedro se ha puesto de pie con los brazos en alto ante Jesús que sonriente le responde: “Iré en mis apóstoles. Vosotros me la conquistaréis. Yo estaré con vosotros. Hay alguien afuera. Vamos a ver, Pedro”. (Escrito el 22 de Diciembre de 1946).
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1  Nota  : Cfr. Ju. 11,4-4.
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8-546-349 (10-6-32).- El día de los funerales de Lázaro.
* Hierven sentimientos enfrentados.- ■ La noticia de la muerte de Lázaro debe haber surtido el efecto que produce el hurgar con un palo dentro de una colmena. Toda Jerusalén habla de ella. Personalidades, mercaderes, gente humilde, pobres, gente de la ciudad, de los lugares cercanos, forasteros de paso —pero no completamente nuevos en el lugar—, extranjeros que están allí por vez primera —y que preguntan que quién es ése cuya muerte es motivo de tal manifestación popular—, romanos, legionarios, funcionarios, levitas, sacerdotes… que se reúnen y se separan continuamente corriendo acá o allá… Corrillos de gente que con palabras o expresiones diversas hablan de lo acaecido. Algunos alaban, otros lloran, algunos sienten su miseria ahora más que nunca, porque ha muerto su bienhechor; algunos se lamentan: “No tendré nunca más un jefe semejante a él”; otros enumeran sus méritos; otros su hacienda, su linaje, los servicios y cargos de su padre, y la belleza y riqueza de la madre y su nacimiento «propio de una reina»; y no falta quien traiga a la memoria páginas familiares sobre las que sería mejor correr un velo, sobre todo cuando está de por medio un muerto que por aquellas ha sufrido. ■ Las noticias más diversas sobre la causa de la muerte, sobre el lugar del sepulcro, sobre la ausencia de Jesús que era su gran amigo y protector… Todo esto hace hablar a los corrillos de gente. Las opiniones que prevalecen son dos: una que atribuyen todo lo sucedido a la actitud malévola de los judíos, sanedristas, fariseos y compinches para con el Maestro; la otra, que Éste, al verse frente a una verdadera enfermedad mortal, se escabulló porque en este caso no habrían surtido efecto sus engaños. Sin necesidad de ser uno muy agudo, fácilmente se comprende de dónde proceda este segundo modo de pensar, que sulfura a muchos, que replican: “¿Eres tú, fariseo? Si es así, ten cuidado, porque ante nosotros no se habla mal del Santo. Malditas víboras, hijas de hienas del Leviatán. ¿Quién os paga para que habléis mal de Mesías?”. Y en las calles se oyen discusiones, insultos, y se asiste a algún puñetazo incluso; palabras mordaces lanzadas contra los fariseos y escribas que pasan dándose el aire de dioses, sin dignarse a echar una mirada a la plebe que vocifera a favor de ellos o contra ellos, a favor del Mesías o contra Él. ¡Acusaciones, y cuántas! “Éste está diciendo que el Maestro es un falso. Ha de ser uno de los que recibieron sus denarios”. “¿Sus denarios? Los nuestros, debes decir. Por estos motivos indignos nos despellejan. Pero ¿dónde está éste? Quiero ver si es uno de los que ayer vinieron a decirme…”. “Ha huido. ¡Viva Dios que aquí debemos unirnos y actuar! Son demasiado descarados”. Otra conversación: “Te he oído y te conozco. Diré cómo hablas del Supremo Tribunal”. “Yo pertenezco al Mesías, y la baba del demonio no me hace nada. Díselo también a Anás y a Caifás, si te parece, y que sirva para hacerlos más justos”. Y en otra: “¿Yo? ¿Que yo sea perjuro y blasfemo porque sigo al Dios viviente? Tú lo serás que le ofendes y le persigues. Te conozco, no lo olvides. Te he visto y escuchado. ¡Espía! ¡Vendido! Venid a capturar a ése…” y, mientras tanto, empieza a propinarle a un judío unos bofetones tales, que le ponen la cara huesuda y verdosa. Otro que está más allá, dirigiéndose a un grupo de miembros del Sanedrín, grita: “Cornelio, Simeón, ved que me están pegando”. Uno de ellos, sin volverse siquiera al que lleva las de perder en medio de un grupo de gente de pueblo que se hace rápida justicia por sí mismo, le responde: “Ten paciencia en nombre de la fe y no te ensucies los labios y manos en la vigilia del sábado”. Las mujeres llaman a sus maridos con gritos, con súplicas, para que no se comprometan. ■ Los legionarios patrullan, abriéndose paso con sendos golpes de saeta amenazando con arrestos y castigos. La muerte de Lázaro, el hecho principal, sirve de pretexto para pasar a hechos secundarios, al desahogo de la larga tensión que hay en los corazones. Los miembros del Sanedrín, ancianos, escribas, saduceos, judíos influyentes, pasan indiferentes, con aire socarrón, como si toda esa explosión de rencor, de venganzas personales, de nerviosismo, no tuvieran la raíz en ellos. Y a medida que van pasando las horas va creciendo la agitación y los corazones se van encendiendo cada vez más. “Éstos dicen, oídlo bien, que el Mesías no puede curar a los enfermos. Yo era leproso y ahora estoy sano. ¿Los conocéis a éstos? No soy de Jerusalén, pero nunca los he visto entre los discípulos del Mesías, de dos años a esta parte”.  “¿Éstos? ¡Déjame ver a ése del medio! ¡Ah, vil hundido! Éste es el mismo que la pasada luna me vino a ofrecer dinero en nombre del Mesías, diciendo que Él anda reclutando hombres para apoderarse de Palestina. Y ahora dice… Pero ¿por qué le has dejado huir?”. “¿Te das cuenta? ¡Qué granujas! Y casi les hago caso. Tenía razón mi suegro”.
* Discípulos falsos agitan al pueblo con el infundio de que el Maestro, como otros falsos Mesías anteriores, incita a la violencia.- ■ …“Pero, ved ahí a José el Anciano con Juan y Josué. Vamos a preguntarles si es verdad que el Maestro quiere reclutar soldados. Son buenos y lo saben”. Corren en grupo al encuentro de los tres miembros del Sanedrín y le exponen su pregunta. José de Arimatea, que debe ser estimado y escuchado por el pueblo, que le conoce como justo, les responde: “Marchaos a vuestras casas, hombres. Por las calles se peca y se causa daño. No polemicéis. No os alarméis. Ocupaos de vuestras cosas y de vuestras familias. No escuchéis a los agitadores de gente ilusa, ni os dejéis engañar. El Maestro es un maestro, no un guerrero. Vosotros le conocéis. Dice lo que piensa. No os habría enviado a otros a deciros que le siguieseis como guerreros, si hubiera querido que lo fueseis. No les hagáis daño a Él, como tampoco a vosotros mismos ni a nuestra patria. Regresad a vuestros hogares. No hagáis de lo que ya de por sí es una desventura (la muerte de un justo) una serie de desventuras. Volved a vuestras casas y rogad por Lázaro, bienhechor de todos”. También Juan —el que era un celoso—, dice: “El Mesías es un hombre de paz, no de guerra. No escuchéis a falsos discípulos. Recordad lo distinto que eran los otros que se proclamaron Mesías. Recordad, comparad y vuestra conciencia os dirá que tales insinuaciones a la violencia no pueden proceder de Él ¡A casa! ¡A casa! Os esperan vuestras mujeres llorando y vuestros hijos que tiemblan de miedo. Dicho está: «¡Ay de los violentos y de los que encienden riñas!»”. Un grupo lloroso de mujeres se acerca a los tres miembros del Sanedrín y una de ellas: “Los escribas amenazaron a mi marido. ¡Tengo miedo, José, háblales!”. José de Arimatea: “Lo haré con la condición de que tu marido sepa guardar silencio. ¿Creéis ayudar al Maestro con estas agitaciones, y que honráis al difunto? Os equivocáis. A Él y al muerto causáis mal”.
* El funeral de Lázaro se celebra rápido porque su cuerpo, ya antes de morir, estaba putrefacto.- ■ Y José de Arimatea deja a todos para ir al encuentro de Nicodemo que, seguido por sus siervos, viene por una calle: “No esperaba verte, Nicodemo. Yo mismo no sé cómo he podido. El siervo de Lázaro ha venido, después del canto del gallo, a darme la noticia de la desgracia”. Nicodemo: “A mi casa llegó más tarde. Me he puesto en camino inmediatamente. ¿Sabes si el Maestro está en Betania?”. José de Arimatea: “No, allí no. Mi intendente de Bezeta ha estado allí en la hora tercera y me ha dicho que no está”. Juan exclama: “Hay una cosa que no comprendo… ¿Cómo… a todos el milagro y a él no?”. José de Arimatea: “Tal vez porque a la casa de Lázaro le ha dado ya un milagro mayor que una curación: hizo que María se redimiese, y devolvió la paz y la honra…”. Josué exclama: “¡Paz y honra! De los buenos a los buenos. Porque muchos… no han dado ni dan honra, ni siquiera ahora que María… Vosotros no lo sabéis… Hace tres días que estuvieron allá Elquías y muchos otros… y no fueron respetuosos. María los echó de casa. Me lo dijeron furiosos. Y yo les dejé hablar para no descubrir mi corazón…”. Nicodemo pregunta: “¿Y ahora van a ir a los funerales?”. Josué: “Han recibido el aviso y se han reunido en el Templo a debatir este asunto. ¡Los siervos tuvieron que correr mucho desde muy temprano!”. Nicodemo: “¿Por qué tan rápido el funeral? ¡Inmediatamente después de la hora sexta!”. Josué: “Porque Lázaro estaba ya descompuesto antes de morir. Me dijo mi mayordomo que, pese a los aromas y resinas que ardían por las habitaciones, el olor del cadáver se percibe hasta en el portal de la casa. Y luego al atardecer empieza el sábado. No se podía obrar de otro modo”.
* Tres motivos del Sanedrín para asistir al entierroSobre todo el 3º: El reto lanzado hace muchas lunas a los escribas en Quedes y vuelto a recordar después a orillas del Jordán: rehacer de la descomposición un cuerpo.Nicodemo: “¿Y dices que se reunieron en el Templo? ¿Para qué?”. Josué: “A decir verdad, se había ya determinado que se reuniesen todos para hablar sobre Lázaro. Querían declararle leproso…”. José de Arimatea dice en tono de defensa: “Eso no. Él habría sido el primero que se habría separado según la Ley”. Y agrega: “He hablado con su médico. Absolutamente excluyó la enfermedad de la lepra. Estaba enfermo de una corrupción que le iba pudriendo”. Nicodemo pregunta: “Entonces, ¿de qué discutieron, si Lázaro estaba ya muerto?”. José de Arimatea dice como explicación: “Sobre si vendrían o no al entierro, después que María los echó fuera. Algunos querían venir, otros, no. Pero la mayoría quería ir por tres motivos. Para ver si estaba el Maestro, primera y única causa común a todos. Para ver si obraba el milagro, segunda razón. Y tercera porque se acordaron de unas palabras recientes que el Maestro dijo a los escribas cerca del Jordán, allá por Jericó” (1). Juan, encogiendo los hombros, pregunta: “¡El milagro! ¿Cuál, si ya está muerto?”, y concluye: “¡Los mismos de siempre! ¡Siempre en busca de lo imposible!”. José de Arimatea hace notar: “El Maestro ha resucitado a otros muertos”. Juan: “Será verdad, pero si hubiese querido mantenerle vivo no le habría dejado morir. Lo que dijiste antes de que no estaba leproso, es verdad. Ellos se convencieron”. Nicodemo: “Pero Uziel se acordó, —lo mismo que Sadoc—, de un reto que sucedió hace ya muchas lunas. Se trata de que el Mesías dijo que daría la prueba de su poder al rehacer un cuerpo descompuesto (2). Y Lázaro está en esa situación. Y Sadoc el escriba añadió que, a orillas del Jordán, el Rabí, motu propio, le dijo que con la nueva luna vería cumplirse el reto, que consiste en que uno, en estado de descomposición, vuelva a vivir, y ya sin estado de descomposición ni enfermedad. Y han vencido ellos. Si ello sucede, es, sin duda, porque está el Maestro. Y también, si ello sucede, ya no hay duda sobre Él”. José de Arimatea  dice en voz baja: “Con tal de que no sea para mal…”. ■ Juan: “¿Para mal? ¿Por qué? Los escribas y fariseos se convencerán…”. José de Arimatea: “¡Oh, Juan! ¿Pero es que eres un extranjero para poder afirmar esto? ¿No conoces a tus paisanos? ¿Pero cuándo los ha hecho santos la verdad? ¿No te dice nada el hecho de que a mi casa no hayan llevado la invitación para la asamblea?”. Nicodemo: “Tampoco a mí me invitaron. Dudan de nosotros y con frecuencia nos dejan afuera”. Y pregunta: “¿Y estuvo Gamaliel?”. Juan: “Estuvo su hijo. Irá en nombre de su padre, que está enfermo en Gamala de Judea”. Nicodemo: “¿Y qué dijo Simeón?”. Juan: “Nada en particular. Se limitó a escuchar. Luego se fue. Hace poco ha pasado con unos discípulos de su padre, en dirección a Betania”. ■ Están casi cerca de la Puerta que lleva al camino de Betania. Juan exclama: “¡Mira! Está vigilada. ¿Por qué será? Detienen a los que salen”. “Hay agitación en la ciudad”.  “¡No es una agitación de las más fuertes!…”. Llegan a la Puerta  y los paran como a todos los demás. José de Arimatea protesta: “¿Qué razón hay para ello, soldado? Todos me conocen en la Antonia y no tenéis nada en mi contra. Os respeto y respeto vuestras leyes”. Soldado: “Órdenes del centurión. El Procurador está por llegar a la ciudad y queremos ver quién sale por las puertas, y sobre todo por ésta que comunica con el camino de Jericó. Te conocemos, pero también conocemos lo mucho que nos apreciáis. Tú y los tuyos podéis pasar. Si gozáis de alguna autoridad entre el pueblo, decidles que es mejor que estén quietos. A Poncio no le gusta cambiar de costumbres por súbditos que causan molestias… y podría ser muy severo. Te lo digo a ti, porque eres leal”. Pasan… José dice: “¿Habéis oído? Preveo días duros… Habrá que aconsejar a los otros, más que al pueblo…”.
* Las hermanas, sentadas bajo el pórtico, fuera de la casa, reciben el pésame de multitud de gente.- ■ El camino a Betania está lleno de gente. Todos van al entierro. Se ven sanedristas y fariseos mezclados con saduceos y escribas, y éstos con campesinos, siervos, mayordomos de las diversas fincas rústicas que tiene Lázaro en la ciudad y en el campo. Cuanto más se acerca uno a Betania, más va agregándose gente —procedente de todos los senderos y caminos— a este camino, que es el principal. Ahí está Betania vestida de luto por su conciudadano más famoso. Todos sus habitantes con lo mejor que tienen se vuelcan a la calle. Van a la casa del difunto, pero no entran en ella. Se detienen cerca del cancel, en el camino. Miran a los invitados y se intercambian nombres e impresiones. “Ahí está Natanael ben Faba. ¡Oh, el viejo Matatías, pariente de Jacob! ¡El hijo de Anás! Mírale allí con Doras, Calascebona y Arquelao. ¡Mira! ¿Cómo se las han arreglado los de Galilea para venir? Están todos. Mira: Elí, Jocana, Ismael, Urías, Joaquín, Elías, José… El viejo Cananías con Sadoc, Zacarías y Jocana saduceos. Está también Simeón de Gamaliel. Solo. El rabí no está. ¡Ahí están Elquías con Nahúm, Félix, Anás el escriba, Zacarías, Jonatás de Uziel! Saúl con Eleazar, Trifón y Yoazar. ¡Buenos son! Otro de los hijos de Anás. El más pequeño. Está hablando con Simón Camit. Felipe con Juan el de Antipátrida. Alejandro, Isaac, y Jonás de Babaón. Sadoc. Judas, descendiente de los Asideos, y creo que es el último. Ahí están los administradores de los distintos palacios. No veo a los amigos fieles. ¡Cuánta gente!”. ■ ¡De veras ¡Cuánta gente! Toda muy seria y con señales de dolor en sus caras. Se abre el cancel y entran todos. Muchos de los cuales he visto como amigos, o enemigos alrededor del Maestro. Gamaliel no está, tampoco el sanedrista Simón. Veo también a otros que nunca había visto en las discusiones en torno a Jesús, o que si los vi, no supe su nombre… Pasan rabinos con sus discípulos, y escribas en grupos compactos. Pasan judíos cuyas riquezas oigo enumerar… El jardín está lleno de gente que, después de haber presentado sus pésames a las hermanas —las cuales, como será, quizás, costumbre, están sentadas bajo el pórtico, y por tanto, fuera de la casa—, vuelven a esparcirse por el jardín formando una mezcla continua de colores y haciendo continuas y profundas reverencias.
* La alegría de los enemigos. ■ Marta y María están agotadas. Están agarradas de las manos como dos niñas, asustadas por el vacío que se ha creado en su casa, por la nada que llena su día, ahora que no hay que cuidar a Lázaro. Escuchan las palabras de los visitantes, lloran con los verdaderos amigos, con los fieles súbditos. Hacen gestos de reverencia a los austeros, solemnes, rígidos sanedristas, que han venido más por ostentación que por honrar los últimos momentos de Lázaro. José, Nicodemo, los amigos de más confianza, se ponen al lado de ellas con palabras cortas, con las que muestran su amistad que vale más que todo. ■ Vuelve Elquías con los más intransigentes, con quienes ha estado hablando mucho, y dice: “¿No podríamos ver al difunto?”. Marta se pasa con dolor la mano por la frente y pregunta: “¿Ha sido eso acaso costumbre en Israel? Está ya embalsamado…” y lágrimas lentas recorren por las mejillas. Elquías: “No es costumbre, tienes razón. Pero nosotros deseamos hacerlo. Los amigos más fieles tienen derecho a ver por última vez al amigo”. Marta: “También nosotras, sus hermanas, hubiéramos tenido este derecho. Pero ha sido necesario embalsamarle enseguida… Y, cuando volvimos a la habitación de Lázaro, no vimos más que vendas que envolvían el cuerpo”. Elquías: “Deberíais haber dado órdenes claras. ¿No podríais ahora, levantar el sudario y descubrir la cara?”. Marta: “¡Oh, está ya descompuesto!… Y ya es la hora de los funerales…”. José intervine: “Elquías, me parece que nosotros… por exceso de amor, causamos dolor. Dejemos en paz a las hermanas”. Se acerca Simeón, hijo de Gamaliel, e impide la respuesta de Elquías: “Mi padre vendrá tan pronto como pueda. Le represento. Él apreciaba a Lázaro, lo mismo que yo”. Marta se inclina respondiendo: “Que Dios premie al rabí la honra que da a mi hermano”. Como se queda ahí el hijo de Gamaliel, Elquías se retira sin insistir más y se pone a hablar con los demás que le hacen notar: “¿Pero no sientes qué mal huele? ¿Dudas de que haya muerto? Además ya veremos si no tapan completamente el sepulcro. Nadie puede vivir sin aire”. ■ Otro grupo de fariseos se acerca a las hermanas. Son casi todos los de Galilea. Marta, recibidos los pésames, no puede menos de admirarse de su presencia. Simón de Cafarnaúm explica: “El Sanedrín ha celebrado sesiones de importancia y por eso nos encontrábamos en la ciudad”, y mira a María cuya conversión no cabe duda que recuerda. Pero se limita tan solo a mirarla. ■ Ahora se acercan Yocana, Doras hijo de Doras e Ismael con Cananías, Sadoc y otros cuyos nombres ignoro. Antes de que abran sus bocas de serpientes, se hablan con los ojos. Esperan que José se aleje con Nicodemo para hablar con tres judíos. Ahora están listos para herir. El viejo Cananías con su voz cascada de vejete, descarga la puñalada: “¿Qué te parece, María? Vuestro Maestro es el único ausente de los muchos amigos de tu hermano. ¡Bonita amistad! ¡Tanto amor mientras Lázaro estuvo bien! ¡Indiferencia cuando es la hora de mostrarla! Todos han sido objeto de algún milagro. Pero aquí no hay milagro. ¿Qué dices de esto? ¡Qué bien te engañó! ¡Qué bien se comportó el hermoso Rabí de Galilea! ¡Je, je! ¿No decías que te había ordenado que esperaras más allá de lo posible? ¿No has, pues, esperado? ¿Sirve esperar en Él? Esperabas en la Vida, dijiste. ¡Me lo imagino! Él se llama «la Vida». ¡Je, je! Pero allí dentro está tu hermano muerto. Y ahí está abierta ya la entrada del sepulcro. Entre tanto el Rabí está ausente. ¡Je, je!”. Doras con un guiño dice: “Él sabe dar muerte, pero no vida”. Marta se oculta la cara con las manos y llora. La realidad se impone. Su esperanza, bien desilusionada: el Rabí no ha vuelto. No ha venido siquiera a consolarlas. Y podía haberlo hecho. Marta llora. No sabe más que llorar. También María llora. La realidad la tiene ante los ojos. Ha creído, ha esperado más allá de lo posible… y nada ha acaecido. ■ Los siervos han puesto ya la piedra de la entrada del sepulcro porque el sol comienza a bajar, y baja más aprisa en invierno, y es viernes, y todo tiene que terminarse a tiempo, de modo que los huéspedes no vayan a dejar de observar la ley del Sábado, que dentro de poco empezará. Ha esperado mucho, siempre, demasiado. Todo lo puso en esta esperanza. Se ha llevado un chasco. Cananías insiste: “¿No me respondes? ¿Te convences ahora de que es un impostor, que se aprovechó de vosotras y que os escarneció? ¡Pobres mujeres!” y tanto él como los demás mueven sus cabezas, repitiendo: “¡Pobres mujeres!”.
* Fidelidad de Magdalena.- Entierro de Lázaro.- ■ Maximino se acerca: “Es hora. Dad las órdenes. Os toca a vosotras”. Marta cae al suelo. La socorren. Se la llevan usando para ello solo los brazos, entre los gritos de dolor de la servidumbre que comprende que ha llegado la hora del entierro. Empiezan los lamentos. María, convulsa, se aprieta las manos. Suplica: “Un poco más. Un poco más. Mandad criados por el camino que va a Ensemes, por el que va a la fuente, por todos los senderos. Criados a caballo. Que vean si ya viene…”. Cananías: “¿Pero, desdichada, esperas todavía? ¿Pero qué se necesita para convencerte de que os ha traicionado y defraudado? Os ha odiado y escarnecido”. ¡Es demasiado! Con la cara bañada en lágrimas, llena de dolor, pero siempre fiel, en medio del semicírculo de los huéspedes que están reunidos para ver salir el cadáver, María en voz alta grita: “Si Jesús de Nazaret lo ha hecho así, bien hecho está, y grande es su amor por todos nosotros de Betania. ¡Todo para la gloria de Dios y suya! Él ha dicho que de esto vendrá gloria para el Señor, para que resplandezca completamente el poder de su Verbo. Vamos, haz lo que debes hacer, Maximino; el sepulcro no es un obstáculo para el poder de Dios…”. ■ Se hace a un lado, ayudada por Noemí que ha acudido presurosa, y hace un gesto… El cadáver, envuelto en vendas, sale de la habitación, atraviesa el jardín entre dos hileras de gente, entre los lamentos. María quiere ir detrás, pero vacila. Cuando todos se dirigen al sepulcro, ella también va y llega a tiempo para ver cómo desaparece el bulto inmóvil en el interior oscuro del sepulcro, a cuya entrada los siervos tienen en alto antorchas encendidas para que vean los que bajan abajo. Porque el sepulcro de Lázaro está más bien excavado hacia abajo, tal vez para aprovechar el terreno rocoso. María da un grito profundo de dolor. Se oye el nombre de Lázaro, se oye el de Jesús. Parece como si le arrancaran el corazón. Solo pronuncia esos nombres y los repite hasta que el denso ruido del cierre de la roca, puesta a la entrada de la tumba, le dice que Lázaro ya no está en la Tierra ni siquiera con el cuerpo. María cae rendida sobre quien la sostiene, pierde el conocimiento, no sin antes haber gritado: “¡Jesús, Jesús!”. Se la llevan adentro. ■ Se queda Maximino para despedir a los huéspedes y darles las gracias en nombre de todos los familiares. Todos le dicen que volverán todos los días para el duelo… Lentamente se van. Los últimos son José, Nicodemo, Eleazar, Juan, Joaquín, Josué. En el cancel se encuentran a Sadoc con Uriel que maliciosamente riendo, dicen: “¡Su reto! ¡Y nosotros lo hemos temido!”. “¡Bien muerto está! ¡Cómo apestaba pese a los perfumes! ¡No hay duda, no! No era necesario quitar el sudario. Creo que estaba ya lleno de gusanos”. Están felices. José les mira. Una mirada tan dura que cercena palabras y sonrisas. Todos se apresuran a regresar para estar en la ciudad antes del final del ocaso. (Escrito el 23 de Diciembre de 1946).
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1  Nota  : En el episodio sobre Sabea Betlequi, 8-525-178: en este mismo tema “Judas Iscariote”.  2 Nota : En Quedes, episodio 5-342-27: en este mismo tema “Judas Iscariote”.
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8-547-362 (10-7-43).-Jesús decide ir a Betania: “a casa de nuestro amigo Lázaro que duerme” (1).
* “Dejadme hacer lo que quiero. Hacer el bien mientras tengo las manos libres. Llegará la hora, hora tremenda de castigo para el hombre, en que no pueda mover un dedo ni decir una palabra para hacer un milagro. Y esa hora se repetirá, por voluntad del hombre que haya rechazado a la Divinidad hasta convertirse en un sin-Dios. Hora que vendrá cuando esté próximo el fin del mundo. La falta de fe imperante inutilizará mi potencia de milagro”.- ■ Está por acabarse la cena. Llenos, satisfechos de la comida y del calor, se quedan un poco de sobremesa. Hablan menos. Algunos empiezan a cabecear. Tomás se divierte dibujando con el cuchillo un ramo de flores en la mesa. La voz de Jesús los saca de sí, abriendo los brazos que tenía cruzados en el borde de la mesa y extendiendo sus manos como hace el sacerdote cuando pronuncia «Dominus vobiscum», dice: “Y sin embargo hay que partir”. Pedro pregunta: “¿A dónde, Maestro? ¿A donde el hombre de las ovejas?”. Jesús: “No, Simón. A casa de Lázaro. Regresemos a Judea”. Pedro: “Maestro, recuerda que los judíos te odian”. Santiago de Alfeo advierte: “Hace poco querían apedrearte”. Mateo protesta: “Pero, Maestro, ¡esto es una imprudencia!”. Iscariote ataca: “Lo que sea de nosotros no te importa, ¿verdad?”. Tadeo ruega: “¡Oh, Maestro y hermano mío! Te conjuro en nombre de tu Madre y en nombre de la divinidad que hay en Ti, que no permitas que los satanases pongan sus manos sobre tu persona, para impedirte hablar. Estás solo, demasiado solo contra todo un mundo que te odia y que, en la Tierra, es poderoso”. Juan, con dilatados ojos de un niño que tiene miedo, que sufre, exclama: “¡Maestro, cuida de tu vida! ¿Qué sería de mí, de todos, si no te tuviésemos más?”. ■ Pedro, después de lo que dijo, se ha vuelto hacia los de más edad y hacia Tomás y Santiago de Zebedeo y habla nerviosamente con ellos. Todos son del parecer de que Jesús no debe acercarse a Jerusalén, al menos hasta que la temporada de pascua permita que pueda estar con mayor seguridad, porque entonces, dice, habrá un gran número de sus seguidores, que habrán ido de todas partes de la Palestina para las fiestas pascuales, lo cual será una defensa suya. Nadie de los que le odian se atreverá a tocarle cuando vean a su alrededor a un pueblo que le ama. Se lo dicen, angustiadamente, casi queriendo imponerse… El amor los impele a hablar. ■ Jesús: “¡Calma, calma! ¿No tiene acaso doce horas el día? Si uno camina de día, no se tropieza, porque le alumbra la luz; pero si camina de noche, tropieza porque no puede ver. Sé lo que hago, porque la Luz está en Mí. Dejaos guiar de quien ve. Tened en cuenta que mientras no llegue la hora de las tinieblas, nada me puede pasar. Cuando llegue esa hora, nadie me podrá salvar de las manos de los judíos, ni siquiera los ejércitos de César. Porque lo que está escrito debe cumplirse y las fuerzas del mal trabajan a escondidas para cumplir su hora. Dejadme hacer lo que quiero. Hacer el bien mientras tengo las manos libres. Llegará la hora en que no podré mover un dedo, ni decir una palabra para hacer un milagro. El mundo se encontrará sin mi fuerza. Será una hora tremenda de castigo para el hombre. No para Mí. Para el hombre que no haya querido amar. Y esa hora se repetirá, por voluntad del hombre que haya rechazado a la Divinidad hasta convertirse en un sin-Dios, un seguidor de Satanás y de su hijo maldito. Hora que vendrá cuando esté próximo el fin de este mundo. La falta de fe imperante inutilizará mi potencia de milagro. No porque me falte poder, sino porque el milagro no puede ser concedido donde no hay fe y voluntad de obtenerlo; donde el milagro, en caso de realizarse, sería objeto de burla e instrumento de mal, pues se emplearía el bien recibido para hacer un mal mayor. Ahora todavía puedo hacer milagros, y dar a gloria a Dios. Vamos, pues, a casa de nuestro amigo Lázaro que duerme. Vamos a despertarle de su sueño para que esté listo y pronto a servir a su Maestro”.
* “Esperé a que muriese para ir allá, no por sus hermanas ni por él, sino por causa vuestra, para que creáis, para que crezcáis en la fe”.- El ave, la nube y el viento.- ■ Varios le dicen: “Si está dormido, está bien. Terminará por curarse. El sueño es un buen remedio, ¿Para qué despertarle?”. Jesús: “Lázaro ha muerto. Esperé a que muriese para ir allá, no por sus hermanas ni por él, sino por causa vuestra, para que creáis, para que crezcáis en la fe. Vamos a casa de Lázaro”. Tomás con tono fatalista dice: “¡Está bien! ¡Vamos, pues! Moriremos todos, como ha muerto él y como Tú quieres morir”. Jesús: “Tomás, Tomás, y todos vosotros, que por dentro criticáis y protestáis, tened en cuenta que el que quiera seguirme deberá tener respecto a su vida la misma preocupación que tiene el ave por la nube que pasa: dejarla pasar siguiendo el viento que la arrastra. El viento es la voluntad de Dios, quien puede daros o quitaros la vida según le plazca; y vosotros no debéis quejaros de ello, de la misma manera que el ave no se queja de la nube que pasa, sino que canta igualmente, segura de que más tarde vendrá la calma. Porque la nube es el contratiempo, el cielo la realidad. El cielo permanece siempre azul, aun cuando las nubes parecen ponerlo gris. Es y permanece azul por encima de las nubes. Lo mismo sucede con la Vida verdadera: es y permanece aunque la vida humana decline. El que quiera seguirme no debe tener ni ansia por la vida ni miedo de perderla. Os voy a decir cómo se conquista el Cielo. Pero, ¿cómo podéis imitarme, si tenéis miedo de ir a Judea, vosotros a quienes no pasará nada? ¿Teméis de que os vean? Sois libres, de abandonarme. Pero si queréis quedaros, debéis aprender a desafiar al mundo, con sus críticas, sus trampas, sus burlas, sus tormentos, para conquistar mi Reino”.
* “Habrá mucha gente. Y los corazones experimentarán una profunda impresión: a quien me odia y a quien me ama de un modo absoluto. ¿No recordáis de la discusión en Quedes con los escribas?… A orillas del Jordán, Yo mismo les recordé a los escribas este reto y añadí: «En la nueva luna se realizará»”.- Jesús: “Vamos, pues, a sacar de la muerte a Lázaro que hace dos días que está durmiendo en el sepulcro; pues murió la noche que vino aquí el criado de Betania. Mañana, a la hora de sexta, después de la despedida de los que esperan a mañana para recibir de Mí confortación y premio a su fe, partiremos y pasaremos el río pernoctando en casa de Nique. Luego, al amanecer, partiremos para Betania, tomando el camino que pasa por Ensemes. Llegaremos a Betania antes de sexta (2). Habrá mucha gente. Y los corazones experimentarán una profunda impresión. Lo prometí y mantengo mi palabra”. Santiago de Alfeo, temeroso, pregunta: “¿A quién, Señor?”. Jesús: “A quien me odia y a quien me ama de un modo absoluto. ■ ¿No recordáis de la discusión en Quedes con los escribas? Tuvieron la arrogancia de llamarme mentiroso porque resucité una niña que acababa de morir y a uno que había muerto el día anterior. Dijeron: «¡Pero todavía no has logrado rehacer uno que está descompuesto!». Efectivamente, solo Dios puede sacar del fango un hombre y de la materia putrefacta rehacer un cuerpo intacto y vivo. Pues bien, Yo lo haré. Durante la luna del mes de Kisléu, a orillas del Jordán, recordé Yo mismo a los escribas este reto y añadí: «En la nueva luna se realizará». Esto es para quien me odia. ■ Por otra parte, a las hermanas que me aman de forma absoluta, prometí que premiaría su fe, si continuaban esperando aun contra lo creíble. Las he probado mucho y las he afligido mucho, y solo Yo conozco sus sufrimientos en estos días y su perfecto amor. En verdad, os digo que merecen un gran premio porque, más que por no ver resucitado a su hermano, se angustian porque Yo pueda ser escarnecido. Vosotros creíais que estaba Yo absorto, cansado y triste. Estaba con ellas con mi espíritu y oía sus gemidos y contaba sus lágrimas. ¡Pobres hermanas! Ahora siento deseos de traer nuevamente a la Tierra a un justo, un hermano a los brazos de sus hermanas, un discípulo al grupo de mis discípulos. ¿Lloras, Simón? Sí. Tú y Yo somos los más grandes amigos de Lázaro. Lloras de dolor por Marta y María, por la muerte del amigo, y también por la alegría de saber que pronto volveremos a verle. ■ Levantémonos a preparar las alforjas y e ir a descansar para levantarnos al amanecer y dejar todo arreglado aquí… donde no es seguro que regresemos. Habrá que distribuir entre los pobres cuanto tenemos y avisar a los más activos que entretengan a los peregrinos para que no me busquen hasta que no esté en otro lugar seguro. Hay que decirles que avisen a los discípulos que me busquen en casa de Lázaro. Hay mucho que hacer. Y hay que hacerlo antes de que lleguen los peregrinos. ¡Ea! Apagad el fuego y encended las lámparas y que cada uno vaya a hacer lo que tiene que hacer y luego a descansar. La paz sea con todos vosotros”. Se levanta. Bendice y se retira a su pequeña habitación  ■ Zelote comenta: “¡Ha muerto ya hace días!”. Tomás exclama: “Esto sí que es un milagro”. Andrés dice: “¡Quiero ver ahora qué inventarán para dudar!”. Iscariote pregunta: “¿Pero cuándo vino el criado?”. Responde Pedro: “La noche anterior al viernes”. Iscariote pregunta otra vez: “¿Sí? ¿Y por qué no lo habías dicho?”. Pedro replica: “Porque el Maestro me ordenó que no dijera nada”. Iscariote: “Entonces… cuando  lleguemos allí… serán ya cuatro días que está en el sepulcro”. Mateo dice: “Así es. Viernes tarde un día, sábado tarde dos días, esta tarde tres días, mañana cuatro… Cuatro días y medio… ¡Oh, poder eterno! ¡Estará ya hecho pedazos!”. Pedro: “Estará ya desmembrado… Quiero verlo y luego…”. Santiago de Alfeo pregunta: “¿Qué, Simón Pedro?”. Pedro: “Y luego, si Israel no se convierte, ni siquiera Yeové con sus rayos podrá convertirlo”. Se van hablando entre sí. (Escrito el 24 de Diciembre de 1946).
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1  Nota  : Cfr. Ju.  11,5-16.   2  Nota  : Cfr. Anotaciones   n. 6: El día hebreo.
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8-548-365 (10-8-46).- La resurrección de Lázaro (1).
*  Sorpresa de los enemigos.- ■ Jesús se acerca a Betania por Ensemes. La marcha habrá debido ser fatigosa por los difíciles caminos de los montes de Adomín. Los apóstoles, exhaustos, a duras penas siguen a Jesús que camina rápido como si el amor le llevara en sus alas de fuego. Una sonrisa brillante hay en su rostro. La cabeza la trae en alto bajo los rayos tibios de un sol de mediodía. Antes de que lleguen a las primeras casas de Betania, le ve un rapazuelo descalzo que va a la fuente que está cerca del pueblo con una jarra de bronce vacía. Da un grito. Deja la jarra en tierra y corre, con toda la velocidad de sus piernecillas, al pueblo. “Va a avisar que has llegado” observa Judas Tadeo, después de que se rió, como los demás, de la decisión del niño que dejó su jarra a merced del primero que pasare. ■ La pequeña ciudad, vista así, desde la fuente, que está un poco elevada respecto a ella, se ve serena, como desierta. Tan solo el humo gris que sale por las chimeneas indica que en las casas están las mujeres ocupadas en preparar la comida, y alguna que otra voz varonil entre los olivares, entre los extensos y silenciosos huertos, advierte que alguien está en su trabajo. A pesar de todo, Jesús prefiere tomar un atajo que pasa por detrás del pueblo, para llegar a la casa de Lázaro sin llamar la atención de la gente. Casi están a mitad del camino, cuando oyen a sus espaldas al rapazuelo de antes, que los adelanta corriendo, luego se detiene y mira, pensativo, a Jesús… “La paz sea contigo, pequeño Marcos. ¿Huiste de miedo?” le pregunta Jesús acariciándole. Marcos: “Yo no, Señor. Yo no tengo miedo. Pero como durante muchos días, Marta y María han enviado a sus criados a los caminos que vienen aquí, para ver si venías, pues ahora que te he visto, he ido corriendo a decir que venías…”. Jesús: “Hiciste bien. Las hermanas prepararán su corazón para verme”. Marcos: “No, Señor. Las hermanas no se prepararán porque no saben nada. No quisieron que lo dijese. Me agarraron de los brazos cuando dije, al entrar en el jardín: «El Rabí está aquí», y me echaron afuera diciendo: «Eres un mentiroso o un tonto. Él no viene porque ya no puede hacer el milagro». Y como insistí en afirmar que eras Tú, me dieron dos tortazos como nunca hasta ahora me habían dado… Mira qué coloradas tengo las mejillas. ¡Me queman! Me echaron afuera diciendo: «Esto es para purificarte por haber visto un demonio». Yo te miraba para ver si te habías convertido en demonio. Pero no lo veo… Sigues siendo mi Jesús, tan hermoso como los ángeles de que me cuenta mi mamá”. Jesús se inclina a besarle en las mejillas que han recibido las bofetadas, diciendo: “Así se te va a parar el ardor. Me duele que por Mí hayas sufrido…”. Marcos: “A mí no, Señor, porque esos tortazos me valieron dos besos tuyos” y se agarra a las piernas de Jesús esperando otros besos. ■ Tadeo le pregunta: “Dime, Marcos, ¿quién te echó fuera? ¿Los criados de Lázaro?”. Marcos: “No. Los judíos. Vienen todos los días para el pésame. ¡Hay muchos! Hay en la casa y en el jardín. Llegan temprano y se van tarde. Parece como si fueran los dueños. Maltratan a todos. Ves que no hay nadie por los caminos. Los primeros días la gente observaba… pero después… Ahora solo nosotros, los niños, estamos en las calles. ¡Ay, mi jarra! Mi madre está esperando el agua. Ahora también ella me pegará…”. Todos se echan a reír al ver la desolación del niño ante la perspectiva de los futuros golpes. Jesús dice: “Vete, pues, ahora rápido…”. Marcos: “Es que… quería entrar contigo y verte hacer el milagro…” y concluye:… “y ver sus caras… para vengarme de los cachetes recibidos…”. Jesús: “Eso no. No debes desear vengarte. Debes ser bueno y perdonar… Tu madre está esperando el agua…”. Santiago de Zebedeo dice: “Voy yo, Maestro. Sé dónde vive Marcos. Le explico a su madre lo que ha sucedido y luego te alcanzo…” y se marcha rápidamente. ■ Continúan el camino lentamente. Jesús lleva de la mano al niño que salta de gozo… Están ya en el enrejado del jardín. Lo pasan. Se ven muchas cabalgaduras atadas a él, vigiladas por los criados de sus dueños. El murmullo que se levanta atrae la atención de algún judío, que se vuelve hacia el cancel abierto, justo en el momento en que Jesús cruza el umbral del jardín. “¡El Maestro!” exclaman los primeros que le ven, y esta palabra corre como el viento de grupo en grupo. Se propaga cual ola, que, venida de lejos, va a romperse en la orilla, a chocar contra las paredes de las casas y penetra en ellas. Palabra transmitida por los judíos presentes, o por algún fariseo, rabí, escriba o saduceo esparcidos por el lugar. Jesús sigue avanzando lentamente, a la par que todos que, aun acudiendo de todas partes, se hacen a un lado del camino por el que Él va. Y como nadie le saluda, tampoco Él saluda a nadie, como si no conociera a muchos de los que están allí reunidos mirándole con ira y odio en sus ojos (excepto los pocos que, siendo discípulos ocultos suyos, o por lo menos de recto corazón aunque no le amen como Mesías, le respetan como a un hombre justo). Son José, Nicodemo, Juan, Eleazar, Juan el escriba, que vi en la multiplicación de los panes, el otro Juan que dio comida cuando se bajaba del monte de las bienaventuranzas, Gamaliel con su hijo, Josué, Joaquín, Mannaén, el escriba Yoel de Abías, que estuvo en el Jordán, cuando lo de Sabea, José Bernabé (2) discípulo de Gamaliel, Cusa, que mira a Jesús de lejos, un poco amedrentado de volverle a ver después del error cometido, o quizás cohibido por el respeto humano que le impide acercarse como amigo. Lo cierto es que ni los amigos, u observadores sin odio, ni los enemigos le saludan. Y Jesús no saluda. Se ha limitado a una común y corriente inclinación al poner su pie en el sendero; luego ha seguido recto, como ajeno a la mucha gente que le rodea. El rapazuelo descalzo camina a su lado con sus vestidos de campesino, con la carita jubilosa, con sus negros ojitos, bien abiertos para ver todo y… para desafiar a todos…
*  Fe de Marta y de María.- “Yo soy la Resurrección y la Vida”.- ■ Marta sale de la casa con un grupo de judíos que han venido a visitarla, entre los cuales están Elquías y Sadoc. Se pone la mano en la frente para que el sol no la moleste en los ojos hinchados de llorar, y ver por dónde viene Jesús. Le ve. Se separa del grupo y corre a Él, que está a pocos pasos distante de la fuente que reverbera con los rayos del sol. Se arroja a los pies de Jesús después de la primera reverencia, y le besa los pies mientras, en medio de un estallido de llanto, dice: “La paz sea contigo, Maestro”. También Jesús le ha dicho, en cuanto la tuvo cerca: “La paz sea contigo” y ha levantado su mano para bendecir. Para ello, ha soltado la mano del niño, al cual Bartolomé toma y retira un poco hacia atrás. Marta continúa: “Para tu sierva no hay paz”. Arrodillada como está, levanta su cara y con un grito de dolor que rompe el silencio: “¡Lázaro ha muerto! Si hubieses estado aquí, no habría muerto. ¿Por qué no viniste antes, Maestro?”. Su voz tiene un cierto tono de reproche. Luego vuelve al tono abatido de una persona que ya no tiene fuerzas para nada y que el único consuelo que le queda es poder recordar los últimos movimientos y deseos de un hermano al que se ha tratado de dar lo que deseaba, y, por lo tanto, no queda ningún remordimiento: “Tantas veces que te llamó nuestro hermano Lázaro… Ahora, ya lo ves. Yo estoy acongojada y María llora y no encuentra resignación. Y él ya no está más aquí. ¡Tú sabes cuánto le amábamos! ¡Todo lo esperábamos de Ti!…”. ■ Un murmullo de compasión hacia la mujer y de censura hacia Jesús, un común acuerdo al pensamiento implícito: «y podías habernos escuchado porque nosotras lo merecemos por el amor que te profesamos, y, Tú, en cambio, nos has desilusionado» corre de grupo en grupo, de personas que menean la cabeza y miran burlonamente. Solo los pocos, ocultos discípulos que hay entre la multitud congregada, tienen miradas de compasión hacia Jesús, que escucha, muy pálido y triste, a esta Marta angustiada que le está hablando. Gamaliel, con los brazos cruzados sobre el pecho en su amplia y rica vestidura de lana muy fina, adornada con flecos azules, distante un poco entre un grupo de jóvenes entre los que está su hijo y José Bernabé, le mira sin odio, sin amor. ■ Después de que Marta se secó la cara, continúa hablando: “Pero aun ahora abrigo la esperanza, porque sé que el Padre te concederá cualquier cosa que Tú le pidas”. Una profesión dolorosa, heroica de fe que brota con voz dulcísima, con ansia temblorosa en la mirada, con la última esperanza, temblorosa, en su corazón. Jesús: “Tu hermano resucitará. Levántate, Marta”. Ésta se levanta, pero sigue inclinada en señal de reverencia. Responde: “Lo sé, Maestro. Resucitará en el último día”. Jesús: “Yo soy la Resurrección y la Vida. Quien cree en Mí, aunque haya muerto, vivirá. Y quien crea y viva en Mí no morirá para siempre. ¿Crees tú en esto?”. Jesús, que antes había hablado en voz casi baja y solo a Marta, alza el tono de la voz para decir estas frases con que proclama su potencia de Dios, y el perfecto timbre de aquella resuena como tañido de oro en el vasto jardín. Un estremecimiento, casi de espanto, sacude a los presentes; pero luego algunos hacen sonrisas maliciosas y menean la cabeza. Marta —a la que Jesús, teniendo apoyada una mano sobre su hombro, parece querer transfundirle una esperanza cada vez más fuerte— que tenía baja la cabeza, alza la cara. La alza hacia Jesús y fija sus ojos llenos de dolor en las luminosas pupilas de Jesús. Entonces, apretando sus manos sobre el pecho con tono del todo distinto al anterior, responde: “Sí, Señor. Yo creo en esto. Creo que Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo, que ha venido al mundo. Y que todo lo que quieres, lo puedes. Creo. Voy a llamar a María” y ligera se va. Desaparece dentro de la casa. ■ Jesús permanece donde está, mejor dicho, da algunos pasos adelante, y se acerca al cuadro del jardín que rodea al estanque, cuadro que brilla bajo las gotas de agua que el surtidor en alas del viento ha depositado en él, como si fuese una pluma de plata. Se queda contemplando cómo se mueven los peces, cómo juguetean, como si escribiesen comas de plata y reflejos de oro en el agua que el sol hiere. Los judíos le observan. Involuntariamente han formado grupos bien distintos. Por una parte, frente a Jesús están sus enemigos, habitualmente divididos entre sí por razón de sectas pero a los que ahora el odio une. A su lado, detrás de los apóstoles (a los que se ha unido Santiago de Zebedeo), José, Nicodemo y otros de buen corazón. Más allá, Gamaliel en su mismo lugar y en su postura de antes, y que está solo, porque su hijo y sus discípulos se han separado para distribuirse entre los dos grupos principales para estar más cerca de Jesús. ■ Con su grito habitual de “¡Rabboni!” María ha salido de la habitación y con los brazos extendidos corre a Jesús, se echa a sus pies que los besa entre fuertes sollozos. Varios judíos que estaban en casa con ella y que la han seguido, unen sus sollozos, de dudosa sinceridad, al de ella. También Maximino y Marcela, Sara, Noemí han seguido a María, y todos los criados. Los lamentos son fuertes y agudos. Me imagino que dentro no se haya quedado nadie. Marta, al ver a María que llora tan fuerte, también se echa a llorar. “La paz sea contigo, María. ¡Levántate! ¡Mírame! ¿Por qué lloras como uno que no tiene esperanzas?”. Jesús se inclina, para decir en tono bajo estas palabras, puestos sus ojos en los negros ojos de María, que, estando de rodillas, apoyada sobre sus talones, tiende hacia Él sus manos en actitud de súplica; y que, debido a su fuerte sollozo, no puede hablar. “¿No te dije que debías esperar más allá de lo creíble para ver la gloria de Dios? ¿Ha cambiado acaso tu Maestro para que haya razón de que así te angusties?”. Pero María no escucha las palabras que la quieren preparar a la alegría que tanto ha esperado después de amargas angustias, y grita: “¡Oh, Señor! ¿Por qué no viniste antes? ¿Por qué te alejaste tanto de nosotros? Sabías que Lázaro estaba enfermo. Si hubieras estado aquí, no hubiera muerto. ¿Por qué no viniste? Debía yo mostrarle que le amaba. Y para eso tenía que vivir. Debía mostrarle que persevero en el bien. Tantas penas que le di. ¡Y ahora! Ahora que podía hacerle feliz, se me quita. Tú podías conservármele. Brindar a la pobre María el gozo de consolarle después de tanto dolor que le causé. ¡Oh, Jesús, Jesús! ¡Maestro mío! ¡Salvador mío! ¡Esperanza mía!”. Y pone nuevamente su frente sobre los pies de Jesús que baña con lágrimas diciendo: “¿Por qué lo hiciste, Señor? ¡Los que te odian se alegran de lo que está pasando!… ¿Por qué lo hiciste Jesús?”. En la voz de María no hay reproche, como lo hubo en la de Marta. ■ María tiene solo esa angustia de quien, además de su dolor de hermana, siente también el de discípula porque percibe menoscabo, en el corazón de muchos, la estima de su Maestro. Jesús, un tanto inclinado para oír las palabras de María, que sigue con su cara pegada al suelo, se yergue y dice con voz fuerte: “¡No llores, María! También tu Maestro sufre por la muerte del amigo fiel… por haber tenido que dejarle morir…”. ¡Qué miradas de alegría envenenada brillan en las caras de los enemigos de Jesús! Lo creen vencido y se regocijan, entre tanto que en las caras de sus amigos la tristeza es cada vez mayor.
*  Resurrección de Lázaro.- ■ Con voz todavía más fuerte Jesús dice: “Yo te ordeno: no llores. Levántate, Mírame. ¿Crees que Yo que tanto te he amado, lo haya hecho sin motivo alguno? ¿Crees que te haya causado este dolor inútilmente? Ven. Vamos a donde está Lázaro. ¿Dónde lo enterrasteis?”. Jesús, más que a María y Marta —las cuales, llorando ahora más violentamente, no hablan— pregunta a todos los demás, especialmente a los que han salido de la casa con María y parecen los más turbados. Probablemente sean parientes muy lejanos. Y éstos responden a Jesús, que a las claras se ve que está muy afligido: “Ven y velo Tú” y se dirigen al lugar del sepulcro que está en el extremo del huerto, donde el terreno tiene ondulaciones y vetas rocosas calcáreas que afloran a la superficie.  Marta, al lado de Jesús, que ha forzado a María a ponerse en pie, y que la está guiando porque difícilmente puede ver con las lágrimas, señala con la mano a Jesús dónde está enterrado Lázaro, y cuando están cerca del lugar dice: “Es allí, Maestro, donde tu amigo está enterrado”. Señala la piedra colocada oblicuamente en la entrada del sepulcro. ■ Jesús, para ir a ese sitio, seguido por todos, ha tenido que pasar por delante de Gamaliel. Pero ninguno de los dos se saludaron. Luego, Gamaliel se ha unido a los otros y se ha parado, como todos los fariseos más inflexibles, a unos metros del sepulcro. Jesús, por su parte, ha seguido adelante, hasta muy cerca de la tumba, junto con las dos hermanas, con Maximino y con los que tal vez sean parientes. Mira la pesada piedra que sirve de puerta al sepulcro y de obstáculo entre Él y su amigo difunto y llora. El llanto de las hermanas aumenta, como también el de los amigos íntimos y familiares. ■ “Quitad la piedra” grita Jesús al improviso, habiéndose enjugado antes su llanto. Todos experimentan una reacción de estupor y un murmullo corre por entre todos, murmullo que ha crecido con el de algunos de Betania que han entrado en el jardín y se han unido a los convocados. Veo a algunos fariseos que se llevan la mano a la frente meneando la cabeza como diciendo: “¡Está loco!”. Nadie cumple lo que Jesús ordena. Ni siquiera sus más fieles. Jesús repite en voz más alta su orden, haciendo estremecerse más todavía a la gente, la cual, experimentando dos sentimientos opuestos, hace ademán como de huir y, inmediatamente después, de acercarse más, para ver, sin importar el hedor del sepulcro. ■ Marta, esforzándose por contener el llanto, replica: “No es posible, Maestro. Hace ya cuatro días que está allá abajo. Sabes de qué muerte murió. Solo nuestro amor podía cuidarle… Ahora hiede horriblemente, pese a los ungüentos… ¿Qué quieres ver? ¿Su podredumbre?… No se puede… incluso la impureza de la corrupción que se contrae (3) y…”. Jesús insta: “¿No te he dicho que si creyeres, verás la gloria de Dios? Quitad la piedra. ¡Lo ordeno!”. Es la orden de un Dios. Se escucha “¡Oh!” que sumiso escapa de todos los pechos. El color huye de todas las caras. Algunos tiemblan como si por sus cuerpos pasase el helado viento de la muerte. Marta hace la señal a Maximino el cual manda a los siervos que vayan a traer los instrumentos necesarios para mover la pesada piedra. Ellos se marchan a buen paso. Regresan con picos y fuertes palancas. Ponen mano a la obra. Meten las puntas de los relucientes picos, entre la roca y la piedra; introducen después las palancas debajo de los picos y así logran hacer rodar la piedra por un lado, para correrla luego cautelosamente hasta la pared rocosa. Un hedor horrible sale de dentro que obliga a retroceder a todos. Marta en voz baja dice: “Maestro, ¿quieres ir allá abajo? Tienes necesidad de antorchas…”. Pero el pensamiento de tener que hacerlo la pone pálida. ■ Jesús no la responde. Levanta sus ojos al cielo, abre los brazos en forma de cruz, ora con voz muy fuerte, recalcando bien cada palabra: “Padre, te doy gracias por haberme escuchado. Sé que siempre me escuchas. Pero lo he dicho por estos que están aquí presentes, por la gente que me rodea, ¡para que crean en Ti, en Mí, y en que Tú me has enviado!”. ■ Sigue en esta posición por unos instantes. Tan transfigurado está, que parece raptado en éxtasis. Mientras, sin sonido de voz, dice otras secretas palabras de oración o adoración, no sé. Lo que sí sé es que está tan espiritualizado, que no se le puede mirar sin sentirse palpitar fuertemente el corazón en el pecho. Parece hacerse, de cuerpo, luz; espiritualizarse, crecer en estatura, elevarse del suelo. Aun conservando el color de sus cabellos, de sus ojos, de su piel, de los vestidos, —y no como durante la transfiguración del Tabor en la que todo se convirtió en luz y en un resplandor avasallador—, parece emanar luz y que todo en Él se haga luz. La luz parece ponerle alrededor una aureola, sobre todo en torno al rostro, levantado al cielo y transportado en la contemplación de su Padre. Así permanece por unos instantes, ■ luego vuelve a ser Él, el Hombre, aunque con una majestad imponente. Se acerca hasta el umbral del sepulcro. Mueve los brazos —hasta ese momento los había tenido extendidos en cruz y con las palmas vueltas hacia el cielo—, los mueve hacia delante; vuelve las palmas hacia abajo: las manos, por tanto, están ya dentro de la galería del sepulcro y su blancor resalta en la negrura que la llena. Él hunde en esa negrura muda el fuego azul de sus ojos, cuyo fulgor de milagro es hoy insostenible; y con voz poderosa, con un grito más fuerte que cuando en el lago mandó al viento calmarse, con una voz como en ningún otro milagro había yo oído, grita: “¡Lázaro, sal afuera!”. La voz, por el eco, se refleja en la concavidad sepulcral, retumba dentro, sale y se extiende por el jardín; y rebota contra los desniveles de las ondulaciones de Betania: yo creo que llega hasta las faldas de las colinas que hay más allá de los campos, y desde allí vuelve, hecha eco mil veces, como una orden que no puede dejar de cumplirse. El eco se repite desde infinitas partes: “¡Afuera! ¡Afuera! ¡Afuera!”. ■ Un fuerte estremecimiento se apodera de todos; y, si la curiosidad tiene clavados a todos en sus sitios, las caras palidecen, los ojos se dilatan, mientras las bocas se entreabren involuntariamente con el grito de estupor ya en las gargantas. Marta, un poco hacia atrás y al lado, está como fascinada mirando a Jesús. María, que no se había separado del lado de Jesús, cae de rodillas al umbral del sepulcro, con una mano sobre el pecho como para frenar las palpitaciones de su corazón y la otra agarrada, inconscientemente, a un extremo del manto de Jesús, y se ve que tiembla, porque el manto se mueve. ■ Una cosa blanca parece brotar de lo profundo de la caverna subterránea. Primero es casi imperceptible, pequeña línea convexa; luego se cambia en una forma oval, a la que se agregan líneas más claras, más grandes, cada vez mayores… Y el que estuvo muerto, en medio de sus vendas, avanza lentamente, cada vez más visible, cual fantasma, cada vez más impresionante. Jesús retrocede, retrocede, insensiblemente, pero continuamente, a medida que el otro avanza; la distancia entre ambos es, por tanto, siempre igual. María debe soltar el borde del manto, pero no se mueve de donde está. La alegría, la emoción, todo, la clavan al sitio donde está. Un “¡oh!” cada vez más claro brota de las gargantas, cerradas antes, por la emoción de la expectativa: de susurro casi imperceptible, pasa a ser voz; de voz a grito potente. Lázaro ha llegado ya al umbral. Ahí se para, rígido, mudo, semejante a una estatua de yeso en que apenas el cincel ha trabajado; es una figura larga, estrecha en la cabeza, estrecha en las piernas, más ancha en el tronco, macabra como la muerte misma, un espectro con el blancor de las vendas sobre el fondo oscuro del sepulcro.
* Lázaro, ante todos, despojado de las vendas, come, habla y camina.- ■ Y bajo la luz del sol, que da sobre Lázaro, se ve que las vendas ya chorrean podredumbre por varios puntos. Jesús grita: “Quitadle las vendas, y dejad que camine. Dadle vestidos y comida”. Marta conmocionada: “¡Maestro!…” y quizás querría decir algo más. Pero Jesús la mira fijamente y la subyuga con su brillante mirada; y ordena: “¡Aquí! ¡Pronto! Traed un vestido. Vestidlo en la presencia de todos y dadle de comer”. Y no se  vuelve para mirar a nadie. Sus ojos miran solo a Lázaro, a María que está cerca del resucitado, sin preocuparse de la repugnancia que todos experimentan al ver las vendas, y a Marta que jadea como si se le fuese a saltar el corazón y que no sabe si gritar de alegría o llorar… ■ Los siervos se apresuran a cumplir las órdenes del Señor. Noemí es la primera en correr y la primera en regresar con vestidos doblados sobre el brazo. Algunos sueltan las vendas, después de haberse arremangado las mangas y haberse ceñido el vestido para que no toque la podredumbre que cae de las vendas. Marcela y Sara regresan con jarras de perfumes, seguidas de criados, unos con lavamanos y jarras de agua caliente, otros con bandejas, con tazones llenos de leche, y vino, fruta, tortas cubiertas con miel. Las vendas estrechas y larguísimas, de lino, como me parece, hechas para el caso, se desenredan como rollos de cinta de una gran bobina, y se van amontonando en el suelo, cargadas de ungüentos aromáticos y de podredumbre. Los criados las retiran por medio de palos. Han empezado por la cabeza, donde también hay materia purulenta (sin duda, que debe caer de la nariz, de las orejas, de la boca). El sudario que fue puesto sobre la cara está empapado de lo mismo. ■ Aparece la cara de Lázaro palidísima, flaquísima con los ojos cerrados por los ungüentos puestos en las órbitas, y con los cabellos pegados, lo mismo que su barba corta. Va cayendo lentamente la sábana, el sudario colocado en torno a su cuerpo, a medida que las vendas van bajando, bajando, bajando, devolviendo así forma humana a lo que antes habían hecho parecer una gran crisálida. La espalda huesuda, los brazos flaquísimos, las costillas apenas cubiertas de piel, el vientre hundido van apareciendo lentamente. Y conforme las vendas van cayendo, las hermanas, Maximino, los siervos se dan prisa en quitar la primera capa de porquería y de bálsamos e insisten hasta que —cambiando continuamente el agua y añadiendo a ella productos aromáticos— la piel aparece limpia. ■ Lázaro, cuando le limpian la cara y puede ver, dirige sus ojos a Jesús antes que a sus hermanas. Se olvida de todo lo que tiene a su alrededor, y, con una sonrisa amorosa en sus pálidos labios y un brillar de llanto en sus profundos ojos, mira a Jesús. También Jesús le sonríe y una breve lágrima se asoma en el ángulo de sus ojos, y, sin decir nada, hace que la mirada de Lázaro se levante al cielo; Lázaro comprende y mueve sus labios en silenciosa plegaria. Marta piensa que quiere decir algo, y que todavía no puede hablar, y le pregunta: “¿Qué quieres decirme, Lázaro mío?”. Lázaro: “Nada, Marta. Daba gracias al Altísimo”. Su pronunciación es segura, su voz fuerte. La gente lanza un nuevo “¡oh!” de estupor. Ya le han quitado hasta las caderas y limpiado. Le ponen una túnica corta, algo así como un camisón, que le llega hasta los muslos. ■ Le sugieren que se siente para acabarle de quitar las vendas de las piernas y lavarle las piernas. En cuanto quedan éstas al descubierto, Marta y María, señalando piernas y vendas, gritan fuerte. Y, a pesar de que en las vendas amarradas a las piernas y en la sábana puesta sobre ellas, la supuración es tan abundante, las piernas se ven completamente cicatrizadas. Donde un tiempo hubo gangrena, no se ve más que cicatrices de color rojizo. La gente, toda, grita de estupor. Jesús sonríe, y sonríe a Lázaro, que por un instante mira sus piernas curadas, para abstraerse luego mirando fijamente a Jesús. Parece no poder saciarse de verle. Los judíos, fariseos, saduceos, escribas, rabinos, se acercan, cautelosos de no mancharse sus vestiduras. Miran de cerca a Lázaro. Miran de cerca a Jesús. Pero ni Lázaro ni Jesús se ocupan de ellos. Se miran mutuamente. Todo lo demás no vale nada. ■ Ponen las sandalias a Lázaro. Se pone de pie, ágil, seguro. Toma las vestiduras que María le ofrece. Se las pone él solo, se abrocha el cinturón, se ajusta los pliegues. Ahí está flaco, pálido, pero igual que todos. Se lava las manos y los brazos hasta el codo, arremangándose las mangas, y luego con agua limpia se limpia la cara y la cabeza, hasta que siente que no tiene nada. Se seca los cabellos y la cara. Da la toalla al siervo y se dirige a Jesús. Se postra. Le besa los pies. Jesús se agacha, le levanta, le estrecha contra el pecho diciéndole: “Bienvenido, amigo mío. La paz y la alegría sean contigo. Vive para realizar tu feliz suerte. Levanta tu cara para que te dé el beso de saludo”. Y le besa en las mejillas. Lázaro corresponde en igual forma al beso de Jesús. Después Lázaro se dirige a sus hermanas a quienes besa, lo mismo hace con Maximino y Noemí que lloran de alegría y con algunos que me imagino que son parientes o amigos muy íntimos. Luego besa a José, a Nicodemo, a Simón Zelote y a algún otro. ■ Jesús personalmente va donde está un criado que tiene una bandeja con alimentos, toma una torta con miel, una manzana, un vaso de vino, y se los da a Lázaro, después de haberlos ofrecido y bendecido, para que coma y beba. Y Lázaro come con el apetito de quien está sano. Todos lanzan otro “¡oh!” de estupor.
“¿Te basta, Sadoc, lo que has visto? Un día me dijiste que para creer teníais necesidad, tú y los que son como tú, ver que un muerto descompuesto se recompusiera y recuperara la salud. Dios lo ha hecho. He ahí el testimonio viviente de lo que soy. Fui Yo quien dije: «Hagamos al hombre…». Porque Yo soy el Verbo del Padre. Hoy, Yo, el Verbo, dije a la que era menos que el lodo, a la corrupción: «vive»”.- ■ Jesús parece ver solo a Lázaro, pero en realidad observa todo y a todos, y, al notar que, con gestos de ira Sadoc, Elquías, Cananías, Félix, Doras, y otros están para marcharse, dice en voz alta: “Espera un momento, Sadoc. Tengo que decirte una palabra. A ti y a los tuyos”. Ellos se paran con aire de delincuentes. José de Arimatea se sobresalta de miedo y hace señal a Zelote para que detenga a Jesús. Pero Él ya está yendo hacia el rencoroso grupo, y les dice con voz fuerte: “¿Te basta, Sadoc, lo que has visto? Un día me dijiste que para creer teníais necesidad, tú y los que son como tú, ver que un muerto descompuesto se recompusiera y recuperara la salud. ¿Estás satisfecho de la podredumbre que viste? ¿Eres capaz de afirmar que Lázaro estaba muerto y que ahora está vivo y tan sano como no lo estaba desde hace años? Lo sé; vosotros vinisteis a tentar a éstos, a causarles más dolor y sembrar en ellos la duda. Vinisteis a buscarme, esperando encontrarme escondido en la habitación del agonizante. Vinisteis no porque os hubieran movido el amor y el deseo de honrar al difunto, sino para aseguraros de que Lázaro estaba realmente muerto, y habéis seguido viniendo, cada vez más contentos a medida que el tiempo pasaba. Si las cosas hubieran salido como esperabais, como ya creíais que iban, hubierais tenido razón para estar alegres. El Amigo que cura a todos, pero no cura al suyo. El Maestro que premia la fe de todos, pero no la de sus amigos de Betania. El Mesías impotente ante la realidad de una muerte. Esto era el incentivo de vuestra alegría. Pero ved que Dios os ha dado la respuesta. Ningún profeta jamás ha podido juntar lo que estaba deshecho, además de muerto. Dios lo ha hecho. He ahí el testimonio viviente de lo que soy. ■ Un día Dios tomó un poco de lodo, le dio forma, sopló en él y se convirtió en hombre (4). Fui Yo quien dije: «Hágase el hombre según nuestra imagen y semejanza». Porque Yo soy el Verbo del Padre. Hoy, Yo, el Verbo, dije a la que era menos que el lodo, a la corrupción: «Vive» y la corrupción volvió a convertirse en carne, en carne perfecta, viva, palpitante. Os está viendo. Allí está. Y a la carne junté el alma que hacía unos días estaba en el seno de Abraham. Lo volví a llamar porque quise, porque todo lo puedo. Yo, el Viviente, Yo el Rey de reyes a quien están sujetas todas las criaturas y cosas. ¿Qué respondéis?”. Cual un juez, como Dios que es, está delante de ellos derecho, alto, majestuoso. Ellos no responden Jesús insiste: “¿No os basta esto para creer, para aceptar lo que no puede desmentirse?”. ■ Sadoc, agriamente, le dice: “Has cumplido tan solo una parte de la promesa. Esto no es la señal de Jonás…” (5).  Jesús: “También ésa se os dará. Lo he prometido y lo mantengo.  Hay otro aquí, presente, que espera otra señal, y la tendrá. Y como es recto, la aceptará (6). Vosotros no. Vosotros permaneceréis en lo que sois”. ■ Da media vuelta y ve a Simón, el sanedrista, hijo de Elí-Ana. Le mira. Le mira. Deja a los que estaba hablando y llegado a él, le dice en voz baja pero firme: “¡Es bueno para ti que Lázaro no recuerde su estadía entre los muertos! ¿Qué hiciste de tu padre, Caín?”. Simón huye con un grito de miedo, que luego se transforma en aullido de maldición: “¡Seas maldito, Nazareno!”, al cual Jesús responde: “Tu maldición ha llegado al Cielo y de allá el Altísimo te la arroja. ¡Estás marcado con la señal (7), desgraciado!”. Vuelve al grupo de gente que está sin saber qué decir, casi aterrorizada. Se encuentra con Gamaliel que se dirige a la salida. Le mira, y Gamaliel le mira a Él. Jesús sin pararse, le dice: “Prepárate, ¡oh rabí! Pronto vendrá la señal. Nunca miento”.
*  Abatimiento de Jesús ante la muerte espiritual, insalvable de muchos.- ■ Poco a poco el jardín queda vacío. Los judíos están atolondrados, pero los más de ellos respiran ira por todos sus poros. Si las miradas pudieran reducir en ceniza a alguien, Jesús estaría pulverizado ya desde hacía mucho tiempo. Hablan, discuten entre sí al irse alejando, saboreando la dura derrota, de modo que no son capaces ya de ocultar bajo una apariencia hipócrita de amistad el objeto de su presencia. Se van sin despedirse ni de Lázaro, ni de sus hermanas.  Se quedan atrás algunos que el milagro ha conquistado para el Señor. Entre ellos José Bernabé, que se echa de rodillas ante Jesús y le adora; lo mismo hace Yoel de Abías. Y otros más, que no conozco, pero que deben ser personas importantes. Lázaro, entre tanto, rodeado de sus más íntimos, se ha retirado a casa. José, Nicodemo y los otros buenos de corazón se despiden de Jesús. Con grandes inclinaciones de cuerpo se despiden los judíos que estaban con Marta y María. Los siervos cierran el cancel. La paz vuelve a la casa. ■ Jesús mira a su alrededor. Ve humo y llamas de fuego en el fondo del jardín, en dirección del sepulcro. Solo, derecho en medio de un sendero, dice: “La podredumbre que el fuego destruye… La podredumbre de la muerte… Pero, la de los corazones… de esos corazones ningún fuego la destruirá… Ni siquiera el fuego del Infierno. Será eterna… ¡Qué horror!… Más que la muerte… Más que la corrupción… Y… Pero ¿quién te salvará, ¡oh linaje humano! si tanto te gusta la corrupción? Amas la corrupción. Y Yo… Yo he arrancado del sepulcro a un hombre con una palabra… Y con un mar de palabras… y uno de dolores… no podré arrancar al hombre del pecado, a los hombres, a millones de hombres”. ■ Se sienta y se cubre la cara con las manos, abatido… Un siervo que pasa le ve. Corre a la casa. Poco después sale de casa María. Corre donde Jesús, ligera como si no tocase el suelo. Se le acerca, le dice suavemente: “Rabboni, estás cansado… Ven, Señor mío. Tus apóstoles, cansados, han ido a la otra casa; todos menos Simón Zelote… ¿Lloras, Maestro? ¿Por qué?”. Se arrodilla a los pies de Jesús… le observa… Jesús la mira. No responde. Se levanta y va hacia la casa, seguido de María.
* Jesús dice a Magdalena: “Has merecido el milagro. Que ello te afirme en saber esperar y creer”.- ■ Entran en una sala. Lázaro no está, y tampoco Zelote. Pero está Marta, llena de alegría. Se vuelve a Jesús y explica: “Lázaro fue a bañarse. Para limpiarse bien. ¡Oh Maestro, Maestro! ¡Qué puedo decirte!”. Le adora con todo su ser. Nota la tristeza de Jesús y le pregunta: “¿Estás triste, Señor? ¿No estás feliz de que Lázaro…?”. Le llega una sospecha: “¡Oh, estás irritado conmigo! Pequé (8). Es verdad”. Magdalena dice: “Pecamos, hermana”. Marta:  “No. Tú no. Maestro, María no pecó. María supo obedecer, yo fui la que desobedecí. Te mandé llamar porque… porque no podía soportar más que aquellos insinuasen que no eres el Mesías, el Señor… y no podía verle sufrir… Lázaro te necesitaba con ansias. Te llamaba… Perdóname, Jesús”. ■ Jesús: “¿Y tú no hablas, María?”. Magdalena: “Maestro… yo… Yo he sufrido en ese momento tan sólo como mujer. Sufría porque… Marta, jura, jura aquí ante el Maestro que jamás, jamás dirás a Lázaro lo que dijo en su delirio… Maestro mío… Yo te he conocido del todo, ¡oh divina Misericordia!, en las últimas horas de Lázaro. ¡Oh Dios mío! ¡¿Cuánto me has amado Tú, Tú que me has perdonado, Tú, Dios, Tú, Puro, Tú…, si mi hermano, que mucho me ama, siendo hombre, solo hombre, no ha perdonado todo en el fondo de su corazón?! No, no es así; debo decir: no ha olvidado mi pasado y, cuando la agonía debilitaba sus fuerzas y entorpecía su bondad, que creía olvido del pasado, ha expresado su dolor a gritos, su desdén contra mí… ¡Oh!…”. María llora… ■ Jesús: “No llores, María. Dios te ha perdonado y olvidado. El alma de Lázaro también ha perdonado y olvidado, ha querido olvidar. El hombre no ha podido olvidar. Y cuando el cuerpo, en medio de sus estremecimientos, debilitó la voluntad ya frágil, el hombre ha hablado”. Magdalena: “No estoy enojada por ello, Señor. Esto me ha servido para amarte más y amar mucho más a Lázaro. A partir de ese momento fue cuando yo deseé tu presencia… porque sentía angustia de que Lázaro fuera a morir sin paz por mi causa… y luego, luego, cuando he visto que los judíos se burlaban de Ti… cuando vi que no venías, ni aun después de la muerte, ni siquiera después que te había esperado obedeciendo hasta más allá de lo posible, esperando hasta cuando el sepulcro se abrió para recibirle, entonces sí que mi corazón sufrió. Señor, si debía expiar, y, sin duda, debía hacerlo, he expiado, Señor…”. ■ Jesús: “¡Pobre María! Conozco tu corazón. Has merecido el milagro. Que ello te afirme en saber esperar y creer”. Magdalena: “Maestro mío, esperaré y creeré siempre de hoy en adelante. No dudaré más, jamás, Señor. Viviré de fe. Tú me has dado la capacidad de creer en lo increíble”.
* Jesús dice a Marta: “No has sabido obedecer porque no has sabido creer y esperar completamente y no has sabido creer y esperar porque no has sabido amar totalmente”.- Jesús: “¿Y tú, Marta? ¿Tú no has aprendido? No. Todavía no. Eres mi Marta. Pero no eres todavía mi perfecta adoradora. ¿Por qué te entregas a la actividad y no a la contemplación? Es cosa más santa. ¿Ves? Tu fuerza, estando demasiado dirigida a cosas terrenas, ha cedido ante la comprobación de esos hechos terrenales que pueden parecer algunas veces no tener remedio. En verdad las cosas terrenas no tienen remedio, si no interviene Dios. La criatura necesita por eso saber creer y contemplar; necesita amar hasta el extremo de las fuerzas de todo hombre, con su pensamiento, el alma, el cuerpo, la voluntad, con todas las fuerzas del hombre, repito. Quiero que seas fuerte, Marta. Quiero que seas perfecta. No has sabido obedecer porque no has sabido creer y esperar completamente, y no has sabido creer y esperar porque no has sabido amar totalmente. Pero Yo te perdono, te absuelvo, Marta. He resucitado hoy a Lázaro. Ahora te doy un corazón más fuerte. A él le he devuelto la vida, en ti te infundo la fuerza de amar, creer y esperar perfectamente. Sed felices y gozad de la paz. Perdonad a quienes en aquellos días os ofendieron…”. ■ Magdalena: “Señor, en esto yo he pecado. Hace poco, al viejo Cananías, que te había tomado a burla los otros días, le dije: «¿Quién ha ganado? ¿Tú o Dios? ¿Tu burla o mi fe? Jesús es el Viviente y es la Verdad. Sabía yo que su gloria brillaría con mayor fuerza. Y tú, viejo, reconstruye tu alma, si no quieres gustar la muerte»”. Jesús: “Dijiste bien. Pero no disputes con los malvados. María, perdona. Perdona si me quieres imitar… Ya viene Lázaro. Oigo su voz”.
* Lázaro dice a Magdalena: “Tú me has dado a Jesús y la medida de lo que es Él. Y tú has sido dada por Jesús a mí: Tú, María, eres el don de Dios”.- ■ En efecto, Lázaro entra, trae la barba rasurada, los cabellos peinados y perfumados. Con él están Maximino y Zelote. “¡Maestro!”. Lázaro se arrodilla una vez más adorándole. Jesús le pone la mano sobre la cabeza y sonriente le dice: “La prueba ha sido superada, amigo mío, la superaste tú y tus hermanas. Sed ahora felices y fuertes para servir al Señor. ¿Qué recuerdas, amigo, del pasado? Quiero decir: de tus últimas horas”. Lázaro: “Un gran deseo de verte y una gran paz con el amor de mis hermanas”. Jesús: “¿Y qué es lo que más te dolía dejar al morir?”. Lázaro: “A Ti, Señor, a mis hermanas. A Ti, porque no podría servirte, a ellas porque me han brindado toda clase de alegrías…”. ■ Magdalena suspira: “¡Oh! ¿Yo, hermano?”. Lázaro: “Tú más que Marta. Tú me has dado a Jesús y la medida de lo que es Él. Y tú has sido dada por Jesús a mí: tú, María, eres el don de Dios”. Magdalena: “Lo decías también cuando agonizabas…” y mira detenidamente el rostro de su hermano. Lázaro: “Porque era y es mi constante pensamiento”. Magdalena: “Pero te causé muchos dolores”. Lázaro: “También la enfermedad me causó dolor. Pero con ella espero haber expiado las culpas del viejo Lázaro, y haber resucitado purificado para ser digno de Dios. Tú y yo: los dos resucitados para servir al Señor, y entre ambos Marta, ella que siempre ha sido la paz de nuestro hogar”. Jesús: “¿Lo oyes, María? Lázaro habla palabras de sabiduría y verdad. Ahora me retiro y os dejo en vuestra alegría…”. Lázaro: “No, Señor. Quédate. Con nosotros. Aquí. Quédate en Betania y en mi casa. Será bello…”. Jesús: “Me quedaré. Quiero premiarte todo lo que padeciste. ■ Marta, no estés triste. Marta, piensa que no me causaste dolor alguno. No estoy triste por causa vuestra, sino por quienes no quieren redimirse. Cada vez odian más. Tienen el veneno en el corazón. Pues bien… perdonemos”. Lázaro, con su benévola sonrisa, dice: “Perdonemos, Señor”… y con estas palabras termina la visión. (Escrito el 26 de Diciembre de 1946).
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1  Nota  :  Cfr. Ju. 11,17-44.   2  Nota  : José Bernabé, discípulo de Gamaliel, como Saúl,  y compañero de éste en la predicación del Evangelio. Aparece en Hech. 4, 9; 11; 12; 13-15; Una vez en 1 Cor. 9; tres veces en Gal. 2. Cfr.  Personajes de la Obra magna: José, llamado Bernabé.   3  Nota  :  Cfr. Lev. 21,1-13; 22,1-9;  Núm. 6,1-12; 19,11-22;  31,13-24; Ez. 44,15-31; Ag. 2,10-14.   4  Nota  :  Cfr. Gén. 2,7.   5  Nota  :  Cfr.  Jon.  2.   6  Nota  : Alusión al gran rabí Gamaliel. Según esta obra,  Jesús cuando tenía 12 años,  le prometió en el Templo, que las piedras se estremecerían, como señal de su Divinidad. Cfr. Personajes de la Obra magna: Gamaliel.  7  Nota  : “Estás marcado con la señal”.- Esta “señal” no parece ser de la que se habla en el Gen. 4,15 sino tal vez una alusión a la “señal de la Bestia” de que se habla en el Apocalipsis. Cfr. Daniel  7 y  Ap. 13; 14,6-13; 19,11-21; 20,1-6.   8  Nota  : “¡Oh, estás irritado conmigo! Pequé”, dice Marta a Jesús, pues, ella, sin esperar a que Lázaro muriera, olvidándose de las palabras de Jesús: “saber esperar y creer contra toda realidad contraria” y “cuando Lázaro haya… muerto entonces enviadme un aviso enseguida”, había enviado un mensajero hasta Jesús para rogarle que, ante la gravedad de su hermano, con la máxima urgencia viniera a Betania. María Magdalena, en cambio, había sabido “esperar y creer contra toda realidad contraria”.
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8-548-382 (10-9-59).- Reflexiones sobre la resurrección de Lázaro.
“Sabía que la resurrección de Lázaro sería un arma de doble filo, porque convertiría a los judíos de recto corazón y haría que los que no eran de recto corazón, me odiasen más. Pero necesitaba convencer a los incrédulos más obstinados… y convencer también a mis discípulos que, destinados a llevar la fe al mundo, tenían necesidad de poseer una fe fortalecida con milagros de primer orden”.- Dice Jesús: “Hubiera podido llegar a tiempo para impedir que muriese Lázaro. Pero no quise hacerlo. Sabía que esa resurrección sería un arma de doble filo, porque convertiría a los judíos de recto corazón y haría que los que no eran de recto corazón, odiasen más. De éstos, y al son de esta última manifestación de mi poder, partió la sentencia de muerte contra Mí. Pero había venido al mundo para esto, y la hora ya se había madurado para que ello se cumpliera. También hubiera podido ir donde Lázaro inmediatamente. Pero necesitaba convencer, a los incrédulos más obstinados, con la resurrección a partir de un estado de corrupción ya avanzado; y también quería convencer a mis discípulos, que, destinados a llevar mi fe al mundo, tenían necesidad de poseer una fe fortalecida con milagros de primer orden. ■ En los apóstoles había mucha humanidad. Varias veces lo he dicho. No era éste un obstáculo insuperable; más bien, era una consecuencia lógica de su condición de hombres llamados a ser míos cuando eran ya hombres maduros. No se cambia una mentalidad, una «forma mentis» de la noche a la mañana. Ni Yo, en mi Sabiduría, no quise tampoco escoger y educar niños y formarlos según mi modo de pensar para hacer de ellos mis apóstoles. Habría podido hacerlo. No lo hice para que las almas no me reprochasen el haber despreciado a los que no son inocentes y alegaran como disculpa que con mi elección había Yo querido dar a entender que los adultos no pueden cambiar. No. Todo puede cambiarse si se quiere. De hecho, hice que los que eran pusilánimes, peleadores, usureros, sensuales, incrédulos, se convirtiesen en mártires y santos, en evangelizadores del mundo. Sólo el que no quiso cambiar, no cambió”.
* “Hay dos formas de pedir el milagroOs ruego que tengáis presente, como regla sobrenatural vuestra, lo que respondí a Tomás: nadie puede ser mi verdadero discípulo si uno no sabe dar a la vida humana el peso que le conviene… El que quiera salvar su vida en este mundo, perderá la Vida eterna. Lo dije y lo repito. La vida cristiana es un continuo heroísmo”.- ■ Jesús: “Yo amé y amo al pequeño y al débil —tú eres un ejemplo— con tal de que tengan la voluntad de amarme y de seguirme y de estos «nada» hago mis predilectos, mis amigos, mis ministros. Y me sigo sirviendo de ellos, y es un milagro continuo que obro, para hacer que los demás crean en Mí y que no ahoguen la posibilidad de milagro. ¡Cómo disminuye esta posibilidad!: cual lámpara a la que le falta aceite, así esta posibilidad agoniza y muere, debido a la falta de fe en el Dios del milagro. ■ Hay dos formas de pedir el milagro. A una de ellas, Dios accede con amor. A la segunda, le vuelve la espalda desdeñado. La primera es la que pide, como he enseñado a pedir, sin desconfianza ni cansancio, y cree que Dios la escucha, porque Dios es bueno y quien es bueno escucha, porque Dios es poderoso y todo lo puede. Esta forma de pedir es amor, y Dios concede lo que pide a quien ama. La otra es la prepotencia de los rebeldes que quieren que Dios sea su siervo y que se humille ante sus acciones malas y que les dé a ellos aquello que ellos no le dan a Él: amor y obediencia. Esta forma es una ofensa, que Dios castiga negando sus gracias. ■ Os quejáis de que Yo ya no realizo los milagros colectivos. ¿Cómo podría realizarlos? ¿Dónde están las colectividades que creen en Mí? ¿Dónde, los verdaderos creyentes? ¿Cuántos son, en una colectividad, los verdaderos creyentes? Cual flores supervivientes en un bosque quemado por un incendio, así veo Yo, de vez en cuando, a un corazón creyente; el resto lo ha quemado Satanás con sus doctrinas. Y cada vez lo quemará más. Os ruego que tengáis presente, como regla sobrenatural vuestra, lo que respondí a Tomás: Nadie puede ser mi verdadero discípulo, si uno no se sabe dar a la vida humana el peso que le conviene: como medio para conquistar la vida verdadera, no como fin. El que quiera salvar su vida en este mundo, perderá la Vida eterna. Lo dije y lo repito. ■ ¿Qué son las pruebas? La nubecilla que pasa. El Cielo permanece y os espera más allá de la prueba. He conquistado el Cielo para vosotros con mi heroísmo. Debéis imitarme. El heroísmo no está reservado sólo a aquellos que deben conocer el martirio. La vida cristiana es un continuo heroísmo, porque es una lucha continua contra el mundo, el demonio y la carne. Yo no os obligo a que me sigáis. Os dejo libres. Pero no quiero que seáis hipócritas. O conmigo y como Yo, o contra Mí. No podéis engañarme. Y Yo no desciendo a hacer alianzas con el Enemigo. Si le preferís antes que a Mí, no podéis pensar en tenerme a Mí al mismo tiempo como amigo vuestro. O él o Yo. Escoged”.
* El dolor de Marta es distinto del de María… ¡Felices los que se comportan de tal modo que no tienen ningún remordimiento de haber causado dolor a alguien que ahora está muerto…! Pero ¡cuánto más feliz aquel que no tiene remordimiento de haber causado dolor a su Dios, a Mí, Jesús, y no teme su encuentro conmigo!”.- ■ Jesús: “El dolor de Marta es distinto del de María debido a la distinta psicología de las dos hermanas y al distinto modo de comportarse que habían tenido. ¡Felices los que se comportan de tal modo que no tienen ningún remordimiento de haber causado dolor a alguien que ahora está muerto y que ya no puede ser consolado del dolor que le causó! Pero ¡cuánto más feliz aquel que no tiene remordimiento de haber causado dolor a su Dios, a Mí, Jesús, y no teme su encuentro conmigo!; antes al contrario, suspira por este encuentro, como alegría ansiosamente soñada durante toda su vida y por fin alcanzada. ■ Soy vuestro Padre, vuestro Hermano, vuestro Amigo. ¿Por qué, pues, me herís tantas veces? ¿Sabéis lo que os queda de vida? ¿Vivir para reparar? No lo sabéis. Entonces, hora tras hora, día tras día, obrad bien. Me haréis siempre feliz. Si el dolor tocare a vuestras puertas —porque el dolor es santificación, es mirra que preserva de la corrupción carnal— tendréis siempre en vosotros la seguridad de que os amo, que os amo aun en ese dolor, y tendréis siempre la paz que mana de mi amor. Tú, pequeño Juan, sabes si sé consolar aun en el dolor”.
*  “Y —milagro en el milagro— quise que Lázaro fuese desatado y limpiado en la presencia de todos”.-Jesús: “En mi oración al Padre se repitió lo que dije al principio: era menester sacudir con un milagro la obstinación de los judíos y del mundo en general. La resurrección de uno que hacía cuatro días había sido sepultado, que había sido enterrado por una larga y repugnante enfermedad que todos sabían, no era cosa de dejar indiferente, ni siquiera dudoso a alguien. Si le hubiera curado mientras vivía, o dado la vida apenas muerto, la mordacidad de mis enemigos hubiera podido tener duda sobre la realidad del milagro. Pero el hedor del cadáver, la podredumbre que manaba de las vendas, la larga permanencia en el sepulcro, no dejaban lugar a duda alguna. ■ Y —milagro en el milagro— quise que Lázaro fuese desatado y limpiado en la presencia de todos para que viesen que no solo había vuelto la vida, sino también la integridad de miembros donde antes la gangrena había hecho estragos. Cuando hago un favor, siempre hago más de lo que se me pide”.
“Lloré ante la tumba de Lázaro. Y a esto se ha dado diversos nombres. Lloré, no tanto por la pérdida de un amigo y por el dolor de sus hermanas, cuanto porque tres ideas que, como tres clavos, habían hincado siempre su punta en mi corazón”.- ■ Jesús: “Lloré ante la tumba de Lázaro. Y a esto se ha dado diversos nombres. Sabed entre tanto que las gracias se obtienen con dolor mezclado con fe segura en el Eterno. Lloré no tanto por la pérdida de un amigo y por el dolor de sus hermanas, cuanto porque, cual fondo submarino que se agita, en aquella hora salieron a flote, más vivas que nunca, tres ideas que, como tres clavos, habían hincado siempre su punta en mi corazón. ■ La comprobación de la ruina a la que Satanás había llevado al hombre al seducirle al mal. Ruina, cuya condena humana, era el dolor y la muerte. La muerte física, emblema y símbolo vivo de la muerte espiritual, que la culpa infiere al alma sumergiéndola, a ella que estaba destinada a vivir cual reina, en el reino de la luz, en las tinieblas infernales. ■ La persuasión de que ni siquiera este milagro, puesto como corolario sublime de tres años de evangelización, convencería al mundo judío acerca de la Verdad que Yo traía. Y que ningún milagro iba a convertir para Cristo al mundo que habría de venir. ¡Oh, qué dolor el estar próximo a morir por tan pocos! ■ La visión mental de mi próxima muerte. Era Hombre-Dios. Y para ser Redentor debía sentir el peso de la expiación; por lo tanto, también el horror de la muerte y de una muerte semejante. Yo era uno que vivía, uno que me sentía sano, y sin embargo me decía: «Pronto habré muerto, pronto estaré en un sepulcro como Lázaro. Pronto la agonía más atroz será mi compañera. Debo morir». La bondad de Dios os libra del conocimiento del futuro. Pero a Mí no me libró. ■ Vosotros que os lamentáis de vuestra suerte, creedme. No hubo otra más triste que la mía, porque tuve la presciencia de todo cuanto me sucedería, junto a la pobreza, incomodidades, amarguras que me acompañaron desde mi nacimiento hasta la muerte. No os lamentéis, pues. Esperad en Mí. Os doy mi paz”. (Escrito el 23 de Marzo de 1944).
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8-549-385 (10-10-62).- Repercusión de la resurrección de Lázaro (1). Decreto del Sanedrín.
* Gran revuelo en la gente del pueblo, en las sinagogas, en los bazares del Templo, en el palacio de Herodes, en la Antonia, entre los romanos.- ■ Si la noticia de la muerte de Lázaro había impresionado y agitado a Jerusalén y gran parte de Judea, la noticia de su resurrección termina de producir impresión y penetrar hasta en los lugares en que no había producido agitación la noticia de su muerte. Quizás los pocos fariseos y escribas —o sea, los miembros del Sanedrín— presentes en la resurrección no hayan hablado de ella a la gente. Pero lo cierto es que los judíos sí lo han hecho y la noticia se ha extendido como un rayo, de casa a casa, de terraza a terraza; voces femeninas la transmiten, mientras que, en la calle, el pueblo la difunde con una gran alegría por el triunfo de Jesús y por Lázaro. La gente puebla de nuevo las calles, corre de aquí para allí, creyendo ser el primero en dar la noticia, pero quedando desilusionada, porque la noticia se sabe en Ofel y en Bezeta, en Sión y en el Sixto; se sabe en las sinagogas, en los bazares del Templo y en el palacio de Herodes; se sabe en la Antonia, y desde la Antonia se difunde, o viciversa, hacia los puestos de guardia; llena tanto los palacios como los tugurios: “El Rabí de Nazaret ha resucitado a Lázaro de Betania que murió el viernes pasado, que fue sepultado antes del sábado y ha resucitado a eso de la hora sexta de hoy”. Las aclamaciones hebreas al Mesías y al Altísimo se mezclan con las de los romanos: “¡Por Júpiter! ¡Por Pólux! ¡Por Libitina!” etc. etc. Los únicos que no hablan por las calles son los miembros del Sanedrín. No veo a ninguno de ellos. ■ Veo a Cusa y a Mannaén que salen de un espléndido palacio y oigo a Cusa decir: “¡Extraordinario, extraordinario! Ya mandé la noticia a Juana. ¡Realmente Él es Dios!” y Mannaén le contesta: “Herodes, que vino desde Jericó a presentar sus obsequios… a su patrón: Poncio Pilatos, parece un loco en su palacio; Herodías, por su parte, está fuera de sí y le insta para que ordene arrestar a Jesús. Ella tiembla por su poder; él por sus remordimientos. A Herodes le castañetean los dientes mientras pide a los más fieles que le defiendan… de los espectros. Se ha embriagado para darse valor y el vino le crea fantasmas en su mente. Grita, diciendo que el Mesías ha resucitado también a Juan, el cual le grita de cerca las maldiciones en nombre de Dios. Yo he huido de esta Gehena. Me ha sido suficiente decirle: «Lázaro ha resucitado por obra de Jesús Nazareno. Ten cuidado de no tocarle, porque es Dios». Mantengo en él este temor para que no ceda a los deseos homicidas de ella”. Cusa: “Yo, sin embargo, tendré que ir allá… Debo ir. Pero antes quise pasar por casa de Eliel y Elcana. Viven retirados, pero no dejan de ser grandes voces en Israel. Juana está contenta de que los honre. Y yo…”. Mannaén: “Son una buena protección para ti. Es verdad. Pero no como el amor del Maestro. Ese amor es la única protección que puede tener valor…”.  Cusa no replica. Piensa… Yo los pierdo de vista. ■ De Bezeta viene todo respetuoso José de Arimatea. Le detiene un grupo de vecinos de la ciudad que no están seguros todavía de que se deba creer o no la noticia. Y se lo preguntan a él. Les responde: “Es verdad. Es verdad. Lázaro ha resucitado y está también curado. Le vi con mis propios ojos”. El grupo de vecinos: “Entonces… ¡Él es el Mesías!”. José de Arimatea prudentemente responde: “Sus obras son tan grandes… Su vida es perfecta. Los tiempos han llegado. Satanás combate contra Él. Que cada uno resuelva en su corazón lo que es el Nazareno”. Saluda y se va. Ellos intercambian sus opiniones y terminan por concluir: “Realmente es el Mesías”. ■ Un grupo de legionarios habla. Dicen: “Si mañana puedo, voy a Betania. ¡Por Venus y Marte, mis dioses preferidos! Podré dar la vuelta al mundo, desde los desiertos ardientes hasta las heladas tierras germánicas, pero encontrarme donde resucite uno que ha muerto días antes no me sucederá nunca más. Quiero ver cómo es uno que vuelve de la muerte. Estará negro por las aguas de los ríos de ultratumba…”.  “Si era virtuoso estará pálido, porque habrá bebido de las aguas azules de los Campos Elíseos. No hay solo la laguna Estiges”. “Nos dirá cómo son los prados de asfódelo del Hades… (2). Voy yo también…”. “Si Poncio Pilatos quiere…”. “¡Claro que lo quiere! Ha mandado inmediatamente un correo a Claudia para llamarla. A Claudia le gustan estas cosas. La he oído más de una vez conversar, con las otras y con sus libertos griegos, de alma y de inmortalidad”. “Claudia cree en el Nazareno. Para ella es mayor que ningún otro hombre”. “Sí. Pero para Valeria es más que un hombre. Es Dios. Una especie de Júpiter y de Apolo, por poder y hermosura, dicen, y más sabio que Minerva. ¿Vosotros le habéis visto? Yo he venido con Poncio por primera vez aquí y no sé…”. “Creo que has llegado a tiempo para ver muchas cosas. Hace poco, Poncio gritaba como Estentor, diciendo: «Aquí hay que cambiar todo. Tienen que comprender que Roma manda y que ellos, todos, son siervos. Y cuanto más grandes sean, más siervos, porque son más peligrosos». Creo que era por esa tablilla que le había llevado el criado de Anás…”. “Sí, claro, no quiere escucharlos… Y nos cambia a todos porque… no quiere amistades entre nosotros y ellos”. “¿Entre nosotros y ellos? ¡Ja! ¡Ja! Ja! ¿Con esos narigudos que solo saben a chivo? Poncio digiere mal el demasiado cerdo que come. Todo lo más… la amistad es con alguna mujer que no desprecia el beso de bocas sin barba…” y el que habló ríe maliciosamente. “El hecho es que después de la agitación de los Tabernáculos ha pedido y obtenido el cambio de todos los soldados, y que nosotros tenemos que irnos…”. “Eso es verdad. Ya estaba anunciada en Cesarea la llegada de la galera que trae a Longinos y a su centuria. Suboficiales nuevos, soldados nuevos… y todo por esos cocodrilos del Templo. Yo estaba bien aquí”. “Mejor estaba yo en Brindis… pero me acostumbraré” dice el que ha llegado hace poco a Palestina. Se alejan también ellos.
* Reunión de emergencia del Sanedrín.- ■ Pasan algunos guardias del Templo con tablillas enceradas. La gente los ve y comenta: “El Sanedrín se reúne con carácter urgente. ¿Qué pretenderá hacer?”. Uno responde: “Vamos a subir al Templo a ver…”. Toman la calle que va hacia el Moria. El sol desaparece tras las casas de Sión y de los montes occidentales. Se viene la noche que pronto desaloja a los curiosos de las calles. Los que han subido al Templo, bajan de mal humor porque habían sido alejados incluso de las puertas, donde se habían detenido para ver pasar a los sanedristas. El interior del Templo, desierto, vacío, envuelto en la luz de la luna, parece inmenso. ■ Los sanedristas van llegando poco a poco a la sala del Sanedrín. Están todos, como cuando Jesús fue condenado (3), a excepción de los que entonces hicieron de secretarios. Solo están los miembros del Sanedrín, unos en sus respectivos lugares, otros formando grupos junto a las puertas. Entra Caifás con su cara de sapo, obeso y malo. Se dirige a su puesto.  Empiezan inmediatamente a discutir sobre los hechos ocurridos, y tanto les apasiona la cosa, que pronto la reunión se anima mucho; dejan los sitiales y bajan al espacio vacío gesticulando y hablando en alto. Hay quien aconseja la calma y que se ponderen bien las cosas antes de tomar decisiones.
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 (<Primera iniciativa del Sanedrín después de la resurrección de Lázaro.- El Sanedrín se plantea el tema central: la resurrección de Lázaro y sus consecuencias. Ahora, ante esa manifestación indubitable y portentosa de Jesús, parece que la situación se les escapa de las manos. Incluso los judíos más influyentes, que fueron testigos de la resurrección, dicen que Jesús es el Mesías. Gamaliel mismo ahora en presencia de todo el Sanedrín ha proclamado que Jesús es el Rabí más grande de Israel. Y José de Arimatea se atreve a decir que Jesús es Dios. La situación, es, pues, insostenible y peligrosa. Es inaplazable, por tanto, buscar un motivo de acusación contra el Nazareno. Los más intransigentes salen del Sanedrín y van a entrevistarse en la Antonia con Pilatos. Ni la carcajada de Pilatos los amilana cuando se presentan ante él como los más fieles servidores de Roma. La acusación que presentan: “La resurrección de Lázaro es un peligro para el César” provoca en Pilatos la reacción contraria a la esperada por ellos. Pilatos los tacha de mentirosos y cobardes y los expulsa>)
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* Decreto del Sanedrín.- ■ Los expulsados por Pilatos regresan al aula del Sanedrín. Cuentan lo sucedido. La agitación es máxima. La noticia del arresto de muchos bandidos y de las batidas en las grutas para atrapar a los demás desquicia completamente a los que se habían quedado, porque muchos, cansados de esperar, se habían marchado. Algunos sacerdotes gritan: “Y pese a todo, no podemos dejarle vivir”. Sadoc grita chillonamente: “No podemos dejar que actúe. Él actúa. Nosotros no. Día tras día perdemos terreno. Si le dejamos libre todavía, continuará haciendo milagros y todos creerán en Él. Y los romanos terminarán por atacarnos y destruirnos completamente. Poncio piensa de este modo, pero si la multitud le aclamase rey ¡ah! entonces Poncio tiene el deber de castigarnos, a todos. No podemos permitirlo”. ■ Alguien objeta: “Está bien. ¿Pero cómo? el camino… legal, el romano, no ha resultado. Poncio no tiene ninguna preocupación por el Nazareno. Nuestro camino… el legal, no sirve. Él no falta en nada…”. Caifás insinúa: “Se inventa la culpa, si es que no la hay”. Casi todos gritan con horror: “Hacerlo así, es pecado. ¡Jurar en falso! ¡Condenar al inocente! ¡Es… demasiado! Es un crimen, porque significaría su muerte”. ■ Caifás, vomitando odio frío y astuto, grita: “¿Y qué? ¿Eso os espanta? Sois unos necios y no sois capaces de entender nada. Después de lo sucedido, Jesús debe morir. ¿No comprendéis que es mejor para nosotros que muera un hombre, en vez de que mueran muchos? Que muera Él para salvar a su pueblo, y así no se vea destruida nuestra nación. Por otra parte, Él dice que es el salvador. Que se sacrifique pues, para salvar a todos”. Le contestan:  “Pero, Caifás ¡Reflexiona! Él…”. Caifás: “Lo he dicho. El Espíritu del Señor está sobre mí, sumo Sacerdote. ¡Ay de quien no respeta al pontífice de Israel! ¡Que los rayos de Dios caigan sobre él! ¡Basta, basta de esperar, de vacilación! ■ Ordeno y decreto que cualquiera que sepa dónde se encuentra el Nazareno que venga a denunciar su paradero, y que el anatema caiga sobre quien no obedezca mi palabra”. Algunos objetan: “Pero Anás…”. Caifás: “Anás me ha dicho: «Todo lo que hagas será cosa santa». La sesión ha terminado. El viernes, entre tercia y sexta, venid todos aquí para deliberar. He dicho todos. Hacedlo saber a los ausentes. Que se convoque a todos los jefes de familias y de secciones: a todo lo mejor de Israel. El Sanedrín ha hablado. Podéis iros”. Caifás es el primero en salir. Los demás se van hablando en voz baja y sumisa. Salen del Templo para dirigirse a sus hogares. (Escrito el 27 de Diciembre de 1946).
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1  Nota  : Cfr. Ju. 11,47-53.   2  Nota  : Expresiones de la mitología romana. Campos elíseos era un prado para los virtuosos. La laguna Estiges estaba reservada para los malos; la hierba asfódelo era la hierba consagrada a Proserpina. Los prados de asfódelo del Hades: donde se paseaban las sombras de los héroes. Estentor: Personaje de la Hélade (757 a. C.) cuya voz era tan fuerte como la de 50 hombres juntos.  3  Nota  : Las fechas.- Cfr. María Valtorta y la Obra  6.1:  Las fechas.
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8-550-398  (10-11-73).- En Betania, entusiasmo de los apóstoles. Misión de amor para Lázaro y de contemplación absoluta para Magdalena.  Jesús debe huir a Efraín.
* Entusiasmo de los apóstoles y exaltación anímica de Judas Iscariote que se autoalaba por haberse servido de su sentido práctico, aun después del reproche que por ello recibió de Jesús un día .- ■ En Betania. ¡Es hermoso es estar así! Con el cariño de los amigos y junto al Maestro en los días soleados que huelen un poco a primavera; mirando a los campos que abren sus surcos a un débil despunte de trigo; mirando a los huertos que rompen el verde uniforme del invierno con las primeras florecillas multicolores; mirando a los setos, que, en los lugares donde más les da el sol, sonríen con yemas que se abren; mirando a los almendros en cuyas copas comienzan a echar espuma las primerizas florecillas. Jesús goza de todo ello y con Él los apóstoles y sus tres amigos de Betania. ¡Parecen tan lejanos la mala voluntad, el dolor, la tristeza, la enfermedad, la muerte, el odio, la envidia, todo lo que causa pena, tormento, preocupaciones en la Tierra…! ■ Los apóstoles, todos, están jubilosos y lo expresan. Muestran su persuasión —¡tan segura, tan triunfante!— de que Jesús ya ha vencido a todos sus enemigos, de que su misión irá adelante sin obstáculos, de que será reconocido como Mesías hasta por los más obstinados. Hablan entusiasmados, eufóricos, haciendo proyectos para el futuro, soñando… soñando mucho y humanamente; tanto, que se les ve rejuvenecidos. El más exaltado, por ese carácter suyo que le empuja siempre a los extremos, es Judas de Keriot. Se autofelicita por haber sabido esperar y por haber actuado hábilmente; se autofelicita por su larga fe en el triunfo del Maestro, por haber plantado cara a las amenazas del Sanedrín… ■ Está tan excitado, que al final dice, en medio del estupor atónito de sus compañeros, algo que hasta ese momento ha mantenido oculto: “¡Querían comprarme, seducirme con lisonjas, y con amenazas, al ver que aquéllas no daban resultado! ¡Si supierais! Pero yo les he pagado con la misma moneda. He fingido estima por ellos, como ellos por mí; los he lisonjeado, como ellos me lisonjeaban; los he traicionado, como ellos querían traicionarme… Para esto me querían. Querían hacerme creer que probaban al Maestro con buena intención para poder proclamarle solemnemente el Santo de Dios. ¡Pero los conozco! Los conozco. Y, en todo lo que me decían que querían hacer, me movía hábilmente, de modo que la santidad de Jesús apareciese más radiante que el sol de mediodía en un cielo sin nubes… ¡Mi juego era peligroso! ¡Si lo hubieran comprendido! Pero estaba preparado a todo, aun a morir, con tal de ser útil a Dios en mi Maestro. Y de este modo me informaba de todo… ■ ¡Eh!, algunas veces me tomasteis por loco, por malo, por intratable. ¡Si supierais todo! Solo soy yo quien conoce las largas noches, los cuidados que tenía que tomar para que nadie cayese en la cuenta. Sospechabais de mí. Lo sé. Pero no os guardo rencor. Mi modo de obrar… sí… pudo dar sospechas. Pero el fin era bueno, y eso era lo único que me preocupaba. Jesús no sabe nada de esto. Esto es, creo que hasta sospecha de mí. Pero procuraré guardar silencio sin pedirle alabanzas. También vosotros guardáis silencio. ■ Un día, al principio de estar con Él, cuando estaba con Él —y también tú, Simón Zelote, y tú, Juan de Zebedeo, estabais conmigo— me reprendió porque me gloriaba de tener sentido práctico de las cosas. Desde entonces yo… no le he hecho notar esta cualidad, pero he seguido usándola, para bien suyo. He obrado como una madre con su hijo inexperto. La madre le quita todos los obstáculos del camino, le acerca la rama sin espinas y le alza la que puede herirle; o, con acciones juiciosas, le invita a hacer aquello que debe saber hacer, y a evitar lo que le puede causar daño, sin que el hijo caiga en cuenta. Es más, el hijo cree que ha conseguido por sí mismo caminar sin tropezar, recoger una bonita flor para su mamá, o hacer esa cosa o aquella otra. Yo he hecho lo mismo con el Maestro. ■ Porque la santidad no basta en un mundo de hombres y de diablos. Es necesario combatir con armas iguales, al menos, con armas de hombres… y, algunas veces… no viene mal meter entre las otras armas un poco de astucia del Infierno. Esta es mi idea. Pero Él no quiere escuchar estas ideas… Es demasiado bueno… ¡Bien! Yo comprendo todo, y comprendo a todos, y os perdono a todos vosotros los malos pensamientos que hayáis podido tener respecto a mí. Ahora ya sabéis. Ahora podremos amarnos como buenos compañeros. Y todo por amor a Él y para su gloria” y señala a Jesús, que pasea mucho más lejos, en una explanada llena de sol, conversando con Lázaro, que le escucha con una sonrisa de éxtasis en su faz.
* Jesús y Lázaro conversan.
.   ● Lázaro teme haber hablado en su agonía de lo que había sido el dolor de su vida. Pero Jesús le tranquiliza.- ■ Los apóstoles se alejan en dirección a la casa de Simón en Betania. Jesús, sin embargo, se acerca con su amigo. Los oigo. Dice Lázaro: “Es así. Había comprendido que había una finalidad grande, benigna, sin duda, en el hecho de dejarme morir. Pensaba que era porque quizás querías evitarme ver la persecución de que eres objeto. Y, Tú sabes que digo la verdad, estaba contento de morir para no verla. Me desespera. Me turba. Mira, Maestro. He perdonado muchas cosas a los jefes de nuestro pueblo. Tuve que perdonar hasta en los últimos días… Elquías… Pero la muerte y la resurrección han borrado lo que había antes de ellas. ¿Para qué recordar las últimas acciones de ellos para causarme dolor? ■ Todo he perdonado a María. Ella parece que no lo cree. No sé por qué, pero desde que resucité ha tomado una cierta actitud… no sabría explicarla. Hay una dulzura y sumisión, extrañas en ella… Ni siquiera en los primeros días que regresó, redimida por Ti, se comportaba de este modo… Bueno, quizás, Tú sabes, y me puedes decir al respecto… Quizás sabes que los que vinieron aquí le echaron en cara algo y con dureza. Yo, siempre, cuando la veía absorta en la idea de su pasado, trataba de disminuir el recuerdo de su error, para aliviar su sufrimiento. No puede encontrar la calma. ¡Y parece tan… por encima de cualquier tipo de abatimiento! A algunos les podrá parecer incluso poco arrepentida… pero yo la comprendo… Lo sé. Lo hace todo por expiar. Creo que hace grandes penitencias, y de toda clase. No me extrañaría que bajo sus vestidos llevase un cilicio, ni que su carne conociera las dentelladas de los azotes… Pero el amor fraterno que tengo yo y que quiere sostenerla interponiendo un velo entre el pasado y el presente, no lo tienen los demás. ¿Sabes acaso si alguien le dijo palabras duras, alguien que no sepa perdonar, a ella que tiene tanta necesidad de perdón?”. Jesús: “No lo sé, Lázaro. María no me ha hablado de ello. Solo me dijo que había sufrido mucho al oír ciertas insinuaciones de los fariseos de que Yo no soy el Mesías, porque no te curaba o no te resucitaba”. ■ Lázaro: “¿Y… de mí no dijo nada? Sabes… me sentía mal… y recuerdo que mi madre en sus últimas horas nos manifestó cosas que tanto a Marta como a mí nos habían pasado desapercibidas: fue como si el fondo de su alma y de su pasado flotasen a la superficie. Mi temor es… Mi corazón sufrió mucho por María… y ha hecho mucho esfuerzo para que no percibiera nunca lo que por ella he sufrido… Mi temor es el haberla herido ahora que es buena, mientras que, antes por amor de hermano y luego por amor a Ti, nunca la había herido en el tiempo infame, cuando ella era una vergüenza. ¿Qué te ha dicho de mí, Maestro?”. Jesús: “Me ha manifestado su dolor por haber tenido demasiado poco tiempo para mostrarte su cariño como hermana y condiscípula. Al perderte comprendió la pérdida del tesoro de afectos que en el pasado había pisoteado… y ahora se siente feliz de poderte dar todo el amor que quiere darte, para decirte que para ella eres un hermano santo, un hermano bueno”. Lázaro: “¡Ah, lo había intuido! Esto me da gozo. Pero temía haberla ofendido… Desde ayer pienso… pienso… ■ me esfuerzo en recordar… pero no lo logro”. Jesús: “¿Y para qué quieres recordar el pasado, Lázaro? Tienes ante tu vista el futuro. El pasado se quedó en la tumba. Es más, ni siquiera se quedó allí. Se ha quemado junto con las vendas con que estuviste atado. Pero si esto te tranquiliza, te diré las últimas palabras que tuviste para tus hermanas,  sobre todo para María. Dijiste que por María Yo había venido aquí y vengo, porque María sabe amar más que todos los demás. Es verdad. Le dijiste que ella te ha amado más que todos los que te han amado. Y también esto es verdad porque ella te ha amado al renovarse por amor a Dios y a ti. Le dijiste, y con toda razón, que toda una vida de placeres no te hubiera proporcionado la alegría que tienes ahora gracias a ella. Y las bendijiste como un patriarca bendice a sus seres amados. También bendijiste a Marta, a la que llamaste «tu paz»; y a María a quien  llamaste «tu alegría». ¿Estás contento ahora?”. Lázaro: “Sí, Maestro. Ahora estoy contento”. Jesús: “Pues entonces, dado que la paz da misericordia, perdona también a los jefes del pueblo que me persiguen; ya que dabas a entender que puedes perdonar todo, menos el mal que me hacen”. Lázaro: “Es así, Maestro”. Jesús: “No Lázaro. Yo los perdono. Tú debes perdonarlos si quieres ser semejante a Mí”. Lázaro: “¡Oh, semejante  a Ti no puedo! ¡Soy un hombre cualquiera!”.
.   ● El arrepentimiento, perfecto después del juicio de Dios, ha recreado el alma de Lázaro.- ■ Jesús: “El hombre se quedó allá abajo. ¡El hombre! Tu corazón… Tú sabes lo que sucede al hombre después de la muerte…”. Lázaro interrumpe con energía: “No, Señor, no recuerdo nada de lo que sucedió”. Jesús sonríe y le responde: “No me refería a tu saber personal, a tu experiencia propia. Me refería a lo que cualquier creyente sabe lo que le sucede cuando muere”. Lázaro: “¡Ah!, el juicio particular. Lo sé. Creo. El alma se presenta ante Dios y la juzga”. Jesús: “Es así. El juicio de Dios es justo e inmutable. Es de infinito valor. Si el alma juzgada es mortalmente culpable, es condenada eternamente. Si es levemente culpable se le envía al Purgatorio. Si es justa va a la paz del Limbo en espera de que Yo abra las puertas del Cielo. Así, pues, yo he llamado a tu espíritu habiendo sido ya juzgado él por Dios. Si hubieras sido un condenado no te habría podido llamar a la vida porque al hacerlo, habría anulado el juicio de mi Padre: para los condenados no hay cambio. Son sentenciados para siempre. No estabas, pues, en el número de los condenados. Por lo tanto: o estabas en la categoría de los bienaventurados o en la de los que lo serán después de la purificación. ■ Piensa bien, amigo mío. Si la voluntad sincera de arrepentimiento que puede tener el hombre, siendo todavía hombre, o sea, carne y alma, tiene un valor de purificación; si un rito simbólico de bautismo en las aguas, que el corazón aceptó por contrición, tiene para nosotros los hebreos fuerza purificadora de las fealdades contraídas en el mundo y por la carne ¿qué valor no tendrá el arrepentimiento, más real y perfecto, mucho más perfecto, de un alma ya liberada de la carne, que comprende lo que es Dios, iluminada acerca de la gravedad de sus errores, iluminada acerca de la inmensidad de la alegría que ha alejado de sí por horas, años o siglos: la alegría de la paz del Limbo, que poco después será la alegría de la posesión de Dios?; ¿qué será la purificación doble, triple del arrepentimiento perfecto, del amor perfecto, del baño en el ardor de las llamas encendidas por el amor de Dios y por el amor a los espíritus, en el cual y por el cual los espíritus se despojan de toda impureza y surgen bellos como serafines, con una corona que ni siquiera los serafines tienen: con la de su martirio terreno y ultraterreno contra los vicios y por el amor? ¿Qué será? Dilo, pues, amigo mío”. ■ Lázaro: “No sé… una perfección. Mejor… una re-creación”. Jesús: “Has dicho la palabra exacta. El alma queda como recreada. Se hace semejante a la de un niño. Es nueva. Desaparece todo el pasado, su pasado de hombre. Cuando desaparezca la Culpa Original, el alma, ya sin mancha o sombra de ella, será super-creada y digna del Paraíso: Yo llamé a tu alma que ya se había re-creado, porque amaba el Bien, por la expiación de los sufrimientos y de la muerte, y por tu perfecto arrepentimiento y perfecto amor alcanzados aun después de la muerte. ■ Tú tienes, pues, el alma completamente inocente, de un recién nacido. Si eres un niño recién nacido ¿por qué quieres poner sobre esta infancia espiritual los vestidos pesados del hombre adulto? Los niños tienen alas y no cadenas para su espíritu alegre. Los niños me imitan fácilmente, porque no han adquirido todavía ninguna personalidad. Se hacen como Yo soy, porque en su alma limpia de huellas se puede imprimir, sin confusión de rasgos, mi figura y mi doctrina. Tienen el alma libre de humanos recuerdos, resentimientos, prejuicios. No hay nada en ella. Y puedo Yo estar en ellas, perfecto, absoluto, como estoy en el Cielo. Tú, que te encuentras como un recién nacido, uno que ha nacido nuevamente, porque en tu vieja carne la capacidad motora es nueva, no tiene pasado, ni mancha, ni huellas de lo que fue;  tú, que has vuelto para servirme, solo para esto, debes, más que todos, ser como Yo soy. Mírame. Mírame bien. Mírate en Mí cual en un espejo. Dos espejos que se miran para reflejar mutuamente la presencia de lo que aman. Tú eres un adulto y un infante. Adulto por la edad, infante por la limpieza de corazón. Superas a los infantes porque conoces el Bien y el Mal, y porque supiste escoger el Bien aún antes del bautismo en las llamas del amor”.
.   ●  Misión de amor para Lázaro.-Jesús: “Pues bien, Yo te lo digo, a ti, que te has purificado: «Sé perfecto como lo es nuestro Padre celestial, y como lo soy Yo. Sé perfecto, esto es, sé semejante a Mí que te amé tanto, que he ido contra todas las leyes de la vida y de la muerte, del Cielo y de la Tierra (un milagro sin igual) para tener de nuevo en la Tierra a un siervo de Dios, a un verdadero amigo mío; y en el Cielo a un bienaventurado, a un gran bienaventurado». Esto lo digo a todos: «Sed perfectos». Y ellos, la mayoría, no tienen el corazón que tú tenías, digno del milagro, digno de ser tomado como instrumento para esta glorificación de Dios en su Hijo. Y ellos no tienen tu deuda de amor para con Dios… Puedo decírtelo, puedo exigírtelo a ti. Y en primer lugar lo exijo en una cosa: en no guardar rencor a quien te ha ofendido y me ofende. Perdona. Perdona, Lázaro. Fuiste sumergido en las llamas del amor. Debes ser «amor», para que no tengas otra cosa más que el abrazo de Dios”. ■ Lázaro: “Y si hago así ¿habré cumplido la misión para la que me resucitaste?”. Jesús: “La habrás realizado”. Lázaro: “Basta, Señor. No quiero preguntar ni saber más. Mi ideal es servirte. Si te he servido en lo poco que pude, cuando estuve enfermo o muerto, si logro servirte mucho ahora que estoy sano, mi sueño se habrá realizado y no pido más. ¡Sé bendito, Jesús y Maestro mío! Y que también lo sea Aquél que te envió”. Jesús: “Bendito sea siempre el Señor Dios Omnipotente”.
 Jesús y Magdalena conversan.
.   ●  Magdalena considera que debe caminar aún mucho para salir del fondo de su abyección, y pide ayuda a Jesús que le promete: “Te ayudaré, María. Aumentando tu amor incalculablemente. No hay otro camino para ti. No sabes sino amar. Es tu naturaleza”.- ■  Se dirigen a casa. Sale María que los ha visto… Lázaro es llamado por Maximino y dice a Jesús: “Voy a ver, Maestro. Habrán venido los mayordomos. Durante varios meses todos los negocios han estado parados. Ahora se apresuran a darme cuentas…”. Jesús: “Que apruebas de antemano porque eres un buen patrón”. Lázaro: “Y porque ellos son buenos siervos”. Jesús: “El buen patrón hace buenos subordinados”. Lázaro: “Entonces yo voy a ser un buen subordinado, porque te tengo a Ti como perfecto Patrón” y se va sonriendo, ágil, tan distinto del Lázaro de años anteriores.  ■ María se queda con Jesús, que le pregunta: “Y tú, María, ¿serás una buena sierva de tu Señor?”. Magdalena: “Tú lo puedes saber, Rabboni. Yo… yo sé que fui una gran pecadora”. Jesús sonriendo: “Mira a Lázaro. También él estuvo muy enfermo, y sin embargo, está ahora completamente sano”. Magdalena: “Así es, Rabboni. Tú le curaste. Lo que haces, lo haces siempre completamente. Nunca Lázaro había sido tan fuerte, ni había estado tan contento como desde que salió del sepulcro”. Jesús: “Tú has dicho, María. Lo que Yo hago es siempre completo. Por esto, también tu redención es completa, porque Yo la he realizado”. Magdalena: “Es verdad, Salvador mío, Redentor, Rey, Dios. Es verdad. Y si quieres también yo seré una buena sierva de mi Señor. Por mi parte, lo quiero. No sé si Tú quieres”. Jesús: “Lo quiero, María. Una buena sierva mía. Hoy más que ayer. Mañana más que hoy. Hasta que te diga: «Basta, María. Es la hora de que descanses»”. ■ Magdalena: “De acuerdo, Señor. Quisiera que Tú me llamases en ese día como llamaste a mi hermano del sepulcro. ¡Oh, llámame fuera de la vida!”. Jesús: “No fuera de la vida, no. Te llamaré a la Vida, a la verdadera Vida. Te llamaré a que salgas fuera del sepulcro que es la carne y la Tierra. Te llamaré a las nupcias de tu alma con el Señor”. Magdalena: “Mis nupcias. Tú amas las almas vírgenes, Señor…”. Jesús: “Amo a quienes me aman, María”. Magdalena: “Eres divinamente bueno, Rabboni. Por esto me moría de dolor cuando oía que te llamaban malo, porque no venías. Era algo así como si todo se me viniera encima. Cuánto me costaba decirme a mí misma: «¡No, no! No debes aceptar esta evidencia. Esto que te parece evidencia es un sueño. La realidad es el poder, la bondad, la divinidad de tu Señor». ¡Ah, cuánto me hicieron sufrir la muerte de Lázaro y sus palabras! ¿Te ha dicho alguna cosa? ¿No se acuerda? Dime la verdad…”. Jesús: “Nunca miento, María. Lázaro teme haber hablado y haber manifestado lo que había sido el dolor de su vida. Pero Yo, sin mentir, le he tranquilizado, y ahora está tranquilo”. ■ Magdalena: “Gracias, Señor. Esas palabras suyas… me hicieron bien. Así como un médico que ataca el mal en su raíz y lo quema. Esas palabras terminaron por destruir a la «vieja» María. Me consideraba todavía muy grande. Ahora… mido el fondo de mi abyección y sé que debo caminar mucho para salir de él. Lo haré, si me ayudas”. Jesús: “Te ayudaré, María. Aun después de ido, te ayudaré”. Magdalena: “¿Cómo, Señor mío?”. Jesús: “Aumentando tu amor incalculablemente. Para ti el amor es el único camino”. Magdalena: “¡Demasiado dulce para lo que tengo que expiar! Todos se salvan con el amor. Todos conquistan el Cielo. Pero lo que es suficiente para los puros, para los justos, no es para las grandes pecadoras”. Jesús: “No hay otro camino para ti, María. Cualquiera que sea la ruta que tomares, siempre será el amor: amor si haces bien en mi Nombre; amor si evangelizas; amor si te aíslas de todos; amor si te martirizas; amor si te hacen mártir. No sabes sino amar, María. ■ Es tu naturaleza. Las llamas no hacen otra cosa que arder, bien sea que se arrastren por el suelo quemando la paja, bien sea que suban como un abrazo de resplandores en torno a un tronco, a una casa o a un altar, para lanzarse al Cielo. Cada uno tiene su propia naturaleza. La sabiduría de los maestros de espíritu consiste en saber aprovechar las tendencias del individuo orientándolas hacia el camino por el que puedan resolverse en bien. Igual ley existe en los animales y plantas, y sería necio el pretender que un árbol frutal diese solo flores, o que produjese frutos diversos de su naturaleza; o que un animal realizase funciones que no son de su especie. ¿Podrías exigir que esa abeja que no sabe más que hacer miel, fuese un pájaro que cantara entre las ramas? ¿O que esta rama de almendro, que lo corté de aquél árbol, produjese resinas aromáticas en lugar de estas florecillas? La abeja trabaja, el pajarillo canta, el almendro da frutos, la planta resinosa da aromas. Todos son para el oficio a que se les ha destinado. De igual modo las almas. Tu oficio es amar”.
.   ●  Magdalena pide a Jesús, como un favor, que la encienda, aunque el amar a Dios «con todas las fuerzas» sea ya un martirio. No importa. Ella pide que le dé un amor ilimitado para amarle como debe ser, para amarle como a nadie ha amado. Jesús le dice: “Me pides un sufrimiento semejante a una hoguera que quemara sin acabarse. Ella quema y consume poco a poco… Piénsalo”.-Magdalena: “Entonces enciéndeme, Señor. Te lo pido como un favor…”.  Jesús:  “¿No te basta la fuerza de amor que tienes?”. Magdalena: “Es muy poca, Señor. Podría emplearla en amar a los hombres, pero no a Ti que eres el Señor infinito”. Jesús: “Y porque lo soy, sería necesario un amor sin límites…”. Magdalena: “Así es, Señor mío. Esto es lo que quiero, que pongas dentro de mí un amor sin límites”. Jesús: “María, el Altísimo, que sabe lo que es el amor, dijo al hombre: «Me amarás con todas las fuerzas». No quiere más, porque sabe que amar con todas las fuerzas es ya un martirio”. Magdalena: “No importa, Señor mío. Dame un amor ilimitado para amarte como debe ser, para amarte como a nadie he amado”. Jesús: “Me pides un sufrimiento semejante a una hoguera que quemara sin acabarse. Ella quema y consume poco a poco… Piénsalo”. Magdalena: “Hace mucho tiempo que lo pienso, Señor mío. Pero no me atrevía a pedírtelo. Ahora sé cuánto me amas. Ahora comprendo en qué forma me amas, y me atrevo a pedírtelo. ■ Dame este amor sin límites, Señor”. Jesús la mira. Ella está delante de Él, todavía enflaquecida por las noches sin dormir y por el dolor. Viste sencillamente y peina sin adornos, como una niña, con la cara pálida que enrojece por el ansia de lo que quiere alcanzar, con los ojos suplicantes, que arden de amor: ya más serafín que mujer: es, verdaderamente, la contempladora que pide el martirio de la contemplación absoluta. Jesús, después de haberla mirado, como para medir su voluntad, dice: “Sí”. Magdalena exclama: “¡Ah, Señor mío, qué honra es morir por Ti!” y cae de rodillas, besándole los pies. Jesús: “Levántate, María. Ten estas flores. Son las de tus nupcias espirituales. Sé dulce como lo es el fruto de este almendro, pura como su flor, luminosa como el aceite que de este fruto se extrae, cuando se le enciende, perfumada como ese aceite, cuando, lleno de esencias, es esparcido en todos los banquetes o sobre las cabezas de reyes, perfumando con tus virtudes. Entonces habrás esparcido sobre tu Señor el bálsamo que Él apreciará infinitamente”. María recoge las flores, pero no se levanta, sino que anticipa su bálsamo de amor regando de lágrimas y besos los pies de su Maestro.
*  José de Arimatea le da conocer el decreto del Sanedrín y Jesús decide refugiarse en Efraín. ■ Llega Lázaro: “Maestro, hay un niño que te busca. Fue a casa de Simón a buscarte, y ha encontrado allí solo a Juan, que le ha mandado hacia acá. No quiere hablar sino contigo”. Jesús: “Bien. Tráele aquí. Estaré bajo el emparrado de los jazmines”. María entra en la casa con Lázaro. Jesús va al emparrado. Regresa Lázaro que trae de la mano al niño que vi en casa de José de Séforis. Jesús le reconoce al punto y le saluda. “¿Tú, Marcial? La paz sea contigo. ¿A qué has venido?”. Marcial: “Me han mandado a decirte una cosa…” y mira a Lázaro que comprende y que hace como para irse. Jesús: “Quédate, Lázaro. Éste es Lázaro, mi amigo. Puedes hablar delante de él, porque no tengo otro amigo más fiel”. El niño cobra confianza. Dice: “Me mandó José el Anciano, porque ahora vivo con él, a decirte que vayas cuanto antes, a Betfagé, cerca de la casa de Cleonte. Tiene algo que decirte. Pero ve pronto. Dijo que fueras solo, porque tiene que decirte algo en secreto”. Lázaro, sobresaltado, pregunta: “Maestro, ¿qué pasa?”. Jesús: “No sé, Lázaro. No hay más que ir. Ven conmigo”. Lázaro: “Con mucho gusto, Señor. Podemos irnos con el niño”. Marcial: “No, Señor. Me voy solo. Me lo ordenó José. Me dijo: «Si lo haces tú solo y bien, te querré como un padre» y yo deseo que José me quiera como a un hijo. Me voy inmediatamente a la carrera. Tú puedes venir detrás”. Jesús: “La paz sea contigo, Marcial”. El niño desaparece como una golondrina. “Vamos, Lázaro. Tráeme el manto. Voy a adelantarme, porque ves, el niño no puede abrir el cancel y no quiere llamar a nadie”. Jesús va rápido al cancel; Lázaro, rápido, a la casa. Jesús abre los cerrojos al niño que se marcha raudo; Lázaro trae el manto a Jesús y, al lado de Jesús, va por el camino que lleva a Betfagé. ■ Lázaro: “¿Qué es lo que querrá José, para enviar con tanto secreto a un niño?”. Jesús responde: “Un niño no llama la atención de nadie”. Lázaro: “¿Crees… que…?  ¿Sospechas… que…? ¿Crees que estás en peligro, Señor?”. Jesús: “Estoy cierto de ello”. Lázaro: “¡Cómo! ¿Ahora? Una prueba mayor no hubieras podido haber dado…”. Jesús: “El odio crece azuzado por las realidades”. Lázaro afirma lleno de dolor: “¡Oh, entonces soy yo la causa! Te he hecho daño… Un dolor mío sin igual”. Jesús: “No por causa tuya. No te aflijas sin motivo. Has sido el medio, pero la causa ha sido la necesidad, comprende esto, la necesidad de dar al mundo la prueba de mi naturaleza divina. Si no hubieras sido tú, otro habría sido, porque Yo debía demostrar al mundo que, como Dios que soy, puedo todo lo que quiero. Volver a la vida a uno ya muerto días antes y ya descompuesto, no puede ser obra más que de Dios”. Lázaro: “¡Ah, lo que quieres es consolarme! Para mí la alegría, toda mi alegría… ha desaparecido… Sufro, ¡Señor!”. Jesús hace un gesto como para decir: “¡Bueno!” y ambos se callan. Caminan a buen paso. ■ La distancia entre Betania y Betfagé es corta, y pronto llegan. José pasea arriba y abajo por el camino que está al principio del pueblo. Está vuelto de espaldas cuando Jesús y Lázaro salen por una callejuela ocultada por un seto. Lázaro le llama. “¡Oh, la paz sea con vosotros! Ven, Maestro. Te estuve esperando aquí para verte inmediatamente. Pero vayamos al olivar. No quiero que nos vean…”. Los lleva detrás de las casas que hay en un espeso olivar. José de Arimatea: “Maestro, mandé al niño que es espabilado y obediente, y me quiere mucho. Porque tengo que hablarte. No quería que alguien me viera. Atravesé el Cedrón para venir aquí… Maestro, debes irte de aquí inmediatamente. El Sanedrín ha decretado tu captura y el bando se leerá mañana en las sinagogas. Cualquiera que sepa dónde estás, tiene la obligación de avisarlo. No es necesario que te diga, Lázaro, que tu casa será la primera que estará bajo vigilancia. Salí del Templo a eso de la hora sexta. Me he puesto inmediatamente a la obra, porque mientras hablaban, yo ya había hecho mi plan. Fui a casa. Tomé al niño. Salí a caballo por la puerta de Herodes, como si fuera a dejar la ciudad. Atravesé luego el Cedrón y lo seguí. Dejé mi caballo en Getsemaní. Mandé corriendo al niño, que conocía el camino porque había ido conmigo a Betania. ■ Márchate lo más pronto posible, Maestro. A un lugar seguro. ¿Conoces algún lugar? ¿Sabes a dónde ir?”. Lázaro: “¿Pero no basta con que se aleje de acá? Digamos ¿de Judea?”. José de Arimatea: “No basta, Lázaro. Están que se mueren de rabia. Tiene que irse a donde ellos no van…”. Lázaro replica intranquilo: “Por todas partes van. No vas a querer que el Maestro abandone Palestina…”. José de Arimatea: “Bueno ¿qué quieres que te diga? El Sanedrín lo quiere”. Lázaro: “Por mi causa ¿no es verdad? Dilo”. José de Arimatea: “Bu… Bueno… Por tu causa… esto es, porque todos se convierten a Él y a ellos… no les gusta”. Lázaro: “¡Es un crimen! ¡Un sacrilegio! Es…”. Jesús, pálido, pero tranquilo, levanta su mano para poner silencio: “Cállate, Lázaro. Cada uno tiene su oficio. Todo está escrito. Te lo agradezco, José. Te aseguro que me voy. Vete, vete, José. Que no vayan a notar tu ausencia… Que Dios te bendiga. Te haré saber por medio de Lázaro dónde estoy. Vete. Te bendigo a ti, a Nicodemo y a todos los de buen corazón”. Le besa y se separan. ■ Jesús vuelve con Lázaro, por el olivar, hacia Betania, mientras José se dirige a la ciudad. Lázaro, angustiado, le pregunta: “¿Qué vas a hacer, Maestro?”. Jesús: “No lo sé. Dentro de pocos días llegan las discípulas con mi Madre. Tenía que esperarlas…”. Lázaro: “Respecto a esto… yo las recibiría en tu nombre y te las llevaría. ¿Pero Tú, mientras, a dónde vas? A casa de Salomón no me convence… Tampoco a alguna casa de discípulos conocidos. ¡Mañana!… ¡Tienes que partir inmediatamente!”. Jesús: “Puedo encontrar un lugar. Pero quisiera esperar a mi Madre. Su angustia empezaría demasiado pronto si no me encontrase”. Lázaro: “¿A dónde irías, Maestro?”. Jesús: “A Efraín”. Lázaro:  “¿Samaria?”. Jesús: “Samaria. Los samaritanos son menos samaritanos que otros muchos, y me aman. Efraín es tierra de frontera…”. Lázaro: “¡Oh! y para mostrar su desprecio a los judíos, te honrarán y defenderán. Pero… ¡espera! Tu Madre no puede venir sino por el camino de Samaria o el del Jordán. Yo y Maximino tomaremos uno u otro camino con los demás criados. Y uno u otro se encontrarán con Ella. No volveremos si no es con ellas. Bien sabes que nadie de la casa de Lázaro te puede traicionar. Entre tanto ve a Efraín. Y pronto. ¡Ah, estaba escrito que no pudiera alegrarme de estar contigo! Pero iré. Por los montes de Adomín. Estoy sano ahora. Puedo hacer lo que quiera. ¡Es más! Haré creer que por el camino de Samaria me dirijo a Tolemaida para embarcarme hacia Antioquía… Todos saben que allí tengo tierras… Las hermanas se quedarán en Betania… Tú… Sí… Voy a preparar ahora dos carros, que os llevarán a Jericó. Mañana al amanecer seguiréis el camino a pie. ¡Oh, Maestro, Maestro mío! ¡Sálvate! ¡Sálvate!”. Después de la excitación de los primeros instantes, Lázaro cae en la tristeza y llora. ■ Jesús suspira, pero no dice nada. ¿Qué puede decir?… Han llegado a la casa de Simón. Se separan. Jesús entra en la casa. Los apóstoles sorprendidos ya de que el Maestro se había ido sin decir nada, le rodean. Ordena: “Tomad vuestros vestidos. Preparad las alforjas. Partimos inmediatamente. Hacedlo aprisa y uníos a Mí en casa de Lázaro”. Tomás pregunta: “¿También los vestidos mojados? ¿No podemos tomarlos al regreso?”. Jesús: “No regresaremos. Tomad todo”. Los apóstoles se marchan hablándose unos a otros con las miradas. Jesús va a tomar sus cosas que tiene en la casa de Lázaro y se despide de las consternadas hermanas… Los carros están pronto preparados. Carros grandes, cubiertos, tirados por robustos caballos. Jesús se despide de Lázaro, de Maximiliano, de los siervos que han acudido. Suben a los carros, que están aguardando por una puerta de atrás. Los conductores levantan los látigos. Y empieza el viaje por el mismo camino que recorrió Jesús solo hace unos cuantos días. (Escrito el 30 de Diciembre de 1946).
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8-551-413 (10-12-86).- Camino de Efraín (1). Apóstoles, informados del decreto del Sanedrín.
“Desde ahora soy un Hombre perseguido según la ley… y odiado, y el que me ama y me sigue es perseguido y odiado como Yo…”.- ■ Los apóstoles se miran unos a otros. Quizás empiezan a entender que no van hacia Galilea por el camino del valle del Jordán, sino que van hacia Samaria. Pero todavía no hablan. Jesús, llegado a los primeros bosques de las colinas, dice: “Vamos a pararnos y a descansar comiendo. El sol señala la mitad del día”. Están a la orilla de un pequeño arroyo que trae poca agua, porque hace tiempo que no llueve, que es limpia y corre entre la arena salpicada con piedrecillas. En su ribera hay piedras suficientemente grandes para servir de mesa y de silla. Se sientan después de que Jesús ha bendecido y ofrecido la comida. Comen silenciosos, pensativos. ■ Jesús los saca de sus pensamientos: “¿No me preguntáis a dónde vamos? La preocupación por el mañana os ha hecho mudos, ¿o no soy más vuestro Maestro?”. Lo doce levantan la cabeza. Son doce caras afligidas o por lo menos desconcertadas que se vuelven hacia el rostro tranquilo de Jesús, y un ¡oh! unánime sale de sus bocas. Y a la exclamación de todos sigue la respuesta de Pedro, que en nombre de todos habla: “Maestro, Tú sabes que para nosotros sigues siéndolo. Sin embargo desde ayer estamos como quienes han recibido un fuerte golpe en la cabeza. Todo nos parece un sueño. Y Tú… Vemos y sabemos que eres Tú, pero nos pareces… ya como si estuvieras lejos de nosotros. Nos ha quedado un poco de esta sensación desde que hablaste con tu Padre antes de llamar a Lázaro, y desde que le sacaste de allí, atado, valiéndote solo de tu voluntad, y le diste vida solo con la fuerza de tu poder. Casi nos das miedo. Lo digo por mí… pero creo que lo mismo sucede a todos. Y además ahora… Nosotros… Marcharnos así… tan imprevista y misteriosamente”. ■ Jesús: “¿Tenéis doble miedo? ¿Sentís más amenazador el peligro? ¿Pensáis, creéis no tener fuerza suficiente para enfrentaros y superar la última prueba? Decidlo francamente. Todavía estamos en la Judea. Estamos todavía cerca de los caminos que llevan a Galilea. El que quiera puede marcharse, y marcharse a tiempo de no ganarse el odio del Sanedrín…”. Los apóstoles al oír estas palabras se turban. El que estaba casi echado sobre la hierba, se endereza y el que estaba sentado se pone de pie. Jesús continúa: “Porque desde ahora soy un Hombre perseguido según la ley. Tenedlo en cuenta. A esta hora va a leerse en las cincuenta y más sinagogas de Jerusalén y en las de las ciudades que han recibido el bando, que se dio ayer a la hora de sexta, que soy el gran pecador, y que cualquiera que supiere dónde esté, tiene la obligación de denunciarme al Sanedrín para que éste me capture…”. Los apóstoles gritan, como si ya le vieran preso. Juan se le echa al cuello, gimiendo fuertemente: “¡Ah, siempre lo he presagiado!”. Algunos maldicen al Sanedrín, otros invocan la justicia divina; otros lloran, otros se quedan fríos como estatuas. ■ Jesús: “Callaos. Escuchad. Nunca os he engañado. Siempre os he dicho la verdad. Cuando he podido, os he defendido y protegido. He amado vuestra compañía como si fuerais mis hijos. No os he escondido ni siquiera mi última hora… mis peligros… mi pasión. Se trataba de cosas mías, exclusivamente mías. Ahora tenéis que pensar en vuestra seguridad y en la de vuestras familias. Os ruego que lo hagáis. Con la libertad absoluta. No lo consideréis a través del amor que me tenéis, a través de la elección que Yo he hecho de vosotros. Imaginaos —puesto que yo os dejo libres de cualquier obligación respecto a Dios y a su Mesías— que nos hemos encontrado aquí, ahora, por primera vez, y que vosotros, después de haberme escuchado, os sopesáis respecto a si os conviene o no seguir al Desconocido cuyas palabras os han conmovido. Imaginaos que es la primera vez que me oís que me veis y que os digo: «Tened en cuenta que soy perseguido y odiado, y que el que me ama y me sigue es perseguido y odiado como Yo en su propia persona, en los intereses, en los afectos. Tened en cuenta que la persecución puede llevar a la muerte y confiscación de los bienes familiares». Pensadlo bien y decidid. Os seguiré siempre amando aunque me digáis: «Maestro, no puedo más seguirte». ¿Os entristecéis? No debéis hacerlo. Seamos buenos amigos que deciden pacífica y amorosamente lo que debe hacerse, que mutuamente se comprenden. No puedo permitir que salgáis al encuentro del porvenir sin haceros reflexionar sobre él. No os menosprecio. Os amo a todos. Yo soy el Maestro. Y es claro que debo conocer a mis discípulos. Soy el Pastor y el pastor tiene que conocer a sus corderos. Sé que mis discípulos, puestos a la prueba sin haber sido preparados suficientemente —no solo en la sabiduría que viene del Maestro, y que, por tanto, es buena y perfecta, sino también en la reflexión que debe venir de ellos—, podrían fracasar, o al menos, no triunfar como atletas en el estadio. ■ Sopesarse y sopesar es siempre una sabia medida. En las cosas pequeñas y en las grandes. Yo, Pastor, debo decir a mis corderos: «Ved que ahora me adentro en una región de lobos y de carniceros. ¿Tenéis fuerzas para caminar entre ellos?». Podría aún deciros quién no va a tener fuerzas para resistir la prueba, aun cuando os pueda asegurar una y otra vez que ninguno de vosotros caerá en las manos de los verdugos que sacrificarán al Cordero de Dios. Se contentarán con haberme capturado… repito: «Reflexionad». Una vez os dije: «No temáis a los que maten». Os dije: «El que pone mano en el arado y vuelve atrás para considerar lo pasado, y lo que puede perder o ganar, no es apto para mi misión». Pero se trataba de normas para daros la medida de lo que significaba ser discípulos míos; eran normas para el futuro que vendrá cuando Yo ya no sea el Maestro, sino que lo serán mis fieles; esas normas eran para daros un corazón fuerte. Pero incluso esta fortaleza, que creo tenéis —me refiero a vuestro espíritu— es demasiado poca respecto a la magnitud de la prueba. No penséis en vuestros corazones: «¡El Maestro se escandaliza de nosotros!». No, no me escandalizo. Es más, os digo que tampoco vosotros debéis, ni deberéis escandalizaros de vuestra debilidad”.
.   ● Habrá épocas en que los pastores ídolos y los fieles ídolos sean más numerosos que los verdaderos… Épocas de eclipse del espíritu de fe en el mundo. Pero el eclipse no es la  muerte de un astro”. ■ En los siglos que vendrán, entre los miembros de mi Iglesia, tanto corderos como pastores, habrá personas que estarán por debajo de la grandeza de su misión. Habrá épocas en que los pastores ídolos y que los fieles ídolos (2) sean más numerosos que los verdaderos pastores y que los fieles verdaderos: épocas de eclipse del espíritu de fe en el mundo. Pero el eclipse no es la muerte de un astro. Es tan solo un oscurecimiento momentáneo, más o menos parcial, del astro. Después, su belleza vuelve a aparecer más luminosa. Lo mismo sucederá con mi Redil. Os digo que reflexionéis. Os lo digo como Maestro, como Pastor y Amigo. Os dejo plena libertad de discutir entre vosotros. Voy a ir allá, entre aquel matorral, a orar. Uno por uno vendrá a decirme lo que piense. Cualquiera que sea vuestra decisión la bendeciré. Os amaré teniendo en cuenta el amor que me habéis dado”. Se levanta y se va.
* Los apóstoles, unánimes, firmes en el seguimiento al Maestro.- ■ Los apóstoles están asustados, perplejos, impresionados. Al principio nadie se atreve a hablar. Pedro es el primero en tomar la palabra: “¡Que me trague el infierno si le abandono! ¡Estoy seguro de mí! ¡Ni aunque me viniesen a atacar todos los demonios que hay en la Gehena, con Leviatán al frente, no me separaría de Él por miedo!”. Felipe dice: “Tampoco yo. ¿Voy a ser inferior a mis hijas?”. Iscariote afirma desvergonzadamente: “Yo estoy seguro que no le harán nada. El Sanedrín amenaza, pero lo hace para hacernos ver de que todavía vive. Es el primero en saber que nada vale, si Roma no quiere. ¡Sus amenazas! ¡Es Roma la que condena!”. Andrés hace notar: “Pero en cosas religiosas el Sanedrín es el Sanedrín”. Pedro con tono amenazador, sintiendo en sus venas sangre belicosa, advierte: “¿Acaso tienes miedo, hermano? Ten en cuenta que en nuestra familia jamás ha habido gente vil”. Andrés: “No tengo miedo, y espero poder demostrarlo. Tan solo estoy diciendo a Judas lo que pienso”. ■ Iscariote: “Tienes razón. El error del Sanedrín está en querer emplear el arma política para no querer decir, y no querer oír que le digan, que ellos han levantado su mano contra el Mesías. Estoy seguro de ello. Les gustaría hacerle caer al Mesías en pecado, y hasta lo han intentado, para que la muchedumbre le despreciara. ¡Pero matarle! ¿Ellos? ¡No! ¡Tienen miedo! Un miedo que no tiene comparación, porque es miedo que llevan dentro. Saben bien, saben bien, que Él es el Mesías. Y tanto lo saben que sienten que para ellos ha llegado el fin, porque vienen los tiempos nuevos. Quieren destruirle. ¿Destruirle ellos? No. Por esto buscan una razón política para que sea el Procónsul, para que sea Roma, quien acabe con Él. Pero el Mesías no hace sombra a Roma, y Roma no le hará ningún mal, y el Sanedrín aúlla en vano”. Pedro: “¿Entonces tú te quedas con Él?”. Iscariote: “Claro. ¡Más que todos!”. Zelote: “Yo no tengo nada que perder o ganar, sea que me quede o me vaya. Tan solo tengo la obligación de amarle y lo haré”. Natanael proclama: “Yo le reconozco como al Mesías y por esto le sigo”. Santiago de Zebedeo afirma: “También yo. Le he creído desde el momento que Juan el Bautista me lo señaló”. Tadeo dice: “Nosotros somos sus hermanos. A la fe hemos juntado el amor de la sangre. ¿No es verdad, Santiago?”. Santiago de Alfeo responde: “Desde hace años Jesús es mi sol. Sigo su trayectoria. Si cae en el abismo abierto por sus enemigos, le seguiré”. Mateo dice: “¿Y yo? ¿Puedo olvidar que me redimió?”. Tomás exclama: “Mi padre me maldeciría siete veces si le abandonase. Por otra parte tan solo por el amor a María yo no me separaría jamás de Jesús”. ■ Juan no habla. Está con la cabeza inclinada, abatido. Los otros toman esta actitud por debilidad y le preguntan: “¿Y tú? ¿Eres el único en quererte ir?”. Juan levanta la cara, una cara llena de pureza incluso en sus gestos como en miradas, y, clavando sus ojos azules a los que le preguntan, responde: “Yo estaba rogando por todos nosotros. Porque nosotros queremos hacer y decidir, por nuestras propias fuerzas, y no caemos en la cuenta de que, haciéndolo así, dudamos de las palabras del Maestro. Si Él asegura que no estamos preparados, estará en lo cierto. Si no lo hemos logrado en tres años, ¿vamos a lograrlo en pocos meses?…”. Le atacan regañándole: “¿Qué estás diciendo? ¿En pocos meses? ¿Qué sabes tú? ¿Eres profeta?”. Juan: “No soy nada”. Iscariote grita con rabia: “¿Y entonces? ¿Qué sabes tú? ¿Te lo dijo acaso? Tú no ignoras sus secretos…”. Juan: “No me odies, amigo, si comprendo que la tranquilidad se está acabando. ¿Cuándo será? No lo sé. Pero sí llegará el fin. Él lo dice. ¡Cuántas veces lo ha dicho! No queremos creer. El odio de los otros es señal de que sus palabras son verdaderas… Y por eso, prefiero orar, porque no hay otra cosa que hacer. Pedir a Dios que nos haga fuertes. ¿No te acuerdas, Judas, de que un día nos dijo que Él había orado a su Padre para que tuviese fuerzas en las tentaciones? La fuerza viene de Dios. Yo imito a mi Maestro, como debe hacerse…”. Pedro le interpela: “En una palabra, ¿te quedas?”. Juan: “¿Y a dónde quieres que vaya si no me quedo con Él, que es mi vida, mi todo? Como soy un pobre jovencillo, el más necesitado de todos, todo lo pido a Dios, Padre de Jesús y nuestro”. ■ Pedro: “Ya está dicho. Nos quedamos todos. Vamos donde está. Ha de estar triste. Nuestra fidelidad le pondrá alegre”. Jesús está orando de rodillas, con el rostro inclinado a la hierba. Ha de estar orando a su Padre. Se yergue al oír el ruido de las pisadas y mira a los doce. Los mira serio pero no triste. Pedro dice: “Alégrate, Maestro. Ninguno de nosotros te abandona”. Jesús: “Muy pronto tomasteis vuestra decisión y…”. Pedro reitera: “Las horas y los siglos no cambiarán nuestra decisión”. Iscariote añade: “Ni las amenazas nuestro amor”. Jesús deja de mirarlos en grupo, para fijar su mirada en cada uno de ellos. Su mirada es larga, profunda, mirada que los doce sostienen sin miedo. ■ Su mirada se detiene especialmente en Iscariote, que le mira con más seguridad que todos los otros. Abre sus brazos con un acto de resignación y dice: “Vámonos. Vosotros, vosotros todos, habéis sellado vuestro destino”. Vuelve a su lugar, toma su alforja, da la orden: “Tomamos el camino que lleva a Efraín, el que nos han indicado”. Exclaman: “¿A Samaria?”. La sorpresa no tiene límites. Jesús: “A Samaria. Al menos, a la zona limítrofe de ella. Juan también fue a esos lugares para vivir predicando al Mesías, hasta que llegase su hora”. Santiago de Zebedeo objeta: “¡Sin embargo no se salvó!”. Jesús: “No busco salvarme, sino salvar, y salvaré en la hora señalada. El Pastor perseguido va a donde están las ovejas más infelices, para que ellas, las abandonadas, tengan su parte de sabiduría que las prepare para el tiempo nuevo”. ■ Con paso rápido se pone en camino, con la esperanza de llegar antes de que la noche les impida caminar, ahora que han descansado y observado el sábado. Cuando llegan al arroyuelo que viene de Efraín hacia el Jordán, Jesús llama a Pedro y a Natanael y les da una bolsa diciendo: “Adelantaos. Buscad a María de Jacob. Recuerdo que Malaquías me dijo que era la más pobre del lugar, pese a que tenga una casa grande, ahora que en ella no viven ni hijos ni hijas. Nos hospedaremos en su casa. Dadle buen dinero, para que nos dé en seguida alojamiento sin tener que tratar con mil. La casa sabéis cuál es. La grande, que está a la sombra de los cuatro granados, casi en el puente del arroyo”. Pedro: “La conocemos, Maestro. Haremos como ordenas”. Rápidos se van. Jesús los sigue lentamente con los demás. (Escrito el 2 de Enero de 1947).
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1  Nota  : Cfr. Ju. 11,54.   2  Nota  : Cfr. Is. 40, 9-11; Ez. 34; Zac. 11,4-17.
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(<Están ya en la casa de María de Jacob. El exilio ha comenzado>)
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8-552-421 (10-13-93).- El primer día en Efraín. Iscariote pide irse y Pedro quedarse con Jesús.- Recibimiento por el sinagogo Malaquías y por el pueblo de Efraín.
* “La palabra de Dios y sus dones, si caen en corazones en que domina la soberbia, se convierten en ruina”.- ■ Jesús dice a sus apóstoles: “Escuchad antes de que haya extraños. Os voy a dividir en dos grupos de cinco. Iréis, ba­jo la guía del que esté a la cabeza de cada grupo, por las tierras cer­canas, como en los primeros tiempos en que os enviaba. Recordad to­do lo que dije entonces y ponedlo en práctica. La única salvedad es que ahora pasaréis anunciando como próximo el día del Señor, a los samaritanos también, para que estén preparados cuando ese día llegue y sea más fácil para vosotros el convertirlos al único Dios. Id lle­nos de caridad y prudencia, sin prevenciones. Ya veis —y más que veréis— que lo que se nos niega en otros lugares aquí se nos conce­de. Por tanto, sed buenos con estos que expían, inocentes, las culpas de sus antepasados. Pedro guiará el grupo de Judas de Alfeo, Tomás, Felipe y Mateo; Santiago de Alfeo, el de Andrés, Bartolomé, Simón Zelote y Santiago de Zebedeo. Judas de Keriot y Juan sé quedan conmigo. Esto a partir de mañana. Hoy vamos a descansar haciendo los preparativos para los próximos días. El sábado lo pasaremos juntos. Haced, pues, las cosas de forma que estéis aquí antes del sábado, pa­ra volver a salir una vez transcurrido éste, que será el día del amor entre nosotros después de haber amado al prójimo en el rebaño que salió del redil paterno. Ahora cada uno a su tarea”. Jesús se queda solo y se retira a una habitación que está al final del pasillo. Rumor de pasos y voces llena la casa, aunque todos están en las habitaciones y no se vea a ninguno, aparte de la ancianita, que una y otra vez cruza el pasillo ocupándose de sus tareas, de las cuales uno, sin duda, es el pan, porque tiene harina en el pelo, y las manos cubiertas de masa. ■ Jesús sale un poco después y sube a la terraza de la casa. Pasea arriba meditando y mira de vez en cuando a lo que le rodea. Se le acercan Pedro y Judas de Keriot; no muy alegres precisamente. Quizás a Pedro le apena separarse de Jesús. Quizás a Iscariote le apena el no poder hacerlo y no poder ir a llamar la atención por las ciudades. Lo cierto es que no traen cara alegre cuando suben a la terraza. “Venid aquí. Mirad qué bello panorama”. ■ Y señala el horizonte variopinto. Al noroeste grandes montes, llenos de vegetación, que se alargan como espina dorsal de norte a sur (uno, detrás de Efraín, es verdaderamente un gigante verde que sobresale sobre todos los otros). Al nordeste y al sureste se ven colinas más pequeñas. El pueblo está situado en una cuenca verde con horizontes lejanos —poco ondulados, entre las dos cadenas: la más alta y la más baja— que  desde el centro de la región descienden hacia la llanura Jordánica. A través de un corte entre los montes más bajos, se ve esa llanura verde en cuyo extremo está el Jordán azul. En plena primavera este lugar debe ser bellísimo, verde y fértil. Por ahora los viñedos y campos interrumpen, con su color oscuro, el verde de los campos sembrados de trigo y de los pastos nutridos con este suelo feraz. Si Juan llama desierto a eso que está tras Efraín, señal es de que más acogedor era el desierto de Judea, al menos en esta parte —o hay que decir al menos que era desierto solo por carecer de lugares habitados— llena de bosques y pastizales entre alegres arroyuelos, muy diverso de las regiones cercanas al Mar Muerto, que con preciso nombre ya pueden ser llamadas «desierto» porque son áridas, sin vegetación, fuera de unos cuantos matorrales espinosos, retorcidos, nacidos entre los pedruscos que hay aquí y allí, y en arenas cubiertas de sal. Pero este acogedor desierto, que está más allá de Efraín está cubierto, todavía en un largo espacio de terreno, con viñedos, olivos y huertos frutales; y ahora los almendros sonríen bajo el sol, esparcidos acá o allá y formando matas de color blanco rosa en las laderas que pronto estarán cubiertas de las ramas de las vides abiertas para nuevas frondas. ■ Iscariote exclama: “Parece como si estuviera yo en mi ciudad”. Pedro dice: “Se parece también a Yutta. Solo que allá el arroyo está abajo y la ciudad en alto. Aquí al revés. Parece como que el país esté dentro de una vasta concha con el río en el centro. Es una región que abunda en viñedos. Qué bello ha de ser tener una viña en estos lugares”. Jesús dice: “«Bendiga el Señor su tierra con frutos de lo alto y el rocío, con manantiales que nacen de las profundidades de la tierra, con frutos que crecen al calor del sol y a los rayos de la luna, con los frutos de las cimas de sus montes, con los frutos de sus eternos collados y los pastizales en abundancia» (1), está dicho. Y apoyados en estas palabras del Pentateuco se creen ser siempre superiores. Tienen razón. También la palabra de Dios y sus dones, si caen en corazones en que domina la soberbia, se convierten en ruina. No por causa suya, sino por la soberbia que altera su savia buena”. Iscariote: “Tienes razón. Y ellos, del justo José, han conservado solo la furia del toro y la cerviz del rinoceronte”.
* “¿Qué te importa, Judas, quién tienes a tu lado, si sabes amar todo a través de Mí?”.- ■ E Iscariote agrega: “No me gusta estar aquí. ¿Por qué no me dejas ir con los otros?”. Jesús, dejando de contemplar el paisaje y volviéndose para mirar a Judas, pregunta: “¿No te gusta estar conmigo?” Iscariote: “Contigo, sí. Pero no con los de Efraín”. Pedro, en son de reproche, se dirige a Judas: “¡Qué bonito razonamiento! ¿Y nosotros entonces que iremos por la Samaria o por la Decápolis —pues no podemos ir más allá entre sábado y sábado— vamos a ir entre gente santa?”. Judas no responde.  Jesús dice calmadamente: “¿Qué te importa quién tienes a tu lado, si sabes amar todo a través de Mí? Ámame en el prójimo y todos los lugares te serán iguales”. Judas tampoco responde a Él. ■ Pedro: “Y pensar que yo me tengo que marchar… ¡Tanto que me gustaría estar aquí! ¡Total… para lo que sé hacer! Nombra a Felipe el jefe de grupo, o a tu hermano. Yo… mientras se trate de decir: hagamos esto, vayamos a aquel lugar, lo puedo hacer. Pero si tengo que hablar… Echaré a perder todo”. Jesús: “La obediencia hará que todo salga bien. Lo que hicieres me agradará”. Pedro: “Entonces… si te agrada, me agrada a mí también. Me basta con tenerte contento. Pero mira —¡lo he dicho!— ¡Mira que viene mucha gente! El sinagogo… y los principales… sus mujeres… sus niños y la gente…”. Jesús propone:  “Vayamos a su encuentro” y se apresura a bajar por la escalera, llamando a los otros apóstoles para que salgan con Él fuera de casa.
* El sinagogo Malaquías le dice: “Gracias por habernos elegido para esto. No turbaremos tus oraciones ni permitiremos que sean turbadas por tus enemigos”.- ■ Los habitantes de Efraín se acercan con señales del más grande respeto. Después de los saludos de rigor, uno, quizás el arquisina­gogo, habla por todos: “Bendito sea el Altísimo por este día, y bendi­to sea su Profeta que ha venido a nosotros porque ama a todos los hombres en nombre del Dios altísimo. Bendito seas Tú, Maestro y Señor, que te has acordado de nuestro corazón y de nuestras palabras y has venido a descansar en medio de nosotros. Te abrimos corazón y casas, pidiendo tu palabra para nuestra salud. Bendito sea este día porque por él el que sepa acogerle con recto espíritu verá fructificar el desierto”. Jesús: “Bien has hablado, Malaquías. El que sepa acoger con recto espí­ritu al que ha venido en nombre de Dios verá fructificar su desierto y convertirse en domésticas las plantas, fuertes pero agrestes, que en él hay. Yo estaré en medio de vosotros. Y vosotros vendréis a Mí. Co­mo buenos amigos. Y éstos llevarán mi palabra a los que la sepan acoger”. ■ Malaquías, un poco desilusionado, pregunta: “¿No vas a enseñar Tú, Maestro?”. Jesús: “He venido aquí para recogerme y orar. Para prepararme a las grandes cosas que van a suceder. ¿No os agrada el que haya elegido vuestro lugar para mi sosiego?”. Malaquías: “¡Sí! Verte orar será ya hacernos sabios. Gracias por habernos elegido para esto. No turbaremos tus oraciones ni permitiremos que sean turbadas por tus enemigos. Porque ya se sabe lo que ha sucedi­do y sucede en Judea. Haremos buena guardia. Y nos contentaremos con una palabra tuya cuando buenamente puedas decirla. Entre tanto, acepta los dones de la hospitalidad”. Jesús: “Soy Jesús y no rechazo a nadie. Por tanto, acepto lo que me ofre­céis para mostraros que no os rechazo. Pero si queréis amarme dad de ahora en adelante lo que me daríais a Mí a los pobres del pueblo y a los viajeros que pasan por aquí. Yo sólo necesito paz y amor”. Malaquías: “Lo sabemos. Todos lo sabemos. Y esperamos darte eso, tanto como para hacerte exclamar: «La tierra que habría debido ser para mí Egipto, o sea, dolor, ha sido, como para José de Jacob, tierra de paz y gloria»”. Jesús: “Si me amáis aceptando mi palabra, lo diré”. ■ Los habitantes de Efraín pasan sus dones a los apóstoles y luego se retiran, menos Malaquías y otros dos que le dicen algo en voz baja a Jesús. Y se quedan los niños, cautivados por el hechizo habitual que Je­sús emana hacia los niños; se quedan, sordos a las voces de sus ma­dres, que los llaman, y no se marchan hasta que Jesús no los ha aca­riciado y bendecido. Entonces, parlanchines como golondrinas, cual go­londrinas que baten las alas para alzar el vuelo, se echan a correr. Tras ellos se marchan también el sinagogo y los otros dos hombres. (Escrito el 8 de Enero de 1947).
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1  Nota  : Cfr. Deut. 33,13-16.
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8-553-425 (10-14-96).- El sábado en Efraín.- Los bandidos  de Adomín y la ayuda a tres niños.
* Judas de Keriot, que ha hecho muchas amistades en el pueblo, recibe a sus compañeros con palabras de burla o irónicas, reflejo de su espíritu descontento.- ■ Los diez, cansados y polvorientos, regresan a casa. A la mujer que los saluda al abrirles la puerta, le preguntan inmediatamente: “¿Dónde está el Maestro?”. La mujer responde: “Creo que está en el bosque. Siempre va a orar allá. Salió muy de mañana y aún no ha vuelto”. Pedro grita fuera de sí: “¿Y nadie ha ido a buscarle? ¿Qué están haciendo esos dos?”. Mujer: “No te alteres. Entre nosotros está tan seguro como en la casa de su Madre”. Pedro: “¡Seguro, seguro! ¿Os acordáis del Bautista? ¿Estuvo seguro?”. Mujer: “No lo estuvo porque no pudo leer el corazón de quien le hablaba. Si el Altísimo permitió que sucediese eso al Bautista, de seguro que no lo permitirá a su Mesías. Mejor que yo que soy mujer y samaritana debes creerlo tú”. Pedro: “María tiene razón. ¿Poro dónde fue? ¿Se puede saber?”. Mujer: “No lo sé. Unas veces va a una parte, otras a otra. Algunas veces, sólo; otras, con los niños que le quieren mucho. Les enseña a orar viendo a Dios en todas las cosas. Pero hoy quizás esté solo, porque no ha venido a la hora sexta. Cuando los niños están con Él, regresa, porque ellos son como los pajarillos que quieren comer a su hora…” sonríe la viejecita, acordándose tal vez de sus diez hijos, y luego lanza un suspiro… y es que las alegrías y dolores son el pan diario de cada vida humana. ■ Pedro: “¿Dónde están Judas y Juan?”. Mujer: “Judas, en la fuente. Juan fue a traer leña. Se me había terminado el agua y la leña porque he lavado vuestros vestidos para que los llevéis limpios cuando partáis”. Tomás, poniéndole una mano en su espalda delgada y encorvada, como para acariciarla, dice: “Dios te lo pague, madre. Mucho te molestas por nosotros…”. Mujer: “¡Oh!… no es ninguna molestia. Es como si volviese a ver a mis hijos…” y sonríe mientras una lágrima se asoma en sus ojos. ■ Entra Juan con una carga de leña y parece como si el pasillo se iluminase con su llegada. He notado siempre que hay algo como de luminoso donde está Juan. Su sonrisa tan dulce, franca, de niño, sus ojos claros y sonrientes como un hermoso cielo de abril, su voz afectuosa al saludar a sus compañeros son como un rayo de sol o un arco iris de paz. Todos le quieren, excepto Judas de Keriot, que no sé si le ama o no; eso sí, ciertamente le envidia, y a menudo se burla de él y algunas veces le dice palabras duras. En este momento Judas no está. Le ayudan a descargar su fardo y le preguntan dónde está Jesús. También Juan se alarma por la tardanza, pero confiando en Dios más que los otros dice: “Su Padre le preservará del mal. Debemos creer en el Señor”. Y agrega: “Venid. Estáis cansados y polvorientos. Tenemos preparada la comida, y agua caliente. Venid. Venid”. ■ Regresa también Judas de Keriot con sus botes llenos de agua. “La paz sea con vosotros. ¿Os fue bien en el viaje?” pregunta, pero en su voz no hay amor. Está entretejida de burla y de descontento. Le contestan: “Sí. Comenzamos por la Decápolis”.  Iscariote pregunta de nuevo con ironía: “¿Por miedo a que os apedreasen o a que os contaminasen?”. Bartolomé responde: “Ni por una, ni por otra cosa, sino por prudencia de principiantes. Fui yo quien lo propuse. Y a mí —no tengo nada que reprocharte— me ha salido el pelo blanco delante de los pergaminos”. ■ Judas no replica. Va a la cocina, donde los que acaban de regresar reponen fuerzas con lo que estaba preparado. Pedro mira a Iscariote, que se marcha, y menea la cabeza; pero no dice nada. Tadeo, sin embargo, tira de una manga a Juan y le pregunta: “¿Cómo se ha portado en estos días? ¿Ha estado siempre inquieto? Sé sincero…”. Juan: “Soy sincero siempre, Judas. Pero, te aseguro que no causó ningún dolor. El Maestro casi siempre está aislado. Yo estoy con la viejecilla, que es muy buena. Escucho a los que vienen para hablar con el Maestro, y luego se lo comunico. Judas va por el pueblo. Se ha hecho muchas amistades. ¡Qué queréis! Es así… No puede estar tranquilo como sabríamos estar nosotros”. Tadeo: “A mí no me importa lo que haga. Me basta con que no cause dolor”. Juan: “No lo ha causado. No molesta…”.
* “Si el precepto del reposo sabático es grande, mucho mayor es el precepto del amor”.- ■ Juan advierte: “Pero… ¡ahí está al Maestro! Oigo su voz. Está hablando con alguien…”. Corren fuera todos y ven a Jesús que avanza entre las penumbras del crepúsculo que van cayendo, con dos niños en los brazos y uno asido a su vestido, a los cuales consuela para que no lloren. Pedro: “Que Dios te bendiga, Maestro. ¿Pero de dónde vienes tan tarde?”. Al entrar en casa Jesús responde: “De los ladrones. También yo he capturado una presa. Caminé después del crepúsculo, pero espero que mi Padre me absolverá porque hice un acto de misericordia… Juan, toma, y tú, Simón… Tengo los brazos que se me caen… estoy cansadísimo”. Se sienta en una banquita que hay en la cocina. Sonríe cansado, pero feliz. Todos preguntan simultáneamente: “¿Con los ladrones? ¿Pero dónde estuviste? ¿Quiénes son estos niños? ¿Has comido? No es prudente estar afuera a estas horas ¡y lejos!… Estábamos preocupados. ¿No estabas en el bosque?”. Jesús: “En el bosque, no. Fui en dirección de Jericó…”. Tadeo dice en tono reprobatorio: “¡Imprudente! ¡Por esos caminos puedes encontrar a los que te odian!”. Jesús: “He ido por el sendero que nos han señalado. Hacía días que quería ir por allí… donde hay infelices a quienes redimir. A Mí no podían hacerme nada, y he llegado a tiempo para ayudar a estos niños. Dadles de comer. Pienso que no han comido, porque tenían miedo de los ladrones, y Yo no llevaba alimentos conmigo. ¡Si hubiera encontrado por lo menos a algún pastor!… ■ La proximidad del sábado había dejado desiertos los pastizales…”. Iscariote, cortante como siempre, observa: “¡Ya! Nosotros somos los únicos que, desde hace ya algún tiempo, no respetamos el sábado”. Le preguntan: “¿Qué dices? ¿Qué insinúas?”. Iscariote: “Quiero decir que ya son dos sábados que trabajamos después de la puesta del sol”. Jesús le responde: “Judas, tú sabes por qué tuvimos que caminar el sábado pasado. El pecado no siempre es de quien lo hace. También de quien fuerza a hacerlo. Y hoy… ya sé, quieres decirme que también he violado el sábado. Te respondo que si el precepto del reposo sabático es grande, mucho mayor es el precepto del amor. No estoy obligado a justificarme ante ti, pero lo hago para enseñarte la mansedumbre, la humildad, y la gran verdad que ante una necesidad santa se debe saber aplicar la ley con flexibilidad de espíritu. Nuestra historia tiene episodios de estas necesidades”.
* “Una acción buena puede ser el principio de su salvación”.- Conducta de los ladrones con los huérfanos. ■ Jesús cuenta: “Fui, cuando amanecía, por los montes de Adomín porque sé que allá hay miserables que tienen el delito como lepra en el alma. Esperaba encontrarlos, hablarles, regresar antes de la puesta del sol. Los encontré. No pude decirles lo que había pensado, porque hubo otras cosas de qué hablar… Los bandidos se habían encontrado con estos tres niños que lloraban a la entrada de un redil pobre de la llanura. Los bandidos habían bajado de noche para robar ovejas y, decididos a matar, si el pastor resistía. En el invierno el hambre es dura en los montes… y, cuando la sufren corazones crueles, hace a los hombres más feroces que los lobos. Estos niños estaban, pues, allí, junto con un pastorcillo un poco mayor que ellos y amedrentado como ellos. ■ El padre de los niños, no sé por qué causa,  había muerto durante la noche. Quizás porque le había mordido algún animal, o le había fallado el corazón… Estaba frío sobre la paja, cerca de las ovejas. El primero que vio que estaba muerto fue su hijo mayor que dormía a su lado. De forma que los ladrones, en lugar de cometer una matanza, se encontraron con un muerto y cuatro niños que lloraban. Dejaron al muerto, mandaron hacia delante a las ovejas y al pastorcillo y, dado que aun en los más perversos suele haber algo de piedad que no desaparece, recogieron también a los niños… Yo me encontré con los bandidos cuando discutían sobre lo que tenían que hacer. Los más crueles querían matar al pastorcillo de diez años, peligroso testigo del robo y del refugio; los menos duros querían soltarle bajo amenazas, quedándose con el rebaño. Pero todos querían quedarse con los niños”. ■ Los apóstoles preguntan: “¿Y qué querían hacer con ellos? ¿Es que no tienen familia?”. Jesús. “No. La madre estaba muerta. Por esto su padre se los había llevado en el invierno a los pastizales, y ahora subía, atravesando estos montes, a su hogar desierto. ¿Podía Yo dejar a estos pequeñuelos a los ladrones para que los convirtiesen en iguales? Les hablé… Os digo en verdad que me comprendieron mejor que otros. Y tanto me comprendieron que me dejaron los niños y mañana van a acompañar al pastorcillo al camino de Siquem, porque por esos contornos viven los hermanos de la madre de éstos. De momento, he recogido a los niños; los tendré, los tendremos hasta que lleguen sus parientes. ■ Iscariote con risas en los labios, pregunta: “¿Y crees a los ladrones…?”. Jesús: “Estoy seguro que no arrancarán un cabello al pastorcito. Son infelices. No debemos juzgar el motivo, sino tratar de salvarlos. Una acción buena puede ser el principio de su salvación…”. Jesús baja la cabeza, absorto en quién sabe qué pensamiento.
* Maestro, ¿por qué tienen que sufrir los niños? No tienen pecados”. “El dolor y la muerte siempre estarán presentes en la tierra. Hasta los más puros sufren y sufrirán; es más, ellos serán los que sufrirán por todos. Serán las hostias que harán propicio al Señor”.- ■ Los apóstoles y la viejecilla hablan y buscan la manera de consolar a los niños que están asustados… Jesús alza la cabeza al oír el llanto del más pequeño, un morenito de unos tres años y dice a Santiago que se afana inútilmente por darle leche: “Dame el niño y ve a traer mi alforja…” y sonríe porque el niño se calma sobre sus rodillas, y con toda avidez bebe la leche que antes rechazaba. Los otros dos más grandecitos, comen sopas que le han puesto delante, mas las lágrimas no desaparecen de sus ojos. ■ Pedro, que no puede oír que los niños lloren, exclama: “¡Cuánto dolor! ¡Que nosotros suframos es justo, pero los inocentes!…”. Iscariote observa: “Eres un pecador, Simón. Alzas censuras contra Dios”. Pedro: “Seré pecador, pero no censuro a Dios. Lo único que digo es… Maestro, ¿por qué tienen que sufrir los niños? No tienen pecados”. Iscariote replica: “Todos tienen pecados, por lo menos el de Origen”. Pedro no le contesta. Espera la respuesta de Jesús. Y Jesús, que está acunando al niño, el cual ha terminado de beber su leche, responde: “Simón, el dolor es la consecuencia de la Culpa”. Pedro: “Está bien. Entonces… después de que hayas quitado la Culpa, los niños ya no sufrirán”. Jesús: “Sufrirán. No te sientas escandalizado por esto que digo, Simón. El dolor y la muerte siempre estarán presentes en la tierra. Hasta los más puros sufren y sufrirán; es más, ellos serán los que sufrirán por todos. Serán las hostias que harán propicio al Señor”. Pedro: “Pero ¿por qué? No lo comprendo…”. Jesús: “Son muchas las cosas que no se entienden en la Tierra. Sabed creer, al menos, que son cosas que el Amor perfecto las quiere. Y cuando la Gracia, devuelta a los hombres, haga que los más santos de ellos conozcan mejor las verdades ocultas, entonces se verá que precisamente los más santos querrán ser víctimas porque han comprendido el poder del dolor…”.
* El Perseguido tendrá alegría de haber socorrido al pobre cuyas tribulaciones comprende”.- ■ Dice Jesús: “María, el niño se está durmiendo ¿te lo llevas contigo?”. María: “Sí, Maestro. Entre nosotros se dice: niño asustado, sueño corto y mucho llanto; y, también: el pájaro sin nido necesita el ala materna. Mi lecho es grande, ahora que duermo sola. Me llevaré allí a los niños y tendré cuidado de ellos. También éstos están a punto de olvidar su dolor en el sueño. Llevémoslos a la cama”. Toma al pequeñuelo de las rodillas de Jesús y, seguida por Pedro y Felipe, se marcha. Entre tanto, vuelve Santiago de Zebedeo con la bolsa de Jesús. Jesús la abre y busca dentro. Saca un vestido pesado, lo desdobla, mide su amplitud. No está contento. Hace lo mismo con su manto oscuro. Los pone a un lado y cierra la alforja, devolviéndola a Santiago. Regresa Pedro con Felipe. La viejecita ha quedado con los tres niños. ■ Pedro ve los vestidos doblados. Pregunta: “¿Quieres cambiarte de vestido, Maestro? Con lo cansado que estás, te haría muy bien un baño. Hay agua. Te calentaremos los vestidos. Luego cenamos e iremos a descansar. Esta historia de los pequeñuelos me ha llenado de compasión…”. Jesús sonríe, pero no responde. Se limita a decir: “Alabemos al Señor que me llevó a tiempo para salvar a estos inocentes”. Luego se calla cansado… Vuelve a entrar la viejecita con los vestidos de los niños. “Habría que cambiárselos… Están rotos y llenos de lodo… Pero ya no tengo los vestidos de mis hijos para substituirlos. Mañana se los lavaré…”. Jesús: “No es necesario. Cuando acabe el sábado harás de éste mío tres vestidos pequeños…”. Pedro protesta: “Pero Señor, ¿no sabes que sólo tienes tres mudas? Si regalas una ¿con qué te quedas? No está aquí Lázaro, como aquella vez que diste el manto a la leprosa”. Jesús: “No te preocupes. Me quedan dos y son suficientes para el Hijo del hombre. María, toma. Mañana después de que se ponga el sol comenzarás tu trabajo, y el Perseguido tendrá alegría de haber socorrido al pobre cuyas tribulaciones comprende”. (Escrito el 11 de Enero de 1947).
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8-554-431 (10-15-101).- ¿Si resucitó a Lázaro por qué no a éste, padre de cuatro hijos, y viudo por añadidura?
* “Judas no comprende. No es el único en no comprender las razones de Dios y las consecuencias del pecado”.-■ Al día siguiente, sábado, salen de la casa, donde  queda sola la mujer, llevando con ellos a los tres niños… Dos tórtolas silvestres se bañan en una curva de la orilla del río y, sacudiendo sus plumas, levantan el vuelo, llevando en su pico una vedija de lana, dejada por alguna oveja, en un arbusto de espino que al lado del río empieza a florecer. El niño mayor dice: “Es para su nido. Han de tener polluelos…”. Baja la cabeza, y después de haber sonreído levemente cuando decía las primeras palabras, llora quedo, secándose las lágrimas con la mano. Bartolomé le coge en brazos, comprendiendo que hay una herida que volvieron a abrir las tortolitas. Él, que tiene corazón de un buen padre, suspira. El niño llora sobre su hombro. El otro al verle llorar, también se pone a llorar. El tercero no se deja esperar. Llama a su padre con su vocecita. ■ Iscariote observa: “¡Hoy será esta nuestra oración del sábado! ¡Hubieras podido dejarlos en casa! La mujer sabe mejor de estas cosas que nosotros…”. Pedro, tomando en sus brazos al segundo niño, le responde: “¡Pero si ella no hace más que llorar también! Como incluso yo, que tengo también grandes ganas de llorar… Son cosas… que provocan llanto…”. Zelote confirma: “Sí. Son cosas que hacen llorar. Es verdad. María de Jacob, una pobre anciana llena de dolores, no es muy capaz para consolar…”. Iscariote zapa: “También yo soy del mismo parecer. El único que puede consolar es el Maestro. Y no lo ha hecho”. Zelote: “¿Que no lo hizo? ¡Y qué más podía haber hecho! Convenció a los bandidos, trajo cargando a los niños desde lejos, ha hecho que se avisase a sus familiares…”. Iscariote: “Cosas sin importancia. Él, que manda aun sobre la muerte, podía, debía bajar al redil y resucitar al pastor. ¡Lo hizo con Lázaro que no hace falta a nadie! Aquí se trata de un padre, viudo por añadidura, de niños que quedan solos… A éste debía resucitársele. No te comprendo, Maestro”. Zelote: “Y nosotros no comprendemos por qué eres tan irrespetuoso…”. ■ Jesús: “¡Paz, paz! Judas no comprende. No es el único en no comprender las razones de Dios y las consecuencias del pecado. Tampoco tú, Simón de Jonás, comprendes por qué los inocentes deban sufrir. No juzguéis, pues, a Judas de Simón que no comprende por qué no resucité al padre de éstos. Si Judas reflexionare, él, que siempre me echa en cara el que vaya solo y lejos, comprendería que no podía ir tan lejos… Porque el redil estaba en la llanura de Jericó, pero pasada la ciudad, cerca del vado. ¿Qué habríais dicho si hubiera estado ausente al menos tres días?”. ■ Iscariote: “Hubieras podido, con tu espíritu, ordenar al muerto resucitar”. Jesús: “¿Eres más empecinado que los fariseos y escribas, que pidieron la prueba de un muerto ya descompuesto para poder decir que Yo realmente resucito a los muertos?”. Iscariote: “Ellos pidieron la prueba porque te odian. A mí me gustaría tenerla porque te amo y quisiera verte aplastar a todos tus enemigos”. Jesús: “Tu viejo y desordenado sentimiento de amor. No has sabido arrancar de tu corazón las viejas plantas para sembrar las nuevas; y las viejas, fertilizadas por la Luz a la que te has acercado, se han hecho aún más fuertes. Muchos participan de este error tuyo. Muchos que viven hoy, que vivirán mañana. Ellos que, no obstante los auxilios de Dios, no se transforman porque no responden con una voluntad heroica a la ayuda de Dios”. Iscariote: «¿Acaso éstos, que como yo son tus discípulos, han arrancado las viejas plantas?”. Jesús: “Por lo menos las han podado mucho y han hecho muchos injertos. Tú esto no lo has hecho. Ni siquiera te has puesto a meditar si tus viejas plantas tienen necesidad de injerto, o de ser podadas, o de ser arrancadas. Eres un jardinero incauto, Judas”. Iscariote objeta: “En lo que se refiere a mi alma. Porque de jardines sé”. Jesús: “Es verdad, eres experto en lo que es terrenal. Quisiera que lo fueras también en las cosas del Cielo”. ■ Iscariote: “¡Pero tu Luz debería obrar en nosotros toda clase de prodigios! ¿Es que no es buena? Si fertiliza el mal y lo hace más fuerte, entonces no es buena;  y, si no nos hacemos buenos, es culpa suya”. Tomás protesta: “Eso dilo por ti, amigo. No veo que el Maestro me haya hecho más fuertes las malas inclinaciones”. Andrés y Santiago de Zebedeo dicen: “Tampoco yo”. “Y yo”. Mateo le grita: “Su poder me libró del mal y me hizo nuevo. ¿Por qué hablas así? ¿No reflexionas en lo que dices?”. ■ Pedro está por hablar, pero prefiere irse, llevando al niño en sus brazos e imitando el balanceo de una barca para hacerle reír; al pasar toma de un brazo a Tadeo y grita: “¡Venga, vamos a aquella isla! Está llena de flores, como una canasta. Venid, Natanael, Felipe, Simón, Juan… Un buen salto y estamos allí. El arroyo dividido así, es solo dos partes, a este lado y al otro lado de la isla…”. Y él es el primero que salta y pone el pie en una porción arenosa saliente, de unos cuantos metros de largo, llena de hierba, cubierta con una alfombra con las primeras flores; en el centro de ella hay un chopo, alto y bello, que ondea sus ramas con un viento ligero. Se unen a Pedro, poco a poco, los apóstoles que han sido nombrados; y a éstos los siguen los que estaban más cerca de Jesús, que se queda atrás hablando con Iscariote. ■ Pedro pregunta a su hermano: “¿Pero todavía no acaba ése?”. Andrés responde: “El Maestro le está trabajando el corazón”. Pedro: “¡Eh! Es más fácil que yo haga producir higos a esta planta que en el corazón de Judas pueda nacer la justicia”. Mateo agrega: “Y en su inteligencia”. Tadeo añade: “Es un necio porque lo quiere, y en lo que quiere”. Juan explica: “Está irritado porque no le mandó a evangelizar. Lo sé”. Pedro exclama: “Por lo que se refiere a mí… si quiere ir en mi lugar… No tengo muchas ganas de ir por acá y por allá”. Tadeo dice: “Ninguno de nosotros lo tiene, pero él sí. Y, sin embargo, mi hermano no le quiere enviarle. Esta mañana le he hablado de esto, porque había comprendido el mal humor de Judas y las causas de él. Pero Jesús me respondió: «Como es un corazón enfermo, lo tengo cerca de Mí. Los que sufren y los débiles tienen necesidad del médico y de quien los sostenga»”. (Escrito el 12 de Enero de 1947).
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(<Pedro, ha subido a la habitación de su Maestro. Es ya de noche. Jesús ha respondido ya a algunas de las preocupaciones y deseos de Pedro>)
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8-555-446 (10-16 113).- Pedro pide nuevamente sustituir a Judas y quedarse con Jesús.
* “Ni aunque me suplicase mi Madre, cedería. No es un castigo, sino una medicina. Judas debe tomarla. Si no sirve a su espíritu, sirve al mío”.- ■ Jesús le dice: “Dime ahora todo lo que traías en la mente”. Pedro: “¡Oh, sí! Te lo digo porque veo que sabes todas las cosas y comprendo que no es murmurar si te pido que envíes a Judas en mi lugar, porque él se siente mal por no ir. Te digo esto no para decir que es envidioso y escandalizarme de él, sino buscando su tranquilidad… y la tuya. Porque debe ser muy pesado para Ti tener siempre cerca ese viento de tempestad”. Jesús: “¿Se ha quejado Judas?”. Pedro: “Sí. Ha dicho que cada palabra tuya es una bofetada para él. Incluso lo que dijiste para los niños. Dice que verdaderamente ha sido por él por quien has dicho que Eva fue al árbol porque le gustaba esa cosa que brillaba como una corona de rey. Realmente yo no había reparado en semejante comparación. Bueno. Pero yo soy un ignorante. Bartolomé y Zelote, sin embargo, dijeron que Judas «recibió un buen golpe» porque a Judas le cautiva todo lo que brilla y atrae su vanagloria. Ha de ser así porque ellos son hombres de saber. Sé bueno con tus pobres apóstoles, Maestro. Contenta a Judas, y, al mismo tiempo a mí el de quedarme contigo. Total… ya lo viste… solo soy capaz de hacer divertir a los niños… y de comportarme como un niño contigo” y abraza a Jesús a quien ama con todas sus fuerzas. ■ Jesús: “No puedo darte ese gusto. No insistas. Tú, por lo que eres,  irás a la misión. Él, por lo que es, se queda aquí. También mi hermano me había hablado de ello, y aunque le quiero mucho, le respondí con un «no». Ni aunque me suplicase mi Madre, cedería. No es un castigo, sino una medicina. Judas debe tomarla. Si no sirve a su espíritu, sirve al mío, porque no podré reprocharme haber dejado de haber hecho cosa alguna para que se santificase”. Jesús habla clara y firmemente. Pedro deja caer sus brazos y baja la cabeza suspirando. Jesús: “No te aflijas, Simón, nosotros tendremos una eternidad  para estar juntos y amarnos. Pero tenías otras cosas que comunicarme…”. Pedro:Ya es tarde, Maestro. Tú debes dormir”.  Jesús:  “Tú más que yo, Simón que debes partir al alba…”. Pedro: “¡Oh! Para mí estar contigo me da más descanso que estar en la cama”. (Escrito el 15 de Enero de 1947).
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(<Como no llegan ni los parientes de los niños ni Lázaro con la Madre y discípulas, Judas saca sus propias conclusiones>)
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9-556-3 (10-17-118).- Otro sábado en Efraín. Intolerancias de Judas Iscariote.
* Iscariote parece una rata rodeada de enemigos… con sus prevenciones (sobre los niños recogidos, sobre los amigos que no llegan, sobre la asistencia a las sinagogas de los samaritanos, sobre Ermasteo que le parece un renegado).- ■ Debe ser otro sábado, porque los apóstoles están de regreso en casa de María de Jacob. Los niños siguen con ellos, al lado de Jesús junto a la hoguera. Y esto es precisamente lo que hace decir a Judas: “Una semana más y los parientes no han venido”, y se ríe moviendo la cabeza. Jesús no le responde. Acaricia al mediano. Iscariote pregunta a Pedro y a Santiago de Alfeo: “¿Y decís que habéis recorrido los dos caminos que llevan a Siquem?”. Santiago de Alfeo responde: “Sí, pero ha sido cosa inútil. Los bandidos no van por los caminos más transitados, sobre todo ahora que los piquetes romanos los recorren”. Iscariote insiste: “¿Y entonces para qué fuisteis por esos caminos?”. Santiago de Alfeo: “¡Pues ya ves!… Para nosotros ir acá o allá es igual. Así que hemos ido por esos”. Iscariote: “¿Y nadie ha sabido daros razón?”. Santiago de Alfeo: “No preguntamos nada”. Iscariote: “¿Y cómo queríais saber, entonces, si habían pasado o no? ¿Acaso llevan enseñas, o deja rastros las personas cuando van por un camino?  No creo.  Si así fuera, al menos los amigos ya nos habrían encontrado. Sin embargo, nadie ha venido desde que estamos aquí”, y ríe sarcásticamente. ■ Judas de Alfeo dice pacientemente: “Nosotros no sabemos el motivo por el que nadie haya venido. El Maestro sabe, nosotros no sabemos. Las personas —no dejando rastro de su paso los que, como nosotros, se retiran a un lugar ignorado por la gente— no pueden venir si no se revela el lugar del refugio. Ahora bien, nosotros no sabemos si nuestro hermano ha dicho esto a los amigos”. Iscariote: “¿Y pretendes creer, y hacer creer, que no se lo ha dicho al menos a Lázaro y a Nique?”. Jesús no habla. Toma al niño de la mano y sale… Judas de Alfeo responde a Judas: “Yo no pretendo creer nada. Pero, aunque fuera como dices, todavía no puedes juzgar, como ninguno de nosotros puede, la razón por la que nuestros amigos no hayan venido…”. Iscariote: “¡Son fáciles de entender estos motivos! Ninguno quiere tener problemas con el Sanedrín, y mucho menos los que tienen riquezas y poder. Eso es todo. Somos nosotros los únicos que sabemos meternos en los peligros”. ■ Santiago de Alfeo hace notar: “Sé justo, Judas. El Maestro no obligó a ninguno de nosotros a quedarnos con Él. ¿Por qué te has quedado, si el Sanedrín te infunde miedo?”. El otro Santiago, hijo de Zebedeo, irrumpe: “Puedes irte cuando quieras. Nadie te tiene encadenado…”. Pedro, dando un golpe sobre la mesa, despacio pero firmemente dice: “¡Eso sí que no! ¡De veras que no! Aquí estamos y aquí nos quedamos. Todos. Eso se debía haber hecho antes. Ahora no. Si el Maestro no es contrario, me opongo yo”. Iscariote le pregunta con violencia: “¿Y por que? ¿Quién eres tú para mandar en lugar del Maestro?”. Pedro: “Un hombre que razona no como Dios como hace Él, sino como un hombre”. ■ Iscariote, turbado: “¿Sospechas de mí? ¿Crees que sea yo un traidor?”. Pedro: “Tú lo has dicho. No quisiera ni pensarlo… pero eres tan… irreflexivo, Judas, y tan voluble. Tienes demasiados amigos. Te gusta mucho alardear de todo. No serías capaz de guardar silencio. O para rebatir a algún malintencionado, o para demostrar que eres el apóstol, ¡tú hablarías! Por tanto, aquí debes de estar; así no haces mal a nadie ni te creas remordimientos”. Iscariote:  “Dios no fuerza la libertad del hombre, y ¿quieres hacerlo tú?”. Pedro: “Pretendo hacerlo. Pero, oye, dime: ¿Acaso te falta algo? ¿Te falta el pan? ¿Te sienta mal el aire? ¿Te ofende la gente? Nada de esto. La casa es buena, aunque no sea rica, el aire es bueno, la comida no falta, la gente te honra. Y entonces ¿por qué estás tan inquieto, como si estuvieras en una galera?”. Iscariote: “Te respondo con las palabras del Sabio: «Mi corazón no puede soportar dos pueblos, y el tercero, al que aborrezco, ni siquiera es un pueblo: los del monte Seir, los filisteos, y el pueblo necio que vive en Siquem” (1). Y con razón pienso así. ¡Tú observa, si estos pueblos nos estiman!”. Pedro: “¡Uhm! La verdad es que no me parece que los otros, el tuyo y el mío, sean mucho mejores. Nos han apedreado en Judea como en Galilea, en Judea todavía más que en Galilea,  y en el Templo de Judea más que en cualquier otro lugar. No recuerdo que se nos haya maltratado ni en tierras filisteas, ni aquí ni en otros lugares…”. Iscariote: “¿Dónde otros lugares? No hemos ido a otros lugares, por suerte. Pero aun cuando hubiera habido que ir a esa otra parte, no habría ido yo, y nunca iré. ■ No quiero contaminarme más”. Con serenidad Simón Zelote, que está en la cocina con Pedro, Santiago de Alfeo y Felipe, dice: “¿Contaminarte? No es esto lo que te molesta, Judas de Keriot. No quieres enemistarte con los del Templo. Esto es lo que te duele”.  Los demás se han ido saliendo uno después del otro y han ido a reunirse con los niños. Una fuga meritoria, porque así no se falta a la caridad. Iscariote: “No. No es eso. Es que no me gusta perder mi tiempo, y dar la sabiduría a los necios.  ¡Fíjate! ¿De qué ha servido tomar con nosotros a Ermasteo? (2). Se marchó y no regresó más. José dice que se separó de él diciendo que volvería para las fiestas de las Tiendas. ¿Tú le has visto? Es un renegado…”. Zelote: “No sé por qué no ha vuelto, ni juzgo. Pero te pregunto, ¿acaso es el único que ha abandonado al Maestro; es más, que se ha convertido en enemigo suyo? ¿No hay acaso renegados entre judíos y galileos? ¿Puedes negarlo?”. Iscariote: “No. Es verdad. Pero bueno… yo me encuentro aquí mal. ¡Si se supiera que estamos aquí! ¡Si se supiese que tratamos con los samaritanos hasta el punto de entrar en sus sinagogas en sábado! Él quiere hacerlo… ¡Ay si se supiese! La acusación estaría justificada…”. Bartolomé: “Y el Maestro sería condenado, quieres insinuar. Pero si ya lo está. Lo está antes de que se sepa. Es más, ha sido condenado tras haber resucitado a un judío en Judea. Se le odia y se le acusa de samaritano, amigo de publicanos y de prostitutas. Ha sido condenado desde siempre… Y tú esto lo sabes mejor que nadie”. ■ Iscariote: “¿Qué insinúas, Natanael? ¿Qué quieres decir? ¿Qué tengo que ver en todo esto? ¿Qué puedo saber más que vosotros?”. Está agitadísimo… Pedro: “¡Pero muchacho, si tienes el aspecto de una rata rodeada de enemigos! Y tú no eres una rata, ni tampoco nosotros estamos aquí armados con palos para atraparte y matarte. ¿Por qué te turbas tanto? Si tu conciencia está en paz, ¿por qué te inquietas por palabras inocentes? Bartolomé no ha dicho ninguna palabra de más para que te sintieses intranquilo. ¿No es verdad que todos nosotros, sus apóstoles, que dormimos junto a Él, que vivimos a su lado, sabemos y somos testigos de que Él no ama al samaritano, al publicano, al pecador, a la prostituta, sino a sus almas, y que solo se preocupa de éstas y solo por éstas —y solo el Altísimo sabrá cuán grande será el esfuerzo del Purísimo para acercarse a lo que nosotros, hombres y pecadores, llamamos «inmundicia»— va a donde están los samaritanos, los publicanos y las prostitutas? ¡Todavía no comprendes a Jesús, ni le conoces aún, muchacho! ¡Le comprendes menos que los samaritanos, filisteos, fenicios y cualesquiera otros!“. Y Pedro marca con un dejo de tristeza sus últimas palabras. Judas no responde. Los demás no añaden otra cosa. (Escrito el 17 de enero de 1946).
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1  Nota  :  Cfr. Ecclo. 50,27-28.   2  Nota  : Cfr. Personajes de la Obra magna: el filisteo Ermasteo.
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(<Han llegado a la casa de Efraín habitantes de Siquem acompañando a los familiares de los niños recogidos por Jesús>)
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9-557-11 (10-18-126).- Llegan de Siquem los parientes de los tres niños arrebatados a los bandidos.
* Las prevenciones de Iscariote sobre los ladrones y los familiares de los niños se desvanecen.- ■ Jesús, después del saludo colectivo, saluda a algunos por el nombre, con la admiración de éstos, que dicen: “¿Te acuerdas todavía de nuestros nombres?”. Deben ser los habitantes de Siquem. Y Jesús responde: “De vuestros nombres, de vuestras caras y de vuestras almas. ¿Habéis acompañado a los parientes de los niños? ¿Son ésos?”. Los de Siquem: “Son ésos. Han venido a recogerles y nos hemos unido a ellos para agradecerte por la piedad que mostraste para con ellos, hijos de mujer samaritana. ¡Solo Tú sabes hacer estas cosas!… Tú eres siempre el Santo que hace solamente obras santas. Nosotros también te hemos recordado siempre. Y ahora, sabiendo que estabas aquí, hemos venido. Para verte y decirte que te agradecemos el que nos hayas elegido como refugio tuyo y el que nos hayas amado en los hijos de nuestra sangre. Pero escucha a los parientes”. ■ Jesús seguido por Judas, se dirige a ellos y los saluda nuevamente, invitándoles hablar. Dicen: “Nosotros —no sé si lo sabes— somos hermanos de la madre de los niños. Y estábamos muy enojados con ella porque, estúpidamente y contra nuestro consejo, quiso esa boda infeliz. Nuestro padre fue débil respecto a la única hija de entre su numerosa prole; tanto que también nos enojamos con nuestro padre, y, durante años, entre nosotros hubo silencio y separación. Luego, sabiendo que la mano de Dios había caído sobre nuestra hermana y que en su casa había miseria —porque su unión impura apartó la bendición divina— nos llevamos con nosotros de nuevo, a nuestra casa, a nuestro anciano padre, para que si tenía que sufrir, sufriese solo por la pobreza en que se consumía su hija. Luego ella murió. Lo supimos. Tú habías pasado hacía poco tiempo y se hablaba de Ti entre nosotros… Y nosotros, venciendo el enojo, ofrecimos a su marido a través de éste y éste (dos de Siquem), tomar con nosotros a los niños. Eran mitad sangre nuestra. Respondió que prefería verlos muertos, antes que comieran de nuestro pan. ¡No tuvimos ni a los niños ni, ni siquiera, el cuerpo de nuestra hermana, para que recibiera sepultura según nuestros ritos! Y entonces juramos odio, a él y a su sangre. Y el odio cayó sobre él como una maldición, tanto que de libre se convirtió en siervo, y murió como chacal en una cueva inmunda. Nunca lo habríamos sabido, porque hacía mucho que todo había muerto entre nosotros. ■ Y cuando hace ocho noches vimos aparecer en nuestro patio a esos bandoleros, mucho temimos; solo eso. Y luego, al saber por qué habían aparecido, el enojo —no dolor— nos mordió como un veneno, y nos apresuramos a despedir a los bandidos ofreciéndoles una buena recompensa para tenerlos como amigos, y nos quedamos asombrados el oírles que ya se había cobrado y que no querían más”. ■ Judas rompe al improviso el silencio con una irónica carcajada, y grita: “¡Su conversión! ¡Verdaderamente total!”. Jesús le mira con severidad; los demás con asombro. El que estaba hablando prosigue: “¿Y qué más podías pedir de ellos? ¿No era ya mucho haber llegado a nuestra casa guiando al pastorcillo y desafiando peligros, sin pretender nada? El que vive mal se porta siempre mal. Pues no quitaron gran cosa al difunto. Apenas lo suficiente para poder pasar diez días sin robar. Tanto nos asombró su honestidad, tanto, que les preguntamos que quién les había dicho que tuviesen piedad. Y así supimos que un rabí les había hablado… ¡Un rabí! Solo Tú. Porque ningún otro rabí de Israel podría hacer lo que Tú has hecho. Una vez que se marcharon, preguntamos mejor al amedrentado pastorcillo y supimos con más exactitud las cosas. En un principio sabíamos solo que el marido de nuestra hermana se había muerto y que los niños estaban en Efraín con un justo; y luego, que este justo, que era un rabí, había hablado con ellos. Inmediatamente pensamos que eras Tú. Llegados a Siquem al rayar el alba, nos asesoraron éstos, porque todavía no estábamos decididos respecto a hacernos cargo de los niños o no. Pero éstos nos dijeron: «¿Cómo? ¿Y vais a hacer que el amor del Rabí de Nazaret por esos niños haya sido inútil? Porque seguro que es Él, no lo dudéis. Es más, vamos todos donde Él porque su benignidad para con los hijos de Samaria es grande». Y, dejando arregladas nuestras cosas, hemos venido. ■ ¿Dónde están los niños?”. Jesús: “Junto al torrente. Judas, ve a decirles que vengan”. Judas va. El pariente dice: “Maestro, es un duro encuentro para nosotros. Esos niños nos recuerdan todas nuestras aflicciones. Todavía dudamos si hacernos cargo de ellos. Son hijos del más fiero enemigo que jamás tuvimos en el mundo…”. Jesús: “Son hijos de Dios. Son inocentes. La muerte anula el pasado y la expiación obtiene perdón, por parte de Dios también. ¿Queréis ser más severos que Dios?, ¿más crueles que los bandidos?, ¿más obstinados que ellos? Los bandidos querían matar al pastorcito y quedarse con los niños: matar al pastorcito, por precavida defensa, quedarse con los niños, por compasión por verlos indefensos. El Rabí habló y ellos no mataron, y condescendieron incluso en guiar hasta vosotros al pastorcito. Si logré que no se cometiera un crimen, ¿van a dejar de escucharme unos corazones rectos?…”. Pariente: “Es que… somos cuatro hermanos y ya hay treinta y siete niños en nuestra casa…”. Jesús: “¿Y donde comen treinta siete pajaritos, porque el Padre de los Cielos les procura el grano, no comerán cuarenta? ¿O es que el poder del Padre no puede encontrar comida para tres más, mejor dicho, para cuatro, hijos suyos? ¿Conoce límites esta divina Providencia? ¿Va a tener miedo el Infinito por hacer más fecundos vuestras semillas, árboles y ovejas, para que sean siempre suficientes el pan, el aceite, el vino, la lana y la carne para vuestros hijos y otros cuatro pobres niños que se han quedado solos?”. Pariente: “¡Son tres, Maestro!”. Jesús: “Son cuatro. También es huérfano el pastorcito. ¿Podríais, si se os apareciera Dios aquí, sostener que vuestro pan está tan justo, que no se podría dar de comer a un huérfano? La piedad hacia el huérfano está prescrito en el Pentateuco…”. Pariente: “No podríamos sostenerlo, Señor. Tienes razón. No vamos a ser inferiores a los bandidos. Daremos pan, ropa y alojamiento también al pastorcito. Por amor a Ti”. Jesús: “Por amor. Por todo el amor. A Dios, a su Mesías, a vuestra hermana, a vuestro prójimo. ¡Que éstos sean el obsequio y perdón que habéis de dar a vuestra sangre! No un frío sepulcro en que descanse su cuerpo. Perdón y paz. Paz para el espíritu del hombre que pecó. Pero no sería sino un falso perdón, solo externo; y no significaría en absoluto paz para el espíritu de la difunta que es hermana vuestra y madre de los niños, si a la justa expiación de Dios se uniera, dando penoso tormento, el conocimiento de que sus hijos siendo inocentes, expían el pecado de ella. La misericordia de Dios es infinita. Pero unid a ella la vuestra para dar paz a la difunta”. Parientes: “Lo haremos. ¡Lo haremos! Ante nadie se habría doblegado nuestro corazón, pero ante Ti, sí,  Rabí, que has pasado un día entre nosotros sembrando una semilla que no ha muerto ni morirá”. ■ Jesús: “¡Que sea así! Ahí están los niños…”. Y los señala —se dirigen hacia la casa— y los llama. Soltando las manos de los apóstoles corren gritando: “¡Jesús! ¡Jesús!”. Entran suben la escalera. Llegados a la terraza… se detienen, atemorizados, ante tantos extraños que les miran. Jesús: “Ven, Rubén, y tú, Eliseo, y tú Isaac. Éstos son los hermanos de vuestra mamá, y han venido por vosotros para uniros a sus hijos. ¿Veis qué bueno es el Señor? Igual que la paloma aquella de María de Jacob que vimos anteayer daba de comer a una cría no suya sino de su hermano muerto. Él os recoge y os da a éstos para que os cuiden y ya no seáis huérfanos. ¡Ánimo, saludad a vuestros parientes!”. El mayor, mirando al suelo, dice tímidamente: “El Señor esté con vosotros, señores”. Y los dos más pequeños hacen coro. ■ Uno de los parientes observa: “Éste es muy parecido a su madre, y también éste; éste, sin embargo (el mayor), es igual que su padre”. Jesús: “Amigo mío, no creo que seas tan injusto, que hagas diferencias de amor por una semejanza de cara”. Pariente. “¡No! Eso no. Observaba… y pensaba… No quisiera que tuviera del padre también el corazón”. Jesús: “Es un niño tierno todavía. En sus palabras sencillas se transparenta un amor por su madre bastante más vivo que cualquier otro amor”… ■ Pariente: “Maestro, una cosa más todavía. Lo que nos asombró en los bandidos fue el ruego de que dijéramos al Rabí, que tenía consigo a los niños, que los perdonara si se habían tomado mucho tiempo para llegar a nuestra casa; que se considerara que a ellos no les estaba abiertos todos los caminos y que la presencia de un niño en su grupo había impedido largas marchas por lugares difíciles”. Dice Jesús a Judas Iscariote: “¿Has oído Judas?”. Judas no replica. Luego Jesús se aísla con los de Siquem, que les arrebatan la promesa de una visita, aunque sea breve, antes del ardor del verano. (Escrito el 18 de Enero de 1947).
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(<Mannaén ha llegado a Efraín y se ha visto secretamente con Jesús para comunicarle que José de Arimatea y Nicodemo le esperan en un lugar secreto para comunicar algo importante. Jesús, acompañado de Mannaén, se dirige al lugar convenido>)
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9-560-27 (10-21-138).- En las cercanías de Gofená, coloquio durante la noche con José de Arimatea, Nicodemo y Mannaén.
* Los del Sanedrín saben por algún medio que Jesús está en Efraín.- ■ Mannaén dice: “¡Ahí es!”, e introduce en una brecha de la pared rocosa un grito semejante al chillido de un voluminoso búho. Del fondo, que está cerrado por encima, como un zaguán, por otro corredor rocoso, viene una luz rojiza. José aparece: “¿El Maestro?” pregunta, al no ver a Jesús, que está un poco atrás. Jesús: “Estoy aquí, José. Paz a ti”. José: “A ti, la paz. ¡Ven! Venid. Hemos encendido fuego para ver si hay alguna serpiente o escorpión y combatir el frío. Yo voy delante”. Se vuelve y, por las ondulaciones del sendero que va entre las entrañas del monte, los guía hacia un lugar iluminado con lumbre. Allí está Nicodemo, alimentando el fuego con ramajes y enebros. Jesús: “La paz también a ti, Nicodemo. Aquí estoy, con vosotros. ■ Ha­blad”. Nicodemo: “Maestro, ¿nadie se ha percatado de que venías aquí?”. Jesús: “¿Quién se hubiera podido dar cuenta, Nicodemo?”. Nicodemo: “¿Tus discípulos no están contigo?”. Jesús: “Conmigo están Juan y Judas de Simón. Los otros evangelizan desde el día siguiente del sábado hasta el ocaso del viernes. Pero he salido de casa antes de la hora sexta diciendo que no se me esperara antes del alba siguiente al sábado. Ya es demasiado habitual en Mí ausentarme durante varias horas, como para que ello pueda suscitar sospechas en alguno. Estad, por tanto, tranquilos. Tenemos todo el tiempo que queramos para hablar sin preocupación alguna de ser sorprendidos. Éste… es lugar propicio”. José: “Sí. Madrigueras de serpientes y buitres… y de bandidos cuando viene el tiempo bueno, cuando estos montes se llenan de rebaños. Pero ahora los bandidos prefieren otros lugares en que puedan abalanzarse más rápidamente sobre apriscos y caminos de caravanas. Sentimos haberte traído hasta aquí, pero es que de aquí nosotros podremos marcharnos por caminos distintos; sin llamar la atención de nadie. Porque, Maestro, donde se sospecha que alguien te quiere, allí está el ojo penetrante del Sanedrín”. Nicodemo: “Bueno, en esto disiento de José. A mí me parece que ya somos nosotros los que vemos sombras donde no las hay. Y también me parece que, desde hace algunos días, se ha calmado mucho la cosa…”. José: “Te engañas amigo. Te lo digo yo. Se ha calmado en cuanto que ya no existe el estímulo de buscar al Maestro, porque ya saben dónde está. Por eso le vigilan a Él y no a nosotros. Por eso le he recomendado que no dijera a nadie que nos íbamos a ver. No fuera que hubiera alguno dispuesto… a cualquier cosa”. Mannaén objeta: «No creo que los de Efraín…”. José: “No, los de Efraín, no, y ningún otro de Samaria. Sólo por actuar de forma distinta a como actuamos nosotros, los de la otra parte…”.
* “Aunque los samaritanos tuvieran tanta voluntad como para eso (unirse a vosotros en la Religión perfecta), vosotros la demoleríais, porque no sabéis perdonar, no sabéis decir: «El pasado ha muerto, porque ha nacido el Príncipe del Siglo futuro que a todos recoge bajo su Señal».  Yo, en efecto,  he venido y recojo. Pero vosotros consideráis siempre maldito incluso aquello que Yo he considerado merecedor de ser recogido. Vuestro pensamiento de israelitas, vuestro viejo pensamiento. El pensamiento fijo del Mesías conquistador… Pocos, muy pocos, en el Hombre abatido reconocerán al Mesías, como verdadero Mesías, precisamente porque será abatido, como lo vieron los profetas”.- ■ Dice Jesús: “No, José. No es por ese motivo. Es porque ellos no tienen en su corazón esa maligna serpiente que tenéis vosotros. Ellos no temen ser despojados de ninguna prerrogativa. No tienen que defender intereses sectarios ni de casta. No tienen nada, aparte de una instintiva necesidad de sentirse perdonados y amados por Aquel al que sus antepasados ofendieron y al que ellos siguen ofendiendo al permanecer fuera de la Religión perfecta. Y permanecen fuera porque, siendo orgullosos ellos y siéndolo vosotros, no se sabe, por ambas partes, deponer el rencor que divide y tender la mano en el nombre del único Padre. Claro que, aunque ellos tuvieran tanta voluntad como para eso, vosotros la demoleríais, porque no sabéis perdonar, no queréis arrojar a los pies los prejuicios confesando: «El pasado ha muerto, porque ha nacido el Príncipe del Siglo futuro (1) que a todos recoge bajo su Señal». Yo, en efecto, he venido y recojo. Pero vosotros, ¡oh, vosotros consideráis siempre anatema incluso aquello que Yo he juzgado digno de ser recogido!”. ■ José de Arimatea dice: “Eres severo con nosotros, Maestro”. Jesús: “Soy justo. ¿Podéis, acaso, decir que en vuestro corazón no me criticáis por ciertas acciones mías? ¿Podéis afirmar que aprobáis mi misericordia, igual con judíos, galileos, samaritanos, gentiles y hasta mayor con éstos y con los grandes pecadores, porque de ella tienen más necesidad? ¿Podéis asegurarme que no hubierais preferido en Mí gestos de violenta majestad para manifestar mi origen sobrenatural, y, sobre todo, fijaos bien, y, sobre todo, mi misión de Mesías según vuestro concepto del Mesías? Decid sinceramente la verdad: aparte de la alegría de vuestro corazón por la resurrección de nuestro amigo Lázaro, ¿no habrías preferido, antes que esta resurrección, que Yo hubiera llegado a Betania majestuoso y cruel, como nuestros antiguos respecto a los amorreos y los de Basán (2), y como Josué respecto a los de Ai y Jericó, o, mejor aún, haciendo caer con mi voz las piedras y muros sobre los enemigos, como las trompetas de Josué hicieron respecto a las murallas de Jericó, o haciendo caer del cielo sobre los enemigos piedras gruesas, como sucedió en el descenso de Beterón también en los tiempos de Josué (3), o, como en tiempos más recientes (4), llamando a celestes jinetes que corrieran por los aires, vestidos de oro, armados de lanzas, formados en cohortes, y que hubiera movimientos de escuadrones de caballería, y asaltos por una y otra parte, y estrépito de escudos, y ejércitos con yelmos y espadas desenvainadas, y lanzamiento de dardos para aterrorizar a mis enemigos? ■ Sí, habríais preferido esto porque, a pesar de que me améis mucho, vuestro amor es todavía imperfecto, y la seducción —en cuanto a desear lo no santo— se la proporciona vuestro pensamiento de israelitas, vuestro viejo pensamiento. El que tiene Gamaliel igual que el último de Israel, el que tiene el Sumo Sacerdote, el Tetrarca, el campesino, el pastor, el nómada, el que vive en la Diáspora. El pensamiento fijo de un Mesías conquistador. La pesadilla de quien teme ser aniquilado por Él. La esperanza de quien ama a la patria con la violencia de un amor humano. El suspiro de quien está oprimido por otras potencias en otras tierras. No es vuestra culpa. El pensamiento puro como había sido dado por Dios acerca de lo que Yo soy, se ha ido cubriendo, a lo largo de los siglos, de escorias inútiles. Y pocos son los que, con dolor suyo, saben restituir a la idea mesiánica su pureza inicial. ■ Ahora, además —estando ya cercano el tiempo en que será dada la señal que Gamaliel espera, y con él todo Israel, y llegando ya el tiempo de mi manifestación completa— Satanás trabaja para hacer más imperfecto vuestro amor y más torcido vuestro pensamiento. Es su hora. Yo os lo digo. Y, en esa hora de tinieblas, incluso los que actualmente ven, o están un poco privados de vista, resultarán ciegos del todo. Pocos, muy pocos, en el Hombre abatido reconocerán al Mesías. Pocos le reconocerán por verdadero Mesías, precisamente porque será abatido, como le vieron los profetas. Yo quisiera, por el bien de mis amigos, que supieran verme y conocerme mientras es de día para poder también reconocerme desfigurado y verme en las tinieblas de la hora del mundo…”.
* José de Arimatea y Nicodemo comunican a Jesús las reacciones del Sanedrín tras saber que ha buscado refugio en Samaria.-Jesús: “Pero decidme ahora lo que queríais decirme. La hora avanza rápida y vendrá el al­ba. Lo digo por vosotros, porque Yo no temo encuentros peligrosos”. José: “Pues lo que te queríamos decir era que alguien debe haber dicho dónde estás, y que este alguien ciertamente no somos ni yo ni Nicodemo ni Mannaén ni Lázaro y sus hermanas ni Nique. ¿Con quién más has hablado del lugar elegido para refugio tuyo?”. Jesús: “Con ninguno, José”. José:¿Estás seguro?”. Jesús: “Seguro”. José: “¿Y has dado orden a tus discípulos de que no hablaran de ello?”. Jesús: “Antes de partir no les hablé del lugar. Llegado a Efraín, di orden de que fueran evangelizando y de actuar en representación mía. Y estoy seguro de su obediencia”. José:  “Y ¿estás Tú solo en Efraín?”. Jesús: “No. Estoy con Juan y Judas de Simón. Ya lo he dicho. Él, Judas, porque leo tu pensamiento, no puede haberme perjudicado, con su irreflexión, porque nunca se ha alejado de la ciudad y en esta época no pasan por ella peregrinos de otros lugares”. José: “Entonces… Ha sido Belcebú en persona el que ha hablado. Porque en el Sanedrín se sabe que estás allí”. Jesús  “¿Y entonces? ¿Cuáles han sido las reacciones del Sanedrín ante este movimiento mío?”. ■ José: “Varias, Maestro. Muy distintas unas de otras. Hay quien dice que es lógico: dado que te han proscrito en los lugares santos, no te quedaba otra solución que refugiarte en Samaria. Otros, sin embar­go, dicen que esto revela de Ti lo que eres: un samaritano de alma, más que si lo fueras de raza; y que ello es suficiente para condenar­te. Bueno y todos están muy contentos de haberte podido reducir al silencio y de poder señalarte ante las masas como amante de sama­ritanos. Dicen: «Ya hemos ganado la batalla. Lo demás será un juego de niños». Pero, haz que eso no sea verdad. Te lo rogamos”. Jesús: “No será verdad. Dejad que hablen. Los que me aman no se tur­barán por las apariencias. Dejad que el viento cese del todo. Es vien­to de tierra. Luego vendrá el viento del Cielo y se abrirá el entrecielo apareciendo la gloria de Dios”.
* “Tu Madre estará aquí con los otras antes de concluya esta luna”.- ■ Jesús: “¿Tenéis algo más que decirme?”. José: “Respecto a ti, no. Vigila, sé cauto, no salgas de donde estás. Y decirte que te tendremos informado…”. Jesús: “No. No hace falta. Permaneced donde estáis. Pronto tendré con­migo a las discípulas y —esto sí— decid a Elisa y a Nique que se unan a las otras, si quieren. Decídselo también a las dos hermanas. Siendo ya conocido el lugar donde me hallo, los que no temen al Sa­nedrín podrán venir ya para que mutuamente nos consolemos”. José:  “No pueden venir las dos hermanas hasta que Lázaro no regrese. Salió con gran pompa. Toda Jerusalén ha sabido que se marchaba a sus propiedades lejanas, y no se sabe cuándo va a volver. Su criado ha vuelto ya de Nazaret y ha dicho —también tenemos que decirte esto— que tu Madre estará aquí con las otras antes de que concluya esta luna. Ella está bien, y también María de Alfeo. El cria­do las ha visto. Pero tardan un poco porque Juana quiere venir con ellas y no puede hacerlo hasta el final de esta luna”.
* “Exijo (de mis apóstoles y discípulos) no tengan ni una moneda de reserva. Para enseñarles el desapego de las riquezas y el dominio espiritual sobre las preocupaciones del mañana”.- ■ José añade: “Y también… co­mo amigos fieles, aunque… imperfectos como dices, si nos lo permi­tes, quisiéramos ofrecerte una ayuda…”. Jesús: “No. Los discípulos que están evangelizando traen cada vigilia de sábado cuanto necesitan ellos y cuanto necesitamos nosotros los que estamos en Efraín. Más no hace falta. El obrero vive de su salario. Eso es justo. Lo demás sería superfluo. Dádselo a algún necesitado. Lo mismo he impuesto a los de Efraín y a mis propios apóstoles. Exijo que a su regreso no tengan ni una moneda de reserva y que toda dádiva sea repartida por el camino, tomando para nosotros lo mínimo indispensable para la frugalísima comida de una semana”. José: “¿Por qué, Maestro?”. Jesús: “Para enseñarles el desapego de las riquezas y el dominio espiritual sobre las preocupaciones del mañana. Y por esto y por otras buenas razones mías de Maestro, os ruego que no insistáis”. José: “Como quieras. Pero nos apena el no poder servirte”. Jesús: “Llegará la hora en que lo haréis… ■ ¿No es ya aquella la primera luz del alba?” dice volviéndose hacia Oriente, o sea, hacia el lado opuesto a aquel por el que ha venido, e indicando un tímido claror que aparece lejano a través de una abertura. José: “Lo es. Tenemos que dejarnos. Yo vuelvo a Gofená, donde he de­jado la cabalgadura, y Nicodemo, por esta otra parte, bajará hacia Berot, y desde allí a Rama, terminado el sábado”. Jesús: “¿Y tú, Mannaén?”. Mannaén dice: “Bueno, yo iré abiertamente por los caminos descubiertos que van hacia Jericó, donde ahora está Herodes. Tengo el caballo en una casa de gente pobre que por una limosna no sienten repulsa de nada, ni siquiera de un samaritano como creen que soy. Pero por ahora sigo contigo. En la bolsa tengo comida para dos”. Jesús: “Entonces nos despedimos. Para la Pascua nos veremos de nuevo…”. (Escrito el 23 de Enero de 1947).
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1  Nota  : Cfr. Is. 9,6-7;  11,10-16; Rom. 15,7-13.   2  Nota  : Cfr. Núm. 21,21-35; Deut. 2,26-37.    3  Nota  : Cfr. Jos. 6-8;10.   4  Nota  : Cfr. 2  Mac. 5,1-4.
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(< Encuentro de Jesús con el Saforín Samuel.- Una vez de que José, Nicodemo y Mannaén se han marchado, llega a esta misma gruta donde ha tenido lugar la entrevista de Jesús con ellos, para guarecerse del fuerte temporal, el Saforín Samuel, discípulo del fariseo Jonatás ben Uziel, totalmente mojado, sin saber que dentro le espera Jesús. Samuel, desconocedor de la personalidad del hombre con quien se ha encontrado en la cueva, le manifiesta que se dirige a Efraín con instrucciones del Sanedrín para arrestar a Jesús. Y así entablan una conversación larga en la que Jesús le hace ver la maldad de los que le enviaron, sus turbios manejos, la doctrina del Rabí que enseña el amor, el perdón, la justicia, que ama a los enemigos como si fuesen amigos, y se le descubre: “Yo soy Jesús de Nazaret, el Mesías, el que buscas para obtener la recompensa y los honores de libertador de Israel prometidos por el Sanedrín. Yo soy Jesús de Nazaret el Mesías. Aquí estoy, arréstame. Como Maestro y como Hijo de Dios te declaro libre y absuelto de la obligación de no levantar o de haber levantado tu mano contra quien te ha hecho bien”. El hombre queda como paralizado. Ha comprendido la magnitud de la acción que iba a cometer contra el mismo “Mesías”, a quien acaba de reconocer como tal. El hombre grita de asombro y de angustia. ¡La mirada de Jesús! A dónde huirá>)
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9-561-44 (10-22-153).- El saforín Samuel, de sicario a discípulo.
* “¡A mi corazón, hijo! Entre mis brazos se acaban las pesadillas, los temores. Solo hay paz. ¡Ven! ¡Ven! ¡Hazme feliz!”. ■ El saforín grita: “¡No me mires! ¡No me mires! ¿A dónde huiré para no ver tu mirada?”. Jesús: “¿Qué no quieres ver?”. Saforín: “A Ti… No quiero ver mi crimen. En verdad que mi crimen está ante mis ojos. ¡A dónde, a dónde huir!”. El hombre está aterrorizado… Jesús: “¡A mi corazón, hijo! Entre mis brazos se acaban las pesadillas, los temores. Sólo hay paz. ¡Ven! ¡Ven! ¡Hazme feliz!”. Jesús se ha puesto de pie y extiende sus brazos. El fuego está en medio de ambos. Jesús brilla al reflejo de las llamas.  El hombre cae de rodillas, cubriéndose la cara y gritando: “Piedad de mí, ¡oh Dios! ¡Piedad de mí! ¡Borra mi pecado! ¡Quería matar a tu Mesías! ¡Piedad! ¡Ah, no puede haber piedad de un crimen semejante! ¡Estoy condenado! Llora amargamente rostro en tierra. Gime: “¡Piedad!” y grita “¡Malditos!”. Jesús da vuelta a la llama y va donde él; se agacha, le toca la cabeza, le dice: “No maldigas a los que te echaron a perder. Te hicieron el más grande favor: el que te hablase, que te tuviese entre mis brazos”. Jesús le ha tomado de los hombros y le ha levantado. Se ha sentado en el suelo y le ha acercado a su corazón. El hombre se relaja sobre las rodillas de Jesús, con un llanto menos delirante. ¡Pero qué llanto tan purificador! Jesús le acaricia su morena cabeza mientras le deja calmarse. El hombre, al fin, levanta la cabeza y, cambiada su cara, gime: “¡Tu perdón!”. ■ Jesús se inclina y le besa en la frente. El hombre recarga su cabeza sobre el hombro de Jesús entre sollozos. Quiere contar cómo le habían sugestionado para cometer su crimen, pero Jesús se lo prohíbe diciendo: “¡Cállate, cállate! No ignoro nada. Cuando entraste te conocí, por lo que eras y por lo que querías hacer. Habría podido alejarme y huir. Me quedé para salvarte. Lo estás ya. El pasado ha muerto. No lo recuerdes más”. Saforín: “Pero, ¿te fías tan fácilmente de mí? ¿Si volviese al pecado?”. Jesús: “No. No volverás al pecado. Lo sé, estás curado”. Saforín: “Lo estoy pero ellos son astutos. No me devuelvas a ellos”. Jesús:  “¿Y a dónde vas a ir que ellos no estén?”. Saforín: “Contigo. A Efraín. Si ves mi corazón verás que no te estoy tendiendo una trampa, sino súplica de que me protejas”. Jesús: “Lo sé. Ven. Pero te advierto que allí está Judas de Keriot, vendido al Sanedrín y traidor del Mesías”. El saforín exclama: “¡Divina misericordia! ¿También esto lo sabes?”. Su estupor no tiene otro igual. Jesús: “Sé todo. Él cree que no lo sé, pero conozco todo. Y sé también que estás en tal forma convertido, que no hablarás con Judas, ni con ningún otro sobre esto. Piensa bien, que si Judas es capaz de traicionar a su Maestro, ¿qué no te podrá hacer a ti?”. El hombre piensa durante un largo rato. Luego contesta: “¡No importa! Si no me rechazas, me quedo contigo; al menos durante un tiempo, hasta la Pascua, hasta que vuelvas a reunirte con tus discípulos. Yo me uniré a ellos. ¡Oh, si es verdad que has perdonado, no me rechaces!”. ■ Jesús: “No te rechazo. Vamos allí ahora. Esperaremos sobre esas hojas a que llegue la mañana. Al amanecer iremos a Efraín. Diremos que el azar nos ha unido y que tú vienes a estar con nosotros. Es la verdad”. Saforín: “Sí, la es. Cuando haya amanecido mis vestidos estarán ya secos y te devolveré los tuyos”. Jesús: “No. Deja esos vestidos. Son un símbolo. El hombre que se despoja de su pasado, viste ropa nueva. La madre de Samuel llena de júbilo cantó: «El Señor da la vida y la muerte; conduce a la morada de los muertos y de ella  hace regresar». Tú has muerto y vuelto a nacer. Vienes del lugar de los muertos a la verdadera Vida. Deja esos vestidos que estuvieron al contacto de sepulcros llenos de asquerosidad. Vive ahora para la gloria tuya: la de servir a Dios con justicia, y poseerlo por la eternidad”. Se sientan en la concavidad de la roca, donde se han amontonado hojas, y pronto el silencio desciende porque el hombre, cansado, se duerme con la cabeza reclinada en el hombro de Jesús que sigue orando.
* Encuentro del Saforín Samuel con J. Iscariote.- ■ Y en una bella mañana de primavera llegan frente a la casa de María de Jacob, por el sendero del arroyo, que está poniéndose otra vez cristalino después del aguacero, y canta con voz más ronca por el mayor nivel de agua. Pedro, que está a la puerta, da un grito y corre al encuentro de ellos. Se abalanza sobre Jesús, que viene bien envuelto en su manto, y le abraza. Dice “¡Maestro, bendito! ¡Qué sábado tan triste me has hecho pasar! No me decidía a partir sin haberte visto antes. ¡Si me hubiera marchado sin tu despedida habría pasado afligido toda la semana!”. Jesús besa sin quitarse el manto. Pedro solo mira a su Maestro y no nota al extraño que ha venido con él. Los otros también han acudido. Judas de Keriot grita: “¡Tú, Samuel!”. Samuel le responde con voz clara: “Yo. El Reino de Dios en Israel está abierto a todos. Entré ya en él”. Judas se ríe de una manera rara, pero no replica. Todos miran ahora al recién llegado. Pedro pregunta: “¿Quién es?”. Jesús: “Un nuevo discípulo. El azar hizo que nos encontráramos. O sea Dios lo quiso. Y el Padre me ordenó que le tomase conmigo, y quiero que hagáis lo mismo. ■ Y, dado que hay gran fiesta cuando alguien entra en el Reino de los Cielos, dejad alforjas y mantos, vosotros que ibais a partir, y vamos a estar juntos hasta mañana. Ahora déjame, Simón, porque le he dado mi túnica, y, estando aquí parado, el aire de la mañana muerde mis carnes”. Pedro: “¡Ya decía yo! ¡De esa manera te vas a enfermar, Maestro!”. Samuel se disculpa: “Yo no quería, pero Él insistió”. Jesús aclara: “Así es. Le había pillado una avalancha y se salvó por su voluntad. Y para que nada de ese momento duro quedase como recuerdo, y viniese con nosotros sin nada sucio, le dije que dejase allí sus vestidos desgarrados y sucios, y le di los míos”. Y mira a Judas de Keriot que vuelve a reírse de ese modo extraño como cuando Jesús dijo que habría fiesta cuando alguien entra en el Reino de los Cielos. Entra en casa sin demora para irse a vestir. Los demás se acercan al recién venido y le dan el saludo. (Escrito el 5 de Febrero de 1947).
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9-563-51 (10-24-158).- En Efraín, Jesús disipa los recelos de Claudia Prócula y cura a su esclavo mudo.
* Jesús rechaza la protección que le ofrece Claudia. Ésta le dice: “Se dice que por tus pecados has perdido todo poder y que por eso vives aquí como desterrado”. ■ Toda Efraín se echa a la calle para ver el insólito hecho de un cortejo de carros romanos cruzándola. Son muchos carros y literas cubiertas, flanqueadas por esclavos, precedidas y seguidas por legionarios. La gente intercambia gestos significativos y se deshace en comentarios. El cortejo, llegado al camino que se desvía hacia Betel y Rama, se separa en dos partes. Se quedan parados un carro y una litera con una escolta de soldados; el resto prosigue. Las cortinas de la litera se descorren un instante y una mano femenina adornada con perlas hace señal al jefe de los esclavos para que se acerque. ■ El hombre obedece sin decir nada. Escucha. Se acerca a un grupo de mujeres curiosas. Pregunta: “¿Dónde está el Rabí de Nazaret?”. Le informan: “En aquella casa. Pero a esta hora normalmente está en el arroyo. Allí hay una pequeña isla. Hacia aquellos sauces. Donde está aquel chopo. Allá pasa orando días enteros”. El hombre vuelve y refiere. La litera se pone de nuevo en movimiento. El carro permanece donde está. Los soldados siguen a la litera hasta las orillas del arroyo y cortan el camino. Solo la litera va, costeando el curso del agua, hasta la altura de la isla, la cual, avanzando la estación climática, se ha poblado mucho de vegetación; es ahora una espesura impenetrable dominada por el tronco y la copa plateada del chopo. Los portadores se suben los vestidos, la litera cruza el riachuelo. Baja Claudia Prócula con una liberta, y Claudia hace a un esclavo negro de la escolta de la litera una señal de seguirla. Los otros vuelven a la orilla. ■ Claudia, seguida por los dos, se adentra en la corta islita, en dirección hacia el chopo que descuella en el centro. Las altas hierbas ahogan el ruido de los pasos. Llega casi al lugar donde está Jesús, absorto, sentado al pie del árbol. Le llama mientras avanza ella sola; contemporáneamente, ordena, con una mirada, de que no la sigan. Jesús alza la cabeza y, al ver a la mujer, se pone en pie enseguida. La saluda, pero permaneciendo erguido contra el tronco del chopo, no muestra ni estupor, ni molestia o enfado por la intrusión. ■ Claudia, después del saludo, va al grano sin rodeos: “Maestro, han venido a mí, mejor dicho: a Poncio, algunos… yo no hago largos discursos. Pero, dado que te admiro, te digo, como habría dicho a Sócrates si yo hubiera vivido en sus días, o a cualquier otro hombre virtuoso perseguido injustamente: «yo no puedo mucho, pero lo que me sea posible lo haré». Y, entretanto, escribiré a donde pueda para otorgarte protección y también… poder.  Muchos que no lo merecen viven en tronos y en altos lugares…”. Jesús: “Dómina, no te he pedido ni honores ni protección. El verdadero Dios te premie tu pensamiento. Pero da tus honores y tus protecciones a quien los ambicione. Yo no los deseo”. Claudia: “¡Ah, esto es lo que quería! ¡Tú eres, entonces, verdaderamente el Justo que yo presentía! ¡Y los otros, tus indignos calumniadores! Fueron a vernos y…”. Jesús: “No hace falta que hables, dómina. Yo sé”. Claudia: “¿Sabes también que se dice que por tus pecados has perdido todo poder y que por eso vives aquí como desterrado?”. Jesús: “También lo sé. Y sé que esta última cosa te ha resultado más fácil de creer que la primera. Porque tu mente pagana tiene capacidad de discernir el poder humano o la bajeza humana de un hombre; pero no puedes todavía comprender lo que es el poder del espíritu. Estás… desilusionada de tus dioses, que en vuestras religiones aparecen en continuas peleas y que apenas tienen poder alguno sujeto a caprichos mutuos. Y crees que así es el Dios verdadero. Pero no es así. Como era cuando me viste la primera vez curar a un leproso, así soy ahora, y así seré cuando parezca completamente destruido”.
* “Dómina, escucha. Según tú ¿es más fácil conquistar por sí solos un reino o hacer renacer una parte del cuerpo que ya no existe?”.- Jesús: “¿Ése es tu esclavo mudo, no es verdad?”. Claudia: “Sí, Maestro”. Jesús: “Dile que se acerque”. Claudia lanza una voz y el hombre se acerca y se postra en tierra entre Jesús y su ama. Su pobre corazón de salvaje no sabe a quién venerar más. Tiene miedo de que, si venera más al Mesías que a su ama, ésta le castigue. Pero, a pesar de todo, mirando primero suplicantemente a Claudia, repite el gesto llevado a cabo en Cesarea (1); toma el pie desnudo de Jesús entre sus gruesas manos negras y, arrojándose rostro en tierra, se pone el pie encima de la cabeza. Jesús, dirigiéndose a Claudia: “Dómina, escucha. Según tú, ¿es más fácil conquistar por sí solos un reino o hacer renacer una parte del cuerpo que ya no existe?”. Claudia: “Conquistar un reino, Maestro. La fortuna ayuda a los audaces. Pero nadie, o sea, solo Tú puedes hacer renacer a un muerto y dar nuevos ojos a un ciego”. Jesús: “¿Por qué?”. Claudia: “Porque… Porque Dios puede todo”. Jesús: “¿Entonces para ti soy Dios?”.  Claudia: “Sí… o, al menos, Dios está contigo”. Jesús: “¿Puede Dios estar en un malvado? Hablo del verdadero Dios, no de vuestros ídolos, que son delirios de quien busca aquello que siente que existe, sin saber lo que es, y se crea fantasmas para apagar el ansia de su alma”. Claudia: “Yo diría que no. No. Diría que no. Nuestros mismos sacerdotes pierden el poder en cuanto caen en culpa”. Jesús: “¿Qué poder?”. Claudia: “Pues… el de leer los signos del Cielo y los oráculos de las víctimas, el vuelo y el canto de las aves. Ya sabes… los augures, los arúspices…”. ■ Jesús: “Sé. Sé. ¿Y entonces? Mira. Y tú alza la cabeza y abre la boca, oh, hombre al que un cruel poder humano privó de un don de Dios. Y por voluntad del Dios verdadero, Único, Creador de cuerpos perfectos, recibe lo que el hombre te quitó”. Ha metido su dedo blanco en la boca abierta del mudo. La liberta, curiosa, no sabe contenerse en su sitio y se acerca para mirar. Claudia está muy agachada observando. Jesús quita el dedo y grita: “Habla, usa la parte renacida para alabar al Dios verdadero”. E inmediatamente como toque de trompeta de un instrumento mudo hasta ese momento, gutural pero neto, responde un grito: “¡Jesús!”, y el negro cae a tierra llorando de alegría, y lame, verdaderamente lame, los pies desnudos de Jesús, como podría hacer un perro agradecido. Jesús: “¿He perdido mi poder, domina? A quienes insinúan esto, dales esta respuesta. Y tú álzate y sé bueno, pensando en lo mucho que te he amado. Te he llevado en mi corazón desde el día de Cesarea. Y contigo a todos los que son como tú. Considerados mercancía, considerados menos que los animales, cuando en realidad sois hombres, iguales al César en cuanto a nacimiento, y quizás mejores que él en cuanto a la voluntad del corazón… ■ Puedes retirarte, dómina. No hay más que decir”. Claudia: “Sí que hay más. Lo que hay es que yo había dudado… Lo que hay es que yo, con dolor, casi creía en lo que se decía de Ti. Y no solo yo. Perdónanos a todas, menos a Valeria, que siempre ha tenido un único pensamiento; más aún, que cada vez más progresa en ese pensamiento. Y también otra cosa: que aceptes mi don: este hombre —ahora que habla, ya no podría servirme— y mi dinero”. Jesús: “No. Ni lo uno ni lo otro”. Claudia: “¡Entonces no me perdonas!”. Jesús: “Si perdono incluso a los de mi pueblo, doblemente culpables de no conocerme en lo que soy, ¿no iba a perdonaros a vosotros, que carecéis de todo conocimiento divino? Mira, he dicho que no aceptaba ni el dinero ni al hombre. Ahora acepto dinero y hombre, y con el dinero emancipo al hombre. Te devuelvo tu dinero porque compro a este hombre. Y le compro para que sea libre, para que vaya a sus tierras y diga que está en la Tierra Aquel que ama a todos los hombres, y que cuanto más infelices los ve más los ama. Ten tu bolsa”. Claudia: “No, Maestro. Es tuya. El hombre es libre de todas formas. Es mío. Te le he donado. Tú le liberas. No es necesario dinero para eso”. ■ Jesús pregunta al hombre: “Bueno, pues… ¿Tienes un nombre?”. Claudia responde: “Le llamábamos Calixto, por chanza, pero cuando fue capturado…”. Jesús: “No importa. Conserva ese nombre. Hazlo verdadero haciéndote hermosísimo en tu espíritu. Ve. Sé feliz, porque Dios te ha salvado”. ¡Marcharse! El negro no se cansa de besar y decir: “¡Jesús!” “¡Jesús!”, y vuelve a ponerse el pie de Jesús en la cabeza,  y dice: “Tú, mi único Amo”. Jesús: “Yo, Yo soy verdadero Padre. Dómina, te encargarás de él para que vuelva a su tierra. Usa el dinero para eso. Y el resto que se le dé a él. Adiós, dómina. No acojas nunca las voces de las tinieblas. Sé justa. Y que sepas conocerme. Adiós, Calixto. Adiós mujer”. ■ Y Jesús pone fin al coloquio. Cruza de un solo salto el arroyo, por la parte opuesta a donde está parada la litera, y se adentra entre los matorrales, los sauces y las cañas. Claudia llama a los portadores de la litera. Pensativa, sube a ella. Pero si Claudia calla, la liberta y el esclavo emancipado hablan por diez, y hasta los legionarios pierden su férrea disciplina ante el prodigio de su lengua renacida. Claudia está demasiado pensativa como para ordenar silencio. Recostada en la litera, hincado el codo en los almohadones, apoyada la cabeza en la mano, no oye nada. Está absorta. Ni siquiera se da cuenta de que la liberta no está con ella, sino que habla como una urraca con los portadores mientras Calixto habla con los legionarios, los cuales, si bien mantienen las filas, no mantienen el silencio. ¡Demasiada emoción para hacerlo! (Escrito el 7 de Febrero de 1947).
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1  Nota  : “repite el gesto llevado a cabo en Cesarea”.- Cfr. Episodio 6-426-412, en este mismo tema “Judas Iscariote”.
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(<Noticias del discípulo Ermasteo.- Echado en tierra —entre un caño que flanquea un sendero y una piedra millar, que indica varias direcciones señalando Norte: Siquem; Poniente: Silo-Jerusalén; Sur: Jericó— encuentra Jesús un hombre entumecido, hecho un montón de harapos y huesos. El hombre, una vez reanimado con la leche que le dio un pastor, cuenta ser de la campiña de Yabnia, cerca del Mar Grande, enfermo de un mal incurable —estómago—, viudo con cinco hijos. A pesar de ser filisteo, cuando se enfermó, se puso en busca del Rabí pues Ermasteo, discípulo de Jesús, le había hablado del Rabí bueno y poderoso, Salvador de todos. En el camino gastó todo el dinero y cuando en Jerusalén oyó que estaba en Efraín, vino hacia aquí, en busca de curación.  Jesús le cura>)
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9-564-62 (10-25-167).- El hombre de Yabnia y el final de Ermasteo. Judas de Keriot, ante ese final.
* Pero ¿acaso no me ha servido evangelizando en lugares donde era desconocido? y ¿acaso no tiene así una vida larga? ¿Qué vida más larga puede haber que la que se conquista en el servicio de Dios? Larga y gloriosa”.- ■ Jesús se sienta junto al curado: “Me hablaste de Ermasteo como si hubiera muerto. ¿Sabes cómo acabó? No quiero de ti sino una sola cosa, que vengas conmigo a Efraín y que narres su final a quien está conmigo. Luego te mandaré a Jericó, a casa de una discípula, para que te ayude en el viaje de regreso”. El hombre de Yabnia dice: “Si lo quieres, iré. De todas formas, ahora que me siento bien, no tengo miedo de morir por el camino. Hasta la hierba me puede alimentar, y no resulta vergonzoso extender la mano, porque he consumido mi dinero no en crápulas sino por un fin honesto”. Jesús: “Lo quiero. Le dirás que me viste, que la espero aquí. Que ya puede venir, que nadie la molestará. ¿Podrás decírselo?”. El hombre de Yabnia: “Lo podré. Pero, ¿por qué te odian, si eres tan bueno?”. Jesús: “Porque muchos hombres tienen dentro de sí un espíritu que los posee. Vamos”. ■ Jesús toma el camino a Efraín. El hombre le sigue seguro. Solo la gran delgadez queda como recuerdo de la enfermedad y de las penurias pasadas. Entre tanto, del pueblo bajan haciendo señas y hablando en alto muchas personas. Llaman a Jesús. Le dicen que se detenga. Jesús no les presta atención, más bien aprieta el paso. Y ellos… detrás. Llega a las cercanías de Efraín… Los cultivadores que se preparan ya para volver a casa, pues el ocaso empieza, le saludan y miran también al hombre que le acompaña. ■ Por un atajo aparece Judas de Keriot. Da como un grito de sorpresa al ver al Maestro. Pero Jesús no se muestra sorprendido en absoluto. Se vuelve al hombre que le acompaña y dice: “Éste es un discípulo mío. Háblale de Ermasteo”. El hombre de Yabnia cuenta: “¡Bien, en pocas palabras se puede decir! Era infatigable en predicar al Mesías, aun después de que —así lo quiso— se separó de su compañero para quedarse con nosotros. Decía que nosotros tenemos más necesidad que todos de conocerte, Rabí, y que él quería darte a conocer en su patria, y que regresaría a tu lado después que hubiese predicado en todos los pueblos, hasta en los más pequeños, tu Nombre. Vivía como un penitente. Si alguna persona compasiva le regalaba un pedazo de pan, la bendecía en tu nombre; si le tiraban piedras, se retiraba, pero bendiciéndolos también. Se alimentaba de fruta del monte o de moluscos marinos que arrancaba de los escollos o sacaba de la arena. Muchos decían que estaba «loco». Pero, en el fondo, nadie le odiaba. Al máximo, le arrojaban de su presencia como a un signo de mal agüero. Un día le encontraron muerto en un camino, muy cerca de la zona de donde soy yo, en el camino que lleva a Judea, casi en el confín. Nadie se supo de qué murió. Pero se dice que le mató uno que no quería que se predicara al Mesías. Tenía una herida grande en la cabeza. Se dijo que un caballo le había atropellado. Yo no lo creo. Extendido sobre el camino, sonreía. Sí, verdaderamente parecía sonreír a las últimas estrellas de la noche más serena de Elul y a los primeros rayos matutinos. Los hortelanos que iban a la ciudad le encontraron y me lo dijeron cuando pasaban por mis limonares. Fui corriendo a ver. Dormía en paz”. ■ Jesús pregunta a Judas: “¿Has oído?”. Iscariote: “He oído. Pero ¿Tú no le habías prometido que te serviría y que viviría una vida muy larga?”. Jesús: “No dije así. El tiempo transcurrido te empaña la mente. Pero ¿acaso no me ha servido evangelizando en lugares donde era desconocido y ¿acaso no tiene así una vida larga? ¿Qué vida más larga puede haber que la que se conquista en el servicio de Dios? Larga y gloriosa”. ■ Judas sonríe con esa sonrisa extraña que me molesta tanto, pero no replica. Mientras tanto, los del pueblecito se han unido a muchos de Efraín y hablan con ellos señalando a Jesús. Jesús ordena a Judas: “Acompaña a este hombre a casa y ocúpate de que se reponga del todo. Se marchará después del sábado, que ya empieza”. Judas obedece. (Escrito el 7 de Febrero de 1947).
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9-565-65 (10-26-169).- El saforín Samuel ha sido turbado por Judas de Keriot.
* Jesús conforta a Samuel.
.   ● Yo no anulo la Ley… Mi palabra no anula el «no hacer esto o aquello» que se encuentra en las tablas, que brevemente dictan lo que es suficiente para que cualquier hombre pueda ser justo a los ojos de Dios. Solo os digo que cumpláis con esas leyes perfectamente, no por temor al castigo de Dios, sino por amor a Él que es vuestro Padre”.- ■ Nuevamente Jesús, solo y absorto, se dirige lentamente hacia la zona espesa del bosque, al oeste de Efraín. Del arroyo sube el rumor del choque del agua,  de los árboles desciende el canto de los pájaros. La luz del sol es tibia bajo el follaje tupido de las ramas, y el caminar sobre la hierba tupida no produce ruido alguno. Los rayos del sol forman una alfombra de aros o de rayos dorados sobre el verdor de las hierbas, y los pétalos de alguna florecilla, heridos directamente por los rayos, resplandecen como si fueran astillas brillantes. Jesús va subiendo hacia el promontorio que sobresale como un balcón sobre el vacío subyacente; un balcón sobre el que se levanta una gigantesca encina de la que penden flexibles ramas de mora o de rosa selvática, hiedras y clemátides, que, no encontrando apoyo en donde nacieron, demasiado estrecho para su exuberante fuerza, se vuelcan hacia el vacío como una cabellera despeinada, y extienden sus ramas esperando asirse a algo. Jesús ha llegado a la cima de este promontorio. Camina hacia su extremidad, haciendo a un lado las ramas. Una bandada de pajarillos huyen impelidos por el miedo. ■ Jesús se para y observa al hombre que le ha precedido allí arriba, casi en el límite del promontorio, hincados los codos sobre el suelo, la cara apoyada en las manos, mira al vacío, hacia Jerusalén. El hombre es Samuel, el antiguo discípulo de Jonatás ben Uziel. Está pensativo. Suspira. Mueve la cabeza… Jesús mueve unas ramas para llamar la atención y al ver que el otro no cae en la cuenta, le echa una piedra que estaba entre la hierba y la echa a rodar hacia abajo por el sendero. El ruido saca de sí al joven, que se vuelve sorprendido y dice: “¿Quién es?”. Jesús: “Yo, Samuel. Me has precedido en uno de mis lugares preferidos para orar”. Y lo hace asomándose tras del tronco de la encina, y lo hace como si hubiera llegado en esos momentos. Samuel, levantándose aprisa y recogiendo el manto que se había quitado para ponérselo abajo: “¡Oh, Maestro… lo siento! Te dejo enseguida el sitio”. Jesús: “No. ¿Por qué? Hay sitio para los dos. Es tan hermoso este lugar. ¡Tan aislado y solitario y suspendido en el vacío, con tanta luz y tanto horizonte adelante! ¿Por qué quieres dejarlo?”. Samuel: “Quiero dejártelo para que ores…”. Jesús: “¿Y no podemos hacerlo juntos, meditar, hablar con el espíritu elevado a Dios… olvidando a los hombres y sus debilidades, pensando en Dios nuestro Padre, en Él que es bueno con todos los que le buscan y le aman con buena voluntad?”. Samuel pone un gesto de sorpresa cuando Jesús dice «olvidando a los hombres y sus debilidades…» mas no replica. Vuelve a sentarse. ■ Jesús se sienta a su lado, en la hierba. “Siéntate aquí. Mira qué limpio está el día. Si tuviéramos ojos como el águila podríamos ver los pueblos que blanquean sobre las cimas de los montes que rodean Jerusalén. Y, tal vez, podríamos ver un punto resplandeciente como una piedra preciosa, en el aire, un punto que haría palpitar nuestro corazón: la cúpula de oro de la casa de Dios… Mira, allá está Betel. Blanquean sus casas, y más allá Berot. ¡Qué astutos fueron los antiguos habitantes de ese lugar y de los aledaños! Pero salió bien, aunque el engaño no sea nunca un arma buena. Salió bien porque los puso al servicio del verdadero Dios. Conviene siempre perder los honores humanos para conquistar la cercanía con lo divino. Aunque aquellos honores humanos eran muchos y de gran valor, mientras que la cercanía con lo divino es humilde y desconocida. ¿No es verdad?”. Samuel: “Así es, Maestro. Igual me pasó a mí”. ■ Jesús: “Pero estás triste, pese a que el cambio debería hacerte feliz. Estás triste. Sufres. Te aíslas. Miras hacia los lugares que has dejado. Pareces un pájaro cautivo que, atrapado entre las barras de su jaula, mirase con mucha añoranza hacia el lugar de sus amores. No digo que no lo hagas, eres libre. Puedes irte y…”. Samuel: “Señor, ¿hablas así porque Judas te ha hablado mal de mí?”. Jesús: “No. Judas no me ha hablado nada. A Mí no me ha hablado nada, pero a ti, sí.  Y tú estás triste por esto, y te aíslas desconsolado por esto”. Samuel: “Señor, si sabes estas cosas sin que nadie te las haya dicho, sabrás también que, si estoy triste, no es por deseos de dejarte o porque me hubiera arrepentido de haberme convertido, ni por la nostalgia del pasado… ni siquiera por temor a los hombres que podrían castigarme. ■ Miraba hacia allá, es verdad, en dirección de Jerusalén pero no por ansia de regresar. Quiero decir, a no por ganas de volver para lo que era antes. Cierto que tengo ganas de regresar allí como un israelita —como todos nosotros— que desea entrar en la casa de Dios y adorar al Altísimo; y no creo que puedas reprocharme eso”. Jesús: “Soy Yo el primero que, en mi doble Naturaleza, sueño con ese altar, y quisiera verlo rodeado de santidad, como corresponde. Como Hijo de Dios, todo aquello que para el Altísimo es honor es para Mí un cántico;  y como Hijo del hombre, como israelita y, por tanto Hijo de la Ley, veo el Templo y el altar como el lugar más sagrado de Israel, el lugar en que nuestra humanidad puede acercarse a lo divino y llenarse del perfume que rodea su trono. ■ Samuel, Yo no anulo la Ley. Es sagrada para Mí porque mi Padre la dio. La perfecciono y pongo en ella cosas nuevas. Puedo hacerlo porque soy su Hijo. Para eso me mandó, para fundar el Templo espiritual de mi Iglesia, contra la que ni el tiempo ni los hombres, ni los demonios podrán hacer algo. Pero las tablas de la Ley tendrán necesariamente un puesto de honor en mi Iglesia, pues son eternas, perfectas, intocables. Mi palabra no anula el «no hacer esto o aquello» que se encuentra en las tablas, que brevemente dictan lo que es suficiente para que cualquier hombre pueda ser justo a los ojos de Dios. Solo os digo que cumpláis con esas leyes perfectamente, no por temor al castigo de Dios, sino por amor a Él que es vuestro Padre. He venido para que pongáis vuestra mano filial en la de vuestro Padre. ¡Cuántos siglos hace que esas manos están separadas! El castigo las separaba, la Culpa las separaba. Pero, llegado el Redentor, el pecado está para ser anulado. Las barreras caen. Nuevamente sois hijos de Dios”.
.  ● ¡Cuántas tristezas saben darse los hijos del hombre! En verdad que, Satanás sabe aprovecharse de esta tendencia de ellos para sumirlos en el terror y separarlos de la Alegría que sale a su encuentro para salvarlos”.- ■ Samuel: “Es verdad. Tú eres bueno y me consuelas. Siempre. Y sabes las cosas. Por lo cual no te voy a manifestar mi angustia. Pero te pregunto: ¿Por qué los hombres son tan perversos, tan necios, tan imbéciles? ¿Qué mañas usan para podernos sugestionar diabólicamente al mal?; y nosotros, ¿por qué somos tan ciegos, que no vemos la realidad y creemos las mentiras?; ¿y cómo podemos llegar a ser así demonios?; ¿¡y persistir estando a tu lado!? Miraba allá y pensaba… Sí, pensaba en cuánto veneno sale de allá para hacer mal a los hijos de Israel. Pensaba cómo la sabiduría de los rabinos puede desposarse con tanta maldad que sea capaz de arrastrar al hombre al engaño… Pensaba yo, sobre todo pensaba en que…”. Samuel, que había hablado con ímpetu se detiene y baja la cabeza. ■ Jesús termina la frase “… por qué Judas mi apóstol, es lo que es, y me causa dolor a Mí, lo causa a quienes me rodean o a quien viene a Mí, como tú  has venido. Lo sé. Judas trata de alejarte de aquí, y te hace insinuaciones y se burla…”. Samuel: “No solo a mí. Sí, envenena mi alegría de haber entrado en la justicia. Me la envenena  con tantas mañas, que me veo aquí como un traidor, de mí mismo y tuyo. De mí, porque me engaño creyendo ser mejor, cuando en realidad voy a ser la causa de tu ruina. De veras que yo todavía no me conozco… y podría, si encontrase a los del Templo, ceder a mi propósito y ser… ¡Oh!, si lo hubiera hecho antes de ahora, habría tenido el atenuante de que no te conocía en lo que Tú eres, porque solamente sabía de Ti lo que me habían dicho para hacer de mí un maldito… ¡Pero si lo hiciese ahora! ¡Cuál no será la maldición que caerá sobre el traidor del Hijo de Dios! Estaba yo aquí… ■ pensando. Sí, pensaba a dónde huir para ponerme al amparo de mí mismo y de ellos. Pensaba en huir a algún lugar lejano, para unirme a los de la Diáspora. Lejos, lejos, para impedirle al demonio hacerme pecar… Tiene razón tu apóstol, de desconfiar de mí. Me conoce. Nos conoce a todos porque conoce a los jefes… Tiene razón de dudar de mí. Cuando dice: «¿Pero no sabes que Él nos dice que seremos débiles? ¡Imagínate, nosotros que somos sus apóstoles y que llevamos con Él tanto tiempo! ¿Y tú, que todavía hueles al viejo Israel, y que acabas de llegar, y además, que has llegado en unos momentos que a nosotros nos hacen temblar, crees que vas a tener fuerzas para seguir siendo justo?». Tiene razón”. Samuel, desconsolado, baja la cabeza. ■ Jesús: “¡Cuántas tristezas saben darse los hijos del hombre! En verdad, Satanás sabe aprovecharse de esta tendencia de ellos para sumirlos en el terror y separarlos de la Alegría que sale a su encuentro para salvarlos. Porque la tristeza del corazón, el miedo al mañana, las preocupaciones son siempre armas que el hombre pone en manos de su enemigo, el cual le aterroriza con los mismos fantasmas que el propio hombre se crea. Y hay otros hombres que, en verdad, hacen alianza con Satanás para ayudarle a aterrorizar a sus hermanos”.
.   “¡Oh, Dios no desilusiona a los «buenos» deseos del hombre pues Él es quien los enciende en vuestros corazones. Es Él, providente y sabio, el que crea las circunstancias para ayudar a esos deseos”.- ■ Jesús prosigue: “Pero, óyeme, ¿no hay un Padre en el Cielo? ¿No es acaso un Padre que así como cuida de la hierba nacida en la hendidura de la roca, así puede cuidar de su hijo que quiere firmemente servirle? ¡Oh, Dios no desilusiona a los «buenos» deseos del hombre, porque Él es quien los enciende en vuestros corazones! Es Él, providente y sabio, el que crea las circunstancias para favorecer el deseo de sus hijos, y no solo para eso, sino también para enderezar y perfeccionar un deseo de honrarle que va por caminos imperfectos, para que sea un deseo de honrarle por caminos justos. Tú te encuentras entre éstos. Creíste, y estabas convencido de que persiguiéndome honrabas a Dios. El Padre vio en tu corazón no el odio, sino deseo de darle gloria, arrebatando del mundo al que te habían dicho que era enemigo de Dios y corruptor de almas. Entonces creó las circunstancias para escuchar tu deseo de darle gloria. Y por eso estás ahora entre nosotros. ¿Quieres pensar que Dios te abandone ahora que te ha traído aquí? Solo si tú lo abandonases podría vencerte la fuerza del mal”. Samuel responde firmemente: “No quiero. Es mi voluntad sincera”. Jesús: “Entonces, ¿de qué te preocupas? ¿De las palabras de un hombre? Déjalo que diga. Él piensa a su modo. El pensamiento del hombre es siempre imperfecto. ■ De todas formas, me ocuparé de esto”. Samuel: “No quiero que le reprendas. Me basta que me asegures que no pecaré”. Jesús: “Te lo aseguro. No te sucederá porque no quieres que te suceda. Porque, mira, hijo mío, de nada te valdría ir a la Diáspora, y ni siquiera el ir hasta los confines de la tierra, para preservar tu alma del odio al Mesías y del castigo por ese odio. En Israel muchos no se mancharán materialmente con el Crimen, pero no serán menos culpables que los que me condenen y dicten mi sentencia. ■ Contigo puedo hablar de estas cosas, porque tú sabes que todo está dispuesto para esto. Conoces los nombres y las intenciones de mis enemigos más encarnizados. Tú lo has dicho: «Judas nos conoce a todos, porque conoce a los jefes». Pero si es verdad que él os conoce, también vosotros que no sois jefes, que sois como sus lacayos, conocéis lo que se está preparando entre manos, y en qué forma, y quién lo hace, qué planes se fraguan, qué medios se preparan… Por eso, puedo hablar contigo. No lo podría hacer con otros… Otros no saben lo que sé padecer y compadecer…”. Samuel: “Maestro, ¿y cómo es que conociendo así las cosas te muestras tan…?… ¿Quién viene subiendo?”. Samuel se levanta para ver. Exclama: “¡Judas!”.
*  Valor del dolor y de la felicidad para el Redentor.- ■ Iscariote, dirigiéndose a Samuel: “Sí, soy yo. Me dijeron que por aquí había pasado el Maestro. Y, sin embargo, te encuentro a ti. Entonces me vuelvo y te dejo con tus pensamientos” y se ríe con esa risita suya tan insincera, que es más lúgubre que el lamento de una lechuza. Jesús, mostrándose detrás de Samuel: “Estoy también Yo. ¿Me necesita alguien en el pueblo?”. Iscariote: “¡Ah, Tú! ¡Entonces estabas en buena compañía, Samuel! Y también Tú, Maestro…”. Jesús: “Dices bien. La compañía de uno que abraza la justicia es siempre buena. Me buscabas para estar conmigo, ¿no? Ven. Aquí hay sitio para ti. Y también para Juan, si estuviera contigo”. Iscariote: “Está allá abajo, con peregrinos. Y no es necesario que vayas. Van a estar todo el día de mañana. ■ Juan los ha distribuido en nuestros lechos para mientras estén. Es feliz en hacerlo. Todo le contenta. En verdad que os asemejáis. No comprendo cómo lográis estar siempre contentos y con todo, hasta con las cosas más… fastidiosas”. Samuel exclama: “¡Esa es la misma pregunta que iba hacerle yo cuando llegaste!”. Iscariote: “¿Ah, sí? Entonces tampoco tú te sientes feliz, y te sorprende el que otros, en condiciones todavía más… duras que las nuestras, puedan sentirse felices”.  Samuel: “Yo no soy infeliz. No me refiero a mí. Pienso solo que de dónde saca el Maestro la serenidad que tiene, pese a que no ignora su futuro”. Iscariote: “¿De dónde? ¡Del Cielo! Es natural. Es Dios. ¿Lo dudas acaso? ■ ¿Puede un Dios sufrir? Él está sobre el dolor. El amor del Padre es para Él como… como un vino que embriaga. Y vino embriagador es para Él la convicción de que sus acciones… son la salvación del mundo. Y… bueno ¿puede tener reacciones físicas como nosotros, humildes seres humanos? Esto sería contrario al buen sentido. Si Adán, cuando era inocente, no conoció ningún tipo de dolor, ni lo hubiera conocido si siempre se hubiera conservado inocente, Jesús, el… el Super-inocente, la criatura… no sé si llamarla increada, pues que es Dios, o creada porque tiene padres… ¡Oh, Maestro mío, cuántos «porqués» insolubles para los que vengan después! Si Adán era ajeno al dolor por su inocencia, ¿puede pensarse que puedas sufrir?”. ■ Jesús tiene agachada la cabeza. Ha vuelto a sentarse sobre la hierba. Su pelo hace de velo para su rostro, y por eso no veo su expresión.  Samuel, en pie, frente a Judas, que también está de pie, rebate: “Si debe ser el Redentor, debe sufrir realmente. ¿No te acuerdas de David y de Isaías?”. Iscariote: “Sí. Pero aunque veían la figura del Redentor, no veían el auxilio inmaterial por el que el Redentor aunque fuese, digamos, torturado, no sentiría”. Samuel: “¿Cuál? Una criatura podrá amar el dolor, o padecerlo con resignación, según la perfección de su justicia. Pero siempre lo sentirá. Si no lo sintiese… no sería dolor”. Iscariote: “Jesús es Hijo de Dios”. Samuel: “¡Pero no es un fantasma! ¡Es un verdadero hombre! El cuerpo sufre si se le tortura. El hombre sufre si es ofendido o despreciado”. Iscariote: “Su unión con Dios elimina en Él estas cosas humanas”. ■ Jesús levanta su cabeza y habla: “En verdad te digo, Judas, que sufro y sufriré como hombre y más que ningún hombre. Pero puedo, a pesar de ello, ser feliz por tener la santa y espiritual felicidad de aquellos que han obtenido la liberación de las tristezas de la Tierra por haber abrazado la voluntad de Dios como única meta suya. Puedo ser feliz porque he superado el concepto humano de la felicidad, la inquietud de no poseer la felicidad, esa felicidad como los hombres se la imaginan. Yo no voy tras eso que, según el hombre, constituye la felicidad, sino que pongo mi alegría precisamente en aquello que está en el polo opuesto de lo que el hombre persigue como felicidad. Las cosas de las que el hombre huye, las cosas que el hombre desprecia, porque le producen fatiga y dolor, representan para mí la cosa más dulce. Yo no miro a la hora concreta, sino a las consecuencias que esa hora puede crear en la eternidad. Mi episodio cesa, pero su fruto permanece. Mi dolor termina, sus valores, no. ¿Y qué interés tiene para mí una hora de eso que se dice «ser felices» en la Tierra, una hora alcanzada tras haberla perseguido durante años y lustros, si luego esa hora no puede venir conmigo a la eternidad como gozo; si debiera gozarla Yo solo, sin hacer partícipes de ese gozo a aquellos a quienes amo?”. ■Iscariote exclama: “¡Pero si Tú triunfaras, nosotros, tus seguidores, tendríamos parte en tu felicidad!”. Jesús: “¿Vosotros? ¿Y qué sois vosotros respecto a las multitudes, presentes, pasadas, futuras, a las que mi dolor dará la alegría? Yo veo más allá de la felicidad terrena. Mi mirada va a lo sobrenatural. Veo que mi dolor se transforma en gozo eterno para una multitud de criaturas. Abrazo el dolor como la fuerza más poderosa para alcanzar la felicidad perfecta, que consiste en amar al prójimo hasta el punto de sufrir para darle la alegría, hasta el punto de morir por él”. Iscariote replica: “No comprendo esta felicidad”. Jesús: “Todavía no eres sabio. De otro modo la comprenderías”. Iscariote: “¿Y Juan lo es? Es más ignorante que yo”. Jesús: “Hablando humanamente sí, pero tiene la ciencia del amor”. Iscariote: “Está bien. Pero no creo que el amor impida a los palos ser palos y a las piedras ser piedra y producir dolor en el cuerpo golpeado por ellos. Siempre has dicho que amas el dolor porque para Ti es amor. Pero cuando realmente seas preso y torturado —en el caso de que eso sea posible— no sé si seguirás pensando de igual modo. Piensa mientras puedes escapar al dolor. ¿Será horrible, sabes? Si los hombres te llegan a capturar… ¡oh, no tendrán contemplaciones contigo!”. ■ Jesús le mira con semblante palidísimo. Sus abiertos ojos parecen mirar, más allá de la cara de Judas, las torturas que le esperan, y sin embargo envueltos en esta tristeza siguen siendo suaves y dulces, sobre todo serenos: los ojos limpios de un inocente. Responde: “Lo sé. Y sé aun lo que no sabes; mas espero en la misericordia de Dios. El que es misericordioso con los pecadores, tendrá también misericordia de Mí. No le pido que no sufra, sino de saber sufrir. Vámonos. Samuel, adelántate un poco y dile a Juan que pronto estaré allí”. Samuel se inclina y ligero va.
* “No. No eres espía, Judas. Eres un demonio. Has robado a la serpiente su prerrogativa de seducir y de engañar para apartar de Dios”.- ■ Jesús empieza a bajar. El atajo es tan estrecho que va uno tras del otro. Esto no impide a Judas decir: “Te fías mucho de ese hombre, Maestro. Te dije ya quién es. El más exaltado y revoltoso de los discípulos de Jonatás. Ahora ya es tarde. Te pusiste en sus manos. Es un espía. Y pensar que Tú más de una vez, y los otros más que Tú, habéis pensado que lo fuera yo… Yo no soy espía”. Jesús se detiene y se vuelve. Dolor y majestad se funde en su rostro, en su mirada. Dice: “No. No eres espía. Eres un demonio. Has robado a la serpiente su prerrogativa de seducir y de engañar para apartar de Dios. Tu comportamiento no es ni piedra ni palo, pero me hiere mucho más que los golpes de las piedras o de los palos. ¡Oh, en mi atroz padecimiento nada superará a tu comportamiento en capacidad de dar martirio al Mártir!”. ■ Jesús se lleva las manos al rostro, como para esconderse del horror, luego se apresura a bajar por el atajo. Judas detrás le grita: “Maestro, Maestro, ¿por qué me causas dolor? Ese falso me calumnió… ¡Escúchame Maestro!”. Jesús no le hace caso. Corre, vuela. Pasa sin  detenerse junto a los bosquecillos o junto a los pastores que le saludan. Pasa, saluda, pero no se detiene. Judas se resigna a no hablar… Están casi abajo cuando se cruzan con Juan…  Judas, de repente, se acuerda de que tiene que ir a quién sabe qué lugar, y se marcha casi corriendo.
* “Así es, Maestro… ¿pero llegará alguna vez Judas a tu puerto? Dímelo…”. “Juan, ¡no me hagas ver el futuro de uno de mis mejores amigos! ¡Tengo ante mi vista el futuro de millones de almas para las que será inútil mi dolor!…”.- ■ Se quedan Jesús y Juan. Éste mira a Jesús sin decirle nada, con una mirada envuelta en un profundo cariño. Jesús levanta su cabeza y se encuentra con la mirada del predilecto. Su rostro brilla de alegría al verle. Juan pregunta: “¿Ha vuelto Judas a causarte dolor, no es verdad? Lo mismo habrá hecho a Samuel”. Jesús: “¿Por qué? ¿Te ha hablado de eso?”. Juan: “No. Pero lo he comprendido. Solo dijo: «Generalmente si se convive con buenos, se hace uno bueno, pero Judas, pese a que viva con el Maestro, desde hace tres años, no lo es. Está corrompido en lo profundo de su ser, y la bondad de Jesús no penetra en él porque es un perverso». No supe qué responder… porque es verdad… ■ ¿Pero por qué es así Judas? ¿Es posible que no cambie nunca? Y, sin embargo… todos recibimos las mismas lecciones… y cuando vino con nosotros, no era peor que nosotros…”. Jesús: “¡Querido Juan!”, y al besarle en la frente le responde: “Hay criaturas que parecen vivir para destruir el bien que hay en ellas. Tú eres pescador y sabes lo que sucede a la vela cuando el ventarrón se echa sobre ella. Tanto se baja hacia el agua, que vuelca casi la barca y se convierte en peligro para ésta, de modo que hay veces en que es necesario arriarla, de otro modo en lugar de salvar, llevaría a la muerte. Pero si el ventarrón cesa, aunque sea por unos instantes, la vela se hincha y veloz corre hacia el puerto. Lo mismo sucede con muchas almas. Basta con que el ventarrón de las pasiones se aplaque, para que esa alma plegada y a punto de irse a pique por el… por lo que no es bueno, vuelva a sentir aspiraciones hacia el Bien”. Juan: “Así es, Maestro… ¿pero llegará alguna vez Judas a tu puerto? Dímelo…”. Jesús: “¡No me hagas ver el futuro de uno de mis mejores amigos! ¡Tengo ante mi vista el futuro de millones de almas para las que será inútil mi dolor!… Tengo ante mis ojos todas las maldades del mundo… La náusea me perturba. La náusea de todo este bullir de cosas inmundas que como río cubre la Tierra y la cubrirá con formas diversas, pero siempre horribles para la Perfección, hasta el fin de los siglos. ¡No me hagas ver! ¡Deja que encuentre un poco de descanso al estar contigo, que eres realmente mi consuelo!” y Jesús le da una manifestación de cariño al besarlo en su frente. ■ Entran en casa. En la cocina está Samuel cortando la leña para ayudar a la anciana. Jesús pregunta a la mujer: “¿Están durmiendo los peregrinos?”. María de Jacob: “Me parece que sí. No oigo ningún ruido. Ahora voy a llevar el agua para sus animales. Están debajo de la leñera”. Juan, cargándose con los dos cubos llenos de agua, dice: “Yo lo hago, madre. Mejor, ve tú a la casa de Raquel. Me prometió un poco de queso fresco. Dile que se lo pagaré el sábado”. ■ Se quedan Jesús y Samuel solos. Jesús se acerca a Samuel que, agachado hacia el fuego, está soplando para que encienda la llama. Le pone una mano en los hombros y le dice: “Judas nos interrumpió allá arriba… Quiero avisarte que te enviaré con mis apóstoles para el día después del sábado. Tal vez sea lo mejor…”. Samuel: “Gracias, Maestro. Siento perder tu compañía, pero te encontraré en tus discípulos. Y prefiero, sí, estar lejos de Judas. No me atrevía a pedírtelo…”. Jesús: “Está bien. Arreglado. Compadécele, como lo hago. No digas nada a Pedro, ni a nadie…”. Samuel: “Sé guardar un secreto, Maestro”. Jesús: “Luego vendrán los discípulos, entre los que están Hermas, Esteban e Isaac, sabios, justos. Te encontrarás bien, entre verdaderos hermanos”. Samuel: “Sí, Maestro. Tú comprendes a uno y le ayudas. Eres en realidad el Maestro bueno” y se inclina a besarle la mano. (Escrito el 10 de Febrero de 1947).
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9-566-80 (10-27-181).- En Efraín, el día de la llegada, primero, de Elisa y Nique y, después, de Lázaro con la Madre, discípulas/os y un largo séquito de galileos y samaritanos.
*  Elisa y Nique refieren noticias de Jerusalén: Pilatos, Valeria (se ha hecho prosélito), Claudia.- Sospechas de los apóstoles sobre los más cercanos a ellos.- ■ Dice Zelote: “¡Llaman! ¡Tienen que ser las discípulas!…”. Pedro se quita el delantal manchado y, corriendo, sigue al Zelote, que presurosamente ha ido hacia la puerta de casa. Aparecen por las distintas puertas los otros que están en casa, y todos gritan: “¡Ahí están! ¡Son ellas!”. Pero, cuando se abre la puerta, se quedan tan claramente desen­cantados al ver a Elisa y a Nique, que las dos discípulas preguntan: “¿Pero ha sucedido algo?”. Pedro dice: “¡No! ¡No! Es que… creíamos que fuera la Madre y las discípulas galileas…”. Elisa dice: “¡Ah!, y os habéis llevado un chasco. Nosotras, sin embargo, esta­mos muy contentas de veros y de saber que está para llegar María”. Judas Tadeo saluda por todos: “Un chasco, no… ¡Bueno, desilusionados! ¡Pero, venid! ¡Entrad! Paz a las buenas hermanas”. Elisa: “También a vosotros. ■ ¿El Maestro no está?”. Zelote explica: “Ha salido con Juan al encuentro de María. Se sabe que viene por el camino de Siquem en el carro de Lázaro”.  Entran en casa mientras Andrés se ocupa del burrito de Elisa. Nique ha venido a pie. Hablan de lo que sucede en Jerusalén. Preguntan por los amigos y discípulos… por Analía, María y Marta y el anciano Juan de Nobe, José, Nicodemo… por muchos otros. La ausencia de Judas Iscariote permite que hablen en paz y abiertamente. ■ Es más, Elisa, mujer anciana y de experiencia, y que estuvo en los tiempos de Nobe en contacto con Judas y que ya le conoce muy bien, y que «le ama sólo por amor a Dios», como dice abiertamente, pregunta si está en casa, no unido a los otros por algún capricho, y solo después de que sabe que está fuera para las compras, habla de lo que sabe. Dice: “En Jerusalén parece todo calmado; es más, ya no se hace preguntas a los discípulos conocidos. Se comenta que eso es así porque Pilatos ha hablado enérgicamente a los del Sanedrín, recordándoles que la justicia en Palestina la ejercita sólo él, y que, por tanto, dejen ya ese asunto”. Nique observa: “Pero también se dice —y es precisamente Mannaén el que lo dice, y con él otros, o mejor dicho, otras, porque la otra voz es Valeria— que Pilatos está verdaderamente tan cansado de estos disturbios que tienen agitado al País y que pueden causarle problemas, e incluso, impresionado por la insistencia con que los judíos le insinúan que Jesús lo que quiere es proclamarse rey, que, si no fuera por los informes concordantes y favorables de los centurio­nes y, sobre todo, por las presiones de su mujer, acabaría por castigar al Mesías, por ejemplo con el destierro, con tal de quitarse ya de enci­ma estos problemas”. ■ Zelote dice: “¡Sólo faltaría eso! ¡Y es capaz de hacerlo! ¡Muy capaz! Es el más leve de los castigos romanos, y el más usado después de la flagela­ción. ¡Pero os lo imagináis! Jesús solo, ¡quién sabe en qué lugar! Y nosotros desperdigados…”. Pedro dice: “¡Ya, ya! ¡Desperdigados! Eso lo dices tú. A mí no me desperdi­gan. Voy detrás de Él…”. Bartolomé le dice:  “¡Simón! ¡Simón! ¿Eres tan ingenuo como para pensar que te de­jarían? Te atan como a un galeote y te llevan a donde quieran ellos; a lo mejor incluso a las galeras, o a una de sus prisiones, y no puedes seguir al Maestro”. Pedro se alborota el pelo, inseguro, descorazonado. Zelote dice: “Se lo diremos a Lázaro. Lázaro irá abiertamente donde Pilatos, que, sin duda, le recibirá con mucho gusto, porque a estos gentiles les gusta ver seres extraordinarios…”. Pedro dice abatido: “¡Habrá ido a verle antes de salir y ya Pilatos no tendrá deseos de recibirle de nuevo!”. Zelote: “Entonces irá como hijo de Teófilo. O acompañará a su hermana María a ver a las damas. Eran amigas cuando… bueno, en fin, cuando María era pecadora…”. ■ Nique dice: “¿Sabéis que Valeria, después de que su marido se ha divorciado se ha hecho prosélito? Valeria ha tomado una decisión seria. Lleva una vida de mujer justa que es un ejemplo para muchos de nosotros. Ha emancipado a sus esclavos y los instruye a todos en orden al verdadero Dios. Había tomado una casa en Sión. Pero, ahora que Claudia ha venido, ha vuelto donde ella…”. Pedro: “¿Entonces?…”. Nique: “No. A mí me ha dicho: «En cuanto venga Juana, voy con ella. Pero ahora quiero convencer a Claudia»… ■ Parece que Claudia no logra superar el límite suyo en orden a creer en Cristo; para ella es un sabio, nada más… Incluso parece que, antes de ir a la ciudad, se hubiera intranquilizado bastante por las voces que corrían y, que, escéptica, hubiera dicho: «Es un hombre como nuestros filósofos y no de los mejores porque su palabra no corresponde con su vida», y parece que ha tenido unos… unas… en definitiva que se haya permitido una serie de cosas que antes había abandonado”. Bartolomé sentencia: “Era de esperar. ¡Almas paganas! ¡Mmm! Una buena puede haberla… ¡Pero las otras!… ¡Inmundicias! ¡Inmundicias!”. ■ Judas Tadeo pregunta: “¿Y José?”. Elisa dice: ¿Quién? ¿El de Séforis? ¡Tiene un miedo! ¡Ah! Ha estado vuestro hermano José. Llegó y se marchó enseguida, pero pasando por Betania para decir a las hermanas que a toda costa le impidan al Maestro ir a la ciudad y quedarse allí. Yo estaba allí y lo oí. Así supe también que José de Séforis ha tenido muchos problemas y ahora tiene mucho miedo. Vuestro hermano le ha encargado de que esté al corriente de los complots que se traman en el Templo. Ese hombre de Séforis lo puede saber por medio de ese pariente que es marido no sé si de la hermana o de la hija de la hermana de su mujer, y que tiene unos cometidos en el Templo”. ■ Santiago Zebedeo: “¡Cuántos miedos! Ahora, cuando vayamos a Jerusalén, quiero mandar a mi hermano a casa de Anás. Podría ir también yo porque también yo conozco bien a ese viejo zorro. Pero Juan sabe hacer mejor las cosas. Y Anás le apreciaba mucho, entonces, cuando escuchá­bamos las palabras de ese viejo lobo… ¡creyendo que era un cordero! Le mandaré a Juan, que sabrá soportar incluso improperios sin reaccionar. Yo… si me pronunciara maldiciones contra el Maestro, o solo con que las pronunciara contra mí porque le sigo, le saltaría al cuello y apretaría ese viejo cuerpajo como si estuviera escurriendo una red. ¡Le haría vomitar esa alma torva que tiene dentro! ¡Aunque tuviera a su alrededor a todos los soldados del Templo y a los sacerdotes!”. Andrés dice escandalizado: “¡Si te oyera el Maestro hablar así!”. Santiago Zebedeo: “¡Lo digo precisamente porque no está!”. Pedro dice: “¡Tienes razón! No eres el único que tiene ciertos deseos. ¡Yo también los tengo!”. Judas Tadeo dice: “Yo también, y no sólo respecto a Anás”. ■ Pedro: “Si es por eso… a muchos les encendería yo el pelo. Tengo una lista larga… Esos tres carcamales de Cafarnaúm —excluyo al fariseo Simón, porque parece pasablemente bueno—, esos dos lobos de Esdrelón y ese viejo montón de huesos de Cananías, y luego… bueno, una degollina, os digo que una degollina en Jerusalén, y el primero Elquías. ¡Me tienen ya hasta la coronilla todas esas serpientes apostadas al acecho!”. Pedro está furioso. ■ Judas Tadeo, diciéndolo con calma, con esa calma suya glacial, pero aún más impresionante que si estuviera furioso como Pedro, dice: “Y yo te ayudaría. Pero… quizás empezaría por eliminar las serpientes que están cercanas”. Pedro: “¿Quién? ¿Samuel?”. Judas Tadeo: “¡No, no! No tenemos cerca sólo a Samuel. ¡Hay muchos que muestran una cara y tienen un alma distinta de la cara que muestran! Yo no los pierdo de vista. Nunca. Quiero estar seguro antes de actuar. ¡Pe­ro cuando lo esté…! La sangre de David es caliente, y también la de Galilea. Las dos, por línea paterna y por línea materna, están en mí”. Pedro dice: “¡Si llega el caso, me lo dices, eh! Que te ayudo…”. Judas Tadeo: “No. La venganza de la sangre corresponde a los parientes. A mí me corresponde”.
* Elisa levanta el ánimo excitado de los apóstoles invitándoles al amor y a abandonar la venganza… “De Moisés quedan los diez mandamientos de piedad, de bondad y justicia que Jesús ha resumido y perfeccionado en su mayor mandamiento: «Amar a Dios con todo vuestro ser, amar al prójimo como a vosotros mismos, perdonar a quien nos ofende, amar a quien nos odia»”.- ■ Elisa: “¡Pero, hijos! ¡Hijos! ¡No habléis así! ¡No es eso lo que enseña el Maestro! ¡Parecéis cachorros de león furiosos, en vez de ser los corderos del Cordero! Abandonad tanto espíritu de venganza. ¡Han quedado muy atrás ya los tiempos de David! ¡Jesús ha anulado la ley del talión! Él deja los diez mandamientos inmutables pero anula las duras leyes mosaicas. De Moisés quedan los diez mandamientos de piedad, de bondad, justicia que nuestro Jesús ha resumido y perfeccionado en su mayor mandamiento: «Amar a Dios con todo vuestro ser, amar al prójimo como a vosotros mismos, perdonar a quien nos ofende, amar a quien nos odia». ¡Oh, perdonad si yo siendo mujer me he atrevido a enseñar a mis hermanos, y mayores que yo! Pero soy una madre anciana. Y una madre puede hablar siempre. Creédmelo, hijos míos. ■ Si vosotros mismos convocáis a Satanás odiando a vuestros enemigos, teniendo deseos de venganza, Satanás entrará en vosotros, y os corromperá. Satanás no es una fuerza. Creédmelo. Fuerza es Dios. Satanás es debilidad, es peso, es entumecimiento. No seríais capaces ni de mover un dedo, no solo contra vuestros enemigos, sino tampoco para ofrecer una caricia a nuestro afligido Jesús, si el odio y la venganza os encadenaran. ¡Ea hijos míos! Todos hijos, aun vosotros que tenéis más años que yo. Todos hijos para una mujer que os quiere, para una madre que ha vuelto a encontrar la alegría de ser madre, amándoos a todos como a hijos. No queráis afligirme por haber perdido de nuevo y para siempre a mis hijos amados; porque si morís con el odio o con el crimen en el corazón, habréis muerto para siempre y no podremos reunirnos allá arriba, alegres, alrededor de nuestro amor común: Jesús. ■ Prometedme aquí, enseguida, a mí, que os lo suplico, a una pobre mujer, a una pobre madre, que no abrigaréis más estos pensamientos. ¡Oh, hasta vuestras caras se cambian! ¡Me parecéis desconocidos, distintos! ¡Tan dulces como erais! ¿Qué está pasando ahora? Escuchadme. María os diría las mismas palabras con mayor fuerza porque Ella es María. Pero es mejor que Ella no sepa todo el dolor… ¡Pobre Madre! ¿Pero qué pasa? ■ ¿Debo creer acaso que surge la hora de las tinieblas, la hora que se tragará a todos, la hora en que Satanás será rey de todos, menos del Santo, y descarriará también a los santos, aun a vosotros, haciéndoos viles, perjuros, crueles como es él? ¡Hasta ahora siempre he esperado! ¡Pero ahora! Ahora temo y tiemblo por vez primera. Veo que en este sereno cielo de Adar se ensancha, invade la espesa oscuridad que se llama Lucifer y veo que a todos os llena en su negrura, y os da venenos que os intoxican. ¡Tengo miedo!”. Elisa, que ya desde hacía rato sollozaba aunque sin estremecimientos, da rienda suelta a su llanto, apoyada la cabeza sobre la mesa. ■ Los apóstoles se miran entre sí. Luego, tratan de consolarla. Ella no quiere consuelos, lo asegura: “Solo vale una cosa: vuestra promesa. ¡Por vuestro bien! Para que Jesús no tenga entre sus dolores el mayor: el de veros condenados, a vosotros que sois a los que ama sobre todos”. Los apóstoles prometen: “¡Sí, Elisa, si esto es lo que quieres! ¡No llores, mujer! Te lo prometemos. Escucha. No levantaremos ni siquiera un dedo contra ninguno. No vamos  ni siquiera a mirar, para no ver. ¡No llores, no llores! Perdonaremos a quien nos ofenda. Amaremos a quien nos odie. ¡No llores!”. Elisa levanta su cara arrugada resplandeciente en lágrimas y dice: “Acordaos que me lo habéis prometido. ¡Repetidlo!”. Apóstoles: “Te lo prometemos, mujer”. Elisa: “Queridos hijos míos, ahora sí que me agradáis. Veo que sois buenos. Ahora que mi aflicción se ha acabado, ahora que os habéis limpiado de ese amargo fermento y habéis vuelto a ser puros como antes, ■ preparémonos para recibir a María. ¿Qué falta por hacer?”, y termina secándose los ojos. Apóstoles: “La verdad es que… ya lo habíamos hecho nosotros. Como hombres. Pero María de Jacob nos ha ayudado. Es una samaritana, pero muy buena. Ahora la conocerás. Está en el horno cuidando del pan. Está sola. Sus hijos muertos u olvidados de ella, los bienes esfumados, y, sin embargo, no guarda rencor”. Elisa: “¡Ah, lo veis! ¿Veis que hay alguien que sabe perdonar aun entre los paganos y samaritanos? Debe ser terrible, no lo olvidéis, perdonar a un hijo… ¡Mejor muerto que pecador!”.
* Elisa refiere su encuentro con María de Simón, angustiada por su hijo; y las maniobras del Templo por agitar a la gente.-Elisa: “¿Estáis seguros que Judas no está?”. Pedro: “Si no se ha transformado en pájaro, no puede estar, porque las ventanas están abiertas, pero, menos ésta, todas las puertas están cerradas”. Elisa refiere: “Bueno… María de Simón estuvo en Jerusalén con su pariente. Fue a ofrecer sacrificios en el Templo y luego fue a vernos. Parece una mártir. ¡Qué afligida está! Me preguntó, nos preguntó a todas si sabíamos algo de su hijo, que si estaba con el Maestro. Si siempre había estado”. Andrés pregunta sorprendido: “¿Qué le pasa a esa mujer?”. Tadeo responde: “Que tiene un hijo, ¿te parece poco?”. Elisa explica: “Yo la conforté. Quiso que fuéramos al Templo con ella. Fuimos todos a orar… Luego se fue, siempre con su aflicción. Yo le dije: «Si te quedas con nosotras dentro de poco iremos a donde está el Maestro. Allí está tu hijo». Ella sabía que Jesús está aquí. Se ha sabido hasta en los confines de Palestina. Respondió: «¡No, no! El Maestro me dijo que no estuviese en Jerusalén para la primavera. Y Yo obedezco. Quise, antes de que viniera, subir al Templo. ¡Tengo mucha necesidad de Dios!». ■ Y dijo algo extraño: «No tengo ninguna culpa. Pero tanta es mi tortura que el infierno está dentro de mí y yo dentro de él»… Le hicimos muchas preguntas, pero no quiso añadir más, acerca de sus aflicciones, ni de los motivos, por los que Jesús le prohibió ir a Jerusalén. Nos recomendó que no dijésemos nada ni a Jesús, ni a Judas”. Tomás, conmovido, pregunta: “¡Pobre mujer! Así pues ¿no vendrá a la Pascua?”. Elisa: “No vendrá”. Pedro dice: “En fin… si Jesús se lo prohibió, sus motivos tendrá… ■ ¿Habéis oído, no? En todas partes se sabe que Jesús está aquí”. Elisa: “Sí. Y quienes lo decían convocaban en su nombre para una sublevación «contra los tiranos». Esto decían algunos; otros dicen que está aquí porque se ha visto desenmascarado…”. Andrés hace observar: “Siempre las mismas razones. Habrán gastado todo el oro del Templo para enviar a ésos, sus criados… por todas partes”.
* El Iscariote, con preguntas insinuantes sobre algunas mujeres y con despreciativas palabras hacia Lázaro.- Llegada de Lázaro con la Madre, discípulas/os, y un largo séquito de galileos y samaritanos.- ■ Golpes en la puerta. Dicen: “¡Ya vinieron!”, y corren a abrir. Sin embargo, es Judas con la compra. Mateo le sigue. Judas saluda a Elisa y a Nique. Les pregunta: “¿Vinisteis solas?”.  Elisa: “Solas. María aún no ha llegado”. Iscariote: “María no viene por las comarcas  del sur, así que no puede estar con vosotras. Me refería a Anastásica”. Elisa: “No vino. Se quedó en Betsur”. Iscariote: “¿Por qué? También ella es discípula. ¿No sabe que de aquí nos iremos a Jerusalén para la Pascua? Debía haber venido. Si las discípulas y los fieles no son perfectos, ¿quién va a serlo? ¿Quién va a hacer el cortejo al Maestro, para destruir esos cuentos de que todos le abandonan?”. Elisa: “Si se trata de eso…  no será una pobre mujer la que colme los vacíos. Las rosas están bien entre las espinas y en los huertos cerrados. Soy para ella como una madre y así lo quiero”. Iscariote: “¿Entonces no vendrá para la Pascua?”. Elisa: “No”. Pedro exclama: “¡Y van dos!”. Iscariote siempre receloso pregunta: “¿Qué sugieres? ¿Cuales dos?”. Pedro: “¡Nada, nada! Cálculos míos. Uno puede contar muchas cosas. Incluso… las moscas, por ejemplo, que se posan sobre mi cordero desollado”. ■  Entra María de Jacob a la que siguen Samuel y Juan con los panes sacados del horno. Elisa saluda a la mujer y también lo hace Nique. Y Elisa dice unas palabras para que la mujer, enseguida, se sienta a gusto. “Somos hermanas tuyas en el dolor. Yo estoy sola. Perdí a mi esposo e hijos. Y también ésta. Por esto nos amaremos porque el que ha llorado sabe comprender”. ■ Pero en esto, Pedro pregunta a Juan: “¿Cómo estás aquí? ¿El Maestro?”. Juan: “En el carro, con su Madre”. Pedro: “¿Y por qué no lo dijiste?”. Juan: “No me diste tiempo. Están todas. Veréis qué delgada está María de Nazaret. Parece haber envejecido. Cuenta Lázaro que se angustió mucho cuando le dijo que Jesús se había refugiado aquí”. Judas, irónico y despectivo, dice: “¿Por qué se lo ha dicho ese necio? Antes de morir era inteligente. Tal vez en el sepulcro se le deshizo el cerebro y todavía no se le ha compuesto. ¡Uno no está muerto sin quebranto!…”. Samuel dice severo: “Nada de eso. Espera saber para hablar. Lázaro de Betania se lo dijo a María cuando estaban ya en camino, y cuando Ella se sorprendió de la dirección que tomaba”. Juan agrega: “Así es. Cuando pasó por Nazaret dijo solo: «Te llevaré dentro de un mes donde está tu Hijo». Y cuando estaban para partir, ni siquiera le dijo: «Vas a Efraín…»”. ■ Iscariote, interrumpiendo a sus compañeros, pregunta descaradamente: “Todos saben que está aquí. ¿Ella era la única en ignorarlo?”.  Juan: “María lo había oído decir y lo sabía. Pero como un río de mentiras corre por la Palestina, Ella no daba oídos a ninguna noticia. Se moría en el silencio, orando. Pero una vez que se pusieron de viaje, Lázaro tomó el camino que va a lo largo del río, con el objeto de desorientar a los nazarenos, y a todos los de Caná, Séforis, Belén de Galilea…”. Tomás pegunta: “¡Ah! ¿Está también Noemí con Mirta y Áurea?”. Juan: “No. No les permitió Jesús. La orden la llevó Isaac cuando fue a Galilea”. ■ Iscariote: “Entonces… tampoco estas mujeres estarán con nosotros como el año pasado”. Juan: “No estarán con nosotros”. Pedro: “¡Y van tres!”. Felipe dice: “Tampoco nuestras hijas. El Maestro mismo se lo dijo a ellas antes de dejar Galilea. Es más, lo repitió. Mi hija María me dijo que Jesús se lo había dicho ya desde la pasada Pascua”. Iscariote: “¡Bueno… muy bien! ¿Al menos Juana? ¿Salomé? ¿María de Alfeo?”. Juan: “Sí, y Susana”. Pedro: “Y también Marziam… ■ ¿Pero qué ruido es ese?”. Juan, corriendo con los demás, responde: “¡Los carros, los carros! Y todos los nazarenos que no se han dado por vencidos y han seguido a Lázaro… y los de Caná…”. Al abrir la puerta se ve un espectáculo increíble. Además de María que viene sentada junto a su Hijo, de las discípulas, de Lázaro, de Juana de Cusa que viene en su carro con María, Matías, Ester y otros criados y el fiel Jonatás, se ve una multitud de gente: caras conocidas, caras desconocidas de Nazaret, Caná, Tiberíades, Naím, Endor. Hay samaritanos de todos los pueblos por los que han pasado durante el viaje y de otros cercanos. Y se pasan inmediatamente delante de los carros impidiendo el paso. Pedro pregunta: “¿Pero qué quieren éstos? ¿Por qué vinieron? ¿Cómo lo supieron?”. Juan explica: “¡Hombre!, los de Nazaret estaban alerta y, cuando llegó Lázaro, por la tarde para salir por la mañana, durante la noche fueron sin demora a las ciudades vecinas. Y lo mismo los de Caná porque Lázaro había pasado para recoger a Susana y encontrarse con Juana. Y le han seguido o precedido. Por ver a Jesús y por ver a Lázaro. Y también los de Samaria tuvieron noticia y se unieron al grupo. ¡Y aquí están todos!…”. ■ Felipe pregunta a Iscariote: “Dime, tú que tenías miedo de que al Maestro le faltasen cortejo, ¿te parece insuficiente éste?”. Iscariote:  “Vinieron por Lázaro…”. Felipe: “Dado que ya le vieron podían haberse ido. Pero, sin embargo, han seguido hasta aquí. Señal de que hay también quien viene por Jesús”.
* Despedida a galileos y samaritanos. Estos últimos montan en cólera al decir Jesús: “Pero suprimid de vuestro corazón el pensamiento de que pueda, por una baja cobardía humana, no cumplir con mi deber de israelita adorando al verdadero Dios en el único Templo en que puede ser adorado”.- ■ Jesús sube las escalinatas y se presenta. Alza los brazos y dice fuerte: “Hom­bres de Galilea, nos veremos para la Pascua en Jerusalén, donde en­traré el día siguiente del sábado que precede a la Pascua. Hombres de Samaria, idos también vosotros, y sabed no limitar vuestro amor por Mí a seguirme y buscarme por los caminos de la Tierra, sino también por los del espíritu. Id y que la Luz brille en vosotros. Discí­pulos del Maestro, quedaos en Efraín para recibir mis instrucciones. Idos. Obedeced”. Los nazarenos y discípulos gritan: “¡Tiene razón! Le estamos incomodando. ¡Quiere estar con su Madre!”. ■ Los samaritanos gritan: “Nos marchamos. Pero antes queremos su promesa de que va a venir a Siquem antes de la Pascua. ¡A Siquem! ¡A Siquem!”. Jesús: “Iré. Marchaos. Iré antes de subir para la Pascua a Jerusalén”. Los samaritanos gritan: “¡No vayas! ¡No vayas! ¡Quédate con nosotros! ¡Con nosotros! ¡Te defenderemos! ¡Te haremos Rey y Pontífice! ¡Ellos te odian! ¡Noso­tros te queremos! ¡Abajo los judíos! ¡Viva Jesús!”. Jesús: “¡Silencio! ¡No creéis alboroto! A mi Madre le hacen sufrir estos gritos que me pueden perjudicar más que una voz de maldición. No es todavía mi hora. Marchaos. Pasaré por Siquem. Pero suprimid de vuestro corazón el pensamiento de que pueda, por una baja cobardía humana, no cumplir mi deber de israelita adorando al verdadero Dios en el único Templo en que puede ser adorado, y, por una sacrílega rebelión contra la voluntad del Padre mío, no cumplir mi deber de Mesías, haciéndome coronar en otro lugar que no sea Jerusalén, donde seré ungido Rey universal según la palabra y la verdad que vieron los grandes profetas”. Samaritanos: “¡Abajo! ¡No hay otro profeta después de Moisés! ¡Eres un iluso!”. Jesús: “Y vosotros también. ¿Sois acaso libres? No. ¿Cómo se llama Siquem? ¿Cuál es su nuevo nombre? Y lo mismo dígase de otras muchas ciudades de Samaria, Judea, Galilea. Porque la fuerza romana nos nivela a todos por igual. ¿Se llama, acaso, Siquem? No. Neapolis se llama. Lo mismo que Bet-San se llama Escitópolis, y así muchas otras ciudades que, o por voluntad de los romanos o por adulación de los vasallos, han tomado el nombre que el dominio o la adulación les han impuesto. Y vosotros, individualmente, ¿pretendéis ser más que una ciudad, más que nuestros dominadores, más que Dios? No. Nada puede cambiar aquello que está destinado para salvación de todos. Yo sigo el camino derecho. Seguidme, si queréis entrar conmigo en el Reino eterno”. ■ Hace ademán de retirarse. Pero los samaritanos se alborotan tanto, que los galileos reaccionan, y los que estaban dentro de la casa salen al huerto y suben escaleras arriba hasta la terraza. Aparece en primer lugar, de de­trás de Jesús, el rostro pálido y triste, angustiado de María. Y la Ma­dre le abraza, y le estrecha entre sus brazos, como queriendo defen­derle de las injurias que suben de abajo. “¡Nos has traicionado! ¡Te has refugiado entre nosotros haciéndonos creer que nos apreciabas y luego nos desprecias! ¡Seremos más despreciados todavía, por tu culpa!” y otras cosas similares. Se acercan a Jesús también las discípulas, los apóstoles y, la últi­ma, asustada, María de Jacob. ■ Los gritos que llegan de abajo expli­can los orígenes del alboroto, orígenes lejanos pero seguros: “¿Por qué nos has mandado, entonces, a tus discípulos para decirnos que te estaban persiguiendo?”. Jesús: “No he enviado a nadie. Ahí están los de Siquem. Que den la cara. ¿Qué les dije a ellos un día en la montaña?”. Los de Siquem: “Es verdad. Nos dijo que no podía adorar más que en el Templo hasta que se instaure la nueva era para todos. Maestro, créenos, nosotros no somos culpables, sino éstos, engañados por falsos emisarios que venían en tu nombre”. Jesús: “Lo sé. Pero ahora marchaos. A Siquem iré de todas formas. No tengo miedo de ninguno. Ahora marchaos para no perjudicar ni a los de vuestra sangre ni a vosotros mismos. ¿Veis allí que, bajando por el camino, brillan al sol las corazas de los legionarios? Está claro que os han seguido a distancia, al ver tanta gente, y se han quedado en el bosque esperando. Vuestros gritos ahora los atraen hacia aquí. Marchaos, por vuestro bien”. ■ Efectivamente lejos, en el camino principal que se ve subir hacia los montes, el camino en que Jesús encontró al hambriento, se ve un brillo de luces que se mueven y avanzan. La gente se dispersa lentamente. Se quedan los de Efraín, los galileos, los discípulos. Jesús: “Marchaos también a vuestras casas, vosotros de Efraín. Marchaos, vosotros de Galilea. ¡Obedeced a quien os ama!”. También éstos se marchan.
* Despedida a los discípulos. El saforín Samuel se queda con Esteban, Hermas e Isaac.- ■ Se quedan sólo los discípulos, a quienes Jesús ordena que entren a la casa y al huerto. Pedro y los otros bajan a abrir.  Judas de Keriot no baja. ¡Se ríe! Se ríe mientras dice: “¡Ahora verás cómo te van a odiar los «buenos samaritanos»! Para construir el Reino desparramas las piedras. Y las piedras de una construcción desparramadas se transforman en armas agresivas. ¡Los has despre­ciado! No olvidarán”. Jesús: “Pues que me odien. No por miedo a su odio dejaré de cumplir mi deber. Ven, Madre. Vamos a decir a los discípulos antes de despedir­los lo que deben hacer”, y, entre María y Lázaro, baja por la escalera y entra en la casa, donde están apiñados los discípulos que han con­currido en Efraín, ■ y a éstos les imparte la orden de ir por todas partes para avisar a todos sus compañeros de que se reúnan en Jericó para la neomenia de Nisán y de que le esperen hasta su llega­da; y a los habitantes de los lugares por donde pasaren, de que Él dejará Efraín y de que le busquen en Jerusalén para la Pascua. ■ Luego los divide en grupos de a tres y confía a Isaac, Hermas y Esteban el nuevo discípulo Samuel, al que Esteban saluda de este modo: “La alegría de verte en la luz atenúa mi angustia de ver que todas las co­sas se transforman en piedras contra el Maestro”. Hermas, a su vez, le saluda así: “Has dejado a un hombre por un Dios. Y Dios ahora está verdaderamente contigo”. Isaac, humilde y reservado, dice sólo: “La paz sea contigo, hermano”. Ofrecidos pan y leche que los efrainitas han tenido el buen pensamiento de ofrecerlos, también los discípulos parten. Por fin, hay paz… Pero, mientras se prepara el cordero, Jesús tiene todavía cosas que hacer: se acerca a Lázaro y le dice: “Ven conmigo. Vamos por la orilla del arroyo”. Lázaro obedece con su habitual prontitud.
* Jesús pide a Lázaro que envíe a sus hermanas para acompañar a su apenada Madre.- Lázaro cuenta las intrigas del Templo.- ■ Se alejan unos doscientos metros de la casa. Lázaro calla en espera de que Jesús hable. Y Jesús dice: “Quería decirte esto: mi Madre está muy postrada. Ya lo ves tú mismo. Manda aquí a tus hermanas. Yo realmente voy a ir hasta Siquem con todos los apóstoles y las discípulas. Pero luego les voy a indicar que se adelanten hasta Betania, mientras Yo me detengo un tiempo en Jericó. En Samaria… puedo tener la osadía de llevar conmigo algunas mujeres, pero no en otra parte…”. ■ Lázaro: “¡Maestro! ¿Verdaderamente temes que…? Si es así, ¿por qué me has resucitado?”. Jesús: “Para tener un amigo”. Lázaro: “¡¡Pues eso!! ¡Entonces aquí me tienes! Cualquier pena, para mí no es nada, si puedo consolarte con mi amistad”. Jesús: “Lo sé. Por eso te trato y te trataré como al más perfecto ami­go”. Lázaro pregunta: “¿Tengo que ir verdaderamente donde Pilatos?”. Jesús: “Si lo consideras oportuno. Pero por Pedro, no por Mí”. Lázaro: “Maestro, te tendré informado… ■  ¿Cuándo vas a dejar este lugar?” Jesús: “Dentro de ocho días. Apenas queda tiempo para ir a donde quiero y estar luego en tu casa antes de la Pascua. Cobrar nuevas fuerzas en Betania, el oasis de paz, antes de sumirme en el tumulto de Jerusalén”. ■ Lázaro: “¿Ya sabes, Maestro, que el Sanedrín está bien decidido a crear las acusaciones, puesto que no las hay, para obligarte a marcharte para siempre? Esto lo he sabido por el Anciano Juan, al que encontré por casualidad en Tolemaida, contento por el nuevo hijo que le va a nacer de un momento a otro. Me dijo: «Me apena el que haya decidi­do esto el Sanedrín porque hubiera querido que el Maestro estuviera presente en la circuncisión de mi hijo, que espero que sea varón. Na­cerá para primeros de Tammuz. Pero, para entonces, ¿estará todavía con nosotros el Maestro? Yo quisiera… para que bendijera al peque­ño Emmanuel —y el nombre ya te puede decir cómo pienso— en el momento de su primer acto en el mundo. Porque mi hijo, ¡dichoso él!, no tendrá que luchar para creer, como hemos tenido que hacer noso­tros. Crecerá en el tiempo mesiánico y le será fácil aceptar la idea». Juan ha llegado a creer que Tú eres el Prometido”. Jesús: “Y éste uno sobre muchos me compensa de lo que los otros no hacen. Lázaro, vamos a despedirnos aquí, en paz. Y gracias por todo, amigo mío. Eres verdaderamente un amigo. Con diez como tú, hubiera sido incluso hasta dulce la vida entre tanto odio…”.
* Lázaro trae noticias de Síntica. ■ Lázaro dice: “Ahora tienes a tu Madre, mi Señor. Ella vale por diez y por cien Lázaros. Pero recuerda siempre que cualquier cosa que puedas necesitar, tan pronto pueda, te la procuraré. Ordéname y yo seré tu siervo en todo. No seré sabio ni santo, como otros que te aman, pero otro más fiel que yo, si excluyes a Juan, no podrás encontrarlo. No creo ser soberbio diciendo esto. ■ Y ahora que hemos hablado de Ti, te voy a hablar de Síntica. La vi. Y la vi activa y sabia como sólo una griega que se ha hecho seguidora tuya puede serlo. Sufre por estar lejos, pero dice que se encuentra feliz preparando tus caminos. Espera verte antes de morir”. Jesús: “Ciertamente me verá. No defraudo las esperanzas de los justos”. Lázaro: “Tiene una pequeña escuela, a la que van muchas jóvenes proce­dentes de los más variados lugares. Y, al atardecer, está con alguna pobre niña de raza mixta y, por tanto, de ninguna religión; y las ins­truye sobre Ti. Le dije: «¿Por qué no te haces prosélito? Te ayudaría mucho». Me respondió: «Porque no quiero dedicarme a los de Israel, sino a los altares vacíos que esperan a un Dios. Los preparo para que reciban a mi Señor. Luego, establecido ya su Reino, iré a mi Patria y, bajo el cielo de la Hélade, acabaré mi vida preparando los corazones de los maestros. Éste es mi sueño. Pero si muero antes, por enfermedad o persecución, me iré igualmente feliz, porque será signo de que he cumplido mi trabajo y que Él llama a su presencia a su sierva que le amó desde el primer encuentro»”. Jesús: “Es verdad. Síntica me ha amado realmente desde el primer en­cuentro”. ■ Lázaro: “No quería decirle nada de tus penas, pero Antioquía es como una inmensa concha donde resuenan todas las voces del vasto imperio de Roma y, por tanto, se oye también todo lo que aquí su­cede. Síntica no ignora tus penas. Y aún más le duele el estar lejos. Quería darme dinero, que no acepté. Le dije que lo usara para sus niñas. Pero sí tomé un capucho tejido por ella con lino cendalí de dos tamaños. Lo tiene tu Madre. Síntica ha querido escribir, con el hilo, tu historia y la suya y la de Juan de Endor. ¿Y sabes cómo? Tejiendo to­do alrededor del cuadrado una bordadura en que se ve representado un cordero que está defendiendo de una manada de hienas a dos pa­lomas, de las cuales una tiene las alas rotas y la otra tiene rota la ca­dena que la tenía atada. Y la historia se desarrolla, alternándose, hasta que la paloma de las alas rotas emprende el vuelo hacia lo alto, y la otra se queda cautiva a los pies del cordero, voluntariamente. Parece una de esas historias que con el mármol hacen los escultores griegos en las cenefas de los templos o en las estelas de sus muertos, o que también los pintores pintan en las vasijas. Quería enviártelo con mis criados. Lo he cogido yo”. Jesús: “Lo llevaré porque viene de una buena discípula. Vamos hacia la casa. ■ ¿Cuándo tienes pensado salir?”. Lázaro: “Mañana al alba. Para dejar descansar a los caballos. Luego no me detendré hasta llegar a Jerusalén, e iré ver a Pilatos. Si puedo hablar con él, te mandaré sus respuestas por medio de María”. Lentamente, entran de nuevo en casa hablando de cosas menores. (Escrito el de 12 de Febrero de 1947).
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(<Jesús ha realizado un milagro en una mujer con problemas en el parto y acaba de dejar a la parturienta, curada,  en manos de las comadronas>)
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9-567-105 (10-28-201).- Judas Iscariote, sorprendido robando, es censurado por Jesús.
* “Hoy ladrón, mañana asesino. Como Barrabás. Peor que él”.- ■ Jesús y Juan se van hablando hacia la casa de María de Jacob y entran por la puerta del huerto que está simplemente entornada. La casa está silenciosa, vacía. Juan ve que hay una jarra llena de agua en el suelo y tal vez pensando que la hubiera dejado allí la viejecilla cuando la llamaron para ir a asistir a la mujer, la toma y se dirige a una habitación cerrada. Jesús se queda en el corredor para quitarse el manto y doblarlo con el acostumbrado cuidado antes de ponerlo en el arquibanco del pasillo. ■ Juan abre la puerta y lanza un “¡ah!” casi de espanto. Deja caer la jarra y se tapa los ojos con las manos, plegándose como para desaparecer, para anularse, para no ver. De la habitación proviene un ruido de monedas que corren por el suelo tintineando. Jesús está ya en la puerta. He tenido más tiempo yo para describir esto, que Él para llegar. A Juan, que gime, le aparta con ímpetu: “¡Fuera! ¡Vete!”. Abre de par en par la puerta, que estaba entornada. Entra. Es la habitación donde comen, ahora que están las mujeres. En ella hay dos arcas bien guarnecidas. Delante de una de ellas, la que está enfrente de la puerta, está Judas, pálido, con los ojos llenos de ira y de temor al mismo tiempo, con una bolsa en las manos… La chapa del arca había sido abierta… por el suelo hay monedas. Otras se están cayendo todavía, saliendo de una bolsa, que está en el borde del arca, abierta su boca y medio echada. Todo es una prueba, de manera indubitada, de lo que estaba sucediendo. Judas entró en la casa, abrió el arca, y robó, mejor dicho, estaba robando. Nadie habla. Nadie se mueve. Pero es peor que si todos gritasen o se arrojase el uno contra el otro. Tres estatuas: Judas, el demonio; Jesús, el Juez; Juan, el aterrorizado testigo de la bajeza de su compañero. La mano de Judas, que tiene la bolsa en la mano, tiembla, y se oye el ritintín ahogado de las monedas. Juan no hace más que temblar de miedo. Y, aunque se haya quedado apretando la boca con las manos, sus dientes castañean. Sus ojos espantados miran más a Jesús que a Judas. ■ Jesús no muestra ninguna emoción. Derecho, glacial. Da un paso, hace un gesto, dice una palabra. Un paso hacia Judas; un gesto a Juan indicándole que se retire; una palabra: “¡Márchate!”. Pero Juan tiene miedo, suplica: “¡No, no! No me eches fuera. Déjame aquí. No diré nada… pero déjame aquí, contigo”. Jesús insiste:  “¡Márchate! ¡No tengas miedo! Cierra todas las puertas y si viene alguien… cualquiera que sea… aun mi Madre… no dejes que entre… ¡Obedece!”. Juan suplica: “¡Señor!”… y se muestra tan suplicante y abatido que parece como si fuera el culpable. Jesús repite: “Vete, te lo digo. ¡No pasará nada!” y Jesús mitiga su orden poniendo su mano sobre la cabeza del Predilecto como en señal de caricia. Y veo que esa mano tiembla ahora. Juan la siente, la toma, la besa con un sollozo que dice más que muchas palabras. Sale. ■ Jesús cierra la puerta con cerrojo. Se vuelve de nuevo para mirar a Judas, que debe estar hecho una miseria. Pese a su audacia no se atreve a hacer nada. Jesús se le acerca, rodeando la mesa, que hay en el centro de la habitación. No sé si lo hace rápido o lento. Estoy demasiado asustada al ver su rostro para poder medir el tiempo. Veo sus ojos y, como Juan, me dan miedo. El mismo Judas tiene miedo, retrocede y se mete entre el arca y una ventana que está abierta y cuya luz, roja por el ocaso, incide toda sobre Jesús. ¡Qué ojos los de Jesús! No dice ni una palabra, pero cuando ve que de la faja de Judas se asoma una ganzúa, da un sobresalto. Levanta su brazo con el puño cerrado como para golpear al ladrón y su boca empieza la palabra: “¡Maldito!” o “¡Maldición!”. Pero se controla. Detiene su brazo, corta la palabra en las tres primeras letras. Se limita, con un esfuerzo de dominio que le hace temblar por entero, a abrir el puño cerrado, a bajar el brazo hasta la altura de la bolsa que Judas tiene en su mano, arrebatársela y arrojarla al suelo. Y, mientras pisotea la bolsa y las monedas corren, con un furor contenido pero terrible, grita: “¡Lárgate! ¡Inmundicia de Satanás! ¡Oro maldito! ¡Esputo del infierno! ¡Veneno de serpiente! ¡Lárgate!”. ■ Judas que había intentado dar un grito cuando vio que Jesús estaba a punto de maldecirle, no reacciona, pero de la otra parte de la puerta cerrada se oye otro grito cuando Jesús arrojó contra el suelo la bolsa. Este grito desespera al ladrón. Le devuelve su diabólica audacia. Le enfurece. Casi se arroja contra Jesús aullando: “Mandaste que me espiaran para quitarme la honra. Que me espiara ese muchacho estúpido que no sabe ni siquiera guardar silencio. Que me avergonzará delante de todos. Esto es lo que querías. Por lo demás… ¡Sí! Esto también lo busco yo. ¡Lo quiero! ¡Que me eches! ¡Que me maldigas! ¡Que me maldigas, que me maldigas! He hecho todo lo posible para que me echaras”. Está ronco de la ira y feo como un demonio. Jadea como si tuviera alguna cosa que le estrangulase. Jesús le repite con voz baja pero terrible: “¡Ladrón, ladrón!” y termina: “Hoy ladrón, mañana asesino. Como Barrabás. Peor que él”.
*  Clara posesión diabólica del apóstol pervertido.- Jesús toma la actitud del signo Tau que salva.-El aliento de Jesús —porque están ahora cercanísimos— llega a la cara de Judas, quien, tomando aliento, responde: “Sí, ladrón, y por culpa tuya. Todo el mal que hago es por tu culpa, y no te cansas nunca de llevarme a la ruina. Salvas a todos. Amas y honras a todos. Acoges a pecadores, no te causan asco las prostitutas, tratas como amigos a los ladrones, a los usureros, a los proxenetas de Zaqueo, acoges como si fueses el Mesías al espía del Templo. ¡Eres un necio! Has hecho jefe nuestro a un ignorante, tesorero a un recaudador de impuestos, y das tus confianzas a un estúpido. A mí me das lo mínimo, no me das ni un céntimo, me tienes cerca como a un galeote amarrado al remo, no quieres que nosotros, digo nosotros, pero soy yo, yo solo que no debo recibir las dádivas de los peregrinos.  Y para que no toque yo el dinero, has dado órdenes de que no se recibiese dinero de nadie. Porque me odias. Pues bien: ¡también yo te odio! No te atreviste a pegarme ni a maldecirme hace poco. Tu maldición me hubiera convertido en ceniza. ¿Por qué no me la has proferido? La habría preferido a verte así inútil, debilucho, como un hombre sin fuerzas, como vencido…”. Jesús ordena: “¡Cállate!”. Iscariote: “¡No! ¿Tienes miedo de que Juan oiga? ¿Tienes miedo de que finalmente comprenda quién eres y que te abandone? ¡Ah, esto es lo que temes, Tú que te crees un héroe! ¡Temes! Me tienes miedo. ¡Temes! Por esto no pudiste maldecir. Por esto finges amarme, cuando en realidad me odias. Para ablandarme. Para tenerme quieto. ¡Sabes que soy una fuerza! Sabes que soy la fuerza. La fuerza que te odia y que te vencerá. Te prometí que te seguiría hasta la muerte, ofreciéndote todo y todo te he ofrecido. Estaré cerca de Ti hasta tu hora y mi hora. ¡Valiente rey que no sabe maldecir ni arrojar a uno de su presencia! ¡Un rey payaso! ¡Un rey ídolo! ¡Un rey necio y mentiroso! Eres un traidor de tu mismo destino. Desde nuestro primer encuentro me has despreciado. No me has correspondido. Te crees un sabio, y eres un estúpido. Te señalaba el camino recto. Pero Tú… ¡oh, Tú eres el puro! Eres la criatura que es hombre pero que es Dios, y desprecias los consejos del Inteligente. Desde el primer momento te equivocaste y sigues equivocándote. Tu… Tú eres… ¡Aj!”. ■ El río de palabras cesa de repente y a tanto clamor le sucede un silencio lúgubre; a tantos gestos, una inmovilidad lúgubre. Porque, mientras yo estaba escribiendo sin poder decir lo que sucedía, Judas, encorvado, semejante, sí, muy semejante a un perro furioso que está a punto de lanzarse sobre la presa, se ha ido acercando cada vez más a Jesús, con una cara que no se podía mirar, con las manos en forma de garfios, las brazos pegados al cuerpo, verdaderamente como si estuviera para saltar sobre Jesús, el cual no ha dado muestras del más mínimo miedo, y se ha movido, volviéndole incluso las espaldas —Judas hubiera podido saltar sobre Él y agarrarle por el cuello, pero no lo ha hecho— para abrir la puerta y mirar en el pasillo si Juan se había ido realmente. El pasillo estaba vacío y semiobscuro, pues Juan había salido por la puerta que da al huerto y la había cerrado. Al no verle, Jesús cierra la puerta con el pasador, se ha puesto contra la puerta, esperando, sin hacer ningún gesto, ni decir una palabra, a que la furia de Judas se calmara. No soy competente en la materia, pero pienso que no me equivocaría si afirmase que por boca de Judas habló Satanás en persona, y que fue un momento de clara posesión diabólica del apóstol pervertido, cercano ya al umbral del delito, ya condenado por su propia voluntad. La misma manera de cesar el río de palabras, dejando al apóstol como aturdido, me trae a la memoria otras escenas de posesión que he visto en los tres años de la vida pública de Jesús. ■ Jesús, apoyado en la puerta, todo blanco contra la madera oscura, no hace el más mínimo gesto. Solamente mira al apóstol con sus ojos impregnados de dolor. Si se pudiese decir que los ojos oran, yo diría que los ojos de Jesús oran, mientras mira a este desdichado apóstol. Porque no es solo dominio lo que emana de esos ojos afligidos, sino que es también una ferviente plegaria. Después, ya cuando Judas iba a acabar de hablar, Jesús abre sus brazos, que tenía pegados a los costados, pero no los abre para tocar a Judas, ni para hacer un gesto hacia él o elevarlos al cielo. Los abre horizontalmente, tomando la actitud de un crucificado (1). Fue entonces cuando de la boca de Judas salieron las últimas palabras que terminaron en un ahogado “¡Aj!”.
* Ante Judas caído al suelo, Jesús habla al apóstol salido ya de la posesión.
.   ● Soy la Fuerza, mejor dicho, soy la única Fuerza que podría vencer las batallas en particular, como ésta entre tú y Yo, entre Yo y Satanás que está en ti… ¿Pero de qué serviría traspasar las reglas perfectas de mi Padre? ¿Sería justicia? ¿Habría mérito?”.-  ■ Jesús sigue en la misma actitud, mirando al apóstol con esa mirada de dolor y plegaria. Judas, como cuando se sale de un delirio, pasa la mano por la frente, por la cara sudada… piensa, recuerda y, rememorando todo, cae al suelo, no sé si llorando o no. Lo cierto es que se derrumba como si le faltasen las fuerzas. Jesús baja la mirada y los brazos y con voz baja, pero clara, le dice: “¿Y entonces? ¿Te odio? Podría pegarte con el pie, aplastarte llamándote «gusano», podía maldecirte, así como te he librado de la fuerza que te hacía delirar. Has creído que el no maldecirte es debilidad de mi parte. No lo es. Soy el Salvador, y el Salvador no puede maldecir. Puede salvar, quiere hacerlo… Dijiste: «Soy la fuerza. La fuerza que te odia y que te vencerá». También Yo soy la Fuerza, mejor dicho, soy la única Fuerza. Pero ella no es odio, es amor. El amor no odia, no maldice, jamás. La Fuerza podría incluso vencer las batallas en particular, como ésta entre Yo y tú, entre Yo y Satanás, que está en ti, y arrebatarte de las manos de tu amo, para siempre, como he hecho ahora tomando la actitud de la señal que salva, de la Tau, que Lucifer no puede ver. Esta Fuerza podría incluso vencer estas batallas en particular, como vencerá la próxima batalla contra el Israel incrédulo y asesino, contra el mundo y contra Satanás, derrotado por la redención. ■ Podría vencer incluso estas batallas en particular, como vencerá la última, lejana para quien cuenta por siglos, cercana para quien mide el tiempo con la medida de la eternidad. Pero, ¿de qué serviría traspasar las reglas perfectas de mi Padre? ¿Sería justicia? ¿Habría mérito? No. Ni una ni otra cosa. No sería justicia para con los culpables, a los que no se les quita la libertad de serlo, y los cuales podrían, en el último día, preguntarme por qué fueron condenados y echarme en cara el haber sido parcial contigo. Habrá miles y miles de hombres que cometerán tus mismos pecados, y vendrán a ser poseídos por el demonio por voluntad propia, y serán ofensores de Dios, torturadores de sus padres, asesinos, ladrones, mentirosos, adúlteros, lujuriosos, sacrílegos y hasta deicidas, matando al Mesías: materialmente dentro de no mucho tiempo; espiritualmente, en sus corazones, en tiempos venideros. Todos podrían decirme, cuando venga a separar los corderos de los cabros, a bendecir a los primeros y a maldecir, entonces sí, a maldecir a los otros,  a maldecir porque no habrá ya más redención sino gloria o condenación, a volverlos a maldecir, después de haberlos maldecido individualmente cuando murieron, y fueron juzgados. Porque el hombre, y lo sabes porque lo he dicho muchísimas veces, puede salvarse mientras dura la vida, aun en sus últimos momentos. Basta un instante para que todo se arregle entre el alma y Dios, para que se pida perdón y se alcance la absolución… Todos los condenados podrían decirme: «¿Por qué no nos amarraste al bien como hiciste con Judas?». Y tendrían razón. ■ Porque todo hombre nace con los mismos elementos naturales y sobrenaturales: con un cuerpo y un alma. Entre tanto que el cuerpo, engendrado por hombres, puede ser más o menos robusto, el alma creada por Dios, es igual en todos, y tiene las mismas propiedades, los mismos dones. Entre el alma de Juan  —me refiero al Bautista— y la tuya no había diferencia, cuando fueron infundidas en el cuerpo. Y sin embargo te aseguro que, aun cuando la Gracia no le hubiese presantificado, para que el Precursor mío no tuviese mancha alguna (como sería propio de todos los que me predican, al menos por lo que se refiere a pecados actuales), su alma habría venido a ser muy distinta de la tuya. O mejor, la tuya habría venido a ser distinta de la suya. Porque él habría conservado a su alma en la dicha de los que no cometen faltas, es más, la habría ido adornando cada vez más de justicia, secundando el querer de Dios, que desea que seáis justos, desarrollando con una perfección cada vez más heroica, los dones gratuitos recibidos. ■ Tú por el contrario… has destruido tu alma y los dones que Dios le había dado. ¿Qué has hecho de tu libre albedrío? ¿Qué de tu inteligencia? ¿La has conservado libre? ¿Has querido que fuera inteligente? No. Tú, que no quieres obedecerme a Mí, no digo a Mí-Hombre, pero ni siquiera a Mí-Dios, obedeces a Satanás. Empleas tu inteligencia y tu libertad para comprender las Tinieblas. Voluntariamente. Delante de ti se te han puesto el Bien y el Mal. Has elegido el Mal. Aun más: se te ha puesto delante solo el Bien: Yo. Tu Eterno Creador, que ha seguido la evolución de tu alma —es más: que conocía esta evolución porque nada de cuanto palpita desde que el tiempo existe ignora el Eterno Pensamiento—, te ha puesto delante el Bien, solo el Bien, porque sabe que eres más débil que un alga seca”.
.   ● Aún no estás tan pervertido, que no creas que soy Dios, y en eso está tu mayor culpa. Porque el miedo que sientes de mi ira demuestra que crees que soy Dios… Tiemblas, Caín, porque no puedes ver a Dios ni pensar en Él sino como Vengador de sí mismo y de los inocentes”.- ■ Jesús prosigue: “Me echaste en cara que te odio. Ahora bien, siendo yo Uno con el Padre y el Amor, Uno tanto aquí como en el Cielo —porque si en Mí hay dos naturalezas, y el Mesías, por su naturaleza humana y mientras la victoria no la libre de sus limitaciones humanas, está en Efraín, y no puede estar en otro lugar en este instante; como Dios, Verbo de Dios, estoy en el Cielo como en la Tierra, siendo siempre omnipresente y omnipotente mi Divinidad—, siendo Yo Uno con el Padre y el Espíritu Santo, la acusación que has lanzado contra Mí la has hecho contra Dios Uno y Trino. Contra Dios Padre que te creó por amor; contra Dios Hijo que se encarnó por amor para salvarte; contra Dios Espíritu que te ha hablado tantas veces por amor para darte buenos deseos. Contra este Dios Uno y Trino, que tanto te ha amado, que te ha traído a mi camino, haciéndote ciego para el mundo para darte tiempo de verme a Mí; sordo para el mundo para darte la manera de oírme a Mí. ¡Y tú!… ¡Y tú!… Después de que me has visto y escuchado, después de que libremente viniste al Bien, percibiendo con tu inteligencia que éste es el único camino de la verdadera gloria, has rechazado el Bien y libremente te has entregado al Mal. ¿Podrás, entonces, tú que con tu libre albedrío has querido esto, tú que has rechazado cada vez más bruscamente mi mano, que se te ofrecía para sacarte del remolino, tú que te has alejado cada vez más del puerto para sumergirte en el enfurecido mar de las pasiones, del Mal, podrás acusarme a Mí y a Aquel de quien procedo y a Aquel que me ha formado como Hombre para tratar de salvarte, podrás decirnos que te hemos odiado? ■ Me has echado en cara de que quiero tu mal… También el niño enfermo acusa al médico y a su madre porque le hace beber medicinas amargas y porque le niegan cosas que le harían mal. ¿Te ha cegado tanto Satanás que no comprendas más la razón verdadera de las providencias que he tomado por tu bien, y que te atrevas a llamar: mala voluntad, deseo de llevarte a la ruina, lo que en realidad es providencia amorosa de tu Maestro, de tu Salvador, de tu Amigo que quiere curarte? ■ Te he impedido que tocases ese metal infame que te enloquece… ¿No sabes, no sientes que es como uno de esos brevajes mágicos que provocan una sed insaciable, que introducen en la sangre un ardor, una rabia, que lleva a la muerte? En tu pensamiento, que leo, me estás reprochando: «¿Entonces por qué por tanto tiempo me permitiste que fuese quien administrase el dinero?». ¿Por qué? Porque si te lo hubiera impedido desde el principio, te habrías vendido antes y habrías robado antes. De todos modos, te has vendido, porque poco podías robar… Pero Yo debía tratar de impedirlo sin hacer violencia a tu libertad. El oro es tu ruina. A causa del oro te has hecho lujurioso y traidor…”. ■ Iscariote: “¡Eso! ¡Te has fiado de la palabra de Samuel! Yo no soy…”.  Jesús, que había ido adquiriendo un tono más vivo, pero sin asumir en ningún momento matices de violencia o amenaza, de improviso da un grito imperioso, diría yo colérico. Severamente mira al rostro de Judas, que había alzado para decir esas palabras y le impone un: “¡Calla!”, que parece el estallido de un rayo. Judas se apoya de nuevo en sus calcañares y ya no abre la boca. Es un momento de silencio en que Jesús, con visible esfuerzo para dominarse, y su esfuerzo es tan poderoso, que muestra por sí lo divino que hay en Él. Vuelve a hablar con su tono usual, animado, dulce aunque enérgico, persuasivo, conquistador… Solo los demonios pueden resistir a esta voz. Jesús: “No necesito que Samuel hable, o quien sea,  para conocer tus acciones. ¡Oh, desdichado! ■ ¿Pero sabes ante quién estás? ¡Es verdad! Dices que ya no comprendes mis parábolas. No comprendes ya mis palabras. ¡Pobre infeliz! Ya ni siquiera te comprendes a ti mismo. Ya no comprendes ni siquiera el bien y el mal. Satanás, al cual te has entregado de muchas maneras, Satanás, al que has secundado en todas las tentaciones que te presentaba, te ha hecho estúpido. ¡Pero antes me comprendías! Creías que soy quien soy. Y este recuerdo no se ha apagado en ti. ¿Puedes creer que el Hijo de Dios necesite, que Dios necesite las palabras de un hombre para saber el pensamiento y acciones de otro hombre? Aún no estás tan pervertido, que no creas que soy Dios, y en eso está tu mayor culpa. Porque el miedo que sientes de mi ira demuestra que crees que soy Dios. Sientes que no luchas contra un hombre, sino contra Dios mismo, y tiemblas. Tiemblas, Caín, porque no puedes ver a Dios ni pensar en Él sino como Vengador de sí mismo y de los inocentes (2). Tienes miedo de que te suceda lo que a Coré, a Datán, a Abirón y secuaces (3). Pese a que sabes quién soy, luchas contra Mí. Debería decirte: «¡Maldito!», pero no sería más el Salvador… ■ Querrías que te expulsara. Dices que todo lo haces para conseguirlo. Esta razón no justifica tus acciones, porque no hay necesidad de pecar para separarte de Mí. Lo puedes hacer, te lo he venido diciendo. Desde Nobe, cuando regresaste en una limpia mañana, lleno de mentiras y lascivia, como si hubieras salido del infierno para caer en el fango de los cerdos, o con los libidinosos monos, yo tuve que hacer un esfuerzo sobre Mí mismo para no alejarte con un puntapié como se hace con un harapo asqueroso, para frenar la náusea que sentía,  no solo en el corazón, sino aun en las entrañas. Siempre te lo he dicho. Incluso antes de aceptarte. Y antes de venir aquí. En ese momento, precisamente para ti, para ti solo, hablé. Pero tú siempre has querido quedarte. ¡Para perdición tuya! ¡Tú, mi más grande dolor!”.
.   ● «El Maestro jamás se ha sentido superior al hombre por ser ‘el Mesías’; antes bien, sabiéndose Hombre, ha querido serlo en todo menos en el pecado…». «La vida es un don santo, por lo que hay que amarla santamente. La vida es medio que sirve al fin, que es la eternidad».- ■ Jesús: “Pero, claro, tú andas pensando y diciendo, primer hereje de muchos que vendrán, que soy superior al dolor. No, solo soy superior al pecado, solo soy superior a la ignorancia. Al pecado porque soy Dios; a la ignorancia, porque no puede existir ignorancia en el alma que no ha herido la Culpa Original. Te hablo como Hombre, como el Hombre, como el Adán redentor venido a reparar la culpa del Adán-pecador y a mostrar qué hubiera sido el hombre, si hubiera permanecido como fue creado: inocente. Entre los dones que Dios concedió a Adán, ¿no se contaban —dado que la unión con Dios infundía las luces del Padre omnipotente en el hijo bendito— una inteligencia sin mengua, una ciencia grandísima? Yo, el nuevo Adán, soy superior al pecado por mi propia voluntadUn día, hace mucho tiempo, te admiraste de que hubiese sido tentado, y me preguntaste que si no había consentido. ¿Recuerdas? Te respondí (4), como pude haberlo hecho… Porque tú eras desde entonces… un hombre caído, ante cuyos ojos era inútil descubrir las perlas preciosísimas de mis virtudes. No habrías comprendido su valor… las habrías tomado por… piedras, dada su grandeza excepcional. También en el desierto volví a repetirte las palabras, el sentido de las palabras que te había dicho en aquel anochecer yendo hacia el Getsemaní. Si hubiera sido Juan, o aun Simón Zelote, que me hubiese hecho otra vez esa pregunta, le habría respondido de manera distinta, porque Juan es puro y no la habría hecho con la malicia con que la hiciste… y Simón es un anciano sabio que, sin ignorar la vida, cual la ignora Juan, ha llegado a tal sabiduría que sabe contemplar todos los eventos sin sufrir turbación en su yo. Ellos no me preguntaron si había consentido a las tentaciones, a la tentación más común.  Porque en la pureza no manchada de Juan no hay huellas de lujuria, y en la reflexiva de Simón hay mucha luz, con la que ve la pureza que brilla en Mí. Preguntaste… y te respondí. Como podía hacerlo. Con esa prudencia que no debe nunca separarse de la sinceridad, santas la una y la otra ante los ojos de Dios. Esa prudencia que es como el triple velo extendido entre el Santo y el pueblo, corrido para ocultar el secreto del Rey. Esa prudencia que regula las palabras según la persona que las escucha, según la capacidad de entender, según la pureza espiritual y rectitud de esta persona. Porque hay verdades que en los oídos de los impuros se hacen objeto de risa, no de veneración… ■ No sé si recuerdas aquellas palabras. Te las repito aquí, ahora en que tú y Yo estamos al borde del abismo. Porque… no, esto no es necesario decirlo. Yo, como respuesta al «por qué» que mi primera explicación no te había satisfecho, dije en el desierto: «El Maestro jamás se ha sentido superior al hombre por ser ‘el Mesías’; antes bien, sabiéndose Hombre, ha querido serlo en todo menos en el pecado. Para ser maestro es necesario haber sido alumno. Mi inteligencia divina podía hacerme comprender por poder intelectivo o intelectualmente las luchas del hombre. Pero un día algún pobre amigo mío hubiera podido decir: ‘Tú no sabes lo que quiere decir ser hombre y tener los sentidos y pasiones’. Habría sido un reproche justo. Vine aquí no solo para prepararme a mi misión, sino también a la tentación. A la tentación diabólica. Porque el hombre no habría podido tener poder sobre Mí. Satanás llegó cuando había terminado mi unión solitaria con Dios y sentí que era Hombre con un cuerpo verdadero sujeto a sus propias debilidades: hambre, cansancio, sed, frío. Sentí el cuerpo con sus exigencias, lo psíquico con sus pasiones. Si por mi voluntad he doblegado desde su nacimiento todas las pasiones no buenas, he dejado que crecieran las santas». ¿Recuerdas estas palabras? ■ Y también dije —esto a ti solo— aquella primera vez: «La vida es un don santo, por lo que hay que amarla santamente. La vida es medio que sirve al fin, que es la eternidad». Dije: «Démosle, entonces, a la vida aquello que necesita para mantenerse y servir al espíritu en su conquista: continencia de la carne en sus apetitos, continencia de la mente en sus deseos, continencia del corazón en todas las pasiones que tienen sabor humano, impulso ilimitado en orden a las pasiones que son del Cielo: amor a Dios y al prójimo, obediencia a la voz de Dios, heroísmo en el bien y en la virtud». ■ Y en aquella ocasión me dijiste que Yo podía hacer eso porque era Yo santo, pero que tú no podías porque eras joven, lleno de vitalidad. ¡Como si el ser joven y sentirse vigoroso fuese un atenuante para el vicio! ¡Como si solo los viejos o enfermos, por edad o debilidad impotentes para lo que tú —abrasado como estás de lujuria— pensabas, estuvieran libres de las tentaciones de la carne! En ese entonces, pude haberte rebatido muchas cosas, pero no podías comprenderlas, ni siquiera ahora, pero a lo menos ahora no puedes sonreír con tu sonrisa incrédula si te digo que el hombre sano, puede ser casto, aun cuando sufra las seducciones del demonio y de la carne. ■ Castidad es un afecto espiritual, es movimiento que se refleja en la carne y la penetra del todo, la eleva, la perfuma, la preserva. El que está lleno de castidad no tiene sitio para otros movimientos menos buenos. En él no penetra la corrupción”.
.  ●“Todo adulterio, toda lujuria, todo pecado sensual vienen de una maquinación de la mente, que, corrompida, viste de estimulante aspecto todo lo que ve. No realizas el acto pero acaricias el pensamiento del acto. Hoy así, y mañana… mañana caes en el verdadero pecado. Por eso te enseñé a pedir ayuda del Padre”.-Jesús:Además, la corrupción no entra de afuera, no es algo que penetre de lo exterior a lo interior. Es un movimiento que procede de lo interno, del corazón, del pensamiento, que penetra e invade la carne. Por esto he dicho que del corazón salen las corrupciones (5). Todo adulterio, toda lujuria, todo pecado sensual vienen de una maquinación de la mente, que, corrompida, viste de estimulante aspecto todo lo que ve. Todos los hombres tienen ojos para ver. ¿Cómo se explica que una mujer que deja indiferentes a diez, que la miran como un ser igual a ellos, que incluso la ven como una bella obra del Creador, pero sin encender dentro de ellos estímulos e imaginaciones obscenas, turba al hombre undécimo y lo arrastra a concupiscencias indignas? Porque ese undécimo ha corrompido su corazón, su pensamiento y donde diez ven a una hermana, él ve a la hembra. ■ Aun no diciéndote esto entonces, te dije que Yo había venido precisamente para los hombres, no para los ángeles. He venido para devolver a los hombres su realeza de hijos de Dios enseñándoles a vivir como dioses. Dios no tiene lujuria, Judas. Yo he querido demostrar que también el hombre puede existir sin la lujuria. Os he querido demostrar que se puede vivir como enseño. Para mostrároslo tuve que tomar cuerpo verdadero, para poder sufrir las tentaciones humanas y decir al hombre, después de haberlo instruido: «Haced como Yo». ■ Y tú me preguntaste si, tentado, pequé. ¿Recuerdas? Como veía que no podías comprender que hubiera sido tentado sin haber caído, pues te parecía mal que el Verbo fuese tentado y te parecía imposible que el Hombre no pecase, te respondí que todos pueden ser tentados, pero que solo son pecadores los que quieren serlo. Tu estupor fue grande, un estupor incrédulo. Tanto fue así, que insististe: «¿No has pecado nunca?». Entonces podías no creer. Hacía poco tiempo que nos conocíamos. Palestina está llena de rabinos cuya doctrina es una antítesis de la vida que llevan. Pero ahora tú sabes que Yo no he pecado, que no peco. Sabes que la tentación, aun la más violenta, dirigida contra el  hombre sano, viril, que vive en medio de los hombres, rodeado de los hombres y de Satanás, no me perturba. Antes al contrario, toda tentación, a pesar de que el hecho de rechazarla aumentase su virulencia,  porque el Demonio la hacía cada vez más violenta para vencerme, era una victoria mayor. Y no solo respecto a la tentación carnal, torbellino que ha estado dando vueltas en torno a Mí, sin poder mover ni mellar mi voluntad. ■ No hay pecado donde no hay consentimiento a la tentación, Judas. Hay, sí, pecado donde, aun sin consumar el acto, se acoge la tentación y se la contempla con buenos ojos. Será pecado venial, pero es ya un camino que conduce al pecado mortal que aquel prepara en vosotros. Porque acoger la tentación y detener en ella el pensamiento, seguir mentalmente las fases de un pecado significa que uno se debilita a sí mismo. Satanás sabe esto, y por eso lanza repetidas llamaradas siempre esperando que una de ellas penetre y trabaje dentro… Después… sería fácil que el hombre tentado se haga culpable. Tú, entonces no comprendiste. No podías comprender. Ahora sí. Ahora mereces menos entender que en aquella ocasión, y, con todo, te repito las palabras que te dije a ti, que dije para ti, porque es en ti, no en Mí, donde la tentación rechazada no se acalla… Y no se acalla porque no la rechazas totalmente. No realizas el acto, pero acaricias el pensamiento del acto. Hoy así, y mañana… mañana caes en el verdadero pecado… ■ Por eso en aquella ocasión te enseñé a pedir la ayuda del Padre. Te enseñé que pidieses al Padre que no te dejase entrar en la tentación. Yo, el Hijo de Dios, Yo, el vencedor de Satanás, he pedido ayuda al Padre, porque soy humilde. Tú no lo eres. No has pedido a Dios la salvación, la preservación. Eres un soberbio, y por esto te hundes… ¿Recuerdas todo esto?”.
.    ● “¿Sabes qué esfuerzo me impones teniendo que soportar tu compañía? ¿Sabes qué fatigoso me resulta dominarme, como ahora, para que mi misión se realice en ti hasta el extremo? ¿No te das cuenta de lo que me cuestas?”.- Jesús: “¡Puedes ahora comprender lo que significa para Mí, verdadero Hombre, con todas las reacciones del hombre, y verdadero Dios, con todas las reacciones de Dios, el verte así: lujurioso, mentiroso, ladrón, traidor, homicida! ¿Sabes qué esfuerzo me impones teniendo que soportar tu compañía? ¿Sabes qué fatigoso me resulta dominarme, como ahora, para que mi misión se realice en ti hasta el extremo? Cualquier otro hombre te habría cogido por la garganta al sorprenderte forzando las arcas y apoderándote del dinero, y que te viera traidor, y más que traidor… Te hablo con compasión. Mira. No es verano y por la ventana entra ya el aire fresco del atardecer, y sin embargo, estoy sudando como si hubiese hecho un trabajo demasiado duro. ■ ¿No  te das cuenta de lo que me cuestas? ¿De lo que eres? ¿Quieres que te arroje? No. Jamás. Cuando alguien se está ahogando, asesino es el que le deja que se hunda. Te encuentras en medio de dos fuerzas que te atraen. Yo y Satanás. Pero si te dejo, al único que le tendrás será a él. ¿Cómo te salvarás entonces? Y, con todo, tú me abandonarás… Ya me has abandonado con tu corazón… Pues bien, Yo, de todas formas, retengo junto a Mí la crisálida de Judas. Tu cuerpo privado de la voluntad de amarme, tu cuerpo inerte en orden al bien. Lo retengo mientras tú no me exijas incluso esta nada que son tus despojos para reunirla con el espíritu y pecar con todo tu ser…”.
* A pesar de las palabras amorosas de Jesús, persiste la altanería e impenitencia de Iscariote. Jesús llora angustiosamente.- ■ Jesús, con los ojos fijos en Judas: “¡Judas!… ¿No me hablas? ¿No encuentras una palabra que decir a tu Maestro? ¿Una súplica que hacerme? No te exijo que me digas: «¡Perdón!». Muchas veces te he perdonado sin resultado, sé que esa palabra saldría solo de tus labios, no de tu espíritu arrepentido. Quisiera que saliese de tu corazón. ¿Estás tan muerto que no eres capaz de formar un deseo? ¡Habla! ¿Me temes? ¡Oh, si fuera realidad! ¡Por lo menos esto! Pero no. Si me temieses te diría las palabras que te dije aquel día ya lejano, en que hablamos de las tentaciones y pecados: «Te aseguro que aún después del mayor Crimen que se cometerá, si el culpable de él corriese a los pies de Dios, con verdadero arrepentimiento, y llorando le pidiese perdón, ofreciéndose a expiar confiadamente, sin desesperarse, Dios le perdonaría, y por medio de la expiación, salvaría su alma».  ¡Judas! Si no me temes, con todo todavía te amo. ¿No tienes nada que pedir a mi amor infinito?”. Iscariote habla con altanería: “No. Mejor dicho, una sola cosa. Que impongas silencio a Juan. ¿Cómo quieres que pueda reparar si seré la vergüenza entre vosotros?”. Jesús: “¿Y así hablas? Juan no hablará, pero al menos tú, y esto te lo pido, obra de tal modo que nada trasluzca tu ruina. Recoge esas monedas y ponlas en la bolsa de Juana… Trataré de cerrar el arca… con el hierro que empleaste para abrirlo…”. ■ Mientras Judas de mala manera recoge las monedas regadas, Jesús se apoya sobre el arca abierto como cansado. Aunque la luz es débil, permite ver que Jesús llora en silencio, mirando al apóstol encorvado que recoge las monedas. Judas ha terminado, se acerca al arca, toma la bolsa gruesa, pesada de Juana y mete dentro las monedas, la cierra diciendo: “Aquí están”. Se hace a un lado. Jesús toma la improvisada ganzúa hecha por Judas, y con temblorosa mano hace girar la chapa y cierra el arca. Luego pone el hierro sobre su rodilla y lo dobla en forma de V, lo aplasta con el pie, para que no sirva para nada y se lo guarda en el pecho. Al hacerlo le caen lágrimas sobre el vestido de lino. ■ Judas finalmente tiene un movimiento de arrepentimiento, se cubre la cara con las manos y en medio de un sollozo dice: “¡Soy un maldito! ¡Soy el oprobio de la tierra!”. Jesús: “¡Eres el desgraciado eterno! ¡Y pensar que si quisieras podrías todavía ser feliz!”. Iscariote grita: “Júrame, júrame que nadie se enterará de esto… y yo te juro que me redimiré”. Jesús: “No digas: «me redimiré». No puedes. Yo solo puedo redimirte. Solo Yo puedo vencer al que habló por tus labios. Pronuncia la palabra de humildad: «¡Señor, sálvame!» y te libraré de tu opresor. ¿No comprendes que espero esta palabra con más ansias que un beso de mi Madre?”. Judas llora, llora, pero no la pronuncia. Jesús: “Vete. Sube a la terraza. Vete a donde quieras, pero no hagas alguna comedia. Vete, vete. Nadie te descubrirá porque Yo me preocuparé de ello. Desde mañana tendrás el dinero. ¡Es inútil todo ya!”. ■ Judas sale sin replicar. Jesús se queda solo, se sienta sobre una silla que hay cerca de la mesa y, cruzados los brazos y apoyados en la mesa,  apoyada la cabeza encima de los brazos, llora angustiosamente.
 Juan reconforta a Jesús.- “Recuérdalo, Juan: ¡éste será para siempre mi mayor dolor! Todavía no puedes comprender todo… Mi mayor dolor…”.- ■ Pocos minutos después llega Juan, se detiene un momento en el umbral de la puerta. Está pálido como un muerto, luego corre a Jesús, le abraza suplicando: “¡No llores, Maestro, no llores! Te amo también por ese infeliz…”. Le endereza, ve lágrimas de su Dios y llora a su vez. Jesús le abraza y las dos cabezas rubias, juntas, se intercambian las lágrimas y los besos.  Pero Jesús pronto se sobrepone, dice: “Juan, por amor mío, olvida todo esto. Lo quiero”. Juan: “Sí, Señor mío, trataré de hacerlo pero no sufras más… ¡Ah, qué dolor!… Me hizo pecar, Señor mío. Mentí. Tuve que mentir porque regresaron las discípulas. No. Antes los de la mujer: querían verte para agradecerte. Nació felizmente un varoncito. Dije que habías ido al monte… Luego vinieron las mujeres y volví a mentir diciendo que no estabas, que tal vez estabas en casa de Ada… No pude menos que decir eso. Estaba yo atolondrado. Tu Madre me vio que tenía lágrimas y me preguntó: «¿Qué te pasa, Juan?». Se puso muy angustiada… parecía que supiese. Mentí otra vez diciendo: «Estoy conmovido por la felicidad de Ada…». ¡A tanto puede llevar el estar cerca de un pecador! ¡A la mentira!.. Perdóname, Jesús mío”. Jesús: “Quédate en paz. Olvídate de estos momentos. No ha sido nada… Un sueño…”. Juan: “¡Sufres! ¡Qué cambiado estás, Maestro! ■ Respóndeme solo esto: ¿Se arrepintió Judas al menos?”. Jesús exclama: “¡Y quién puede comprender a Judas, hijo mío!”. Juan: “Ninguno de nosotros, pero Tú, sí”. Jesús no responde. Nuevas lágrimas silenciosas corren por su cansado rostro. Juan está aterrado: “¡Ah, no se arrepintió!…”. Jesús pregunta: “¿Dónde está ahora? ¿Le viste?”. Juan: “Sí. Asomándose a la terraza, mirando si había alguien, y, viendo que estaba yo solo sentado y afligido bajo la higuera, ha bajado corriendo y ha salido por la puerta del huerto. Entonces he venido”. Jesús: “Hiciste bien. Pongamos en su lugar las sillas. Recoge la jarra. Que no haya huellas de nada…”. Juan: “Luchó contigo”. Jesús: “No, Juan, no”. Juan: “Estás demasiado afectado, Maestro, para quedarte aquí. Tu Madre comprendería… y sufriría”. Jesús: “Tienes razón. Salgamos… Darás las llaves a la vecina. Me adelanto al arroyo, en dirección  al monte…”. ■ Jesús sale y Juan se queda a poner todo en orden. Luego sale, da la llave a la vecina y a la carrera se mete entre los matorrales para no ser visto. A unos cien metros distante de la casa, Jesús está sentado sobre una piedra. Se vuelve al oír los pasos del apóstol.  El blancor de su cara resalta en la luz del atardecer. Juan se sienta en la tierra, a su lado, y pone su cabeza sobre las rodillas de Jesús, y alza su cara para mirarle. Ve que todavía llora. Juan: “¡No sufras más, no sufras más, Maestro! ¡No puedo verte sufrir!”. Jesús: “¿No puedo sufrir por esto? ¡Es mi mayor dolor! Recuérdalo, Juan: ¡éste será para siempre mi mayor dolor! Todavía no puedes comprender todo… Mi mayor dolor…”. Jesús está abatido. Juan se aflige por no poderle consolar. ■ Jesús levanta su cabeza, abre sus ojos que tenía cerrados para detener las lágrimas y dice: “Recuerda que somos tres los que sabemos: el culpable, Yo y tú, y que ningún otro debe saberlo”. Juan: “Nadie lo sabrá de mi boca. ¿Pero cómo pudo hacerlo? Mientras se apropiaba del dinero de la bolsa común, paciencia… ¡Pero llegar a esto! ¡Creí que yo estaba loco cuando le vi!… ¡Qué horror!”. Jesús:  “Te he dicho que lo olvides”. Juan: “Me esfuerzo, Maestro, pero es muy horrible…”. Jesús: “¡Horrible! Sí, ¡horrible!”. Jesús apoya su cabeza sobre la espalda de Juan y vuelve a llorar su dolor. Las sombras, que rápidamente bajan, no permiten verlos más. (Escrito el 15 de Febrero de 1947).
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1  Nota  :  Tau, letra del alfabeto griego en forma de Cruz, es el signo de los salvados indicado en Ez. 4-6; en el  Ap. 7,1-8.  2  Nota  : Cfr. Gén.  4,1-16.   3  Nota  : Coré, Datán y Abirón, de cuya rebelión y sus consecuencias se narra en Números 16 y se evoca en: Lev. 10,1-3, Sal. 106,16-18 y  Eclo. 45,18-20.   4  Nota : “Te respondí y en el desierto te respondí” deben ser relacionados, respectivamente, con los episodios 1-69-366 y 2-80-8, relatados ambos en en este mismo tema “Judas Iscariote” 1 año 1ª parte. La propia María Valtorta remite, con una anotación en copia mecanografiada, al primer año de la vida pública de Jesús.  5  Nota  : Cfr. Mt. 15,1-20: Mc. 7.
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 (<Jesús abandona Efraín y emprende viaje hacia Jericó y Jerusalén, a través de Samaria, con todo el séquito de apóstoles, la Virgen y las discípulas Juana de Cusa, Nique, Susana, Elisa, —Marta y  María Magdalena que también habían llegado a Efraín—, Salomé y María de Alfeo. Han pasado por Silo, Lebona, y han llegado a Siquem>)
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9-571-138 (10-32-227).- Llegada a Siquem y recibimiento.
* “Es necesario el sacrificio para hacer fértiles a los corazones”.- ■ Ahí está Siquem, hermosa y adornada. Hay muchos samaritanos que se dirigen a su templo. También hay peregrinos de todas partes que van al Templo de Jerusalén. El sol baña la ciudad, que se extiende sobre las laderas orientales del Garizim, que la supera por el extremo occidental. El verdor del monte contrasta con la blancura de la ciudad. A su nordeste el Ebal, lleno de bosques, parece protegerla de los vientos del norte. La región es fértil por la riqueza de aguas que bajan desde las vertientes de los montes y se dirigen en forma de ríos, alimentados por innumerables arroyuelos, hacia el Jordán. Los jardines y los huertos se ven espléndidos. Todas las casas están adornadas de verdor, de flores, ramas que arrojan sus pequeños frutos. Si uno vuelve sus ojos, por todas partes no notará más que verdor de olivos, viñedos, huertas, y el amarillear de los campos cargados de trigo, que cada vez más ostentan sus espigas maduras que, el sol y el viento, hacen que tomen su color de oro blanquecino. Verdaderamente las «mieses» en los campos amarillean, como dice Jesús, después de haber sido «blanquecinas» cuando nacían, y luego se cubrían de un color verde cual preciosa esmeralda. Ahora el sol las prepara para resistir a la muerte, después de haberlas preparado para la vida. Estas espigas, llenas de vida, son las que con su alimento darán vida al hombre, y que de su muerte surgirá el verdor de una nueva primavera. ■ Jesús, que ha hablado de esto entrando en la ciudad y señalando el lugar del encuentro con la Samaritana (1), y aludiendo a aquella conversación lejana, dice a sus apóstoles, a todos menos a Juan que siempre acompaña a la Virgen que está muy afligida: “¿Y no se cumple ahora lo que entonces dije? En aquella ocasión entramos aquí desconocidos y solos. Sembramos. Ahora: ved qué mies ha nacido de aquella semilla. Seguirán creciendo y vosotros la segaréis. Y otros, además de vosotros, cosecharán…”. Felipe pregunta: “¿Y Tú no, Señor?”. Jesús: “Yo he cosechado donde sembró mi Precursor. Y luego he sembrado para que vosotros cosechaseis y sembraseis con la semilla que os di. Pero así como Juan no cosechó lo que sembró, así tampoco Yo. Somos…”. Judas Tadeo pregunta ansioso: “¿Qué, Señor?”. Jesús: “Las víctimas, hermano mío. Es necesario el sudor para hacer que sean fértiles los campos. Es necesario el sacrificio para hacer fértiles los corazones. Nos levantamos, trabajamos, morimos. Otro, después de nosotros, tomará nuestro puesto, trabajará, morirá… Y otro cosechará, lo que nosotros habremos regado con nuestra muerte”. Santiago de Zebedeo exclama: “¡Oh, no! ¡No lo digas, Señor mío!”. Jesús: “¿Tú que fuiste discípulo de Juan, me lo dices? ¿No recuerdas las palabras de tu primer maestro? «Es necesario que Él crezca y que yo disminuya». Él comprendía la belleza y la razón del morir para dar a otros la justicia. No seré inferior a él”. ■ Santiago de Zebedeo: “Pero Tú, Maestro, eres Tú: ¡Dios! Él era un hombre”. Jesús: “Soy el Salvador. Como Dios debo ser más perfecto que el hombre. Si Juan, simple mortal, tuvo valor de empequeñecer para que naciera el verdadero Sol, no debo empañar la luz de mi Sol con nubes de cobardía. Debo dejaros un recuerdo limpio de Mí, para que sigáis adelante, para que el mundo crezca en la idea que he traído. El Mesías se irá, regresará al lugar de donde vino, y desde allá os amará siguiéndoos en vuestro trabajo, preparándoos el lugar que será vuestro premio. Pero mi doctrina se queda, crecerá con mi partida… y con la de todos aquellos que, sin apegarse al mundo y a la vida terrena, sepan, como Juan y como Jesús, marcharse… morir para que otros vivan…”.
* “¿Reconoces entonces que sea justo que te den muerte?”. “No encuentro justo que me den muerte. Reconozco justo morir en aras de lo que mi sacrificio producirá”.- ■ Iscariote pregunta casi con ansias: “¿Entonces reconoces que sea justo que te den muerte?…”. Jesús: “No encuentro justo que me den muerte. Reconozco justo morir en aras de lo que mi sacrificio producirá. El homicidio será siempre homicidio para quien lo lleva a cabo, aunque tenga valor y aspecto distinto en relación al que lo sufre”. Iscariote: “¿Qué quieres decir?”. Jesús: “Quiero decir que si alguien mata, porque se ve obligado a hacerlo, como el soldado en la batalla, el verdugo que obedece al magistrado, o el que se defiende de un ladrón, no mancha su alma con el homicidio pero el que sin necesidad y orden de nadie mata a un inocente o coopera a su muerte, irá delante de Dios con la cara horrible de Caín”. Pedro: “¿Pero no podríamos hablar de otra cosa? El Maestro sufre con ello; tú pones ojos de atormentado; a nosotros nos parece que estamos en la agonía. Si su Madre oyera, lloraría. Debajo de su velo está llorando ya. ¡Hay tantas cosas de qué hablar!…”.
* En Siquem se conoce la vida de expiación emprendida por la samaritana.- ■ “La paz a ti, Maestro. Las casas que te han hospedado la otra vez abren sus puertas para recibirte, y muchas otras casas para las discípulas y para los que vienen contigo. Vendrán los que han sido agraciados por Ti recientemente o lo fueron la primera vez. Sólo faltará una (2), porque se marchó del lugar para llevar una vida de expiación. Eso dijo, y yo lo creo, porque cuando una mujer se despoja de todo aquello que era objeto de su amor y rechaza el pecado y da sus bienes a los pobres, es señal de que verdaderamente quiere llevar una vida nueva. Pero no sabría decirte dónde está. Ninguno la ha vuelto a ver desde que dejó Siquem. A uno de nosotros le pareció verla, como criada, en un pueblo cercano al Fialé. Otro jura haberla vestida míseramente en Bersabea. Pero no es seguro el testimonio de estas personas. Se la llamó por su nombre y no respondió, y hay quien oyó en un lugar que a la mujer la llamaban Juana; esto fue en el otro Agar”. Jesús: “No es necesario saber más, aparte de que ella se ha redimido. Cualquier otro dato acerca de ella es vano, y toda indagación es cu­riosidad indiscreta. Dejad a vuestra conciudadana en su secreta paz, satisfechos suficientemente con que ya no cause escándalo. Los án­geles del Señor saben dónde está, para darle la única ayuda de que tiene necesidad, la única ayuda que no puede perjudicar a su alma… ■ Ahora sed caritativos con las mujeres, que están cansadas, y llevar­las a las casas. Mañana os hablaré. Hoy voy a escucharos a todos y voy a recibir a los enfermos”. Los de Siquem: “¿No te vas a quedar mucho tiempo con nosotros? ¿No vas a transcurrir aquí el sábado?”. Jesús: “No. En otro lugar, en oración”. Los de Siquem: “Esperábamos tenerte mucho con nosotros…”. Jesús: «Tengo el tiempo justo para volver a Judea para las fiestas. Os dejaré a los apóstoles y las mujeres, si quieren quedarse, hasta el atardecer del sábado. No os miréis así. Sabéis que debo tributar, más que nadie, honor al Señor Dios nuestro, porque el ser lo que soy no me exime de ser fiel a la Ley del Altísimo”. ■ Se dirigen hacia las casas. En cada una entran dos discípulas y un apóstol: María de Alfeo y Susana con Santiago de Alfeo; Marta y María con el Zelote; Elisa y Nique con Bartolomé; Salomé y Juana con Santiago de Zebedeo. Luego, en grupo, van juntos a otra casa To­más, Felipe, Judas de Keriot y Mateo. Pedro y Andrés, a otra. Y Jesús con Judas de Alfeo y Juan, entra con María, su Madre, en la de un hombre que siempre ha hablado en nombre de los habitantes del lugar (1 de Marzo de 1947).
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1  Nota  : Cfr. Ju. 4,1.   2  Nota  : Se refiere a la mujer samaritana, con la que Jesús se encontró en la ciudad samaritana de Sicar, junto al pozo de Jacob, en un viaje anterior. La Obra de María Valtorta nos da a conocer el nombre de esta samaritana: Fontinái. Este pasaje, en este trabajo sobre la Obra de María Valtorta, se relata en el episodio 2-143-381 en el tema “Fe”. En los Evangelios, lo narra el Evangelio de San Juan: Capítulo 4  Versículos 5 al 42.
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9-572-141 (10-32-230).- En Siquem, la última parábola sobre los consejos dados y recibidos.
* Jesús recuerda a los de Siquem su anterior visita, en la que solo una mujer, la criatura más pecadora que había entre ellos, fue solícita en seguir su llamada y entrar por el camino de la Vida.- ■ La plaza más grande de Siquem aparece abarrotada de gente hasta lo increíble. Yo creo que está ahí toda la ciudad, y que se han concentrado también los que viven en los campos y en los pueblos cercanos. Los de Siquem a primeras horas de la tarde del primer día deben haberse esparcido para avisar por todas partes, y todos han venido: sanos y enfermos, pecadores e inocentes. Repleta ya la plaza, atestadas las terrazas que están en lo alto de las casas, la gente se ha acoclado incluso encima de los árboles que dan sombra a la plaza. ■ En primera fila, en el lugar que se ha mantenido libre para Je­sús, junto a una casa realzada sobre cuatro escalones, están los tres niños que Jesús salvó de los bandidos, y también los parientes. ¡Qué ansiosos, los tres pequeñuelos de ver a su Salvador! Cada grito que se oye los hace volverse buscándole. Y, cuando se abre la puerta de la casa y en su vano aparece Jesús, los tres niñitos vuelan a su encuen­tro gritando: “¡Jesús! ¡Jesús! ¡Jesús!”, y suben los altos escalones sin esperar siquiera a que Él baje a abrazarlos. Y Jesús se agacha, los abraza, los alza —vivo ramo de flores inocentes—, los besa en la cara… y ellos también le besan. Un murmullo de la gente, conmovida, y alguna voz que dice: “Solo Él sabe besar a nuestros inocentes”. Y otras voces: “¿Veis cómo los quiere? Los salvó de los bandidos, les dio de comer y los vistió, les ha dado una casa y ahora los besa como si fueran los hijos de sus en­trañas”. ■ Jesús, que ha puesto a los niños en el suelo, en el escalón más al­to, cerca de su cuerpo, responde a todos contestando a estas últimas palabras anónimas: “En verdad, éstos son para mí más que hijos de mis entrañas. Porque soy para ellos padre de su alma, que es mía, y no para el tiempo que pasa, sino para la eternidad que perdura. ¡Ojalá pudiera decir lo mismo de todo hombre que de Mí, Vida, obtuviera vida para salir de su muerte! Cuando vine por primera vez a vosotros os invité a esto. Pero pensasteis que teníais mucho tiempo para decidiros a hacerlo. Solo una persona fue solícita en seguir la llamada y en entrar y entrar por el camino de la Vida: la criatura más pecadora que había entre vosotros. Quizás, precisamente, porque se sintió muerta, se vio muerta, pútrida con su pecado, tuvo prisa en salir de la muerte. Vosotros, ni os sentís ni os veis muertos, y no tenéis su prisa. Pero ¿qué enfermo espera a estar muerto para tomar las medicinas de vida? El muerto no necesita sino mortaja y bálsamos, y un sepulcro donde yacer para convertirse en polvo después de ser podredumbre. Pero ¿qué enfermo espera a estar muerto para tomar las medicinas de vida? El muerto no necesita sino mortaja y bálsamos, y un sepulcro donde yacer para convertirse en polvo después de ser podredumbre. Porque el que la podredumbre de Lázaro, a quien miráis con ojos dilatados por el temor y el estupor, haya sido, por sabios fines, recompuesta por el Eterno y devuelta a la salud, no debe tentar a nadie a morir en su espíritu diciendo: «El Altísimo me dará de nuevo la vida del alma». No tentéis al Señor Dios vuestro. ■ Venid vosotros a la Vida. Ya no hay tiempo de espera. La Vid ya va a ser vendimiada y exprimida. Preparad vuestro espíritu para el Vino de la Gracia que muy pronto os será dado. ¿No es lo que hacéis cuando vais a asistir a un gran banquete? ¿No preparáis vuestro es­tómago para que reciba alimentos y vinos selectos haciendo preceder al banquete una prudente abstinencia que afine el gusto y dé vigor al estómago para degustar y apetecer la comida y la bebida? ¿Y no hace lo mismo el viñador para catar el vino reciente? No desarregla su paladar el día en que quiere catar el vino nuevo; no lo hace por­que quiere percibir con exactitud las cualidades y los defectos de ese vino, para corregir éstos y resaltar aquéllas, y así vender bien su mercancía. Pero si esto sabe hacer la persona que ha sido invitada a un banquete, para saborear con mayor deleite los manjares y vinos, y si el viñador hace eso para poder vender bien su vino, o para con­vertir en vendible aquello que si se ofreciera defectuoso sería recha­zado por el comprador, ¿no debería saber hacerlo el hombre en orden a su espíritu, para saborear el Cielo, para ganar el tesoro y poder en­trar en el Cielo?”.
 Una parábola que habla de los consejos que se dan o se reciben.- ■ Jesús prosigue:  “Escuchad mi consejo. Éste sí, escuchadle. Es consejo bueno. Es consejo justo del Justo, al que vanamente se aconseja mal, del Justo que quiere salvaros de los frutos de los malos consejos que habéis re­cibido. Sed justos como Yo lo soy. Y sabed dar el justo valor a los con­sejos que os dan. Si sabéis haceros justos, daréis ese justo valor. ■ Oíd una parábola. Una parábola que cierra el ciclo de las que he dicho en Silo y Lebona, y que habla también de los consejos que se dan o se reciben. Un rey mandó a su hijo amado a visitar reino. El reino de este señor estaba dividido en muchas provincias, pues era vastísimo. En es­tas provincias existía un distinto conocimiento del rey. Algunas le conocían tanto, que se consideraban las predilectas y se ensoberbecían por ello. Estas provincias pensaban que eran las únicas perfectas en el conocimiento del rey y de lo que el rey quería. Otras le conocían pero no se creían sabias por ello y buscaban el modo de conocerle ca­da vez más. Otras conocían al rey, pero le querían a su manera, ya que se habían dado un código especial que no era el verdadero código del reino. Del verdadero código habían tomado aquello que les gustaba y hasta donde les gustaba, e incluso habían desvirtuado ese poco con mezclas de otras leyes —no buenas— tomadas de otros reinos, o que ellas mismas se habían dado. No. No buenas. Y otras provincias ignoraban todavía más acerca de su rey. Y algunas solamente sabían que había un rey, nada más que eso, y creían incluso que esto poco era una fábula. ■ El hijo del rey fue a visitar el reino de su padre para transmitir a las distintas regiones, a todas ellas, un exacto conocimiento del rey: bien corrigiendo la soberbia, bien elevando los ánimos, bien endere­zando conceptos desviados, en otras regiones convenciendo para que eliminaran los elementos impuros de la ley pura, o enseñando para colmar las lagunas, o, en fin, instruyendo para dar un mínimo de co­nocimiento y de fe en orden a este rey real de quien todos los hom­bres eran súbditos. El hijo del rey pensaba, de todas formas, que la primera lección para todos había de ser el ejemplo de una justicia conforme al código, tanto en las cosas graves como en las menores. Y era perfecto. Tanto que la gente de buena voluntad se mejoraba a sí misma porque seguía las acciones y las palabras del hijo del rey, pues sus palabras y sus obras eran tan congruentes entre sí, sin di­sonancia alguna, que eran una única cosa. ■ Pero los de las provincias que se sentían perfectas sólo por saber al pie de la letra las letras del código, pero sin poseer su espíritu, ve­ían que de la observancia de lo que hacía el hijo del rey y de lo que exhortaba a hacer, demasiado claramente resultaba que ellos conocí­an la letra del código pero no poseían el espíritu de la ley del rey, y que, por tanto, su hipocresía quedaba desenmascarada. Entonces pensaron quitar de en medio aquello que los hacía aparecer como eran. Y para hacerlo usaron dos vías: una contra el hijo del rey, la otra contra los seguidores del hijo del rey; para el primero, malos consejos y persecuciones; para los segundos, malos consejos e intimi­daciones. ■ Muchas cosas son malos consejos. Es un mal conejo decir: «No hagas esto que te puede acarrear perjuicio» fingiendo interesarse positivamente. Y es mal consejo perseguir para persuadir a faltar contra su misión a aquel al que se quiere descarriar. Es consejo malo el decir a los propios partidarios: «Defended a toda costa y usando cualquier medio al justo perseguido», y es consejo malo decir a los propios partidarios: «Si le protegéis, os encontraréis con nuestro desdén». Pero ahora no estoy hablando de los consejos dados a los propios partidarios, sino de los consejos dados al hijo del rey y de los consejos encargados a otros, con falsa candidez, con perverso odio, o a través de ingenuos instrumentos que creyendo que los mueven para un beneficio en realidad son movidos para causar daño. ■ El hijo del rey escuchó estos consejos. Tenía oídos, ojos, intelecto y corazón. No podía, por tanto, no oírlos, no verlos, no comprenderlos, no discernir acerca de ellos. Pero el hijo del rey tenía, sobre todo, un espíritu recto de hombre verdaderamente justo, y a cada uno de los consejos que se le ofrecían, consciente o inconscientemente para hacerle pecar y dar mal ejemplo a los súbditos e infinito dolor a su padre, respondió: «No. Yo hago lo que quiere mi padre. Sigo su código. El ser hijo del rey no me exime de ser el más fiel de sus súbditos en la observancia de la ley. Vosotros, que me odiáis y queréis amedrentarme, sabed que nada me hará violar la ley. Vosotros, los que me queréis y queréis salvarme, sabed que os bendigo por este pensa­miento vuestro, pero sabed también que ni vuestro amor ni el amor mío hacia vosotros —por ser más fieles a mí que los que se dicen ‘sa­bios’— no debe hacerme injusto en mi deber hacia el amor más grande, que es el que ha de darse al padre mío»”.
* Preparad vuestro espíritu. El alba de la Gracia surge. El banquete de la Gracia ya está siendo preparado. Vuestras almas, las almas que quieren venir a la Verdad, están en las vísperas de su des­posorio, de su liberación, de su redención. Preparaos en justicia para la fiesta de la Justicia”.- ■ Jesús concluye: “Ésta es la parábola, hijos míos. Y es tan clara, que todos pueden haberla comprendido. Y en los espíritus rectos sólo una voz puede surgir: «Él es realmente el Justo, porque ningún consejo humano puede desviarle por un camino de error». Sí, hijos de Siquem. Nada puede llevarme al error. ¡Ay si caminara en el error! ¡Ay de mí y ay de vosotros! En vez de ser vuestro Salvador, sería vuestro traidor, y tendríais razón en odiarme. Pero no lo haré. ■ No os reprendo por haber aceptado sugestiones y haber pensado una serie de medidas contra la justicia. No sois culpables porque lo habéis hecho por espíritu de amor. Pero os digo lo que he dicho al principio y al final. A vosotros os digo: Os quiero más que si fuerais hijos de mis entrañas, porque sois hijos de mi espíritu. Yo he conducido a la Vida a vuestro espíritu, y lo haré aún más. Sabed —y que éste sea el recuerdo mío— sabed que os bendigo por el pensamiento que habéis tenido en vuestro corazón. Pero creced en la justicia, queriendo solamente aquello que dé honor al Dios verdadero, a quien ha de profesarse un amor absoluto, como a ninguna otra criatura se ha de profesar. Venid a esta perfecta justicia que Yo os doy como ejem­plo, justicia que aplasta los egoísmos del propio bienestar, los miedos de los enemigos y de la muerte; que todo lo aplasta para hacer la vo­luntad de Dios. ■ Preparad vuestro espíritu. El alba de la Gracia surge. El banquete de la Gracia ya está siendo preparado. Vuestras almas, las almas que quieren venir a la Verdad, están en las vísperas de su des­posorio, de su liberación, de su redención. Preparaos en justicia para la fiesta de la Justicia”. ■ Jesús hace una seña a los parientes de los niños, que están cerca de éstos, para que entren en la casa con Él, y, habiendo alzado en brazos a los tres niños como al principio, se retira. En la plaza la gente intercambia comentarios, muy distintos. Los mejores dicen: “Tiene razón. Aquellos falsos enviados nos traicionaron”. .Los menos buenos dicen: “Pero entonces no hubiera debido hala­garnos. Hace que nos odien todavía más. Se ha burlado de nosotros. Es judío de veras”. “No podéis decir eso. Nuestros pobres saben de sus ayudas; nues­tros enfermos, de su poder; nuestros huérfanos, de su bondad. No po­demos pretender que peque para satisfacernos a nosotros”. “Ya ha pecado, porque haciendo que nos odien nos ha odiado…”. “¿Quién?”. “Todos. Y se ha burlado de nosotros. Sí, se ha burlado de nosotros”. Los distintos pareceres llenan la plaza, pero no turban el interior de la casa, donde está Jesús, junto con los notables y con los niños y sus parientes. Una vez más, se confirman las palabras proféticas: «Él será piedra de contradicción». (Escrito el 2 de Marzo de 1047).
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9-573-147 (10-34-234).- Partida para Enón, después de un tira y afloja entre Judas Iscariote y Elisa, que se quedan en Siquem.
* “También me quedo yo. Descansaré haciendo el oficio de madre… Judas, hablo por mí. Él va allí y hace bien. Él es el Maestro. Yo soy una vieja a quien los dolores arrebataron todo deseo de curiosidad y el amor a Él le ha quitado todo deseo de cualquier otra cosa que no sea servirle”.- ■ Jesús dice a los apóstoles y discípulas: “Voy a ir a Enón. Quiero saludar el lugar del Bautista. Luego viajaré por el camino del valle. Es más cómodo para las mujeres”. Iscariote pregunta: “¿No sería mejor hacer el camino de Samaria?”. Jesús: “No tenemos por qué temer a los ladrones, aun cuando pasemos cerca de sus escondites. Quien quiera venir conmigo que venga, quien no que se quede en Enón hasta el día siguiente al sábado, en que yo iré a Tersa. El que se quede que se reúna después conmigo allí”. Iscariote dice: “De mi parte… preferiría quedarme. No estoy muy bien. Estoy cansado…”. Pedro: “Se ve. Tienes aspecto de enfermo, de color ceniciento, que se te ve también en tu mirada, en tus reacciones, en tu piel. Hace tiempo que te observo…”. Iscariote “Pero nadie me pregunta si sufro…”. Pedro le responde pacientemente: “¿Te habría gustado? Nunca sé lo que te gusta. Pero si quieres te lo pregunto ahora. Y estoy dispuesto a quedarme contigo para curarte…”. Iscariote: “¡No, no! Es solo cansancio. Vete, vete. Me quedo aquí”. ■ Elisa dice al improviso: “También me quedo yo. Estoy vieja. Descansaré haciendo el oficio de madre”. Salomé interrumpe: “¿Te quedas? Habías dicho…”. Elisa: “Si todos iban, también yo, para no quedarme aquí sola, pero ya que Judas se queda…”. Iscariote: “Pues entonces voy. No quiero que te sacrifiques, mujer. Estoy seguro de que irías con gusto a ver el refugio del Bautista…”. Elisa: “Soy de Betsur y jamás he sentido la necesidad de ir a Belén a ver la gruta donde nació el Maestro —estas cosas las haré cuando ya no tenga al Maestro—, así que fíjate tú si voy a estar ansiosa de ver el lugar dónde estuvo Juan… Prefiero ejercitar la caridad, segura de que vale más que una peregrinación”. Iscariote: “¿No te das cuenta de que estás reprobando la actitud del Maestro?”. Elisa: “Hablo por mí. Él va allí y hace bien. Él es el Maestro. Yo soy una vieja a quien los dolores arrebataron todo deseo de curiosidad, y el amor por Él le ha quitado todo deseo de cualquier otra cosa que no sea servirle”. Iscariote: “Entonces tu servicio es espiarme”. Elisa: “¿Haces cosas reprobables? Se vigila a quien hace cosas malas. Ten en cuenta que jamás he espiado a alguien. No pertenezco a la raza de las serpientes. No traiciono”. Iscariote: “Tampoco yo”. Elisa: “Dios lo quiera, por tu bien. Pero no logro comprender por qué llevas tan a mal que me quede aquí para descansar…”. ■ Jesús, que no había dicho ni una palabra, levanta su cabeza y dice: “Basta. El deseo que tienes tú, lo puede tener, con mayor razón, una mujer, que además es anciana. Os quedaréis aquí hasta el alba del día siguiente del sábado. Luego os reuniréis conmigo. De momento, compra todo lo que podamos necesitar para estos días. Ve y hazlo bien”. Judas se va de mala gana a hacer las compras. Andrés quiere seguirle, pero Jesús le toma de un brazo diciendo: “No vayas. Lo puede hacer él solo”. Jesús habla con mucha severidad.  Elisa le mira, se le acerca y le ruega: “Perdóname, Maestro, si te he causado algún disgusto”. Jesús: “Ninguno, mujer. Antes bien, perdónale a él, como si fuese tu hijo”. Elisa: “Con este sentimiento me quedo con él… aunque él crea una cosa muy distinta… Tú me comprendes…”. Jesús: “Sí y te bendigo. Hiciste bien al decir que las peregrinaciones a mis lugares se convertirán en algo necesario después que ya no esté entre vosotros… en una necesidad de consuelo para vuestro corazón. Por ahora se trata de secundar los deseos de vuestro Jesús. Has comprendido mi deseo porque te sacrificas para cuidar de un espíritu imprudente…”. ■ Los apóstoles se miran entre sí… también las discípulas. Solo María que tiene el velo no lo levanta para mirar a los demás. María Magdalena, derecha como una reina que sentenciase, no ha perdido con la mirada a Judas que se abre paso entre los vendedores. En sus ojos se ve el enfado y en las comisuras de sus labios el desprecio. Más que con palabras, habla con su expresión… ■ Regresa Judas. Da a sus compañeros lo que compró. Se pone otra vez el manto en el que trajo todo, y hace como que quiere entregar la bolsa a Jesús. Jesús la rechaza con la mano: “No es necesario.  Para las limosnas está María. Tú trata de ser bondadoso. Son muchos los mendigos que de todas partes van para ir a Jerusalén en estos días. Da sin discriminación y con caridad, recordando que todos somos mendigos de la misericordia de Dios y de su pan… Adiós. Adiós, Elisa. La paz sea con vosotros”. Se vuelve rápidamente y se pone en camino no dando tiempo a Judas de despedirse… Todos le siguen a Jesús en silencio… Salen de la ciudad, y se dirigen hacia el noreste a través de la bellísima campiña. (Escrito el 3 de Marzo de 1947).
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(<Han dejado Siquem. Han pasado por Enón. En estos momentos se dirigen a Tersa, lugar acordado para reunirse de nuevo con Elisa e Iscariote. Antes de entrar en Tersa los apóstoles —menos Juan, Santiago y Tadeo, que se quedan con Jesús— se adelantan con la intención de buscar a Judas y Elisa y preparar el alojamiento, donde poder descansar, sobre todo para las mujeres>)
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9-575-159 (10-36-244).-  Mal recibimiento en Tersa.  Ira de María Magdalena y el fuego de los “hijos del trueno” (1).
* Los samaritanos, ante la negativa de Jesús a quedarse con ellos, con los ritos del Monte Garizim, y su preferencia por el Monte Moria de los judíos, rechazan a Jesús.- ■ Tersa está tan rodeada de exuberantes olivares, que hay que acercarse mucho a ella para percatarse que la ciudad está ahí. Una franja de huertos fertilísimos rodea, como última mampara, las casas. En ellos se ven achicorias, lechugas, legumbres, pequeñas hojas de calabazas, árboles frutales, emparrados, y todos ellos, cual si compitiesen, prometen dar sus mejores frutos, que serán delicia al paladar. Las florecitas de las vides y de los olivos, caen en forma de lluvia al sentir la caricia de un vientecillo y cubren el suelo de color blanco-verde. ■ De detrás de una mampara de cañas y sauces, que han crecido junto a una charca, sin agua pero húmeda todavía en el fondo, y al oír el rumor de pasos de personas que llegan, aparecen los ocho apóstoles a los que antes se indicó que se adelantaran. Se les nota que están inquietos y afligidos, y, mientras hacen señas a los que llegan de que paren, se acercan a ellos sin demora. Cuando ya están lo suficientemente cerca como para ser oídos sin necesidad de gritar, dicen: “¡Atrás, atrás! ¡A los campos! No se puede entrar en la ciudad de Tersa. Por poco nos apedrean. Venid, vamos fuera. Aquélla espesura. Allí hablaremos…”. Impacientes por alejarse sin ser vistos, apremian, a Jesús, a los tres apóstoles, a las mujeres, para que vuelvan hacia abajo por la charca seca, y dicen: “Que no nos vean aquí. ¡Vámonos, vámonos!”. Inútilmente Jesús, Judas Tadeo y los dos hijos del Zebedeo tratan de saber lo que ha pasado. Inútilmente preguntan: “¿Judas de Simón? ¿Elisa?”. Los ocho no hacen caso. Caminando entre la maraña de tallos y de plantas acuáticas, sufriendo en los pies cortes de espadañas, heridos en las caras por las ramas de sauces y por las hojas de las cañas, resbalando en el lodo, asiéndose a las hierbas, buscando apoyos en las márgenes y llenándose bien de barro, se alejan, apremiados por detrás por los ocho, que caminan volviendo de vez en cuando su cabeza hacia atrás, para ver si de Tersa sale alguien persiguiéndoles. Pero en el camino no hay más que el sol, que empieza ya a ponerse, y algún que otro perro flaco errante. ■ Por fin han llegado a una espesura de zarzas que sirven de límite a una propiedad. Detrás de esta espesura, un campo de lino mueve al impulso del viento sus altos tallos que ya se coloran de azul con las primeras flores. Pedro, secándose el sudor, dice: “Aquí, aquí dentro. Sentados nadie nos verá y cuando oscurezca nos iremos…”. Tadeo pregunta: “¿A dónde? Tenemos a las mujeres”. Pedro: “A algún lugar. Los prados están llenos de heno segado. Les servirá de lecho. Con nuestros mantos haremos tiendas para que ellas duerman y nosotros vigilaremos”. Bartolomé, todavía jadeante, dice: “Está bien. Es suficiente con que no nos vean y cuando amanezca bajamos al Jordán. Tenías razón, Maestro, de no haber querido seguir el camino de Samaria. Mejor los bandidos, para nosotros que somos pobres, que no los samaritanos…”. Tadeo pregunta: “En una palabra, ¿qué ha sucedido? ¿Ha sido Judas que ha hecho alguna…?”. Tomás le interrumpe: “Judas está claro que ha recibido. Lo siento por Elisa…”.  Jesús: “¿Has visto a Judas?”. Tomás: “Yo no, pero es fácil prever lo que le ha pasado. Si se ha declarado apóstol tuyo, no cabe duda que le han pegado. ■ Maestro, no te quieren allí”. “Sí. Todos están contra Ti”. “Son verdaderos samaritanos”. Todos hablan al mismo tiempo.  Jesús impone silencio y dice: “Que hable uno solo. Habla tú, Simón Zelote, que eres más sereno”. Zelote: “Señor, en pocas palabras te lo puedo decir. Entramos en la ciudad y nadie nos molestó hasta que supieron quiénes éramos, mientras pensaron que éramos peregrinos que íbamos de paso. Pero cuando preguntamos —¡debíamos hacerlo!— si un hombre joven, alto, moreno, vestido de rojo, con un talet de rayas rojas y blancas, y una mujer de edad, delgada, de cabellos más bien blancos que negros y una túnica gris oscura, habían llegado a la ciudad y habían buscado al Maestro galileo y a sus compañeros, entonces, enseguida, se inquietaron… Tal vez no hubiéramos debido hablar de Ti. Sin duda nos hemos equivocado… Pero, en los otros lugares nos recibieron siempre bien, que… ¡no se comprende qué es lo que ha sucedido!.. ¡Parecen víboras, los mismos que hace no más de tres días se mostraron tus defensores!…”. Le interrumpe Judas Tadeo: “Obra de los judíos…”. Zelote: “No lo creo. Y no lo creo por las recriminaciones que nos lanzaban y por las amenazas. Lo que creo es que… Es más, estoy, estamos seguros de que la causa de la ira samaritana es que Jesús ha rechazado su proposición. Gritaban: «¡Largaos, largaos, vosotros y vuestro Maestro! Quiere ir a adorar al monte Moria. Pues que se vaya y mueran Él y los suyos. No hay sitio entre nosotros para los que no nos tienen por amigos, sino solo por siervos. No queremos más problemas, si no hay ganancia a cambio. Piedras, no pan, para el Galileo. Los perros se le echarán encima». Más o menos gritaban así. Y al insistir para, al menos, saber lo que había sido de Judas, cogieron piedras para arrojárnoslas, y verdaderamente nos echaron encima los perros. Gritaban: «Nos ponemos en todas las entradas. Si viene Él, nos las pagará». Nosotros huimos. Una mujer —siempre hay alguien bueno incluso entre los malvados—  nos llevó a su huerto, y de allí nos condujo, por una vereda que va entre los huertos, hasta la charca que ahora está sin agua porque han regado antes del sábado. Y nos escondió allí. Y luego nos prometió que nos iba a dar noticias de Judas. Pero ya no volvió. Vamos a esperarla aquí, de todas formas, pues dijo que si no nos encontraba en la charca, vendría aquí”.
* No me arrepiento de haber dicho la verdad y de haber cumplido con mi deber, ahora no comprenden, pero dentro de poco comprenderán mi justicia y me venerarán con gran amor”.- ■ Los comentarios son muchos: hay quien sigue acusando a los judíos, y quien manifiesta un leve reproche a Jesús, un reproche escondido en las palabras: “Has hablado demasiado claramente en Siquem y luego te has marchado. En estos tres días, han decidido que es inútil hacerse falsas ilusiones y perjudicarse por alguien que no satisface sus anhelos… y ahora te echan afuera…”. Jesús responde: “No me arrepiento de haber dicho la verdad y de haber cumplido con mi deber. Ahora no comprenden, pero dentro de poco comprenderán mi justicia  —una justicia que supera a un amor no justo hacia ellos— y me venerarán, con gran amor, más que si no la hubiera tenido”. ■ Andrés observa: “¡La mujer viene ya por el camino! Tiene valor de mostrarse a la vista…”. Bartolomé dice con aire de sospecha: “¿No nos irá a traicionar, no?”. Andrés: “¡Viene sola!”. Bartolomé: “Podría seguirla gente que estuviera escondida en la charca…”. Pero la mujer, que viene con un cesto sobre la cabeza, prosigue y supera los campos de lino donde esperan Jesús y los apóstoles. Luego toma un senderillo y desaparece de vista… para aparecer de nuevo de improviso, a espaldas de los que esperan, los cuales, al oír el roce de los tallos de lino, se vuelven, casi asustados. La mujer habla a los ocho que conoce: “Perdonad si os he hecho esperar mucho… No quería que me siguieran. He dicho que iba donde mi madre… Ya sé… Y aquí traigo comida para vosotros. ¿El Maestro… quién es? Quisiera venerarle”. Andrés: “Ése es el Maestro”. La mujer, que ha dejado su cesto, se postra diciendo: “Perdona el pecado de mis convecinos. Si no los hubieran incitado… Pero muchos han trabajado para echarte fuera aprovechando tu negativa”. Jesús: “No les guardo rencor, mujer. ■ Levántate y habla. ¿Sabes algo de mi apóstol y de la mujer que estaba con él?”. Samaritana: “Sí. Los han expulsado como a perros. Así que están fuera de la ciudad, en el otro lado, esperando a la noche. Querían volver atrás, hacia Enón, para buscarte. Querían venir aquí, porque sabían que estaban sus compañeros. Les dije que no lo hicieran, que se estuviesen quietos, que yo os llevaría donde ellos. Y lo haré tan pronto anochezca. Por suerte mía, mi esposo está ausente y tengo libertad para dejar la casa. Os llevaré a la casa de una hermana mía casada que vive en la llanura. Allí dormiréis. No os identifiquéis. No por Merod, sino por los hombres que viven allí. No son samaritanos, son de la Decápolis que se han establecido aquí…”. Jesús: “Dios te lo pague. ¿Les pasó algo a los dos discípulos?”. Samaritana: “Algo al hombre, a la mujer nada. El Altísimo debió protegerla porque valerosa, protegió a su hijo cuando los de la ciudad echaron manos a las piedras. ¡Oh, qué mujer tan valiente! Gritaba: «¿Apedreáis así a uno que no ha hecho nada? ¿No me respetáis a mí, que soy su madre? ¿No tenéis también vosotros madre? ¿No respetáis a la que os engendró? ¿Habéis nacido de una loba o habéis sido hechos del fango o de la suciedad?» y miraba a los que los atacaban con el manto desplegado para defender al hombre, mientras retrocedía…Todavía ahora le consuela diciéndole: «¡Quiera el Altísimo, oh Judas mío, hacer de esta sangre tuya derramada por el Maestro bálsamo para tu corazón!». La herida no es grande que digamos. Tal vez el hombre está más asustado que dolorido. Pero… tomad y comed. Aquí hay leche fresca, para las mujeres. Hay también pan, queso y frutas. No he podido cocer carne, me hubiera llevado mucho tiempo. Aquí hay vino, para los hombres. Comed mientras se pone la tarde. Luego iremos por caminos seguros donde los dos, y luego a Merod”. Jesús: “Dios te lo pague”, y ofrece, reparte  y aparta las porciones para los dos que no están. Samaritana: “No. No. Ya les llevé huevos y pan. También vino y aceite para las heridas. Esto es para vosotros. Comed, que yo vigilo el camino…”.
* La ira de María Magdalena contra la ciudad hostil.- ■ Comen, pero la indignación devora a los hombres y el abatimiento quita el apetito a las mujeres, a todas menos a María de Magdalena, para quien, lo que en las otras produce miedo o abatimiento, en ella siempre produce el efecto de un licor que estimula los nervios y el coraje; sus ojos centellean contra la ciudad hostil; solo la presencia de Jesús —que ya ha dicho que no se tenga rencor— le impide lanzar palabras duras; y, no pudiéndose controlar, descarga su ira contra el inocente pan, al que hinca sus dientes de forma tan significativa, que el Zelote, sonriendo, no puede contenerse diciendo: “¡Suerte tienen esos de Tersa de que no puedan caer en tus manos! ¡Pareces, María, una fiera encadenada!”. Magdalena: “Lo soy. Dices bien. Y ante los ojos de Dios el contenerme de entrar allí, como merecen, tiene más valor que todo lo que he hecho hasta ahora por expiar”. Jesús: “¡Tranquila, María! Dios te ha perdonado culpas más grandes que las de ellos”. Magdalena: “Es verdad. Ellos te ofendieron a Ti, Dios mío, una vez, y por influencia de otros. Yo, muchas veces… y por mi propia voluntad… y no puedo ser intransigente ni soberbia…”. Vuelve a bajar los ojos hacia su pan donde caen dos lágrimas. ■ Marta le pone la mano en el regazo y le dice en bajo tono: «Dios te ha perdonado. No te abatas más… Recuerda lo que has obtenido: a nuestro Lázaro…”. Magdalena, levantando sus espléndidos ojos que la humildad hace muy dulces, dice: “No es abatimiento. Es agradecimiento. Es emoción… Y es también la constatación de que todavía carezco esa misma misericordia que yo tan ampliamente he recibido… ¡Perdóname, Rabboni!”. Jesús: “Nunca se niega, María, el perdón al humilde de corazón”.
* Los hijos del trueno piden permiso para ordenar fuego del cielo.- ■ La tarde va declinando envuelta en olor a violetas. Poco a poco las cosas pierden su propia figura, los mismos tallos de lino parecen formar una masa oscura. Los pájaros en los árboles dejan de cantar. La primera estrella enciende su luz. El grillo entre la hierba entona su melodía nocturna. La samaritana dice suspirando: “Podemos irnos ahora. Aquí, entre los campos, no nos verán. Venid seguros. No os traiciono. No lo hago por una recompensa. Lo único que pido es la piedad del Cielo, porque todos tenemos necesidad de piedad”. Se levantan. La siguen. Pasan a distancia de Tersa, entre campos y huertos semiobscuros, pero no tanto como para no ver a hombres a la entrada de los caminos en torno a hogueras… Mateo dice: “Nos acechan…”. Felipe balbucea entre dientes: “¡Malditos!”. Pedro no habla, pero levanta su puño en alto en señal de invocación o de protesta. ■ Santiago y Juan de Zebedeo, que vienen hablando animosamente entre sí, se vuelven a Jesús y le dicen: “Maestro, si tu perfección de amor no quiere recurrir al castigo, ¿quieres que lo hagamos nosotros? ¿Quieres que ordenemos al fuego del cielo que baje y que acabe con esos pecadores?  Nos has dicho que todo lo que pidamos con fe, lo obtendremos…”. Jesús, que caminaba un poco cabizbajo, como cansado, se endereza bruscamente y los fulmina con dos miradas que centellean a la luz de la luna. Los dos retroceden, callando asustados al sentir esa mirada. Jesús, sin quitar de ellos sus ojos, les dice: “No sabéis de qué espíritu sois. El Hijo del hombre no ha venido para la ruina de las almas, sino para salvarlas. ¿No recordáis lo que os he dicho?  En la parábola del trigo y la cizaña he dicho: «Dejad que por ahora el trigo y la cizaña crezcan juntamente. Si quisierais separarlos ahora podrías arrancar, con la cizaña, también el trigo. Dejadlos, pues, hasta que llegue el tiempo de la siega. Entonces diré a los segadores: recoged ahora la cizaña, amarradla en haces para quemarla y poned el trigo en el granero»”.
* “Por ahora, en el mundo, se da el día de Dios y de Satanás. Dios siembra el Bien, el Demonio arroja entre las semillas de Dios sus condenadas cizañas, sus escándalos, sus maldades, sus semillas que promueven maldad y escándalos”.- ■ Jesús ya ha atenuado su ira hacia los dos que, si habían pedido castigar a los de Tersa, lo habían hecho por amor a Él. Los toma a uno a la derecha y otro a la izquierda, por los codos, y reanuda la marcha, guiándoles así, y hablando a todos, que se han reunido en torno de Él, que se había parado: “En verdad os digo que el tiempo de la siega está cercano. La primera siega será la mía. Y para muchos no habrá otra segunda. Pero, y alabemos por ello al Altísimo, alguno que en mi tiempo no supo hacerse espiga de buen grano, después de la purificación del Sacrificio pascual, renacerá con una alma nueva. Hasta ese día no castigaré a nadie… Después vendrá la Justicia…”. Pedro pregunta: “¿Después de la Pascua?”. Jesús: “No. Después del tiempo. No hablo de estos hombres de ahora. Miro los siglos futuros. El hombre siempre se renueva, como las mieses en los campos. Y las cosechas se van siguiendo. Dejaré lo que los hombres del futuro necesitan para convertirse en buen trigo. Si no quieren, al fin del mundo, mis ángeles separarán la cizaña del trigo. Entonces vendrá el día eterno de Dios. Por ahora, en el mundo, se da el día de Dios y de Satanás: Dios siembra el Bien, el Demonio arroja entre las semillas de Dios sus condenadas cizañas, sus escándalos, sus maldades, sus semillas que promueven maldad y escándalos. Porque habrá siempre quienes inciten a otros contra Dios, como ha sucedido aquí, con estos que, en verdad, son menos culpables que los que les han incitado al mal”. Mateo pregunta: “Maestro, todos los años uno se purifica en la Pascua de los Ácimos (2), pero siempre se sigue siendo lo mismo que se era. ¿Será distinto acaso… este año?”. Jesús: “Muy distinto”. Mateo: “¿Por qué? Explícanoslo”. Jesús: “Mañana… Os lo diré mañana, o cuando ya estemos por el camino y esté con nosotros Judas de Simón”.
* Metáfora del trueno, del rayo y el amor.- ■ Juan dice: “¡Oh sí! Nos lo dices y nosotros nos haremos mejores… Pero ya ahora perdónanos, Jesús”. Jesús: “Os he llamado con el nombre apropiado (3). Pero el trueno no daña. El rayo sí que puede matar. De todas formas, el trueno, muchas veces es anuncio del rayo. Lo mismo le puede suceder a aquel que no elimina de su corazón todo desorden contra el amor. Hoy pide permiso para castigar. Mañana castiga sin pedir permiso. Pasado mañana castiga incluso sin razón. Es fácil el descenso… Por eso os digo que os despojéis de toda dureza hacia vuestro prójimo. Haced como Yo hago y estaréis seguros de no equivocaros jamás. ¿Acaso habéis visto alguna vez que Yo me vengue de los que me causan dolor?…”. (Escrito el 5 de Marzo de 1947).
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1  Nota  : Cfr. Lc. 9,51-56.  2  Nota  : Pascua de los Ácimos.- Cfr. Anotaciones  n. 2: Las fiestas de Israel.   3  Nota  : Se refiere al apodo “Hijos del trueno” con que Jesús había calificado a Santiago y Juan de Zebedeo en el camino hacia Akcib. Al pasar por tierras fenicias, en las que habían sido recibidos con indiferencia e incluso con desprecio, Santiago había pedido venganza. Y para Juan incluso la violencia era útil en ciertos casos. Ante estas fogosas palabras de Santiago y Juan y, al ver a su Juan, una paloma, transformado en gavilán, dijo Jesús a los dos hermanos: “¡Y os asombráis porque unos fenicios se queden indiferentes, y de que haya hebreos que tengan odio en su corazón, y de que unos romanos me conminen a marcharme, cuando vosotros sois los prime­ros que no habéis entendido todavía nada después de dos años de es­tar conmigo, cuando vosotros os habéis llenado de hiel por el rencor que tenéis en el corazón, y acogéis por buena aliada a la violencia! ¡Esta sí que es una derrota! ¿Cuándo se ha visto que un temporal be­neficie con sus rayos y granizadas? Pues bien, para recuerdo de este pecado vuestro contra la caridad, para recuerdo de cuando vi aparecer en vuestra cara de hombres airados, en vez de hombres ángeles, que quisiera siempre ver en vosotros, os voy a apodar «los hijos del trueno»”. (Relatado en el Tema “Iglesia” 1ª p. episodio 5-330-193).
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9-575-166 (10-36-249).- Extremo intento de redimir a Judas Iscariote.
*  Judas Iscariote y Elisa se unen al grupo.-Judas de Keriot, que sale de entre las hileras de vides y corre a Jesús, dice: “¡Maestro, Maestro, henos aquí! A mí y a Elisa. ¡Oh, Maestro, cuánto pensamos en Ti! Cuánto miedo de morir…”. Trae una venda en la frente. Elisa más tranquila le sigue. Jesús, separándose de Judas que le abraza, le pregunta: “¿Te pasó algo? ¿Tuviste miedo de morir? ¿Tanto amas la vida?”. Iscariote: “No tenía miedo por la vida, sino que tenía miedo de Dios. Morir sin tu perdón… Yo siempre te ofendo a Ti, a todos, a ésta… Ha sido para mí una verdadera madre. Me sentía culpable y me daba miedo morir”. Jesús: “¡Un temor saludable si te puede hacer santo! Yo siempre te perdono, lo sabes muy bien, con tal de que tengas voluntad de arrepentirte. ¿Y tú, Elisa, has perdonado?”. Elisa: “Es como un niño grande indisciplinado. Sé disculpar”. Jesús: “Te has comportado con fortaleza, Elisa. Lo sé”. Iscariote: “¡Si no hubiera estado ella, no te habría vuelto a ver, Maestro!”. Jesús: “Comprendes ahora que no por odio sino, por amor se quedó contigo… ¿Te hirieron, Elisa?”. Elisa: “No, Maestro. Me llovían piedras pero no me hicieron ningún daño. Yo estaba preocupadísima por Ti”. Jesús: “Todo ha terminado. Sigamos a la mujer que nos quiere llevar a un lugar seguro”.
* Extremo intento de redimir a Judas.
.   ● Trátame como si fuese un loco”. “No sería justicia, porque tú puedes querer. Tú sabes lo que para ti es un bien y lo que es un mal. De nada serviría que te curase si no tienes voluntad de permanecer curado”.- ■ Continúan su camino por una vereda que la luna ilumina. Jesús toma del brazo a Iscariote y camina delante con él. Le habla con dulzura, trata de trabajar en el corazón de Judas, estremecido por el miedo experimentado ante el juicio de Dios: “Ves, Judas, cómo se puede morir tan fácilmente. La muerte siempre está a nuestro lado. Ves ahora, cómo lo que nos parece sin importancia, cuando las fuerzas nos sonríen, se hace horriblemente espantoso cuando la muerte se deja ver. Pero, ¿por qué tener esos temores al morir, cuando pueden desaparecer llevando una vida santa? ¿No te parece que es mejor si vives como un hombre justo para que encuentres una muerte plácida? Judas, amigo mío, la divina y paternal misericordia permitió esto como una llamada a tu corazón. Estás todavía a tiempo… ¿por qué no quieres dar a tu Maestro que está para morir, la grande, la grandísima alegría de saber que has vuelto al bien?”. Iscariote: “¿Pero puedes perdonarme todavía, Jesús?”. Jesús: “Si no lo pudiese, no te hablaría así. Cuán poco me conoces todavía. Yo te conozco. Sé que eres como uno que estuviera atrapado por un gigantesco pulpo. Pero, si quisieras, podrías liberarte todavía. Sufrirías eso sí. Arrancarte esas cadenas que te muerden y envenenan significa dolor. Pero después, ¡cuánta alegría Judas! ¿Temes no tener fuerza de reaccionar contra los que te tienen avasallado? ■ Puedo absolverte de antemano del pecado de transgresión del rito pascual… Eres un enfermo. La Pascua no obliga a los que están mal. Eres como un leproso. Y los leprosos no suben a Jerusalén, mientras lo son. Ten en cuenta, Judas, que comparecer ante el Señor, con el corazón manchado, como lo tienes, no es honrarle, sino ofenderle. Hay que…”. ■ Iscariote pregunta con un poco de rabia: “¿Por qué entonces no me purificas y me curas?”. Jesús: “¿No te curo? Cuando uno está enfermo busca  —la busca él— la curación. A menos  que sea un niño pequeño o un subnormal: porque éstos no saben poner el acto de querer…”. Iscariote: “Trátame como si fuese un loco”. Jesús: “No sería justicia, porque tú puedes querer. Tú sabes lo que para ti es un  bien y lo que es un mal. De nada serviría que te curase si no tienes voluntad de permanecer curado”. Iscariote:Dámela también”. Jesús: “¿Dártela? ¿Imponerte, entonces, una voluntad buena? ¿Y tu libre albedrío, en qué quedaría entonces? ¿Qué sucedería de tu personalidad humana, que es libre? ¿Sería un juguete?”. ■ Iscariote: “De la misma forma que soy juguete de Satanás, podría serlo de Dios”. Jesús: “¡Cómo me hieres, Judas! ¡Cómo taladras mi corazón! Pero te perdono lo que me haces… Dijiste que eres juguete de Satanás. No quería Yo decir cosa tan tremenda…”. Iscariote: “Pero la pensabas, porque es la realidad y porque la conoces, si es verdad que lees los corazones humanos. Si esto es así, bien sabes que yo ya no soy libre… Satanás se ha apoderado de mí y…”. Jesús: “No es cierto. Se te ha acercado, te ha tentado, poniéndote asechanzas, y tú le has dicho, que sí. No hay posesión, si desde el principio no se consiente en la tentación diabólica. La serpiente se puede asomar a los barrotes de los corazones, y no entraría si el hombre no le dejara lugar para admirar su apariencia seductora, para escucharla, para seguirla… Solo entonces el hombre queda subyugado, es un poseído, y eso porque lo quiere. También Dios envía del Cielo sus luces dulcísimas de un amor paternal, y penetran en nosotros. Mejor: Dios, para quien todo es posible, desciende en el corazón de los hombres. Le pertenecen por derecho. ¿Por qué entonces el hombre, que sabe convertirse en esclavo, y juguete del Horrible, no se hace siervo de Dios, aún más, hijo suyo? ¿No me respondes? ¿No me dices por qué has preferido a Satanás y no a Dios? Todavía estás a tiempo de salvarte”.
.  ● “Sabes como nadie que voy a morir… Camino hacia él. Y camino derecho porque mi muerte será vida para muchos. ¿Por qué no quieres estar entre éstos? ¿Solo mi muerte será inútil para ti, amigo mío, mi pobre amigo?… Solo por ti, daría toda mi Sangre”.- ■ Jesús mira a Judas: “Sabes que voy a morir. Nadie como tú lo sabe… No rehúso el morir… Camino hacia él. Y camino derecho porque mi muerte será vida para muchos. ¿Por qué no quieres estar entre éstos? ¿Solo mi muerte será inútil para ti, amigo mío, mi pobre amigo?”. Iscariote: “Será inútil para muchos, no te hagas ilusiones. Lo mejor que podrías hacer sería huir y vivir lejos de aquí, y gozar de la vida; enseñar tu doctrina porque es buena, pero no sacrificarte”. Jesús: “¡Enseñar mi doctrina! ¿Y qué cosa podría enseñar, si no hago lo que digo? ¿Qué Maestro sería Yo si predicase la obediencia a la voluntad de Dios y no lo hiciera, y el amor a los hombres y luego no los amase, y la renuncia a la carne y al mundo y luego amara a mi carne y los honores del mundo, y a no escandalizar y luego escandalizara no solo a los hombres, sino incluso a los ángeles, y así sucesivamente? Satanás está hablando a través de ti en estos momentos. Como también habló en Efraín y como muchas otras veces ha hablado y obrado por tu medio, para causarme daño. Yo he reconocido todas estas acciones de Satanás, realizadas por medio de ti. Pero no te he odiado, ni he sentido cansancio de ti. Solo he sentido pena, y pena infinita. Como una madre mira con dolor el progreso de la enfermedad en su hijo, así también Yo he observado el progreso del mal en ti. Como un padre al que nada le resulta insoportable con tal de encontrar medicina que cure a su hijo, así también Yo todo lo he tolerado para salvarte: he superado repugnancias, desdenes, amarguras, desconsuelos… Como una madre y un padre, desolados, desilusionados respecto a todas las fuerzas terrenas, se dirigen al Cielo para obtener la vida del hijo, así he gemido y gimo, implorando un milagro que te salve, que te salve en el borde del abismo que ya cede bajo tus pies. ■ ¡Judas, mírame! Dentro de poco derramaré toda mi Sangre, no me quedará ni una gota. La beberán la tierra, las piedras, las hierbas, las vestiduras de mis perseguidores y las mías… la madera, el hierro, las sogas, las espinas del nabacá… y la beberán los corazones que esperan ser salvados… ¿Eres tú el único que no quieres beber de ella? Solo por ti, daría toda mi Sangre. Eres mi amigo. ¡Con qué placer se muere por el amigo! ¡Para salvarle! Se dice: «Muero, pero seguiré viviendo en el amigo al que he dado mi vida». Como una madre, como un padre que continúan viviendo en el hijo aun después de muerto. ¡Judas, por favor! No pido otra cosa en los días que preceden a mi muerte. ■ Los jueces, los enemigos mismos conceden al sentenciado a muerte una última gracia, escuchan su último deseo. Yo te pido que no te condenes. No se lo pido tanto al Cielo cuanto a ti, a tu voluntad… ■ Piensa, Judas, en tu madre. ¿Qué será tu madre, después? ¿Qué será el nombre de tu familia? Invoco tu orgullo, que está más vivo que nunca, para que defiendas contra tu deshonor. No te deshonres, Judas. Piensa. Pasarán los años, los siglos, caerán reinos e imperios, se apagarán las estrellas, cambiará la configuración de la Tierra, y tú serás siempre Judas, como Caín siempre es Caín, si es que persistes en tu pecado. Se acabarán los siglos. Quedarán solo Paraíso e Infierno, y tú, Judas, estarás en el lugar en que para siempre serás maldito, como el mayor criminal, si no te arrepientes. Descenderé a liberar las almas del Limbo, sacaré almas del Purgatorio, y a ti… no te podré llevar donde estoy… ■ Judas, voy a morir, y contento, porque ha llegado la hora que millares de años esperaban, la hora de reunir los hombres con su Padre, pero no lograré con muchos. Sin embargo el número de los que se salven me consolará de las angustias que padeceré por los que inútilmente me muero. Te aseguro que será muy horrible no verte entre los salvados, a ti, que eres mi apóstol, mi amigo. ¡No me des este dolor tan cruel!… Quiero salvarte, Judas. Salvarte”.
.   ● “Irás a Bozra… a donde quieras. Necesitas de un lugar tranquilo y de aire puro. Es la verdad, porque estás enfermo, y porque el aire de Jerusalén acabaría contigo… Créemelo: somos los únicos que te amamos sin medida: Yo, tu madre y mi Madre. ¡Haznos felices, Judas! Toma fuertemente esta mano amiga. Refúgiate en este corazón. Conmigo Satanás no puede hacerte ningún mal”.- ■ Jesús prosigue: “Mira. Descendemos hacia el río. Mañana, cuando amanezca, cuando todavía todos duerman, nosotros dos lo pasaremos, tú irás a Bozra, o a Arbela, o a Aera, a donde quieras.  Conoces la casa de los discípulos. En Bozra, puedes preguntar por Joaquín y por María, la leprosa a quien curé. Te daré un escrito para ellos. Diré que porque te sientes mal, necesitas de un lugar tranquilo y de aire puro. Es la verdad, porque estás enfermo y porque el aire de Jerusalén acabaría contigo. Ellos pensarán que estás físicamente enfermo. Estarás allí hasta que no vaya Yo a buscarte. Por lo que respecta a tus compañeros, ya me encargaré Yo… Pero no vayas a Jerusalén. ¿Ves? No he querido que vengan las mujeres, sino solo las más fuertes, y aquellas que por derecho de madre deben estar junto a sus hijos”. Iscariote: “¿Tampoco la mía?”. Jesús: “No. María tu madre no vendrá a Jerusalén…”. Iscariote: “También ella es madre de un apóstol y siempre te ha respetado”. Jesús: “Sí. Y, como las otras, tendría derecho de estar cerca de Mí, pues me ama como debe ser, pero precisamente por esto no irá a Jerusalén. Se lo prohibí y ella sabe obedecer”. Iscariote: “¿Por qué? ¿Qué hay distinto en ella que no tengan la madre de tus hermanos y la de los hijos de Zebedeo?”. Jesús: “Pues tú. Y tú sabes por qué digo esto. Pero si me haces caso y vas a Bozra, mandaré a avisar a tu madre que te haga compañía, para que ella, que es muy buena, te ayude a curarte. ■ Créemelo: somos los únicos que te amamos sin medida. Tres son los que te aman en el Cielo: el Padre, el Hijo, el Espíritu Santo que han dejado de mirarte y que esperan que quieras para que te hagan la joya de la redención, la presa más grande arrebatada al Abismo. Y tres hay en la Tierra: Yo, tu madre y mi Madre. ¡Haznos felices, Judas!, a los del Cielo, a los de  la Tierra, que te amamos con verdadero amor”. Iscariote: “Tú lo dices. Solo tres me aman; los otros… no”. Jesús: “No como nosotros, pero también te aman. Elisa te defendió, los demás estaban preocupados por ti. Cuando estás en algún otro lugar, todos piensan en ti, y tu nombre está en sus labios. No conoces el amor que te rodea. Tu opresor te lo oculta. Pero cree en mi palabra”. ■ Iscariote: “Te creo y trataré de complacerte. De todas formas, quiero obrar yo solo. Yo solo me equivoqué y yo solo debo saber curarme de mi mal”. Jesús: “Solamente Dios puede obrar por Sí solo. Tu pensamiento es de soberbia. En él está escondido Satanás. Sé humilde, Judas. Toma fuertemente esta mano amiga. Refúgiate en este corazón que siempre te lo tienes abierto. Conmigo Satanás no podrá hacerte ningún mal”. ■ Iscariote: “He tratado de estar contigo… Y siempre he descendido más… ¡Es inútil!”. Jesús: “¡No digas eso! ¡No lo digas! Rechazas la ayuda. Dios lo puede todo. Acógete a Dios, ¡Judas, Judas!”. Iscariote: “No tan alto, que los otros nos pueden oír…”. Jesús: “¿Te preocupas de los otros y no de tu alma? ¡Pobre Judas!…”. ■ Jesús no dice más… pero sigue al lado de su apóstol hasta que la mujer, que iba unos cuantos metros delante, entra en una casa que hay en medio de un espeso olivar. Entonces Jesús dice a Judas: “No dormiré esta noche. Rogaré por ti y te esperaré… Que Dios hable a tu corazón. Escúchale… Me quedaré aquí, donde estoy, a orar. Hasta el amanecer… Tenlo presente”. Judas no le responde.
* Madre e Hijo han orado toda la noche por Judas.- “Hijo mío, estás pálido como un cadáver. Tus fuerzas, se han agotado llamando a la puerta del Cielo y a los decretos de Dios”.- Llegan todos, se detienen un poco en espera de que regrese la mujer, la cual vuelve acompañada de otra mujer parecida a ella, que los saluda: “No tengo muchas habitaciones porque ya están aquí los segadores, que por ahora trabajan en los olivos. Pero tengo el granero y hay mucha paja. Para las mujeres tengo lugar. Venid”. Jesús: “¡Id! Yo me quedo a orar. La paz sea con todos vosotros”, y mientras los otros se van, llama a su Madre diciéndole: “Me quedo a orar por Judas. Ayúdame también tú, Madre mía…”. Virgen: “Sí, Hijo. ¿Nace en él algún deseo?”. Jesús: “No, Madre. Pero nosotros debemos orar como si… El Cielo puede todo, Madre”. Virgen: “Sí. Puedo todavía hacerme ilusiones. Pero Tú, no, Hijo mío. ¡Tú sabes, santo Hijo mío! Mas siempre te imitaré. Tranquilízate, y aún cuando no puedas hablarle, porque te huirá, trataré de llevártelo. ¡Que el Padre Santísimo escuche mi dolor!… ¿Me permites que me quede contigo, Jesús? Oraremos juntos… y serán horas en que estemos juntos…”. Jesús: “Quédate, Madre. Te espero aquí”. María va ligera, y ligera vuelve. Se sientan sobre sus alforjas, a los pies de los olivos. En el silencio profundo de la noche se oye no muy lejos, el rumor del arroyo, y el canto de los grillos resuena más fuerte. Cantan los ruiseñores. Una lechuza lanza su grito. Las estrellas en el cielo lentamente se mueven. Nadie las opaca porque la luna se ha metido ya. Después un gallo rompe el aire tranquilo con su qui-qui-ri-quí. Otro gallo por allá le responde. Oigo el gotear del agua que cae de los tejados sobre los sauces. Un ruido entre las ramas, los pajarillos que empiezan a despertarse, y poco después el cielo que despierta a la luz que lo ilumina. ■ Ha amanecido… pero Judas no ha venido… Jesús mira a su Madre, blanca cual lirio, apoyada sobre el tronco de un olivo, y le dice: “Hemos orado, Madre. Dios aprovechará nuestra plegaria…”. Virgen: “Sí, Hijo mío. Estás pálido como un cadáver. Tus fuerzas se han agotado en la noche llamando a la puerta del Cielo y a los decretos de Dios”. Jesús: “También tú estás pálida, Madre. Te has cansado mucho”. Virgen: “Mi dolor aumenta con el tuyo”. ■ La puerta de la casa se abre; con cautela la abren… Jesús se estremece. Pero es solo la mujer que los ha llevado allí la que sale sin hacer ruido. Jesús suspira: “¡He tenido la esperanza de haberme podido equivocar!”. La mujer llega con su cesto vacío, mira a Jesús, le saluda y quiere seguir adelante. Él la llama y le dice: “Que el Señor te pague por todo. Yo también lo quisiera, pero no tengo nada”. Samaritana: “No quiero nada, Rabí. No quiero dinero. Solo quiero algo y puedes dármelo”. Jesús: “¿Cuál, mujer?”. Samaritana: “Que mi marido cambie de corazón. Puedes hacerlo porque eres verdaderamente el Santo de Dios”. Jesús: “Ve en paz. Se hará como has pedido. Adiós”. ■  La mujer se marcha ligera en dirección a su casa, que debe ser muy triste. María comenta: “Otra infeliz. ¡Por eso es buena!…”. Por el granero asoma Pedro su cabeza despeinada, luego la radiante de Juan, después la enérgica de Tadeo y la requemada de Zelote… Todos se han despertado. De la casa, la primera en salir es María Magdalena, le sigue Nique y luego las demás. ■ Cuando todos ya se han reunido y la mujer que los hospedó les ha traído una vasija con leche espumante, se deja ver Iscariote. No trae la venda, pero se ve todavía rojo donde recibió el golpe; y también su ojo morado. Jesús y Judas se miran mutuamente, pero Judas vuelve la cabeza a otra parte. Jesús le dice: “Cómprale a la mujer todo cuanto pueda darnos y luego alcánzanos”. Después de haberse despedido de la mujer, Jesús y todos los demás se ponen en marcha. (Escrito el 5 de Marzo de 1947).
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(< Recibidos en Jericó por numerosos discípulos.- Marcha de la Madre y discípulas hacia Betania y Jerusalén.- Unos encapuchados advierten.- Jesús y su comitiva, cerca de Jericó, se han encontrado con discípulos y hombres de relieve conducidos por Mannaén. Cuando llegan a Jericó, son también muchos los discípulos y discípulas que los reciben. Entre los discípulos están también Zaqueo rodeado de sus amigos y con los pastores. El número de discípulos es numeroso hasta el punto de que los servidores de Herodes, impresionados, le habían informado de ello. Pero a Herodes el recuerdo de Juan le tiene obsesionado y ya no se atreve a levantar la mano contra ningún profeta. Sin embargo, el Templo… siempre es el Templo que, con tal de conseguir sus objetivos, sabe superar muchas cosas. Hay uno, cubierto del todo por el manto, que advierte a Mannaén que no es prudente hablar demasiado del Templo. ■ Por otra parte, en la casa de Nique, que está fuera de Jericó en el extremo opuesto, hay dos carros pesados y cubiertos a los que suben todas las discípulas. También María Stma. se marcha con otras discípulas. Jesús las despide y bendice. Parten para Betania y Jerusalén. ■ Permanecen en la casa de Nique los apóstoles, Zaqueo y sus amigos y un grupito de personajes muy cubiertos con su manto, como si temiesen ser reconocidos. Éstos últimos dan a conocer las acusaciones preparadas por el Sanedrín contra Jesús: violar la Ley de los sábados, amar más a los de Samaria que a los judíos, defender a publicanos y meretrices, recurrir a Belcebú y a otras fuerzas tenebrosas, de magia negra, de odiar al Templo y querer su destrucción…>)
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9-580-198 (10-41-276).- Delaciones de Judas Iscariote y profecías sobre Israel.
* “Tú  —y esto es lo que te hace aparecer aún más pálido de lo habitual— sabes quién es el que ha presentado los textos de acusación contra Mí, esos testimonios que, si bien son falsos en su espíritu, son verdaderos en la realidad de sus palabras”.-  ■ Es un amanecer cuya blanquecina luz juguetea con el color de rosa. El silencio fresco de la campiña lo interrumpen los trinos de los pajarillos que han despertado. Jesús es el primero en salir de la casa de Nique, abre silenciosamente la puerta, se dirige al verde huerto donde desgranan sus límpidas notas las currucas, y cantan los mirlos su flautado canto. Pero aún no ha llegado y ya del huerto le salen al encuentro cuatro personas (cuatro de los que ayer estuvieron en el grupo de los desconocidos y que en ningún momento habían descubierto su rostro). Se postran en tierra. Jesús les saluda: “La paz sea con vosotros. ¿Para qué me queréis?”. Se levantan y echan hacia atrás sus mantos y capuchas de lino, con los que habían tenido oculto su rostro. Reconozco la cara pálida y flaca del escriba Yoel de Abia, que vi cuando lo de Sabea (1). No sé el nombre de los otros sino hasta cuando ellos dicen: “Yo soy Judas de Beterón, el último de los verdaderos asideos, amigos de Matatías Asmoneo”. “Yo soy Eliel y mi hermano Elcana de Belén de Judá, hermanos de Juana, tu discípula; y para nosotros no hay título mayor que éste; ausentes cuando eras fuerte, presentes ahora que te persiguen”. “Yo, Yoel de Abia, con los ojos ciegos durante mucho tiempo, pero ahora abiertos a la Luz”. Jesús: “Os había despedido ya. ¿Qué queréis de Mí?”. Eliel dice: “Queríamos decirte que… si estuvimos cubiertos no era por Ti, sino…”. Jesús: “¡Hablad! ¡Hablad, os digo!”. Eliel: “Bien… Tú, Yoel, habla, porque tú eres el que más sabe de todos…”. ■ Yoel: “Señor… Lo que yo sé es tan… horrendo… que quisiera que nadie, nadie supiese ni oyese lo que voy a decirte…”. Jesús: “No te preocupes. Sé lo que vas a decir. Pero habla. Da lo mismo…”. Yoel: “Si lo sabes… deja que mis labios no tiemblen diciendo esta cosa horrible. No es que piense que mientes al decir que lo sabes y que quieres que lo diga para cerciorarte, sino, verdaderamente, porque…”. Jesús: “Sí. Porque es algo que clama al Señor. Pero te lo diré para que te convenzas de que conozco el corazón de los hombres. Tú, miembro del Sanedrín, conquistado por la Verdad, has descubierto cosas que tú solo no puedes sobrellevar, porque son demasiado grandes y fuiste a ver a éstos, hombres de buen corazón, a pedirles su parecer. Hiciste bien, aun cuando no era necesario. El último de los asideos estaría dispuesto a hacer lo mismo que sus padres para servir al verdadero Liberador. Y no está solo. También su pariente Barzelai y con él otros muchos. Los hermanos de Juana por amor a Mí y a ella, además del amor por su patria, estarían con él. Pero no voy a vencer a fuerza de lanzas o espadas. Entrad sin temor en el camino de la Verdad. Yo triunfaré con un triunfo celeste. ■ Tú  —y esto es lo que te hace aparecer aún más pálido de lo habitual— sabes quién es el que ha presentado los textos de acusación contra Mí, esos testimonios que, si bien son falsos en su espíritu, son verdaderos en la realidad de sus palabras,  porque Yo en realidad violé el sábado cuando tuve que huir, pues todavía no había llegado mi hora, y cuando arrebaté a dos inocentes a los bandidos; y podría decir que la necesidad justifica mis acciones, de la misma forma que la necesidad justificó a David por haberse comido los panes de la proposición (2). Es verdad que me refugié en Samaria, pero cuando los samaritanos me propusieron que fuese su Pontífice, rehusé tal honor y su protección por permanecer fiel a la Ley, aun significando esto entregarme a mis enemigos. Es verdad que amo a pecadores y pecadoras para arrebatarlos del pecado. Y es verdad que he predicado la destrucción del Templo, si bien estas palabras mías no hacen más que confirmar las palabras de sus profetas. El que es fuente de estas y de otras acusaciones, aquel que incluso hace de mis milagros motivo de acusación y no ha dejado de servirse de nada de la Tierra para tratar de llevarme al pecado y poder añadir otras acusaciones a las primeras, éste es un amigo mío. ■ Esto también lo dijo el rey profeta de quien, por mi Madre, desciendo: «Hasta mi amigo íntimo, en quien yo confiaba, el que comía mi pan, levantó su calcañar contra Mi» (3). Lo sé. De buena gana moriría dos veces, si pudiera yo impedir que llevara a cabo tal crimen —ya… su voluntad se ha entregado a la Muerte y Dios no fuerza la libertad del hombre—, sino, al menos hacer que lo horroroso de su crimen le arrojase arrepentido a los pies de Dios… Por esto tú, Judas de Beterón, advertías ayer a Mannaén de que se callase. Porque la serpiente estaba allí y podía dañar, además de al Maestro, al discípulo. No. El daño solo alcanzará al Maestro. No tengáis miedo. No seré el causante de vuestras penas y desgracias”.
* La suerte destinada al pueblo que rechazó al Salvador: ninguna piedra de Jerusalén quedará intacta. Y no solo Jerusalén… Y esto no durante un año o algunos años, o durante siglos, sino para siempre. Su existencia será como la de un árbol añoso. Al fin el Pueblo disperso se habrá reunido y perdonado. Dios esperará esa hora para romper los siglos. Ya no habrá más siglos, sino la eternidad.- ■ Jesús prosigue: “Pero todos participaréis de lo que dijeron los profetas (4) por el crimen de todo un pueblo. ¡Desgraciada, sí, desgraciada Patria mía! ¡Desgraciada tierra que saboreará el castigo de Dios! Desgraciados los habitantes, desgraciados niños que ahora bendigo y quisiera ver salvos y que, aun siendo inocentes, saborearán la amargura de la más grande de las desgracias. Mirad esta tierra vuestra llena de flores, bella, como una alfombra, fértil como un Edén… Grabaos en vuestro corazón su belleza, y luego… vuelto  Yo al lugar de donde vine… huid. Huid mientras podáis hacerlo, antes de, cual rapaz de infierno, la desolación de la destrucción se extienda aquí y derribe y destruya, y os deje estériles y os queme más que en Gomorra, o más que en Sodoma (5)… Sí, más que allá donde la muerte fue casi instantánea. Aquí… Yoel, ¿te acuerdas de Sabea? Profetizó una vez más el futuro del Pueblo de Dios que no aceptó al Hijo de Dios”. ■ Los cuatro están como aturdidos. El miedo del futuro los enmudece. Eliel pregunta: “¿Tú nos aconsejas?…”. Jesús: “Sí. Idos. Ya nada habrá aquí suficientemente válido como para retener a los hijos del pueblo de Abraham. Además, especialmente vosotros, notables del pueblo, no seríais respetados… Los poderosos, hechos prisioneros, serán para adornar el triunfo del vencedor. El Templo nuevo e inmortal llenará de sí la Tierra, y todo el que me busque me tendrá, porque estaré allí donde un corazón me ame. Idos. Llevaos con vosotros a vuestras mujeres, a vuestros hijos, a los ancianos… Vosotros me ofrecéis el modo de salvarme y ayudarme. Yo os aconsejo lo mismo, que os pongáis en salvo, y os ayudo con este consejo… No lo despreciéis”. ■ Eliel: “Pero ya… ¿qué más daño puede hacernos Roma? Ya estamos dominados. Y, aunque sus leyes son duras, también es verdad que Roma ha reedificado casas y ciudades y…”. Jesús: “Será así, pero tened presente que ni una piedra de Jerusalén quedará intacta. Fuego, ariete, hondas, jabalinas quemarán, destruirán, acabarán con todas las casas, y la Ciudad santa se convertirá en una cueva. Y no solo Jerusalén… Esta nuestra patria se convertirá en pastizal de asnos salvajes, de monstruos y chacales como dicen los profetas. Y esto no durante un año o algunos años, o durante siglos, sino para siempre. El desierto, la aridez, la esterilidad… ¡Esta es la suerte destinada a estas tierras! Campo de batalla, lugar de torturas, sueño de reconstrucción destruido una y otra vez por una condena inexorable, intentos de resurgimiento ahogados en el momento de su nacimiento: la suerte de la tierra que rechazó al Salvador y quiso un rocío que es fuego sobre los culpables”. ■ Los tres principales preguntan con ansia: “¿Entonces… entonces no volverá a haber nunca un Reino de Israel? ¿Ya nunca más seremos lo que soñábamos ser?”. Yoel el escriba llora… Jesús: “¿Habéis observado alguna vez un árbol añoso que por dentro tiene carcomida su médula? Durante años vegeta a duras penas, tan a duras penas, que ni da flores ni frutos; solo alguna, rara hoja en las ramas exhaustas dice que todavía un poco de savia sube… Luego, en un mes de abril, se le ve florecer milagrosamente y cubrirse de numerosas hojas, y se alegra el dueño, que durante muchos años la cuidó sin obtener frutos; se alegra al pensar que el árbol está curado. ¡Pero… oh, engaño! Después de una exuberante muestra de vida, sobreviene enseguida la muerte. Caen las flores, las hojas, los pequeños frutos que parecían ya cuajar en las ramas y prometían una buena cosecha, y con improviso crujido, el árbol, podrido en su base, se viene abajo. Lo mismo pasará a Israel. Después de siglos de estéril vegetar, se reunirá en el añoso tronco y parecerá estar reconstruido. ■ Al fin el Pueblo disperso se habrá reunido. Reunido y perdonado. Sí. Dios esperará esa hora para romper los siglos. Ya no habrá más siglos, sino la eternidad. Bienaventurados aquellos que, perdonados, constituyan la floración fugaz del último Israel —de este Israel que será, después de muchos siglos, de Cristo—, y mueran redimidos junto con todos los pueblos de la Tierra; bienaventurados con los pueblos de la Tierra que no solo han conocido mi existencia, sino que también han abrazado mi Ley como ley de Salud y Vida. ■ Oigo voces de mis apóstoles. Idos, antes de que lleguen…”. Yoel dice: “Señor. No queremos darnos a conocer, y eso, no por cobardía, sino para servirte, para poder servirte. Si se supiese que nosotros, sobre todo que yo, hemos venido a verte, se nos excluiría de las deliberaciones…”. Jesús: “Comprendo. Pero cuidaos que la serpiente es astuta.  Yoel, procura cuidarte…”. Yoel: “¡Preferiría mi muerte a la tuya! ¡Y no ver los días de que has hablado! Bendíceme, señor, para fortalecerme…”. Jesús: “Os bendigo a todos en el nombre de Dios Uno y Trino y en el nombre del Verbo que se encarnó para salvar a los hombres de buena voluntad”. Los bendice haciendo una señal larga, luego pone sobre la cabeza de cada uno de ellos su mano. (Escrito  el 17 de Marzo de 1947).
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1  Nota  : Sobre la profetisa Sabea: Cfr. 8-525-178, en este mismo tema de “Judas Iscariote” 3 año 3ª parte.   2  Nota  : Cfr. 1 Sam. 21,1-6.   3  Nota  : Cfr.  Sal  41,10.   4  Nota  : Por eje.: Sal. 136; Is. 29,1-10; Jer. 52; Ez. 4,5: Os. 14,1; Na. 3,8-11. En todos estos textos que profetizan o recuerdan la destrucción anterior de Jerusalén (587 a.C.) se encuentran expresiones que hay en Lc. 19,41-44, donde se lee la profecía de Jesús con respecto a la destrucción de Jerusalén en el año 70 de nuestra era.   5  Nota  : Cfr. Gén. 18-19.

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Índice del tema “Judas Iscariote”,  3º año v. p. de Jesús.- 4ª parte
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8-542-322 (10-2-9).- Los judíos “amigos” en casa del enfermo Lázaro.
8-543-327 (10-3-13).-  Marta envía a un siervo a llamar  al Maestro.
8-545-345 (10-5-29).-  El siervo de Betania refiere a Jesús el mensaje de Marta.
8-546-349 (10-6-32).-  El día de los funerales de Lázaro.
8-547-362 (10-7-43).- Jesús decide ir a Betania: “a casa de nuestro amigo Lázaro que duerme”.
8-548-365 (10-8-46).-  La resurrección de Lázaro.
8-548-382 (10-9-59) – Reflexiones sobre la resurrección de Lázaro.
8-549-385 (10-10-62).- Repercusión de la resurrección de Lázaro. Decreto del Sanedrín.
8-550-398 (10-11-73).- En Betania, entusiasmo de los apóstoles. Misión de amor para Lázaro y de contemplación absoluta para Magdalena.  Jesús debe huir a Efraín.
8-551-413 (10-12-86).- Camino de Efraín. Apóstoles, informados del decreto del Sanedrín.
8-552-421 (10-13-93).- El primer día en Efraín. Iscariote pide irse y Pedro quedarse con Jesús.- Recibimiento por el sinagogo Malaquías y por el pueblo de Efraín.
8-553-425 (10-14-96).- El sábado en Efraín.- Los bandidos  de Adomín y la ayuda a tres niños.  8-554-431 (10-15-101).-  ¿Si resucitó a Lázaro por qué no a éste, padre de cuatro hijos, y viudo por añadidura?
8-555-446 (10-16 113).- Pedro pide nuevamente sustituir a Judas y quedarse con Jesús.
9-556-3 (10-17-118).- Otro sábado en Efraín. Intolerancias de Judas Iscariote.
9-557-11 (10-18-126).- Llegan de Siquem los parientes de los tres niños arrebatados a los bandidos.
9-560-27 (10-21-138).- En las cercanías de Gofená, coloquio durante la noche con José de Arimatea, Nicodemo y Mannaén.
9-561-44 (10-22-153).- El saforín Samuel, de sicario a discípulo.
9-563-51 (10-24-158).- En Efraín, Jesús disipa los recelos de Claudia Prócula sobre la versión de Judas  y cura a su esclavo mudo.
9-564-62 (10-25-167).- El hombre de Yabnia, el final de Ermasteo.  Judas de Keriot, ante ese final.
9-565-65 (10-26-169).- El saforín Samuel ha sido turbado por Judas de Keriot.
9-566-80 (10-27-181).- En Efraín, el día de la llegada, primero, de Elisa y Nique y, después, de Lázaro con la Madre, discípulas/os y un largo séquito de galileos y samaritanos.
9-567-105 (10-28-201).- Judas Iscariote sorprendido robando, es censurado por Jesús.
9-571-138 (10-32-227).- Llegada a Siquem y recibimiento.
9-572-141 (10-32-230).- En Siquem, la última parábola sobre los consejos dados y recibidos.
9-573-147 (10-34-234).- Partida para Enón, después de un tira y afloja entre Judas Iscariote y Elisa, que se quedan en Siquem.
9-575-159 (10-36-244).- Mal recibimiento en Tersa.  Ira de Magdalena y el fuego de los “hijos del trueno”.
9-575-166 (10-36-249).- Extremo intento de redimir a Judas Iscariote.
9-580-198 (10-41-276).- Delaciones de Judas Iscariote y profecías sobre Israel.