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Desde: Nacimiento de Jesús
Hasta: Disputa de Jesús con los doctores de la Ley en el Templo.- Muerte de San José.- 30 años después, recuerdos sobre algunos hechos de la infancia de Jesús.- Dictados. Apéndice: San José.
 

El tema “Jesús Niño”, 2ª parte, comprende:
a) Episodios y dictados  extraídos de la Obra magna:
.       «El Evangelio como me ha sido revelado»
.                      («El Hombre-Dios»)
b) Dictados extraídos de los «Cuadernos de 1943/1950»                                                      

                 

a) Episodios y dictados extraídos de la Obra magna
«El Evangelio como me ha sido revelado»
( «El Hombre-Dios»)
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1-27-133 (1-44-144 ).- El edicto de empadronamiento (1).
“Nuestro Hijo, José. Tal lo debe ser a los ojos del mundo, recuérdalo”.- Descripción del rostro de María desde la Anunciación —que recuerda el rostro de la la Virgen de la Anunciación de Florencia— hasta la Asunción cuando “la juventud angelical de María se completa y alcanza la edad perfecta, que se ha llevado consigo al Cielo y que conservará eternamente en su cuerpo glorificado”.- Veo la casa de Nazaret, la pequeña habitación donde habitualmente María suele tomar sus alimentos. Ahora Ella está trabajando en una tela blanca. Deja su labor para ir a encender una lámpara, porque ya atardece y no puede ver bien con la luz verdosa que entra por la puerta semicerrada que da al huerto. Cierra, pues, la puerta. Veo que su seno está ya muy abultado, y, sin embargo, siempre sigue viéndosela muy bella. Su andar es ligero y majestuoso como cualquier cosa que hace. No se nota en ella ninguna de las acciones lentas que se notan en las mujeres cuando se ven en cinta y próximas a dar a luz. Tan solo su rostro está cambiado. Ahora es «la mujer». Antes, cuando la Anunciación, era una jovencita de rostro sereno e inocente: un rostro de niña. Después, en la casa de Isabel, cuando nació el Bautista, su rostro se revistió de un aire maduro. Ahora es el rostro sereno, dulcemente majestuoso, como el de la mujer que ha llegado a su perfección por la maternidad. ■ Ya no recuerda a esa «Virgen de la Anunciación» de Florencia que usted tanto aprecia, padre (2). Cuando era niña, yo sí que la veía reflejada en ella. Ahora el rostro es más alargado y delgado; el ojo, más pensativo y grande. En pocas palabras: como es María actualmente en el Cielo. Porque ahora ha asumido el aspecto y la edad del mo­mento en que nació el Salvador. Tiene la eterna juventud de quien no sólo no ha conocido corrupción de muerte, sino que ni siquiera ha conocido el marchitamiento de los años. El tiempo no ha tocado a esta Reina nuestra y Madre del Señor que ha creado el tiempo. Es verdad que en el suplicio de los días de la Pasión —suplicio que para Ella empezó muchísimo antes, podría decir que desde que Jesús comenzó la evangelización— se vio envejecida, pero tal envejecimiento era sólo como un velo corrido por el dolor sobre su incorruptible cuerpo. Efectivamente, desde cuando Ella vuelve a ver a Jesús, resucitado, torna a ser la criatura fresca y perfecta de antes del suplicio: como si al besar las santísimas Llagas hubiera bebido un bálsamo de juventud que hubiese cancelado la obra del tiempo y, sobre todo, del dolor. También hace ocho días, cuando he visto la venida del Espíritu Santo el día de Pentecostés, veía a María «hermosísima y, en un instante, rejuvenecida», como escribía; ya antes había escrito: «Parece un ángel azul». Los ángeles no experimentan la vejez. Poseen eternamente la belleza de la eterna juventud, del eterno presente de Dios que en sí mismos refle­jan. La juventud angélica de María, ángel azul, se completa y alcanza la edad perfecta —que se ha llevado consigo al Cielo y que conserva­rá eternamente en su santo cuerpo glorificado, cuando el Espíritu pone el anillo nupcial a su Esposa y la corona en presencia de todos— ahora, y no ya en el secreto de una habitación ignorada por el mundo, con un arcángel como único testigo. He querido hacer esta digresión porque la consideraba necesaria. Ahora vuelvo a la descripción. María, pues, ahora ya es verdaderamente «mujer», llena de digni­dad y donaire. Incluso su sonrisa se ha transformado, en dulzura y majestad. ¡Qué hermosa está María! ■ Entra José. Parece que regresa del pueblo porque entra por la puerta de la casa y no por la del taller. María levanta su cabeza y le envía una sonrisa. También José le sonríe a Ella… no obstante, parece como si lo hiciera forzado, como quien estuviese preocupado. María le mira con ojos interrogativos. Se levanta para tomar el manto que José se está quitando, lo dobla y lo pone sobre el arquibanco. José se sienta al lado de la mesa. Apoya su codo en ella y la cabeza en una mano, mientras con la otra, pensativo, se peina y despeina alternativamente la barba. María pregunta: “¿Tienes algo que te atormenta? ¿Puedo consolarte?”. José: “Tú siempre me consuelas, María, pero esta vez tengo una gran preocupación… por ti”. Virgen: “¿Por mí, José? ¿De qué se trata?”. José:  “Pusieron un edicto en la puerta de la sinagoga. Se ordena que todos los palestinos se empadronen y hay que ir a empadronarse al lugar de origen. Nosotros tenemos que ir a Belén…”. ■ “¡Oh!” interrumpe María, poniéndose una mano sobre el vientre. José: “¿Te molesta, verdad? Es duro. Lo sé”. Virgen: “No, José. No es esto. Pienso… pienso en las Sagradas Escrituras: en Raquel, madre de Benjamín, y mujer de Jacob, de la que nacerá la Estrella (3): el Salvador. Raquel fue sepultada en Belén, de la que está escrito: «Y tú, Belén de Efrata, eres el más pequeño entre los pueblos de Judá, pero de ti saldrá el Dominador» (4). El Dominador que fue prometido a la estirpe de David. Él nacerá allí…”. José: “¿Piensas… piensas que ya ha llegado el momento? ¡Oh! ¿Cómo haremos?”. Está asustado y mira a María con ojos llenos de compasión. Ella cae en la cuenta. Sonríe. Sonríe más consigo misma, que con él. Una sonrisa que parece decir: “Es un hombre justo, pero hombre. Ve tan solo como hombre. Piensa como hombre. Compadécele, alma mía, y guíale a ver como espíritu”. Su bondad la empuja a serenarle. No dice nada que no sea verdad, pero trata de despejar su preocupación. “José, José. El tiempo está ya muy próximo. Pero el Señor puede abreviarlo, para quitarte esta preocupación. Sí que lo hará. No tengas miedo”. José: “¡Pero el viaje!… ¡Quién sabe cuánta gente habrá! ¿Encontraremos un buen lugar para alojarnos? ¿Nos dará tiempo a volver? Y si… dieses a luz allá ¿cómo nos las arreglaremos? No tenemos casa… No conocemos a nadie…”. ■ Virgen: “No tengas miedo. Todo saldrá bien. Dios hace que los animales que Él creó encuentren un refugio. ¿No crees que no vaya a encontrar uno para su Mesías? Confiemos en Él ¿o no? Siempre hemos puesto nuestra esperanza en Él. Cuanto más fuerte es la prueba, tanto más confiemos en Él. Como dos niños pongamos nuestra mano sobre la del Padre. Él  nos guía. De hecho nos hemos entregado a Él. Mira cómo nos ha traído hasta aquí con amor. Un padre, aun el mejor, no lo hubiera podido hacer mejor. Somos sus hijos y siervos. Cumplimos con su voluntad. No nos puede pasar nada malo. ■ También el edicto es su voluntad. ¿Qué es el Cesar sino un instrumento de Dios? Desde que el Padre determinó perdonar al hombre, arregló de antemano los sucesos para que su Mesías naciese en Belén. Belén, la pequeña ciudad no existía aún y su gloria ya estaba señalada. Para que esta gloria se realice y la palabra de Dios no deje de cumplirse —y acaecería si el Mesías naciese en otra parte— he aquí que un poderoso ha surgido, muy lejos de aquí, y nos ha dominado, y ahora quiere conocer el número de sus súbditos, ahora, en un momento de paz en el mundo… ¡Oh!, ¿qué importa nuestra pequeña fatiga comparada con la belleza de este momento de paz? Piensa, José, ¡un tiempo en que no hay odio en el mundo! ¿Puede haber otro más dichoso para que surja la «Estrella» cuya luz es divina y que significa redención? ¡Oh, no tengas miedo, José! Si los caminos son inseguros, si las muchedumbres hacen difícil el caminar, los ángeles nos ayudarán y protegerán; no a nosotros: sino a su Rey. Si no encontramos albergue, con sus alas formarán una tienda. No nos pasará ningún mal. No nos puede pasar: Dios está con nosotros”. ■ José la mira y escucha extático. Las arrugas de su frente desaparecen. La sonrisa vuelve. Se levanta sin cansancio ni aflicción. Sonríe. “¡Bendita tú, sol de mi espíritu! ¡Bendita tú que sabes ver todo a través de la Gracia de la que estás llena! No perdamos, pues, tiempo; porque hay que partir lo antes posible y… volver cuanto antes, porque aquí todo está preparado para Él… para Él…”. Virgen: “Para nuestro Hijo, José. Tal lo debe ser a los ojos del mundo, recuérdalo. El Padre ha rodeado con el misterio su venida, y no tenemos el derecho nosotros de levantar el velo. Él, Jesús, lo hará cuando llegue la hora…”. ■ Es imposible describir la belleza del rostro, mirada, expresión y la voz de María cuando pronuncia el nombre de «Jesús». Es ya el éxtasis. Y con esto termina la visión. (Escrito el 4 de Junio de 1944).
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1  Nota  :  Cfr.  Lc. 2,1-1.  2  Nota  :  Se refiere  al Padre Migliorini,  su director espiritual.  3  Nota  :  Cfr.  Núm. 24,17;  Gén. 35,18-20; 48,7.   4  Nota  :  Cfr. Miq. 5,2.
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1-27-136 (1-45-147).- Enseñanzas sobre el amor al esposo y la confianza en Dios.
* Tres puntos a considerar: separaciones por culpa de las mujeres; confianza en Dios; nada sucede si Dios no lo permite: ya tengas poder ya seas súbdito será porque Dios lo ha permitido.- ■ Dice la Virgen María: “No voy a decir mucho, porque mis palabras son ya enseñanza. Eso sí, reclamo la atención de las mujeres casadas sobre un punto. Demasiados matrimonios se convierten en separaciones por culpa de las mujeres, las cuales no tienen hacia el marido ese amor que es todo: amabilidad, compasión, consuelo. Sobre el hombre no pesa el sufrimiento físico que pesa sobre la mujer, pero pesan todas las preocupaciones morales: necesidad de trabajo, decisiones que hay que tomar, responsabilidades ante el poder establecido y ante la propia familia… ¡Oh, cuántas cosas pesan sobre el hombre y cuánta necesidad tiene también él de consuelo! Pues bien: el egoísmo es tal, que la mujer añade al marido cansado, desilusionado, abrumado, preocupado, el peso de inútiles quejas, e incluso algunas veces injustas. Y todo porque es una egoísta. No ama. Amar no significa satisfacer los propios sentidos o la propia conveniencia. Amar es satisfacer a la persona amada, por encima de los sentidos y conveniencias, ofreciéndole a su corazón esa ayuda que necesita para poder tener siempre abiertas las alas en el cielo de la esperanza y de la paz. ■ Quiero llamar también la atención sobre el siguiente punto. Ya he hablado de ello, pero vuelvo a insistir. Se trata de la confianza en Dios. La confianza resume en sí las virtudes teologales. Si uno tiene confianza, es señal de que tiene fe; si tiene confianza es señal de que espera y de que ama. Cuando uno ama, espera y cree en una persona, tiene confianza. Si no, no. Dios es merecedor de esta confianza nuestra. Si se la damos a veces a los pobres hombres capaces de cometer faltas ¿por qué negársela a Dios que jamás falla? La confianza es también humildad. El soberbio dice: «Yo lo hago por mí mismo. No me fío de éste porque es incapaz, mentiroso, orgulloso…». El humilde dice: «Confío. ¿Por qué no debo confiar? ¿Por qué debo pensar que soy mejor que él?». Y con mayor razón dice de Dios: «¿Por qué debo desconfiar de Él que es bueno? ¿Por qué debo pensar que sea yo capaz de hacerlo por mí mismo?». Dios se dona al humilde, pero se aleja del que es soberbio. La confianza es, además, obediencia; y Dios ama al obediente. La obediencia es signo de que nos reconocemos hijos suyos, de que le reconocemos como Padre; y un padre, cuando es verdadero padre, no puede otra cosa sino amar. Dios es para nosotros un Padre verdadero y perfecto. ■ Hay un tercer punto que quiero meditéis. Se funda también en la confianza. Ningún hecho puede acaecer si Dios no lo permite. Por lo cual, ya tengas poder ya seas súbdito, será porque Dios lo ha permitido. Trata, pues, ¡oh tú que tienes poder! de no convertir este poder tuyo en tu mal. En cualquier caso sería «tu mal», aunque en principio pareciese que lo fuera de otros. En efecto, Dios permite, pero no permite más allá de la medida; y si sobrepasas el punto señalado, Él te castiga y te hace pedazos. Trata, pues, ¡oh, tú que eres súbdito! de convertir esta condición tuya en un imán para traer sobre ti la protección celestial. No maldigas jamás. Deja que Dios se ocupe de ello. A Él, Señor de todo, le corresponde bendecir y maldecir a los seres que ha creado. Quédate en paz”. (Escrito el 4 de Junio de 1944).
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1-28-137 (1-46-148 ).-  Viaje, llegada a Belén y alojo en una gruta (1).
* El encuentro con un pastor que les da leche y noticias sobre unos establos en Belén.- Veo un camino principal. Viene por él mucha gente. Borriquillos cargados de utensilios y de personas. Borriquillos que regresan. La gente espolea a sus cabalgaduras. Otros, los que van a pie, caminan deprisa porque hace frío. El aire es limpio y seco. El cielo sereno, pero tiene ese frío cortante de los días invernales. El campo, desnudo de hojas, parece más grande; está poco crecida y ya requemada por los vientos invernales la hierba de los pastos en que las ovejas buscan un poco de alimento, y también el sol, que está saliendo poco a poco. Están pegadas unas a las otras, porque también tienen frío; y balan, levantado el morro y mirando al sol como diciendo: “¡Ven pronto, hace frío!”. El terreno tiene ondulaciones que cada vez son más claras; es propiamente un terreno de colinas con depresiones de hierba y laderas, con pequeños valles y cimas. El camino pasa por en medio de ellos y se dirige hacia el sureste. ■ María viene montada en un  borriquillo gris. Envuelta en un manto grueso. En la parte de delante de la albardilla está ese arnés que ya llevó en el viaje a Hebrón; encima, el baulillo o cofre con las cosas necesarias… José camina a su lado, llevando las riendas. De cuando en cuando le pregunta: “¿Estás cansada?”. María le mira. Le sonríe. Le contesta: “No”. A la tercera vez añade: “Más bien tú debes sentirte cansado con el camino que hemos hecho”. José: “¡Oh!, ¿yo? Para mí no es nada. Creo que si hubiésemos encontrado otro asno, podrías venir más cómoda y además llegaríamos antes. Pero no lo encontré. Ahora todos necesitan una cabalgadura. ¡Animo de todas formas! Pronto llegaremos a Belén. Al otro lado de aquel monte está Efratá”. Ambos guardan silencio. ■ La Virgen, cuando no habla, parece como si se recogiese en plegaria. Sonríe dulcemente por un pensamiento suyo. Y, cuando mira a la gente, parece como si no viera lo que hay: un hombre, una mujer, un anciano, un pastor, un rico o un pobre, sino lo que solo Ella ve. José, porque el aire sopla, pregunta: “¿Tienes frío?”. Virgen: “No. Gracias”. Pero José no se fía. Le toca los pies que cuelgan al lado del borriquillo, calzados con sandalias y que apenas si se dejan ver a través del largo vestido. Debe haberlos sentido fríos, porque menea la cabeza y se quita una manta que llevaba en bandolera y arropa con ella las piernas de María, y se la extiende también sobre el regazo, de modo que sus manos, bajo la cobija y el manto, estén bien calientes. ■ Encuentran a un pastor, que corta el camino con su rebaño pasando de un lado a otro. José se acerca a él y le dice algo. El pastor dice que sí. José toma el borriquillo y tira de él detrás del rebaño hasta el prado en que está paciendo. El pastor saca una rústica taza de su alforja y ordeña a una gruesa oveja y da la taza a José y éste se la ofrece a María. Dice la Virgen: “Dios os bendiga a los dos. A ti por tu amor, y a ti por tu bondad. Rogaré por ti”. Pastor: “¿Venís de lejos?”. José: “De Nazaret. Y vamos a Belén”. Pastor: “El camino es largo para la mujer en este estado. ¿Es tu mujer?”. José: “Sí”. Pastor: “¿Tenéis dónde ir?”. José: “No”. Pastor: “¡Mala cosa! Belén está llena de gente que ha llegado de todas partes para empadronarse o para ir a otras partes. No sé si encontraréis alojo. ¿Conoces bien el lugar?”. José: “No muy bien”. Pastor: “Bueno, pues… yo te digo… porque se trata de Ella (y señala a María). Buscad el albergue. Estará lleno. Te lo digo para darte una idea. Está en una plaza, en la más grande. Se llega a ella por este camino principal, no podéis equivocaros. Delante de la plaza hay una fuente. El albergue es grande y bajo con un gran portal. Estará lleno. Pero si no podéis alojaros en él ni en alguna otra casa, id a la parte de atrás del albergue, yendo hacia el campo. En el monte hay unos establos que algunas veces sirven a los mercaderes que van a Jerusalén para meter a los animales que no tienen sitio en el albergue. Son establos, ya sabéis, que están en el monte; por tanto, húmedos, fríos y sin puerta. Pero son al menos un refugio; esta mujer… no puede quedarse en la mitad del camino. Tal vez allí encontráis un sitio… y también heno para dormir y para el asno. Que Dios os acompañe”. La Virgen responde: “Y a ti te dé alegría”. José por su parte dice: “La paz sea contigo”.
* La Virgen siente llegado el momento y oye en su corazón: “Mamá, ya vine. Vengo a darte un beso de parte de Dios”.- Vuelven a continuar su camino. Desde una altura del terreno a la que han llegado se deja ver una depresión extensa, en la que, arriba y abajo, a lo largo de las suaves pendientes que la rodean, se ven casas y casas. Es Belén. José: “Hemos llegado a la tierra de David, María. Ahora vas a descansar. Me parece que estás muy cansada…”. Virgen: “No. Pensaba yo… estoy pensando…”. María aprieta la mano de José y le dice con una sonrisa de bienaventurada: “Estoy pensando que el momento ha llegado”. José: “¡Que Dios nos socorra! ¿Qué vamos a hacer?”. Virgen: “No temas, José. Ten constancia. ¿Ves qué tranquila estoy Yo?”. José: “Pero sufres mucho”. Virgen: “¡Oh no! Me encuentro llena de alegría. Una alegría tal, tan fuerte, tan grande, incontenible, que mi corazón palpita muy fuerte y me dice: «¡Va a nacer! ¡Va a nacer!». Lo dice a cada palpitar. Es mi Hijo que toca a mi corazón y que dice: «Mamá: ya vine. Vengo a darte un beso de parte de Dios». ¡Oh, qué alegría, José mío!”. ■ Pero José no participa de la misma alegría. Piensa en lo urgente que es encontrar un refugio, apresura el paso. Puerta tras puerta pide alojo. Nada. Todo está ocupado. Llegan al albergue. Está lleno hasta en los portales, que rodean el patio interior. José deja a María que sigue sentada sobre el borriquillo en el patio y sale en busca de algunas otras casas. Regresa desconsolado. No hay ningún alojo. El crepúsculo invernal pronto se echa encima y empieza a extender sus velos. José suplica al dueño del albergue. Suplica a viajeros. Ellos son varones y están sanos. Se trata ahora de una mujer próxima a dar a luz. Que tengan piedad. Nada. Hay un rico fariseo que les mira con manifiesto desprecio, y cuando María se acerca, se separa de ella como si se hubiera acercado a una leprosa.  José le mira y la indignación le cruza por la cara. María pone su mano sobre la muñeca de José para calmarle. Le dice: “No insistas. Vámonos. Dios proveerá”.
* Un “palacio”, dispuesto para recibir al Rey.- ■ Salen. Siguen los muros del albergue. Tuercen por una callejuela metida entre ellos y unas casuchas. Giran hacia la parte posterior del albergue. Buscan. Hay una especie de grutas. Por lo bajas y húmedas que son, parecen bodegas más que establos. Las mejores están ya ocupadas. José se siente descorazonado. Un anciano le grita por detrás: “Oye, Galileo. Allá en el fondo, bajo aquellas ruinas, hay una guarida. Tal vez no haya nadie”. Se apresuran hacia esa «guarida». Es realmente una guarida. Entre los escombros de lo que sería una casa, hay una abertura; dentro, una gruta, más que una gruta una cavidad excavada en el monte. Diríase que son los cimientos de la antigua construcción, cuyos restos derrumbados, apuntalados con troncos de árbol, hacen de techo. Como hay muy poca luz y para ver mejor, José saca la yesca y prende una lamparita que toma de la alforja que trae sobre la espalda. Entra y un mugido le saluda. “Ven, María. Está vacía. No hay sino un buey». José sonríe. “Mejor que nada…”. ■ María baja del borriquillo y entra. José ha colgado la lamparita de un clavo que está hincado en uno de los troncos que hace de pilar. Se ve que todo está lleno de telarañas. Hay paja esparcida por todo el suelo, que es de tierra batida y su superficie es completamente irregular: con hoyos, guijarros, desperdicios, excrementos. En el fondo, un buey, con heno colgándole de la boca, se vuelve y mira con sus tranquilos ojos. Hay un tosco asiento y dos piedras en un rincón ennegrecido —señal de que en ese lugar se enciende fuego— que está junto a una hendidura. María se acerca al buey. Tiene frío. Le pone las manos sobre su pescuezo para sentir su calorcillo. El buey muge, se deja, parece como si comprendiera. Se deja también cuando José lo empuja un poco para tomar abundante heno del pesebre y hacer un lecho para María —el pesebre es doble, esto es, donde come el buey, y arriba una especie de estante con heno de reserva; de éste toma José— no se opone. Y le hace sitio al borriquillo, que, cansado y hambriento, enseguida se pone a comer. José encuentra también un cubo volcado y con abolladuras. Sale, porque afuera vio un riachuelo, y vuelve con agua para el borriquillo. Toma un manojo de ramas secas que hay en un rincón y trata de barrer un poco el suelo. Luego desparrama el heno. Hace una especie de lecho, cerca del buey, en el rincón más seco y más defendido del viento. Pero siente que está húmedo el heno y suspira. Prende fuego, y con una paciencia de trapista, seca poco a poco el heno junto al fuego. María sentada en el taburete, cansada, mira y sonríe. ■ Todo está ya preparado. María se acomoda lo mejor que puede sobre el mullido heno, con los hombros apoyados en un tronco. José adorna todo aquel… ajuar, pone su manto como si fuera una cortina en la abertura que hace de puerta. Una protección muy pobre. Luego da a la Virgen pan y queso, y le da a beber agua de una cantimplora. José le dice: “Duerme ahora. Yo velaré para que el fuego no se apague. Afortunadamente hay leña. Esperemos que dure y que arda. Así podemos ahorrar el aceite de la lámpara”. María obediente se acuesta. José la cubre con el manto de ella y con la capa que tenía antes en los pies. Virgen: “Pero tú vas a tener frío…”. José: “No, María. Estoy cerca del fuego. Trata de descansar. Mañana irá mejor”. María cierra los ojos. No insiste. José se va a su rincón. Se sienta sobre una piedra, con pedazos de ramas secas al lado; no creo que duren mucho. ■ Están colocados así: María a la derecha dando la espalda a la… puerta, semioculta por el tronco y por el cuerpo del buey, que se ha echado ya en tierra; José a la izquierda y de cara a la puerta, en diagonal por lo tanto; estando frente al fuego, da la espalda a María, pero, de vez en cuando, se vuelve a mirarla, y la ve tranquila, como si durmiese. Lentamente rompe las ramitas y las va echando, una por una, en el débil fuego para que no se apague, para que dé luz, para que la poca leña dure. La única luz, ora más viva, ora más mortecina, es la del fuego; la lámpara está apagada; en la penumbra resalta sólo la figura del buey, y la cara y manos de José. Todo lo demás es un montón que se confunde en la gruesa penumbra. (Escrito el 5 de Junio de 1944).
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1  Nota  : Cfr. Lc. 2,4-5.
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1-29-142 (1-47-153).- Nacimiento de Jesús (1).
* La Virgen, como absorbida por una cortina de incandescencia, en medio de la luz, desaparece y emerge de ella como Madre.- ■ Veo el interior de este pobre refugio rocoso que María y José comparten con los animales. La pequeña hoguera se adormila junto con su guardián. María levanta su cabeza de la especie de lecho y mira. Ve que José tiene la cabeza inclinada sobre el pecho como si estuviese pensando, y está segura que el cansancio ha vencido su deseo de estar despierto. ¡Qué hermosa sonrisa le aflora por los labios! Haciendo menos ruido que haría una mariposa al posarse sobre una rosa, se sienta, y luego se arrodilla. Ora. Es una sonrisa de bienaventurada la que llena su rostro. Ora con los brazos abiertos no en forma de cruz, sino con las palmas hacia arriba y hacia delante, y parece como si no se cansase con esta posición. Luego se postra con el rostro contra el heno orando más intensamente. Una larga plegaria. ■ José se despierta. Ve que el fuego casi se ha apagado y que el establo está casi oscuro. Echa unas cuantas ramitas. La llama vuelve a chispear. Le echa unas cuantas ramas cada vez más gruesas; porque el frío debe ser agudo. Un frío nocturno invernal que penetra por todas partes de estas ruinas. El pobre José, como está junto a la puerta —llamemos así a la entrada sobre la que su manto hace las veces de puerta— debe estar congelado. Acerca sus manos al fuego. Se quita las sandalias y acerca también los pies. Así se calienta. Cuando ve que el fuego va bien y que alumbra lo suficiente, se da media vuelta; pero no ve nada, ni siquiera la blancura del velo de María que antes formaba una línea clara sobre el heno oscuro. Entonces se pone de pie y despacio se acerca a donde está María. Le pregunta: “¿No te has dormido?”. Pregunta tres veces, hasta que ella torna en sí, y responde: “Estoy orando”. José: “¿Te hace falta algo?”. Virgen: “Nada, José”. José: “Trata de dormir un poco. Al menos de descansar”. Virgen: “Lo haré. Pero la oración no me cansa”. “Buenas noches, María”. “Buenas noches, José”. María vuelve a su antigua posición. José, para no dejarse vencer otra vez por el sueño, se pone de rodillas cerca del fuego y ora. Ora con las manos juntas sobre la cara. Las mueve algunas veces para echar más leña al fuego y luego vuelve a su ferviente plegaria. Fuera del rumor de la leña que chisporrotea, y del que produce el borriquillo que algunas veces golpea su pezuña contra el suelo, otra cosa no se oye. ■ Un rayo de luna se cuela a través de una grieta del techo. Parece un hilo plateado que buscase a María. Se alarga a medida que la luna va elevándose en el Cielo y, por fin, la alcanza. Ya está sobre la cabeza de la orante, nimbándola de candor. María levanta su cabeza como si de lo alto alguien la llamara, y se yergue hasta quedar de nuevo de rodillas. ¡Oh, qué hermoso es este momento! Ella levanta la cabeza, que parece resplandecer bajo la luz blanca de la luna, y una sonrisa no humana transforma su rostro. ¿Qué ve? ¿Qué oye? ¿Qué experimenta? Sólo Ella puede decir lo que vio, sintió y experimentó en la hora dichosa de su Maternidad. Yo solo veo que en torno a Ella la luz aumenta, aumenta, aumenta; parece descender del cielo, parece provenir de las pobres cosas que están a su alrededor, parece, sobre todo, que proviene de Ella. Su vestido, oscuro-azul, ahora parece estar teñido de un suave color de miosota; sus manos y su rostro parecen volverse azulinas, como los de uno que estuviera puesto en el foco de un inmenso zafiro pálido. Este color, que me recuerda, a pesar de ser muy tenue, el que veo en las visiones del santo Paraíso, y también el que vi en la visión de la venida de los Magos, se va extendiendo progresivamente sobre todas las cosas, y las viste, las purifica, las hace brillantes. El cuerpo de María despide cada vez más luz, absorbe la de la luna, parece como si Ella atrajese hacia sí la que le puede venir del Cielo. Ahora ya es Ella la Depositaria de la Luz, la que debe dar esta Luz al mundo. Y esta beatífica, incontenible, inconmensurable, eterna, divina Luz que va a ser dada de un momento a otro, se anuncia con una alba, un lucero de la mañana, un coro de átomos de luz que aumenta, aumenta como una marea, sube, sube como incienso, baja como una riada, se extiende como un velo… ■ La techumbre, llena de grietas, de telas de araña, de escombros que sobresalen y están en equilibrio por un milagro de estática, esa techumbre negra, llena de humo, repelente, parece bóveda de una sala real. Cualquier piedra es un bloque de plata; cualquier agujero, un brillar de ópalos; cualquier telaraña, un preciosísimo baldaquín tejido de plata y diamante. Una lagartija que está entre dos piedras, parece un collar de esmeraldas olvidado allí por una reina; y unos murciélagos que descansan, parecen una hoguera preciosa de ónix. Ya no es hierba el heno que cuelga del pesebre más alto, es una multitud de hilos de plata pura que se balancean en el aire cual se mece una cabellera suelta. La madera oscura del pesebre de abajo parece un bloque de plata bruñida. Las paredes están cubiertas de un brocado en que el recamo de perlas en relieve oculta el candor de la seda;  y el suelo… ¿Qué es ahora el suelo? Es un cristal encendido por una luz blanca; los salientes parecen rosas de luz arrojadas al suelo como homenaje; y los hoyos, copas preciosas de cuyo interior ascenderían aromas y perfumes. ■La luz crece cada vez más. Es irresistible a los ojos. En medio de ella desaparece, como absorbida por una cortina de incandescencia, la Virgen… y de ella emerge la Madre. Sí.  Cuando mi vista de nuevo puede resistir la luz, veo a María con su Hijo recién nacido entre los brazos. Es un Niñito rosado y regordete, que gesticula con unas manitas gorditas del tamaño de un capullo de rosa; que menea sus piececitos, tan pequeños que cabrían en la corola de una rosa; que llora con una vocecita trémula, como la de un corderito que acaba de nacer, abriendo una boquita que parece una menuda fresa del bosque, y mostrando una lengüita temblorosa contra el paladar rosado; que mueve su cabecita, tan rubia que parece desprovista casi de cabellos, una cabecita redonda que su Mamá sostiene en la palma de su mano, mientras mira a su Hijito, adorándole, sonriendo y llorando al mismo tiempo. Y se inclina para besarle, no en la inocente cabeza, sino en el centro del pecho, sobre ese corazoncito que palpita, que palpita por nosotros… allí donde un día se abrirá la Herida de la lanzada. Su Mamá se la está curando anticipadamente, con un beso inmaculado. ■ El buey, que se ha despertado al ver la claridad, se levanta dando fuertes patadas sobre el suelo y muge. El borrico vuelve su cabeza y rebuzna. Es la luz la que los despierta, pero me seduce la idea de pensar que hayan querido saludar a su Creador, por ellos mismos y por todos los animales. ■Y José, que oraba tan profundamente que era ajeno a cuanto le rodeaba, también torna en sí, y, por entre sus dedos apretados contra la cara, ve filtrarse la extraña luz. Se quita las manos de la cara, levanta la cabeza, se vuelve. El buey, que está en pie,  no deja ver a María, pero Ella le llama: “José, ven”. José acude presuroso. Y cuando ve, se detiene, presa de reverencia, y está casi para caer de rodillas en ese mismo lugar; pero María insiste: “Ven, José” y, apoyando la mano izquierda en el heno y teniendo con la derecha estrechado contra su corazón al Pequeñín, se levanta y se dirige hacia José, quien, por su parte, camina azarado, entre su deseo de ir y el temor a ser irreverente. Junto a la cama de paja para el ganado ambos esposos se encuentran y se miran con lágrimas llenas de felicidad. ■ María dice: “Ven, ofrezcamos a Jesús al Padre”. Y mientras José se arrodilla, Ella, de pie entre dos troncos que sostienen la bóveda, levanta a su Hijo en los brazos y dice: “Heme aquí. En su Nombre, ¡oh Dios! te digo esto. Heme aquí para hacer tu voluntad. Y con Él, yo, María y José, mi esposo. Aquí están tus siervos, Señor. Que siempre hagamos, a cada momento, en cualquier cosa, tu voluntad, para gloria tuya y por amor tuyo”.
* El Niño, envuelto con pañales, es recostado en el pesebre.- ■ Luego María se inclina y ofreciéndole al Pequeñín le dice: “Toma, José”. José está profundamente turbado: “¿Yo? ¿A mí? ¡Oh no! ¡No soy digno!”. Está como aniquilado ante la idea de tocar a Dios.  Pero María sonriente insiste: “Eres digno de ello. Nadie más que tú, y por eso el Altísimo te escogió. Toma, José, y tenle mientras voy a buscar los pañales”. José, rojo como una púrpura, extiende sus brazos, toma ese montoncito de carne que grita de frío; una vez que lo tiene entre sus brazos, no persiste en la intención de mantenerle separado de sí por respeto, sino que lo estrecha contra el corazón diciendo en medio de un estallido de lágrimas: “¡Oh, Señor, Dios mío!”; y se inclina a besar los piececitos. Los siente fríos y entonces se sienta en el suelo y le recoge en su regazo, y con su vestido marrón y con sus manos procura cubrirle, calentarle, defenderle del viento helado de la noche. Quisiera acercarse al fuego, pero allí se siente esa corriente de aire que entra por la puerta. Es mejor quedarse donde está, o, mejor todavía, entre los dos animales que defienden del aire y que despiden calor. Y se pone entre el buey y el asno dando las espaldas a la entrada, con su cuerpo inclinado sobre el Recién Nacido para hacer de su pecho una hornacina, cuyas paredes laterales son: una cabeza gris de largas orejas; un grande hocico blanco cuya nariz despide vapor y cuyos ojos miran bonachonamente. ■ María ha abierto ya el baulillo, y ha sacado ya unos pañales y unas fajas, ha ido a la hoguera y los ha calentado. Viene a donde está José y envuelve al Niño en esos paños calentitos, y con su velo le cubre la cabecita. Pegunta: “¿Dónde le pondremos ahora?”. José mira a su alrededor. Piensa… Dice: “Espera, vamos a echar más para acá a los dos animales y la paja, y bajamos ese heno de allí arriba, y le ponemos a Él aquí dentro. La madera  del pesebre le protegerá del aire; el heno le servirá de almohada, el buey con su aliento le calentará un poco. Mejor el buey. Es más paciente y quieto”. Y se pone manos a la obra, mientras María acuna a su Pequeñín estrechándole contra su corazón, con sus mejillas sobre la cabecita para darle calor. José vuelve a atizar el fuego, sin ahorrar leña, para que se levante una buena hoguera y se pone a calentar el heno, de forma que según lo va secando, para que no se enfríe, se lo va metiendo en el pecho; luego, cuando ya tiene suficiente para un colchoncito para el Pequeñín, va al pesebre y lo dispone como una cunita. Dice: “Ya está. Ahora se necesita una manta, porque el heno pica; y además para taparle…”. María dice: “Toma mi manto”. José: “Vas a tener frío”. Virgen: “¡Oh, no tiene importancia! La capa es demasiado áspera; el manto es delicado y caliente. No tengo frío para nada. Con tal de que no sufra Él”. José toma el ancho manto de delicada lana color azul oscuro, y lo pone doblado sobre el heno, y deja una punta colgando fuera del pesebre. El primer lecho del Salvador está ya preparado. ■  María, con su dulce caminar, le trae al pesebre y en él le coloca y le cubre con la extremidad del manto que había quedado fuera y con ella le envuelve también la cabecita desnuda, que se hunde en el heno, protegida apenas por el velo fino de María. Queda solo destapada la carita, del tamaño de un puño de hombre, y los dos, inclinados sobre el pesebre, le miran con beatitud mientras duerme su primer sueño, porque el calor de los pañales y del heno han calmado su llanto y han hecho conciliar el sueño al dulce Jesús. (Escrito el 6 de Junio de 1944).
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1  Nota  : Cfr. Lc. 2,6-7;  Mt. 1,25-25.
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1-30-149  (1-49-161).- El anuncio a los pastores y adoración de los mismos (1).
* Un claror de luna sin igual llama la atención de unos pastores.-Y ahora veo extensos campos. La luna está en su cenit surcando tranquila un cielo colmado de estrellas. Parecen otras tantas chapitas de diamantes hincadas en un inmenso palio de terciopelo azul oscuro; la luna se ríe en medio con su cara blanquísima de la que bajan ríos de luz que pone blanca la tierra. Los árboles, que no tienen follaje, parecen más altos y negros; y los muros bajos, que acá o allá se levantan como lindes, parecen de leche; y una casita lejana parece un bloque de mármol de Carrara. A mi derecha veo un recinto, dos de cuyos lados son un seto de espinos; los otros dos, una tapia baja y tosca. Sobre esta pared descansa el techo de una especie de cobertizo largo y bajo, que en el interior del recinto está construido parte de piedra y parte de madera: como si en verano las partes de madera se debieran quitar y se transformase así el cobertizo en un pórtico. De dentro de este cercado sale, de cuando en cuando, un balar de muchas ovejas. ■ Deben ser ovejas que sueñan o tal vez creen que pronto se hará de día por la luz que da la luna; una luz que es tan intensa que incluso es excesiva y que aumenta como si el astro se estuviera acercando a la tierra o resplandeciese debido a un misterioso incendio. Un pastor se asoma a la puerta, y se lleva un brazo a la frente para proteger los ojos y mira hacia arriba. Parece imposible que uno deba proteger los ojos de la luz de la luna, pero, en este caso es tan fuerte que deslumbra, sobre todo si uno sale de un lugar cerrado y oscuro. Todo está en calma, pero esa luz es rara. El pastor llama a sus compañeros. Salen todos a la puerta: un grupo numeroso de hombres rudos, de diversas edades. Entre ellos, hay algunos que son jovencillos y otros que ya tienen el pelo cano. Comentan este hecho extraño. Los más jóvenes tienen miedo, sobre todo uno, un niño de 12 años, que se pone a llorar, haciéndose objeto de las burlas de los otros. “¿De qué tienes miedo?” le reprocha el de mayor edad. ¿No ves qué aire tan tranquilo? ¿Nunca antes habías visto brillar la luna? ¿Has estado siempre bajo las faldas de tu mamá, como un pollito a la gallina, no? ¡Pues anda que no tendrás que ver cosas! Una vez yo había llegado hasta los montes de Líbano, e incluso los habría sobrepasado, hacia arriba. Era joven entonces y no me costaba trabajo caminar. Incluso era yo rico entonces… Una noche vi una luz tal que pensé que probablemente Elías volvía en su carro de fuego (2). El cielo parecía estar ardiendo. Un viejo —entonces el viejo era él— me dijo: «Una gran desventura está por venir al mundo». Y lo fue, porque llegaron los saldados romanos. ¡Oh, muchas cosas tendrás que ver, si la vida te da años!…”.
* “Os traigo el anuncio de una gran alegría… Hoy en la ciudad de David, nació el Salvador… El Mesías”. El «Gloria» angélico se desparrama… y con él la luz.-Pero el pastorcillo no le escucha. Parece como si incluso no tuviese miedo. De hecho, alejándose del umbral, deslizándose por detrás de un musculoso pastor, detrás del cual se había refugiado, avanza a un lugar de hierba que está delante del cobertizo. Mira hacia arriba y se pone a caminar como sonámbulo, o como hipnotizado por algo que le atrae. En un cierto punto lanza un “¡Oh!” y se queda como petrificado, con los brazos un poco abiertos. Los otros se miran estupefactos. Uno pregunta: “Pero ¿qué le pasa a ese tonto?”. Otro dice: “Mañana le mando con su madre. No quiero tontos que guarden las ovejas”. El viejo, que poco antes había hablado así, dice: “Vamos a ver antes de juzgar. Llamad a los otros que están durmiendo y tomad garrotes. No vaya a ser una fiera o algunos malhechores”. Entran llamando a los otros pastores y salen con antorchas y garrotes. Llegan donde el muchacho, que murmura sonriente: “¡Allá, allá! Más allá del árbol. Mirad esa luz que se acerca. ¡Qué bella!”. “Yo veo tan sólo una fuerte claridad”. “Yo también”. Otros dicen: “También yo”. Uno, y reconozco en él al pastor que dio la leche a María, dice: “No. Yo veo algo así como un cuerpo”. ■ El niño grita: “¡Es… es un ángel!… Mirad que baja… que se acerca… ¡De rodillas todos ante el ángel de Dios!”. Un “¡oh!” largo y lleno de veneración se levanta del grupo de los pastores, que caen rostro a tierra. Cuanto más ancianos son, más contra el suelo se les ve. Los más jóvenes están de rodillas, pero miran al ángel, que se acerca cada vez más hasta detenerse, candor de perla en la claridad de la luna que le rodea, suspendido en el aire, moviendo sus grandes alas, a la altura de la tapia del recinto. El ángel, con una voz armoniosa cual arpa acompañada del canto de gargantas de ruiseñores, les dice: “No tengáis miedo. No os traigo ninguna desventura. Os traigo el anuncio de una gran alegría para el pueblo de Israel y para todos los pueblos de la Tierra. Hoy en la ciudad de David, nació el Salvador”. Al decir esto, el ángel abre sus grandes alas, y las mueve como muestra de alegría, y una lluvia de chispas de oro y de piedras preciosas parece desprenderse de ellas. Un hermosísimo arco iris que forma un arco de triunfo sobre el pobre aprisco. “… el Salvador que es el Mesías”. El ángel brilla con una luz más extraordinaria. Sus dos alas, ahora ya detenidas, extendidas de punta hacia el cielo, como dos velas inmóviles sobre el mar azul, parecen dos llamas que suben ardiendo. “…¡Mesías, el Señor!”. ■ El ángel recoge sus dos resplandecientes alas, y con ellas se cubre —es como un manto de diamantes sobre un vestido de perla—, se inclina como adorando, con las manos cruzadas sobre su pecho; su rostro, inclinado sobre su pecho, queda oculto entre la sombra de las puntas de las alas plegadas. No se ve sino una larga forma luminosa, inmóvil durante unos instantes. Se mueve de nuevo. Abre nuevamente las alas, levanta ese rostro suyo en que luz y sonrisa paradisíaca se funden y dice: “Le reconoceréis por estas señales: en un pobre establo, detrás de Belén, encontraréis a un Niño envuelto en pañales en un pesebre, pues para el Mesías no hubo alojo en la ciudad de David”. El rostro del ángel se pone serio, como triste. ■ Pero del Cielo vienen muchos, ¡oh, cuántos!, muchos ángeles semejantes a él, un ejército de ángeles que baja exultando y opacando la luna con su resplandor de paraíso, y se reúnen en torno al ángel que había dado la noticia, batiendo las alas, emanando perfumes, con un arpegio de notas en cuya comparación todas las voces más bellas de la tierra juntas, no serían más que un remedo. Si la pintura es el esfuerzo de la materia para transformarse en luz, aquí la melodía es el esfuerzo de la música para hacer resplandecer ante los hombres la belleza de Dios; y oír esta melodía es conocer el paraíso, donde todo es armonía de amor, que de Dios emana para hacer dichosos a los bienaventurados, y que de ellos va a Dios para decirle: “¡Te amamos!”. El «Gloria» angélico se desparrama en ondas cada vez más vastas por los campos tranquilos, y con él la luz. Los pájaros unen a ello su cántico que es un saludo a esta luz que ha salido antes, y las ovejas sus balidos por este sol anticipado. Pero a mí, como ya con el buey y el asno en la gruta, me place creer que es el saludo de los animales a su Creador, que viene a ellos para amarlos como Hombre, además como Dios. El canto disminuye y la luz también, entre tanto que los ángeles vuelven a subir al Cielo…
* Los pastores vienen a ser los primeros adoradores del Verbo hecho Hombre.- ■ Los pastores vuelven en sí. “¿Oísteis?”. “¿Vamos a ver?”. “¿Y los animales?”. “Nada les pasará. ¡Vamos y obedezcamos la palabra de Dios!…”. “¿Pero a dónde vamos?”. “¿Dijo que nació hoy? ¿Y que no encontró alojo en Belén?” es el pastor que dio la leche, el que habla ahora. “Venid, yo sé. Vi a la mujer y me dio compasión. He indicado un lugar para Ella, porque pensé que no encontraría hospedaje, y al hombre le di leche para Ella. Es muy joven y hermosa. Debe ser buena como el ángel que nos habló. Venid. Venid. Vamos a tomar leche, quesos, corderos, y pieles curtidas. Deben ser muy pobres… y ¡quién sabe cuánto frío tendrá Él a quien no me atrevo a nombrar! ¡Y pensar que yo hablé con su Madre como si fuese una pobre mujer!”. Entran en el cobertizo y, poco después, salen; quién con unos jarros de leche, quién con unos quesitos de forma redondeada dentro de unas rejillas de esparto entretejido, quién con cestas con un corderito balando, quién con pieles de oveja curtidas. El pastor del camino dice: “Yo le llevo una oveja. Hace un mes que parió. Tiene la lecha buena. Les puede venir bien, si la mujer no tiene leche. Me pareció todavía muy joven y tan blanca… ¡Un rostro de jazmín bajo los rayos de la luna!”. Y los guía. Van bajo la luz de la luna y de antorchas, después de cerrado el cobertizo y el recinto. Caminan por senderos rurales, entre setos de espinos deshojados por el invierno. Dan vuelta por detrás de Belén. ■ Llegan al establo, no por la parte por donde llegó María, sino por la parte opuesta, de modo que no pasan por delante de los establos mejores, y aquel es el primero que encuentran. Se acercan a la entrada. “¡Entra!”. “¡No me atrevo!”. “¡Entra tú!”. “No”. “¡Asómate al menos!”. “Tú, Leví, mira tú que fuiste el primero en ver al ángel, que es señal de que eres mejor que nosotros”. Antes le tacharon de tonto… pero ahora conviene que él se atreva a lo que ellos no tienen el valor de hacer. El niño titubea, pero se decide. Se acerca a la entrada, separa un poco el manto, mira… y se queda extático. “¿Qué ves?” le preguntan ansiosos en voz baja. Leví les dice: “Veo a una mujer joven y bella y a un hombre inclinado sobre un pesebre… oigo que llora un recién nacido, y la mujer le habla con una voz… ¡Oh! qué voz”. Le preguntan: “¿Qué le dice?”. Leví: “Dice: «¡Jesús mío! ¡Jesús, cariño de tu Mamá! No llores, Hijito». Dice: «¡Ay, si pudiera decirte: ‘Toma leche, Pequeñín, pero todavía no la tengo!’». Dice: «¡Tienes mucho frío, amorcito mío! Y te molesta el heno. ¡Qué dolor para tu Mamita oírte llorar así y no poderte consolar!». Dice: «¡Duerme, vida mía! ¡Que se me rompe el corazón con oírte llorar y con verte esas lagrimas!», y le besa, y le calienta sus piececitos con sus manos, porque está inclinada con los brazos dentro del pesebre”. El pastor del camino dice: “¡Llama! ¡Haz que te oigan!”. Leví: “Yo no. Tú que nos trajiste y la conoces”. El pastor abre la boca  y se limita tan sólo a farfullar unos sonidos. ■ José se voltea, y viene a la puerta. “¿Quiénes sois?”. Ellos: “Pastores. Os traemos alimentos y lana. Venimos a adorar al Salvador”. José: “Entrad”. Entran y el establo se hace más claro a la luz de las antorchas. Los mayores empujan a los jovenzuelos delante de ellos. María se vuelve y sonríe. Les dice: “Venid. Venid” y les invita con la mano, con la sonrisa; toma al que había visto al ángel y le acerca hacia sí, hasta el mismo pesebre. El niño mira cual un bienaventurado. Los demás, a quienes también invita José, se acercan con sus presentes y los ponen con pocas palabras, pero llenas de emoción, a los pies de María. Luego contemplan al Niño que llora un poco y conmovidos y felices sonríen. Uno al final se atreve a decir: “Toma, Madre. Es suave y limpia. La había preparado para mi hijo que va a nacerme, pero te la doy.  Pon a tu Hijo esta lana. Es delicada y caliente”. Le ofrece la piel de una oveja, una bellísima piel lanuda, blanca y grande. María levanta a Jesús y le envuelve en ella. ■ Luego se lo muestra a los pastores, los cuales, de rodillas sobre el heno del suelo le contemplan extasiados. Toman más confianza. Uno propone: “Sería bueno darle un poco de leche. Mejor: agua y miel. Pero no tenemos miel. Se da a los pequeñitos. Tengo siete hijos y conozco…”. Otro: “Aquí hay leche. Toma, Mujer.” Otro: “Pero está fría. Se necesita caliente. ¿Dónde está Elías? Él trae la oveja”. Elías debe ser el hombre del camino. Pero no está; se había quedado afuera y ahora está mirando por la rendija y no se le ve en la oscuridad de la noche. La Virgen les pregunta: “¿Quién os trajo aquí?”. Pastor: “Un ángel nos dijo que viniésemos y Elías nos guió hasta aquí. Pero ¿dónde está?”. La oveja le delata con un balido. Le dicen: “Acércate, se te necesita”. Entra con su oveja, avergonzado por ser el más notado. José, que le reconoce, le dice: “¿Eres tú?”. Y María con la sonrisa le dice: “Eres bueno”. Elías ordeña la oveja y con la punta de un lienzo empapado en leche caliente y espumosa María baña los labios del Recién nacido que chupa. Todos se echan a reír y más cuando, con el pedacito de tela entre los diminutos labios, Jesús se duerme al calor de la lana. ■ Un pastor dice: “Pero no podéis estaros aquí. Hace frío y está húmedo. Y luego… huele mucho a animales. No está bien… y no hace bien al Salvador”. María, con gran suspiro, dice: “Lo sé. Pero no hay lugar para nosotros en Belén”. Pastor: “No te desanimes, Mujer. Te buscaremos una casa”. Elías, el pastor del camino, dice: “Se lo digo a mi ama. Es buena. Os acogerá, aunque tuviera que daros su habitación. Apenas amanezca se lo digo. Tiene la casa llena de gente, pero os dejará un sitio”. Virgen: “Para mi Hijo al menos. Yo y José podemos estar en el suelo, pero mi Hijo…”. Elías: “No suspires, Mujer. Yo me encargo de ello. Diremos a muchos lo que se nos dijo. Nada os faltará. Por ahora tomad esto que nuestra pobreza os da. Somos pastores…”. José dice: “También nosotros somos pobres, y no podemos recompensaros con algo”. Pastores: “¡Oh, no queremos! ¡Aunque lo pudieseis, no lo aceptaríamos! El Señor ya nos recompensó. Ha prometido la paz a todos. ■ Los ángeles decían: «Paz a los hombres de buena voluntad». A nosotros ya nos la dio. Porque el ángel dijo que este Niño es el Salvador, que es el Mesías, el Señor. Somos pobres e ignorantes, pero sabemos que los profetas dijeron que el Salvador será Príncipe de la Paz (3). A nosotros nos dijo que viniésemos a adorarle, por esto nos dio su paz. ¡Gloria a Dios en los altísimos Cielos y gloria a este Mesías, y bendita seas tú, Mujer, que le engendraste! ¡Eres Santa, porque mereciste llevarle en tu vientre! Mándanos como Reina, que estaremos felices de servirte, ¿qué podemos hacer por ti?”. Virgen: “Amar a mi Hijo y conservar siempre en el corazón estos pensamientos de ahora”. ■ Pastores: “Pero, tú ¿no deseas nada? ¿No tienes familiares a los cuales quieras que se les haga hacer saber que ya nació Él?”. Virgen: “Sí. Me gustaría, pero no están cerca. Están en Hebrón…”. Elías dice: “Yo voy. ¿Quiénes son?”. Virgen: “Zacarías el sacerdote, e Isabel, mi prima”. Elías: “¿Zacarías? ¡oh, le conozco bien! En el verano voy por aquellos montes porque los pastos son buenos y grandes y soy amigo de su pastor. Cuando vea que te has acomodado, voy a ver a Zacarías”. Virgen: “Gracias, Elías”. Elías: “No tienes por qué. Es una gran honra para mí, pobre pastor, ir a hablar al sacerdote y decirle: «Nació el Salvador»”. Virgen: “No. Le dirás: «Dice María de Nazaret, tu prima, que nació ya Jesús, y que vengas a Belén»”. Elías: “Así se lo diré”. Virgen: “Dios te lo pague. Me acordaré de ti y de todos vosotros…”. Elías: “¿Le hablarás a tu Niño de nosotros?”. Virgen: “Le hablaré”. “Yo soy Elías”… “Y yo Leví”… “Yo Samuel”… “Yo Jonás”… “Yo Isaac”… “Yo Tobías”… “Yo Jonatás”… “Yo Daniel”…  “Yo Simeón”… “Yo me llamo Juan”… “Yo soy José y mi hermano es Benjamín, somos gemelos”. Virgen: “Me acordaré de todos vuestros nombres”. Pastores: “Ya nos vamos… pero regresaremos… Traeremos a otros a adorar…”. “¿Cómo volver al aprisco dejando a este Niño?”. “¡Gloria a Dios que nos lo ha mostrado!”. ■ Leví, con sonrisa angelical, dice: “Déjanos besar su vestidito”. María levanta despacio a Jesús, y sentada sobre el heno, ofrece los piececitos, envueltos en lino, para que los besen. Los pastores se inclinan hasta el suelo y besan esos diminutos piececitos, envueltos por la tela. Quien tiene barba se la hace a un lado. Casi todos lloran y, cuando están para marcharse, salen caminando hacia atrás, sin dar la espalda, dejando allí su corazón… La visión termina así, con María sentada en la paja con el Niño sobre su regazo, y José, mirando y adorando, apoyado con un codo en el pesebre. (Escrito el 7 de Junio de 1944).
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1  Nota  : Cfr. Lc. 2,8-20.   2  Nota  : Cfr. 2 Rey. 2,11.   3  Nota  : Cfr  Is. 9,6.
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1-31-158 (1-51-169).- La visita de Zacarías.
* La Sagrada Familia en una casa hospitalaria de Belén.- José refiere a Zacarías sobre los primeros días en la gruta. ■ Veo la larga sala, donde vi el encuentro de los Magos con Jesús y le adoraron. Comprendo que estoy en la casa hospitalaria que ha acogido a la Sagrada Familia. Asisto a la llegada de Zacarías. No viene Isabel. La dueña de casa sale presurosa afuera, por la terraza que circunda la casa, al encuentro del huésped que está llegando. Le lleva hasta una puerta y llama; luego, discreta, se retira. José abre y, al ver a Zacarías, lanza una exclamación de júbilo. Le pasa a una habitación pequeña, de las dimensiones de un pasillo. “María está dando de mamar al Niño. Espera un poco. Siéntate que estarás cansado”. Y le hace lugar para que se siente en el lecho, a su lado. Oigo que José pregunta por el pequeño Juan, y que Zacarías dice: “Crece fuerte como un potro. Ahora sufre un poco por los dientes. Por esto no le trajimos. Hace mucho frío. Por esto no vino ni siquiera Isabel. No le podía dejar sin mamar. Lo ha sentido muchísimo. Pero ¡la estación está siendo muy dura!”. José contesta: “Sí, que lo es”. Zacarías: “Me dijo el hombre que enviasteis, que cuando nació, no teníais alojo. ¡Quién sabe cuánto debisteis sufrir!”. José: “Sí, mucho. Pero nuestro miedo era mayor que la incomodidad. Teníamos miedo de que fuese a hacer mal al Niño. Los primeros días tuvimos que pasarlos allí. A nosotros no nos faltaba nada, porque los pastores llevaron la buena nueva a los betlemitas y muchos vinieron con presentes. Pero faltaba una casa, faltaba una habitación protectora, una cama… Y Jesús lloraba mucho, sobre todo de noche, por el viento que se colaba por todas partes. Yo encendía un poco de fuego, pero poco, porque el humo le hacía toser al Niño… y así el frío seguía. Dos animales calientan poco, sobre todo donde el aire entra por todas partes. Faltaba agua caliente para lavarle, faltaban pañales para cambiarle. ¡Oh! ¡Ha sufrido mucho! Y María sufría al verle sufrir. Sufría yo… puedes imaginarte lo que Ella sufriría que es la Madre. Le daba leche y lágrimas, leche y amor. Ahora aquí estamos mejor. Había yo preparado una cuna muy cómoda y María había recubierto con un colchoncito suavísimo. ¡Pero la tenemos en Nazaret! ¡Ah, si hubiese nacido allí, hubiera sido distinto!”. Zacarías: “Pero el Mesías tenía que nacer en Belén. Estaba profetizado”. ■ Entra María que oyó las voces. Viene vestida de lana blanca. No trae el vestido oscuro que trajo en el viaje y que tuvo en la gruta. Ahora trae uno blanco, como otras veces la he visto. No tiene nada en la cabeza, y en los brazos trae a Jesús que duerme, satisfecho de la leche, envuelto en sus blancos pañales.  Zacarías se levanta y se inclina con veneración. Luego se acerca y mira a Jesús dando señales de un grandísimo respeto. Se queda inclinado no tanto para verle mejor, cuanto por presentarle su adoración. María se lo ofrece, y Zacarías le toma con tal veneración que parece como si levantase una custodia. Y en realidad, lo que toma en sus brazos es la Hostia, la Hostia ya ofrecida y que será consumada cuando se dé a los hombres en alimento de amor y redención. Zacarías devuelve Jesús a María. ■ Se sientan todos y Zacarías repite a María la razón por la que Isabel no vino y cómo ello la ha apenado. “Había estado preparando en estos meses ropa para tu bendito Hijo. Te la traje. Está allá abajo en el carro”. Se levanta y va afuera; regresa con un grueso envoltorio y otro más pequeño. Tanto del grueso, que desata José, como del pequeño, saca los regalos: una suavísima colcha de lana tejida a mano y piezas de lino, y pequeños vestidos; miel, harina blanquísima y mantequilla y manzanas para María y tortas que coció Isabel y otras muchas cositas que muestran el cariño maternal de la agradecida prima por la joven Madre. Virgen: “Le dirás a Isabel que le quedo muy agradecida, como también a ti. Me hubiera gustado mucho verla, pero comprendo los motivos. Y también me hubiera gustado ver de nuevo al pequeño Juan…”. Zacarías: “Le veréis en primavera. Vendremos a veros”. José dice: “Nazaret está muy lejos”.
* “El Mesías debe crecer en Belén. Es la ciudad de David. ¿Por qué llevarle a Nazaret?”.- ■ Zacarías, sorprendido, dice: “¿Nazaret? Debéis quedaros aquí. El Mesías debe crecer en Belén. Es la ciudad de David. El Altísimo le trajo, valiéndose de la voluntad del César, a que naciese en la tierra de David, la tierra santa de la Judea. ¿Por qué llevarle a Nazaret? Vosotros sabéis lo que los judíos piensan de los nazaretanos. El día de mañana este Niño será el Salvador de su pueblo. La capital no debe despreciar a su Rey por el hecho de venir de una tierra que desprecia. Vosotros sabéis como yo lo valioso que es el Sanedrín y lo altivas que son las tres castas principales… Y además aquí, no lejos de mí, os podré ayudar bastante, y poner todo lo que tengo —no sólo de bienes materiales, sino también de influencias—, al servicio de este Recién Nacido. Y cuando haya llegado a la edad de comprender, me sentiré feliz de ser maestro suyo, como de mi hijo, para que así, incluso, cuando sea mayor, me bendiga. Debemos pensar que está destinado a un futuro muy grande y que por tanto debe presentarse al mundo con todas las cartas para ganar fácilmente la partida. Él, no cabe duda, poseerá la Sabiduría, pero el sólo hecho de que haya tenido a un sacerdote por maestro le hará más acepto a los difíciles fariseos y a los escribas, y le facilitará la misión”. ■ María mira a José y éste a Ella. Por encima de la cabecita inocente del Niño que duerme sin caer en la cuenta de nada, se forma un mutuo intercambio de preguntas. Son preguntas veladas de tristeza. María piensa en su casita. José, en su trabajo. Aquí hay que empezar de nuevo, en un lugar en que, apenas unos días antes, eran unos desconocidos. En este lugar no hay ninguna de esas cosas queridas dejadas allí, y preparadas con tanto amor para el Niño. Y María lo dice: “¿Cómo vamos a hacer? Allí hemos dejado todo. José trabajó para mi Jesús sin importarle fatiga ni dinero. Trabajó de noche, para poder trabajar para los demás durante el día y ganar así lo necesario para poder comprar las maderas más suaves, el lino más blanco, todo para Jesús. Ha construido colmenas, ha trabajado hasta de albañil para darle otra distribución a la casa, de forma que la cuna pudiese estar en mi habitación hasta que Jesús sea más grande, y que luego pudiese dar lugar a su cama; porque Jesús estará conmigo hasta que sea jovencito”. Zacarías: “José puede ir a traer todo lo que habéis dejado”. Virgen: “¿Y dónde lo metemos? Tú sabes, Zacarías, que somos pobres. No tenemos más que el trabajo y la casa. Y ambos nos dan para vivir sin pasar hambre. Pero aquí… tal vez encontremos trabajo, pero siempre tendremos que pensar en una casa. Esta buena mujer no nos puede hospedar permanentemente, y yo no puedo sacrificar a José más de lo que lo hace por mí”. ■ José: “¡Oh, yo! ¡Por mí no es nada! Pienso en lo que sufrirá María al no vivir en su casa…”. María tiene dos gruesas lágrimas. José prosigue: “Yo creo que debe amar esa casa como el Paraíso, por el prodigio que tuvo lugar allí… Hablo poco, pero entiendo mucho. Si no fuese por este motivo, no me sentiría afligido. A fin de cuentas, lo único es que trabajaré el doble, pero soy fuerte y joven para trabajar el doble de lo acostumbrado y cubrir todas las necesidades. Si María dice no sufrir mucho… si tú dices que se debe hacer así… por mí… estoy dispuesto. Hago lo que os parezca mejor. Basta con que le sea útil a Jesús”. Zacarías: “Ciertamente será útil. Pensad y comprenderéis las razones”. ■ La Virgen objeta: “Se dice también que el Mesías será llamado el Nazareno” (1). Zacarías: “Es verdad. Pero, al menos hasta que se haga adulto, haced que crezca en Judea. Dice el Profeta: «Y tú, Belén de Efratá, serás la más grande, porque de ti saldrá el Salvador» (2). No dice nada de Nazaret. Tal vez ese apelativo se le dará por algún motivo que ignoramos. Pero su tierra será ésta”. Virgen: “Lo dices tú, sacerdote, y nosotros… y nosotros… te escuchamos con dolor… y te damos la razón. Pero ¡qué dolor!… ¿Cuándo volveré a ver esa casa en que me convertí en Madre?”. María llora quedo. Comprendo su llanto y ¡vaya que si lo comprendo! La visión cesa cuando María está llorando. (Escrito el 8 de Junio de 1944).
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1  Nota  : Cfr. Jue. 13,5.   2  Nota  : Cfr. Miq. 5,2.
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1-31-161 (1-52-173).- José, protector también de los consagrados.
* “José no tenía otra ayuda para su corazón que su santidad. Yo tenía todos los dones de Dios en mi condición de Inmaculada. No sabía que lo era pero éstos en mi alma estaban activos y me daban fuerzas espirituales”.- ■ Dice la Virgen: “Sé que comprendes mi llanto. De todas formas, me verás llorar, todavía mucho más. Por ahora consuelo tu corazón, mostrándote la santidad de José, que era hombre, esto es, que no tenía otra ayuda para su corazón que su santidad. Yo tenía todos los dones de Dios en mi condición de Inmaculada. No sabía que lo era pero éstos en mi alma estaban activos y me daban fuerzas espirituales. Pero él no era inmaculado. Lo humano estaba en él con toda su pesantez, y él debía levantarse hacia la perfección con todo ese peso, a costa de una continua fatiga de todas sus facultades para querer llegar a la perfección y ser grato a Dios. ■ ¡Oh mi santo esposo! Santo en todo, incluso en las cosas más humildes de la vida. Santo por su castidad de ángel. Santo por su honradez de hombre. Santo por su paciencia, laboriosidad, serenidad inmutable, modestia; por todo. Esa santidad brilla también en este episodio. Un sacerdote le dice: «Está bien que te radiques aquí en Belén», y él, pese a que sabe lo que le va a costar, responde: «Por mí no es nada. Pienso en el sufrimiento de María. Si no fuera por esto, no me afligiría. Basta con que sea útil para Jesús». Jesús, María: sus únicos amores. No amó otra cosa sobre la Tierra, mi santo esposo. Y se hizo siervo de este amor. ■ Le han hecho protector de las familias cristianas y de los trabajadores y de otras clases. Pero se le debería hacer no sólo de los agonizantes, de los trabajadores, de los esposos, sino también de los consagrados. Entre los consagrados de este mundo al servicio de Dios, quienquiera que sea, ¿habrá alguno que se haya ofrecido como él al servicio de su Dios, aceptando todo, renunciando a todo, soportando todo, cumpliendo todo con prontitud, con espíritu alegre, siempre con buen humor, como él? No, no ha habido nadie”.
* “Zacarías es sacerdote. José no. Pero observa, con todo, que el que no lo es, tiene su corazón en el Cielo más que el sacerdote. Zacarías piensa humanamente y humanamente interpreta las Escrituras”.- ■ Virgen: “Y quiero que observes una cosa, mejor dicho dos. Zacarías es sacerdote. José no. Pero observa, con todo, que el que no lo es, tiene su corazón en el Cielo más que el sacerdote. Zacarías piensa humanamente, y humanamente interpreta las Escrituras porque no es la primera vez que lo haga. Se deja guiar fácilmente de su sentido común. Se le castigó, pero reincide, aunque con mucha menor gravedad. Cuando se trató del nacimiento de Juan, dijo: «¿Cómo puede suceder esto si ya soy viejo y mi mujer es estéril?». Ahora dice: «Para allanarse el camino, el Mesías debe crecer aquí» y con ese tufillo de orgullo que persiste aun en los mejores, piensa que podrá ser útil, él, a Jesús. No útil, como José quiere serlo, sino útil, haciéndose su maestro… Dios le perdonó su buena intención ¿pero tenía necesidad el «Maestro» de tener maestros? Traté de hacerle ver la luz en las profecías; pero él se creía más docto que yo, y empleaba esta preponderancia a su modo. ■ Podía haber insistido y vencerle, pero —he aquí la segunda observación que quiero hacerte— respeté al sacerdote por su dignidad, no por su saber”.
“Al sacerdote generalmente Dios le ilumina. He dicho «generalmente». Es iluminado cuando es un verdadero sacerdote”.- ■ Virgen: “Al sacerdote generalmente Dios le ilumina. He dicho «generalmente». Es iluminado cuando es un verdadero sacerdote. No es el hábito lo que consagra; consagra el alma. Para juzgar si uno es verdadero sacerdote, debe juzgarse lo que sale de su alma. Como ha dicho Jesús: «del corazón salen las cosas que santifican o que manchan» (1), las que informan todo el modo de obrar de un individuo. Así, pues: cuando alguien es un verdadero sacerdote, generalmente es inspirado por Dios. ■ De los que no son verdaderos sacerdotes, conviene tener una caridad sobrenatural y rogar por ellos. Pero mi Hijo te ha puesto ya al servicio de esta redención y no digo más. Alégrate de sufrir para que aumenten los verdaderos sacerdotes. Tú fíate de la palabra que te guía. Cree y obedece su consejo”.
“El obedecer siempre salva, aunque no sea, en todo, perfecto el consejo recibido”.-   Virgen: “El obedecer siempre salva. Aunque no sea, en todo, perfecto el consejo que se recibe (2). Ves. Obedecimos. Y estuvo bien. Es verdad que Herodes hizo matar a los niños de Belén y de sus alrededores ¿pero Satanás no habría podido incitar y propagar estas ondas de odio más allá de Belén, y persuadir a un semejante crimen a todos los poderosos de Palestina para matar al futuro Rey de los judíos? Sí, habría podido. Y esto habría sucedido en los primeros años del Mesías, cuando la repetición de los prodigios ya había despertado la atención de las multitudes y de los poderosos. Y, si ello hubiera sucedido, ¿cómo habríamos podido atravesar toda Palestina para ir, desde la lejana Nazaret, a Egipto, tierra hospitalaria a los hebreos perseguidos, y, además con un Niño pequeño, y mientras la persecución arreciaba? Más fácil era huir de Belén, aunque también fue doloroso. ■ La obediencia siempre salva. Recuérdalo. El respeto al sacerdote siempre es señal de formación cristiana”.
* Salvar un alma sacerdotal es salvar un gran número de almas, porque cada sacerdote santo es una red que atrapa almas para Dios”.- ■ Virgen:¡Ay de los sacerdotes, Jesús lo dijo (3), que pierden su llama apostólica! Pero ¡ay también del que cree que tiene derecho de despreciarlos! Porque ellos consagran y distribuyen el Pan verdadero que del Cielo desciende. Y ese contacto los hace santos como un cáliz consagrado, aun cuando no lo sean. Responderán ante Dios. Tenedlos por tales y no os preocupéis de otra cosa. No seáis intransigentes. No lo es Jesús, el cual, ante su imperativo, deja el Cielo y desciende para ser elevado por sus manos. Aprended de Él. Si están ciegos, si están sordos, si tienen un alma paralítica y un modo de pensar enfermo, si son leprosos de culpas muy en contradicción con lo que son, si son otros Lázaros en un sepulcro, llamad a Jesús con vuestras oraciones, para que los resucite. ■ ¡Llamadle con vuestras oraciones y sacrificios, almas víctimas! Salvar un alma sacerdotal es salvar un gran número de almas, porque cada sacerdote santo es una red que atrapa almas para Dios. Y salvar a un sacerdote, o sea, hacer que se santifique, es lo mismo que fabricar esta mística red. Cada una de sus capturas es un rayo de luz que se añade a vuestra eterna corona. Que la paz sea contigo”. (Escrito el  8  de Junio de 1944).
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1  Nota  : Cfr. Mt. 15,11 y 15, 17-18; Mc. 7,15.   2  Nota  : “El obedecer siempre salva… aunque no sea perfecto el consejo”.- Difícilmente Dios deja sin luces a un sacerdote, aun cuando sus luces se tiñan del modo de pensar humano. Queda en el fondo algo de luz verdadera y por esto pueden seguirse sus consejos. Los dos esposos, María y José, obedecieron por este fondo de luz sobrenatural que había en los consejos humanos de Zacarías.   3  Nota  : Cfr. Una cosa semejante cfr. Mt. 5,13-16; Lc. 12, 49.
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1-32-163 (1-53-176).- Presentación de Jesús en el Templo. Simeón y Ana (1).
* El sacerdote, vuelto hacia el Templo, toma a Jesús en sus brazos, y le eleva con los brazos extendidos.- Veo que de una casita modestísima sale una pareja de personas. Por una escalera exterior baja una joven con un niño en los brazos, envuelto en un lienzo blanco. Reconozco a la Virgen. Es siempre Ella, pálida, ligera y tan gentil en su moverse. Está vestida de blanco con un manto azul pálido. Sobre la cabeza un velo blanco. Lleva con mucho cuidado a su Hijito. Al pie de la escalera la está esperando José junto a un borriquillo de color gris. Tanto el vestido de José como su manto son de color marrón claro. Mira a María y le sonríe. Cuando María llega hasta el borriquillo, José se pasa las riendas del asno al brazo izquierdo y para que María pueda sentarse mejor en la albardilla del asno, toma un momento al Niño, que tranquilo duerme. Luego se lo devuelve, y se ponen en camino. El camino, que no es ningún modelo de vía, en medio de una campiña que la estación ha despojado de todo, se articula en varias direcciones. Algún que otro viajero se cruza con ellos dos, o los alcanza, pero son raros. ■ Después se ven casas y los muros que circundan una ciudad. Los dos esposos entran en ella por una puerta y siguen por un camino empedrado urbano, hecho de losas muy separadas. El camino es ahora mucho más difícil, bien porque haya un tráfico que hace que a cada momento se detenga el asno, bien porque éste, por las piedras y los agujeros de las piedras que faltan, haga continuamente movimientos bruscos, los cuales incomodan a María y al Niño. La calle no es plana; aunque sube ligeramente; se halla metida entre casas con puertas estrechas y bajas, con pocas ventanas que dan a la calle. Arriba, el cielo se asoma con listas de azul entre casa y casa, mejor dicho, entre terraza y terraza. Abajo, en la calle hay gente y rumor de voces, y se cruzan otras personas a pie o en burros, o llevando jumentos cargados, y otras que van detrás de una caravana de camellos que impide todo el paso. En un momento dado, pasa, con gran ruido de cascos y armas, una patrulla de legionarios romanos, que desaparecen detrás de un arco, que está a caballo de uno y otro lado de una calle muy estrecha y pedregosa. José gira a la izquierda y toma una calle más ancha. Al fondo de la misma veo el muro almenado que ya conozco. María baja del borrico cerca de la puerta donde hay una especie de paradero apropiado para borriquillos. Digo paradero «apropiado» porque es una especie de cabaña grande, mejor dicho, de cobertizo, donde hay paja esparcida por el suelo y unas estacas con unas argollas para amarrar a los animales. José da algunas monedas a un hombre que ha acudido y con ellas compra un poco de heno, luego saca un cubo de agua de un pozo rudimentario que hay en un ángulo y da de beber al asno. ■ Luego se llega de nuevo donde María y ambos entran en el recinto del Templo. Se dirigen luego a un pórtico largo donde están aquéllos que Jesús más tarde castigó severamente: los vendedores de tórtolas y corderos y los cambistas. José compra dos palomas blancas. No cambia dinero. Se comprende que tiene ya el que necesita. José y María se dirigen a una puerta lateral que tiene ocho gradas, creo que también tengan todas las puertas; porque el cubo del Templo está elevado respecto al resto del suelo. Esta puerta tiene un gran atrio, como los portales de nuestras casas de ciudad, para dar una idea, pero más amplio y adornado. En él, a la derecha y a la izquierda, hay como dos altares, esto es, dos volúmenes rectangulares, cuya finalidad de momento no comprendo bien (parecen pilas poco profundas, porque la parte interior es más baja, en algunos centímetros, respecto al borde exterior). ■ No sé si José le llamó o si viene voluntariamente, pero el caso es que acude un sacerdote. María ofrece las dos palomas, y yo, que comprendo cuál será su suerte, vuelvo los ojos a otra parte. Observo los adornos del ciclópeo portal, del techo y del atrio. Me parece ver con el rabillo del ojo que el sacerdote rocía a María con agua. Y debe ser agua, porque no veo ninguna mancha sobre su vestido. Luego Ella, que junto con las palomas había dado unas cuantas monedas al sacerdote (me había olvidado de decirlo), entra con José en el Templo propiamente dicho, acompañada del sacerdote. Miro a todas partes. Es un lugar muy decorado. Esculturas con cabezas de ángeles y palmas y ornatos se extienden por las columnas, las paredes y el techo. La luz entra por unas curiosas ventanas alargadas, estrechas, naturalmente sin cristales, y cortadas diagonalmente sobre la pared. Supongo que será para impedir que cuando llueva entre el agua. ■ María se adelanta hasta un cierto punto en que se detiene. A unos metros más adelante hay otros escalones y encima hay otra especie de altar, tras el cual hay otra construcción.  Ahora caigo en la cuenta de que no estaba en el Templo, como creía, sino en lo que rodea al Templo propiamente dicho, o sea, al Santo; traspasar su linde, aparte de los sacerdotes, parece que nadie puede hacerlo. Lo que yo pensaba que era Templo, por lo tanto, no es sino un vestíbulo cerrado, que rodea por tres partes al Templo, que custodia al Tabernáculo. No sé si me he explicado bien, pues no soy ni arquitecta, ni ingeniera. María ofrece el Niño, que se ha despertado y que vuelve sus ojitos inocentes, como suelen hacerlo los niños de su edad al sacerdote que le toma en sus brazos, y le eleva con los brazos extendidos, vuelto hacia Templo, dando la espalda a esa especie de altar que está encima de aquellos escalones. La ceremonia ha terminado. El Niño vuelve a la Mamá y el sacerdote se va.
* Simeón y Ana.- ■ Hay gente curiosa que mira. De entre ella se abre paso un anciano encorvado y que cojea apoyándose en un bastón. ¡Quién sabe cuántos años tenga! Pienso que más de los 80. Se acerca a María, le pide que por unos momentos le permita el Niño y María sonriente se lo da. Simeón, no es un hombre perteneciente a la clase sacerdotal, como siempre había yo pensado, sino un simple fiel, como se ve por su modo de vestir. Toma a Jesús y le besa. Jesús le sonríe con esa sonrisa mimosa, incierta de los infantes. Parece que le mira con curiosidad, porque el anciano llora y ríe al mismo tiempo y las lágrimas le forman un tejido de brillantes entre las arrugas y le corren hasta la barba larga y blanca, a la que Jesús extiende sus manitas. Es Jesús, pero siempre un niño pequeñín, y todo lo que se mueve delante de Él atrae su atención, y se le antoja cogerlo para saber lo que es. María y José sonríen, como también las otras personas que están presentes, que alaban la belleza del Pequeñuelo. ■ Oigo las palabras del santo anciano y veo la mirada de asombro de José, la mirada emocionada de María y las de la pequeña multitud que se ha acercado. Algunos de ellos se muestran admirados, otros emocionados y otros finalmente, al oír las palabras del anciano, se ríen con ironía. Entre éstos hay algunos barbudos y orgullosos miembros del Sanedrín que mueven la cabeza mirando a Simeón con una sonrisa de irónica piedad. Deben pensar que ha perdido la razón por la edad. La sonrisa de María se difumina en avivada palidez cuando Simeón le anuncia el dolor. A pesar de que Ella lo sepa, estas palabras le atraviesan el alma. Se arrima a José para encontrar refugio; estrecha con ansias al Niño contra su pecho, ■ y bebe, como un alma sedienta, las palabras de Ana, la cual, siendo mujer, siente piedad de su sufrimiento y le promete que el Eterno le mitigará con sobrenatural fuerza cuando la hora del dolor. “Mujer, Aquél que ha dado el Salvador a su pueblo no le faltará el poder de dar el don de su ángel para confortar tu llanto. Jamás faltó la ayuda del Señor a las grandes mujeres de Israel y tú eres mucho más que Judit y Yaliel (2). Nuestro Dios te dará un corazón de mucha delicadeza y fuerza para aguantar el mar de dolor, por el que serás la Mujer más grande de la creación, serás la Madre. Y Tú, Pequeñín, acuérdate de mí en la hora de tu misión”. La visión termina. (Escrito el 1 de Febrero de 1944).
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1  Nota  : Cfr. Lc. 2,22-38.   2  Nota  : Cfr. Jud. 13; Jue. 4,17-23.
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1-32-167 (1-54-179).- Enseñanzas de la escena anterior. Virtud de Simeón y la profecía de Ana.
*  Simeón, «llevado por el Espíritu Santo», obtuvo «ver» porque su buena voluntad mereció la efusión del Espíritu.- Significado de buena voluntad.- ■ Dice Jesús: “Dos enseñanzas nacen para todos de lo anterior. La primera: la verdad se manifiesta no al sacerdote sumergido en sus ritos, y ausente en el espíritu, sino a un simple fiel. El sacerdote que siempre estaba en contacto con la Divinidad, que no tenía otro cuidado más que lo que se refiere a Dios, que siempre tenía los ojos puestos en lo alto, debía haber comprendido quién era el Niño que ofrecían en el Templo esa mañana. Pero, para poder comprender, necesitaba tener un corazón despierto, no uno medio soñoliento. El Espíritu de Dios puede, si quiere, sacudir y hacer estremecer como un rayo y un terremoto al corazón más cerrado; puede hacerlo, pero generalmente, porque es un Espíritu de orden —como Dios es Orden en su ser y en su obrar— se derrama y habla, no digo donde hay mérito suficiente para recibir su manifestación —en ese caso, muy pocas veces se derramaría, y tú no conocerías tampoco sus luces—, sino en donde ve la «buena voluntad» de merecer su manifestación. ■ ¿Cómo se hace notoria esta buena voluntad? Con una vida hecha toda de Dios hasta donde os es posible. En la fe, en la obediencia, en la pureza, en la caridad, en la generosidad, en la oración. No en las prácticas exteriores sino en la oración. Hay menor diferencia entre la noche y el día, que entre las prácticas y la oración. Ésta es una comunicación del alma con Dios, de la que salís con vigor nuevo y decididos a ser cada más de Dios. Aquéllas son una costumbre cualquiera, con diversos motivos pero siempre egoístas, y que os deja como erais; es más, os carga con culpa de mentira o de desidia. ■ Simeón tenía buena voluntad. La vida no le había escatimado ni trabajos ni pruebas. Sin embargo nunca perdió su buena voluntad. Los años y las vicisitudes no habían arrancado, ni removido, su fe en el Señor, en sus promesas, como tampoco habían cansado su buena voluntad de ser cada vez más digno de Dios. Y Dios, antes que los ojos de su fiel siervo se cerrasen a la luz del sol —en espera de abrirse al Sol de Dios que brilla desde el Cielo, abierto con mi Ascensión después de mi Martirio— le mandó el rayo de luz del Espíritu para que le guiase al Templo, para ver así la Luz que había llegado al mundo. ■ «Llevado por el Espíritu Santo» dice el Evangelio (1). ¡Oh si los hombres supieran qué perfecto amigo es el Espíritu Santo! ¡Qué Guía! ¡Qué Maestro! ¡Si amasen e invocasen a este Amor de la Santísima Trinidad, a esta Luz de la Luz, a este Fuego del Fuego, a esta Inteligencia, a esta Sabiduría! ¡Cuánto más sabrían de aquello que es necesario saber!  Mira, María; mirad, hijos. Simeón esperó durante toda una larga vida «ver la Luz»; saber que las promesas de Dios se habían cumplido. Pero jamás dudó. Jamás se dijo a sí mismo: «Es inútil que siga esperando y que siga orando». Perseveró. Y obtuvo «ver» lo que no vieron ni el sacerdote ni los miembros del Sanedrín, que estaban llenos de soberbia y completamente ofuscados: al Hijo de Dios, al Mesías, al Salvador en esa carne de Niño, que no hacía más que sonreír. Simeón obtuvo que Dios le sonriese, como primer premio de su vida honesta y piadosa, por medio de mis labios infantiles”.
* “Escuchad lo que Ana, movida por su fe y la caridad, dice a mi Madre… y procurad iluminar vuestro espíritu que tiembla en estos tiempos de tinieblas y en esta fiesta de la Luz. Dice: «A Aquél que ha dado el Salvador a su pueblo, no le faltará el poder de enviar a su ángel para confortar tu llanto, el vuestro»”.-  ■ Jesús: “La segunda lección: las palabras de Ana. También ella, que era profetisa, vio en Mí, recién nacido, al Mesías. Y esto, dada su dote de profecía, sería natural; pero, escucha, escuchad lo que, movida por su fe y la caridad, dice a mi Madre… y procurad iluminar vuestro espíritu que tiembla en estos tiempos de tinieblas, y en esta fiesta de la Luz. Dice: «A Aquél que ha dado el Salvador a su pueblo, no le faltará el poder de enviar a su ángel para confortar tu llanto, el vuestro». ■ Considerad que Dios se entregó a Sí mismo para destruir la obra de Satanás en los espíritus. ¿No va a poder ahora vencer a los “satanases” que os atormentan? ¿No va a poder enjugar vuestro llanto, dispersando a estos “satanases” y volviendo a enviar de nuevo la paz de su Cristo? ¿Por qué no se lo pedís con fe? Pero con fe verdadera, impetuosa, una fe ante la que la severidad de Dios —indignado por tantas culpas vuestras— caiga con una sonrisa, y llegue el perdón, que es ayuda, y venga su bendición, como arco iris, a esta tierra que se hunde bajo un diluvio de sangre que vosotros mismos habéis provocado. ■ Considerad que el Padre, después que castigó a los hombres con el diluvio, se dijo a Sí mismo y dijo a su Patriarca: «No maldeciré más la tierra por causa de los hombres, porque los sentidos y deseos del corazón humano están inclinados al mal desde su adolescencia; así pues, no castigaré más a ningún ser vivo, como he hecho» (2). Y ha guardado su palabra. No ha enviado otro diluvio, pero cuántas veces se os dijo y habéis dicho a Dios: «Si nos salvamos esta vez, si nos salvas, no haremos más guerras, jamás» y luego las hacéis y cada vez más tremendas. ¡Cuántas veces habéis sido falsos y mentirosos para con el Señor! Y con todo, Dios os ayudaría una vez más si la gran masa de los fieles le invocase con fe y con grande amor. ■ ¡Oh, vosotros —demasiados pocos para contrapesar a los muchos que hacen que el Señor siga indignado—, vosotros, los que, a pesar del tremendo presente amenazador, que crece por momentos, permanecéis de todas formas fieles a Él, poned vuestras cuitas a los pies de Dios! Él os mandará su ángel, como os mandó al Salvador al mundo. No temáis. Seguid unidos a la Cruz. Ella siempre ha vencido las insidias del demonio, el cual viene, a través de la ferocidad humana y de las tristezas de la vida, a tratar de aumentar la desesperación, esto es, de separar de Dios los corazones a los que no puede atrapar de otra manera”. (Escrito el 2 de Febrero de 1944).
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1  Nota  : Cfr. Lc. 2,27.   2  Nota  : Cfr. Gén. 8,21.
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1-34-172 (1-56-184).- Adoración de los tres Reyes Magos (1).
* «Evangelios de la fe».- ■ Mi interno consejero me dice: “A estas contemplaciones que vas a tener, que Yo te voy a manifestar, llámalas «evangelios de la fe», porque vendrán a ilustrarte a ti y a los demás el poder de la fe y de sus frutos, así como a confirmaros en la fe en Dios”.
* La estrella de Belén.- ■ Veo Belén, ciudad pequeña y blanca, recogida como una pollada bajo la luz de las estrellas. Dos caminos principales la cruzan en forma de cruz: uno, que llega desde fuera, y es la vía principal, que luego continúa más allá del pueblo; el segundo, que viene de otro pueblo y que aquí termina. Hay varias callejuelas que dividen a este pueblo, formado sin planificación urbana alguna como nosotros concebimos, sino adaptándose más bien a las conformaciones del terreno y a las casas que han ido surgiendo aquí o allá, según el capricho del suelo o del constructor. Estando unas hacia la derecha, otras hacia la izquierda, algunas formando ángulo con la calle que pasa por ellas, estas casas obligan a las calles a tomar la forma de una cinta que se tuerce, en vez de la forma de una línea recta. De vez en cuando se ve alguna placita, que puede servir para mercado, o bien para dar cabida a una fuente, o también por ser restos de suelo que, por haber construido desordenadamente, no se puede construir por ser trozos de suelo oblicuo. En el punto donde me parece estar, hay precisamente una de estas placitas irregulares. Debería haber sido cuadrada, o, al menos rectangular; sin embargo, se ha convertido en un trapecio tan raro que parece un triángulo agudo, achatado en el vértice. ■ En el lado más largo —la base del triángulo— hay una construcción larga y baja, la más grande del pueblo. La rodea un muro liso, abierto solo en dos puntos: dos puertas, que están ahora cerradas. Al otro lado del muro, sin embargo, en su vasto cuadrado, se abren en el primer piso muchas ventanas; en la planta baja, hay unos pórticos que rodean a unos patios en que hay paja y excrementos esparcidos en el suelo y sus correspondientes pilones donde beben agua los caballos y otros animales. En las toscas columnas de las arcadas hay argollas donde se atan los animales, y, en uno de los lados, hay un largo cobertizo para meter rebaños o cabalgaduras. Caigo en la cuenta que es el albergue de Belén. En los otros dos lados iguales de la placita hay casas más o menos grandes, unas con un poco de huerto delante, otras no; entre ellas, hay unas que con sus fachadas dan a la plaza, mientras que otras, por el contrario, con su parte posterior. Finalmente en el lado más corto, dando de frente al lugar de las caravanas, hay una única casita con una escalera externa que introduce a mitad de la fachada en las habitaciones del piso habitado. Todas las casas están cerradas, porque es de noche. No se ve a nadie por la calle. ■ Veo que aumenta la luz nocturna que llueve del cielo lleno de estrellas, hermosísimas en el cielo oriental, tan resplandecientes y grandes que parecen cercanas, y se ve fácil llegar a ellas, tocarlas. Levanto la mirada para tratar de comprender el origen de este aumento de luz… Una estrella, cuyo insólito tamaño le hace asemejarse a una pequeña luna, avanza por el cielo de Belén. Las otras parecen eclipsarse y hacerse a un lado, como las damas cuando pasa una reina, pues su esplendor es tan grande que las domina y las anula. Su esfera, que parece un enorme zafiro pálido encendido internamente por un sol, va dejando una estela en la que con el predominante color del zafiro claro se funden los amarillos de los topacios, los verdes de las esmeraldas, los opalescentes de los ópalos, los sanguíneos destellos de los rubíes y el delicado centelleo de las amatistas. Todas las piedras preciosas de la tierra están en esa estela que rasga el cielo con un movimiento veloz y ondulante, como si fuese algo vivo. El color que predomina, no obstante, es el que emana del centro de la estrella: el hermosísimo color pálido zafiro, que desciende a colorar de azul plateado las casas, los caminos, el suelo de Belén, cuna del Salvador. No es ya esa pobre ciudad, que para nosotros no sería ni siquiera un pueblo; es una ciudad fantástica de hadas, en que todo es plata, y el agua de las fuentes y de los pilones es de diamante líquido. ■ La estrella con un resplandor mucho más intenso se detiene encima de la pequeña casa que está situada en el lado más estrecho de la plazuela. Nadie la ve porque todos duermen. Pero la estrella acelera sus latidos de luz; su cola vibra y ondula más fuertemente trazando casi semicírculos en el cielo, que se ilumina todo por la red de astros que la estrella arrastra, por esta red llena de piedras preciosas que brillan tiñendo con los más hermosos colores a las otras estrellas, casi como si les transmitieran una palabra de alegría. La casita está toda sumergida en este fuego líquido de joyas. El techo de la pequeña terraza, la escalerilla de piedra oscura, la pequeña puerta… todo es como un bloque de pura plata espolvoreado todo de diamantes y perlas. Ningún palacio real de la tierra jamás ha tenido ni tendrá una escalera semejante a ésta, hecha para recibir el paso de los ángeles, para ser usada por la Madre que es Madre de Dios; sus pequeños pies de Virgen Inmaculada pueden posarse sobre ese cándido esplendor, esos sus pequeños pies destinados a posarse sobre los escalones del trono de Dios. ■ Y, sin embargo, la Virgen no sabe lo que pasa; Ella vela orante junto a la cuna de su Hijo. En su alma tiene resplandores que superan a éstos con que la estrella adorna las cosas. ■ Por el camino principal avanza una caravana. Caballos enjaezados, caballos guiados de las riendas, dromedarios y camellos montados o que transportan su carga. El sonido de los cascos produce un rumor como el agua de un arroyo cuando roza las piedras y choca contra ellas. Llegados a la plaza, todos se detienen. La caravana, bajo la luz radiante de la estrella, tiene un esplendor fantástico. Los arreos, los vestidos de los jinetes, sus rostros, el equipaje, todo resplandece, uniendo y avivando su brillo de metal, de cuero, de seda, de joyas, de pelaje… con el brillo estelar. Y los ojos brillan, y ríen las bocas porque otro resplandor se ha encendido en los corazones: el de la alegría sobrenatural. Mientras los siervos se dirigen al lugar donde se hospedan las caravanas, tres de la caravana se bajan de sus respectivas cabalgaduras; un siervo las lleva inmediatamente a otra parte, y ellos, a pie, se dirigen hacia la casa. Se postran, rostro en tierra, para besar el suelo. ■ Son tres hombres poderosos, a juzgar por sus riquísimos vestidos. Uno de ellos, de piel muy oscura, que bajó de un camello, se envuelve en una capa de blanca seda; ciñen su frente y su cintura preciosos aros; del aro de la cintura pende un puñal o una espada, cuya empuñadura está cuajada de piedras preciosas. Los otros dos, que montaban espléndidos caballos, están vestidos así: uno de paño de rayas blanquísimo en que predomina el color amarillo, elaborado a manera de dominó, largo, ornado con capucha y el cordón, tan recamados que parecen una única labor de filigrana de oro. El otro trae una camisola de seda, que, formando bolsas, sobresalen del pantalón amplio y largo ceñido a los pies, y va envuelto en un finísimo chal, tan ornado todo él de flores y tan vivas éstas, que asemeja a un jardín florido, y lleva en la cabeza un turbante sujetado por una cadenita, toda ella con engastes de diamantes. Después de haber venerado la casa donde está el Salvador, se levantan y se van al lugar de las caravanas, ya abierto a los siervos que se habían adelantado para llamar a la puerta. Y aquí cesa la visión.
* La Sagrada Familia y los tres Magos Sabios.- El rey Herodes.- ■ Tres horas después vuelve la visión: es la escena de la adoración de los Magos a Jesús. Ahora es de día. El sol brilla en el cielo de la tarde. Un siervo de los tres magos cruza la plaza, sube la escalerilla de la pequeña casa. Entra. Sale. Regresa al albergue. Salen los tres personajes seguidos cada uno de su propio siervo. Atraviesan la plaza. Los escasos transeúntes se vuelven a mirar a estos pomposos personajes que lenta y solemnemente caminan. Desde que salió el siervo y vienen los tres personajes ha pasado ampliamente un cuarto de hora, tiempo suficiente para que los que viven en la casita se hayan preparado a recibir a los que llegan. Los tres están ahora más ricamente vestidos que la noche precedente. Las sedas resplandecen, las piedras preciosas brillan, un gran penacho de preciosas joyas, esparcidas sobre el turbante del que lo trae, centellea. Los siervos llevan: uno, un cofre todo embutido con sus remaches en oro bruñido; el segundo, una labradísima copa, cubierta por una más labrada tapa, toda en oro; el tercero, una especie de ánfora ancha y baja, también de oro, cubierta con una tapa en forma de pirámide en cuyo vértice hay un brillante. Deben pesar, porque los siervos los llevan con esfuerzo, sobre todo el del cofre. Suben por la escalera y entran. Entran en una habitación que va de la parte de la calle hasta la parte posterior de la casa. Por una ventana abierta al sol, se ve el huertecillo posterior. Hay puertas en las otras dos paredes; desde ellas los propietarios curiosean: un hombre, una mujer y tres o cuatro niños. ■ María está sentada con el Niño en su regazo. José a su lado, de pie. No obstante, cuando ve entrar a los tres Magos, se levanta y hace una reverencia. Ella toda vestida de blanco. ¡Qué hermosa, con su sencillo vestido blanco que la cubre desde la base del cuello hasta los pies, desde los hombros hasta sus delgadas muñecas; qué hermosa, con su cabeza pequeña coronada de trenzas rubias, con ese rostro suyo más intensamente rosado por la emoción, con esos ojos que sonríen dulcemente, con esa boca que se abre para saludar diciendo: “¡Dios sea con vosotros!”. Tanto es así, que los tres Magos, impresionados, se detienen un instante. Pero luego caminan un poco y se postran a sus pies. Y le ruegan que se siente. Aunque Ella les invita a sentarse, ellos no aceptan; permanecen de rodillas, apoyados sobre sus talones. Detrás, a la entrada, también de rodillas los tres siervos; se han detenido apenas traspasado el umbral de la puerta, han colocado delante de ellos los regalos que llevaban y se quedan en espera. Los tres Sabios contemplan al Niño, que creo que tiene ahora unos nueve meses o un año. Está muy vivaz y robusto; está sentado sobre el regazo de su Madre y sonríe y trata de decir algo con su vocecita. Al igual que la Mamá, está vestido completamente de blanco; en sus piececitos trae sandalias. Su vestido es muy sencillo: una tuniquita de la que salen los piececitos inquietos y las manitas gorditas que querrían tocar todo, y, sobre todo, su carita en que brillan los ojos azul oscuros y la boquita hace hoyitos a los lados riendo y dejando ver los primeros dientecitos. Los rizos de Jesús son tan brillantes y vaporosos, que parecen rociados con polvo de oro. ■ El más anciano de los Sabios habla en nombre de los tres, para explicarle a María que durante una noche del pasado Diciembre vieron encenderse una nueva estrella en el cielo, de un resplandor inusitado. Jamás los mapas del firmamento habían registrado esa estrella, ni la habían mencionado. Su nombre era desconocido, porque no lo tenía. Nacida, entonces, de la voluntad de Dios, esa estrella había brillado  para anunciar a los hombres una verdad fausta, un secreto de Dios. Pero los hombres no le habían prestado atención, porque tenían el alma sumida en el fango; no levantaban su mirada a Dios, y no sabían leer las palabras que Él escribe —sea alabado eternamente por ello— con astros de fuego en la bóveda del cielo. Ellos la habían visto y pusieron empeño en entender su voz. Y, perdiendo el poco sueño que concedían a sus cuerpos cansados, y aun olvidando la comida, se habían sumergido en el estudio del zodíaco; las conjunciones de los astros, el tiempo, la estación, el cálculo de las horas pasadas y de las combinaciones astronómicas les habían revelado el nombre y secreto de la estrella. Su nombre: «Mesías»; su secreto: «es el Mesías venido al mundo». ■ Y se habían puesto en camino para adorarle. Cada uno de ellos sin que los otros supieran. Caminaron por montes y desiertos, atravesaron valles y ríos, hasta que llegaron a Palestina, porque la estrella se movía en esa dirección. Para cada uno de ellos, desde tres puntos distintos de la tierra, se movía en esa dirección. Se habían encontrado después del Mar Muerto. La voluntad de Dios los había reunido allí, y juntos habían continuado el camino, comprendiéndose pese a que cada uno hablaba su lengua, y comprendiendo y pudiendo hablar la lengua del país, por un milagro del Eterno. Juntos se habían dirigido a Jerusalén, dado que el Mesías debía ser el Rey de Jerusalén, el Rey de los Judíos; pero en el cielo de esa ciudad la estrella se había ocultado, sintiendo ellos rompérseles de dolor el corazón, y se habían examinado para saber si quizás se hubieran hecho indignos de Dios. ■ Pero, habiéndoles tranquilizado su conciencia, fueron a donde el rey Herodes para preguntarle en qué palacio había nacido el Rey de los Judíos que ellos habían venido a adorar. El rey, convocados los príncipes de los sacerdotes y los escribas, había interrogado acerca del lugar en que podía nacer el Mesías, a los que éstos habían respondido: “En Belén de Judá”. Y habían venido hacia Belén. La estrella, dejada ya la Ciudad santa, había aparecido de nuevo ante sus ojos, y, de noche, el día anterior había aumentado sus resplandores: el cielo todo era un fuego; luego se había parado sobre esta casa, la estrella, reuniendo toda la luz de las otras estrellas en un haz luminoso. Así, habían comprendido que estaba allí el Recién nacido. Y ahora le adoraban, ofreciéndole sus pobres dones y, sobre todo, su propio corazón, el cual jamás dejaría de seguir bendiciendo a Dios por la gracia concedida y de amar a su Hijo, cuya santa Humanidad estaban viendo. Luego volverían para informar a Herodes, porque él también deseaba venir a adorarle. ■ “Este es el oro, que a todo rey corresponde poseer; esto, el incienso como corresponde a Dios; y esto, ¡oh Madre!, esto es la mirra, porque tu Hijo es, además de Dios, Hombre, y habrá de conocer, de la carne y de la vida humana, la amargura y la ley inevitable de la muerte. Nuestro amor no quisiera decir esas palabras y concebirle también eterno en su carne, como eterno es su Espíritu. Pero, ¡oh Mujer!, si nuestras cartas, y, sobre todo, nuestras almas, no se equivocan, Él, tu Hijo, es el Salvador, el Mesías de Dios, y por esto, deberá, para salvar a la Tierra, cargar sobre Sí el peso del mal de la Tierra, uno de los cuales es el castigo de la muerte. Esta mirra es para esa hora, para que la carne santa no conozca la podredumbre de la corrupción y conserve su integridad hasta su resurrección. ¡Y que por este presente nuestro Él se acuerde de nosotros y salve a sus siervos dándoles su Reino!”. De momento —añade— Ella, la Madre, para ser santificados por Él, dé a su Niño “nuestro amor, para que, besando sus pies, descienda sobre nosotros la bendición celeste”. María, que ha superado la turbación suscitada por las palabras del Sabio, y que ha ocultado la tristeza de la fúnebre evocación bajo una sonrisa, les presenta su Niño. Le pone en brazos del más anciano, que le besa y le acaricia, luego le pasa a los otros dos. Jesús sonríe y juguetea con las cadenillas y las cintas de las vestiduras de los tres, y mira con curiosidad el cofre abierto, lleno de una cosa amarilla que brilla, y ríe al ver que el sol forma una especie de arco iris, al dar sobre la tapa donde está la mirra. ■ Los tres Magos devuelven a María el Niño y se levantan. También María se pone de pie. Se hacen mutua inclinación después que el más joven dio órdenes a su siervo y éste salió. Los tres hablan todavía un poco. No saben decidirse a separarse de aquella casa. Lágrimas de emoción hay en sus ojos. Al final se dirigen a la salida, acompañados por María y José. El Niño ha querido bajar y darle la manita al más anciano de los tres, y camina así, de la mano de María y del Sabio, los cuales se inclinan para llevarle de la mano. Jesús todavía tiene ese paso inseguro de los pequeñuelos, y ríe golpeando con sus piececitos sobre las líneas que el sol forma en el suelo. ■ Llegados al umbral de la puerta —no debe olvidarse que la habitación tiene la misma largura de la casa— los tres se despiden arrodillándose nuevamente y besando los pies de Jesús. María, inclinada hacia el Pequeñuelo, le toma la manita y la guía, haciéndole que haga un gesto de bendición sobre la cabeza de cada Mago. Es éste ya un signo de cruz trazado por los deditos de Jesús, guiados por la mano de María. Luego los tres bajan la escalera. La caravana está esperándoles. Los enjaezados caballos resplandecen con los rayos del atardecer. La gente está apiñada en la placita para ver este insólito espectáculo. Jesús ríe, dando palmadas con sus manitas. Su Madre le ha levantado en alto y le ha apoyado sobre el pretil que limita el descansillo, y le tiene con un brazo sujeto contra su pecho para que no se caiga. José, que ha bajado con los tres Magos, sujeta a cada uno de ellos las cabalgaduras, mientras sobre ellas suben. Los siervos y señores están sobre los animales. Se da la orden de partir. Los tres se inclinan profundamente sobre su cabalgadura en señal de postrer saludo. José se inclina. También María, y vuelve a guiar la manita de Jesús en un  gesto de adiós y bendición. (Escrito el 28 de Febrero de 1944).
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1  Nota  : Cfr. Mt. 2,1-11.
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1-34-178 (1-57-191).- Consideraciones acerca de la fe de los tres Reyes Magos.
* “Comprendieron esa señal, porque sólo ellos, entre muchos, tenían en su alma el ansia de conocer las palabras de Dios con un fin recto”.- ■ Dice Jesús: “¿Y ahora? ¿Qué puedo deciros, oh almas, que sentís que la fe muere? Aquellos Sabios del Oriente no disponían de nada que les confirmara en la verdad; nada sobrenatural. Tan sólo tenían sus cálculos astronómicos y sus reflexiones, perfeccionadas por una vida íntegra. Y sin embargo tuvieron fe. Fe en todo: fe en la ciencia, fe en su conciencia, fe en la bondad divina. Por medio de la ciencia creyeron en la señal de la nueva estrella que no podía ser sino «la esperada» durante siglos por la humanidad: el Mesías. Por medio de su conciencia tuvieron fe en la voz de la misma, que, recibiendo «voces» celestiales, les decía: «Esa estrella es la señal de la llegada del Mesías». Por medio de la bondad divina tuvieron fe en que Dios no los engañaría, y como su intención era recta, los ayudaría en todos los modos para alcanzar el objetivo. Y lo lograron. ■ Sólo ellos, en medio de tantos otros que estudiaban las señales, comprendieron esa señal, porque sólo ellos tenían en su alma el ansia de conocer las palabras de Dios con un fin recto, cuyo principal pensamiento consistía en dar enseguida a Dios honor y gloria. No buscaron el provecho personal. Antes bien les esperaban dificultades y gastos, y no pidieron recompensa humana alguna. Pidieron solamente que Dios se acordase de ellos y que los salvase para siempre. Como no pensaron en ninguna recompensa humana, de igual modo decidieron emprender su viaje sin ninguna preocupación humana. Vosotros os hubierais puesto a hacer miles de cavilaciones: «¿Cómo podré hacer un viaje en naciones y pueblos de lenguas diversas? ¿Me creerán, o bien, me tomarán como espía? ¿Qué ayuda me darán cuando tenga que pasar desiertos, ríos, montes? ¿Y el calor? ¿Y el viento de las altiplanicies? ¿Y las fiebres palúdicas? ¿Y las riadas desatadas por lluvias? ¿Y las comidas diferentes? ¿Y el distinto lenguaje? Y… y… y». Así pensáis vosotros. Ellos no. Dijeron con una audacia sincera y santa: «Tú, ¡oh Dios! lees nuestros corazones y ves qué fin nos proponemos. Nos ponemos en tus manos. Concédenos la alegría sobrehumana de adorar a la Segunda Persona, hecha carne, para la salvación del mundo». Ello es suficiente. ■ Se ponen en camino desde las Indias lejanas (1). Se ponen en camino desde las cordilleras mongólicas, en cuyo espacio solo se mueven las águilas y los cóndores, donde Dios habla con el ruido de los vientos y torrentes y escribe palabras de misterio en las páginas inmensas de los nevados. Se ponen en camino desde las tierras en que nace el Nilo, y corre, cual cinta verde-azul, al encuentro del Mediterráneo. Ni picos, ni selvas, ni arenales —océanos secos y mucho más peligrosos que los marinos— los detienen en su camino. ■ Y la estrella brilla sobre sus noches, y no les deja dormir. Cuando se busca a Dios, las costumbres naturales deben ceder ante los anhelos impacientes y las necesidades sobrehumanas. La estrella les llama desde el norte, desde el oriente y desde el sur, y, por un milagro de Dios, avanza para los tres hacia un punto; como también, por otro milagro, los reúne después de tantas distancias en ese punto; y, por otro, les da, anticipando la sabiduría de Pentecostés, el don de entenderse y de hacerse entender como acaece en el paraíso, donde se habla una sola lengua: la de Dios. ■ Hubo un momento en que la turbación se apoderó de ellos: cuando la estrella desaparece. Ellos —humildes porque eran realmente grandes— no piensan que ello sea debido a la maldad de los demás —no habiendo merecido ver la estrella de Dios los hombres corrompidos de Jerusalén—, sino que piensan que ellos son los que se han hecho indignos de Dios, y se examinan con temblor y con contrición prontos a pedir perdón. Mas su conciencia los tranquiliza. Almas acostumbradas a la meditación, tienen una conciencia delicadísima, siempre atenta, dotada de una introspección aguda, que hace de su interior un espejo en que se reflejan las más pequeñas manchas de los acontecimientos diarios. La hicieron su maestra, esa voz que advierte y grita, no digo ya, al menor error, sino a la posibilidad de error, a lo que es humano, a la complacencia de lo que es el ser humano. Por esto, cuando se ponen frente a esta maestra, frente a este espejo límpido y claro, saben que no les mentirá. ■ Ahora les tranquiliza nuevamente y emprenden el camino. «¡Oh qué dulce cosa es sentir que en nosotros no hay nada que desagrade a Dios! Saber que Él mira con agrado el corazón del hijo fiel y que le bendice. Este sentir produce aumento de fe y confianza, esperanza, fortaleza y paciencia. Ahora la tempestad ruge, pero pasará porque Dios me ama y sabe que le amo y no dejará de ayudarme otra vez»: esto dicen los que tienen la paz que nace de una conciencia recta, que es reina de sus acciones”.
* Eran «humildes porque eran realmente grandes»”.-Jesús: “Dije que eran «humildes porque eran realmente grandes». Pero, ¿qué sucede en vuestras vidas? Que uno, no porque es grande, sino porque abusa de su poder, por su orgullo y por vuestra necia idolatría, jamás es humilde. Hay algunos desventurados que, solo por ser mayordomos de un poderoso jefe, jefes de una oficina, o funcionarios de algún departamento —en una palabra al servicio de quienes los han hecho lo que son—se dan aires de semidioses. ¡Bueno, pues dan pena!… ■ Los tres sabios eran realmente grandes, en primer lugar por virtudes sobrenaturales, en segundo lugar, por ciencia, y, por último, por riqueza. Pero se tienen por nada: por polvo de la tierra, en comparación al Dios Altísimo que crea los mundos con su sonrisa y los esparce como granos para que los ojos de los ángeles se alegren con esos collares hechos de estrellas. Se sienten nada respecto al Dios Altísimo que creó el planeta en que viven, y que lo ha hecho vario, colocando, cual Escultor Infinito de obras sin fin, aquí, con un toque de su pulgar una corona de suaves colinas, allá una cadena de cumbres y picos semejantes a vértebras de la tierra; de este cuerpo gigantesco cuyas venas son los ríos; la pelvis, los lagos; corazón, los océanos; vestiduras, los bosques; velos, las nubes; adornos, los glaciares de cristal; gemas, las turquesas y las esmeraldas, los ópalos y los berilos de todas las aguas que cantan, con las selvas y los vientos, el inmenso coro de alabanza a su Señor. Se sienten nada en su sabiduría respecto al Dios Altísimo de quien les viene su sabiduría y que les ha dado ojos más potentes que esas sus dos pupilas: ojos del alma que saben leer en las cosas esa palabra no escrita por mano humana, sino grabada por el pensamiento de Dios. Se sienten nada en su riqueza:  átomo respecto a la riqueza del Dueño del universo, que esparce metales y joyas en los astros y planetas, y riquezas sobrenaturales, riquezas inagotables, en el corazón de aquel que le ama. ■ Y, llegados ante una pobre casa de la más pobre de las ciudades de Judá, no menean la cabeza diciendo: «Imposible», sino que se inclinan reverentes, se arrodillan, pero sobre todo con el corazón y adoran. Ahí, detrás de esas pobres paredes, está Dios; ese Dios a quien siempre invocaron, a quien, ni por asomo, jamás pensaron verle. Le invocaron, más bien, por el bien de toda la humanidad, por «su propio» bien eterno. ¡Ah, sólo esto soñaban para ellos: poder verle, conocer, poseerle en la vida que no tiene auroras ni ocasos! Él está ahí, detrás de aquellas paredes. ¿Quién sabe si, quizás, su corazón de Niño, que siempre es el corazón de un Dios, no sienta palpitar estos tres corazones inclinados sobre el polvo del camino con: «Santo, Santo, Santo. Bendito el Señor Dios nuestro. Gloria a Él en los cielos y paz a los siervos. Gloria, gloria, gloria y bendición»? Ellos se lo piden con un corazón tembloroso. Y, durante toda la noche y la mañana siguiente preparan, con la más viva oración, su espíritu para entrar en comunión con el Niño-Dios.  No se acercan a este altar que es un regazo virginal que lleva la Hostia divina, como vosotros soléis acercaros con el alma llena de preocupaciones humanas. Se olvidan del sueño y de la comida, se ponen los vestidos más hermosos —no por orgullo humano, sino para honrar al Rey de reyes—. En los palacios de los soberanos, los dignatarios entran con sus mejores vestiduras; ¿y no debían, acaso, ellos presentarse ante este Rey con sus vestiduras de fiesta? ¿Y qué fiesta mayor para ellos que ésta? ¡Oh cuántas veces en sus lejanas tierras tuvieron que ataviarse elegantemente por otros hombres de su mismo rango; para ofrecerles alguna fiesta o para honrarles! Justo era pues poner a los pies del Rey supremo la púrpura y las joyas, sedas y plumas preciosas. Era justo poner ante sus pies, ante sus delicados piececitos, las telas de la tierra, sus piedras preciosas, plumajes, metales de la tierra, para que estas cosas de la Tierra —obras que son de Él— adorasen también a su Creador. Y se hubieran sentido felices si el Pequeñito les hubiera ordenado que se extendieran en el suelo formando una alfombra viva para sus pasitos de Niño y los hubiese pisado, Él, que había dejado las estrellas por ellos, que solo eran polvo, polvo, polvo. ■ Eran humildes y generosos. Obedientes a las «voces» de lo alto. Ordenan que se presenten sus dones al Recién nacido. Y los llevan. No dicen: «Él es rico y no tiene necesidad. Es Dios y no conocerá la muerte». Obedecen. Fueron ellos los primeros en haber socorrido la pobreza del Salvador. ¡Cuán necesario será ese oro para cuando tenga que huir! ¡Cuán significativa esa mirra para cuando tenga que morir! ¡Cuán santo el incienso para quien habrá de sentir la hediondez de la lujuria humana en ebullición alrededor de su pureza infinita! Humildes, generosos, obedientes y respetuosos el uno para con el otro. Las virtudes siempre engendran otras virtudes. De las virtudes orientadas a Dios proceden las virtudes orientadas al prójimo. Respeto, que, a fin de cuentas, es caridad. ■ Defieren al de mayor edad hablar por los tres, y ser el primero en recibir el beso del Salvador y en llevarle de la mano. Los otros podrán volverle a ver, pero él, no. Es viejo. Cercano está su día de regreso a Dios. A este Mesías le verá, después de su terrible muerte, y le seguirá, en el ejército de los salvados, en el regreso al Cielo, mas no le volverá a ver en esta Tierra. Le concede,  pues, como por viático, que toque su manita y que la estreche. Y los demás no tuvieron ninguna envidia del sabio anciano; antes bien, aumentó su respeto por él: en efecto había merecido más que ellos y durante más tiempo. El Niño-Dios esto lo sabía. Todavía no hablaba, Él, la Palabra del Padre, pero su acto era ya una palabra. ¡Bendita sea esta palabra suya, inocente, que señala a éste como su predilecto!”.
* “También de él (José) está dicho: «Era humilde porque era realmente grande»”.-Jesús: “Mas hay, todavía, Hijos, otras enseñanzas que nacen de esta visión. La actitud de José que sabe estar en «su» puesto. Está presente como custodio y tutor de la Pureza y Santidad; pero no usurpa sus derechos. María con su Jesús recibe los homenajes y oye las palabras. José se regocija con ello y no se inquieta por ser una figura secundaria. José es un justo: es el justo. Y es siempre justo, aun en esta hora. Los humos no se le suben a la cabeza. Permanece humilde y justo. Ve con gusto los regalos, porque piensa que con ellos podrá hacer que la vida de su Esposa y del dulce Niño sea más llevadera. José no los desea por ambición. Es un trabajador y seguirá trabajando. ¡Pero que sus dos amores tengan desahogo y consuelo! ■ Ni él, ni los Magos saben que esos regalos van a serles útiles para cuando llegue la hora de huir y para cuando vivan en el destierro, en esas circunstancias en que las riquezas se esfuman como nube empujada por el viento, y para cuando regresen a la patria, tras haber perdido todo: clientes, muebles, enseres; solo con las paredes de la casa, que Dios la protegería porque en ese lugar Él se había unido a la Virgen y se había hecho Carne. José es humilde —él, que es custodio de Dios y de la Madre de Dios y Esposa del Altísimo—, hasta el punto de sujetar el estribo a estos vasallos de Dios cuando subían sobre sus cabalgaduras. Es un pobre carpintero, porque la fuerza de los poderosos le ha quitado su herencia cual merece por ser descendiente de David. Pero siempre es de estirpe real y sus acciones lo son. También de él está dicho: «Era humilde porque era realmente grande»”.
“María es siempre la que toma la mano de Jesús y la que la guía”.-Jesús: “La última enseñanza, que es muy consoladora. Es María la que toma la mano de Jesús, que no sabe todavía bendecir, y la guía con el gesto santo.  María es siempre la que toma la mano de Jesús y la que la guía. Y ahora sucede lo mismo. Ahora Jesús sabe bendecir, pero a veces su mano llagada cae cansada y desesperanzada porque sabe que es inútil bendecir. Vosotros echáis a perder mi bendición. Cae también indignada, porque vosotros me maldecís. Y entonces es María la que quita la ira de esta mano besándola. ¡Oh el beso de mi Madre! ¿Quién puede resistir a ese beso? Y luego toma con sus delgados y finos dedos, pero amorosamente imperiosos, mi muñeca y me obliga a bendecir.  No puedo decir que no a mi Madre. ■ Pero tenéis que ir a Ella para hacerla Abogada vuestra. Ella es mi Reina antes de ser vuestra Reina; y su amor por vosotros guarda indulgencias, que ni siquiera el mío conoce. Y Ella, incluso sin palabras, solo con las perlas de su llanto y con el recuerdo de mi Cruz —cuya configuración me hace trazar en el aire— toma la defensa de vuestra causa recordándome: «Eres el Salvador, salva». He aquí, hijos, el «Evangelio de la fe» en la aparición de la escena de los Magos. Meditad e imitad, para vuestro bien”. (Escrito el 28 de Febrero de 1944).
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1  Nota  : La escritora añade  la siguiente nota:  “Jesús me dice después que por Indias quiere señalar el Asia meridional, que comprende ahora el Turquestán, Afganistán, Persia”.
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1-35-184 (1-58-197).- Huida a Egipto (1).
* “Toma al Niño y a su Madre y huye a Egipto”.- Mi espíritu ve la siguiente visión. Es de noche. José duerme en su camastro, en la pequeña habitación. Tiene un sueño plácido, cual lo tienen después del trabajo los hombres honrados y diligentes. Le veo en la oscuridad de la estancia, oscuridad apenas interrumpida por un hilo de rayo de luz lunar que penetra por una rendija de la hoja de la ventana, no cerrada completamente, como si José tuviese calor en esta pequeña habitación, o como si quisiese tener ese rayo de luz para ayudarle a calcular las horas y levantarse diligentemente. Está acostado sobre uno de los lados, y sonríe mientras duerme, quién sabe ante qué visión que está soñando. Pero su sonrisa se cambia en angustia. Emite el típico suspiro profundo de quien está teniendo una pesadilla, y se despierta sobresaltado. Se sienta sobre su camastro, se restriega los ojos, mira a su alrededor, y mira hacia la ventanita de donde viene ese rayo de luz. Es plena noche. Toma sus vestidos que estaban a los pies de la cama y, todavía sentado en el lecho, se los pone sobre la blanca túnica de manga corta que tenía sobre la piel. Hace a un lado las mantas, pone los pies en el suelo, y busca las sandalias. Se las pone y se las amarra. Se pone en pie y va a la puerta que está enfrente de su cama;  no hacia la que está al lado de ella y que conduce al salón donde estuvieron los Magos. ■ Llama suavemente con la punta de los dedos: un casi insensible tac-tac. Debe haber oído que se le dice que pase, porque abre con cuidado la puerta y la cierra sin hacer ruido. Antes de ir a la puerta había encendido una lámpara pequeña de aceite, de una sola llama y con ella se ilumina. Entra. Es una habitación un poco más ancha que la suya, en la que hay un lecho cerca de la cuna, y una lamparita en un rincón que arde con su llamita que se mueve, y que parece una estrellita de luz tenue y dorada que ayuda a ver sin molestar a quien duerme. María no está durmiendo. Está arrodillada orando cerca de la cuna con su vestido claro, vigilando a Jesús que tranquilo duerme. Jesús tiene la edad que vi en la visión de los Magos. Un infante de cerca de un año, hermoso, rubicundo, dormido con su cabecita de rizos apoyada en la almohada y con una manita cerrada bajo su garganta. José pregunta en voz baja y misteriosa: “¿No estás durmiendo? ¿Por qué? ¿No está bien Jesús?”. Virgen: “Sí está bien. Estaba orando. Pero después me voy a acostar. ¿A qué viniste, José?”. María habla siguiendo en la posición en que estaba. ■ José, en voz bajísima para no despertar al Niño, pero en tono agitado: “Tenemos que irnos pronto de aquí. Pero pronto. Prepara el baulillo y un saco con todo lo que puedas meter en él. Yo prepararé lo demás, llevaré lo más que pueda… Huiremos al alba. Lo haría incluso antes, pero debo hablar primero con la dueña de la casa…”. Virgen: “¿Pero por qué esta huida?”. José: “Luego te lo diré detalladamente. Se trata de Jesús. Un ángel me ha dicho: «Toma al Niño y a su Madre y huye a Egipto». No hay que perder el tiempo. Voy a preparar lo que puedo”. ■ No hay necesidad de decir a María que no se pierda el tiempo. Apenas oyó hablar de ángel, de Jesús, de la huida, comprendió que un peligro se cierne sobre su Hijo. Se ha puesto en pie. Su rostro es más blanco que una cera. Angustiada se lleva la mano a su pecho. Enseguida se ha puesto en movimiento, ligera, ágil, y ha empezado a colocar los vestidos en el baulillo y en un ancho saco que ha extendido sobre el lecho donde aún no se había siquiera recostado. Ciertamente está angustiada pero no pierde la cabeza. Hace las cosas con rapidez, pero en orden. Al pasar cerca de la cuna, mira a su Hijito que, ignorante de lo que pasa, duerme. José, algunas veces al asomar la cabeza por entre la puerta semicerrada, pregunta: “¿Quieres que te ayude?”. La Virgen responde siempre: “No, ¡gracias!”. Hasta que el saco —que debe pesar bastante—  no está lleno, no llama a José para que le ayude a cerrarlo y a bajarlo de la cama. No obstante José, quiere hacerlo solo; coge el saco y se lo lleva a su cuarto. La Virgen pregunta: “¿Llevo también las mantas de lana?”. José: “Las que puedas. Todo el resto, se quedará. Pero toma todo lo que puedas. Nos servirán… ¡porque el camino es largo, María!…”. ■ José siente en el alma el decir estas palabras. ¡Qué se puede decir de María! Dobla las colchas suyas y las de José y éste las ata con una cuerda. Mientras ata las colchas dice: “Dejamos los bordados y las esterillas. Aunque voy a llevar tres borriquillos, no puedo cargarlos mucho. Nuestro camino es largo y duro, parte entre montes y parte por el desierto. Cubre bien a Jesús. Las noches serán frías tanto en una parte como en la otra. Llevo conmigo los regalos de los Magos porque nos servirán. Todo lo demás lo voy a vender para comprar dos borricos. No puedo devolverlos y por esto debo comprarlos. Voy ahora antes de que amanezca. Sé dónde buscarlos. Tú termina de preparar todo”. Y sale.
* María prepara los pocos enseres y al Niño para huir.- Da de mamar a Jesús que ávidamente toma.- ■ María recoge alguna cosilla. Después de haber visto otra vez a Jesús, sale y regresa con vestiditos todavía húmedos, tal vez lavados el día anterior. Los dobla y envuelve en un lienzo y los pone con las demás cosas. No hay otra cosa más. Vuelve su mirada hacia un rincón y ve un juguete de Jesús: una ovejita hecha de madera. Lo toma con un sollozo y lo besa. En la madera se ven rastros de los dientecitos de Jesús y las orejas de la ovejita están mordisqueadas. María acaricia este juguete sin valor, hecha de madera pobre, pero que para ella es de gran valor, porque le habla del cariño que José tiene por Jesús y le habla de su Hijito. Lo pone también junto a las demás cosas encima del baulillo cerrado. Ahora sí que ya no queda nada. Sólo Jesús, que está en su camita. ■ María piensa que sería conveniente también preparar al Niño. Va a la cuna y la mueve un poco para despertar al Pequeñuelo. Él solamente refunfuña un poco; se da la vuelta, y sigue durmiendo. María le acaricia sus ricitos. Jesús abre la boquita, bostezando. María se inclina hacia Él y le besa en la mejilla. Jesús se despierta. Abre sus ojitos. Ve a la Mamá, le sonríe y le extiende sus manecitas hacia su pecho.  “Sí, vidita mía. Sí. Leche. Antes que de costumbre… ¡Pero Tú, corderito mío siempre quieres mamar!”. Jesús ríe. Mueve sus piececitos fuera de las mantas. Mueve sus brazos con esas manifestaciones de alegría de los niños, que son tan bellas. Apoya sus piececitos contra el estómago de su Madre, se inclina en forma de arco y apoya también su cabecita rubia sobre el pecho de Ella, y se estrecha a él. Ríe agarrando con sus manitas el cordoncito que ciñe al cuello el vestido de María, tratando de desatarlo. Vestido con camisoncito de lino se ve muy hermoso: es gordito, sonrosado como una flor. María se inclina y en esta posición, sobre la cuna como protección, llora y sonríe al mismo tiempo, mientras el Niño trata de balbucir algo, algo que parece asemejarse al sonido de «Mamá». La mira, extrañado de verla llorar. Alarga una manita hacia las lágrimas y se las acaricia. Primorosamente, se vuelve a apoyar en el pecho materno, y en él se recoge enteramente, acariciándoselo con su manita. María le besa los cabellos. Le toma en brazos, se sienta y le pone el vestidito de lana; luego las pequeñitas sandalias. Da de mamar a Jesús que ávidamente toma, y cuando le parece que del seno derecho llega poco, busca el izquierdo, y ríe al hacerlo, mirando de arriba hacia abajo a la Mamá, para luego dormirse de nuevo —apoyado aún su mejilla rubicunda y gordita contra el seno blanco y redondo— sobre el pecho de Ella. María se levanta muy despacito y le pone sobre la manta acolchada de su cama. Le cubre con su manto. Vuelve a la cuna y dobla las pequeñas mantas. Piensa si estará bien llevar el colchoncito. ¡Es tan pequeño! Se puede llevar. Lo pone con la almohadita, junto a las cosas que están sobre el baulillo. Llora sobre la cuna vacía la pobre Madre, a quien persiguen al perseguir a su Hijo.
* María, quieren matar al Niño. Herodes quiere verle muerto porque tiene miedo de Él”.- ■ Regresa José. “¿Estás preparada? ¿Y Jesús? ¿Tomaste sus mantas, y su camita? No podemos llevar la cuna, pero sí su colchoncito. ¡Pobre Niño a quien quieren matar!”. La Virgen da un grito:  “¡José!”, y se agarra al brazo de José, que explica: “Sí, María, le quieren matar. Herodes quiere verle muerto… porque tiene miedo de Él… Esa fiera inmunda tiene miedo de este Inocente, por su reino humano. No sé qué hará cuando sepa que Él ha huido. Estaremos lejos ya. No creo que se vengue, buscándole incluso en Galilea. Ya sería para él difícil descubrir que somos galileos; más difícil aún, saber que somos de Nazaret, y quiénes somos exactamente. A menos que Satanás le eche una mano en agradecimiento de sus fieles servicios. Pero… si esto llegase a suceder… Dios de todos modos nos ayudará. No llores, María. Me causa un gran dolor el verte llorar más que el tener que ir al destierro”. Virgen: “Perdóname ¡José! No lloro por mí, ni por lo poco que pierdo. Lloro por ti… ¡Tanto que te has sacrificado! Ya no vas a tener ahora clientes, ni casa. ¡Cuánto te cuesto, José!”. José: “¿Cuánto? No, María. No me cuestas nada. Me consuelas. Siempre me consuelas. No pienses en el  mañana. Tenemos lo recibido por los Magos. Nos servirá los primeros meses. Buscaré trabajo. Un obrero honrado y capaz se abre paso inmediatamente. Ya viste aquí. No me da abasto el tiempo para terminar los trabajos que tengo”. Virgen: “Sí. Lo sé. ¿Pero quién te va a consolar de tu nostalgia?”. José: “¿Y a ti? ¿quién te va a aliviar tu nostalgia de esa casa que tanto quieres?”. Virgen: “Jesús. Teniéndolo a Él, tengo todo lo que allí poseía”. José: “Y yo, teniendo a Jesús, tengo la patria, que hasta hace pocos meses siempre he esperado volver a ver. Tengo a mi Dios. Ya ves que no pierdo nada de lo que más amo. Basta salvar a Jesús y todo lo demás no importa. Aunque no viéramos más este cielo, estos campos, o los aún más amados campos de Galilea, siempre tendremos todo, porque le tendremos a Él. ■ María, ya empieza a clarear el alba. Es hora de despedirnos de la dueña y de cargar nuestras cosas. Todo saldrá bien”. María se levanta obediente. Se envuelve en su manto, mientras José hace un último bulto, se lo carga y sale. María toma delicadamente al Niño, le envuelve en un mantón y le estrecha al corazón. Mira las paredes que le dieron la hospitalidad por tantos meses y con una mano las toca. ¡Dichosa casa, que mereció que María la hubiese amado y bendecido! Sale, atraviesa la habitación que era de José, entra en el salón. La dueña de la casa con lágrimas la besa y saluda. Levanta una extremidad del mantón, besa en la frente al Niño que tranquilo duerme. Bajan por la escalera exterior. Hay un primer claror de alborada que apenas permite ver. ■ En la poca luz se distinguen tres borriquillos. El más robusto carga los trastos y vestidos. Los otros van solo con la albarda. José se las ingenia para acomodar bien el baulillo y los paquetes en la albarda del primero. Veo, atados en un haz, y colocados encima del saco, sus utensilios de carpintero. Nuevas despedidas y nuevas lágrimas. María sube a su borriquillo, mientras la dueña tiene a Jesús en brazos y le besa una vez más; luego se lo devuelve a María. Sube también José, que ha amarrado su asno al que va cargando con los equipajes, para poder estar libre y poder así llevar las riendas al de María. Salen de Belén que todavía recuerda la llegada pomposa de los Magos, y que ahora duerme tranquila, ignorante de lo que les espera. De este modo termina la visión. (Escrito el 9 de Junio de 1944).
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1  Nota  : Cfr. Mt. 2,13-14.
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1-35-189 (1-59-202).- Enseñanzas sobre la última visión.- Cerca de cuatro años después, volvieron a Nazaret.
“El dolor fue el amigo fiel y tuvo varias formas y nombres. Las pasiones… Amamos nuestra patria, y con ella a nuestra pequeña Nazaret. Tuvimos afectos. Pero no nos convertimos en esclavos de los afectos. En mi Reino se hacen grandes los que se hacen «pequeños»”.-Dice Jesús: “El Decálogo es la Ley; mi Evangelio es la Doctrina que os hace más clara la Ley, más digna de ser amada. Esta Ley, esta Doctrina bastarían para hacer santos a los hombres. Pero vuestra humanidad os pone tantas dificultades —humanidad que, ciertamente, avasalla demasiado al espíritu— que no podéis seguir estos caminos, y caéis, u os detenéis descorazonados. Os decís a vosotros y a quienes quisieran haceros caminar citándoos los ejemplos del Evangelio: «Pero Jesús y María y José… (y así todos los demás santos) no eran como nosotros. Eran fuertes; han sufrido pero han sido inmediatamente consolados; fueron aliviados incluso de ese poco dolor que sufrieron; no sentían las pasiones… Eran seres que vivían fuera de la tierra». ¡Ese poco dolor!… ¡No sentían pasiones! El dolor fue el amigo fiel y tuvo varias formas y nombres. ■ Las pasiones… No empleéis mal la palabra, llamando «pasiones» a los vicios que os arrastran del camino recto. Llamadlos sinceramente «vicios», y, además capitales. No es que ignorásemos los vicios. Teníamos ojos y oídos, y Satanás nos los presentaba ante nosotros y a nuestro alrededor estos vicios, mostrándonoslos en los viciosos con toda su carga de asquerosidad o tentándonos con insinuaciones. Pero estas porquerías y estas insinuaciones, tendida como estaba la voluntad a querer agradar a Dios, en vez de producir lo que Satanás se proponía, producían lo contrario. Y cuanto más insistía él, más nos refugiábamos en la luz de Dios, por asco hacia las tinieblas fangosas que nos ponía ante los ojos del cuerpo o del alma. Pero no hemos ignorado las pasiones en sentido filosófico en nosotros. Amamos nuestra patria, y con ella a nuestra pequeña Nazaret, más que cualquier otra ciudad de Palestina. Tuvimos afectos por nuestra casa, parientes, amigos. ¿Por qué no debíamos haberlos sentido? Pero no nos convertimos en esclavos de los afectos, porque nada sino Dios debe ser señor; antes bien, hicimos de ellos buenos compañeros nuestros. ■ Mi Madre dio un grito de alegría cuando, cerca de cuatro años después, volvió a Nazaret y entró a su casa, y besó esas paredes que le oyeron decir «Sí», por el cual se encarnó el Hijo de Dios. José saludó con alegría a sus parientes y sobrinos, crecidos en número y edad. Tuvo la satisfacción de ver que sus conciudadanos le recordaban, y de ver que por sus dotes en el oficio le buscaron enseguida. Yo fui sensible a la amistad y sufrí como una crucifixión moral la traición de Judas. ¿Y qué?: ni mi Madre ni José antepusieron su amor a la casa, o los familiares, a la voluntad de Dios. Y Yo no me ahorré palabras —si había que decirlas— aun cuando me habrían de acarrear el odio de los israelitas o la mala voluntad de Judas. Yo sabía —y podría haberlo hecho— que bastaba el dinero para sujetarle a Mí; pero hubiera sido no a Mí como Redentor sino a Mí como rico. Yo, que multipliqué los panes, si hubiera querido, habría podido multiplicar el dinero; pero no había venido a proporcionar satisfacciones humanas. A nadie. Mucho menos a los que había llamado. Yo prediqué sacrificio, desapego, vida casta, puestos humildes. ¿Qué clase de Maestro hubiera sido, qué Justo, si hubiese dado dinero a uno para su sensualismo mental y físico, solo porque ése hubiera sido el modo de sujetarle a Mí? ■ En mi Reino se hacen grandes, los que se hacen «pequeños». Quien quiera ser «grande» a los ojos del mundo, no es apto para reinar en mi Reino. Es paja para el lecho de los demonios, porque la grandeza del mundo está en oposición a la ley de Dios. El mundo llama «grandes» a los que, con medios casi siempre ilícitos, saben apoderarse de los mejores lugares, y para esto, convierten a su prójimo en el peldaño sobre el que suben, aplastándole. Llama «grandes» a los que saben matar para gobernar, bien maten moral o físicamente. Extorsionan lo que pueden y engordan, llenándose con las riquezas de los demás, ya se trate de individuos como de naciones. El mundo llama frecuentemente «grandes» a los criminales. No. La «grandeza» no está en el crimen, está  en la bondad, la honradez, el amor, la justicia. ¡Ved qué venenosos frutos —recogidos en el jardín perverso y demoníaco de su corazón— os ofrecen vuestros «grandes»!”.
* La Virginidad de María y la castidad de José. “No se trata de una tradición que haya florecido después con el correr del tiempo”. ■ Jesús: “Deseo hablar de la última visión, dejando de lado otras cosas —total, sería inútil, porque el mundo no quiere oír la verdad que le concierne—. Esta visión da luz acerca de un detalle citado dos veces en el Evangelio de Mateo: «Levántate, toma al Niño y a su Madre y huye a Egipto» (1); «Levántate, toma al Niño y a su Madre y regresa a la tierra de Israel» (2). Y has podido ver cómo María estaba sola en su habitación con el Niño. La Virginidad de María después del parto y la castidad de José sufren muchas agresiones por parte de quienes, siendo solo fango pestilente, no admiten que uno pueda ser ala y luz. Son unos desgraciados, cuyo corazón está tan corrompido y cuya mente está tan prostituida a la carne, que son incapaces de pensar que uno como ellos pueda respetar a una mujer, viendo en ella el alma y no la carne; incapaces de elevarse a sí mismos viviendo en una atmósfera sobrenatural, apeteciendo no lo que es de la carne, sino lo que es de Dios. Pues bien, a estos que niegan la belleza, a estos gusanos incapaces de convertirse en mariposas, a estos reptiles cubiertos con la baba de la sensualidad, incapaces de comprender la belleza de un lirio, Yo afirmo que María fue y permaneció virgen, y que sólo su alma se casó con José, como también su espíritu únicamente se unió al Espíritu de Dios, y por obra de Éste concibió al Único que llevó en su seno: a Mí, Jesucristo, Unigénito de Dios y de María. ■ No se trata de una tradición que haya florecido después con el correr del tiempo, por un amoroso respeto brindado a mi Madre; se trata de una verdad conocida ya desde los primeros tiempos. Mateo no nació siglos después. Fue contemporáneo de María. Mateo no fue un pobre ignorante que hubiera vivido en las selvas y que a la ligera hubiera creído en cualquier patraña. Era un empleado de los impuestos, un aduanero, diríamos ahora. Sabía ver, oír, entender, discernir lo verdadero de lo falso. Mateo no oyó las cosas a través de un tercero, las oyó de los labios de María, a la que le preguntó, llevado de su amor hacia el Maestro y hacia la verdad. Y no quiero creer que estos negadores de la inviolabilidad de María lleguen a pensar que Ella pudo haber mentido. Mis propios parientes, si Ella hubiera tenido otros hijos, hubieran podido desmentir su testimonio: Santiago, Judas Tadeo, Simón, José eran condiscípulos de Mateo. Por tanto, éste hubiera podido fácilmente confrontar las versiones, si hubieran existido otras versiones. Mateo no escribió jamás: «Levántate y toma a tu mujer» dice: «Toma a su Madre». Antes dijo: «Una Virgen prometida a José» (3); «José, su esposo» (4). ■ No vengan a decirme estos tales, que se trataba de un modo de hablar de los hebreos, como si decir «mujer» hubiese sido infamia. No, negadores de la Pureza. Ya desde las primeras líneas del Libro se lee: «… y se unirá a su mujer» (5). Se llama «compañera» hasta el momento de la unión matrimonial, y luego se le llama «mujer» en diversos lugares y capítulos. Y esto mismo de las esposas de los hijos de Adán. Y así de Sara que es llamada «mujer» de Abraham: «Sara tu mujer» (6). Y «Toma a tu mujer y a tus dos hijas» (7) se dice de Lot. En el Libro de Rut está escrito: «La moabita, mujer de Mahaón» (8). Y en el libro de los Reyes está dicho: «Elcana tuvo dos mujeres» (9) y más adelante: «Elcana conoció después a su mujer Ana» (10); y también: «Elí bendijo a Elcana y a la mujer de éste» (11). Y también en el Libro de los Reyes está escrito: «Betsabé, mujer de Urías Eteo, vino a ser mujer de David y le dio a luz un hijo» (12). ¿Y qué se lee en el hermoso libro de Tobías, el que emplea la Iglesia en vuestras nupcias, para aconsejaros a que seáis santos en el matrimonio? Se lee: «Llegado Tobías con su mujer y con el niño llegó…» (13);  y más adelante: «Tobías logró huir con su hijo y con su mujer» (14). Y en los Evangelios, esto es, en tiempos de Jesucristo, en que se escribía con un lenguaje moderno respecto a aquellos tiempos, y por lo tanto, no puede haber sospecha de transcripción, se dice en Mateo, cap. 22: «… y el primero, habiendo tomado mujer, murió y dejó su mujer a su hermano». Y Marcos en el Cap. 10: «Quien repudia a su mujer…». Lucas llama a Isabel mujer de Zacarías, cuatro veces seguidas, y en cap. 8º dice: «Juana, la mujer de Cusa». ■ Como podéis ver este vocablo no era un término proscrito por los que vivían en la ley del Señor, ni una palabra inmunda que hubiera sido indigna de proferirse y de que no se hubiese empleado en cosas que se refieren a Dios, y a sus obras admirables. El ángel al decir: «El Niño y su Madre» os demuestra que María fue su verdadera Madre, que no fue mujer de José. Permaneció siempre: la Virgen prometida y casada con José. Esta es la última enseñanza de estas visiones. Es una aureola que brilla sobre las cabezas de María y José. La Virgen pura. El hombre justo y casto. Los dos lirios entre los que crecí oliendo su fragancia de pureza. ■ A ti, pequeño Juan (15), te podría hablar sobre el dolor de María por su doble, brusca separación de la casa y de la patria. Pero no hay necesidad de palabras. Tú lo comprendes y ello te hace morir. Dame tu dolor. Solo quiero esto. Es más que cualquier otra cosa que puedas darme. Es viernes, María. Piensa en mi dolor y en el de María en el Gólgota para poder soportar tu cruz. Nuestra paz y nuestro amor quedan contigo”.  (Escrito el 9 de Junio de 1944).
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1  Nota  : Cfr.  Mt.  2,13.    2  Nota  : Cfr.  Mt.  2,20.   3  Nota  : Cfr.  Mt.  1,18 .   4  Nota  : Cfr.  Mt.  1,16.   5  Nota  : Cfr.  Gén.  2,24.   6  Nota  : Cfr.  Gén.  17,15.   7  Nota  : Cfr.  Gén.  19,15.   8  Nota  :  Cfr. Ruth.  4,10.   9  Nota  : Cfr.  1  Sam. 1,1-2.   10  Nota  : Cfr. 1 Sam.  1,19.   11  Nota  : Cfr.  1  Sam. 2,20 .   12  Nota  : Cfr. 2  Sam.  11,27.   13  Nota  : Cfr.  Tob.  1,11.   14  Nota  : Cfr.  Tob.  1,23.    15  Nota  :  «Mi pequeño Juan».  María Valtorta es llamada  con frecuencia «pequeño Juan» o como «Juanito» en la Obra, por la similitud en su espiritualidad y misión con el gran Juan, apóstol y evangelista. Es para Jesús un pequeño Juan evangelista. También es llamada «Violeta de la Cruz» y «María de la Cruz».
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1-36-193 (1-60-206).- La Sagrada Familia en Egipto (1).
*  Un día cualquiera en la vida de la Sagrada Familia en Egipto.-La suave visión de la Sagrada Familia.
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.   ● Y cerca,  sobre una estera, está el Niño Jesús. Me parece que tiene dos años y medio como mucho. Juega con algunos pedacitos de madera tallados, que parecen ovejitas o caballitos, y con algunas virutas de madera de color claro, menos rizadas que sus bucles de oro. Con sus manitas gorditas trata de poner estas virutas en forma de collar en el cuello de sus animalitos. Está sano. Sonríe. Es muy hermoso. Una cabecita con rizos tupidos y dorados. Su piel es blanca y hermosa de color rosa, ojitos vivos, brillantes, de azul oscuro. La expresión naturalmente es distinta, pero reconozco el color de los ojos de mi Jesús: dos zafiros oscuros y hermosísimos. Tiene una camisita blanca que debe ser su tuniquita. Las mangas le llegan hasta los codos. En sus piececitos no tiene nada. Sus pequeñas sandalias están sobre la estera, y juega con ellas también el Niño, pues pone sus animalitos dentro de la suela y tira de la correa, como si fuese un carrito. Son unas sandalias muy sencillas: una suela y dos correas, que salen: una, de la puntera; y otra, del talón; la de la puntera tiene un punto en que se bifurca y una parte pasa por el agujero de la correa del talón para anudarse luego con la otra parte, formando un anillo en la garganta del pie.
.   ● Un poco más allá, y también bajo la sombra del árbol, está la Virgen. Teje en un tosco telar y cuida al Niño. Veo que las manos finas y blancas van y vienen metiendo la lanzadera en el tejido, y el pie, calzado con sandalia, mueve el pedal. Viste una túnica de color flor de malva, un violeta rosáceo, como el de ciertas amatistas. No tiene nada sobre su cabeza, y así puedo ver cómo sus cabellos rubios están divididos en dos en la cabeza y peinados sencillamente con dos trenzas sencillas que a la altura de la nuca le forman un bonito moño. Las mangas de su túnica son largas y estrechas. Ningún adorno fuera de su belleza y de su dulcísima expresión. El color de su rostro, de sus cabellos y ojos, la forma de su rostro siempre son los mismos desde que los veo. Aquí parece muy joven. Tal vez frisa los veinte años. ■ Algunas veces se levanta, se inclina sobre el Niño, al que vuelve a poner sus sandalias y se las amarra con cuidado; luego le acaricia y le besa en la cabecita y en sus ojitos. El Niño trata de decir algunas palabritas y Ella responde, pero no comprendo las palabras. Luego regresa a su telar, extiende un lienzo, toma el banco que estaba sentada y se lo lleva a casa. El Niño la sigue con la mirada, sin importunarla porque le deja solo. ■ Se ve que el trabajo ha terminado, que llega la noche. De hecho el sol se esconde entre los desnudos arenales. Es un verdadero incendio que invade todo el cielo detrás de la lejana pirámide. María regresa. Toma de la mano a Jesús y le levanta de donde estaba sentado. El Niño obedece sin resistencia. La Mamá recoge los juguetes y la estera y los lleva dentro. Él corre con sus piernecitas curvas a donde está la cabrita, y le echa los brazos al pescuezo. La cabrita bala y restriega su hocico contra la espalda de Jesús.  María regresa. Trae ahora un largo velo sobre su cabeza y un cántaro en la mano. Toma a Jesús de la manita y se van los dos, rodeando la casa, hacia la otra fachada. Yo los sigo, admirando la gracia de la escena: la Virgen conformando su paso al del Niño, y el Niño a su lado dando saltitos o pasitos rápidos. Veo cómo se levantan y se posan los rosados talones sobre la arena del senderillo con la gracia propia de los pasos de los niños. Noto que su tuniquita no le llega hasta los pies, sino solo hasta la mitad de las pantorrillas. Es muy linda, sencilla, sostenida en la cintura con un cordón muy blanco. ■ Veo que en la parte delantera de la casa la valla está interrumpida por una tosca cancilla; María la abre para salir a un mísero camino, un mísero camino al extremo de una ciudad o pueblo, no sé bien, en el que el centro habitado termina en campo abierto, que aquí está constituido de arena y alguna que otra casita, pobre como ésta, con su huertecillo también. No veo a nadie. María mira hacia el centro, no hacia el campo, como si esperase a alguien, luego se dirige hacia un pilón o pozo, o lo que sea, que está a una decena de metros más arriba, sombreado en círculo por palmeras. Y veo que el terreno en ese lugar tiene hierba verde.
.    ●  Veo que viene por el camino un hombre no muy alto, pero robusto. Reconozco en él a José. Viene sonriente. Es más joven que cuando le vi en la visión del Paraíso. Aparenta como mucho cuarenta años. Su pelo y barba son tupidos y negros; la piel más bien tostada; los ojos oscuros. Una cara honrada y agradable, que inspira confianza. Al ver a Jesús y María, apresura el paso. Trae sobre el hombro izquierdo una especie de sierra y una especie de garlopa, y en la mano otros instrumentos de su oficio, no como los de ahora, pero muy semejantes. Parece como si estuviera regresando de haber hecho algún trabajo en casa de alguno. Su túnica es de un color entre avellana y marrón, no muy larga —le llega un poco por encima del tobillo—, con las mangas cortas, hasta el codo. En la cintura lleva una correa de cuero, me parece. Se trata de un vestido típicamente de trabajo. En los pies trae sandalias entrelazadas a la altura del tobillo. ■ María sonríe y el Niño le saluda con grititos de alegría y extiende su brazo derecho que está libre. Cuando los tres se encuentran, José se inclina para ofrecer al Niño una fruta que me parece manzana,  por el color y forma. Luego le tiende los brazos y el Niño deja a la Mamá y se sube en ellos, inclinando su cabecita para apoyarla en el cuello de José que le besa. Jesús también le besa: un cuadro de gracia sin par. Olvidaba decir que María, diligentemente, había cogido los instrumentos de trabajo de José para que pudiese tener al Niño en sus brazos sin ningún obstáculo. Después José, que se había acuclillado para ponerse a la altura de Jesús, se levanta de nuevo, toma con su mano izquierda sus instrumentos y le mantiene estrechado al pequeño Jesús con su brazo derecho. Se dirige a casa, mientras María va a la fuente a llenar el cántaro. ■ Ya dentro del recinto, José baja al suelo al Niño, toma el telar de María, lo mete dentro, y ordeña la cabra. Jesús observa atentamente todo esto y cómo encierra la cabra en un cuchitril que está al lado de la casa. El crepúsculo poco a poco va volviéndose noche. Veo el rojo del ocaso hacerse violáceo sobre la arena, que parece temblar por el calor; y la pirámide parece más oscura. José entra en la casa, en una habitación que debe ser el taller, cocina y comedor. Se ve que la otra es para dormir, pero no entro en ella. Hay un horno encendido. Hay un banco de carpintero, una pequeña mesa con bancos, una repisa donde están los pocos platos y vasos que tienen y también dos lámparas con aceite. En un rincón, el telar de María. Hay mucho, mucho orden y limpieza. Una mansión paupérrima pero muy limpia. Voy a decir algo que he observado: en todas las visiones referentes a la vida humana de Jesús, he notado que tanto Él como María, como José, como Juan, tienen siempre ordenados y limpios el vestido y la cabeza; vestidos modestos, peinados sencillos, pero de una limpieza que les hacen aparecer elegantes.
.    ● María vuelve con el cántaro. Cierran la puerta, pues el crepúsculo ha desaparecido. José enciende una lámpara que ilumina la habitación y la pone sobre su banco; encorvado hacia éste, él sigue trabajando en unos pequeños anaqueles, mientras María prepara la cena. También la lumbre ilumina la habitación. Jesús con sus manitas apoyadas en el banco y con la cabecita mirando hacia arriba, observa fijamente lo que está haciendo José. Después de haber orado, se sientan a la mesa. No se hacen, como es natural, la señal de la cruz, pero oran. José dice una parte de la oración y María responde con la otra. No comprendo nada. Debe tratarse de algún salmo. Lo dicen en una lengua que no conozco para nada. ■ Se sientan a cenar. Ahora la lámpara está sobre la mesa. María tiene sobre sus rodillas a Jesús al que da de beber la leche de la cabra en la que mete pedazos de pan, de una torta grande y redonda, de costra oscura, y oscura también por dentro. Parece un pan hecho de centeno y cebada. Tiene mucho salvado, claro, porque es pan moreno. José come pan y queso: una raja delgada de queso y mucho pan. María sienta a Jesús sobre un banquito cercano a Ella y trae a la mesa verduras cocidas —me parece que están hervidas y preparadas como lo solemos hacer nosotros— y come también de ellas después de que José se sirvió. Jesús mordisquea su manzana y sonríe descubriendo sus blancos dientecitos. Termina la cena con aceitunas y dátiles. No sé bien, porque para ser aceitunas son demasiado claras y para ser dátiles muy duros. Nada de vino. La cena de una gente pobre. Pero tanta es la paz que se respira en esta habitación, que no podría dármela igual la visión de ningún pomposo palacio real. Y ¡cuánta armonía!
.    ● Jesús esta tarde no habla. No me ilustra la escena. Su enseñanza es solo este don de visión. Bendito sea siempre e igualmente por ello. (Escrito el 25 de Enero de 1944).
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1  Nota  : Cfr. Mt. 2,15-15.
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1-36-197 (1-61-210).- Una lección para las familias.
* Y a pesar de todo, ya has visto cómo en esta morada se respira serenidad, sonrisa, concordia”.- ■ Dice Jesús: “La lección, para ti y para los demás, está en las cosas que has visto. Es una lección de humildad, de resignación y de armonía. Sir­va de ejemplo a todas las familias cristianas, y, de forma particular, a las que viven en este peculiar y doloroso momento.  Has visto una casa pobre; una casa pobre —y esto es lo doloroso— en un país extranjero. Muchos, sólo por el hecho de ser unos fieles «más o menos buenos», que rezan y me reciben a Mí bajo las especies eucarísticas, que rezan y comul­gan por«sus» necesidades, no por las necesidades de las almas y pa­ra la gloria de Dios —porque es muy raro el que al orar no sea egoísta—, muchos, y solo por este hecho, esperan poder disfrutar de una vida material fácil al amparo del más mínimo dolor, de una vida próspera y feliz. José y María me tenían a Mí, Dios verdadero, como Hijo suyo, y, no obstante, no tuvieron ni siquiera ese mínimo bien de ser pobres en su patria, en el país donde se los conocía; donde, por lo menos, tenían una casita «suya» y al menos la preocupación del alojamiento no añadía angustia a las muchas otras, en el país en que, por ser conocidos, habría sido más fácil encontrar trabajo y proveer a las necesidades de la vida. ■ Son dos expatriados precisamente por tenerme a Mí. Un clima distinto, un país distinto —¡y tan triste respecto a los dulces campos de Galilea!—, lengua distinta, costumbres distintas, allí, entre una gente que no los conocía y que, como es normal entre los pueblos, desconfiaba de expatriados y desconocidos. Les faltaban los queridos y cómodos muebles de «su» casita, y esas muchas otras cosas, humildes pero necesarias, que allí había, y que entonces no parecían tan necesarias, mientras que aquí, rodeados de esta nada, habrían parecido incluso bonitas (como lo superfluo que hace deliciosas las casas de los ricos).  Sentían la nostalgia de la tierra y de la casa, y la preocupación de esas pobres cosas dejadas allí, de la huertecita que quizás ninguno cuidaría, de la vid y de la higuera y de las otras plantas útiles. ■ Les apremiaba la necesidad de conseguir alimento cotidiano, el vestido, el fuego todos los días; y la necesidad de atenderme a Mí, un Niño, al cual no se le podía dar la comida que a sí mismo uno puede darse. Y tenían el corazón lleno de pesares: por las nostalgias, la incógnita del mañana, la desconfianza de la gente, reacia como es, especialmente en los primeros momentos, a acoger ofertas de trabajo de dos desconocidos. ■ Y a pesar de todo, ya has visto cómo en esta morada se respira serenidad, sonrisa, concordia; y cómo, de común acuerdo, se trata de embellecerla —incluso la mísera huertecita— para que se asemeje más a la que han dejado y para hacerla más confortable. Y cómo en ellos hay un solo pensamiento: hacerme esa tierra menos hostil, a Mí, Santo; hacerme esa tierra menos mísera, a Mí, que vengo de Dios. Es un amor de creyentes y de padres, que se manifiesta en mil cuidados, que van desde la cabrita —comprada con muchas horas extra de trabajo— hasta los juguetitos tallados en la madera que so­braba, o hasta esa fruta cogida sólo para Mí, negándose a sí mismos un bocado. ¡Oh, amado padre mío de la Tierra, cuánto te ha querido Dios, Dios Padre en las Alturas; Dios Hijo, que se ha hecho Salvador, en la Tierra! En esta casa no hay nerviosismos, caras largas o sombrías, como no hay tampoco el echarse en cara recíprocamente nada, y mucho menos a Dios, que no los ha colmado de bienestar material. José no acusa a María de ser causa de su incomodidad, como tampoco María acusa a José de no saberle dar un mayor bienestar”.
* El verdadero amor es siempre casto, aunque no sea perfecto en la castidad como el de los dos esposos vírgenes”.-Jesús: “Se aman santamente, eso es todo, y, por tanto, su preocupación no es el propio bienestar, sino el del cónyuge. El verdadero amor no conoce egoísmo. El verdadero amor es siempre casto, aunque no sea perfecto en la castidad como el de los dos esposos vírgenes. La castidad unida a la caridad conlleva todo un bagaje de otras virtudes y, por tanto, hace, de dos que se aman castamente, dos cónyuges perfectos. El amor de mi Madre y de José era perfecto. Por tanto era impulso de todas las virtudes, especialmente del de la caridad para con Dios, que en todo momento era bendecido, a pesar de que su santa voluntad resultase penosa para la carne y para el corazón; era bendecido porque por encima de la carne y del corazón, en estos dos santos, vivía y dominaba más intensamente el espíritu, el cual magnificaba agradecido al Señor por haberlos elegido para ser los custodios de su eterno Hijo”.
* “En aquella casa se hacía oración, había frugalidad y amor al trabajo, reinaba la humildad, se respetaba el orden sobrenatural, el moral y el material”.-Jesús: “En aquella casa se hacía oración. Demasiado poco se reza en las casas ahora. Se levanta el día y desciende la noche, empezáis a trabajar y os sentáis a la mesa… sin un pensamiento para el Señor que os ha permitido llegar a una nueva noche, que ha bendecido vuestros esfuerzos y ha concedido que éstos os fueran medio para obtener ese alimento, ese fuego, esos vestidos, ese techo que, sí, también le son necesarios a vuestra condición humana. Siempre es «bueno» lo que viene de Dios, que es bueno. Aunque ello sea pobre y escaso, el amor le da sabor y sustancia; ese amor que os hace ver en el eterno Creador al Padre que os ama. ■ En aquella casa había frugalidad. La habría habido aunque el di­nero no hubiera faltado. Se comía para vivir, no para gozo de la gula con la insaciabilidad de los comilones y los caprichos de los glotones, que se llenan hasta rebosar o desperdician dinero en alimentos caros sin pensar siquiera en quien escasea de comida o no la tiene, sin re­flexionar en que si ellos fueran moderados muchos podrían ser ali­viados de las dentelladas del hambre. ■ En aquella casa había amor por el trabajo. Este amor hubiera existido aunque el dinero hubiera abundado; porque, trabajando, el hombre obedece al mandato de Dios y se libera del vicio que, cual te­naz hiedra, aprieta y ahoga a los ociosos, que son como bloques de piedra inmóviles. Bueno es el alimento, sereno es el descanso, contento se siente el corazón, cuando uno ha trabajado bien y disfruta de su tiempo de reposo entre un trabajo y otro. El vicio, con sus múltiples facetas, no arraiga ni en la casa ni en la mente de quien ama el trabajo; al no arraigar el vicio, prospera el afecto, la estima, el respeto mutuo, y crecen los tiernos vástagos en un ambiente puro, viniendo a ser así a su vez origen de futuras familias santas ■ En aquella casa reinaba la humildad. ¡Cuán vasta lección de hu­mildad para vosotros, soberbios! María habría tenido, humanamente, miles de motivos para ensoberbecerse y para obtener que el cónyuge la adorase. Muchas mujeres lo hacen, y sólo por ser un poco más cultas, o de ascendencia más noble, o más acaudaladas que el marido. María es Esposa y Madre de Dios, y, sin embargo, sirve —no se hace servir— al cónyuge, y es toda amor para con él. José es la cabeza en esa casa; ha sido juzgado por Dios digno de ser cabeza de familia, de recibir de Dios al Verbo encarnado y a la Esposa del Espíritu Santo para custodiarlos. Y, con todo, se preocupa por socorrer a María de esfuerzos y labores, y se ocupa de los más humildes quehaceres que puede haber en una casa, para que María no se fatigue; y no sólo esto, sino que, como puede, en la medida de sus posibilidades, la alivia y se las ingenia para hacerle cómoda la casa y para que la pequeña huerta tenga flores. ■ En aquella casa se respetaba el orden: sobrenatural, moral y material. Dios, como Señor supremo que es, recibe culto y amor: éste es el orden sobrenatural. José es el cabeza de familia, y recibe afecto, respeto y obediencia: orden moral. La casa es un don de Dios, como también el vestido y los enseres; en todas las cosas se manifiesta la Providencia de Dios, de ese Dios que proporciona la lana a las ovejas, plumas a los pájaros, hierba a los prados, heno a los animales, semillas y ramas a las aves; de ese Dios que teje el vestido del lirio de los valles. Casa, vestido, enseres: estas cosas hay que recibirlas con gratitud, bendiciendo la mano divina que las otorga, tratándolas con respeto, como don del Señor; no mirándolas, porque sean pobres, con enfado; y sin maltratarlas abusando de la Providencia: éste es el orden material. ■ No has comprendido la conversación en dialecto nazareno, ni tampoco las palabras de la oración, pero las cosas que has visto han servido de gran lección. ¡Meditadla, vosotros, los que tanto sufrís ahora por haber faltado en tantas cosas a Dios, incluso en aquellas en que jamás faltaron los santos Esposos que me fueron Madre y padre! ■ Y tú regocíjate con el recuerdo del pequeño Jesús; sonríe pensando en sus pasitos infantiles. Dentro de poco le verás caminar bajo una cruz; entonces será una visión de llanto”. (Escrito el 26 de Enero de 1944).
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1-37-200 (1-62-214).- Jesús recibe su primera lección de trabajo en Nazaret.
* Jesús infante juega y aprende la 1ª lección de trabajo en el taller de José. ■ Veo aparecer a mi Jesús, dulce como un rayo de sol en un día de tempestad, un niño de unos cinco años de edad, rubio y hermoso con su vestidito de color azul que le llega hasta la mitad de sus bien contorneadas pantorrillas. Está jugando con la tierra en el huertecito. Hace unos montoncitos y sobre ellos planta ramitas como si quisiera hacer un bosque en miniatura; con piedrecitas hace unos caminitos. Luego intenta hacer un pequeño lago en la base de sus pequeñas colinas. Para ello toma un fondo de algún trasto viejo de loza y lo entierra hasta el borde; luego lo llena de agua con un jarrito que mete en un depósito de agua, destinado para lavadero o para regar el huertecillo. Pero no hace más que mojarse la ropa, sobre todo las mangas. El agua se escapa del plato que está roto… y el lago se seca. José sale a la puerta y, sin hacer nada de ruido, mira por algunos minutos lo que el Niño está haciendo y sonríe. Y en realidad es algo que provoca a reír de alegría. Después, para que Jesús no vuelva a mojarse, le llama. Jesús se vuelve sonriendo y al ver a José corre a él con los brazos extendidos. José seca con una punta de su corta túnica de trabajo las manitas llenas de tierra y mojadas y se las besa. ■ Entre ambos se traba una hermosa conversación. Jesús explica su trabajo y su juego, así como las dificultades que había encontrado para llevarlo a cabo. Quería hacer un lago como el de Genesaret (por ello supongo que le habían hablado de él o llevado a verlo). Quería hacerlo en pequeño, como entretenimiento. Aquí estaba Tiberíades, allí Magdala, más allá Cafarnaúm. Éste sería el camino que, pasando por Caná, llevaría a Nazaret. Quería echar al agua del lago unas pequeñas barcas —estas hojas serían las barcas— e ir hasta la otra orilla. Pero el agua sale… José observa y se interesa como si se tratase de una cosa seria. Luego le dice que al día siguiente le haría un pequeño lago, no con un plato roto, sino con una pequeño recipiente de madera, bien embreada, en la que Jesús podría echar verdaderas barquitas de madera que él le enseñaría a hacerlas. ■ Precisamente en este momento le iba a traer unas pequeñas herramientas de trabajo, adecuadas para Él; para que pudiera aprender, sin fatiga, a usarlas. Dice Jesús con una sonrisa: “¡Así te ayudaré!”. José: “Así me ayudarás y te harás un buen carpintero. Ven a verlas”. Entran en el taller. José enseña un pequeño martillo, una pequeña sierra, pequeños destornilladores, una garlopa; todo ello puesto encima de un banco de carpintero, adaptado a la estatura de Jesús.  “Mira: para aserrar, se apoya este pedazo de madera así. Se coge la sierra así, procurando no cortarse uno el dedo. Haz la prueba…”. La lección empieza. Jesús, rojo del esfuerzo y apretando los labios, sierra con cuidado, y luego alisa la tabla con la garlopa, y, a pesar de que esté un poco torcida, le parece bonita, y José le alaba y le enseña a trabajar con paciencia y amor. ■ Regresa María que había salido fuera de casa, se asoma a la entrada y mira. Los dos no la ven, porque están vueltos de espalda. La Mamá sonríe al ver el entusiasmo con que Jesús trabaja y el cariño con que José le enseña. Jesús presiente esa sonrisa, se vuelve, ve a su Mamá, y corre hacia Ella con su tablita semi-emparejada y se la muestra. María la ve atentamente y se inclina para dar un beso a Jesús. Le compone los cabellos desordenados, le seca el sudor que corre por su rostro acalorado, escucha con amor a Jesús que le promete hacerle un banquito para que esté más cómoda cuando trabaje. José, erguido junto al pequeño banco, con la mano en la cintura, mira y sonríe. He presenciado la primera lección de trabajo que recibió mi Jesús. Toda la paz de esta Familia santa está ante mí. (Escrito el 21 de Marzo de 1944).
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1-37-202 (1-63-216).- Jesús observó las etapas de la edad.
* Humillé mi perfección intelectiva de Dios hasta el nivel de una perfección intelectiva humana”.- ■ Dice Jesús: “Te he confortado, alma mía, con una visión de mi niñez, feliz dentro de su pobreza por haber estado rodeada del afecto de dos santos, mayores que los cuales el mundo no tiene ninguno. Se dice que José fue mi padre adoptivo. ¡Cierto es que si bien no pudo, como hombre, darme la leche que me nutrió María, sí se hizo pedazos en el trabajo para darme pan y consuelos y tuvo un corazón maternal! De él aprendí —y nunca discípulo alguno ha tenido semejante maestro— todo aquello que hace del niño un hombre; un hombre, además, que debe ganarse el pan. Si bien mi inteligencia de Hijo de Dios era perfecta, es necesario reflexionar y creer que quise observar las etapas de mi edad, sin saltar sus reglas. Por eso, humillando mi perfección intelectiva de Dios hasta el nivel de una perfección intelectiva humana, me sujeté a tener como maestro a un hombre, a tener necesidad de un maestro. Y el hecho de haber aprendido con rapidez y con gusto no me quita el mérito de haberme sujetado a un hombre, como tampoco le quita a este hombre justo el de haber sido él quien llenó mi pequeña inteligencia con las nociones necesarias para la vida. Esas gratas horas pasadas al lado de José (quien, como si se tratase de un juego, me hizo capaz de trabajar), esas horas, no las olvido ni siquiera ahora que estoy en el Cielo. Y cuando miro a mi padre putativo, vuelvo a ver el pequeño huerto, el taller ahumado, y me parece ver asomarse a mi Mamá con esa sonrisa suya que llenaba de oro el lugar y nos hacía felices”.   (Escrito el 21 de Marzo de 1944).
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(<Jesús y sus dos primos Santiago y Judas de Alfeo —más o menos de la misma edad de Jesús— están jugando en la casa de Jesús en Nazaret. Acaban de llegar a la misma los padres de Santiago y Judas: María de Alfeo y Alfeo. Este último, hermano carnal de José. Alfeo y María de Alfeo conversan con José y María mientras los niños juegan>)
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1-38-209 (1-64-222 ).- María, maestra de Jesús, Judas y Santiago.
* “No mandaré nunca a Jesús a la escuela”.- ■ Alfeo dice: “Por cierto, este año tendrás que enviar también a Jesús a la escuela. Ya es tiempo”. La Virgen le contesta resueltamente: “No mandaré nunca a Jesús a la escuela”. Resulta increíble oírla hablar así, y además hablar antes que José. Alfeo: “¿Por qué? El Niño debe aprender para que pueda, cuando llegue su tiempo, sostener el examen de la mayoría de edad…”. Virgen: “Lo hará. Pero no va a ir a la escuela. Está decidido”. Alfeo: “Serás la única en Israel que obre de este modo”. Virgen: “Lo seré. Pero así será. ¿No es verdad, José?”. José: “Es verdad. No hay necesidad de que Jesús vaya a una escuela. María fue educada en el Templo, y es una doctora en el conocimiento de la Ley. Será su maestra. También yo así lo quiero”. Alfeo: “Así echarás a perder al Muchacho”. José: “Eso no puedes decirlo. Es el mejor de Nazaret. ¿Le has oído alguna vez llorar, hacer berrinches, no obedecer, faltar al respeto?”. Alfeo: “Eso no. Pero lo hará si continuáis mimándole”. José: “Tener al lado a los hijos, no es echarlos a perder, más bien es amarlos con buen modo y buen corazón. De este modo amamos a nuestro Jesús, y como María es más instruida que el maestro, Ella será la Maestra de Jesús”. Alfeo: “Y cuando sea hombre tu Jesús será una mujercita que tiemble ante una mosca”. José: “No lo será. María es una mujer de valor y le educará virilmente. Yo tampoco soy un cobarde, y he dado muestras de valor. Jesús es un niño sin defectos físicos ni morales. Crecerá, pues, recto y fuerte en el cuerpo y en el espíritu. Puedes estar seguro de ello, Alfeo. No desacreditará a la familia. Por otra parte, así se ha decidido y así se hará”. ■ Alfeo: “Lo habrá decidido María. Tú solo…”. José: “Y aunque Ella lo hubiera decidido ¡qué importa! ¿No es acaso bonito que dos que se aman, tengan el mismo modo de pensar y de querer, porque mutuamente se comprenden? Si María quisiera hacer algo que no está bien, le diría: «No». Al contrario, pide cosas muy razonables, y yo las apruebo, y hago como si fuesen mías. Nos seguimos queriendo como el primer día… y así lo seguiremos haciendo hasta el último día de nuestra vida. ¿No es verdad, María?”. Virgen: “Lo es, José. Y ojalá no suceda, pero si sucediese que uno muriera antes que el otro, nos seguiremos amando”. José acaricia la cabeza de María como si fuese su hija, y Ella le mira con sus ojos serenos y llenos de cariño. ■ La cuñada, María de Alfeo, interviene: “Tenéis toda la razón. ¡Si yo fuera capaz de enseñar!… En la escuela nuestros hijos aprenden el bien y el mal; en casa, solo el bien. Pero no sé hacerlo… Si María…”. Virgen: “¿Qué quieres cuñada? Habla libremente. Tú sabes que te quiero y que me siento contenta cada vez que puedo satisfacerte en algo”. María de Alfeo: “No, lo que yo pensaba… Santiago y Judas son solo un poco mayores que Jesús. Están yendo a la escuela… ¡Pero para lo que aprenden! Por el contrario, Jesús ya sabe muy bien la Ley… Yo quisiera… bueno ¿si te pidiera que los tuvieras también a ellos cuando enseñas a Jesús? Creo que aprenderán mejor y serán mejores. Al fin y al cabo son primos, y no está mal que se quieran entre sí… ¡Qué feliz me sentiría!”. Virgen: “Si José y tu marido quieren, yo por mí lo haré con gusto. Me da lo mismo hablar para uno que para tres. Repasar toda la Escritura es una gran satisfacción. Pueden venir”. Los tres niños que habían entrado muy despacio, oyen y esperan la respuesta. Alfeo dice: “Te harán perder la paciencia. ¡María!”. Virgen: “¡No! Conmigo siempre se portan bien. ¿No es verdad que os portaréis bien, si os enseño?”. Los dos niños corren a su lado, uno a la derecha y el otro a la izquierda. Le ponen los brazos en torno a los hombros apoyando en ellos sus cabecitas, y hacen promesas de todo el bien posible. ■ Virgen: “Déjales que hagan la prueba, Alfeo, y déjame probar también a mí. Yo creo que nunca te quedarás descontento de la prueba. Que vengan todos los días desde la hora sexta hasta la tarde. Será suficiente, créelo. Conozco el arte de enseñar sin cansar. A los niños hay que tener cautivados y distraídos al mismo tiempo. Hay que comprenderlos, amarlos y ser amados para algo conseguir de ellos. Y vosotros me queréis, ¿no?”. La respuesta es dos fuertes besos. Virgen: “¿Lo estás viendo?”. Alfeo: “Ya lo veo. Solo me queda decirte «Gracias». Y Jesús ¿qué va a decir cuando vea a su mamá entretenida con otros? ¿Tú qué dices, Jesús?”. Jesús: “Por mi parte digo: «Bienaventurados los que se acercan a escucharla y se quedan con ella para oírla» (1). Así como son bienaventurados los que buscan la Sabiduría, de igual modo lo es el que es amigo de mi Madre. Yo me siento feliz de que a quienes amo, la amen también a Ella”. Alfeo, sorprendido, pregunta: “Pero ¿quién es el que pone en los labios del Niño tales palabras?”. José: “Nadie, hermano. Nadie de este mundo…”.  La visión termina aquí.

“Sede de la verdadera Sabiduría, Ella nos instruyó”.- “Dios mantuvo su «secreto»”.- ■ Dice Jesús: “Y María fue mi maestra, y maestra también de Santiago y Judas Alfeo. Y éste es el motivo por el cual nosotros nos amamos como hermanos, además de por el parentesco; porque juntos crecimos y juntos aprendimos, como si hubiéramos sido tres ramas de un solo tronco: mi Madre. No hubo igual a Ella en Israel. Sede de la Sabiduría y de la verdadera Sabiduría, Ella nos instruyó para el mundo y para el Cielo. Digo: «Nos instruyó», porque Yo fui alumno suyo, no en modo distinto de mis primos. ■ Dios mantuvo su «secreto» contra las pesquisas de Satanás, porque siempre se guardó bajo la apariencia de una vida común y corriente”. (Escrito el 29 de Octubre de 1944).
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1  Nota  : Cfr. Prov. 8,34.
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1-39-213 (1-66-227).- Jesús ha llegado a ser mayor de edad. Salida de Nazaret hacia Jerusalén.
* Aspecto físico de Jesús a los 12 años. Esos ojos suyos… .- Amor entrañable y santo de los dos esposos.- ■ Veo el momento en que Jesús entra, acompañado de su Madre, en el —digámoslo así— comedor de la casa de Nazaret. Jesús tiene doce años. Es un muchacho alto, bien formado, fuer­te, aunque no gordo; parece, por su complexión, más adulto de lo que realmente es; le llega ya a su Madre a la altura de los hombros. Su rostro es todavía redondeado y rosado, es todavía el rostro de Jesús niño, rostro que, con el paso del tiempo, con la edad juvenil y viril, se habrá de alargar, y tomará un cromatismo indefinido, una tonalidad como la de ciertos alabastros delicados que tienden apenas al amarillo-rosa. ■ Sus ojos —también sus ojos— son todavía ojos de niño. Son grandes y miran bien abiertos, con una chispa de alegría que se pierde en la seriedad de la mirada. Pasado el tiempo, ya no estarán tan abiertos… Los párpados descenderán hasta medio cerrar los ojos, para ocultarle a Él que es Puro y Santo el exceso de mal que hay en el mundo. Solamente en la hora de hacer los milagros, o cuando ponga en fuga a los demonios o a la muerte, o para curar las enfermedades y los pecados; solamente entonces los abrirá, y centellearán, aún más que ahora. Pero, ni siquiera entonces tendrán esta chispa de alegría mezclada con la seriedad… La muerte y el pecado estarán cada vez  más cerca y más presentes, y, con ambos, el conocimiento —con su faceta humana— de la inutilidad del sacrificio a causa de la voluntad contraria del hombre. Sólo en rarísimos momentos de alegría, cuando esté con los redimidos, y especialmente con los puros —generalmente niños— brillarán de júbilo estos ojos santos y buenos. ■ Ahora, estando con su Madre, en su casa, y con San José frente a Él, sonriéndole con amor, y con esos primitos suyos que le admiran, y con su tía, María de Alfeo, que le está acariciando, se siente feliz. Mi Jesús tiene necesidad de amor para sentirse feliz, y en este momento lo tiene. Está vestido con una túnica suelta, de lana, de color rojo rubí claro, suave, perfectamente tejida, fina y compacta al mismo tiempo. En el cuello, por la parte de delante, en la base de las mangas largas y amplias, y en la base de la túnica, que llega hasta abajo dejando apenas ver los pies calzados con sandalias nuevas y bien hechas —no las usuales suelas sujetas al pie con unas correas—, tiene una greca, no bordada, sino tejida en un color más oscuro sobre el color rubí de la túnica. Deduzco que debe ser obra de su Madre, porque la cuñada la admira y alaba. ■ Los cabellos rubios son más abundantes de lo que eran cuando pequeño y le llegan hasta la altura de los hombros. No son ya los cabellos rizados y húmedos de la niñez. Tampoco es la cabellera ondulada y larga hasta los hombros de cuando sea grande. Sin embargo, su color poco a poco se va haciendo un poco oscuro. ■ “He aquí a nuestro Hijo” dice María levantando con su mano de­recha la izquierda de Jesús. Parece como si se lo quisiera presentar a todos y confirmar la paternidad del Justo, que sonríe. Y añade: “Bendícele, José, antes de partir para Jerusalén. No fue necesaria la bendición para su inicio en la escuela, primer paso en la vida; hazlo ahora que Él va al Templo para ser declarado mayor de edad. Y ben­díceme también a mí. Tu bendición… (María contiene el llanto) le fortalecerá a Él y me dará fuerza a mí para separarme de Él un poco más…”. José: “María, Jesús será siempre tuyo. Las palabras que diga el sacerdote no romperán nuestras mutuas relaciones. Yo no te voy a disputar a este Hijo, amado nuestro. Ninguno merece como tú el guiarle en la vida, ¡oh Santa mía!”. María se inclina, toma la mano de José y la besa: es la esposa, y ¡qué respetuosa y amante de su consorte! José acoge este signo de respeto y de amor con dignidad, mas lue­go alza esa misma mano y la deposita sobre la cabeza de su Esposa diciéndole: “Sí. Te bendigo, Bendita, y a Jesús contigo. Venid, mis únicos tesoros, honor y finalidad míos”. José se muestra solemne: con los brazos extendidos y las palmas vueltas hacia abajo sobre las dos cabezas inclinadas, igualmente rubias y santas, pronuncia la bendición: “El Señor os guarde y os bendiga, tenga misericordia de vosotros y os dé paz. El Señor os dé su bendición”. ■ Y luego dice: “En marcha. La hora es propicia para el viaje”. María coge un manto, amplio, de color granate oscuro, y en elegantes pliegues lo dispone sobre el cuerpo de su Hijo. ¡Y cómo le acaricia al hacerlo! Salen. Cierran. Se ponen en marcha. Otros peregrinos van en la misma dirección. Fuera del pueblo, las mujeres se separan de los hombres. Los niños van con quien quieren. Jesús se queda con su Madre. Los peregrinos caminan —la mayoría entonando salmos— por las bellas campiñas en estos tiempos de hermosa pri­mavera. Frescos prados, tiernos cereales, frescos follajes en los árbo­les poco ha florecidos; hombres cantando por los campos y por los ca­minos, cantos de pájaros en celo entre las frondas; límpidos arroyos, espejo de las flores de las orillas; corderitos saltarines al lado de sus madres… Paz y alegría bajo el más hermoso cielo de abril.  La visión cesa así. (Escrito el 20 de Diciembre de 1944).
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1-40-215 (1-67-229).- Jesús examinado en el Templo para ser declarado mayor de edad según ordena la Ley de Israel (1).
* Puede, conociendo la Ley en sí y en sus tres ramas, Halasia, Midrás y Haggadá, guiarse como hombre. Por ello, deseo ser liberado de la responsabilidad de sus acciones y de sus pecados”.- ■ El Templo en días de fiesta. Muchedumbre de gente entrando o saliendo por las puertas de la muralla, o cruzando los patios o los pórticos; gente que entra en esta o en aquella construcción sita en uno u otro de los distintos niveles en que está distribuido el conjunto del Templo. Y también entra, cantando quedo salmos, la comitiva de la familia de Jesús; todos los hombres primero, luego las mujeres. Se han unido a ellos otras personas, quizás de Nazaret, quizás amigos de Jerusalén, no lo sé. ■ José, después de haber adorado con todos al Altísimo desde el punto en que se ve que los hombres podían hacerlo —las mujeres se han quedado en un piso inferior—, se separa, y, con su Hijo, cruza de nuevo, en sentido inverso, unos patios; luego tuerce hacia una parte y entra en una vasta habitación que tiene el aspecto de una sinagoga —no sé como pueda ser. ¿Es que había sinagogas en el Templo?—; habla con un levita, y éste desaparece tras una cortina de rayas para volver después con algunos sacerdotes ancianos. Creo que son sacerdotes; son, eso sí, no cabe duda, maestros en cuanto al conocimiento de la Ley y tienen por eso como misión examinar a los fieles. ■ José presenta a Jesús. Antes ambos se habían inclinado con gran reverencia ante los diez doctores, los cuales se habían sentado con majestuosidad en unas banquetas bajas de madera. José dice: “Éste es mi hijo. Desde hace tres lunas y doce días ha entrado en el tiempo que la Ley destina para la mayoría de edad. Mas yo quiero que sea mayor de edad según ordena la Ley de Israel. Os ruego que observéis que por su complexión muestra que ha dejado la infancia y la edad menor; os ruego que le examinéis con benignidad y justicia para juz­gar que cuanto aquí yo, su padre, afirmo, es verdad. Yo le he preparado para este examen y para que tenga esta dignidad de hijo de la Ley. Él sabe los preceptos, las tradiciones, las decisiones, conoce las costumbres de las fimbrias y de las filacterias, sabe recitar las ora­ciones y las bendiciones cotidianas. Puede, por tanto, conociendo la Ley en sí y en sus tres ramas, Halasia, Midrás y Haggadá, guiarse como hombre. Por ello, deseo ser liberado de la responsabilidad de sus acciones y de sus pecados. Que de ahora en adelante quede suje­to a los preceptos y pague en sí las penas por las faltas respecto a ellos. Examinadle”. Sacerdote: “Lo haremos”.
* Los sacerdotes examinadores exclaman: “Su sabiduría es asombrosa y supera a la de los adultos.- ■ El sacerdote, se dirige a Jesús: “Acércate, niño. ¿Tu nombre?”. Jesús: “Jesús de José, de Nazaret”. Sacerdote: “Nazareno… Entonces, ¿sabes leer?”. Jesús: “Sí, rabí. Sé leer las palabras escritas y las que están encerradas en las palabras mismas”. Sacerdote: “¿Qué quieres decir con ello?”. Jesús: “Quiero decir que comprendo el significado de la alegoría o del símbolo que se esconde bajo la apariencia; de la misma forma que no se ve la perla pero está dentro de la concha fea y cerrada”. Sacerdote: “Respuesta no común, y muy sabia. Raramente se oye esto en bo­ca de adultos, ¡así que fíjate tú, oírselo a un niño, y además, por si fuera poco, nazareno!…”. ■ Se ha despertado la atención de los doctores y sus ojos no pierden de vista un instante al hermoso Niño rubio que los está mirando se­guro; sin petulancia, sí, pero también sin miedo. Sacerdote: “Eres honra de tu maestro, el cual, ciertamente, debe ser muy docto”. Jesús: “La Sabiduría de Dios está depositada en su corazón justo”.  Sacerdote: “¿Estáis oyendo? ¡Dichoso, tú, que eres padre de un hijo así!”. José, que está en el fondo de la sala, sonríe y hace una reverencia. Le dan a Jesús tres rollos distintos y le dicen:  “Lee el que está envuelto con una cinta dorada”. Jesús abre el rollo y lee. Es el Decálogo. Pero, leídas las primeras palabras, un juez le quita el rollo y dice: “Sigue de memoria”. Jesús sigue tan seguro que parece como si estuviera leyendo. Y cada vez que nombra al Señor hace una profunda reverencia.  Sacerdote: “¿Quién te ha enseñado a hacer eso? ¿Por qué lo haces?”. Jesús: “Porque es un Nombre santo y hay que pronunciarlo con reverencia externa e interna. Ante el rey, que lo es por breve tiempo, se inclinan los súbditos, y es sólo polvo, ¿ante el Rey de los reyes, ante el Altísimo Señor de Israel, presente, aunque sólo visible al alma, no habrá de inclinarse toda criatura, en reconocimiento de que es súbdita suya?”. Sacerdote: “¡Muy bien! Hombre, nuestro consejo es que pongas a tu Hijo ba­jo la guía de Hilel o de Gamaliel. Es nazareno… pero sus respues­tas permiten esperar de Él un nuevo gran doctor”. José: “Mi hijo es mayor de edad. Hará lo que Él quiera. Yo, si se trata de algo honesto, no me opondré”. ■ Sacerdote: “Niño, escucha. Has dicho: «Acuérdate de santificar las fiestas, teniendo en cuenta que el precepto de no trabajar en día de sábado fue dicho no sólo para ti, sino también para tu hijo y tu hija, para tu siervo y tu sierva, e incluso para el asno». Entonces, dime: si una gallina pone un huevo en día de sábado, o si una oveja pare, ¿será lí­cito hacer uso de ese fruto de su vientre, o habrá que considerarlo co­mo cosa mala?”. Jesús: “Sé que muchos rabíes —el último de los cuales, en vida aún, es Schiammai— dicen que el huevo puesto en día de sábado va contra el precepto. Pero Yo pienso que hay que distinguir entre el hombre y el animal, o quien hace cosas propias del animal, por ejemplo, dar a luz. Si le obligo a mi burro a trabajar, yo, al imponerme con el azote a que trabaje, cometo igual pecado que él, porque con mi fuerza le obligo a trabajar. Pero, si una gallina pone un huevo que ha ido madurando en su ovario, o si una oveja pare en día de sábado, —porque ya está en condiciones de nacer su cría—, entonces no. Tal obra, en efecto, no es pecado, como tampoco lo son, a los ojos de Dios, ni el huevo puesto ni el cordero parido en sábado”. Sacerdote: “¿Y cómo puede ser eso, si todo trabajo, cualquiera que fuere, en día de sábado, es pecado?”. Jesús: “Porque el concebir y el dar a luz está sujeto a la voluntad del Creador y está regulado por leyes dadas por Él a todas las criaturas. Pues bien, la gallina no hace sino obedecer a esas leyes puestas por Aquel que hizo todo, el cual estableció que dos veces al año, cuando ríe la primavera por los campos floridos y cuando el bosque se despoja de su follaje y el frío intenso oprime el pecho del hombre, las ovejas deban aparejarse para dar luego leche, carne y sustanciosos quesos en las estaciones opuestas, en los meses de más arduo trabajo por las mieses, o de más dolorosa escasez a causa de los hielos. Pues entonces, si una oveja, llegado su tiempo, da a luz a su criatura, ¡oh, ésta bien puede tenerse como sagrada y ofrecerse ante el altar, porque es fruto de obediencia al Creador!”. ■ Sacerdote: “Yo no seguiría examinándole. Su sabiduría es asombrosa y supera a la de los adultos”. Otro sacerdote: “No. Se ha declarado capaz de comprender incluso los símbolos. Oigámosle”. Sacerdote: “Que antes diga un salmo, las bendiciones y las oraciones”. Otro sacerdote: “También los preceptos”. Sacerdote: “Sí. Di los midrasciotes”. Jesús dice sin vacilar una letanía de “no hagas esto… no hagas aquello…”. ■ Si nosotros debiéramos tener todavía todas estas limitaciones, siendo rebeldes como somos, le aseguro que no se salvaría ninguno… ■ Sacerdote: “Vale. Abre el rollo de la cinta verde”. Jesús abre y hace ademán de leer. Sacerdote: “Más adelante, más”. Jesús obedece. Sacerdote: “Basta. Lee y explica, si es que te parece que hay algún sím­bolo”. Jesús: “En la Palabra santa raramente faltan. Somos nosotros quienes no sabemos ver ni aplicar. Leo: cuarto libro de los Reyes, capítulo veintidós, versículo diez: «Safán, escriba, siguiendo informando al rey, dijo: ‘El Sumo Sacerdote Elquías me ha dado un libro’. Habiéndolo leído Safán en presencia del rey, éste, oídas las palabras de la Ley del Señor, se rasgó las vestiduras y después dio…»”. El sacerdote señala: “Omite los nombres”. Jesús: “«…esta orden: ‘Id a consultarle al Señor por mí, por el pueblo, por todo Judá, respecto a las palabras de este libro que ha sido encontrado; pues la gran ira de Dios se ha encendido contra nosotros porque nuestros padres no escucharon, siguiendo sus prescripciones, las palabras de este libro’…»”. El sacerdote ordena: “Basta. Este hecho sucedió hace muchos siglos. ¿Qué símbolo encuentras en un hecho de crónica antigua?”. Jesús: “Lo que encuentro es que no hay tiempo para lo que es eterno. Y eterno es Dios y eterna es nuestra alma, como eternas son también las relaciones entre Dios y el alma. Por tanto, lo que había provocado entonces el castigo es lo mismo que provoca los castigos ahora, como iguales son los efectos de la culpa”. Sacerdote: “¿Cuáles?”. Jesús: “Israel ya no conoce la Sabiduría, que viene de Dios; y es a Él, y no a los pobres seres humanos, a quien hay que pedirle luz; pero esta luz no se obtiene si no hay justicia y fidelidad para con Dios. Por esta razón se peca, y Dios, en su ira, castiga”. Sacerdote: “¿Que nosotros ya no conocemos la Sabiduría? ¿Qué dices, niño? ¿Y los seiscientos trece preceptos?”. Jesús: “Los preceptos existen, pero son palabras. Los conocemos, pero no los ponemos en práctica. Por tanto, no conocemos. El símbolo es éste: todo hombre, en todo tiempo, tiene necesidad de consultar al Señor para conocer su voluntad, y debe atenerse a ella para no atraer su ira”. ■ Sacerdote: “El niño es perfecto. Ni siquiera la celada de la pregunta insi­diosa ha confundido su respuesta. Que sea conducido a la verdadera sinagoga”. Pasan a una habitación de mayores dimensiones y más pomposa. Aquí lo primero que hacen es cortarle el pelo. José recoge los rizos. Luego le aprietan la túnica roja con un largo cinturón dando varias vueltas en torno a la cintura; le ciñen la frente y un brazo con unas cintas, y le fijan con una especie de bullones unas cintas al manto. Luego cantan salmos, y José alaba al Señor con una larga oración, e invoca toda suerte de bienes para su Hijo. Termina la ceremonia. Jesús sale acompañado de José. Vuelven al lugar de donde habían venido, se unen de nuevo con los varones de la familia, compran y ofrecen un cordero, y luego, con la víctima degollada, van adonde las mujeres. María besa a su Jesús. Es como si hiciera años que no lo viera. Le mira —ahora tiene vestido y pelo más de hombre— le acaricia… Salen y todo termina. (Escrito el 21 de Diciembre de 1944).
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1  Nota  : Cfr. Lc. 2,41-45.
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1-41-220 (1-68-233).- La disputa de Jesús con los doctores en el Templo (1).
* Jesús, solo, en una callejuela, frente al Templo, frente a una colina.- ■ Veo a Jesús. Es ya un adolescente. Lleva una túnica blanca que le llega hasta los pies; me parece que es de lino. Encima, se coloca, formando elegantes pliegues, una prenda rectangular de un color rojo pálido. Lleva la cabeza descubierta. Los cabellos, de una coloración más intensa que cuando le vi de niño, le llegan hasta la mitad de las orejas. Es un muchacho de complexión fuerte, muy alto para su edad (muy tierna aún, como refleja el rostro). Me mira y me sonríe tendiendo las manos hacia mí. Su sonrisa de todas formas se asemeja ya a la que le veo de adulto: dulce y más bien seria. ■ Está solo. Por ahora no veo nada más. Está apoyado en un murete de una callecita toda de subidas y bajadas, pedregosa y con una zanja que está aproximadamente en su centro y que en tiempo de lluvia se transforma en charco; ahora, como el día está sereno, está seco. Me da la impresión de estarme acercando yo también al murete y de estar mirando alrededor y hacia abajo, como está haciendo Jesús. Veo un grupo de casas; es un grupo desordenado: unas son altas; otras, bajas; van en todos los sentidos. Parece —haciendo una comparación muy pobre pero muy válida— un puñado de cantos blancos esparcidos sobre un terreno oscuro. Las calles, las callejas, son como venas en medio de esa blancura. Ora aquí, ora allá, hay árboles que descuellan por detrás de las tapias; muchos de ellos están en flor, mu­chos otros están ya cubiertos de hojas nuevas: debe ser primavera. ■ A la izquierda respecto a mí que estoy mirando, se alza una volu­minosa construcción, compuesta de tres niveles de terrazas cubiertas de construcciones, y torres y patios y pórticos; en el centro se ele­va una riquísima edificación, más alta, majestuosa, con cúpulas redondeadas, esplendorosas bajo el sol, como si estuvieran recubiertas de metal, cobre u oro. El conjunto está rodeado por una muralla almenada (almenas de esta forma: “M”, como si fuera una fortaleza). Una torre de mayor altura que las otras, horcada en su base sobre una vía más bien estrecha y en subida, cual severo centinela, domina netamente el vasto conjunto. ■ Jesús observa fijamente ese lugar. Luego se vuelve otra vez, se apoya de nuevo la espalda sobre el murete, como antes, y dirige su mirada hacia una pequeña colina que está frente al conjunto del Templo. En el collado hay casas solo hasta su base, luego no se ve ninguna otra construcción. Veo que una calle termina en ese lugar, con un arco tras el cual sólo hay un camino pavimentado con piedras cuadrangulares, irregulares y mal unidas; no son como las piedras de las calzadas consulares  romanas; parecen más bien las típicas piedras de las antiguas aceras de Viareggio (no sé si existen todavía), pero colocadas sin conexión: un camino de mala muerte. El rostro de Jesús toma un aspecto tan serio, que yo fijo mi atención buscando en este collado la causa de esta melancolía. Pero no encuentro nada de especial; es una elevación del terreno, desnuda, nada más. Eso sí, cuando me vuelvo, he perdido a Jesús; ya no está ahí. Y me lleno de asombro con esta visión.
* Jesús interviene en la disputa teológica sobre la profecía de Daniel acerca de las 70 semanas para la venida del Mesías. “De la misma forma que se cumplió ese tiempo, ahora se está cumpliendo ese otro de las 62 más una desde la terminación del Templo, para que el Mesías sea ungido y se cumpla lo que conlleva la profecía para el pueblo que no le quiso”.- ■ …Cuando me despierto, con el recuerdo en mi corazón de lo que he visto, recobradas un poco las fuerzas y en paz, porque todos están durmiendo, me encuentro en un lugar que nunca antes había visto. En él hay patios y fuentes, pórticos y casas (más bien pabellones, porque tienen más las características de pabellones que de casas). Hay una gran muchedumbre de gente vestida al viejo uso hebreo, y… mucho griterío. Me miro a mi alrededor y, al hacerlo, me doy cuenta de que estoy dentro de esa construcción que Jesús estaba mirando; efectivamente, veo la muralla almenada que circunda el conjunto, y la torre centinela, y la imponente obra de fábrica que se yergue en su centro, pegando a la cual hay pórticos, muy bellos y amplios, y, bajo éstos, multitud de personas ocupadas, quiénes en una cosa, quiénes en otra. Comprendo que se trata del recinto del Templo de Jerusalén. Veo fariseos, con sus largas vestiduras ondeantes, sacerdotes vestidos de lino y con una placa de precioso material en la parte superior del pecho y de la frente, y con otros reflejos brillantes esparcidos aquí o allá por los distintos vestidos, muy amplios y blancos, ceñidos a la cintura con un cinturón también de material precioso. Luego veo a otros, menos engalanados, pero que de todas formas deben pertenecer también a la casta sacerdotal, y que están rodeados de discípulos más jóvenes que ellos; comprendo que se trata de los doctores de la Ley.  Entre todos estos personajes me encuentro como perdida, porque no sé qué pinto yo ahí. ■ Me acerco al grupo de los doctores, donde ha comenzado una disputa teológica. Mucha gente hace lo mismo. Entre los «doctores» hay un grupo capitaneado por uno llamado Gamaliel y  por otro, viejo y casi ciego, que apoya a Gamaliel en la disputa; oigo que le llaman Hilel (pongo la hache porque oigo una aspiración al principio del nombre), y creo que es o maestro o pariente de Gamaliel: lo deduzco de la confidencia y al mismo tiempo respeto con que éste le trata. El grupo de Gamaliel es de mentalidad más abierta, mientras que el otro grupo, que es el más numeroso, está dirigido por uno llamado Schiammai, y adolece de esa intransigencia llena de resentimiento, y retrógrada, tan claramente descrita por el Evangelio. ■ Gamaliel, rodeado de un nutrido grupo de discípulos, habla de la venida del Mesías, y, apoyándose en la profecía de Daniel (2), sostiene que el Mesías debe haber nacido ya, puesto que ya han pasado unos diez años desde que se cumplieron las setenta semanas profetizadas contando desde que fue publicado el decreto de reconstrucción del Templo. Schiammai le contradice afirmando que, si bien es cierto que el Templo fue reconstruido, no es menos cierto que la esclavitud de Israel ha aumentado, y que la paz, que debía haber traído Aquel que los Profetas llamaban «Príncipe de la paz» (3), está bien lejos de ser una realidad en el mundo, y especialmente en Jerusalén, oprimida bajo el peso de un enemigo que osa extender su dominio hasta incluso dentro del recinto del Templo, controlado por la Torre Antonia que está llena de legionarios romanos dispuestos a aplacar con la espada cualquier tumulto de independencia patria. ■ La disputa, llena de cavilaciones, está destinada a durar. Cada uno de los maestros hace su alarde de erudición, no tanto para vencer a su rival, cuanto para atraerse la admiración de los que escuchan; este propósito es evidente. ■ Del interior del nutrido grupo de fieles se oye una tierna voz de niño: “Gamaliel tiene razón”. Movimiento en la gente y en el grupo de doctores: buscan al que acaba de interrumpir; de todas formas, no hace falta buscarle, Él no se esconde; antes bien, se abre paso entre la gente y se acerca al gru­po de los «rabíes». Reconozco en Él a mi Jesús adolescente. Se le ve seguro y franco, y sus ojos centellean llenos de inteligencia. Le preguntan: “¿Quién eres?”. “Un hijo de Israel que ha venido a cumplir con lo que la Ley or­dena”. Gusta esta respuesta intrépida y segura, y obtiene sonrisas de aprobación y de benevolencia. Despierta interés el pequeño israelita. Le preguntan de nuevo: “¿Cómo te llamas?”. “Jesús de Nazaret”. Y aquí acaba la benevolencia del grupo de Schiammai. Sin embargo, Gamaliel, más benigno, prosigue el diálogo junto con Hilel. Es más, es Gamaliel el que, con deferencia, le dice al anciano: “Pregúntale alguna cosa al niño”. Hilel pregunta: “¿En qué basas tu seguridad?”. Jesús: “En la profecía, que no puede errar respecto al tiempo, y los signos que la acompañaron cuando llegó el momento de su cumplimiento. Cierto es que César nos domina. Pero el mundo gozaba de paz y estaba muy tranquila Palestina cuando se cumplieron las setenta semanas. Tanto es así que le fue posible a César ordenar el censo en sus dominios; no habría podido hacerlo si hubiera habido guerra en el Imperio o revueltas en Palestina. De la misma forma que se cumplió ese tiempo, ahora se está cumpliendo ese otro de las sesenta y dos más una desde la terminación del Templo, para que el Mesías sea ungido y se cumpla lo que conlleva la profecía para el pueblo que no le quiso. ¿Podéis dudar de esto? ¿No recordáis que la estrella fue vista por los Sabios de Oriente y que fue a detenerse justo en el cielo de Belén de Judá, y que las profecías y las visiones, desde Jacob en adelante, indican ese lugar como el destinado a recibir el naci­miento del Mesías, hijo del hijo del hijo de Jacob, a través de David, que era de Belén? ¿No os acordáis de Balaam? «Una estrella nacerá de Jacob» (4). Los Sabios de Oriente, cuya pureza y fe abría sus propios ojos y sus propios oídos, vieron la Estrella y comprendieron su Nom­bre: «Mesías», y vinieron a adorar a la Luz que había descendido al mundo”. ■ Schiammai, con mirada maligna: “¿Dices que el Mesías nació cuan­do la Estrella, en Belén Efratá?”. Jesús: “Yo lo digo”. Schiammai: “Entonces ya no existe. ¿No sabes, niño, que Herodes mandó matar a todos los nacidos de mujer de un día a dos años de edad de Belén y de los alrededores? Tú, Tú que sabes tan bien la Escritura, debes saber también que «un grito se ha oído en lo alto… Es Raquel que está llorando por sus hijos» (5). Los valles y las alturas de Belén, que recogieron el llanto de la agonizante Raquel, se llenaron de llanto revivido por las madres ante sus hijos asesinados. Entre ellas estaba, sin duda, también la Madre del Mesías”. Jesús: “Te equivocas, anciano. El llanto de Raquel hízose himno, pues donde ella había dado a luz al «hijo de su dolor», la nueva Raquel dio al mundo al Benjamín del Padre celestial, el Hijo que está a su derecha, el que está destinado para congregar al pueblo de Dios bajo su  cetro y liberarle de una esclavitud mucho más dura”. Schiammai: “¿Y cómo lo hará, si le mataron?”. Jesús: “¿No has leído lo de Elías que fue raptado por el carro de fuego? (6) ¿Y no va a haber podido salvar el Señor Dios a su Emmanuel para que fuera Mesías de su pueblo? Él, que separó el mar ante Moisés para que Israel pasase sin mojarse hacia su tierra (7), ¿no va a haber podido mandar a sus ángeles a librar a su Hijo, a su Mesías de la crueldad del hombre? En verdad os digo: el Mesías vive y está entre vosotros, y cuando llegue su hora se manifestará en su potencia”. La voz de Jesús, al decir estas palabras que he subrayado, resuena en un modo que llena el espacio. Sus ojos centellean aún más, y, con gesto de imperio y de promesa, tiende el brazo y la mano derecha, y luego los baja, como para jurar. Es todavía un niño, pero ya tiene la solemnidad de un hombre. ■ Hilel: “Niño, ¿quién te ha enseñado estas palabras?”. Jesús: “El Espíritu de Dios. Yo no tengo maestro humano. Ésta es la Palabra del Señor que os habla a través de mis labios”. Hilel: “Ven aquí entre nosotros, que quiero verte de cerca, ¡oh, niño!, para que mi esperanza se reavive en contacto con tu fe y mi al­ma se ilumine con el sol de la tuya”.
“Rabí, la esclavitud de que habla el Profeta, de la que también Yo hablo, no es la que crees, como tampoco la realeza será la que tú piensas… y el Santuario de Dios no volverá a ser jamás abatido ni destruido”. ■ Y le sientan a Jesús en un asiento alto y sin respaldo, entre Gamaliel e Hilel, y le entregan unos rollos para que los lea y los expli­que. Es un examen en toda regla. La muchedumbre se agolpa aten­ta. La voz infantil de Jesús lee: “«Consuélate, pueblo mío. Hablad al corazón de Jerusalén, consoladla porque su esclavitud ha terminado… Voz de uno que grita en el desierto: preparad los caminos del Señor… Entonces se manifestará la gloria del Señor»” (8).  Schiammai: “Como puedes ver, nazareno, aquí se habla de una es­clavitud ya terminada. Y nosotros somos ahora más esclavos que nunca. Aquí se habla de un precursor. ¿Dónde está? Tú desvarías”. Jesús: “Yo te digo que tú y los que son como tú, más que los de­más, necesitáis escuchar la llamada del Precursor. Si no, no verás la gloria del Señor, ni comprenderás la palabra de Dios, porque las ba­jezas, las soberbias, las dobleces, te obstaculizarán ver y oír”. Schiammai:  “¿Así le hablas a un maestro?”.  Jesús: “Así hablo y así hablaré hasta la muerte. Porque sobre mi ventaja personal está el interés del Señor y el amor a la Verdad, de la cual soy Hijo. ■ Y además te digo, rabí, que la esclavitud de que habla el Profeta, de la que también Yo hablo, no es la que crees, como tampoco la realeza será la que tú piensas. Antes bien, por mérito del Mesías, el hombre será liberado de la esclavitud del Mal que le separa de Dios, y la señal del Mesías, liberados los espíritus de todo yugo, hechos súbditos del Reino eterno, signará a éstos. Todas las naciones inclinarán su cabeza, ¡oh, estirpe de David!, ante el Vástago de ti nacido, árbol ahora que extiende sus ramas sobre toda la tierra y se alza hacia el Cielo. Y en el Cielo y en la Tierra toda boca glorificará su Nombre y doblará su rodilla ante el Ungido de Dios, ante el Príncipe de la Paz, el Caudillo, ante Aquel que será el consuelo de toda alma cansada y saciará a todo el que tiene hambre, ■ ante el Santo que hará una alianza entre la Tierra y el Cielo; no como la que fue estipulada con los Padres de Israel cuando Dios los sacó de Egipto (siguiendo considerándolos todavía siervos), sino que imprimirá su paternidad celeste en el espíritu de los hombres con la Gracia de nuevo infundida por los méritos del Redentor, por el cual todos los hombres buenos conocerán al Señor y el Santuario de Dios no volverá a ser jamás abatido ni destruido”. ■ Schiammai: “¡Pero, niño, no blasfemes! Acuérdate de Daniel (9), que dice que cuando hayan matado al Mesías, el Templo y la Ciudad serán destruidos por un pueblo y por un caudillo que vendrá. ¡Y tú sos­tienes que el Santuario de Dios no volverá a ser jamás destruido! ¡Respeta a los Profetas!”. Jesús: “En verdad te digo que hay Uno que está por encima de los Profetas, y tú no le conoces, ni le conocerás, porque te falta el de­seo de ello. Y has de saber que todo cuanto he dicho es verdad. No conocerá ya la muerte el Santuario verdadero. Al igual que su Santi­ficador, resucitará para vida eterna y, al final de los días del mundo, vivirá en el Cielo”. Hilel interviene: “Escúchame, muchacho. Ageo dice: …«Vendrá el Deseado de las gentes… Grande será entonces la gloria de esta casa, y de esta última más que de la primera» (10). ¿Crees que se refiere al Santua­rio de que Tú hablas?”. Jesús: “Sí, maestro. Esto es lo que quiere decir. Tu rectitud te conduce hacia la Luz, y Yo te digo que, una vez consumado el Sacrifi­cio del Mesías, recibirás paz porque eres un israelita sin malicia”.
* “¿No recuerdas, maestro, que quienes estuvieron presentes la noche del nacimiento del Mesías dijeron que las formaciones angélicas cantaron: «Paz a los hombres de buena voluntad»? Ahora bien, este pueblo no tiene buena voluntad, y no gozará de paz”.- ■ Gamaliel habla: “Dime, Jesús. ¿Cómo puede esperarse la paz de que hablan los Profetas, si tenemos en cuenta que este pueblo ha de su­frir la devastación de la guerra? Habla y dame luz también a mí”. Jesús: “¿No recuerdas, maestro, que quienes estuvieron presentes la noche del nacimiento del Mesías dijeron que las formaciones angélicas cantaron: «Paz a los hombres de buena voluntad»? Ahora bien, este pueblo no tiene buena voluntad, y no gozará de paz; no reconocerá a su Rey, al Justo, al Salvador, porque le espera como rey con poder humano, mientras que es Rey del espíritu; y no le amará, puesto que el Mesías predicará lo que no le gusta a este pueblo. El Mesías no derrotará a los enemigos con carros y caballos, sino derrotará a los enemigos del alma, que tratan de apoderarse del hombre, creado por el Señor, para hacerle presa suya en el Infierno. Y no es ésta la victoria que de él espera Israel. ■ Tu Rey vendrá, Jerusalén, sobre «la asna y el pollino» (11), o sea, sobre los justos de Israel y los gentiles; mas Yo os digo que el pollino le será más fiel a Él y, precediendo a la asna, le seguirá, y crecerá en el camino de la Verdad y de la Vida. Israel, por su mala voluntad, perderá la paz, y sufrirá en sí, durante siglos, aquello mismo que hará sufrir a su Rey al convertirle en el Rey de dolor de que  habla Isaías” (12). ■ Schiammai: “Tu boca tiene al mismo tiempo sabor de leche y de blasfemia, nazareno. Responde: ¿Dónde está el Precursor? ¿Cuándo lo tuvimos?”. Jesús: “Él ya es una realidad. ¿No dice Malaquías: «Yo envío a mi ángel para que prepare delante de Mí el camino; en seguida vendrá a su Templo el Dominador que buscáis y el Ángel del Testamento, anhelado por vosotros»? (13). Luego entonces el Precursor precede inmediatamente al Mesías. Él es ya una realidad, como también lo es el Mesías. Si transcurrieran años entre quien prepara los caminos al Señor y el Mesías, todos los caminos volverían a llenarse de obstáculos y a hacerse retortijados. Esto lo sabe Dios y ha previsto que el Precursor preceda en una hora sólo al Maestro. Cuando veáis a este Precursor, podréis decir: «Comienza la misión del Mesías». ■ Y a ti te digo que el Mesías abrirá muchos ojos y muchos oídos cuando venga a estos ca­minos; mas no vendrá a los tuyos, ni a los de los que son como tú. Vo­sotros le daréis muerte por la Vida que os trae. Pero cuando —más alto que este Templo, más alto que el Tabernáculo que está dentro del Santo de los Santos, más alto que la Gloria que está sostenida por los Querubines— el Redentor ocupe su trono y su altar, de sus numerosísimas heridas fluirán: maldición para los deicidas; vida pa­ra los gentiles. Porque Él, ¡oh, maestro insipiente!, no es, lo repito, Rey de un reino humano, sino de un Reino espiritual, y sus súbditos serán únicamente aquellos que por su amor sepan renovarse en el espíritu y, como Jonás (14), nacer una segunda vez, en tierras nuevas, «las de Dios», a través de la generación espiritual que traerá el Mesías, el cual dará a la humanidad la Vida verdadera”.
Esperadme en mi hora. Estas piedras oirán de nuevo mi voz y se estremecerán con mis últimas palabras”.- ■ Schiammai y sus seguidores: “¡Este nazareno es Satanás!”. Hilel y los suyos: “No. Este niño es un Profeta de Dios. Quédate conmigo, Niño; así mi vejez transfundirá lo que sabe en tu saber, y Tú serás Maestro del pueblo de Dios”. Jesús: “En verdad te digo que si muchos fueran como tú eres, vendría la salvación sobre Israel; pero mi hora no ha llegado. A Mí me hablan las voces del Cielo, y debo recogerlas en la soledad hasta que llegue mi hora. Entonces hablaré, con los labios y con la sangre, a Jerusalén; y correré la misma suerte que corrieron los Profetas, a quienes Jerusalén misma lapidó y les quitó la vida. Pero sobre mi ser está el del Señor Dios, al cual Yo me someto como siervo fiel para hacer de Mí escabel de su gloria, en espera de que Él haga del mundo escabel para los pies del Mesías. ■ Esperadme en mi hora. Estas piedras volverán a oír de nuevo mi voz y se estremecerán con mis últimas palabras. Bienaventurados los que hayan oído a Dios en esa voz y crean en Él a través de ella: el Mesías les dará ese Reino que vuestro egoísmo imagina ser humano y que, sin embargo, es celeste, y por el cual Yo digo: «Aquí tienes a tu siervo, Señor, que ha venido a hacer tu voluntad. Consú­mala, porque ardo en deseos de cumplirla»”. Y con la imagen de Jesús con su rostro inflamado de ardor espiritual elevado al cielo, con los brazos abiertos, erguido entre los atóni­tos doctores, me termina la visión. (Son las 3 y 1/2 del día 29). (Escrito el 28 Enero de 1944).
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1  Nota  : Cfr.  Lc.  2,46-47.    2  Nota  : Cfr.  Dan.  9.     3  Nota  : Cfr.  Is.  9,5-6 .   4  Nota  : Cfr.  Núm.  24,17.    5  Nota  : Cfr.  Jer.  31,15.    6  Nota  : Cfr.  2 Rey.  2,11.   7  Nota  : Cfr.  Éx.  14,15-22.   8  Nota  : Cfr.  Is.  40,1-5.    9  Nota  : Cfr.  Dan.  9,26.   10 Nota  : Cfr.  Ageo  2,8-10.   11 Nota  : Cfr.   Zac.  9,9.   12  Nota  : Cfr.  Is.  52,13;  53,12.   13  Nota  : Cfr.  Mal.  3,1.   14  Nota  : Cfr. Jon. 2.
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1-41-227 (———–).- Cómo supo, María Valtorta, los nombres de Gamaliel, Hilel y Schiammai.
* “Es la voz que yo llamo «segunda» la que me dice estas cosas… es como una luz, una intuición que habla en mi espíritu”. ■ Debería decirle (1) ahora dos cosas que sin duda le interesan y que había decidido poner por escrito en cuanto me despertara del sopor. No obstante, dado que hay otras cosas más urgentes, lo escribiré más tarde. Lo que quería decir antes es lo siguiente. Usted hoy me decía que cómo había podido saber los nombres de Hilel y Gamaliel y el de Schiammai. Pues bien, es la voz que yo llamo «segunda» la que me dice estas cosas. Se trata de una voz de carácter menos sensible aún que la de mi Jesús o que la de los otros que dictan; éstas son voces que —ya se lo he dicho y ahora se lo repito— mi oído espiritual percibe igua­les que voces humanas; las oigo serenas o airadas, fuertes o bajas, jubilosas o tristes: es como si uno hablase a mi lado. Esta  «segunda voz», sin embargo, es como una luz, una intuición que habla en mi espíritu. «En», no «a», mi espíritu. Se trata de una indicación. Así, mientras me acercaba al grupo de los que estaban discutiendo, sin saber quién era el noble personaje que, al lado de un anciano, disputaba con tanto calor, este «algo» interior me dijo: «Gamaliel-Hilel». Sí, primero Gamaliel, luego Hilel; estoy segura. Y mientras estaba pensando en quiénes eran éstos, este indicador interno me indicó a su vez el tercero, antipático individuo, justo en el momento en que Gamaliel le estaba llamando por su nombre. Así he podido saber quién era éste, de farisaico aspecto. (Escrito el 29 de Enero de 1944).
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1  Nota  : Se dirige al Padre Migliorini, su director espiritual.
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1-41-227 (1-69-242).- Angustia de María, durante tres días, cuando perdió a su Hijo. Y la pregunta de la angustiada Madre: «¿Por qué has hecho esto?» (1).
* “No se preguntan los «porqués» a Aquel que sabe los «porqués»… A los que han sido llamados no se les pregunta «por qué» dejan todo para seguir la voz de Dios. Yo, la Sabiduría, lo sabía; Yo había «sido llamado» a una misión y la estaba cumpliendo”.- ■ Dice Jesús: “Volvemos muy atrás en el tiempo, muy atrás. Volvemos al Templo donde Yo, con doce años, estoy disputando; es más, volvemos a las vías que van a Jerusalén, y de Jerusalén al Templo. Observa la angustia de María al ver —una vez congregados de nuevo juntos hombres y mujeres— que Yo no estoy con José. No levanta la voz regañando duramente a su esposo. Todas las mujeres lo habrían hecho; lo hacéis, por motivos mucho menores, olvidándoos de que el hombre es siempre cabeza del hogar. No obstante, el dolor que emana del rostro de María traspasa a José más de lo que pudiera hacerlo cualquier tipo de reprensión. No se da tampoco María a escenas dramáticas. Por motivos mucho menores, vosotras lo hacéis deseando ser notadas y compadecidas. No obstante, su dolor contenido es tan manifiesto (se pone a temblar, palidece su rostro, sus ojos se dilatan) que conmueve más que cualquier escena de llanto y gritos. Ya no siente ni fatiga ni hambre. ¡Y el camino había sido largo, y sin reparar fuerzas desde hacía horas! Deja todo; deja al lecho que se estaba preparando, deja la comida que iban a distribuir. Deja todo y regresa. Está avanzada la tarde, anochece; no importa; todos sus pasos la llevan de nuevo hacia Jerusalén; hace detenerse a las caravanas, a los peregrinos; pregunta. José la sigue, la ayuda. ■ Un día de camino en dirección contraria, luego la angustiosa búsqueda por la Ciudad. ¿Dónde, dónde puede estar su Jesús? Y Dios permite que Ella, durante muchas horas, no sepa dónde buscarme. Buscar a un niño en el Templo no era cosa juiciosa: ¿qué iba a tener que hacer un niño en el Templo? En el peor de los casos, si se hubiera perdido por la ciudad y, llevado de sus cortos pasos, hubiera vuelto al Templo, su llorosa voz habría llamado a su mamá, atrayendo la atención de los adultos y de los sacerdotes, y se habrían puesto los medios para buscar a los padres fijando avisos en las puertas. Pero no había ningún aviso. Nadie sabía nada de este Niño en la ciudad. ¿Guapo? ¿Rubio? ¿Fuerte? ¡Hay muchos con esas características! Demasiado poco para poder decir: «¡Le he visto! ¡Estaba allí o allá!». ■ Y vemos a María, pasados tres días, símbolo de otros tres días, de futura angustia, entrando exhausta en el Templo, recorriendo patios y vestíbulos. Nada. Corre, corre la pobre Mamá hacia donde una voz de niño. Hasta los balidos de los corderos le parecen el llanto de su Hijo buscándola. Mas Jesús no está llorando; está enseñando. Y he aquí que desde detrás de una barrera de personas llega a oídos de María la amada voz diciendo: «Estas piedras se estremecerán…». Entonces trata de abrirse paso por entre la muchedumbre, y lo consigue después de una gran fatiga: ahí está su Hijo, con los brazos abiertos, erguido entre los doctores. ■ María es la Virgen prudente. Pero esta vez la congoja vence a su comedimiento. Es una presa que derriba todo lo que pilla a su paso. Corre hacia su Hijo, le abraza, levantándole y bajándole de su asiento y exclama: «¡Oh! ¿Por qué nos has hecho esto? Hace tres días que te estamos buscando. Tu Madre está a punto de morir de dolor, Hijo. Tu padre está muerto de cansancio. ¿Por qué, Jesús?». ■ No se preguntan los «porqués» a Aquel que sabe los «porqués» de su forma de actuar. A los que han sido llamados no se les pregunta «por qué» dejan todo para seguir la voz de Dios. Yo, la Sabiduría, lo sabía; Yo había «sido llamado» a una misión y la estaba cumpliendo. Por encima del padre y de la madre de la tierra, está Dios, Padre di­vino; sus intereses son superiores a los nuestros; su amor es superior a cualquier otro. Y esto es lo que le digo a mi Madre. ■ Termino de enseñar a los doctores enseñando a María, Reina de los doctores. Y Ella no se olvidó jamás de ello. Volvió a surgir el Sol en su corazón al tenerme de la mano, de esa mano humilde y obe­diente; pero mis palabras también quedaron en su corazón. Muchos soles y muchas nubes habrían de surcar todavía el cielo durante los veintiún años que debía Yo permanecer aún en la tierra. Mucha ale­gría y mucho llanto, durante veintiún años, se darán el relevo en su corazón. Mas nunca volverá a preguntar: «¿Por qué nos has hecho es­to, Hijo mío?». ¡Aprended, hombres arrogantes! He explicado e iluminado Yo la visión porque tú no estás en con­diciones de hacer más”. (Escrito el 22 de Febrero de 1944).
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1  Nota  : Cfr.  Luc. 2, 48-51.
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1-42-229 (1-70-243).- La muerte de San José.
* Jesús, en un día de trabajo en la carpintería de Nazaret, está como preocupado.- Veo el interior de un taller de carpintero. Dos de sus paredes parecen estar formadas de roca, como si se hubiesen aprovechado grutas naturales para hacer habitaciones. En este caso, para mayor detalle, son de roca los lados norte y oeste; las otras dos paredes, sin embargo, la sur y la este, están enlucidas como las nuestras. En la parte norte, un entrante de la roca ha sido adaptado para formar un pequeño horno rudimentario; en él hay un botecito con barniz o cola, no lo distingo bien. La leña quemada desde hace años en ese lugar ha ennegrecido las paredes de negro. Y ¿como chimenea para aspirar el humo?… Un agujero en la pared con una especie de gruesa teja curva en su parte alta. Pero esta chimenea ha debido cumplir mal su función, porque no solo esta pared sino también las otras están ennegrecidas a causa del humo; en estos momentos, incluso, por toda la habitación hay una niebla de humo. ■ Jesús está trabajando en un banco de carpintero. Con la garlopa está alisando unas tablas, y las va apoyando en la pared que está a sus espaldas. Luego toma una especie de taburete, apretado por dos lados en una mordaza; lo saca, mira si está bien hecho el trabajo, lo examina atentamente con la escuadra, luego se acerca al horno, toma el botecito y remueve dentro con un palito, o quizás un pincel, no lo sé; tan sólo veo la parte que sobresale y que parece un palo. El vestido de Jesús es de color castaño oscuro. Es una túnica bastante corta. Las mangas arremangadas hasta el codo, y, delante lleva puesto una especie de delantal, en el que se limpia los dedos después de haber tocado el botecito. Está sólo. Trabaja con fuerza, pero sin impaciencia. Nada de desorden, nada de precipitación. No pierde la paciencia por nada: ni por un nudo en una tabla, que no se deja alisar; ni por un destornillador (por lo que me parece), que se cae dos veces del banco; ni por el humo del ambiente, que le debe entrar en los ojos. De vez en cuando levanta su cabeza y mira hacia la pared sur, donde hay una puerta que está cerrada, como queriendo escuchar. Después hay un momento en que abre una puerta que está en la pared este y que da a la calle y se asoma. Veo un trecho de una callejuela polvorienta. Parece como si Jesús esperase a alguien. Luego cierra la puerta y vuelve a su trabajo. No está triste, pero sí como preocupado.
* Jesús y María asisten a José en la hora de la muerte.- Jesús, inclinado sobre el agonizante, recita salmos para darle fuerzas en la última prueba.- ■ Y, mientras está trabajando en algo que me parece que sean unos componentes del aro de una rueda, entra la Virgen. Entra por una puerta de la parte situada al sur. Entra con prisa y corre hacia Jesús. Su vestido es de azul oscuro y no lleva nada en la cabeza. Es una sencilla túnica ceñida a la cintura con una faja de igual color. Acongojada, apoyada con ambas manos en un brazo de su Hijo, le llama con un gesto de súplica y de dolor. Jesús la acaricia, y, poniéndole su brazo por encima de los hombros, la consuela, luego se va con Ella, dejando el trabajo y quitándose antes el delantal. Me imagino que Ud. (1) quiere saber lo que le dijo. Fueron pocas palabras: “¡Oh Jesús! ¡Ven, ven! ¡Está muy mal!”. Las dice con sus labios que tiemblan y con lágrimas en sus ojos enrojecidos y cansados. Jesús no dice sino: “¡Mamá!”. Pero hay todo en esa palabra. Entran en la habitación de al lado; el sol, que entra por una puerta abierta que da a un  huertecillo lleno de luz y de verdor, por el que revolotean palomas entre un ondear de ropa puesta a secar, hace encantadora esta habitación, que es pobre pero está ordenada. Hay en ella un lecho bajo, cubierto con una especie de colchones (digo colchones porque son unas cosas gruesas y mullidas, pero no es una cama como las nuestras). ■ Sobre él, recostado sobre almohadones, está José. Está agonizando. Su cara pálida, su mirar apagado, su pecho que jadea anhelante, y el completo decaimiento de su cuerpo,  son la señal de que agoniza. María se pone a su izquierda. Le coge la mano rugosa y lívida en las suyas, y la frota, la acaricia, la besa. Luego, con un paño de lino, le seca el sudor que corre por sus hundidas sienes; y la lágrima, que en el ángulo del ojo se vuelve vítrea. Y le humedece los labios con un paño mojado en un líquido que parece vino blanco. Jesús se pone a su derecha. Alza cuidadosamente este cuerpo que se está hundiendo, le incorpora volviéndole a poner sobre los almohadones, y, junto con María, pone en orden éstos. Acaricia la frente del agonizante y trata de reanimarle. María llora quedo; sin hacer ruido, pero llora. Sus lágrimas corren por sus pálidas mejillas y le bañan su vestido. Parecen relucientes zafiros. José vuelve en sí por unos cuantos minutos, mira a Jesús, le da la mano como para decirle algo o para recibir, al contacto divino, fuerzas en la última prueba. Jesús inclina su cabeza sobre esta mano y la besa. José sonríe. Luego vuelve sus ojos para buscar con la mirada a María y también Ella sonríe. María se arrodilla junto al lecho tratando de seguir sonriendo, pero no logra e inclina su cabeza. José le pone la mano sobre la cabeza con una casta caricia que parece una bendición. Solo se oye el revoloteo y el arrullo de las palomas, el crujir de las hojas, el caer del agua, y, en la habitación, el respiro del agonizante. Jesús mira alrededor del lecho, toma un banquito, y hace que se siente María, diciéndole solamente: “Mamá”. Regresa a su lugar y vuelve a tomar entre sus manos la mano de José. Es tan real la escena, que lloro por la aflicción de María. ■ Después Jesús se inclina sobre el agonizante, y dice en voz baja un salmo. Sé que es un salmo, pero ahora no puedo decirle cuál sea (2). Empieza de este modo: “«Guárdame, Dios mío, pues en Ti he puesto mi esperanza… A favor de los santos que hay en la tierra, ha dado cumplimiento admirablemente a todos mis deseos… Bendeciré al Señor que me da consejosPongo siempre al Señor en mi presencia. Él está a mi derecha para que no vacile. Por esto se alegra mi corazón y me lengua se regocija y mi cuerpo reposará en la esperanza. Porque Tú no abandonarás mi alma en su estancia entre los muertos, ni permitirás que tu santo experimente la corrupción. Me darás a conocer las sendas de la vida, me colmarás de alegría mostrándome tu rostro»”. José se reanima y con una sonrisa mayor mira a Jesús y le aprieta los dedos. Jesús  responde a la sonrisa con otra sonrisa, le estrecha la mano, y suavemente inclinado hacia su padre putativo continúa (3): “«Cuán hermosas son tus moradas ¡oh Señor!  Felices quienes moran en tu casa… Feliz el hombre que encuentra en Ti sus fuerzas. Él se ha propuesto subir del valle de lágrimas, al lugar amado. ¡Oh Señor! Escucha mi plegaria… ¡Oh Dios! vuelve tus ojos y mira el rostro de tu Ungido…»”. ■ José, visiblemente conmovido,  mira a Jesús y hace ademán de querer hablar, como para bendecirle, pero no puede; se ve que entiende, pero no puede hablar. Sin embargo está feliz y mira con animación y confianza a Jesús. Continúa diciendo Jesús (4): “«¡Oh Señor! Tú eres propicio a tu tierra, has librado de la esclavitud a Jacob… Muéstranos, Señor, tu misericordia y concédenos a quien nos salve. Quiero oír lo que dentro de mí dice el Señor Dios. Sin duda hablará de paz a su pueblo debido a sus santos y a los que de corazón vuelven a Él. Sí. Tu salvación no está lejana… la gloria habitará sobre la tierra… La bondad y la verdad se han encontrado; la justicia y la paz se han abrazado. La verdad ha brotado de la tierra y la justicia ha asomado desde los cielos. Sí. El Señor se mostrará benigno y nuestra tierra producirá sus frutos. La justicia caminará delante de Él y dejará en los caminos sus huellas». La has visto ahora, padre, y por ella trabajaste fatigosamente. Has ayudado para que llegase esta hora, y el Señor te dará su premio. Yo te lo digo” añade Jesús, secando una lágrima de alegría que lentamente baja por las mejillas de José. Luego prosigue (5): «Acuérdate de David, ¡Oh Señor!, en el campo de su adversidad. Acuérdate de que juró al Señor:no entraré a mi casa, ni me acostaré, ni concederé sueño a mis ojos, lo mismo que a mis párpados, ni descanso a mis sienes, hasta que no haya encontrado un lugar para el Señor, una mansión para el Dios de Jacob…’. Levántate, Señor, y ven al lugar de tu descanso, Tú y tu santa Arca (María comprende y solloza). Revístanse de justicia tus sacerdotes y celebren fiesta tus santos. Por amor de David tu siervo, no dejes de mostrar el rostro de tu Ungido. El Señor hizo una promesa a David y la mantendrá: ‘Pondrá sobre tu trono al fruto de tu seno’. El Señor tiene elegida su moradaYo haré florecer el poder de David, preparando una antorcha encendida para mi Ungido». ■ Gracias, padre mío, en nombre mío y en el de mi Madre. Fuiste un padre bueno. El Eterno te puso para que tuvieses cuidado de su Mesías y de su Arca. Fuiste la antorcha encendida para Él, y tuviste entrañas de caridad para con el Fruto del seno santo. Ve en paz, padre. A mi Madre no le faltará ayuda. El Señor ha dispuesto que no esté sola. Ve tranquilo a tu descanso. Yo te lo digo”. María llora con su rostro apoyado sobre las cobijas (parecen colchas) extendidas sobre el cuerpo de José que se está enfriando. Jesús se prodiga aún más en confortarle,  porque el respiro se hace cada vez más fatigoso y la mirada se va nublando.«Feliz el hombre (6) que teme al Señor y pone todo su gusto en sus mandamientos… Su rectitud permanece por los siglos de los siglos. Entre los hombres rectos surge, como entre las tinieblas la luz, el misericordioso, el benigno, el justo… El justo será siempre recordado… Su justicia es eterna, su poder llegará hasta la gloria…». ■ Y tú tendrás esta gloria, padre. Pronto iré a traerte con los Patriarcas que te han precedido, a la gloria que te espera. Alégrese tu alma con mis palabras (7). «Quien confía en la ayuda del Altísimo vive bajo la protección del Dios del Cielo». Ésa es tu morada, padre mío. «Él me soltó del lazo de los cazadores y de las palabras duras. Con su plumaje te cubrirá y bajo sus alas hallarás refugio. Su verdad te protegerá como un escudo; no temerás miedos de la noche… No se acercará a ti ningún mal… porque sus ángeles han recibido la orden de cuidar en todos tus caminos. Te llevarán sobre sus palmas para que tu pie no tropiece en las piedras. Caminarás sobre el áspid y el basilisco y hollarás al león y al dragón. Porque has esperado en el Señor, Él te dice, padre, que te librará y te protegerá. Puesto que has elevado a Él tu voz, te escuchará; estará contigo en la última tribulación, te glorificará después de esta vida, haciéndote ver ya desde esta vida su Salvación», y en la otra haciéndote entrar, por la Salvación que ahora te consuela y que pronto, ¡oh…, muy pronto irá, te lo repito, a darte el abrazo divino y llevarte consigo, a la cabeza de todos los Patriarcas, a donde está preparado el lugar para el Justo que fue mi padre bendito! Adelántate a decir a los Patriarcas que la Salvación está en el mundo, y que el Reino de los Cielos pronto les estará abierto. Ve, padre. Mi bendición te acompañe”. ■ Jesús ha alzado su voz para que José en la niebla de la agonía pueda oírla. El fin es inminente. Respira ansiosamente. María le acaricia. Jesús se sienta sobre el lado del lecho, abraza y atrae hacia Sí al agonizante que se extingue sin ningún movimiento. Es una escena maravillosamente serena. Jesús vuelve a colocar al Patriarca y abraza a María que, al final, angustiada de dolor, se había acercado a él”. (Escrito el 5 de Febrero de 1944).
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1  Nota  : Se dirige al  Padre Migliorini,  su director espiritual.  2  Nota  : Cfr.  Sal.  15.  3  Nota  : Cfr. Sal. 83.   4  Nota  : Cfr. Sal. 84.   5  Nota  : Cfr. Sal. 131.  6  Nota  : Cfr.  Sal. 111.  7  Nota  : Cfr. Sal. 90.
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1-42-234 (1-71-249).- Jesús es la paz de quien sufre  y de quien muere.
* Todas las mujeres deben imitar a María en su viudez: uniéndose a Jesús. “¿Y qué hace, en esa hora, para tener fuerza?: se abrazó a Mí. María, siempre, se abrazó a Dios en las horas más graves de su vida”.-  ■ Dice Jesús: “A todas las mujeres a quienes el dolor tortura, les digo que imiten a María en su viudez: uniéndose a Jesús. Los que piensan que María no haya sufrido en su corazón, están equivocados. Mi Madre sufrió. Sabedlo. Santamente, porque todo en Ella era santo, pero agudamente. Igualmente se equivocan los que piensan que María amó a José con un sencillo amor, fundándose en que José era su esposo en el espíritu y no para el cuerpo. María amó intensamente a José, a quien dedicó seis lustros de su vida fiel. José fue para Ella padre, esposo, hermano, amigo, protector. Ahora Ella se sentía sola como sarmiento arrancado de la vid. Su casa parecía como si sobre ella hubiera caído un rayo; se dividía. Primero era una unidad en la que los miembros se sostenían mutuamente; ahora faltaba el muro principal. Éste fue el primer golpe asestado a esa Familia, y fue señal del otro abandono, que ya estaba próximo: el de su amado Jesús. ■ La voluntad del Padre había querido que fuera esposa y Madre; ahora, por esta misma voluntad le imponía el peso de la viudez y le ordenaba le entregase a su Hijo. Y María vuelve a pronunciar entre lágrimas esos «síes» sublimes suyos: «Sí, Señor, hágase en mí lo que tu palabra quiera». ¿Y qué hace, en esa hora, para tener fuerza?: se abrazó a Mí. María, siempre, se abrazó a Dios en las horas más graves de su vida. Así lo hizo en el Templo cuando recibió la llamada al matrimonio; como en Nazaret cuando fue llamada a la Maternidad o entre lágrimas al verse viuda, o, en Nazaret también, cuando tuvo que pasar por el suplicio de separarse de su Hijo; como en el Calvario, bajo la tortura que le supuso el verme morir”.
* “Aprended vosotros que vivís para morir. Tratad de haceros dignos de las palabras que dije a José. Serán vuestra paz en vuestra agonía. La muerte pierde toda su fuerza si morís en mis brazos. Lo dije para todos vosotros en la Cruz: «Señor, te confío mi espíritu». Lo dije en mi agonía pensando en la de cada uno de vosotros”.-  Jesús: “Aprended de Ella, vosotros que lloráis. Aprended vosotros que vais a morir. Aprended, vosotros que vivís para morir. Tratad de haceros dignos de las mismas palabras que dije a José. Serán vuestra paz en vuestra agonía. Aprended, vosotros que debéis morir, a haceros dignos de que Jesús esté cerca de vosotros, que sea vuestro consuelo. Pero, aunque no seáis dignos de ello, tened la osadía, de todas formas, de llamarme para que vaya a vuestro lado. Yo vendré con las manos llenas de gracias y de consuelo, con el Corazón lleno de perdón y amor, con los labios llenos de palabras de absolución y de valor. ■ La muerte pierde toda su dureza si morís en mis brazos. Creedlo. No puedo abolir la muerte, pero hago que sea dulce para que se muera confiando en Mí. Lo dije por todos vosotros en la Cruz: «Señor, te confío mi espíritu». Lo dije en mi agonía, pensando en la de cada uno de vosotros, pensando en vuestros sentimientos de terror, en vuestros errores, en vuestros deseos de perdón. Lo dije con el corazón desgarrado por el dolor, antes que por la lanza. Un dolor espiritual más duro que el físico, para que las agonías de los que mueren pensando en Mí se dulcificasen, y su espíritu se pasase de la muerte a la Vida, del dolor al Gozo eterno”. (Escrito el 5 de Febrero de 1944).
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1-43-236  (1-72-250).- Como conclusión de la vida oculta.
* “En los Evangelios, Él es el Maestro. Aquí es el Hombre, el Dios que se humilla por amor al hombre. Mas también obra milagros aquí, en el anonadamiento de una vida corriente; los obra en mí… en casa de Zacarías… en José… en los pastores… por doquiera que pasa… que estuviese”.- ■ Dice María Virgen: “Antes de que entregues estos cuadernos, uno a ellos mi bendición. Ahora —tan solo se necesita que queráis hacerlo con un poco de paciencia— podéis tener una colección completa de los hechos de la vida íntima de mi Jesús. Tenéis, desde la Anunciación hasta el momento en que sale de Nazaret para predicar, no sólo los dictados, sino también la ilustración de los hechos que acompañaron la vida familiar de Jesús. Los Evangelios, al describir el vasto cuadro de la vida de mi Hijo, engloban, en breves referencias, sus primeros años, su niñez, su adolescencia y su juventud. En los Evangelios, Él es el Maestro. Aquí es el Hombre, el Dios que se humilla por amor al hombre. Mas también obra milagros aquí, en el anonadamiento de una vida corriente; los obra en mí, sintiendo mi alma llevada a la perfección al vivir en contacto con este Hijo mío que estaba formándose en mi seno; los obra en casa de Zacarías, santificando al Bautista, ayudando a Isabel en el momento del parto, devolviéndole la palabra, y la fe a Zacarías; ■ los obra en José, abriéndole el espíritu a la luz de una verdad tan excelsa que no hubiera podido comprenderla por sí solo, a pesar de ser justo. José, después de mí, fue el más consolado de esta lluvia de divinos beneficios. Observa cuánto camino recorre, espiritual camino, desde que viene a mi casa hasta el momento de la huida a Egipto. Al principio era solamente un hombre justo según los cánones de su tiempo; luego, por fases, deviene el justo del tiempo cristiano. Se enriquece de la fe en Cristo y, tanto se abandona en esta fe segura, que de la frase pronunciada al principio del viaje de Nazaret hacia Belén –«¿Cómo nos las arreglaremos?»-, frase en que estaba comprendido todo el hombre, todo ese hombre que se revela con sus temores humanos, con sus humanas preocupaciones, pasa a la esperanza. Así, en la gruta, antes del nacimiento, dice: «Mañana irá mejor». Jesús, ya cercano­, le fortifica con esta esperanza, que entre los dones de Dios es uno de los más bellos. Y luego, cuando el contacto con Jesús le santi­fica, pasa de esta esperanza a la intrepidez. Siempre se había dejado dirigir por mí, llevado del respeto de altísima veneración que hacia mí abrigaba. Ahora, por el contrario, dirige él, tanto las cosas de orden m­aterial como las de otro orden superior, y, en calidad de cabeza de la Familia, decide todo él. Es más, cuando, tras los meses de unión con el Hijo divino que le saturaron de santidad, llega la peno­sa hora de la huida, es él quien alivia mi pena, y me dice: «Aun en el caso de perderlo todo, teniéndole a Él tenemos todo». ■ Y también en los pastores mi Jesús obra milagros de gracia. Así, el Ángel se dirige al pastor ya predispuesto a la Gracia por su fugaz encuentro conmigo, y le conduce a la Gracia, para que sea de ella salvado para siempre. ■ Obra milagros por doquiera que pasa, ya en exilio, ya de nuevo en su pequeña patria de Nazaret. Dondequiera que estuviese, en efecto, la santidad se expandía como el aceite sobre un lienzo, o la fragancia de las flores por el aire, y todo aquel que recibía su toque, a menos que no fuera un demonio, salía ansioso de santidad. Tal an­helo es  ya raíz de vida eterna, pues quien quiere ser bueno consigue la bondad, que lleva al Reino de Dios”.
* “Ahora ya tenéis, en escenas que reflejan momentos diversos, la Santa Humanidad de mi Hijo desde el alba el ocaso. Podríamos haber dado todo junto, pero la Providencia juzgó que así estaba bien; por ti, alma mía. Y no es solo una razón de Providencia, sino también hay una razón de Bondad”.- ■ María Virgen: “Ahora ya tenéis, en escenas que reflejan momentos diversos, la santa Humanidad de mi Hijo, desde el alba al ocaso. Si el padre M. lo considera oportuno, puede componer una secuencia ordenada, de forma que quede un todo sin lagunas. Si es que lo estima útil. Podríamos haber dado todo junto, pero la Providencia juzgó que así estaba bien; por ti, alma mía. En cada uno de los dictados te he­mos dado la medicina para aquellas heridas que te serían infligidas. Te la hemos ido dando con antelación, para prepararte. Mientras es­tá granizando, nada parece protegernos, mas no es así. Si bien es que la tempestad reaviva la humanidad que duerme sepultada bajo las aguas espirituales, no lo es menos que también saca a la su­perficie las gemas de una doctrina sobrenatural que, habiendo sido depositadas en vuestro corazón, esperaban precisamente esa hora de tempestad para emerger y deciros: «Acordaos de que también existi­mos nosotros». ■ Y no es sólo una razón de Providencia, alma mía, sino que tam­bién hay en ello una razón de bondad. En efecto, ¿cómo te hubiera si­do posible, en el actual estado de postración en que te encuentras, ver u oír ciertas visiones o ciertos dictados? Te habrían lesionado en modo tal, que te habrían incapacitado para tu misión de «portavoz». Por eso, los hemos dado antes, evitando así quebrarte el corazón —pues somos buenos— con visiones y palabras demasiado acordes con tu sufrir, que te lo habrían agudizado hasta portarlo al espasmo. No somos crueles, María. Siempre actuamos de forma que recibáis de Nosotros consuelo, y no temor o aumento de vuestro dolor. Nos es su­ficiente que os fiéis de Nosotros. Nos es suficiente que, con José, di­gáis: «Si me queda Jesús, todo me queda», para que vayamos con do­nes celestes a consolar vuestro espíritu. No te prometo dones y consolaciones humanas; sí, las mismas consolaciones que tuvo José: sobrenaturales”.
* Uso de los Dones de los Magos. “El tener con nosotros a Jesús no nos procuró bienes materiales. Os olvidáis de que Él dijo: «Buscad las co­sas del espíritu». Todo lo demás es añadidura”.-María Virgen: “Todos han de saber, efectivamente, que, bajo la presión de la usura, que sofoca a todo po­bre fugitivo, los dones de los Magos se disiparon, con la rapidez del relámpago, en conseguir un techo y ese mínimo de enseres o del ne­cesario alimento, proveniente de aquella única fuente mientras no pudimos encontrar trabajo. ■ En la comunidad hebrea ha habido siempre mucha ayuda mutua, pero la de Egipto en concreto estaba formada en su mayor parte por gente perseguida que había tenido que expatriarse; gente pobre, por tanto, como nosotros, que nos añadíamos a su número. Y una peque­ña parte de aquella riqueza, que queríamos reservarla para Jesús, para cuando fuera adulto, (la que se había salvado de los gastos de asentarnos en Egipto) nos sirvió para cubrir las necesidades del re­greso a la patria, y fue apenas suficiente para organizar de nuevo en Nazaret casa y taller. Los tiempos cambian, pero la avidez humana es siempre la misma, y siempre aprovecha la necesidad ajena para, abusivamente, succionar su parte. ■ No. El tener con nosotros a Jesús no nos procuró bienes materia­les. Muchos de vosotros es esto lo que pretendéis en cuanto os sentís un poquito unidos a Jesús. Os olvidáis de que Él dijo: «Buscad las co­sas del espíritu». Todo lo demás es añadidura. Es verdad que Dios proporciona también el alimento a los hombres, como a las aves, pues sabe que, mientras la carne sea armadura de vuestra alma, lo necesitáis. Cierto; pero, pedid primero su Gracia, pedid primero por vuestro espíritu. El resto se os dará por añadidura. ■ A José, humanamente hablando, la unión con Jesús no le procuró sino trabajos, esfuerzos, persecuciones, hambre. Pero, dado que ten­día sólo hacia Jesús, todo esto se transformó en paz espiritual, en alegría sobrenatural. Yo quisiera conduciros al punto en que estaba mi esposo cuando decía: «Aunque nos quedáramos sin nada, tendre­mos siempre todo, porque tenemos a Jesús»”.
* Niña querida mía, llora, pero persevera en la fortaleza. El martirio no está en la forma del tormento, está en la constancia con que el mártir lo soporta”.- María Virgen: “Sé que el corazón se rompe, sé que la mente se nubla, sé que la vida se consume. Sí, María, pero… ¿Eres de Jesús? ¿Quieres serlo? ¿Dónde, cómo murió Jesús? Niña querida mía, llora, pero persevera en la fortaleza. El martirio no está en la forma del tormento, está en la constancia con que el mártir lo soporta. Por tanto, tan martirio es una pena moral cuanto lo es un arma, cuando aquélla se soporta con la misma finalidad. Tú soportas por amor a mi Hijo. Todo lo que ha­ces por los hermanos es siempre amor a Jesús, el cual los quiere sal­vos. Por tanto, lo que vives es martirio; persevera en él. No quieras actuar por ti sola. Es suficiente —puesto que estás sometida a pre­sión demasiado fuerte como para poder tener todavía el vigor de guiarte por ti sola y de dominar incluso tu humanidad, impidiéndole orar—, es suficiente con que dejes que el dolor te torture sin rebe­larte. Basta que le digas a Jesús: «¡Ayúdame!». Lo que tú no puedes hacer, Él lo hará en ti. Permanece en Él. Siempre en Él. No quieras salir de Él; y no saldrás si tú no lo quieres. Y aunque de hecho, como ahora, la intensidad del dolor te impida ver dónde estás, tú estarás siempre en Jesús. ■ Te bendigo. Di conmigo: «Gloria Patri et Filio et Spiritui Sancto». Que éste sea siempre tu grito. Hasta que lo digas en el Cielo. La gra­cia del Señor esté siempre en ti”.  (Escrito el 10 de Junio de 1944) .
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30 años después. 
Recuerdos, noticias sobre algunos hechos de la infancia de Jesús.
 
 (<Al comienzo de su ministerio público, Jesús, acompañado de Juan, Zelote y Judas Iscariote, va recorriendo los lugares en donde se inició el misterio del Dios hecho carne>)
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1-73-384 (1-37-422).- 30 años después: en las cercanías de Belén, en casa de un campesino, noticias sobre la matanza de Herodes y la suerte de Ana. Visita a la Gruta de la Natividad.-  Edicto de empadronamiento fue publicado por Quirino.
* En la casa de un campesino de Belén.
.   ● “Sé que he sido puesto para prueba y contradicción de muchos”.- ■ El camino es un sendero pedregoso, polvoriento, que el sol del estío ha quemado. Discurre entre grandes olivos, todos cargados con pequeñas aceitunas. El suelo, en los lugares que aún no han sido pisados, está cubierto con las florecillas del olivo, que cayeron después de la fecundación. Jesús, con los tres, camina en fila india a lo largo del margen del camino, donde la sombra de los olivos ha conservado todavía verde la hierba, y por ello hay menos polvo. El camino cambia de dirección en ángulo recto, y sube levemente hacia una cuenca que tiene forma de amplia herradura, en la que están esparcidas numerosas casas, más o menos grandes, hasta formar una pequeña ciudad. Exactamente en el punto en que el camino tuerce, hay una construcción cúbica cubierta por una pequeña cúpula baja; está completamente cerrada, como abandonada. Zelote dice: “¡He allí el sepulcro de Raquel!”. Iscariote: “Entonces ya casi hemos llegado. ¿Entramos inmediatamente en la ciudad?”. Jesús: “No, Judas. Primero os enseñaré un lugar… Después entraremos en la ciudad y como todavía el día es claro y por la noche habrá luna, podremos hablarle a la población, si quiere escuchar”. Iscariote: “¿Cómo quieres que no te escuche?”. ■ Han llegado al sepulcro, antiguo pero bien conservado, y bien pintado en blanco. Jesús se detiene a beber en un rústico pozo cercano. Una mujer, que ha venido a sacar agua, se la ofrece. Jesús le pregunta: “¿Eres de Belén?”. Mujer: “Lo soy. Pero ahora, en tiempo de recolección, estoy con mi marido en estos campos, para cuidar los huertos y los árboles frutales. Tú, ¿eres galileo?”. Jesús: “Nací en Belén, pero estoy en Nazaret de Galilea”. Mujer: “¿Tú también perseguido?”. Jesús: “La familia. Pero por qué dices: «¿Tú también?» ¿Hay muchos perseguidos entre los betlemitas?”. Mujer: “¿No lo sabes? ¿Cuántos años tienes?”. Jesús: “Treinta”. Mujer: “Si es así… naciste exactamente cuando… ¡Oh, qué desgracia! Pero… ¿pero por qué nació Aquél aquí?”. Jesús:  “¿Quién?”. Mujer: “Aquél que se decía que era el Salvador. Maldición a esos estúpidos que, borrachos de sidra, vieron ángeles en las nubes, oyeron voces celestiales en los balidos y rebuznos y, en medio de su semioscura embriaguez, tomaron a tres miserables por los más santos de la tierra. ¡Maldición a ellos! ¡Y a quien  creyó en ellos!”. Jesús: “Pero no explicas, con todas tus maldiciones qué sucedió. ¿Por qué maldices?”. Mujer: “Porque… Óyeme: ¿a dónde quieres ir?”. Jesús: “A Belén con mis amigos. Tengo compromisos allí. Debo saludar a viejos amigos y llevarles el saludo de mi Madre. Pero antes quisiera saber muchas cosas, porque nosotros los de la familia hace muchos años que estamos ausentes. Dejamos la ciudad cuando yo era de unos cuantos meses”. ■ Mujer: “Antes de la desgracia, entonces. Oye, si no te repugna la casa de un campesino, ven con nosotros a compartir el pan y la sal, Tú y tus compañeros. Hablaremos durante la cena y os daré alojo hasta mañana. Tengo una casa muy pequeña, pero en el pajar hay mucho heno amontonado. La noche es cálida y serena. Creo que podrás dormir”. Jesús: “El Señor de Israel pague tu hospitalidad. Con gusto voy a tu casa”. Mujer: “El peregrino trae siempre bendiciones consigo. Vamos. Pero antes debo echar seis cántaros de agua a las verduras”. Jesús: “Yo te ayudo”. Mujer: “No, Tú eres un señor. Lo dice  tu  modo de obrar”. Jesús: “Soy un obrero, mujer.  Y éste es pescador. Y éstos, judíos, son de censo y empleo. No Yo”. Y toma el cántaro que estaba cerca del brocal del pozo, le pone la cuerda y lo baja. Los otros no quieren ser menos y dicen a la mujer: “¿Dónde está el huerto? Muéstranoslo: llevaremos allí los cántaros”. Mujer: “Dios os bendiga. Tengo los riñones destrozados de tanto trabajar. Venid…”. Y mientras Jesús saca su cántaro, los otros tres desaparecen por un vericueto… después regresan con dos cántaros vacíos, los llenan y se van. Y así lo hacen no tres veces, sino hasta diez.  Y Judas con la sonrisa en la boca dice: “Se muere de bendecirnos. Hemos echado tanta agua en la verdura que por dos días por lo menos, la tierra estará mojada y esta mujer no acabará con sus riñones”. ■ Y cuando vuelve por última vez dice: “Maestro, de todas formas, me parece que hemos venido a parar a un mal sitio”. Jesús: “¿Por qué Judas?”. Iscariote: “Porque la tiene tomada con el Mesías. Le dije: «No blasfemes. ¿No sabes que el Mesías es la mayor gracia para el pueblo de Dios? Yeová se lo prometió a Jacob y a todos los profetas y justos de Israel, ¿y tú le odias?»”. Me respondió: «No odio a Él, sino al que los pastores borrachos y los malditos Magos de Oriente, llamaron Mesías».  Eso me dijo y… puesto que eres Tú…”. Jesús: “No importa. Sé que he sido puesto para prueba y contradicción de muchos. ¿Le dijiste quién soy Yo?”. Iscariote: “No. No soy tonto. Quise librar tus espaldas y las nuestras”. Jesús: “Hiciste bien. No por tratarse de las espaldas, sino porque Yo deseo manifestarme cuando lo crea conveniente. Vamos”. Judas los guía hasta el huerto.
.   ● Jesús, que hace recordar las profecías del A.T. sobre Belén y sobre la matanza de los inocentes, es rechazado por el campesino, penetrado, como todo betlemita, de odio hacia aquellos que, según ellos, fueron la causa de la matanza.- ■ La mujer echa los tres últimos cántaros y luego los lleva a una casa campestre que está en medio de árboles frutales. “Entrad” dice. “Mi marido está ya en la casa”. Entran en una pequeña y húmeda cocina. Jesús saluda: “La paz sea en esta casa”. El campesino responde: “Quien quiera que seas Tú, sea la bendición contigo y con los tuyos. Entra”. Y trae al punto un lavamanos con agua para que los cuatro se refresquen y se limpien. Se sientan en una mesa rústica y dice: “Os agradezco en nombre de mi mujer. Me ha dicho lo que habéis hecho. Yo nunca había tratado a los galileos, y me habían dicho que eran vulgares y pendencieros. Pero vosotros habéis sido gentiles y buenos. ¡Estando ya cansados… trabajar tanto! ¿Venís de lejos?”. Jesús: “De Jerusalén. Éstos son judíos. Éste y Yo somos de Galilea. Pero créeme hombre: el bueno y el malo se encuentran en donde quiera”. Campesino: “Es verdad. Yo, como primer encuentro con los galileos, encuentro a los buenos. Mujer, trae la comida. No tengo más que pan, verduras, aceitunas y queso. Soy campesino”. Jesús: “Yo tampoco soy un señor. Soy carpintero”. Campesino: “¿Tú? No, a juzgar por tus modales”. La mujer interrumpe: “Nuestro huésped es de Belén, te lo dije, y, si persiguen a los suyos, habrán sido quizás ricos e instruidos como lo eran  Josué de Ur, Matías de Isaac, Leví de Abraham… ¡pobres desgraciados!”. Campesino: “Nadie te preguntó. Perdónala. Las mujeres son más parlanchinas que los pájaros al oscurecer”. Jesús: “¿Eran familias de Belén?”. Campesino: “¿Cómo?… ¿No sabes quiénes eran, siendo Tú de Belén?”. Jesús: “Huimos cuando Yo apenas tenía unos cuantos meses”. La mujer que en verdad debe ser una parlanchina dice de nuevo: “Se fue antes de la matanza”. Campesino: “¡Ah! Lo comprendo. De otro modo no habría nadie en el mundo. ¿No has regresado más allá?”. Jesús: “No”. ■ El hombre exclama: “¡Qué gran desgracia! Encontrarás a pocos de los que, según me ha contado Sara, quieres conocer y saludar. Muchos fueron matados, muchos huyeron, muchos… dispersos y no se sabe ni siquiera si murieron en el desierto o fueron arrojados en la cárcel para castigarlos por su rebelión. Pero ¿fue rebelión?… Mas ¿quién habría podido permanecer inerte, dejando degollar a tantos inocentes? No, ¡que no es justo que estén todavía vivos Leví y Elías (1), mientras hayan sido asesinados tantos inocentes!”. Jesús: “¿Quiénes son esos dos y qué hicieron?”. Campesino: “¡Pero bueno!… al menos sabrás algo de la matanza. ¡La matanza de Herodes! Más de mil infantes en la ciudad y otro millar casi en los campos (2). Y… todos… casi todos varoncitos, porque en medio de la furia, de la oscuridad, confusión, esos crueles hombres arrancaron de las cunas, de los lechos maternos, hasta a las niñitas y las mataron como los arqueros matan a las pequeñas gacelas que están mamando la leche de su madre… Y bien… ¿todo esto por qué? Porque un grupo de pastores que, para no helarse de frío, habían bebido sus buenos tragos de sidra, empezaron a delirar diciendo que habían visto ángeles, oído cantares, recibido señales… y nos dijeron a los de Belén: «Venid y adorad al Mesías que ha nacido». ¡Imagínate! ¡El Mesías en una cueva! Pero debo de decir que en realidad todos estábamos ebrios, hasta yo, que en ese entonces era un jovencito, y también mi mujer, que tenía unos cuantos años de edad… porque todos creímos y quisimos ver en una pobre mujer galilea a la Virgen que da a luz, de la que hablaron los Profetas (3). ¡Pero si estaba con un vulgar galileo! Su marido, claro; y, si estaba casada, ¿cómo podía ser la «Virgen»?… En resumidas cuentas ¡creímos! Regalos, adoraciones… casas se abrían para hospedarles… ¡Oh, habían sabido hacer muy bien su papel! ¡Pobre Ana! Perdió los bienes y la vida y también los hijos de su hija  —la primera, la única que se salvó porque estaba casada con un mercader de Jerusalén— perdieron también los bienes, porque Herodes mandó quemar la casa y todo el sembradío. Ahora es un terreno desierto en que pacen los animales”. ■ Jesús: “¿Los pastores tuvieron toda la culpa?”. Campesino: “No, también tres brujos que vinieron de los reinos de Satanás. Tal vez eran compinches de los tres… ¡Y nosotros, estúpidos, nos sentíamos honrados! ¡Aquel pobre hombre arquisinagogo! Le matamos porque juró que las profecías se cumplían exactamente con las palabras de los pastores y de los Magos…”. Jesús: “Entonces, ¿toda la culpa fue de los pastores y de los tres Magos?”. Campesino:  “No, galileo. También nuestra. De nuestra credulidad. ¡Se le esperaba desde hacía tiempo al Mesías! Siglos de espera. Muchas desilusiones en los últimos tiempos a causa de los falsos Mesías. Uno era galileo, como Tú, otro se llamaba Teoda. ¡Mentirosos! ¡Mesías ellos! ¡No eran más que aventureros rapaces en busca de fortuna! Debía habernos servido la lección, para que abriéramos los ojos. Sin embargo…”. Jesús: “Y entonces ¿por qué maldecís solamente a los pastores y a los Magos? Si también os juzgáis estúpidos, deberíais también maldeciros a vosotros mismos. Ahora bien, la maldición no está permitida por el mandamiento del amor. Maldición atrae maldición. ■ ¿Estáis seguros vosotros de estar en lo justo? ¿No podría ser que los pastores y los Magos hubiesen dicho la verdad, revelada a ellos por Dios?… ¿Por qué debe de pensarse que fueran mentirosos?”. Campesino: “Porque los años de la profecía no se habían cumplido (4). Después reflexionamos en ello… después que la sangre, que enrojeció tanques del agua y ríos, nos abriera los ojos del pensamiento”. Jesús: “¿Y no podría haber hecho el Altísimo, llevado de un gran amor por su pueblo, anticipar la venida del Salvador? ¿En qué apoyaron los Magos su aserción? Me has dicho que vinieron de Oriente…”. Campesino: “En sus cálculos sobre una nueva estrella”. Jesús: “¿Y no acaso está dicho: «Una estrella nacerá de Jacob y un cetro se alzará en Israel»? (5). ¿No es Jacob el gran patriarca que vivió en esta tierra de Belén a la que quiso como a la pupila de sus ojos porque en ella murió su amada Raquel?… (6). ¿Y no acaso está dicho también por boca del profeta: «Brotará un retoño de la raíz de Jesé y saldrá una flor de esta raíz»? (7). Isaí, padre de David nació aquí. ¿El retoño de la estirpe, serrada por la raíz por usurpación de unos tiranos, no es acaso la «Virgen» que dará a luz a su Hijo, sin intervención de hombre (8) —puesto que entonces no sería virgen—  sino por querer divino y por lo cual Él será «el Emmanuel» porque: Hijo de Dios, será Dios; y traerá, por tanto, a Dios a habitar entre su pueblo, como su nombre lo dice? ¿Y acaso no será anunciado, dice la profecía (9), a los pueblos de las tinieblas, o sea, a los paganos por «una luz grande»?  ¿La estrella que vieron los Magos  no podría ser la estrella de Jacob, la gran luz de las dos profecías de Balaam (10) y de Isaías? (11). Hasta la misma matanza que hizo Herodes ¿no acaso forma parte de las profecías? «Se ha oído un lamento en lo alto… Es Raquel que llora por sus hijos» (12). Estaba indicado que los huesos de Raquel vertieran lágrimas en su sepulcro de Efratá, cuando, a causa del Salvador, llegara la recompensa al pueblo santo. Lágrimas que después se cambiarían en sonrisa celestial, como el arco-iris que se forma con las últimas gotas del temporal, y que parece decir: «¡Ea! ¡Ahora todo está sereno!»”. Campesino: “Eres muy docto. ¿Eres Rabí?”. Jesús: “Lo soy”. Campesino: “Y yo lo percibo. Hay luz y verdad en tus palabras. Sin embargo… todavía hay muchas heridas que manan sangre en esta tierra de Belén a causa del verdadero o falso Mesías… Yo nunca le aconsejaría a Él que viniese aquí. La tierra le rechazaría como se rechaza a un hijastro por el que murieron los verdaderos hijos. Pero, bueno… si era Él… murió ya con los otros degollados”. ■ Jesús: “¿Dónde viven ahora Leví y Elías?”. El hombre entra en sospechas: “¿Los conoces?”. Jesús: “No los conozco. No conozco su rostro pero… son desgraciados y siempre tengo compasión de los infelices. Quiero ir a verlos”. Campesino: “¡Ya!… serías el primero después de seis lustros. Son todavía pastores y están al servicio de un rico herodiano de Jerusalén que se apropió muchos de los bienes de los asesinados… ¡Siempre hay alguien que se aprovecha! Los encontrarás con los ganados por las vertientes que van a Hebrón. Pero un consejo: que los betlemitas no te vean hablar con ellos. Te iría mal. Los soportamos porque… porque está el herodiano. De otro modo…”. Jesús: “¡Sí… el odio!… ¿Por qué odiar?”. Campesino: “Porque es justo. Nos hicieron daño”. Jesús: “Creyeron hacer bien”. Campesino: “Pero hicieron daño. Debíamos haberlos matado, de la misma forma que ellos, con su torpeza, provocaron muertes. Pero todos estábamos como alelados, y después… estaba el herodiano”. Jesús: “Si no hubiese estado él, entonces ¿incluso después del primer sentimiento de venganza, los habríais matado?”. Campesino: “Incluso ahora los mataríamos, si no tuviésemos miedo de su patrón”. Jesús: “Hombre, Yo te digo: no hay que odiar. No hay que desear el mal. Aquí no hay culpa. Aunque hubiese, perdona. Perdona en nombre de Dios. Dilo a los otros betlemitas. ■ Cuando haya caído el odio de vuestros corazones, veréis al Mesías; le conoceréis entonces, porque Él vive, Él no estaba ya, cuando sucedió la matanza. Yo te digo. No fue culpa de los pastores ni de los Magos, sino de Satanás, el que hubiese acaecido tal matanza. El Mesías ha nacido aquí, ha venido a traer la Luz a la tierra de sus padres. Hijo de Madre Virgen de la estirpe de David, en las ruinas de la Casa de David, ha abierto al mundo el torrente de gracias eternas, ha mostrado la vida al hombre…”. Campesino: “¡Largo, largo de aquí! ¡Sal de aquí! Tú, seguidor de este falso Mesías, porque de no haberlo sido, no nos hubiera acarreado a nosotros de Belén esa desgracia. Tú le defiendes, por eso…”. Iscariote, violento e iracundo, asiendo por el vestido al campesino y sacudiéndole, prorrumpe: “Cálmate, hombre. Soy judío y tengo amigos que están en lo alto. Podría hacer que te arrepintieras del insulto”. El campesino no se calma: “¡No!, ¡No! ¡Fuera de aquí! No quiero pleitos ni con los betlemitas ni con romanos, ni con Herodes. Idos, malditos, si no queréis que os deje un recuerdo. Fuera…”. Jesús: “Vámonos, Judas. No respondas. Dejémosle con su rencor. Dios no entra donde hay ira. ¡Vámonos!”. Iscariote: “Vámonos, sí. Pero me las pagaréis”. Jesús: “No, Judas no. No digas así. Están ciegos… y habrá tantos a lo largo del camino…”.
“Juan, repetirás lo mismo una y otras tantas veces: «Él era la Luzpero las tinieblas no le comprendieron. Vino al mundo… pero el mundo no le conoció. Vino a su casa y los suyos no le recibieron»”.-  ■ Salen, detrás de Simón y Judas, que estaban ya afuera, hablando en voz baja detrás de la esquina del pajar con la mujer, que dice: “Perdona a mi marido, Señor. No pensaba que podría yo causar tanto daño… mira, ten, los tomarás mañana. Están frescos, son de hoy. No tengo otra cosa… Perdona. ¿Dónde dormirás?…” (le da los huevos). Jesús: “No te preocupes. Sé dónde ir. Vete en paz por tu buen corazón. Adiós”. Caminan unos cuantos metros en silencio. Luego Judas no aguanta más y dice: “¡Pero también Tú…! ¡Mira que no hacerte adorar! ¿Por qué no hiciste que ese puerco blasfemo besase el lodo?… ¡A la tierra! ¡Arrojado a tierra por haberte faltado! ¡Al Mesías!… ¡Oh! ¡Yo lo hubiera hecho! A los samaritanos hay que reducirlos a cenizas con fuego milagroso. ¡Solo esto los mueve!”. Jesús: “¡Oh!, ¡cuántas veces habré de oír lo mismo! ¡Si debiese convertir en cenizas a cada uno que me ofenda!… No, Judas… he venido para crear, no para destruir”. Iscariote: “Está bien, pero entre tanto otros te destruyen”. Jesús no contesta. Simón pregunta: “¿A dónde vamos ahora, Maestro?”. Jesús: “Venid conmigo. Conozco un lugar”. Iscariote, más irritado todavía, pregunta: “Pero si nunca has estado aquí, desde que huiste, ¿cómo lo conoces?”. Jesús: “Lo conozco. No es hermoso. He estado allí otra vez. No es en Belén… un poco fuera… Torzamos de este lado”.  Jesús va delante, detrás Simón, luego Judas y al final Juan… ■ En el silencio interrumpido tan solo al frotarse las sandalias contra las piedrecitas del camino, se percibe un llanto. Jesús, volviéndose,  pregunta: “¿Quién llora?”. Judas: “Es Juan, ha tenido miedo”. Juan: “No, no tengo miedo. Tenía la mano en el cuchillo que tengo en mi cinto… pero me acordé de tu «No matar». Perdona. Siempre lo dices…”. Iscariote  pregunta: “¿Y entonces, por qué lloras?”. Juan: “Porque sufro al ver que el mundo no ama a Jesús. No le reconoce y no quiere reconocerle. ¡Qué dolor! Algo así como si me restregasen el corazón con espinas de fuego. Como si hubiera visto pisotear a mi madre y escupirle a mi padre en la cara. Todavía peor… como si hubiese visto los caballos romanos comer en el Arca Santa y descansar en el Santo de los Santos”. Jesús: “No llores, Juan mío. Repetirás lo mismo una y otras tantas veces: «Él era la luz que vino a brillar entre las tinieblas, pero las tinieblas no le comprendieron. Vino al mundo que Él había hecho, pero el mundo no le conoció. Vino a su ciudad, a su casa, y los suyos no le recibieron».  ¡No llores así!”. Juan, con un suspiro, dice: “¡Esto no sucede en Galilea!”. Iscariote le responde: “Y tampoco en Judea. Jerusalén es su capital y hace tres días te lanzaba hosannas a Ti, el Mesías; este lugar de burdos pastores, campesinos y hortelanos, no hay que tomarlo como punto de referencia. Tampoco los galileos, ¡vamos!, serán todos buenos. Y además, Judas el falso Mesías, ¿de donde era? Se decía…”. Jesús: “Basta, Judas. No conviene perder la calma. Estoy tranquilo. También estadlo vosotros. ■ Judas, ven aquí. Debo hablarte”. Judas va donde Jesús. Jesús: “Toma la bolsa, te encargarás de los gastos de mañana”. Iscariote: “¿Y ahora en dónde nos albergaremos?”. Jesús sonríe y calla.
* “Entrad, ésta es la alcoba en donde nació el Rey de Israel”.- ■ Ha llegado la noche. La luna está arropada en su claridad. Los ruiseñores cantan entre los olivos. Un río que pasa por allí, es como una cinta de plata que canta. De los prados segados se levanta un olor a heno caliente, diría sensual. Algún mugido, algún balido, y… estrellas, estrellas y estrellas… un campo de estrellas en el manto del cielo; un baldaquino de piedras preciosas sobre las colinas de Belén. Iscariote dice: “Pero aquí… son ruinas. ¿A dónde nos llevas? La ciudad está  más allá”. Jesús: “Lo sé. Ven. Sigue el río, detrás de Mí. Unos pocos pasos más y después… después te ofreceré la habitación del Rey de Israel”. Judas encoge de hombros y calla. Unos pocos pasos más. Luego un amasijo de casas derruidas. Restos de viviendas… Una cueva entre dos aberturas de una gruesa pared. Dice Jesús: “¿Tenéis yesca? Encended”. Simón saca de su alforja una lamparita, la enciende y se la da a Jesús. “Entrad” dice el Maestro levantando la lamparita. ■ “Entrad, esta es la alcoba en donde nació el Rey de Israel”. Iscariote: “¿Estás de broma, Maestro? Esta es una cueva. Por supuesto que yo aquí no me quedo. Me repugna. Húmeda, fría, apestosa, llena de escorpiones, tal vez de serpientes…”. Jesús: “Y con todo, amigos, aquí el 25 de las Encenias, de la Virgen nació Jesús el Emmanuel, el Verbo de Dios hecho carne por amor del hombre. Yo, que estoy hablando. Entonces, como ahora, el mundo fue sordo a las voces del Cielo que le hablaban al corazón… y rechazó a mi Madre… y aquí… No, Judas, no apartes con desagrado tus ojos de esos murciélagos que andan revoloteando; de esas lagartijas, de esas telarañas; no levantes con asco tu hermosa y bordada vestidura para que no roce el suelo cubierto de excrementos de animales. Esos murciélagos son hijos de los hijos de aquellos que fueron los primeros juguetes que miraban los ojos del Niño, a quien cantaban los ángeles el «Gloria» que escucharon los pastores, que estaban ebrios, sí, pero solo de extática alegría, de la verdadera alegría. Esas lagartijas, con su color esmeralda, fueron los primeros colores que hirieron mi pupila, y los primeros después del candor del vestido y del rostro maternos; estas telarañas fueron los baldaquinos de mi cuna real. Ese suelo… lo puedes pisar sin desdén… está cubierto de excrementos… pero está santificado por los pies de Ella, la Santa, la Gran Santa, la Pura, la Inviolada, la Doncella Deípara, aquella que dio a luz porque debía dar a luz. Dio a luz porque Dios, no el hombre, se lo dijo y la fecundó de Sí mismo.  Ella, la sin Mancha, ha hollado este suelo. Tú puedes pisarlo. Y Dios quiera que por las plantas de tus pies te suba al corazón la pureza que Ella derramó…”. ■  Simón se ha arrodillado. Juan va derecho al pesebre y llora con la cabeza apoyada en él. Judas está aterrado… luego le vence la emoción y, sin pensar en su hermosa vestidura, se arroja al suelo, toma la orla del vestido de Jesús, la besa y se golpea el pecho diciendo: “¡Misericordia, Maestro bueno, por la ceguera de tu siervo! Mi soberbia cae… te veo cual eres. No el rey que yo pensaba, sino el Príncipe Eterno, el Padre del siglo futuro, el Rey de la Paz. ¡Piedad, Señor y Dios mío, piedad!”. Jesús: “Sí, ¡Toda mi piedad! Ahora dormiremos donde durmieron el Infante y la Virgen, allí donde Juan se ha colocado en el lugar de mi Madre en adoración, aquí donde Simón parece mi padre putativo… O si lo preferís, os hablo de aquella noche…”. “¡Oh, sí, Maestro! Dinos cómo naciste”.  “Para que sea perla de luz en nuestros corazones, y para que lo podamos contar a nuestra vez al mundo”.  “Y venerar a tu Madre, no sólo porque es tu Madre, sino por ser… por ser la Virgen”. Primero habló Judas, después Simón y luego Juan que está cerca del pesebre, con el rostro envuelto en llanto y sonrisa.
* Jesús les empieza a contar su noche natal. José y María, próxima a dar a luz, obedeciendo el bando de empadronamiento, llegaron a Belén, cuna de estirpe real, desde Nazaret….-  ■ Jesús: “Venid aquí sobre el heno. Escuchad…”… y Jesús empieza a hablar de la noche de su nacimiento: “… Cuando ya mi Madre estaba ya próxima a dar a luz, llegó por orden de César Augusto, el edicto que publicó su delegado imperial Publio Sulpicio Quirino. En Palestina el gobernador era Senzio Saturnino. El edicto era para hacer el censo de todos los habitantes del Imperio. Los que eran súbditos, tenían que ir al lugar de su origen para inscribirse en los registros del Imperio. José, esposo de mi Madre, obedeciendo, pues, el bando, salieron de Nazaret para venir a Belén, cuna de la estirpe real. Hacía frío…”. Jesús continúa su narración y así termina todo. (Escrito el 8 de Enero de 1945).
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1  Nota  : Son dos de los pastores  que adoraron al Niño  en la Gruta de Belén.   2  Nota  :  Sobre  la matanza de Herodes:  En cuanto a los Inocentes degollados por orden de Herodes el número exacto fue de 320, según afirma Jesús en los «Cuadernos del 47» pág. 342 (dictado 47-342), dictado que se relata al final de este tema “Jesús Niño”. Como sucede siempre, el campesino exagera la verdad, y de este modo muchas leyendas falsas se han creado.   3  Nota  : Cfr.  Is.  7,14.   4  Nota  : Cfr.  Dan.  9,20-27.   5  Nota  : Cfr.  Núm.  24,17.   6  Nota  : Cfr.  Gén.  35,16-20.   7  Nota  : Cfr.  Is.  11,1.  8  Nota  : Cfr.  Is.  7,14.   9  Nota  : Cfr.  Is.  9,1.   10  Nota  : Cfr.  Núm.  24,17.    11  Nota  : Cfr.  Is.  9,1.  12  Nota  : Cfr. Jer. 31,15.
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(<Siguiendo el viaje indicado en el episodio anterior, llegan a Belén, a la posada de Belén>)
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1-74-394 (2-38-433).- 30 años después: noticias del dueño de la posada sobre la matanza de Herodes. Jesús que, desde las ruinas de la casa de Ana, se manifiesta como el Mesías a los betlemitas, es expulsado de Belén a pedradas.
* Hacia Belén.- Iscariote tiene sentido práctico.-Son las primeras horas de una brillante mañana de verano… Jesús, con los brazos cruzados sobre el pecho, contempla la naturaleza que le rodea percibiendo el bullicio de las criaturas que la pueblan y sonríe.  Simón Zelote pregunta a sus espaldas: “¿Tan temprano, Maestro?”. Jesús: “Sí. ¿Todavía están durmiendo los otros?”. Zelote: “Todavía”. Jesús: “Son jóvenes… Me he bañado en el río. Es agua fresca que despeja la mente”. Zelote: “Ahora voy yo”. Mientras Simón, que lleva sólo una túnica corta, se asea y luego se pone los demás vestidos, sacan la cabeza Judas y Juan. “Dios te guarde, Maestro. ¿Es demasiado tarde?”. Jesús: “No. Apenas ha amanecido. Pero daos prisa que nos vamos”. Los dos se lavan y luego se ponen la túnica y el manto. ■ Antes de que se pongan en camino, Jesús arranca unas florecillas que han brotado entre las hendiduras de dos piedras y las echa en una cajita de madera en que hay otras cosas que no puedo ver bien. Da la razón: “Las llevaré a mi Madre. Le gustarán… ¡Vámonos!…”. Iscariote pregunta: “¿A dónde vamos, Maestro?”. Jesús: “A Belén”. Iscariote: “¿De veras? Me parece que no hay un buen ambiente respecto a nosotros…”. Jesús: “No importa. Vayamos. Quiero que veáis dónde bajaron los Magos y dónde estaba Yo”. Iscariote: “Si es así, Maestro, perdona y permite que te hable. Hagamos una cosa. En Belén, en la posada, permite que sea yo el que hable y pregunte. En Judea no hay mucho cariño para los galileos y mucho menos aquí. Hagamos así: Tú y Juan parecéis galileos aun por el vestido, que es muy simple. Y luego… ¡ese pelo! ¿Por qué os gusta llevarlo tan largo?… Simón y yo os dejamos nuestro manto y cogemos el vuestro. Tú, Simón, dale a Juan; yo, al Maestro. Así… así… ¿Ves? Pareceréis, en un momento, un poco más judíos. Ahora esto”. Se quita el capucho: un pedazo de tela con rayas amarillas, marrones, rojas y verdes, como el manto, alternadas; sujetado por un cordón amarillo. Lo pone sobre la cabeza de Jesús, cubriendo con él ambos lados de su cara para ocultar sus largos cabellos rubios. Juan se pone el verde oscuro de Simón. “¡Ah! ¡Ahora mejor! ¡Tengo el sentido práctico!”. Jesús: “Sí, es cierto Judas, tienes el sentido práctico, no hay duda… pero procura que no rebase al otro sentido, al espiritual”. Iscariote: “Lo haré. Pero en ciertos casos conviene saber ser más políticos que los diplomáticos. Escucha… no te enojes… es por tu bien… no me desmientas si digo cosas… cosas… que no son verdaderas”. Jesús: “¿Qué quieres dar a entender? ¿Por qué mentir? Yo soy la Verdad y no amo la mentira ni en Mí, ni alrededor de Mí”. Iscariote: “Pero… no diré más que medias mentiras. Diré que nosotros regresamos de lugares lejanos, por ejemplo de Egipto, y que deseamos tener noticias de amigos queridos. Diré que somos judíos que regresamos de un destierro… en el fondo, hay un poco de verdad… por otra parte, soy yo el que habla… mentira más, mentira menos…”. Jesús: “¡Pero Judas! ¿Por qué engañar?”. Iscariote: “¡No te preocupes, Maestro! El mundo se gobierna con mentiras. Son necesarias algunas veces. Bueno para contentarte diré sólo que venimos de lejos y que somos judíos. Esto es verdad en el 75 por ciento. Y ¡tú Juan no abras para nada tu boca! Nos traicionarías”. Juan: “No diré nada”. Iscariote: “Luego… si las cosas van bien… diremos lo que falta. Pero tengo poca esperanza… Soy astuto, y las cazo al vuelo”. Jesús: “Ya lo veo, Judas. Pero preferiría que fueses sencillo”. Iscariote: “Sirve de muy poco. En tu grupo seré quien tome las misiones difíciles. Déjame que yo me las entienda”. Jesús se muestra poco entusiasta. Pero cede. ■ Se ponen en camino. Rodean las ruinas; luego van siguiendo una gruesa pared sin ventanas, detrás de la cual se oye rebuznar, mugir, relinchar, balar, y ese sonido desagradable desafinado de los camellos y dromedarios. La pared hace esquina. Vuelven ésta… y se encuentran en la plaza de Belén. El tanque del agua de la fuente está en el centro de la plaza, que sigue teniendo la misma forma irregular, pero que ahora es distinta en el lado opuesto a la posada. En el lugar que estaba la casita —cuando pienso en ella la veo todavía toda plateada bajo los rayos de la Estrella— hay ahora un montón de escombros. Tan sólo queda en pie la pequeña escalera con su pequeño balcón. Jesús mira y da un suspiro. La plaza está llena de gente en torno a los vendedores de alimentos, enseres o herramientas, telas etc., los cuales han extendido sobre esteras, o colocado en cestas, sus mercancías, todas depositadas sobre el suelo; ellos están hasta en cuclillas, generalmente en el centro de su… puesto, si es que no están en pie, gritando y gesticulando, cerrando un trato con algún comprador tacaño.  Zelote dice: “Es día de mercado”.
* Noticias del posadero sobre la matanza de Herodes y el impacto que produjo en Belén.- El César dijo de Herodes: «cerdo que se alimenta de sangre».- ■ La puerta, mejor dicho, el portal de la posada está abierta de par en par y sale por allí una hilera de asnos cargados de mercancía. Judas es el primero en entrar. Mira a su alrededor. Pilla, altanero, a un mozo de establos de pequeña estatura, sucio, que lleva solo una camisa larga, sin mangas y hasta la rodilla. “¡Mozo!” grita. “¡El patrón! ¡Enseguida! ¡Muévete, no estoy acostumbrado a esperar!”. El muchacho sale corriendo, llevando en su prisa una escoba de ramas. Jesús: “¡Pero Judas! ¡Qué modales!”. Iscariote: “Silencio, Maestro. Déjame que yo me las entienda. Nos deben creer ricos y de ciudad”. ■ El patrón viene corriendo y se deshace en inclinaciones delante de Judas. Iscariote: “Venimos de lejos, somos judíos de la comunidad asiática. Éste, perseguido, betlemita de nacimiento, busca a sus queridos amigos de aquí. Y nosotros con Él, venimos desde Jerusalén, donde hemos adorado al Altísimo en su Casa. ¿Puedes darnos información al respecto?”. Posadero: “Señor, soy tu siervo… ordena”. Iscariote: “Queremos tener noticias de muchos pero sobre todo de Ana, la mujer que habitaba frente al albergue”. Posadero: “¡Oh, pobrecilla! No encontrarás a Ana sino en el seno de Abraham y a sus hijos con ella”. Iscariote: “¿Muerta?… ¿Por qué?”. Posadero: “¿No sabéis lo de la matanza de Herodes? Todo el mundo habló de ello e incluso César declaró a Herodes: «cerdo que se alimenta de sangre». ¡Ay, qué he dicho! ¡No me denunciéis! ¿Eres en realidad un judío?”. Iscariote: “Mira la señal de mi tribu. Así, pues, habla”. Posadero: “A Ana la mataron los soldados de Herodes, y con ella a todos sus hijos, menos a una”. Iscariote: “Pero ¿por qué?… ¡Era muy buena!”. Posadero: “¿La conociste?”. Judas miente descaradamente: “¡Muy bien!”. Posadero: “La mataron por haber dado alojamiento a los que se decían ser padre y madre del Mesías… Ven aquí, a esta habitación… Las paredes tienen oídos y hablar de ciertas cosas… es peligroso”.  ■ Entran en una pequeña habitación  baja y oscura.  Se sientan en un diván también bajo. Posadero: “La cosa fue así… yo intuí algo. ¡No en vano soy posadero! Nací aquí, hijo de hijos de posaderos. Tengo la malicia en la sangre. Y entonces no los acepté. Tal vez hubiera podido encontrar un rinconcillo para ellos. Pero… galileos, pobres, desconocidos, ¡no, no! ¡A Ezequías no se engaña! Y además… veía… veía… que eran diferentes… esa mujer… unos ojos… un algo… ¡no, no!; debía de tener el demonio dentro y hablar con él. Y nos lo trajo aquí… A mí no, pero sí a la ciudad. Ana era más inocente que una ovejilla, y los hospedó pocos días después, ya con el Niño. Decían que era el Mesías… ¡Oh! Cuánto dinero gané en esos días. ¡Fue mucho más que un empadronamiento! Venía incluso gente que no habría debido venir por el padrón. Venían incluso desde el mar, ¡hasta de Egipto! para ver… ¡y durante meses! ¡Qué ganancias tuve!… Los últimos en llegar fueron tres Reyes, tres potentados, o tres magos… ¡qué sé yo! ¡Un cortejo que no acababa nunca! Me ocuparon todas las cuadras y pagaron en oro heno como para un mes, y al día siguiente se fueron dejando todo allí. Y ¡qué regalos hicieron a los mozos de los establos y a las mujeres… y a mí! ¡Oh, yo no puedo decir sino bien del Mesías, fuera verdadero o falso! Me hizo ganar dinero a montones. No sufrí ningún desastre, ni siquiera muertos, porque me acababa de casar. Así pues… ¡Pero los demás…!”. ■ Iscariote: “Querríamos ver los lugares de la matanza”. Posadero: “¿Los lugares? Pero si todas las casas fueron lugar de matanza. Hubo muertos en varias millas a la redonda. Venid conmigo”. Suben por una escalera y luego a una terraza que está encima del tajado; desde arriba se ve ampliamente el campo y toda Belén extendida como un abanico abierto sobre sus colinas. El posadero explica: “¿Veis aquellos sitios destruidos? Allí ardieron incluso las casas porque los padres defendieron a sus hijos con las armas. ¿Veis allí aquella especie de pozo cubierto de hiedra? Son los restos de la sinagoga, quemada con el arquisinagogo dentro, que había asegurado que aquél era el Mesías. La quemaron los que se salvaron, enloquecidos por la matanza de sus hijos. Hemos tenido luego problemas… Y allí, y allí, y allí… ¿veis aquellos sepulcros? Son de las víctimas… Parecen ovejas esparcidas entre la hierba, hasta donde alcanza la mirada. Todos inocentes, y también sus padres y madres… ¿Veis aquel estanque de agua? Su agua estaba roja después que los sicarios lavaron sus armas y sus manos en ella. Y ¿habéis visto ese riachuelo de aquí detrás?… Iba enrojecido con la sangre que recogía de las cloacas… Y ahí, sí ahí enfrente… eso es lo único que queda de Ana”. Jesús llora. El posadero le pregunta: “¿La conocías bien?”. Responde Judas: “Era como una hermana para con su Madre, ¿no es así, amigo mío?”. Jesús responde solo: “Sí”. El posadero dice: “Lo comprendo”, y se queda pensativo. Jesús se inclina hacia Judas para hablar con él en voz baja. Iscariote dice: “Mi amigo querría ir a esas ruinas”. Posadero: “¡Pues que vaya! ¡Pertenecen a todos!”. Bajan, se despiden y se van. El posadero queda desilusionado. Tal vez esperaba alguna ganancia.
* “Belén, siendo la cuna del Mesías, como dice Miqueas, precisamente por esta razón, por estar destinada a ser el tabernáculo en que reposaría la Gloria de Dios, el Fuego de Dios, su Amor Encarnado, Satanás desencadenó su odio”.- Jesús apedreado al manifestarse como el Salvador nacido en Belén.-  ■ Atraviesan la plaza. Suben por la pequeña escalera que ha quedado en pie. “Por aquí”, dice Jesús, “mi Madre me sacó a saludar a los Magos y desde aquí bajamos para huir a Egipto”. Hay gente que mira a los cuatro que están sobre las ruinas. Uno pregunta: “¿Parientes de la muerta?”. Responden: “Amigos”. Una mujer grita: “No hagáis ningún mal, al menos vosotros, a la muerta, como los otros amigos suyos se lo hicieron a la viva, y luego escaparon salvos”. Jesús está de pie en la terraza, contra el muro que la limita, por tanto a una altura de unos dos metros con respecto de la plaza, con el vacío por detrás, un vacío rico de luz que le aureola todo y hace aún más cándida su vestidura de lino blanquísimo que le cubre —solo el vestido, ahora que el manto se ha deslizado desde los hombros y está a sus pies como un pedestal multicolor—. Más atrás, el fondo verde y desaliñado de lo que fuera el jardín y la tierra propiedad de Ana, ahora lleno de arbustos y de escombros. ■ Jesús extiende los brazos. Judas, que ve el gesto, dice: “¡No hables! ¡Sé prudente!”. Pero Jesús llena la plaza con su voz fuerte: “¡Hombres de Judá! ¡Hombres de Belén, escuchadme! ¡Oídme, vosotras, mujeres de la sagrada tierra de Belén! Oíd a uno que viene de David, que sufrió persecuciones, que honrándose con hablaros, lo hace para daros luz y consuelo. Escuchadme”. La multitud deja de hablar, de pelear, comprar y se amontona. “Es un Rabí”. “Ciertamente que viene de Jerusalén”. “¿Quién es?”. “¡Qué hermoso es!”. “¡Qué voz!”. “¡Qué ademanes!”. “¡Claro, si es de la descendencia de David!”. “¡Entonces es nuestro! ¡Oigamos! ¡oigamos!”. Toda la plaza está ahora contra la pequeña escalera, que parece púlpito. “Está dicho en el Génesis: «Pondré enemistad entre ti y la  Mujer… Ella te aplastará la cabeza y tú estarás al acecho de su calcañar…». Y también está dicho: «Multiplicaré tus sufrimientos y tus partos… y la tierra producirá cardos y espinas». Ésta es la condena del hombre, de la mujer y de la serpiente. Habiendo venido de lejos a venerar la tumba de Raquel, he oído en el viento de la tarde, en el rocío de la noche, en el llanto del ruiseñor por la mañana, el sollozo de la Raquel de antaño, repetido por bocas y bocas de madres de Belén en medio de los sepulcros o en medio de sus corazones. Y he escuchado el dolor de Jacob clamando en el dolor de los viudos, ya sin esposa porque el dolor la mató… Yo lloro con vosotros. Pero oíd, hermanos de la tierra mía. Belén, tierra bendita, la más pequeña de entre las ciudades de Judá, pero la mayor ante los ojos de Dios y del linaje humano, porque siendo la cuna del Salvador, como dice Miqueas, precisamente por esta razón, por estar destinada a ser el tabernáculo en que reposaría la Gloria de Dios, el Fuego de Dios, su Amor Encarnado, Satanás desencadenó su odio. «Pondré enemistad entre ti y la Mujer…». ¿Qué mayor enemistad puede haber que la que tiene por objeto los hijos, corazón del corazón de la mujer? Y ¿qué pie más fuerte que el de la Madre del Salvador? He aquí por tanto que fue natural la venganza de Satanás vencido, el cual, no, no contra el calcañar, sino contra el corazón de las madres, lanzó su asechanza. ¡Oh, los sufrimientos del parto de los hijos se multiplicaron al perderlos! ¡Oh, terribles cardos que después de haber sembrado y sudado por los hijos, seguir siendo padre pero sin prole! Pero ¡regocíjate, Belén! Tu sangre más pura, la sangre de los inocentes, ha abierto camino de llama y púrpura al Mesías…”.La multitud, que, desde que Jesús ha nombrado al Salvador y luego a la Madre del mismo, ha ido progresivamente inquietándose, ahora muestra un indicio más claro de agitación. “¡Calla, Maestro!” dice Judas “¡Vámonos!”. Pero Jesús no le hace caso. Continúa: “… al Mesías, salvado de los tiranos por la Gracia de Dios Padre para conservárselo al pueblo para su salvación y…”. Se oye una voz chillona de mujer: “¡Cinco, cinco, había yo parido y ninguno de ellos está en mi casa! ¡Desgraciada de mí!” histéricamente grita. Es el principio de la gritería. Otra mujer se arroja al polvo y desgarrando sus vestidos, muestra un pecho con el pezón mutilado y grita: “¡Aquí, aquí en esta mama me degollaron a mi primogénito! La espada le partió la cara junto con mi pezón. ¡Oh, Elíseo mío!”. Otra: “¿Y yo? ¿Y yo?… ¡He ahí mi palacio!: tres tumbas en una, veladas por el padre. Marido e hijos juntos. ¡Ahí, ahí está!… Si está el Salvador entre nosotros, que me devuelva a mis hijos, a mi esposo, y que me salve de la desesperación, ¡que me salve Belcebú!”. Todos a una gritan: “A nuestros hijos, a nuestros hijos, a nuestros maridos y padres, ¡que nos los devuelva, si está entre nosotros!”. Jesús mueve los brazos para imponer silencio. “Hermanos de mi misma tierra: yo querría devolver a vuestra carne, sí, incluso a vuestra carne, los hijos. Pero Yo os digo: sed buenos, resignaos; perdonad, tened esperanza, regocijaos en una certeza. Pronto volveréis a tener a vuestros hijos, ángeles en el Cielo, porque el Mesías va a abrir pronto la puerta del Cielo, y, si sois justos, la muerte será Vida que viene y Amor que vuelve…”. Gente: “¡Ah!, ¿eres Tú el Mesías? ¡En nombre de Dios, dilo!”. Jesús baja los brazos con ese gesto suyo tan dulce, tan manso, que parece un abrazo y dice: “Lo soy”. La gente grita: “¡Lárgate! ¡Lárgate!… Entonces… ¡Tú tienes la culpa!”. Vuela una piedra entre silbidos e insultos. ■ Judas tiene un bello gesto… ¡Si así hubiese sido siempre! Se interpone ante el Maestro, que está de pie sobre la pared pequeña del balconcito, con el manto abierto, y sin miedo alguno recibe las pedradas, sangrando incluso, y les dice a Juan y a Simón chillando: “Llevaos a Jesús. Detrás de esos árboles, yo después iré. ¡Id, en nombre del Cielo!”. Y a la multitud le grita: “¡Perros rabiosos! Soy del Templo. Os denunciaré ante el Templo y ante Roma”. La multitud siente, por un momento, temor. Pero luego vuelve otra vez a las piedras, que por fortuna no le atinan. Impertérrito Judas las recibe, y con injurias responde a las maldiciones de la multitud. Aún más, coge a vuelo una piedra y se la tira a la cabeza a un viejecito que grita como una garza desplumada viva. Y, dado que intentan asaltar la escalerilla, rápido recoge una rama seca que hay en el suelo (ya no está encima del pequeño muro) y la hace rotar sin piedad sobre las espaldas, cabezas y manos hasta que los soldados acuden y se abren paso con sus lanzas. Pregunta un soldado: “¿Quién eres? ¿Por qué esta riña?”. Iscariote: “Un judío asaltado por estos plebeyos. Estaba conmigo un rabí a quien los sacerdotes conocen. Hablaba a estos perros. Se han exaltado y nos han atacado”. Soldado: “¿Quién eres?”. Iscariote: “Judas de Keriot que pertenecía al Templo, pero ahora es discípulo del Rabí Jesús de Galilea. Soy amigo de Simón el fariseo, de Yocana el saduceo, de José de Arimatea, consejero del Sanedrín y en resumidas cuentas, esto lo puedes comprobar con Eleazar ben Anás, el gran amigo del Procónsul”. Soldado: “Lo verificaré ¿A dónde vas?”. Iscariote: “Con mi amigo a Keriot y después a Jerusalén”.  Soldado: “Ve. Te guardaremos las espaldas”. Judas da al soldado unas monedas. Debe ser cosa ilícita… pero usual, porque el soldado las toma pronto y cauto, saluda y sonríe. ■ Judas salta y va brincando por el baldío campo, hasta alcanzar a sus compañeros. Jesús: “¿Estás muy herido?”. Iscariote: “Cosa de nada, Maestro. ¡Además, por Ti!… No obstante, también yo he dado. Debo estar todo manchado de sangre…”. Juan: “Sí, en la mejilla. Aquí hay un hilo de agua”. Juan moja un pedazo de tela y lava la mejilla de Judas. Jesús: “Lo siento, Judas… Pero mira… aun diciéndoles a ellos que éramos judíos, según tu sentido práctico…”. Iscariote: “Son unos brutos. Espero que te habrás convencido, Maestro, y que no insistirás”. Jesús: “¡Oh, no!… No por miedo sino porque por ahora es inútil. Cuando no nos quieren no se maldice, sino que uno se retira rogando por los pobres locos que se mueren de hambre y no ven el Pan. Vámonos por este camino solitario. Creo que por aquí se puede tomar el camino que lleva a Hebrón… Vamos donde los pastores, a ver si los encontramos”. Iscariote: “¿Para que nos den otra pedrada?”. Jesús: “¡No! Para decirles: «Soy Yo»”. Iscariote: “¡Ah! Entonces… sí que nos darán de palos. ¡Treinta años hace que por tu causa padecen!”. Jesús: “Veremos”. Y se internan en un bosque tupido. Los pierdo de vista. (Escrito el 9 de Enero de 1945).
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(<Jesús se encuentra en «Aguas claras». La gente espera su llegada>)
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2-119-235 (2-86-730).- 30 años después: el pueblo comenta aquellos sucesos de Belén.
* El pastor Isaac y su testimonio.- ■ Por lo menos hay el doble de gente de ayer. Hay también personas que no parecen campesinas. Algunas han venido en burro y toman comida bajo el cobertizo. Han amarrado allí sus animales en espera del Maestro. El día es frío pero sereno. La gente charla entre sí y los más eruditos explican quién es y por qué el Maestro habla desde este lugar. ■ Uno pregunta: “Pero… ¿es más que Juan?”. Otro responde: “No. Es diferente. Yo era de Juan, que era el Precursor, la voz de la justicia. Este es el Mesías, y la voz de la sabiduría y misericordia”. Varios preguntan: “¿Cómo lo sabes?”. Él responde: “Me lo dijeron tres discípulos del Bautista que siempre han estado con él. ¡Si supierais qué cosas! Ellos le vieron nacer. Pensad: nació de la luz. Era una luz tan fuerte, que ellos que eran pastores huyeron fuera del redil, entre las bestias enloquecidas de terror, y vieron que toda Belén estaba en fuego y luego que del cielo descendieron ángeles que apagaron el fuego con sus alas, y en la tierra estaba Él, el Niño nacido de la luz y todo el fuego se transformó en una estrella…”. Otro le contradice: “¡Pero no! ¡No es así!”. El primero se reafirma: “Sí, así es. Me lo dijo uno que cuidaba los establos en Belén, cuando yo era niño, y, que ahora que el Mesías es ya adulto, se gloría de ello”. El otro trata de explicarle: “No es así. La estrella vino después, vino con aquellos magos de oriente, uno de los cuales era pariente de Salomón y por lo tanto del Mesías, porque Él lo es de David y David es el padre de Salomón y Salomón amó a la reina de Sabá porque era hermosa y por los dones que le había llevado y tuvo un hijo que es de Judá, aún cuando está más allá del Nilo”. El primero, incrédulo, le dice: “¡Que cosas cuentas! ¿Estás loco?…”. Pero él insiste: “No. ¿Pretendes decir que no es verdad que su pariente le trajo los aromas como es costumbre entre los reyes y gente de alta alcurnia?”. ■ Otro, que dice ser amigo del pastor Isaac, habla ahora: “Yo sé cuál es la verdad. La sé porque Isaac es uno de los pastores y es mi amigo. Así pues: el Niño nació en un establo de la Casa de David como estaba profetizado”. Varios le preguntan: “Pero… ¿no era de Nazaret?”. Él responde: “Déjame hablar. Nació en Belén porque era descendiente de David, y era el tiempo del edicto. Los pastores vieron una luz bellísima como no hay otra, y el más pequeño por ser el más inocente, fue el primero en ver al ángel del Señor, el cual habló con música de arpa: «El salvador ha nacido. Id a adorarle». Y luego una muchedumbre de ángeles cantaron: «¡Gloria a Dios y paz a los hombres de buena voluntad!». Los pastores fueron y vieron a un Niñito en un pesebre entre un buey y un asno, y a la Madre y al padre. Le adoraron y luego lo llevaron a la casa de una buena mujer. Y el Niño crecía como todos, bello, dulce, todo amor. Luego llegaron los magos de más allá del Eúfrates y del Nilo, porque habían visto una estrella y en ella reconocieron a la Estrella de Balaam.  El Niño ya podía caminar. Y el rey Herodes ordenó su exterminio por celos de poder. Pero el ángel del Señor había advertido del peligro, y los niños de Belén murieron, pero no Él, que había huido más allá de Matarea. Luego volvió a Nazaret a trabajar como carpintero, y, llegado el tiempo, después de haber sido anunciado por el Bautista, su primo, empezó su misión y primero buscó a sus pastores. Curó a Isaac de parálisis, después de treinta años de enfermedad, e Isaac le predica incansablemente. Esto es”. ■ El primero que habló dice disgustado: “Pues, no obstante, los tres discípulos del Bautista me dijeron exactamente esas palabras”. Y el amigo de Isaac: “Y son verdaderas. Lo que no es verdad es la descripción del que cuidaba los establos. ¿Se gloría? Haría bien en decir a los betlemitas que fuesen buenos. Ni en Belén ni en Jerusalén puede predicar”. (Escrito el 27 de Febrero de 1945).
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(<El tema del nacimiento se suscita durante la cena a la que, además de Lázaro, asisten los apóstoles, los pastores —Isaac, Elías, Leví, José y Jonatás—, Maximino y el anciano servidor de la casa de Simón Zelote>)
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2-136-347 (2-103-854).- 30 años después, en la fiesta de las Encenias, en casa de Lázaro: se hace memoria de los hechos que rodearon al nacimiento de Jesús: María, José, Pastores, Zacarías, Sabios, Matanza, Niño Jesús hallado en el Templo. Crecía, según humanidad, en estatura, sabiduría y gracia ante los hombres.
* “Y, frecuentemente, (el mundo de los evangelizados) no admitirá la verdad porque la confundirá con un delirio, y no se acordará de la verdad porque estará cansado y tendrá sueño por demasiadas cosas inútiles, caducas incluso pecaminosas. Una sola cosa es necesaria: conocer a Dios.- ■ Comienza la cena. Al principio un poco confusos, los tres pastores —Isaac se siente ya más seguro y Jonatás no da signos de sentirse incómodo— van tomando cada vez más confianza a medida que la cena se desarrolla, y, después de un tiempo de silencio comienzan a hablar: ¿de qué podría ser, sino de su recuerdo? Dice Leví: “Hacía poco que nos habíamos recogido. Tenía tanto frío, que me resguardé entre las ovejas, y lloraba por la nostalgia de mi madre…”. Elías: “Yo, sin embargo, pensaba en la joven Madre que había visto poco antes, y me decía a mí mismo: «¿Habrá encontrado lugar?». ¡Si hubiera sabido que estaba en un establo, la habría traído al aprisco!… pero, era tan delicada —un lirio de nuestros valles— que me pareció una ofensa el decirle: «Ven con nosotros». Yo pensaba en Ella… y sentía más vivamente el frío, pensando en cuánto le debía hacer su­frir a Ella. ¿Te acuerdas qué luz aquella noche? ¿Y te acuerdas de tu miedo?”. Leví: “Sí… pero luego… el ángel… ¡Oh!…”.  Y Leví, un poco absorto como en estado de ensoñación, sonríe al recordarle. ■ Pedro dice: “¡Un momento! ¡Escuchadme, amigos! Nosotros sabemos poco y lo sabemos mal. Hemos oído hablar de ángeles, de pesebres, de reba­ños, de Belén… Y sabemos que Él es galileo y carpintero… ¡No es jus­to que estemos en la ignorancia! Yo le he preguntado al Maestro en «Aguas Claras»… pero luego se habló de otras cosas. Éste, que sabe, no me ha dicho nada… Sí, hablo contigo, Juan de Zebedeo. ¡Vaya for­ma de respeto hacia el anciano! Te lo tienes todo para ti y me dejas que vaya adelante como un tarugo de discípulo. ¿Es que ya por mí mismo no soy suficiente tarugo?”. Se echan a reír por el gesto bueno de indignación de Pedro. Pero él se vuelve hacia su Maestro y dice: “Se ríen, pero tengo razón”. Luego se vuelve a Bartolomé, Felipe, Mateo, Tomás, Santiago y Andrés: “¡Venga, decidlo también vosotros, protestad conmigo! ¿Por qué no sabemos nada nosotros?”. Jesús: “¿Dónde estabais cuando murió Jonás? (1). ¿Dónde estabais en los al­tos del Líbano?” (2). Pedro: “Tienes razón. Pero, por lo que se refiere a Jonás, yo al menos, creí que se tratase del delirio de un moribundo, y, en los altos del Líbano… estaba cansado y con sueño. Perdóname, Maestro, pero es la verdad”. Jesús: “¡Y será la verdad de muchos! El mundo de los evangelizados fre­cuentemente responderá, al Juez eterno, para disculparse de su ignorancia a pesar de la enseñanza de mis apóstoles, eso mismo que tú dices: «Creí que se trataba de un delirio… Estaba cansado y tenía sueño». Y, frecuentemente, no admitirá la verdad porque la confundirá con un delirio, y no se acordará de la verdad porque estará cansado y tendrá sueño por demasiadas cosas inútiles, caducas incluso pecaminosas. Una sola cosa es necesaria: conocer a Dios”.
* “Dios se preparó su Virgen. Os será fácil comprender cómo Dios no podía residir donde Satanás había puesto su signo imborrable. Por tanto, la Potencia actuó para hacer su futuro tabernáculo sin mancha, y de dos justos, en la ancianidad, y contra las reglas comunes de la procreación, fue concebida aquella en la que no existe mancha alguna.- La Virgen-Niña al Templo.- El justo José.- Anunciación.- ■ Pedro: “Ahora que nos has reprendido, cuéntanos có­mo sucedieron los hechos… Cuéntaselo a tu Pedro. Yo después hablaré de ello a la gente. Si no… ya te lo he dicho, ¿qué puedo decir? El pasado no lo conozco; las profecías y el Libro… no los sé explicar; el futuro¡oh, pobre de mí! Y entonces ¿qué anuncio?”. Bartolomé dice: “Sí, Maestro, que lo sepamos también nosotros… Sabemos que eres el Mesías, y esto lo creemos, pero, al menos por lo que a mí res­pecta, me ha costado trabajo admitir que de Nazaret pudiera prove­nir algo bueno… ¿Por qué no me has dado a conocer, ya desde el prin­cipio, tu pasado?”. Jesús: “Para probar tu fe y la luminosidad de tu espíritu. Pero ahora sí os voy a hablar; es más, os vamos a hablar de mi pasado. Yo diré lo que incluso los pastores no saben y ellos dirán lo que vieron. Conoce­réis así el alba del Mesías. ■ Oíd. Habiéndose cumplido el tiempo de la Gracia, Dios se preparó su Virgen. Os será fácil comprender cómo Dios no podía residir donde Satanás había puesto un imborrable signo. Por tanto, la Potencia actuó para hacer su futuro tabernáculo sin mancha, y de dos justos, en la ancianidad, y contra las reglas comunes de la procreación (3), fue concebida aquella en la que no existe mancha alguna. ¿Quién depositó esa alma en el embrión que con su presencia haría florecer al anciano seno de Ana de Aarón, la abue­la mía? Tú, Leví, viste al Arcángel de todos los anuncios. Puedes de­cir: es ése. Porque la «Fuerza de Dios» (4) fue siempre el Victorioso que llevó el canto de alegría a los santos y a los profetas; el Indomable, contra el que la fuerza, también grande, de Satanás se quebró como una paja seca; el Inteligente que desvió con su buena y lú­cida inteligencia las insidias del otro inteligente, si bien malvado, llevando a cabo con prontitud el mandato de Dios. Con un grito de júbilo, él, el Anunciador, que ya conocía los caminos de la Tierra por haber descendido a hablarles a los Profetas, recogió del Fuego divino esa chispa inmaculada que era el alma de la eterna Niña, y, custodiada dentro de un círculo de llamas angéli­cas, las de su espiritual amor, la condujo a la Tierra, a una casa, a un seno. El mundo, desde ese momento, tuvo consigo a la Adoradora; y Dios, desde ese momento, pudo mirar a un punto de la Tierra sin experimentar disgusto. Y nació una criaturita: la Amada de Dios y de los ángeles, la Consagrada a Dios, la santamente Amada de sus familiares. ■ «Y Abel dio a Dios las primicias de su rebaño». ¡Oh…, realmente los abuelos del eterno Abel supieron ofrecer a Dios la primicia de su propiedad, todo su bien, muriendo por haber dado este bien a quien se lo había dado a ellos! Mi Madre fue la Jovencita del Templo desde los tres a los quince años y aceleró la venida del Mesías con la fuerza de su amar. Virgen antes de su concepción, virgen en la oscuridad de un seno, virgen en sus primeras lágrimas, virgen en sus primeros pasos, la Virgen fue de Dios, de Dios sólo, y proclamó su derecho, superior al decreto de la Ley de Is­rael, al obtener del esposo que Dios le había dado el perma­necer intacta después de las bodas. ■ José de Nazaret era un justo. Tan solo a él se le podía confiar el Lirio de Dios, y sólo él la recibió. Ángel en el alma y en la carne, él amó como aman los ángeles de Dios. Muy pocos sobre la tierra comprenderán la profundidad abismal de ese gran amor que tuvo todas las ternuras conyugales sin traspasar la barrera del fuego celestial tras la que estaba el Arca del Señor. Es el testimonio de lo que puede un justo, con el simple hecho de que quiera; lo que puede, porque el alma, aun estando herida por la mancha de origen, posee poderosas fuerzas de elevación, y recuerdos y retornos a su dignidad de hija de Dios, y divinamente obra por amor al Padre. ■ Aún estaba María en su casa, en espera de unirse a su esposo, cuando Gabriel, el ángel de los divinos anuncios, volvió a la Tierra y pidió a la Virgen ser Madre. Ya había prometido al sacerdote Zacarí­as el Precursor, y no había sido creído. Pero la Virgen creyó que ello podía acaecer por voluntad de Dios y, sublime en su desconocimien­to, sólo preguntó: «¿Cómo puede acontecer esto?». Y el ángel le respondió: «Tú eres la Llena de Gracia, María. No temas, por tanto, porque has hallado gracia ante el Señor también en cuanto a tu virginidad. Concebirás y darás a luz un Hijo al que pondrás por nombre Jesús, porque es el Salvador prometido a Jacob y a todos los Patriarcas y Profetas de Israel. Será grande e Hijo ver­dadero del Altísimo, porque será concebido por obra del Espíritu Santo. El Padre le dará el trono de David, como ha sido predicho, y reinará en la casa de Jacob hasta el fin de los siglos, mas su verda­dero Reino no tendrá nunca fin. Ahora el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo esperan tu obediencia para cumplir la promesa. El Precursor del Mesías ya está en el seno de Isabel, tu prima, y, si das tu consentimiento, el Espíritu Santo descenderá sobre ti, y será santo Aquél que nacerá de ti y llevará su verdadero nombre de Hijo de Dios”. Entonces María respondió: «He aquí la Esclava del Señor. Hágase de mí según su palabra». Y el Espíritu Santo descendió sobre su Esposa y en el primer abrazo le impartió sus luces, que sobreperfeccio­naron las virtudes de silencio, humildad, prudencia y caridad que Ella poseía en plenitud, y Ella se convirtió en una sola cosa con la Sabiduría y no pudo jamás separarse de la Caridad. La Obediente y Casta se perdió así en el océano de la Obediencia que Yo soy, y conoció el gozo de ser Madre sin conocer la turbación de ser siquiera tocada. Fue la nieve que se concentra en flor y se ofrece de ese modo a Dios…”. ■ Pedro, lleno de estupor, pregunta: “¿Pero el marido?”.  Jesús: “El sello de Dios cerró los labios de María, y José no tuvo noticia del prodigio sino cuando, de vuelta de la casa de Zacarías, su parien­te, María apareció como madre ante los ojos de su esposo”. Pedro: “¿Y qué hizo él?”. Jesús: “Sufrió… y María también…”. Pedro: “Si hubiera sido yo…”. Jesús: “José era un santo, Simón de Jonás. Dios sabe dónde poner sus dones… Sufrió cruelmente y decidió abandonarla, cargándose sobre sí el ser tachado de injusto. Pero el ángel bajó a decirle: «No temas tomar contigo a María, tu esposa; porque lo que en Ella se está for­mando es el Hijo de Dios; es Madre por obra de Dios. Cuando nazca el Hijo, le pondrás por nombre Jesús, porque es el Salvador»”. Bartolomé pregunta: “¿Era docto José?”. Jesús: “Como conviene a un descendiente de David”. Bartolomé: “Entonces habrá recibido una inmediata luz recordando al Profe­ta: «He aquí que una virgen concebirá...»”. Jesús: “Sí. La recibió. A la prueba sucedió el gozo…”. Pedro vuelve a decir: “Si hubiera sido yo, no hubiera sucedido, porque antes yo habría… ¡Oh, Señor, qué bien que no fuera yo! La habría quebrantado como a un tallo delgado sin dejarle tiempo ni de hablar. Pero después —caso de que no me hubiera converti­do en un asesino— habría tenido miedo de Ella… El miedo secular, al Tabernáculo, de todo Israel…”. Jesús: “También Moisés tuvo miedo de Dios, y, no obstante, fue socorrido y estuvo con Él en el monte… José se dirigió, pues, a la casa santa de la Esposa, para cubrir las necesidades de la Virgen y del Niño que había de nacer. Y habiendo llegado, para todos, el tiempo del edicto, fue con María a la tierra de los padres. Pero Belén los rechazó porque el corazón de los hombres está cerrado a la caridad. Ahora hablad vosotros”.
* Los pastores Elías, Leví, Isaac, Jonatás, y el día del nacimiento, la Estrella, Magos. Matanza.- ■ Elías dice: “Yo, cayendo ya la tarde, me encontré con una mujer joven y sonriente a caballo de un borriquillo. Un hombre venía con ella. Me pidió leche y algunas informaciones. Yo dije lo que sabía… Luego vino la noche… y una gran luz… y salimos… y Leví vio a un ángel que estaba cerca del aprisco. El ángel dijo: «Ha nacido el Salvador». Ya era completamente de noche y el cielo estaba lleno de estrellas, aunque la luz quedaba absorbida por la de aquel ángel y la de otros miles de ángeles… (Elías llora aún al recordarlo). Y nos dijo el ángel: «Id a adorarle. Está en un establo, en un pesebre, entre dos animales… Encontraréis a un Pequeñuelo envuelto en unos pobres pañales…», ¡Oh…, qué fulgor el del ángel al decir estas palabras!… ¿Te acuerdas, Leví, cómo despedían llamas sus alas cuando, después de inclinarse para nombrar al Salvador, dijo: «… que es el Mesías Señor»?”. Leví: “¡Claro que me acuerdo! ¿Y las voces de esos millares de ángeles: «¡Gloria a Dios en los Cielos altísimos y paz en la Tierra a los hombres de buena voluntad!». Aquella música está aquí, está aquí, y me transporta al Cielo cada vez que la oigo”, y Leví alza el rostro, un rostro extático en que luce el llanto. ■ Isaac dice: “Y fuimos cargados como bestias, alegres como para una boda, y, luego…, cuando oímos tu vocecita y la de tu Ma­dre, ya no supimos hacer nada, y empujamos a Leví, que era un ni­ño, para que mirase. Nosotros nos sentíamos como unos leprosos junto a tanto candor… Y Leví escuchaba y reía llorando y repetía las palabras, con una voz tal de cordero, que la oveja de Elías baló. José vino a la entrada y nos invitó a pasar… ¡Qué pequeño y lindo eras! Un pedacito de carne sobre el tosco heno… Y llorabas… Luego te reíste por el calorcito de la piel de oveja que te ofrecimos y por la le­che que ordeñamos para Ti… Tu primera comida… ¡Oh!… y luego… y luego te besamos… Dejaste en nosotros un sabor a almendra y a jaz­mín… y nosotros ya no podíamos separarnos de Ti…”. Jesús: “En realidad,  desde entonces no me habéis dejado”. Jonatás dice: “Es verdad. Tu rostro quedó grabado en noso­tros y lo mismo tu voz y tu sonrisa… Crecías… eras cada vez más hermoso… El mundo de los buenos venía a hacerse feliz contigo… y el de los malvados no te veía… Ana… tus primeros pasos… los tres Sa­bios… la estrella…”. ■ Elías: “¡Qué luz aquella noche! El mundo parecía arder con miles de luces. Sin embargo, la noche de tu venida la luz estaba fija y era blanquecina… Ahora era la danza de los astros; entonces, la adoración de los astros. Nosotros, desde un alto, vimos pasar la caravana y fuimos detrás de ella para ver dónde se detenía… Al día siguiente, toda Belén vio la adoración de los Sabios. Y luego… ¡Oh…, no hablemos de aquel ho­rror, no hablemos de él!…”. Elías palidece al recordarlo. Isaac: “Sí, no hables de ello. Guárdese silencio sobre el odio…”.
* Zacarías era un justo enteramente hombre. Se hizo menos hombre y más justo durante los 9 meses de mutismo. Cuando se hizo espíritu justo, la justicia le enseñó prudencia y caridad. Caridad hacia los pastores y prudencia respecto al mundo que debía permanecer en la ignorancia sobre el Mesías.- Prudencia en José y María y la doble razón de su angustia cuando durante tres días no encontraron a Jesús.- «Crezco, según humanidad, en estatura, sabiduría y gracia…».- Elías: “El mayor dolor era el hecho de no tenerte ya y el no tener noticias tuyas. Ni siquiera Zacarías sabía nada; él, que era nuestra últi­ma esperanza… Luego… luego ya nada más”. Felipe pregunta: “¿Por qué, Señor, no consolaste a tus siervos?”. Jesús: “¿Preguntas el porqué, Felipe? Porque era prudente hacerlo así. Mi­ra cómo Zacarías, cuya formación espiritual se completó después de ese momento, tampoco quiso descorrer el velo. Zacarías…”. Felipe: “Tú nos dijiste que Zacarías fue quien se ocupó de los pastores. Siendo así, ¿por qué él no dijo, primero a ellos y luego a Ti, que ciertos individuos andaban en tu busca?”. Jesús: “Zacarías era un justo enteramente hombre. Se hizo menos hom­bre y más justo durante los nueve meses de mutismo. Luego, duran­te los meses que siguieron al nacimiento de Juan, se perfeccionó. Pe­ro fue en el momento en que sobre su soberbia de hombre cayó el mentís de Dios, cuando se hizo espíritu justo. Había dicho: «Yo, sacerdote de Dios, digo que en Belén debe vivir el Salvador». Dios le había mostrado cómo el juicio, aunque sea sacerdotal, si no está ilu­minado por Dios, es un pobre juicio. Horrorizado por el pensamiento de que por su palabra hubiera podido provocar que mataran a Jesús, vino a ser el justo, el justo que ahora descansa en espera del Paraíso. Y la justicia le enseñó prudencia y caridad. Caridad hacia los pasto­res, prudencia respecto al mundo que debía permanecer en la igno­rancia acerca del Mesías. ■ Cuando, regresando a la patria, nos dirigi­mos a Nazaret, por la misma prudencia que ya guiaba a Zacarías, evitamos Hebrón y Belén, y, costeando el mar, volvimos a Galilea. Ni siquiera el día de mi mayoría de edad fue posible ver a Zacarías, que había partido el día antes con su niño para la misma ceremonia. Dios velaba, Dios probaba, Dios proveía, Dios perfeccionaba. Te­ner a Dios significa también esfuerzo, no sólo contento. Y así mi pa­dre de amor y mi Madre de alma y de carne tuvieron que esforzarse también. Incluso lo lícito fue prohibido, para que el misterio envol­viese en sombra al Mesías Niño. ■ Y que esto les sirva de explicación a muchos que no comprenden la doble razón de la angustia cuando no me encontraban durante tres días. Amor de madre, amor de padre hacia el hijo perdido; tem­blor, porque custodios del Mesías como eran, podía quedar descubierto antes de tiempo; terror a haber custodiado mal la Salvación del mundo y el mayor don de Dios (5). Éste fue el motivo de aquella insólita exclamación: «¡Hijo ¿por qué nos has hecho esto? Tu padre y yo, angustiados, te estábamos buscando!». «Tu padre», «tu madre» …El velo echado sobre el resplandor del divino Verbo Encarnado. Y la tranquilizante respuesta: «¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que Yo debo ocuparme de las cosas de mi Padre?». Y la Llena de Gracia recogió y comprendió tal respuesta en su justo valor, o sea: «No tengáis miedo. Soy pequeño, un Niño; mas, si bien crezco, según la humanidad, en estatura, sabiduría y gracia ante los ojos de los hombres, Yo soy el Perfecto en cuanto que soy el Hijo del Padre y, por eso, sé conducirme con perfección, sirviendo al Padre haciendo resplandecer su luz, sirviendo a Dios conservándole el Salvador». Y así hice hasta hace un año. ■ Ahora el tiempo ha llegado. Se descorren los velos, y el Hijo de José se muestra en su naturaleza: el Mesías de la Buena Nueva, el Salvador, el Redentor y el Rey del siglo futuro”. Juan:  “¿Y no volviste a ver nunca a Juan?”. Jesús: “Sólo en el Jordán, Juan mío, cuando solicité el Bautismo” (6). Juan: “De modo que ¿Tú no sabías que Zacarías les había ayudado a éstos?”. Jesús: “Ya te he dicho que después del baño de sangre, de sangre inocente, los justos se hicieron santos, los hombres se hicieron justos. Sólo los demonios permanecieron como eran. Zacarías aprendió a santificarse con la humildad, la caridad, la prudencia, el silencio”.
* Mateo, hombre de buena memoria.- Profecía de Jesús sobre Pedro.- ■ Pedro dice: “Deseo recordar todo esto. Pero, ¿podré hacerlo?”. Mateo dice: “Tranquilo, Simón. Mañana les pido a los pasto­res que me lo repitan, con sosiego, en el huerto, una, dos, tres veces, si hace falta. Tengo buena memoria, ejercitada en mi banco de traba­jo y me acordaré por todos. Cuando quieras, te podré repetir todo. Tampoco tenía notas en Cafarnaúm y sin embargo…”. Pedro: “¡No te equivocabas ni en un didracma!… ¡Sí que me acuerdo… y bien! Te perdono el pasado, de corazón realmente, si te acuerdas de esta narración… y si me la cuentas a menudo. Quiero que me entre en el corazón de la misma forma que está en éstos… como lo tuvo Jo­nás… ¡Morir diciendo su Nombre!…”. Jesús le mira a Pedro y sonríe. ■ Luego se levanta y le besa en la entrecana cabeza. Pedro: “¿A qué se debe este beso tuyo, Maestro?”. Jesús: “A que has sido profeta: tú morirás diciendo mi Nombre; he besa­do al Espíritu, que hablaba en ti”. Luego Jesús entona, fuerte, un salmo, y todos, en pie, le contestan: “«Alzaos y bendecid al Señor vuestro Dios, de eternidad en eter­nidad. Bendito sea su Nombre sublime y glorioso, con toda alabanza y bendición. Tú sólo eres el Señor. Tú has hecho el cielo y el cielo de los cielos y todo su ejército, la Tierra y todo lo que contiene»”, etc… (es el himno que cantan los levitas en la fiesta de la consagración del pueblo, cap. IX del libro II de Esdras). ■ Todo termina con este largo canto, que no sé si se encuentra en el rito antiguo o si Jesús lo dice motu proprio. (Escrito el 22 de Marzo de 1945).
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1  Nota  : “¿Dónde estabais cuando murió Jonás?”.- Cfr.  2-109-170  en el tema de  “J. Iscariote”.   2  Nota  : “¿Dónde estabais en los altos del Líbano?”.- Cfr.  2-103-141 en el  tema de “J. Iscariote”.  3  Nota  : María Valtorta explica la expresión “contra las reglas comunes de la procreación” con la siguiente nota autógrafa puesta en una copia mecanografiada: María nació de unión carnal. Pero “contra las reglas comunes” porque por defecto orgánico y por edad Ana, sin un milagro puesto por Dios, ya no habría podido hacerlo.  4 Nota : “Fuerza os de Dios»:  es el significado etimológico de «Gabriel», el nombre del Arcángel de los anuncios.   5  Nota  : Explicación divina a Lc.  2,44-48.   6  Nota  : Más tarde, al comienzo del 2º año de su vida pública.  Jesús visitará al Bautista en las cercanías de Enón.
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3-196-239 (3-57-336).- 30 años después: Jesús habla sobre la lección castidad que dio su Madre pocos días de entrar en el Templo. Habla también sobre la Inmaculada Concepción.
* “Y Ella replicó: «Mi cuerpo es templo del alma y su sa­cerdote es el Espíritu; el pueblo no es admitido al recinto sacerdotal. Por favor, no entréis en el recinto de Dios»”.- ■ Mateo exclama: “Sí, claro, Maestro, síguenos hablando de tu Madre. ¡Es tan lu­minosa su infancia!: de reflejo hace vírgenes a nuestras almas. Y yo, ¡pobre de mí, tengo mucha necesidad de ello!”. Jesús: “¿Qué queréis que os diga… si son muchos los episodios, y a cuál más delicioso…?”. Mateo: “¿Te los ha contado Ella?”. Jesús: “Alguno sí, pero muchos más José, que me los contaba, siendo Yo niño, como los más bellos cuentos; y también Alfeo de Sara, que, siendo pocos años más mayor que mi Madre, fue amigo suyo durante los breves años en que Ella estuvo en Nazaret”. Juan, en tono suplicante, dice: “¡Háblanos…!”. ■ Se han colocado todos en círculo, sentados a la sombra de los olivos; Yabés (1) está en el centro, mirando fijamente a Jesús, como si fue­ra a escuchar una fábula paradisíaca.  Jesús: “Os voy a narrar la lección de castidad que dio mi Madre, pocos días antes de entrar en el Templo, a su pequeño amigo y a muchos otros. Aquel día se había casado un joven de Nazaret, pariente de Sara. Joaquín y Ana también habían sido invitados a la boda, y con ellos la pequeña María, que, junto con otros niños, tenía el encargo de echar pétalos deshojados por el camino de la novia. Dicen que era una niña guapísima. Todos se la disputaban después de que en medio de la pompa entró la novia. Era muy difícil ver a María, porque pasaba mucho tiempo en casa (amaba más que cualquier otro lugar una pequeña gruta que incluso hoy día sigue llamando «la gruta de su desposorio»). Como era rubia y gentil, con las mejillas de color de rosa, le anegaban en caricias cuando la veían. La llamaban «la flor de Nazaret», o «la perla de Galilea», o también «la paz de Dios», en memoria de un enorme arco iris que apareció de improviso cuando nació. En efecto, era, y es, todo eso y más aún: es la Flor del Cielo y de la creación, es la Perla del Paraíso, es la Paz de Dios… Sí, la Paz. Yo soy el Pacífico porque soy Hijo del Padre e hijo de María: la Paz infinita y la Paz suave. Pues bien, aquel día todos querían besarla y tomarla en brazos. Entonces Ella, mostrándose reacia a besos y demás contactos, con delicada gravedad, dijo: «Por favor, no me estrujéis». Creyeron que se refería a su vestido de lino, ceñido con una cinta azul en la cintura, en los estrechos puños, en el cuello…; o a la pequeña guirnalda de florecillas azules con que Ana la había coronado para mantener sus leves ricitos. Entonces, le aseguraron que no le iban a estrujar ni el vestido ni la guirnalda. Pero Ella, segura, mujercita de tres años, er­guida, rodeada de un corro de adultos, dijo seria: «No me refiero a lo que se puede reparar. Estoy hablando de mi alma. Es de Dios y no quiere ser tocada sino por Dios». Objetaron: «Pero si te besamos a ti, no a tu alma». Y Ella replicó: «Mi cuerpo es templo del alma y su sa­cerdote es el Espíritu; el pueblo no es admitido al recinto sacerdotal. Por favor, no entréis en el recinto de Dios». ■ A Alfeo, que había superado ya los ocho años y que la quería mu­cho, le impresionó esta respuesta, y, al día siguiente, habiéndola en­contrado junto a su pequeña gruta buscando flores, le preguntó: «María, cuando seas mujer, ¿me querrías por esposo?» (todavía le du­raba la emoción de la fiesta nupcial a la que había asistido). Ella res­pondió: «Yo te quiero mucho, pero no te veo como hombre. Te diré un secreto: yo veo sólo las almas de los seres vivientes, y las amo mucho, con todo mi corazón. Y veo sólo a Dios como verdadero Ser viviente a quien ofrecerme». Bien, éste es un episodio”. Bartolomé exclama: “¡¡¡«Verdadero Ser viviente»!!! ¿Sabes que es profunda esa palabra?”. Y Jesús, humildemente y con una sonrisa: “Era la Madre de la Sabiduría”. Bartolomé: “¿Era?… ¿Pero no tenía tres años?”. Jesús: “Era. Yo vivía ya en Ella, siendo Dios en Ella, desde su concepción, en la Unidad y Trinidad perfectísima”.
* Joaquín, al decir que Dios la había salvado anticipadamente, alude al privilegio de Ella respecto a la Culpa, consagrándola como un pontífice con el título más dulce: «La Sin Mancha». Día llegará en que otro sabio pontífice dirá al mundo: «Ella es la Concebida sin Mancha».- ■ Iscariote pregunta: “Pero —y perdona si yo, culpable, oso hablar—, pero, ¿Joaquín y Ana sabían que era la Virgen predestinada?” (2). Jesús: “No lo sabían”. Iscariote: “Y entonces, ¿cómo es que Joaquín dijo que Dios la había salvado anticipadamente? ¿No alude ello, acaso, a su privilegio respecto a la Culpa?”. Jesús: “Alude a ello. Pero Joaquín prestaba su boca a Dios, como todos los profetas. Tampoco él comprendió la sublime verdad sobrenatural que el Espíritu había puesto en sus labios. Joaquín era un justo; tanto, que mereció esa paternidad. Y era humilde. En efecto, no hay jus­ticia donde hay soberbia. Él era justo y humilde. Consoló a su hija por amor de padre. Le enseñó con sabiduría de sacerdote: pues sacerdote era, como protector del Arca de Dios. Como pontífice, la consa­gró con el título más dulce: «La Sin Mancha». ■ Día llegará en que otro sabio pontífice dirá al mundo: «Ella es la Concebida sin Mancha», y dará esta verdad al mundo de los creyentes, como artículo de fe irrebatible, para que en el mundo de entonces —que se irá hundiendo cada vez más en una neblina de herejías y vicios— res­plandezca, ante la vista de todos, la Toda Hermosa de Dios, coronada de estrellas, vestida de rayos de luna (menos puros que Ella); la Rei­na de lo creado y del Increado, apoyada en los astros. Porque Dios Rey tiene por Reina, en su Reino, a María”. Iscariote: “¿Entonces, Joaquín era profeta?”. Jesús: “Era un justo. Su alma repitió como un eco lo que Dios decía a su alma, por Dios amada”. (Escrito el 21 Junio de 1945)
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1 Nota :  El niño  Yabés o  Marziam.   2 Nota : Joaquín, padre de la Virgen María, habló de esta predestinación con un ejemplo: el del pajarito salvado anticipadamente. Este hecho se relata en el episodio 1-7-34. Como se dice aquí “Joaquín prestaba su boca a Dios, como todos los profetas”.
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3-207-315 (4-69-417).- 30 años después, en la gruta de Belén, la Madre evoca el nacimiento de Jesús.
* “Mamá, en la tierra de Belén, tú eres la Reina. Es tu primer castillo. María, de la descendencia de David, guía a este pequeño pueblo a tu morada”.- ■ Salen de Betania con la primera sonrisa de la aurora. Jesús se dirige a Belén con su Madre, con María de Alfeo y con María Salomé. Le siguen los discípulos. El niño Marziam encuentra por todas partes motivos para alegrarse: las mariposas que despiertan, los pajaritos que cantan o caminan por el sendero, las flores que resplandecen con las perlas del rocío, la aparición de un rebaño en que se oye el balido de muchos corderitos. Una vez atravesado el río que está al sur de Betania, que se deshace en espumas, la comitiva se dirige a Belén pasando entre dos series de colinas verdes con olivos y viñedos, con algunos  —pequeños— campos en los que se ven las mieses doradas. El valle es fresco, y el camino, bastante bueno. Simón de Jonás se adelanta, llega al grupo de Jesús y pregunta: “¿De acá se puede ir a Belén? Juan dice que la otra vez fuisteis por otros caminos”. Jesús responde: “Es verdad, pero es porque veníamos de Jerusalén. Por aquí es más corto. Cuando lleguemos a la tumba de Raquel, que quieren verla las mujeres, nos separaremos, como habéis decidido. Mi Madre quiere ir a Betsur. Allí nos reuniremos de nuevo”. Pedro: “Así es… ¡Pero sería muy hermoso que estuviésemos todos presentes!… tu Madre especialmente… porque, al fin de cuentas, es la Reina de Belén y de la Gruta, y sabe todo, todo, a la perfección… Si lo oyese de sus labios… sería diferente… eso es todo”. Jesús sonríe al mirar a Simón que insinúa dulcemente su deseo. Marziam pregunta: “¿Qué gruta, padre?”. Pedro: “La gruta donde nació Jesús”. Marziam: “¡Oh! ¡Qué bien! ¡También voy yo!…”. María de Alfeo y Salomé dicen: “¡Sería muy hermoso en realidad!”. ■ Virgen: “¡Muy hermoso!… Sería regresar al pasado… cuando el mundo te ignoraba… Te ignoraba, sí, pero no te odiaba todavía… Sería encontrar otra vez el amor de los sencillos que no supieron dudar y amaron con humildad y fe… Significaría depositar en el pesebre, allí donde naciste, este peso de amargura que oprime mi corazón desde que sé lo mucho que te odian. Debe quedar todavía en el pesebre la dulzura de tu mirada, de tu respiración, de tu titubeante sonrisa… y ello me acariciaría el alma que está tan amargada”. María habla despacio, llora afligida por los recuerdos y la tristeza. Jesús: “Pues entonces vamos a ir, Mamá. Condúcenos al lugar. Hoy tú eres la Maestra y Yo el niño que aprende”. Virgen: “¡Oh, ¡Hijo! ¡No! Tú siempre eres el Maestro…”. Jesús: “No, Mamá. Simón de Jonás tiene razón en lo que ha dicho. En la tierra de Belén, eres la Reina. Es tu primer castillo. María, de la descendencia de David, guía a este pequeño pueblo a tu morada”. Iscariote hace intento de hablar, pero se calla. Jesús que se ha dado cuanta del gesto y lo comprende, dice: “Si alguien, por cansancio o por otra razón, no quiere venir, que prosiga hasta Betsur”. Pero ninguno habla.
“¡Ahí está Belén!… Te has abierto, buena y fragante como el pan, cuyo nombre tienes, para dar Pan verdadero al mundo que muere de hambre”.- ■ Prosiguen por el camino del valle que va en dirección de este a occidente. Después dan vuelta al norte para costear una colina que se interpone y así llegan al camino que lleva de Jerusalén a Belén, justo a la altura de un cubo —la tumba de Raquel— que culmina en una pequeña cúpula redonda. Todos se acercan para orar respetuosamente. Virgen: “Aquí nos detuvimos, yo y José… Está todo igual que entonces. Tan solo la estación es diferente. En aquel entonces era un día frío de Kisléu. Había llovido y los caminos estaban lodosos; luego se había levantado un viento helador y quizás había caído escarcha durante la noche. Los caminos se endurecieron, pero, recorridos todos por carros y por mucha gente, parecían un mar lleno de hoyos. Se hacía muy trabajoso para mi asnito…”. Jesús: “¿Y para ti no, Madre?”. Virgen: “Oh, ¡yo te tenía a Ti!…”. Y le mira con ojos tan dulces que conmueven. Vuelve a hablar: “La noche se acercaba y José estaba muy preocupado. A cada paso se estaba levantando un viento que cortaba… La gente se dirigía presurosa a Belén, chocando los unos contra los otros, y muchos se enojaban con mi asnito que caminaba despacio, buscando donde poner las pezuñas… Parecía como si supiese que estabas Tú ahí… y que dormías la última noche en mi seno. ■ Hacía frío… pero yo ardía por dentro. Sentía que estabas por llegar… ¿llegar? Podrías decir: «Mamá, Yo estaba aquí desde hacía nueve meses». Pero entonces era como si bajases del Cielo. Los Cielos bajaban, bajaban sobre mí, y yo veía sus resplandores… Veía arder la divinidad en su gozo de tu próximo nacimiento, y esos rayos me penetraban, me encendían, me abstraían… de todo… Frío… viento… gente… ¡de todo! Veía a Dios… De cuando en cuando y con esfuerzo lograba traer  mi corazón a la tierra y sonreía a José que tenía miedo de que me fuese a resfriar… Pero nada podía acaecer. No sentía los empujones. Me parecía como si caminase sobre un camino de estrellas, entre nubes de luz, como si me llevasen ángeles… y sonreía… Primero a Ti… Te miraba a través de la barrera de la carne, y te veía, capullo mío de lirio, dormir con los puñitos cerrados en tu lecho de rosas frescas… Luego sonreía a mi esposo que estaba profundamente afligido, para darle ánimos… Luego a la gente que ignoraba que ya respiraba en el aire del Salvador… ■ Nos detuvimos cerca de la tumba de Raquel para que descansase un poco el asnito y para comer poco de pan y aceitunas, nuestras provisiones de pobres. Yo no tenía hambre. No podía tener hambre… estaba colmada de alegría… Emprendimos otra vez el camino… Venid. Os mostraré en dónde encontramos al pastor… No creáis que puedo equivocarme. Vuelvo a vivir aquella hora, veo y reconozco cada uno de los lugares porque veo todo a través de una gran luz angélica. Quizás el ejército angélico está de nuevo aquí, invisible a nuestros ojos, pero visible a las almas con su resplandor, y así todo se hace patente, todo queda señalado. Ellos no pueden equivocarse y me guían… para alegría mía y vuestra. Ved, de aquel campo a este vino Elías con sus ovejas, y José le pidió leche para mí. Y allí en ese prado, nos detuvimos mientras ordeñaba la leche tibia, reconstituyente, y le daba algunos consejos a José. Venid, venid… Mirad, éste es el sendero del último valle antes de llegar a Belén. Lo elegimos porque el camino principal, al llegar a la ciudad, era un mar de gente y de animales… ■ ¡Ahí está Belén! Oh, ¡Cómo lo amo! ¡Oh, tierra querida de mis padres, que me diste el primer beso de mi Hijo! Te has abierto, buena y fragante como el pan, cuyo nombre tienes, para dar Pan verdadero al mundo que muere de hambre. Me abrazaste como una madre, tú, en cuyo seno ha quedado el amor maternal de Raquel. Oh, tú, tierra santa, Belén davídica, primer templo dedicado al Salvador, a la Estrella matinal que nació de Jacob (1) para indicar la ruta de los Cielos al linaje humano. ¡Mirad qué hermosa está en esta primavera! ¡También entonces, a pesar de que los campos y viñedos estaban desnudos, era hermosa! Un ligero velo de escarcha tornaba a resplandecer en las desnudas ramas, que parecían cubrirse de diamantes, como envueltas en un velo impalpable paradisíaco. De las casas salía el humo. La cena se acercaba y el humo que subía en espirales, hasta llegar a este límite, mostraba a la ciudad también velada… Todo se sentía casto, silencioso, en espera… ¡de Ti, de Ti, Hijo! La tierra presagiaba tu llegada…Te habrían presagiado también los betlemitas, pues no son malos, a pesar de que no lo creáis. ■ No podían darnos hospedaje… En los lugares buenos y honrados de Belén se apretaban, arrogantes como siempre, sordos y soberbios, los que todavía ahora lo son, y que no podían sentirte… ¡Cuántos fariseos, saduceos, herodianos, escribas, esenios había! ¡Cuántos!… Oh, el que ahora ellos no puedan entender les viene desde aquel entonces en que su corazón fue duro. Cerraron su corazón al amor a aquella hermana suya, aquella noche… y se quedaron, han permanecido en las tinieblas. Desde entonces rechazaron a Dios, al rechazar el amor al prójimo”.
* María evoca el nacimiento de Jesús.- ■ La Virgen continúa: “Venid. Vamos a la gruta. Es inútil entrar en la ciudad. Los mejores amigos de mi Niño no están ya. Basta la naturaleza con sus piedras, su río, su leña para hacer fuego. La naturaleza que sintió la llegada de su Señor… Venid sin miedo. Por aquí se da vuelta… Ved allí las ruinas de la Torre de David: ¡la amo más que a un palacio! ¡Benditas ruinas! ¡Bendito río! ¡Bendita planta que, como por milagro, te despojaste con el viento de muchas de tus ramas para que encontrásemos leña y pudiésemos encender fuego!”. María baja rápida a la gruta. Atraviesa el riachuelo sobre una tabla que hace de puente. Corre hacia el espacio abierto que hay delante de las ruinas y cae de rodillas a la entrada de la gruta, y se inclina y besa el suelo. La siguen los demás. Están conmovidos… El niño, que no la deja ni un momento, parece como si escuchase una narración maravillosa y sus ojitos negros beben las palabras y gestos de María sin perderse uno solo. ■ María se levanta y entra diciendo: “Todo, todo como entonces… Con excepción de que en aquella ocasión era de noche… José me hizo luz para que entrase. Entonces, solo entonces, al bajar del asnito, sentí qué cansada y fría estaba yo… Nos saludó un buey. Fui a donde estaba, para sentir un poco de calor, para apoyarme sobre el heno… José, aquí donde estoy, extendió heno para hacerme lecho. Lo había secado con el fuego que estaba encendido en aquel rincón; para mí y para Ti, Hijo… porque era bueno como un padre en su amor de esposo-ángel… Y los dos de la mano, como dos hermanos extraviados en la oscuridad de la noche, comimos nuestro pan y queso; luego él se fue allí, para echar leña en la hoguera, y se quitó el manto para tapar la abertura… En realidad había corrido el velo ante la gloria de Dios que descendía del Cielo, ante Ti, Jesús mío… Y yo me quedé allí, encima del heno, al calor de los dos animales, envuelta en mi manto y mi manta de lana… ¡Querido esposo mío!… En la conmoción de aquella hora, en que me encontraba sola ante el misterio de la maternidad, siempre henchida de lo desconocido para una mujer, y para mí —en mi maternidad única—  henchida además del misterio del qué sería ver al Hijo de Dios surgir de carne mortal, José fue para mí como una madre, como un ángel… mi consuelo… entonces y… siempre. ■ Luego, silencio y sueño envolvieron a José…  para que no viese lo que para mí era el beso de Dios de cada día… Y, tras el intermedio de las humanas necesidades, he aquí que me llegan las inconmensurables olas del éxtasis, que vienen del mar paradisíaco, y que me elevan de nuevo a lo alto las crestas luminosas, cada vez más altas, y me llevan arriba, arriba, con ellas, en un océano de luz, de luz, de alegría, de paz, de amor, hasta verme perdida en el mar de Dios, del seno de Dios… Oigo también una voz en la tierra: «¿Duermes, María?». ¡Oh ¡Tan lejana!… ¡Es un eco, un recuerdo de la tierra!… Es tan débil que el alma no reacciona. No sé qué respondo. Mientras, sigo subiendo, subiendo en ese abismo de fuego, de felicidad infinita, de un preconocimiento de Dios… hasta Él, hasta Él. ¡Oh!, pero ¿eres Tú el que naciste de mí, o soy yo la que nací de los Fulgores Trinos, aquella noche? ¿Soy yo quien te di a luz, o Tú me aspiraste para darme a luz? No lo sé… Y luego la bajada, de coro en coro, de astro en astro, de estrato en estrato, dulce, lenta, bienaventurada, feliz como la de una flor que el águila ha llevado a las alturas para dejarla caer después, y desciende lentamente, en las alas del aire, hecha más hermosa por una perla de lluvia, por un pedacito de arco iris arrebatado al cielo, para encontrarse al final en la tierra que la viera nacer… ■ Mi diadema: ¡Tú! Tú sobre mi corazón… Sentada aquí, después de haberte adorado de rodillas, te amé. Finalmente pude amarte sin la barrera de la carne; y de aquí me levanté para llevarte al amor de aquel que como yo era digno de estar entre los primeros que te amasen. Y aquí, entre estas dos toscas columnas, te ofrecí al Padre. Y aquí por primera vez estuviste sobre el pecho de José… Aquí te envolví entre pañales y, los dos, te colocamos aquí… Yo te mecía en mis brazos, mientras José secaba el heno en la hoguera y lo conservaba caliente, metiéndoselo en el pecho. Después allí ambos te adoramos. Inclinados sobre Ti, para aspirar tu aliento, para ver a qué grado de anonadamiento puede conducir el amor; llorando las lágrimas que, ciertamente, se lloran en el Cielo por el gozo inagotable de ver a Dios”. ■ María, que ha estado yendo a un lado o a otro mientras evocaba los hechos,  señalando los lugares, llena de amor, con un destello de llanto en sus ojos azules y una sonrisa de alegría en su boca, se inclina realmente hacia su Jesús, que está sentado sobre una gran piedra mientras Ella cuenta, y le besa en los cabellos, llorando, adorándole como entonces. “Y luego, los pastores… dentro, aquí, adorando con su buen corazón. Era el primer suspiro de la tierra que entraba con ellos, era el olor humano, de rebaños, de heno; y afuera, y por todas partes, los ángeles adorándote con su amor, con sus cánticos (que jamás repetirá criatura humana) y con el amor del Cielo, con la brisa del Cielo que con ellos entraba, que ellos portaban con sus fulgores… ¡Tu nacimiento bendito mío!…”. María se ha arrodillado al lado de su Hijo y llora de emoción con la cabeza inclinada en las rodillas de Jesús. Ninguno de los presentes se atreve a romper el silencio. Más o menos emocionados miran en torno a sí, como esperando ver pintada, entre las  telarañas y las ásperas piedras,  la escena que acaban de escuchar…”.
* Días posteriores al nacimiento.- ■ Varios, entre cuyas voces están las de las dos Marías, preguntan: “Pero, ¿y al día siguiente? ¿Y luego?”. Virgen: “¿El día siguiente? Oh, muy sencillo. Fui la madre que amamanta a su niño, que le lava, que le envuelve en pañales como lo hacen todas las madres. Calentaba el agua, que tomaba del río cercano, sobre el fuego encendido allá afuera para que el humo no hiciese llorar a estos ojitos azules; y luego, en el rincón más amparado, en una vieja jofaina, lavaba a mi Hijo y le ponía pañales frescos; iba al río a lavar los pañales y los ponía a secar al sol… y luego, la alegría que no puede descifrarse, darle el pecho a Jesús… y Él mamaba mi leche y se ponía cada día más bonito y feliz… El primer día, en la hora de más calor, fui a sentarme allá afuera para verle mamar. Aquí la luz no entra, solo se filtra. La lámpara y la llama dan un caprichoso aspecto a las cosas. Salí afuera al sol… y miré al Verbo encarnado. La madre conoció entonces a su Hijo; la sierva de Dios, a su Señor: fui mujer y adoradora…  Después, la casa de Ana… los días que pasaste en la cuna, tus primeros pasos, tus primeras palabras… Pero esto sucedió después, en su momento… Nada, nada fue tan grande como la hora de tu nacimiento… Solo cuando regrese a Dios encontraré aquella plenitud…”. ■ María de Alfeo dice: “Pero… ¡partir así cuando se acercaba el tiempo! ¡Qué imprudencia! ¿Por qué no esperasteis?… El decreto concedía un lapso largo de tiempo para casos excepcionales como el nacimiento o enfermedad… Alfeo me lo dijo…”. Virgen: “¿Esperar? Oh, ¡no! Aquella tarde cuando José llevó noticia, Tú y yo, Hijo, saltamos de alegría. Era la llamada… porque aquí, solo aquí debías nacer, como habían predicho los profetas (2); y aquel decreto llegado al improviso fue como un cielo piadoso que borraba de José aún el recuerdo de su sospecha. Era lo que esperaba, por Ti, por él, por el mundo judío y por el mundo futuro, hasta la consumación de los siglos. Estaba dicho. Y como tal así sucedió. ¡Esperar! ¿Puede la novia poner obstáculos a su sueño de bodas? ¿Por qué esperar?”. María de Alfeo vuelve a decir: “Por todo lo que podía suceder…”. Virgen: “No tenía ningún miedo. Me apoyaba en Dios”. María de Alfeo:  “¿Pero sabías que todo sucedería así?”. Virgen:  “Nadie me lo había dicho, y de hecho no pensaba en ello, tanto que para dar ánimos a José permití que él y vosotros dudaseis de que el tiempo de su nacimiento no estaba cercano. Pero yo sabía, sabía que para la Fiesta de las Luces habría nacido la Luz del Mundo”. ■ Judas Tadeo, con tono de reproche, pregunta: “Mamá, la pregunta sería, más bien ¿por qué no acompañaste a María? Y, mi padre, ¿por qué no pensó en ello? Deberíais haber venido también vosotros aquí. ¿No hemos venido aquí todos ahora?”. María de Alfeo: “Tu padre había decidido venir después de las Encenias y lo dijo a su hermano, pero José no quiso esperar”. Tadeo le objeta: “Pero tú  al menos…”. Virgen:  “No le reproches, Judas. De común acuerdo encontramos que era justo poner un velo sobre el misterio de este nacimiento”. Tadeo: “¿Sabía José que sucedería con esas señales? Si tú no lo sabías, ¿cómo podía saberlas él?”. Virgen: “No sabíamos nada, excepto de que Él debía nacer”. Tadeo: “¿Entonces?”. Virgen: “Entonces la Sabiduría divina nos guió, como era justo. El nacimiento de Jesús, su presencia en el mundo, debía presentarse sin nada que fuese extraordinario, que pudiese incitar a Satanás. Vosotros veis que el rencor que existe todavía en Belén contra el Mesías es una consecuencia de su primera epifanía. La envidia diabólica se aprovechó de la revelación para producir derramamiento de sangre, y para diseminar, por la sangre derramada, odio”.
* Especie de paralelismo entre Trinidad celestial (Padre, Hijo, Espíritu Santo) y trinidad terrenal (Jesús, María, Pedro).- ■ La Virgen pregunta a Pedro: “¿Estás contento, Simón de Jonás? Casi no hablas. Casi ni respiras”. Pedro: “Tanto… tanto que me parece estar fuera del mundo, en un lugar más santo que si hubiese traspasado el velo del Templo… Tanto que… que ahora, que te he visto en este lugar y con la luz de entonces, me produce temblor el haberte tratado… con respeto, sí, pero solo como a una gran mujer; eso, como a una simple mujer. A partir de ahora, no me atreveré a decirte como antes: «María». Para mí, antes, eras la Madre de mi Maestro, ahora, ahora te he visto sobre la cima de aquellas olas celestiales, te he visto Reina; y yo, miserable, hago esto, como esclavo que soy” y se arroja al suelo y besa los pies de María. ■ Jesús ahora habla: “Levántate, Simón. Ven aquí, cerca de Mí”. Pedro va a la izquierda de Jesús, porque María está a la derecha. Jesús pregunta: “¿Quiénes somos ahora nosotros?”. Pedro: “¿Nosotros?… somos Jesús, María y Simón”. Jesús: “Muy bien, Pero… ¿cuántos somos?”. Pedro: “Tres, Maestro”. Jesús: “Entonces somos una trinidad. Un día en el Cielo, la divina Trinidad pensó: «Ahora es tiempo de que el Verbo vaya a la tierra». En un latido de amor el Verbo vino a la tierra. Se separó por ello del Padre y del Espíritu Santo (3). Vino a actuar a la tierra. En el Cielo, los otros Dos contemplaron las obras del Verbo, permaneciendo más unidos que nunca para fundir Pensamiento y Amor en ayuda de la Palabra, operante en la tierra. Llegará un día en que del Cielo vendrá esta orden: «Es tiempo que regreses porque todo está cumplido». ■ Entonces el Verbo regresará al Cielo, así… (y Jesús da un paso atrás dejando a María y a Pedro donde estaban) y desde lo alto del Cielo contemplará las obras de los dos que han quedado en la tierra, los cuales, por impulso santo, se unirán más que nunca, para unir poder y amor y con ellos cumplir el deseo del Verbo: la Redención del Mundo a través de la perpetua enseñanza de su Iglesia. Y el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo harán con sus rayos de luz una cadena para estrechar, estrechar cada vez más a los dos que quedarán todavía sobre esta tierra: mi Madre, el amor; tú, el poder. Por tanto, tendrás que tratar a María como a una Reina, pero no como esclavo. ¿No te parece?”. Pedro: “Me parece todo lo que quieras. ¡Estoy anonadado! ¿Yo el poder? ¡Oh, si debo ser el poder, entonces no me queda más que apoyarme sobre Ella! ¡Oh, Madre de mi Señor, no me abandones jamás, jamás…!”. Virgen: “No tengas miedo. Te tendré siempre así de la mano, como hacía con mi Niño, hasta que fue capaz de caminar solo”. Pedro: “Y ¿luego?”. Virgen: “Luego te sostendré con mis plegarias. ¡Ea! Simón, no dudes jamás del poder de Dios. No dudé yo, ni tampoco José. Tampoco debes hacerlo. Dios ayuda hora tras hora, si permanecemos humildes y fieles…”.
* “La nueva Eva fue concebida por el Pensamiento a los pies del manzano paradisíaco, para que, con su sonrisa y su llanto, pusiera en fuga a la serpiente y desenvenenara el fruto envenenado. Ella se convirtió en árbol de fruto redentor. Venid, amigos y comed de él”.- El Cantar de los cantares y María.- Virgen: “Venid ahora acá afuera, cerca del río, a la sombra del árbol bueno que, si el verano estuviese más adelantado, os proporcionaría además de su sombra sus manzanas. Venid. Comeremos antes de partir… ¿A dónde, Hijo mío?”. Jesús: “A Yala. Está cerca. Y mañana iremos a Betsur”. Se sientan bajo la sombra del manzano y María se recarga sobre el tronco. ■ Bartolomé mira fijamente cómo Ella —tan joven y todavía emocionada celestialmente con la revelación de los hechos que ha revivido— acepta de su Hijo los alimentos que previamente ha bendecido y cómo le sonríe con ojos de amor. Dice en voz baja: “«A la sombra de él me senté y su comida fue dulce a mi paladar»”. Le responde Judas Tadeo: “Es verdad. Ella languidece de amor, pero no se puede decir que despertó bajo un manzano” (4). Santiago de Alfeo le dice: “Y ¿por qué no hermano? ¿Qué sabemos nosotros de los secretos del Rey?”. Y Jesús sonriendo dice: “La nueva Eva fue concebida por el Pensamiento a los pies del manzano paradisíaco (5), para que, con su sonrisa y su llanto, pusiera en fuga a la serpiente y desenvenenara el fruto envenenado. Ella se convirtió en árbol de fruto redentor. Venid, amigos y comed de él. Porque alimentarse de su dulzura es alimentarse de la miel de Dios”. ■ Mientras María se ocupa del niño y habla con las mujeres, Bartolomé pregunta despacio: “Maestro, responde a una pregunta mía que hace tiempo he querido hacértela: ¿el Cántico que estamos citando se refiere a Ella?”. Jesús: “Desde el principio del Libro se habla de Ella, y de Ella se hablará en los libros futuros, hasta que la palabra del hombre se transforme en la sempiterna alabanza de la eterna Ciudad de Dios” y Jesús se vuelve a las mujeres. Hablando con sus compañeros, Zelote comenta: “¡Cómo se percibe que desciende de David! ¡Qué sabiduría! ¡Qué poesía!”. (Escrito el 3 de  Junio de 1945).
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1  Nota  : Cfr.  Éx.  24,17.   2  Nota  : Cfr.  Miq.  5,2.   3  Nota  :Se separó… Palabra operante en la Tierra”. Estas antropomórficas expresiones, esclarecidas por la escritora misma en esta nota, son pura y sencillamente populares (piénsese por ejemplo en el trifolio que se usa para representar a la Santísima Trinidad). La Escritora la creó para poder establecer una especie de paralelismo o semejanza entre la Trinidad celestial (Padre, Hijo y Espíritu Santo.) y la Trinidad terrena (Jesús, María, y Pedro). Más o menos, semejantes expresiones existen en el Credo (bajó del Cielo) y en Juan 16,28;20,17, etc… ■ María Valtorta, en una copia mecanografiada, las corrige de modo siguiente: “Dejó por ello el seno del Padre, el abrazo recíproco que forma el Espíritu Santo. Vino a actuar en la tierra. En el Cielo las otras dos personas contemplaron las obras del Verbo, permaneciendo, de todos formas, igualmente unidas a Él para fundirse, Pensamiento y Amor, con la Palabra operante en la tierra”.  ■ Y las completa con la observación siguiente: “La unión hipostática por la cual el Verbo, existiendo realmente en la carne del Hijo de Dios y (de) María, no dejó de ser Uno con el Padre y, por lo tanto, con el Amor; no dejó de ser el Santo de los Santos, porque lo era por su divina Naturaleza, y lo fue en su Naturaleza humana, por Gracia y por Voluntad perfectísimas. De los muchos atributos divinos, durante su vida mortal y como Verbo hecho Hombre, no perdió (en un cierto sentido) sino la eternidad, pues murió, y su inmensidad, pues que estaba limitado en un cuerpo, siempre y solo durante los treinta y tres años, en que fue semejante a nosotros, a excepción del pecado”. ■ María Valtorta también nos dirá que la Divinidad, unida siempre hipostáticamente a Jesús-Hombre, no siempre era sensible para el Hombre-Redentor, el cual debía experimentar también ese grandísimo dolor, de no poder estar siempre en el Padre.   4  Nota  : Cfr. Cant.  2,3-5; 5,8;  8,5.    5  Nota  : Cfr. Gén. 3,8-15.
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7-478-327 (8-173-313).- 30 años después, el primo-hermano José, conversando con Jesús, dice comprender ahora por qué su tío José, comprometido ya con María, no se casó lo más pronto posible.
* No es usual dejar pasar tantos meses antes de las nupcias… Dios quiso que se retardasen las nupcias. Para que tu nacimiento coincidiese con el gran Edicto y nacieses en Belén de Judá”.-Dice José: “Y piensa que todo Israel estaba en mí: necio como yo; como yo, seguro de que la figura del Mesías no era la que Tú representabas… Es duro decir: «Me he equivocado. Nos hemos equivocado y seguimos equivocándonos. ¡Y desde hace siglos!». ■ Pero tu Madre me ha explicado las palabras de los profetas. ¡Oh, sí! Santiago tiene razón. Y tiene razón Judas. De labios de María —como ellos oyeron, de niños, esas palabras—, se ve que eres el Mesías. Mira, mis cabellos ya encanecen. Ya  no soy niño ni lo era cuando María volvió del Templo, prometida a José. Y recuerdo aquellos días. Y la desaprobación de mi padre, una desaprobación cargada de asombro, cuando vio que su hermano no se casaba con Ella lo más pronto posible. Asombro suyo, asombro de Nazaret. Y también murmuraciones. Porque no es usual dejar pasar tantos meses antes de las nupcias, poniéndose en peligro de pecar y de… Jesús, yo siento aprecio por María y honro la memoria de mi pariente. Pero el mundo… Para éste no se trató de algo bien hecho… Tú… ■ Ahora lo sé. Tu Madre me explicó las profecías. Entonces se comprende por qué Dios quiso que se retardasen las nupcias. Para que tu nacimiento coincidiese con el gran Edicto y nacieses en Belén de Judá. Y… María me ha explicado todo. Ha sido como una luz para poder comprender lo que por humildad calló”.  (Escrito el 22 de Agosto de 1946).
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(<Jesús, acompañado de sus apóstoles, sale de Betania y llega a la fuente de En Rogel, cercana del pueblo>)
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7-493-417 (8-188-400).- 30 años después, en la fuente de En Rogel, lugar de encuentro de los 3 Magos: se evoca el recuerdo de aquél día.
* “La búsqueda de Dios, porque siempre es buena, proporciona siempre toda clase de auxilios y todo el coraje”.- ■ Mucha gente: mujeres con jarras, borriqueros con cubos, caravanas que llegan o que parten y se detienen junto al pozo para sacar agua. El suelo está húmedo por el agua que se cae al echarla en los recipientes. Se oyen las voces sosegadas y dulces de las mujeres, las chillonas de niños, las roncas, fuertes y secas de hombres; los rebuznos de burros, los chillidos de los camellos que, echados bajo su carga, esperan que el camellero regrese con el agua. Una escena muy característica, en un crepúsculo sombrío, en el que el cielo tiene extrañas trazas de un amarillo innatural, improviso, que esparce una luz extraña sobre todas las cosas; mientras más arriba, nubes densas, de color plomo, se encabalgan corriendo hacia occidente. Las partes más altas de la ciudad tienen forma de espectro, con esa luz extraña contra el horizonte plomizo con pinceladas de color sulfúrico. ■ Pedro sentencia: “Toda esta agua y viento…”, y luego pregunta: “¿A dónde vamos esta tarde?”. Jesús: “A la casa del hombre de los jardines. Mañana subo al Templo y…”. Zelote: “¿Otra vez? Mira lo que haces”. Y aconseja: “Sería mejor que aceptaras la invitación de los libertos para ir a su sinagoga”. Iscariote: “Entonces, sinagoga por sinagoga; hay otras ¡y que han dado muestras de desear su presencia! ¿Por qué tienen que ser ellos?”. Zelote replica: “Porque son los más seguros. Y la razón se comprende sin que yo lo diga”. Iscariote: “¡¡Seguros!! ¿Qué es lo que te da esa certeza?”. Zelote: “El hecho de que han sabido permanecer fieles a pesar de lo que han pasado”. Jesús: “No discutáis entre vosotros. Mañana subo al Templo. Lo he dicho. ■ Ahora nos quedamos aquí un poco. Hay siempre lugares que evangelizar”. Iscariote: “Uno no tiene más derecho que el otro. No sé por qué lo prefieres”. Jesús: “¿Que por qué, Judas? Por muchas razones que diré a los que se están congregando, y por una que os digo a vosotros en particular. En este pozo de la fuente de Rogel se detuvieron, inseguros y contrariados los tres Magos del oriente, cuando desapareció la estrella que los había guiado desde tierras lejanas. Cualquier otro hombre hubiera desconfiado de Dios y de sí mismo. Ellos oraron hasta el amanecer, junto a sus cansados camellos, y ellos fueron los únicos que estaban despiertos entre sus siervos que dormían. Y luego, al alba, se levantaron, se dirigieron a las puertas, sin importarles de ser tomados por locos y alborotadores, o de poner en peligro su vida. Recordad que gobernaba Herodes, el sanguinario. Y bastaba mucho menos de la frase que los Sabios querían decirle, para que les decretara su muerte. Pero ellos me buscaban a Mí. No venían en búsqueda ni de gloria, ni de riquezas u honores. Solamente a Mí me buscaban. Buscaban a un Niño: a su Mesías, a su Dios. La búsqueda de Dios, porque es buena, proporciona siempre toda clase de auxilios y todo el coraje. El miedo, las cosas bajas, son la herencia del que sueña en cosas bajas. Ellos anhelaban adorar a Dios. Su amor por Él era grande. Y, pocas horas después, el amor tuvo un premio, porque aquí, en la noche lunar, reapareció la estrella ante sus ojos. ■ Jamás falta la estrella de Dios a quien con justicia y amor le busca. ¡Los tres Sabios! Hubieran podido quedarse entre los falsos honores que Herodes les daba, después de la respuesta de los príncipes de los sacerdotes, de los escribas y doctores. ¡Y estaban muy cansados!… Pero no se quedaron ni siquiera una noche, y, antes de que cerrasen las puertas, salieron para esperar aquí hasta el alba. Luego… no el alba solar, sino el alba de Dios apareció de nuevo. Se presentó la estrella, que los llamó con sus luces y ellos fueron a la Luz. ¡Bienaventurados! ¡Bienaventurados ellos y quienes les imiten!”. ■ Los apóstoles y Marziam con Isaac han estado atentísimos escuchando, con ese rostro feliz que tienen siempre que Jesús evoca su nacimiento; e Isaac asiente, suspira, sonríe al recordar aquella escena… con un rostro extático, lejano del lugar y del tiempo, regresando a más de treinta años atrás, a aquella noche, a aquella estrella que ciertamente vio entre su rebaño…  Algunas personas se han acercado, porque el camino es de mucho tránsito y escuchan. Algunas de ellas recuerdan la extraña caravana, las noticias que traía… y sus consecuencias. (Escrito el 16 de Septiembre de 1946).
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(<Jesús, acompañado de apóstoles, de su Madre y de las mujeres discípulas, viene realizando un viaje que, comenzando en Efraín, ha ido visitando las ciudades de Samaria. Van ahora de camino hacia Betania y Jerusalén>)
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9-577-184 (10-38-264).- 30 años después: María de Alfeo, cuñada de la Virgen, desvela algunos pormenores vinculados a las vidas de José y María.
* El día del nacimiento de María (floración brillante en el huerto), la figura excelsa de José, la razón de la ausencia de sus noticias después de la matanza y de las angustias de Isabel y Zacarías.- ■ María expresa una pálida sonrisa al mostrarle su cuñada unas semillas, que no sé dónde las habrá conseguido, diciéndole que quie­re sembrarlas en Nazaret después de la Pascua, junto a la gruta que Ella tanto estima. María de Alfeo dice: “Cuando eras niña, te re­cuerdo siempre con estas flores en tus manitas. Las llamabas las flo­res de cuando naciste. Efectivamente, cuando naciste, tu huerto estaba lleno de ellas, y aquella tarde, en que toda Nazaret se volcó para ver a la hija de Joaquín, estas florecillas eran verdaderamente todo un diamante al contacto del agua que había caído del cielo y por los últimos rayos de sol que desde el Poniente incidía en ellas; y, da­do que te llamabas «Estrella», todos decían, mirando a esas muchas, pequeñas estrellas brillantes: «Las flores se han adornado para fes­tejar a la flor de Joaquín, y las estrellas han dejado el cielo para venir a ver a la Estrella»; y todos sonreían, felices por el presagio venturoso y por la alegría de tu padre. ■ Y José, el hermano de mi marido, dijo: «Estrellas y gotitas de agua. ¡Eso es verdaderamente María!» (1). ¿Como podía imaginar, entonces, que habrías de ser su estrella? ¡Cuando vol­vió de Jerusalén elegido para esposo tuyo!… Toda Nazaret quería fes­tejarle, porque grande era el honor que le venía del Cielo al casarse contigo, hija de Joaquín y Ana; y todos querían hacerle fiesta. Pero él, con su dulce pero firme decisión no la aceptó. De modo que asombró a todos, porque ¿quién es el hombre que el cielo destina a noble matrimonio, con símil decreto del Altísimo, y no ce­lebre su felicidad con todo su ser? Pero él decía: «A gran elección gran preparación». Hombre continente también en sus palabras, parco en el comer siempre lo había sido, pasó ese tiempo trabajando y orando, porque, si se puede orar con el trabajo, yo creo que cada golpe de martillo y cada señal hecha con el escoplo se transformaban en oración. Tenía su rostro como extático. Yo iba a arreglar la casa, a blanquear sábanas u otras cosas que había dejado tu madre y que con el tiempo se habían puesto amarillentas, y le miraba mientras trabaja­ba en el huerto y en la casa para ponerlos otra vez en orden, como si nunca hubieran estado abandonados; y le hablaba incluso… Pero es­taba como absorto. Sonreía… pero no era a mí o a otros, sino a un pensamiento suyo que no era, no, el pensamiento de todos los hom­bres próximos a casarse… con esa sonrisa de alegría mali­ciosa y carnal… Él… parecía sonreír a los invisibles ángeles de Dios, y parecía que hablara con ellos y los consultara… ¡Oh, porque estoy convencida de que los ángeles le instruían acerca de cómo tratarte a ti! Porque después, y fue otro motivo de estupor de toda Nazaret, y ca­si de enojo de mi Alfeo, pospuso la boda lo más que pudo, y no se comprendió nunca por qué después como de improviso se decidiera celebrarla antes del tiempo fijado. Y también cuando se supo que ibas a ser madre, ¡cómo se asombró Nazaret por su alegría ausente!… ■ Pero también mi San­tiago es un poco así. Y cada vez más lo es. Ahora que le observo bien —no sé por qué, pero desde que fuimos a Efraín me parece completa­mente nuevo—, le veo así… justamente como a José. Mírale ahora también, María, ahora que se está volviendo otra vez para mirarnos. ¿No tiene ese aspecto absorto tan habitual en José, tu esposo? Sonríe con esa sonrisa que no sé si llamarla triste o lejana. Mira y tiene esa mirada larga, que va más allá de nosotros, que muchas veces tenía José. ■ ¿Recuerdas cómo le pinchaba y le molestaba Alfeo? Decía: «Hermano, ¿todavía estás viendo las pirámides?». Y él meneaba la cabeza sin decir nada, pacien­te y reservado en sus pensamientos. Poco hablador siempre. Pero ¡desde que volvisteis de Hebrón…! Ya ni siquiera a la fuente iba solo, como hasta entonces había hecho, y como hacen todos: o contigo o a su trabajo. Y, aparte del sábado en la sinagoga, o cuando se dirigía a otro lugar por razón de sus trabajos, nadie puede decir que viera a José de pa­seo en esos meses. ■ Luego os marchasteis… ¡Qué angustia la ausencia de noticias vuestras después de la matanza! Alfeo fue hasta Belén… Le dijeron: «Se marcharon». Pero… ¿cómo les podía creer, si os odiaban a muer­te en esa ciudad en que todavía se veían las manchas de sangre inocente y se eleva­ba humo de las ruinas y se os acusaba de que por vosotros esa sangre había corrido? Fue a Hebrón, y luego al Templo, porque Zacarías tenía su turno. Isabel trató de consolarle con lágrimas, y Zacarías con palabras de consuelo. Ambos estaban angustiados por Juan y, temiendo nue­vas represalias, le habían escondido. De vosotros no sabían nada. Y Zacarías dijo a Alfeo: «Si murieron, su sangre ha caído sobre mí, porque yo los convencí de que se quedaran en Belén». ■ ¡Mi María! ¡Mi Jesús, visto tan hermoso durante la Pascua que siguió a su nacimiento! ¡Y no saber nada durante tanto tiempo!  Pero… ¿por qué nunca nos enviasteis una noticia?…”. La Virgen responde serena: “Porque no podíamos hacerlo. En el lugar donde estábamos, había muchas Marías y muchos Josés, y convenía pasar por una pareja cualquiera de esposos”, y suspira: “Esos días, aunque tristes, eran, dentro de su tristeza, días aún felices. ¡El mal estaba tan lejos todavía! Si mucho era lo que nos faltaba en nuestra casa, nuestro corazón se saciaba con la alegría de tenerte, Hijo mío!”. María de Alfeo observa: “También ahora tienes contigo a tu Hijo. ¡Falta José, es verdad! Pero Jesús está aquí y con su completo amor de adulto”. María levanta la cabeza para mirar a su Jesús. Y en su mirada hay congoja, aunque su boca sonría levemente. Mas no añade ningu­na otra palabra. (Escrito el 8 de Marzo de 1947).
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1  Nota  : María, nombre de la Madre de Jesús y muy común entre las mujeres hebreas de su tiempo, no tiene derivación segura. Sus numerosas interpretaciones provienen de son­deos etimológicos, o también del lenguaje popular. Los significados de estrella y de gota, que, respectivamente, evocan la luz y el dolor, pueden ser relacionados con una inter­pretación dada por San Jerónimo al nombre «María».
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 .                           b) Dictados extraídos de los «Cuadernos 1943/1950»

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43-123.- Jesús exhorta a amar a María.
* María es como la luna respecto del sol”.- ■ Dice Jesús: “El ojo humano no puede mirar fijamente al sol mientras que lo puede hacer a la luna. El ojo del alma no puede fijar su mirada en la perfección de Dios tal cual ella es; pero, en cambio, puede mirar a la perfección de María. María es como la luna respecto del sol. Es iluminada por éste y refleja sobre vosotros la luz que la alumbró aun­que suavizándola con aquellos místicos efluvios que la hacen soportable a vuestra limitada naturaleza. Y por esto os la propongo desde hace siglos por modelo a todos vosotros de quienes he querido seáis mis hermanos en María precisa­mente. ■ Es la Madre. ¡Qué dulce es para los hijos mirar a su madre! Para esto os la di, para que pudieseis disponer de una Majestad tan dulce cuya magnificencia bastase a arreba­taros, pero sin deslumbraros. Sólo a determinadas almas, que por motivos insondables elegí, me he mostrado en mi fulgor de Dios-Hombre, de Inteligencia y Perfección absolutas. Mas, junto con tal don, hube de otorgarles otro que las capacitara soportar mi conocimiento sin quedar aniqui­ladas”.
* Es tal su perfección, que el Paraíso entero se inclina ante su trono sobre el que descienden la sonrisa y el esplendor eter­nos de Nuestra Trinidad”.- Jesús: “Por el contrario, a María todos la podéis mirar, no por­que Ella sea semejante a vosotros, ¡oh, no! Es tan sublime su pureza, que Yo, su Hijo y Dios, la trato con veneración. Es tal su perfección, que el Paraíso entero se inclina ante su trono sobre el que descienden la sonrisa y el esplendor eter­nos de Nuestra Trinidad. Mas este esplendor que la penetra y deifica más que a ninguna otra criatura, se encuentra difuminado por los candidísimos velos de su carne inmaculada, por medio de la cual irradia, cual si fuera una estrella, reco­giendo toda la luz de Dios y difundiéndola con suave lumi­nosidad sobre todas las criaturas”.
* Nuestra gloria no busca superaciones sino que se complementa con la gloria del otro”.- Jesús: “Y Ella, además, es para vosotros eternamente Madre, te­niendo de la Madre todas las compasiones que os excusan, interceden por vosotros y os amaestran pacientemente. Gran­de es el gozo de María cuando puede decir a quien le ama: «Ama a mi Hijo». Grande es mi gozo cuando puedo decir a quien me ama: «Ama a mi Madre». Y nuestro gozo es grandísimo cuando vemos que, al separarse de mis pies uno de vosotros, va a María, o que, al separarse uno de vosotros del regazo de María, viene a Mí. Porque la Madre se alegra dando nuevos enamorados a su Hijo y el Hijo se regocija viendo a su Madre rodeada de nuevos amadores. Nuestra gloria no busca superaciones sino que se complementa con la gloria del otro. Por eso te digo «Ama a María». Te confío a Ella que te ama y te ilumina exclusivamente con la suavidad de su sonrisa” (Escrito el 27 de Junio de 1943).
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43-590.- La acción del Espíritu Santo sobre los «santos»; sobre los «buenos», infundiéndoles sus luces de conocimiento sobrenatural.
* “Únicamente los santos me conocieron por lo que era y así, Isabel, Simeón y Ana vieron en mí a la Madre del Salvador”.- ■ Dice María Virgen: “No debes desanimarte demasiado recordando el tiempo en que me amabas poco. No eres la única. Pero yo soy Madre y por eso, comprendo y perdono. Son deficiencias de los aún imperfectos. Al ser poco amada, no por eso amo menos. Me basta con que, al menos, améis a mi Hijo y tú le amabas mucho cuando aún no me amabas a mí sino poco. ■ Quiero hacerte notar un hecho de mi vida de Madre de Dios que escapa a la observación de muchos y que, incluso, es un claro indicio de las relaciones que conmigo habrían de establecer los redimidos por mi Jesús. Cuando los pastores llegaron a la gruta, sus miradas y sus manifestaciones de amor fueron en exclusiva para mi Niño. Yo y José éramos para ellos figuras secundarias. Ante la pobre pajiza donde Él dormía cuando no lo hacía sobre mi regazo, depositaron sus dádivas y sus ternezas. No me apenaba por ello ni porque dejaran de tributar la consideración debida a la planta que había dado al mundo aquella Flor del Cielo. Me sentía satisfecha con que amasen a mi Niño y le amasen tanto. ¡Habría tantos después que le odiasen…! Entre los presentes a la ceremonia, siempre nueva, de una presentación al Templo, ni uno hubo que pensase en mí. Miraban a mi Tesoro y se hacían lenguas de su belleza sobrehumana; mas a su Madre, tan solo alabanzas humanas se le tributaron. ■ Únicamente los santos me conocieron por lo que era y así, Isabel, Simeón y Ana vieron en mí a la Madre del Salvador, tributándome con este su reconocimiento la más sublime alabanza. Los primeros eran «buenos». Estos tres, en cambio, eran «santos». El Espíritu actúa en el corazón de los santos, infundiéndoles sus luces de conocimiento sobrenatural. El Espíritu Santo ilumina los corazones de los santos para hacerles que me vean. Verme a mí a la luz de Dios quiere decir amarme de verdad. Mi Santísimo Hijo obra por su cuenta para atraeros a su amor. Yo os amo y aguardo pidiendo por vosotros”. (Escrito el 2 de Diciembre de 1943).
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43-612.- Ilustración de una expresión del evangelista Lucas: Jesús «crecía y se robustecía, lleno de sabiduría, y la gracia de Dios estaba en Él».- Algunos rasgos humanos de Jesús descritos por la Madre. Relación especial entre Madre e Hijo.
* Mi Niño fue inteligente, mucho, como pueda ser un niño perfecto. Mas su inteligencia se fue desvelando día a día siguiendo la norma general de todos los nacidos de mujer”.- “No existió para su Madre la prohibición habida para María de Magdala. Yo podía tocarle. No había de contaminar con mi humildad su Perfección”.- ■ Dice María Virgen: “Escribe Lucas, mi Evangelista, que mi Jesús, después de haber sido circuncidado y ofrecido al Señor, «crecía y se robustecía, lleno de sabiduría, y la gracia de Dios estaba en Él»; y repite una vez más cómo, muchacho ya de doce años, nos estaba sujeto y «crecía en sabiduría, en edad y en gracia delante de Dios y de los hombres». Una desviación de la piedad de los fieles ha hecho ciertamente que el orden establecido por Dios para Sí mismo en relación con su existencia como Hijo del hombre, haya sido alterado. Se recrea la leyenda en hacer de mi Niño un ser prodigioso y fuera de lo natural, el cual, ya desde su nacimiento, habría realizado actos propios de hombre, mostrándose como algo verdaderamente irregular hasta el punto de resultar monstruoso. Esta piedad equivocada no la castiga Dios que la ve y disculpa, juzgándola como resultado de un amor imperfecto en su forma, si bien grato a Él por ser sincero. ■ Ahora bien, quiero hablarte de mi Niño mostrándotelo tal cual era cuando, sin su Madre, nada habría podido hacer; una criaturita tierna, delicada, rubia, levemente sonrosada y hermosa, más hermosa que hijo alguno de hombre y bueno… más que los ángeles creados por su Padre y nuestro. Su desarrollo fue, ni más ni menos, el de un niño sano al que colma de cuidados su mamá. Mi Niño fue inteligente, mucho, como pueda ser un niño perfecto. ● Mas su inteligencia se fue desvelando día a día siguiendo la norma general de todos los nacidos de mujer. Era como si el despuntar de un sol fuera abriéndose camino en su cabecita blonda. ● Sus primeras miradas, no tan vagas como las de los primeros días, fuéronse posando sobre las cosas y, particularmente, sobre su Madre. ● Sus primeras sonrisas, inciertas al principio, y cada vez más firmes después cuando me inclinaba sobre su cuna o le tomaba en mi regazo para darle el pecho, lavarle, vestirle y besarle. Sus primeras palabras informes y cada vez más claras después. ¡Qué felicidad ser la Madre que enseña al Hijo de Dios a decir: «¡Mamá!». Y la primera vez que pronunció bien esta palabra que nadie como Él supo jamás decir con tanto amor y que me la repitió hasta su último aliento, ¡qué alegría la mía y la de José y qué besos en aquella boquita en la que iban apareciendo los primeros dientecitos! ● Y los primeros pasos con sus piececitos tiernos, sonrosados como pétalos de una rosa de carne, aquellos piececitos que yo acariciaba y besaba con amor de madre y adoración de fiel, ¡que hubiera de verlos más adelante clavados a la cruz, contraerse con espasmos de dolor y quedar lívidos y yertos! Y sus caídas al comenzar a caminar solo. Yo corría a levantarle y a besar sus moraduras. ¡Oh, entonces podía hacerlo! Mas un día habríale de ver caer bajo la cruz, agonizante ya, desgarrado, manchado de sangre y de las inmundicias lanzadas sobre Él por la turba cruel sin que yo pudiera correr a levantarle y besar sus contusiones sangrantes, madre infeliz de un pobre Hijo ajusticiado! ● Y sus primeras gentilezas: una florecita cogida en el huerto o en algún camino que me la traía; un taburete arrastrado hasta mis pies para que estuviese más cómoda; el recoger un objeto que habíaseme caído. ● ¿Y su sonrisa?: ¡El sol de nuestra casa! ¡La riqueza que recubría de seda y oro las desnudas paredes de mi casita! Quien vio la sonrisa de mi Hijo vio el Paraíso en la Tierra. Una sonrisa apacible mientras fue niño. Una sonrisa cada vez más pensativa hasta llegar a ser triste a medida a iba haciéndose adulto. Pero, siempre sonrisa. Para todos. Fue ésta una de las causas de su fascinación divina que hacía que las turbas le siguieran embelesadas. Su sonrisa era ya una palabra de amor. ● Y cuando a la sonrisa le seguía a continuación la voz, que otra más hermosa no la hubo en el mundo, hasta los campos con sus tallos de mies se estremecían de gozo. Era la voz de Dios que hablaba, tenlo en cuenta, María. Y fue un misterio, que solo las razones inescrutables de Dios lo podían explicar, cómo Judas y los judíos pudieron llegar a traicionarle y a matarle después de haberle oído hablar. ● Su inteligencia, cada vez más despierta, hasta alcanzar la perfección, me infundía admiración y respeto. Mas se hallaba tan mitigada por la bondad, que a nadie llegó jamás a mortificar. ¡Dulce Hijo mío, que así de dulce fuiste con todos y en especial con tu Madre! ● Ya de adolescente, me retraía de besarle como cuando era pequeñín. Mas nunca me faltaron sus besos ni sus caricias ya que era Él quien los reclamaba de su Madre cuya sed de amor comprendía, pues besar sus carnes santísimas era para Ella sorber la vida, y beber el gozo. ● Antes de la Última Cena vino a tomar consuelo de su Madre y estuvo apoyado sobre mi corazón como cuando era niño. Quiso saturarse de amor con su Mamá a fin de poder resistir el desamor de todo un mundo. ● Más tarde le tuve sobre mi corazón, pero helado y extinto, a las lívidas luces del Viernes Santo. Y… ¡ver a mi eterno Niño —porque para una madre su hijo es siempre un niño y tanto más lo es cuando más dolorido y acabado está— ver a mi Niño hecho todo Él una llaga, desfigurado por el acelerado sufrir, encostrado de sangre, desnudo, desgarrado hasta el Corazón; ver cerrada aquella Boca bendita de la que solo palabras santas salieron; aquellos Ojos adorables cuyo mirar era una bendición; aquellas Manos que solo para trabajar, bendecir, curar y acariciar se movieron; aquellos Pies que se cansaron tratando de reunir a su grey que, al fin, le mató; todo ello constituyó un desgarro sin límites que anegó la tierra para redimirla y llegó hasta los Cielos que se estremecieron de pena! ● Todos los besos que guardaba en mi corazón y no pude darle durante las forzadas separaciones de aquellos tres últimos años, se los di entonces. Ni una magulladura quedó sin beso y sin lágrimas. Y solo yo sé cuál fue su número. Mis besos y mi llanto fueron el primer lavatorio de su Cuerpo extinto y no me saciaba de besarle antes de verlo desaparecer bajo los aromas, el sudario, la sábana y las vendas y, por último, tras la piedra volcada sobre el cierre del Sepulcro. ● Ahora bien, en la mañana de la Resurrección pude contemplar el Cuerpo glorificado de mi Hijo. Entró con el rayo del sol, inferior en esplendor a Él y le vi en su Belleza perfecta, mío por haberlo yo formado, pero Dios porque Él había, a la sazón, superado la hora humana y tornado al Padre llevándome a mí en su Carne divina modelada en mi seno a mi semejanza humana. ■ No existió para su Madre la prohibición habida para María de Magdala. Yo podía tocarle. No había de contaminar con mi humildad su Perfección que subía a los Cielos ya que aquel mínimo de humanidad que en mí existía, dada mi condición de Inmaculada Concepción, habíase quemado cual flor arrojada a las llamas en la hoguera expiatoria del Gólgota. María-Mujer había muerto con su Hijo y solo quedaba ahora María-alma, ardiendo por subir con su Hijo al Cielo. Y así, mi abrazo venerante no podía causar turbación a la Divinidad triunfante. ■ ¡Oh, sea bendito aquel amor! Si bien posteriormente siempre he tenido presente su Cuerpo destrozado y el recuerdo de aquel tormento aún no ha perdido su aguijón, la rememoración de su Cuerpo glorificado, triunfante, hermoso con una Belleza divina y majestuosa que es la alegría de los Cielos, constituyó mi perenne consuelo durante los excesivamente largos días de mi vivir y el constante anhelo de terminar mi vida para volver a verle. Hace dos horas, María, que ha dado comienzo mi fiesta (1) y te he tenido conmigo dándote a conocer a mi Jesús. Ahora descansa contemplando a Aquellos que te aman y te esperan y viendo la Belleza que constituye el gozo de los santos”. (Escrito el 8 de Diciembre de 1943).
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1  Nota  : Era el 8 de Diciembre, fiesta de la Inmaculada Concepción.
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43-678.- “Los presentes a la circuncisión no supieron descubrir al Dios aparecido… Toda redención necesita precursores: La Sangre del Gólgota cayó entre dos sangres heroicas” (Santos Inocentes y Juan Bautista).
* La señal (circuncisión), en los primogénitos, venía a constituir el eslabón que los unía a Dios y los consagraba al altar”.- ■ Dice María Virgen: “El primer llanto de mi Niño resonó en el aire ocho días después de su Nacimiento. Era el primer dolor de mi Jesús. Él era el Cordero y, como tal, fue marcado con el signo del Señor a fin de ser consagrado a Él: Primogénito entre todos los vivientes según la ley divina y humana. Su consagración a Dios Padre habíase realizado en el Cielo cuando se ofreció como Reparador del hombre, trocando su naturaleza espiritual por la de Hombre, Verbo hecho Carne por un  deseo amoroso. Víctima depositada ya sobre la piedra del altar celeste, Víctima santa y sin defecto, no tenía Él necesidad de más consagraciones siempre imperfectas comparadas con la suya sublime. Mas, así lo prescribía la Ley y nadie, fuera de aquellos a quienes Dios había revelado la naturaleza de mi Hijo, sabía que el Niño de la mujer galilea fuese el Santo, el Ungido del Señor, el Pontífice eterno, el Redentor y Rey. Por eso había de cumplirse la Ley con este varón primogénito, nacido para el Señor y a Él ofrecido conforme a su querer. ■ Si bien eran circuncidados todos los hijos de Abraham, con todo, la señal, en los primogénitos, venía a constituir el eslabón que los unía a Dios y los consagraba al altar. No podían ser ofrecidos en nuestro altar quienes no hubiesen sufrido antes por el Señor estos místicos esponsales. Así pues, los primogénitos hebreos eran dos veces santos: por la circuncisión y por haber sido ofrecidos al Templo. Infinitamente santo era el Inocente que lloraba sobre mi seno tras haber derramado las primeras gotas de aquella Sangre que constituye perdón”.
* Para descubrir a Dios es preciso hacer de la búsqueda el fin de la vida. Entonces Él se descubre”.-María Virgen: “Si los que presenciaron el rito hubiesen tenido su espíritu despierto, habrían alcanzado a ver qué Majestad era la que se ocultaba tras aquellas Carnes infantiles y habrían adorado al Dios aparecido entre los hombres para llevarles a Dios. Mas entonces, como ahora, tenían los hombres su corazón obstruido por cuanto es práctica rutinaria y no religión, intereses y no alejamiento del mundo, egoísmo y no caridad, soberbia y no humildad. Y así no apareció a sus ojos el rostro de Dios transparentándose a través de las Carnes del Inocente. ■ Para descubrir a Dios es preciso hacer de su búsqueda el fin de la vida. Entonces es cuando se descubre Él sin más misterio, es decir, con aquel tanto de misterio que Él, en su Sabiduría, juzga conveniente reservaros para no desaparecer ante su fulgor porque has de saber, María, que la visión de Dios —tal cual es y como solo en el Cielo es posible ver, por cuanto los que en el Cielo se encuentran son ya espíritus a los que la santidad hizo aptos para contemplar a Dios— es de una potencia tal que solo nuestra naturaleza hecha a semejanza de Dios puede soportar, del modo que un hijo puede siempre ver el poder y la belleza de su padre sin que por ello se sienta asustado ni humillado. ■ En el Cielo, tras la vida humana, es cuando el hombre adquiere la verdadera semejanza con Dios y es entonces cuando puede mirarle fijamente y acrecentar su fulgor con el Fulgor divino y su beatitud con la contemplación del Amor que os ama”.
“Toda redención necesita de precursores que la preparen no tanto con la palabra cuanto con el sacrificio. La Redención, a la sazón iniciada, tuvo en su amanecer la sangre de la inocencia y, en su mediodía, la sangre de la penitencia. La Sangre de Cristo llama a la vuestra a la gloria del dolor para santificarlo y santificar así mismo al mundo mediante la unión con la Sangre Santísima de mi Hijo”. ■ María Virgen: “La Sangre de mi Hijo reclamó con su goteo el cortejo purpúreo de otras sangres inocentes. Los pies de Cristo habrían de hollar corporalmente el áspero suelo de Palestina, hecho aún más ingrato para su caminar por la mala voluntad humana, pues a las zarzas y a las piedras del camino añadía el odio, la insidia, la traición, y el delito. El Rey de los Judíos y Rey del mundo no tuvo bajo sus pies mullidas y preciosas alfombras. Ni aún a la hora de su breve triunfo humano —tan humano que, al ser fruto de la exaltación de las gentes hacia el que tomaban por rey de los Judíos, por aquel que habría de devolver su esplendor al pueblo hebreo, cayó cual golpe de viento que ya no hincha la vela trocándose en tormenta— ni aún entonces tuvo otra cosa que pobres vestidos y ramos de olivo como homenaje a los pobres bajo su todavía más pobre cabalgadura. Mas cuanto no veían los hombres, lo veía el Hombre Dios sobre la Tierra y Dios en el Cielo. ■ Y cuando mi Cristo volvió al Cielo, tras su martirio, para recibir el abrazo del Padre, sus Pies traspasados volaron raudos sobre una preciosa alfombra de viva púrpura que quedara como estela santa desde la tierra hasta el Cielo cuando los primeros mártires de mi Hijo —los pequeños inocentes— cayeron cual manadas de espigas cortadas por el segador y como prados cuajados de capullos en flor segados con la recolección del heno, tiñendo con la púrpura de su sangre el camino del Cielo. Toda redención necesita precursores que la preparen, no tanto con la palabra cuanto con el sacrificio. La Redención, a la sazón iniciada, tuvo en su amanecer el sacrificio de la inocencia ahogada por la ferocidad y, en su mediodía, el sacrificio de la penitencia decapitada por la lujuria para la que la penitencia constituye un reproche. La sangre del Gólgota cayó entre estas dos sangres heroicas para enseñaros que el Redentor se coloca entre la inocencia y la penitencia y que la Sangre de Cristo llama a la vuestra a la gloria del dolor para santificarlo y santificar así mismo al mundo mediante la unión con la Sangre santísima de mi Hijo”. (Escrito el 28 de Diciembre de 1943).
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45-120.- María Virgen narra un episodio del Niño Dios, en Egipto, que amaestra con flores sobre la caridad y la humildad.
* El Niño Jesús, aniquilado por caridad de todos nosotros, prefiere aquellas flores que, aunque humildes, tienen caridad con los hombres.-Dice María Virgen: “Hija, el corazón —que no la ciencia— conduce por los floridos campos del amor. Cuando mi Niño empezaba a caminar, muchas eran las flores que, con las primeras lluvias de otoño, brotaban en los prados de Belén. Él, el pequeñín amado, impulsaba hacia adelante su santo cuerpecito poniendo de puntillas sus pequeños pies para ir de ésta a aquella corola esparcidas por la hierba del prado y, como un pajari­llo, con sus medias palabras cuchicheaba con aquellas flores que su Padre creara. Y, estoy segura de ello, aquellas flores comprendían las misteriosas palabras del Dios Infante, aniquilado por caridad de todos nosotros, en un balbuciente niño, Él: la Palabra. ■ Pero, en la primavera siguiente y más, en otras llegadas después, a lo largo de los caminos a los que la crecida del Nilo alimentara convirtiéndolos en tierras fértiles, Él, a la sazón seguro, iba cual ave rubia, como alegre calandria, de flor en flor, cogiéndolas para mí y reía con todos los dientecitos brillando por entre sus labios de rosa al verter su botín en mi falda. Echaba hacia atrás la cabeza pidiendo besos con sus ojos de cielo y preguntaba los nombres y las historias de las flores queriendo saber para qué servían sus jugos. Y una vez, la última primavera en Egipto, la Sabiduría divina habló a través de sus labios inocentes. Me había escuchado hablar. Después separó las flores conforme a su pensamiento. Parecía que estuviese jugando; mas laboraba su mente. José, que estaba aserrando unos largos tableros a la sombra del verde y renovado follaje del pobre huerto, al observar que a las flores más bellas que tenía puestas aparte no las hacía caso, al tiempo que acariciaba y dirigía palabritas dulces a humildes cabecitas de camamila, muguetes silvestres, coclearias, ranúnculos, flores de achicoria, estelarias y flores de trébol, le preguntó: «¿Por qué, Hijo mío, prefieres esas flores simples y comunes a las espléndidas rosas, a esas agripalmas y a esos jazmines después de que te los ha regalado Raquel de Leví?». Respondía Jesús: «Porque estas flores tienen caridad con los hombres. Son caridad, no sólo placer para la vista y el olfato». Yo y José, tras quedar mudos, sin saber qué decir ante la sabiduría del Niño, nos inclina­mos juntos para besarle en su frente luminosa. ■ Hija, reconoce tú también las virtudes humildes y comunes y los actos que ellas suscitan como flores. ¡Jesús las ama tanto…! Ya le has oído: «Las prefiero porque son caridad». En tus tareas puedes recolectar muchísimas. Tienes ante ti una pradera en flor. Siega, siega… La caridad nunca dice basta. Sé toda caridad y así le lleva­rás a mi dulce Jesús el oro del rey de Oriente”.
Jesús dice:  “Y ahora que la Dulzura de Dios y de los hombres ha hablado, Yo, con Ella, te bendigo. La paz sea contigo”. (Escrito el 25 de Diciembre de 1945).
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47-342.-  Número de los Santos Inocentes.
* Su número: 320.- Dice Jesús, en relación con el número de los Santos Inocentes sacrificados en la matanza de Herodes: “Su número es de 320 entre los de Belén y los de su campiña. Y aún especifico más diciendo que, entre ellos fueron 188 los de Belén y 132 los de la campiña abatidos en un amplio radio por los enviados de Herodes a exterminar a los niños. Entre los sacrificados por sicarios se contaron igualmente 64 niñas no identificadas como tales por los sicarios que mataban en medio de las sombras, la confusión y la furia de hacerlo cuanto antes para concluir la matanza sin dar tiempo a cualquier reacción  imprevista”. (Escrito el 28 de Diciembre de 1947).

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   Para comprender bien, en esta Obra, la actitud interior y exterior de San José para con María, desde el momento en que cayó en la cuenta del estado de Ella hasta el momento en que el Ángel le reveló el misterio sobrenatural, es menester tener presentes los capítulos: A) 1-11-56; 1-12-60; 1-13-65; 1-13-70.   B) 1-18-94.  C) 1-25-122; 1-25-127; 1-26-129; 1-26-131. D) 1-31-161. E) 1-34-178. F) 1-37-202. G) 1-43-236. Juntando alguno que otro elemento que hay aquí y allá, resulta lo siguiente:

1.- Jesús, como Hijo de Dios, hecho hombre, María santísima como Inmaculada y Madre, Juan Bautista como santificado desde el seno materno, cooperando a las prerrogativas divinas que se les dieron, fueron siempre perfectos y estuvieron exentos de cualquier imperfección moral, aún la mínima. El único de quien se podría dudar, hablando con precisión, sería de Juan Bautista, pero no consta de que haya cometido imperfección alguna. José, por el contrario, pese a la sublime misión  a la que había sido destinado y para la que había sido preparado, pese a la gran santidad y justicia iniciales, no habiendo recibido privilegios como los que se concedieron a María y al Bautista, por lo menos en una única y terrible circunstancia, esto es, en el momento de la prueba establecida por Dios, antes de que viviese con el Dios-Hombre y su Madre, tal vez no se vió exento de alguna imperfección moral.

2.-José conocía perfectamente la santidad de María y su propósito de conservarse virgen para siempre, por esto, cuando cayó en la cuenta de que estaba en cinta, no creyó que fuese una pecadora adúltera, ni la expuso a que fuera apedreada según estaba prescrito (Lev.10,20; Deut.22, 22-24). El que creía en la virtud de María, hubiera dejado de ser justo (Mt.1,19) si la hubiese hecho lapidar… “Si hubiera sido menos santo, hubiera obrado humanamente, denunciándome como adúltera para que fuese lapidada y pereciera conmigo el hijo de mi pecado. Si hubiera sido menos santo, Dios no le habría concedido sus luces como guías en semejante prueba” (1-25-127).

3.-Pero José, antes de que el Ángel se le apareciera en sueños (Mt.1,20-23), ignora la causa por la cual está en cinta y no puede explicarse el hecho. Es en este momento en que tal vez incurre en una triple imperfección:
a) por no haber preguntado, como era su deber, a su esposa. Esto es, por no haberle pedido explicación de lo ocurrido (Gén.3,9);
b) por un «pensamiento» de sospecha que pudo haberle pasado por la cabeza y causado dolor, tal vez sin persistir en él voluntariamente y sin transformar el simple pensamiento en «juicio»: “… No me causaba ningún temor el hecho de que me fuese a acusar. Solamente me desagradaba que pudiese, insistiendo en su acusación, faltar a la caridad” (1-26-131);
c) por una decisión (Mt.1,19-20), efecto e indicio del sobredicho «pensamiento», decisión tomada sin haber preguntado y que si no era físicamente grave como la lapidación, era penosa moralmente y humillante a lo más respecto de la Virgen, y en un punto, coincidía con lo que se refiere al efecto: el de no haber intentado realizar el rito de las nupcias, y así, prácticamente, quebrantar el vínculo de los esponsalicios.

4.-Es Dios quien, por medio de un Ángel, dice a José en sueños que no despida a su esposa, y lo exhorta a que la tome consigo, porque la maternidad que se verifica en Ella, debe atribuirse a Dios mismo.

5.-La santidad de José, esto es, del justo que si comete alguna imperfección se levanta al punto (Prov.24,16), resplandece inmediatamente con una luz mucho más brillante:
a) porque al punto hizo caso al Ángel (Mt.1,24);
b) porque sin dejar pasar el tiempo, con toda humildad se acusó ante María, y no se excusó como nuestros primeros padres (Gén. 3,12-13), sino con toda claridad dijo: “Perdón, María. Desconfié de ti. Ahora lo sé. No soy digno de tener un  tesoro tan grande. ¡Falté a la caridad! Te acusé en mi corazón. Te acusé injustamente porque no te pregunté la verdad. Falté a la ley de Dios, porque no te amé como me habría yo amado a mí mismo… Si yo hubiera sido acusado de un delito semejante, me habría defendido. Tú… No te concedía defenderte, porque ya iba a tomar mis decisiones sin preguntarte primero. Falté al haber sospechado de ti. Aun una sola sospecha es ofensa, María. Quien sospecha, no conoce. No te he conocido como debía…” (1-26-129);
c) porque al punto tomó la decisión de cumplir la voluntad de Dios (Mt.1,24): “… Cumpliremos con la ceremonia del matrimonio…” (1-26-129).

6.-La santidad de María resplandece de una manera indecible en esta terrible circunstancia:
a) porque obedeció a Dios, que se reservó el derecho de revelar a José el misterio. No dijo nada a él, aun cuando sufría dolorosamente por la angustia larga y penosísima de su esposo, y por su peligro “de que pudiese (un justo como él), insistiendo en su acusación, faltar a la caridad…” (1-26-131);
b) en que no permitió a José que le pidiese perdón, que lo excusó completamente, que aprovechó de la ocasión para manifestarle, como tal vez nunca había sucedido, su cariño de virgen y su estima que por él tenía.

    Verdaderamente María y José, también en esta dolorosa circunstancia y prueba, “aparecen como dos santos mayores que los cuales el mundo no tiene ninguno” (1-37-202).

       (Este Apéndice está tomado del volumen 1º del «Hombre-Dios» pág. 258)

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