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Del interior de los que creen 
en Mí brotarán ríos de agua viva

-Confianza- Temor- Fidelidad- Providencia
-Milagro, Martirio
-Supersticiones, Ocultismo, Adivinación       

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El tema de “Fe”, 1ª parte,  comprende:
Episodios y dictados extraídos de la Obra magna
«El Evangelio como me ha sido revelado»
(«El Hombre-Dios»)
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(<En Cafarnaúm, a la entrada del huerto de la casa de la suegra de Pedro, un huerto abarrotado de gente, Jesús, después de haberles dirigido la palabra, atiende a pobres y enfermos. Entre ellos se encuentra también un tullido>)
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1-61-335 (1-24-367).- En la curación del tullido Samuel: “Solo pido amor y fe para decir: «te escucho»” (1).
* Yo soy la Piedad que se inclina hacia toda miseria que la llama. No rechazo a nadie”.- ■ El tullido dice: “Que Aquel del que Tú vienes te proteja”. Nada más. Jesús le pone en la mano sana el óbolo. El tullido dice: “Dios te lo pague, pero yo de Ti, más que esto, quisiera la curación”. Jesús: “No la has pedido”. Tullido: “Soy pobre, un gusano que los grandes pisotean, no podía imaginarme que tuvieras piedad de un mendigo”. Jesús: “Yo soy la Piedad que se inclina hacia toda miseria que la llama. No rechazo a nadie. No pido más que amor y fe para decir: «te escucho»”. Tullido: “¡Oh!, ¡Señor mío! ¡Yo creo y te amo! ¡Sálvame entonces! ¡Cura a tu siervo!”. Jesús pone su mano sobre la encorvada espalda, la desliza como haciendo una caricia y dice: “Quiero que quedes curado”. El hombre se endereza, ágil e íntegro, pronunciando infinitas bendiciones. (Escrito el 4 de Noviembre de 1944).
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1  Nota  : Cfr. Mc. 1,32-34.
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1-63-341 (1-26-374).- El leproso Abel, llevado a la fe por su amigo, el extullido Samuel, es curado por Jesús cerca de Corozaín (1).
* El leproso Abel, un despojo humano, al que la lepra le va devorando.- ■ Con una precisión de fotografía perfecta, tengo delante de mi vista, desde esta mañana, todavía antes del alba, a un pobre leproso. Es verdaderamente un despojo de hombre. No sabría decir qué edad tiene debido a los estragos que la enfermedad ha hecho en él. Esquelético, semidesnudo, muestra su cuerpo reducido al estado de una momia corroída. En las manos y los pies faltan partes, de manera que las extremidades ya no parecen ni siquiera humanas: las manos tienen aspecto de garra y están retorcidas, asemejan en algo a la pata de un monstruo alado; los pies parecen casi pezuñas de buey por lo mutilados y desfigurados que están, Y después… ¡la cabeza!… Creo que una persona a la que no se la haya sepultado y que haya quedado momificada por el sol y por el viento tendrá una cabeza semejante a ésta. Le quedan pocos mechones de cabellos esparcidos salteadamente, pegados al cutis amarillento y costroso como por polvo secado sobre una calavera. Los ojos los tiene apenas entreabiertos, ahondadísimos; los labios y la nariz, destruidos por el mal, muestran ya los cartílagos y las encías; las ore­jas son dos embrionarios restos de aurículas; recubre todo una piel como de cartón, amarillenta como cierta clase de barro, bajo la cual se transparentan terriblemente los huesos; parece como si la función de esta piel fuera la de mantener reunidos estos pobres huesos dentro de su re­pelente saco repleto de costurones de cicatrices o laceraciones de lla­gas purulentas. ¡Una ruina!  Se me antoja la imagen de la muerte vagante por la tierra, con el esqueleto recubierto por una piel amarillenta, envuelta en un raído manto todo hecho jirones, que tuviese en la ma­no no la guadaña sino un nudoso bastón, ciertamente arrancado a algún árbol. ■ Está a la entrada de una cueva situada en un lugar apartado, una verdadera cueva, tan destruida que no puedo decir si originaria­mente era un sepulcro o una cabaña para leñadores, o restos de al­guna casa derruida. Dirige su mirada hacia la calzada, a unos ciento y pico metros de su antro, una vía principal polvorienta, aún llena de sol. No hay nadie en ella. Hasta donde alcanza la vista, sólo sol, pol­vo y soledad en la calzada. Mucho más arriba, al noroeste, debe ha­ber un pueblo, o ciudad. Veo las primeras casas. Estará al menos a un kilómetro de distancia. El leproso mira, y suspira. Luego coge una escudilla viejísima y la llena en un riachuelo. Bebe. Se adentra en una maraña de ar­bustos, detrás de la cueva; se agacha; le arranca al suelo algunas raíces de hierbas. Vuelve al riachuelo, las limpia quitándoles la tierra con la escasa agua que aquél porta, y se las co­me despacio, llevándoselas con dificultad a la boca con sus destrozadas manos. Deben estar duras como palos. Trata de masticarlas con gran esfuerzo y muchas las escupe sin poderlas tragar, a pesar de que trate de ayudarse bebiendo sorbos de agua.
* “Mira, Abel. Si puedes tener fe serás feliz. En el Rabí que me ha curado. Este Rabí es el Mesías. Es el Hijo de Dios. Y cura a todos los que tienen fe. Dice: «Quiero», y los demonios huyen, y los miembros del cuerpo se enderezan, y los ojos ciegos ven.- ■ Una voz grita: “¿Dónde estás, Abel?”. El leproso se sobresalta. En sus labios se dibuja un simulacro de sonrisa. Pero están tan desfigurados esos labios, que también esto que podría ser sonrisa es una caricatura. Responde con una voz rara, estridente (me viene a la mente el grito de unas aves cuyo exacto nombre ignoro): “¡Estoy aquí! Creía que ya no vendrías. Pensaba que te había sucedido algo malo y estaba triste… Si me llegases a faltar también tú, ¿qué le quedaría al pobre Abel?”. Diciendo esto, camina hacia el camino, se ve que hasta donde puede según la Ley, porque a mitad de recorrido se para.  Por el camino se acerca un hombre que de tan ligero como va casi corre. “¿Pero eres realmente tú, Samuel? Si no eres la persona a quien espero, quienquiera que seas, no me hagas nada malo”. Samuel: “Soy yo, Abel, y no otro. Y sano. Mira cómo corro. Llego tarde, lo sé. Y lo sentía por ti. Pero cuando sepas… ¡oh!, te sentirás dichoso. Y te he traído no sólo los acostumbrados mendrugos de pan, sino un pan entero reciente y bueno, para ti solo, y tengo también pescado bueno, un queso. Todo para ti. Quiero que hagas una fiesta, mi pobre ami­go, para prepararte a una fiesta más grande”. Abel: “¿Pero cómo es que te has vuelto tan rico? No entiendo…”. Samuel: “Ahora te contaré”. Abel: “Y sano. ¡No pareces el mismo!”. ■ Samuel: “Escucha, pues. He sabido que en Cafarnaúm estaba ese Rabí que es santo, y he ido…”. Abel: “¡Párate, párate! Estoy infectado”. Samuel: “¡No importa! Ya no tengo miedo a nada”. ■ El hombre, que es el pobre tullido a quien Jesús curó y socorrió con una limosna en el huerto de la suegra de Pedro, ha llegado, efectivamente, con su paso veloz, hasta pocos pasos del leproso. Ha avanzado hablando y sonriendo feliz. Pero el leproso insiste: “Párate, en nombre de Dios. Si te ve alguien…”. Samuel: “Me paro. Mira: pongo aquí las provisiones. Come mientras sigo hablando”. El hombre coloca encima de una voluminosa piedra un paquete, y lo abre. Luego se retira unos pasos. El leproso se acerca y se lanza sobre el alimento inusitado. Abel: “¡Oh, cuánto tiempo hace que no comía así! ¡Qué bueno está! Y pensar que creía que me habría ido a descansar con el estómago vacío. Ninguna persona piadosa hoy… ni siquiera tú… Había masticado una raíces…”.  Samuel: “¡Pobre Abel! Pensaba en ello y me decía: «Bueno. Ahora estará triste, ¡pero después se sentirá feliz!»”. Abel: “Feliz, sí, por esta buena comida. Pero luego…”. Samuel: “¡No! Serás feliz para siempre”. El leproso hace un gesto con la cabeza. Samuel: “Mira, Abel. Si puedes tener fe, serás feliz”. Abel: “¿Fe en quién?”. Samuel: “En el Rabí, en el Rabí que me ha curado a mí”. Abel: “¡Yo estoy leproso y en grado extremo! ¿Cómo puede curarme?”. Samuel: “¡Lo puede! Es santo”. Abel: “Sí, también Eliseo curó a Naamán el leproso… lo sé… Pero ya… yo no puedo ir al Jordán”. Samuel: “Serás curado sin necesidad de agua. Escucha: Este Rabí es el Mesías, ¿entiendes? ¡El Mesías! Es el Hijo de Dios. Y cura a todos aquellos que tienen fe. Dice: «Quiero», y los demonios huyen, y los miembros del cuerpo se enderezan, y los ojos ciegos ven”. Abel: “¡Oh, vaya que si tendría fe yo! ¿Pero cómo puedo ver al Mesías?”. Samuel: “Exacto… he venido para esto. Él está allí, en aquel pueblo. Sé dónde está esta noche. Si quieres… Yo dije: «Se lo digo a Abel, y si Abel siente que tiene fe le conduzco hacia el Maestro»”. Abel: “¿Estás loco, Samuel? Si me acerco a las casas me apedrearán”. Samuel: “No a las casas. Pronto será de noche. Te conduciré hasta aquel bosquecito y luego iré a llamar al Maestro. Le llevaré hasta ti…”. Abel: “¡Ve, ve inmediatamente! Voy yo solo por mi cuenta hasta aquel punto. Iré caminando por las zanjas, por entre las matas; pero tú ve, ve… ¡Oh, ve, buen amigo! ¡Si supieras qué es tener este mal y qué significa esperar curarse!…”. El leproso ya ni siquiera se preocupa de la comida. Llora y gesticula implorándole al amigo. Samuel: “Me voy y tú vas hasta el bosque”.
* “Maestro, Mesías, Santo, ten piedad de mí” y se arroja entre la hierba a los pies de Jesús. Abel, con el rostro en tierra, dice: “¡Oh, Señor mío! ¡Si Tú quieres, puedes limpiarme!”.- ■ El ex tullido se marcha corriendo. Abel baja con dificultad al lecho de la zanja que bordea el camino, todo lleno de matas crecidas en el fondo seco. En el centro apenas si hay un hilo de agua. Cae la noche mientras el infeliz se desliza en­tre los montones de matorrales, siempre alerta por si oye algún paso. Dos veces se extiende a lo largo contra el suelo del fondo: la primera, por un hombre a caballo que recorre al trote el camino; la segunda por tres hombres, cargados de heno, que van en dirección al pueblo. Después prosigue. Pero, antes que él, llega Jesús con Samuel al bosquecito. Samuel dice a Jesús: “Dentro de poco estará aquí. Camina lento, por las llagas. Ten paciencia”. Jesús: “No tengo prisa”. Samuel: “¿Le vas a curar?”. Jesús: “¿Tiene fe?”. Samuel: “¡Oh!… se estaba muriendo de hambre, veía esa comida después de años de abstinencia, y, no obstante, ha dejado todo después de unos pocos bocados para venir rápidamente”. ■ Jesús: “¿Cómo le has conocido?”. Samuel: “Mira… yo vivía de limosnas después de mi desventura y recorría los caminos para desplazarme a uno u otro lugar. Por aquí pasaba cada siete días. Conocí a ese pobre hombre un día que, llevado del hambre, se había acercado en busca de algo hasta el camino que con­duce al pueblo, bajo una tormenta que haría huir incluso a los lobos. Estaba hurgando entre la basura como un perro. Yo tenía algo de pan seco en la alforja —regalo de algunas personas buenas— y lo compartí con él. Desde entonces somos amigos y todas las semanas le abastezco. Con lo que tengo… Si mucho, mucho; si poco, poco. Ha­go lo que puedo, como si fuese un hermano mío. Desde la tarde que me curaste —¡bendito seas!— pienso en él… y en Ti”. ■ Jesús: “Eres bueno, Samuel; por eso la gracia te ha visitado. Quien ama merece todo de Dios… Ahí hay algo entre los ramajes”. Samuel: “¿Eres tú, Abel?”. Abel: “Soy yo”. Samuel: “Ven. El Maestro te espera aquí, bajo el nogal”. El leproso sale de la zanja, sube hasta la orilla, continúa, se aden­tra en el prado. Jesús, apoyada la espalda en un altísimo nogal, le espera. Abel: “¡Maestro, Mesías, Santo, ten piedad de mí!” y se arroja entre la hierba a los pies de Jesús. Con el rostro en tierra dice: “¡Oh, Señor mío! ¡Si Tú quieres, puedes limpiarme!”. Y luego se atreve a alzarse de rodillas y alarga los esqueléticos brazos, con sus retorcidas ma­nos, y mueve hacia adelante el rostro huesudo, devastado… Las lá­grimas bajan desde las órbitas enfermas hasta los labios comidos por la lepra. ■ Jesús le mira con mucha piedad; mira a este espectro humano, que el mal horrendo está devorando y que sólo una verdadera cari­dad puede aguantar cerca, por lo repugnante de su estado y por el mal olor que despide. Y a pesar de todo Jesús le tiende una mano, su hermosa, sana mano derecha, como para acariciarle. Éste, sin alzarse, se echa hacia atrás, sobre los talones, y grita: “¡No me toques! ¡Piedad de Ti!”. Pero Jesús da un paso hacia adelante. Solemne, bueno, dulce, po­sa sus dedos sobre la cabeza comida por la lepra y dice, con voz sua­ve, toda amor y no por ello no llena de poder: “¡Lo quiero! ¡Queda limpio!”. La mano aún permanece unos minutos sobre la pobre cabeza. ■“Levántate. Ve al sacerdote. Cumple cuanto la Ley prescribe. Y no digas lo que he hecho contigo, sé sólo bueno, no peques nunca más. Te bendigo”. Samuel, que ha visto la metamorfosis de su amigo, grita de alegría: “¡Oh! ¡Señor! ¡Abel! ¡Si estás completamente sano!”. Jesús: “Sí, está sano. Se lo ha merecido por su fe. Adiós. La paz sea contigo”. Abel: “¡Maestro! ¡Maestro! ¡Maestro! ¡Yo no te dejo! ¡No puedo dejarte!”. Jesús: “Cumple lo que requiere la Ley. Después nos veremos de nuevo. Por segunda vez, descienda sobre ti mi bendición”. ■ Jesús se pone en camino haciéndole una seña a Samuel de que se quede. Y los dos amigos lloran de alegría mientras, a la luz de un cuarto de luna, vuelven a la cueva para estar por última vez en aquella madriguera de desventura. La visión cesa así. (Escrito el 6 de Noviembre de 1944).
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1  Nota  : Cfr. Mc. 1,40-45; Lc. 5,12,16.
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1-64-346 (1-27-379).- El paralítico curado en Cafarnaúm (1).
* Pedro ha alojado a pobres y enfermos, entre ellos a un paralítico traído desde lejos, en una cabaña o estancia, donde se reparan redes, que está en la parte posterior de la casa.- ■ Veo las orillas del lago de Genesaret, y también las barcas de los pescadores sacadas a tierra; en la orilla, apoyados en ellas, están Pe­dro y Andrés, dedicados a reparar las redes que los peones les llevan goteando después de quitar los detritos que habían quedado aprisionados en éstas aclarándolas en el lago. A una distancia de unos diez metros, Juan y Santiago, centrados en su barca, tratan de poner or­den en ella, ayudados por un peón y por un hombre de unos cincuen­ta o cincuenta y cinco años, que creo que es Zebedeo, porque el peón le llama «jefe» y porque es parecidísimo a Santiago. Pedro y Andrés, de espaldas a la barca, se dedican silenciosos a volver a atar cuerdas y boyas señalizadoras. Sólo de vez en cuando se intercambian algunas palabras acerca de su trabajo, el cual, por lo que puedo entender, ha sido infructuoso. ■ Pedro se queja de ello, no porque su bolsa esté vacía, ni por la inutilidad del esfuerzo, sino que dice: “Lo siento porque… ¿cómo vamos a arreglárnoslas para dar algo de comer a esos pobrecillos? A nosotros sólo nos llegan raros donativos, y yo no toco esos diez dena­rios y siete dracmas que hemos recogido en estos cuatro días. El Ma­estro, y sólo Él, me debe indicar para quién y cómo se han de distri­buir esas monedas. ¡Y hasta el sábado Él no vuelve! ¡Si hubiera tenido buena pesca!… Me cocinaba el pescado más pequeño y se lo habría dado a esos pobres… y, si alguien de mi casa se hubiera queja­do, no me hubiera importado: los sanos pueden ir a buscarlo, ¡pero los enfermos…!”. Andrés dice: “¡Y además ese paralítico!… Ya han recorrido mucho camino para traerle aquí…”. Pedro: “Mira, hermano, yo pienso… que no podemos estar divididos. No sé por qué el Maestro no nos quiere tener permanentemente con Él. Al menos… no vería a estos pobrecillos a los que no puedo socorrer y, aunque los viera, podría decirles: «Él está aquí»”. ■ Jesús, que ha venido caminando despacio por la arena blanda, dice: “¡Aquí estoy!”. Pedro y Andrés se estremecen. Se les escapa un grito: “¡Oh! ¡Ma­estro!”; y llaman a Santiago y a Juan: “¡El Maestro! ¡Venid!”. Los dos acuden, y todos se arriman a Jesús. Uno le besa la túni­ca, otro las manos; Juan osa pasarle un brazo alrededor de la cintura y apoyar la cabeza sobre su pecho; Jesús le besa en el pelo. Jesús: “¿De qué hablabais?”. Pedro: “Maestro… estábamos diciendo que te íbamos a necesitar”. Jesús: “¿Para qué, amigos?”. Pedro: “Para verte y amarte viéndote, y, además, por algunos pobres y enfermos; te esperan desde hace dos días o más… Yo he hecho lo que podía. Los he alojado allí ¿ves aquella cabaña en aquel terreno bal­dío? Allí reparan las redes los trabajadores de redes. Allí he puesto bajo refugio a un paralítico, a uno que tiene mucha fiebre y a un niño que se está muriendo en brazos de su madre: no podía mandarlos en busca tuya. Jesús: “Has hecho bien. Pero, ¿cómo te las has arreglado para socorrer­los? ¿Quién los ha guiado?, ¡me has dicho que son pobres!…”. Pedro: “Claro, Maestro. Los ricos tienen carros y caballos; los pobres, sólo las piernas. No pueden ir detrás de Ti. He hecho lo que he podido. Mira: esto es lo poco que he recaudado, pero no he tocado ni una perra; Tú lo harás”. Jesús: “Pedro, tú también podías haberlo hecho. Ciertamente… Pedro mío, siento que por Mí sufras insultos y fatigas”. Pedro: “No, Señor, no debes afligirte por eso. A mí eso no me duele. Sólo siento el no haber podido tener una mayor caridad. Pero, créeme, he hecho, todos hemos hecho cuanto hemos podido”. Jesús: “Lo sé. Sé que has trabajado y sin intereses personales. Aunque haya faltado la comida, tu caridad no, y es viva, activa, santa a los ojos de Dios”.
* “Has tenido una gran fe, como también quien te ha traído. Pues bien, Yo te digo: hijo —el hombre es muy joven— tus pecados te son perdonados. ¿Por qué murmuráis…? Pues bien, para que sepáis que Yo lo puedo todo, que el Hijo del hombre tiene poder sobre la carne y sobre el alma, en la tierra y en el Cielo, Yo digo a éste: levántate, toma tu camilla y anda. Ve a tu casa y sé santo”.- ■ Luego, Jesús se dirige a la casa, donde en­tra saludando con su fórmula de paz: “La paz descienda sobre esta casa”. La gente se apiña en la estancia grande posterior, empleada para las redes, maromas, cestos, remos, velas y provisiones. Se ve que Pe­dro la ha puesto a disposición de Jesús, amontonando todo en un rin­cón para dejar espacio libre. El lago no se ve desde aquí, sólo se oye el rumor lento de sus olas; y se ve sólo la pequeña tapia verdosa del huerto, con su vieja vid y su frondosa higuera. Hay gente hasta in­cluso en la calle; no cabiendo en la sala, ocupan el huerto; no cabiendo en el huerto, se quedan afuera. Jesús empieza a hablar. En primera fila —se han abierto paso sirviéndose de su actitud avasalladora y del temor que siente hacia ellos la plebe— hay cinco personas… de elevada condición social; claramente, la riqueza de vestidos y soberbia denuncian que son fari­seos y doctores…  Jesús está sentado encima de un gran montón de cestos y redes… Pedro grita entre la muchedumbre: “Maestro, aquí están los enfermos. Dos pueden esperar a que salgas, pero a éste le está estrujando la multitud y, además… ya no aguanta más, y no podemos pa­sar. ¿Le digo que vuelva otra vez?”. Jesús: “No. Descolgadle por el techo”. Pedro: “¡Es verdad! ¡Enseguida!”. Se oyen pasos arrastrando sobre el techo bajo de la es­tancia, la cual, no formando realmente parte de la casa, no tiene encima la terraza dura, sino sólo un tejaducho de haces de ramas cubiertas con placas similares a la pizarra. No sé qué pie­dra era. Hacen una abertura, y, con unas cuerdas, descuelgan la pequeña camilla en la que está el enfermo; la descuelgan justo delante de Jesús; la gente se apiña aún más, para ver. Jesús: “Has tenido una gran fe, como también quien te ha traído”. Paralítico: “¡Oh! ¡Señor! ¿Cómo no tenerla en Ti?”. Jesús: “Pues bien, Yo te digo: hijo —el hombre es muy joven—, te son perdonados todos tus pecados”. El hombre le mira llorando… quizás se queda un poco contrariado porque esperaba la curación del cuerpo. ■ Los fariseos y doctores murmuran, arrugando nariz, frente y boca con desprecio. Jesús: “¿Por qué murmuráis, con los labios y, sobre todo, en el corazón? Según vosotros, ¿es más fácil decirle al paralítico: «Tus pecados te son perdonados», o: «Levántate, toma la camilla y anda»? Vosotros pensáis «sólo Dios puede perdonar los pecados». Pero no sabéis res­ponder cuál es la cosa más grande, porque a este hombre, enfermo en todo su cuerpo, y que ha gastado dinero sin resultado alguno, sólo le puede curar Dios. Pues bien, para que sepáis que Yo lo puedo todo, para que sepáis que el Hijo del hombre tiene poder sobre la carne y sobre el alma, en la tierra y en el Cielo, Yo le digo a éste: levántate, toma tu camilla y anda. Ve a tu casa y sé santo”. El hombre tiene un estremecimiento, grita, se levanta, se echa a los pies de Jesús, los besa y acaricia, llora y ríe, y con él los familiares y la multitud, la cual, luego, se abre para dejarle pasar como en triunfo y le sigue jubilosa, pero no los cinco rencorosos que se marchan engreídos y duros como estacas. ■ Así, puede entrar la madre con un pequeñuelo: un niño todavía lactante, esquelético. Le acerca. Dice solamente: “Jesús, Tú los amas. Lo has dicho. ¡Por este amor y por  tu Madre…!” …y se echa a llorar. Jesús toma al niñito ya moribundo, se lo pone sobre el corazón, le tiene un momento con la boca en la carita cérea de labios violáceos y párpados ya caídos. Un momento le tiene así…  cuando le separa de su barba rubia, la carita tiene color rosáceo, la boquita expresa una sonrisa indecisa de infante, los ojitos miran alrededor vivarachos y curiosos, las manitas, antes cerradas y caídas, gesticulan entre el pelo y la barba de Jesús, que ríe. La mamá, grita dichosa: “¡Oh, hijo mío!”. Jesús: “Toma, mujer. Sé feliz y buena”. Y la mujer toma al niño renacido y le estrecha contra su pecho, y el pequeño reclama inmediatamente sus derechos de alimento: hurga, abre, encuentra… y mama, mama, mama, ávido y feliz. Jesús bendice a los presentes. ■ Pasa entre ellos. Va a la puerta, donde está el enfermo que tenía mucha fiebre. Enfermo: “¡Maestro! ¡Sé bueno!”. Jesús: “Y tú también. Usa la salud en la justicia”. Le acaricia y sale. Vuelve a la orilla, seguido, precedido, bendecido por muchos que le suplican: “Nosotros no te hemos oído. No podíamos entrar. Hábla­nos también a nosotros”.  Jesús hace un gesto de aceptación y, dado que la multitud le opri­me hasta casi ahogarle, monta en la barca de Pedro. No es suficiente. El asedio es sofocante. Jesús: “Mete la barca en el mar y sepárate bas­tante”. La visión cesa aquí. (Escrito el 9 de Noviembre de 1944).
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1  Nota  : Cfr. Mt. 9,1-8; Mc. 2,1-12; Lc. 5,17-26.
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(<Jonás [1], uno de aquellos pastores de Belén que adoraron al Niño en el pesebre, al presente, trabaja como campesino en los campos de un fariseo avaro y sin entrañas. Jesús ha ido a visitarle y a consolarle pues su estado de salud, agravado por sus condiciones de vida inhumanas, es muy delicado. Surge el tema de la curación de otro de los pastores, Isaac, y el tema del milagro>)
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2-88-56 (2-53-538).- “El milagro: para los buenos como premio justo; para los menos buenos para empujarlos a la verdadera bondad; para los malvados, alguna vez, para removerlos de su estado y persuadirlos de que Yo soy y de que Dios está conmigo”.
*El milagro es un regalo. El regalo para los buenos. Pero Aquel que es Misericordia, que ve la dureza humana, no removible sino por un hecho extraordinario, recurre también a este medio para decir: «He hecho todo por vosotros y de nada me ha valido. Decid, pues, vosotros mismos, ¿qué más puedo hacer?»”.- Jonás le pregunta: “¿Y curas también a los enfermos? Leví me ha contado lo de Isaac. ¿Solo para él el milagro, porque es tu pastor, o también para todos?”. Jesús: “Para los buenos, el milagro como premio justo; para los menos buenos para empujarlos hacia la verdadera bondad; para los malvados, también en alguna ocasión, para removerlos de su estado y persuadirlos de que Yo soy y de que Dios está conmigo. El milagro es un regalo. El regalo es para los buenos. Pero Aquel que es Misericordia y que ve que la dureza humana, no removible sino por un hecho extraordinario, recurre también a este medio para decir: «He hecho todo por vosotros y de nada me ha valido. Decid, pues, vosotros mismos, ¿qué más puedo hacer?»”. ■ Jonás: “Señor, ¿no te da repulsa entrar en mi casa? Si me aseguras que no vienen los ladrones a la propiedad, quisiera hospedarte, y llamar a los pocos que te conocen a través de mi palabra para reunirlos en torno a Ti. El patrón nos ha doblegado y quebrado como a tallos inútiles. No tenemos otra cosa más que la esperanza de un premio eterno. Pero si te muestras a los corazones intimidados, tendrán una nueva fuerza”. Jesús: “Voy. No tengas miedo de los árboles ni de los viñedos. Puedes creer que los ángeles harán guardia”. ■ Jonás: “¡Oh, Señor! Yo he visto a tus siervos celestiales. Creo y estoy seguro de Ti. ¡Benditas estas plantas y estas viñas que tienen viento y canción de alas y de voces angelicales! ¡Bendito este suelo que santifican tus pies! ¡Ven, Señor Jesús! Oíd, árboles y vides, oíd surcos: Aquel Nombre que os confié para paz mía, ahora os lo repito. ¡Jesús está aquí! ¡Escuchad! Por ramas y viñedos discurra a borbotones la savia, el Mesías está con nosotros”. Todo termina con estas palabras preñadas de alegría. (Escrito el 26 de Enero de 1945).
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1  Nota  : Jonás, Isaac, Leví.  En esta Obra se habla  extensamente de los pastores que adoraron al Recién Nacido en la Gruta de Belén. Ellos fueron los primeros propagadores de la Buena Nueva del Nacimiento del Niño. Después de la matanza de Herodes fueron perseguidos, sobre todo por el pueblo de Belén, al ser acusados de ser la causa indirecta de la muerte de sus hijos. Fue tal el impacto que produjo en ellos la teofanía de Belén, que, a pesar de las acusaciones, persecuciones, todos ellos se mantuvieron fieles a aquel recuerdo durante toda su vida. Cfr. Personajes de la Obra magna: Pastores de Belén.
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(<Jesús, a través de una carta de su Madre, ha recibido la noticia de la muerte de Alfeo, padre de los apóstoles Santiago y Judas, quienes, en el momento del fatal desenlace, se encontraban con Jesús. La Madre le ruega que no vaya a Nazaret hasta que el duelo haya terminado, porque “el amor que tenían los nazaretanos por Alfeo les hace injustos contra Ti”. Mas Jesús, en este caso, desoye los consejos de su Madre “porque mi Madre habla siempre con su corazón de amor, pero Yo juzgo con la razón. Quiero tender mi mano amiga a los primos Simón y José, llorar con ellos antes de que termine el duelo”>)
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2-105-152 (2-71-643).- Incredulidad y hostilidad de la familia (1) y de Nazaret vigentes tras la muerte de Alfeo.
* Una acongojada María de Alfeo trata de ponerse ante Él y sus dos hijos: José y Simón, que reciben a Jesús, en actitud hostil.- ■ Jesús está para entrar en la ciudad y, contrariamente a cuanto desearían los otros, no quiere que ninguno vaya a avisar a su Madre. Dice: “No va a suceder nada. ¿Por qué intranquilizarla antes?”. Ya está entre las casas. Algún saludo, algún cuchicheo a sus espaldas, algún volverse de espaldas maleducado o dar portazos cuando pasa el grupo apostólico. La gesticulación de Pedro es un verdadero poema, pero también los demás están un poco inquietos. Los hijos de Alfeo parecen dos condenados: caminan con la cabeza baja a ambos lados de Jesús, ob­servando, no obstante, todo; de vez en cuando se miran asustados, o en su mirar manifiestan temor por Jesús. Él, como si no pasara na­da, responde a los saludos con su habitual afabilidad, y se inclina pa­ra acariciar a los niños, los cuales, en su simplicidad, no toman parte por éste o por aquél y son siempre amigos de su Jesús, que siempre se muestra tan afectuoso con ellos. Uno —un tonelito muy regordete que tendrá como mucho cuatro años—, separándose de su madre, acude corriendo a su en­cuentro y le tiende los bracitos diciendo: “¡Súbeme!” y, dado que Je­sús le complace y le sube en brazos, éste le besa con su boquita toda embadurnada del higo que está chupando, y luego lleva su amor hasta el punto de… ofrecerle a Jesús un trocito de higo, diciendo: “¡Toma! ¡Está bueno!”. Jesús acepta el ofrecimiento y ríe de que ese hombrecito naciente le haya metido el trocito de higo en la boca. ■ Isaac, cargado de cántaros, viene de la fuente. Ve a Jesús, deja los cántaros y, corriendo a su encuentro, grita: “¡Mi Señor! Tu Madre ha vuelto ahora a casa. Estaba donde su cuñada. Pero… —pregunta— ¿recibiste la carta?”. Jesús: “Estoy aquí por este motivo. No digas nada a mi Madre, por aho­ra. Primero voy a casa de Alfeo”. Isaac, prudente, no dice más que: “Te obedeceré” y, tomando sus cántaros, va directamente a casa. Jesús: “Pongámonos en camino. Vosotros, amigos, nos esperaréis aquí. Estaré poco tiempo en casa de Alfeo”. Pedro dice: “¡Nooo! Nosotros no entramos en la casa del luto. Estaremos fuera, eso sí. ¿Verdad?”. Los demás asienten: “Pedro tiene razón. Nos tendrás cerca, aunque estemos en la calle”. Jesús cede a la voluntad de todos, pero sonríe y dice: “No me harán nada. Creedlo. No son malos. Sólo están humanamente exaltados. Vamos”.  Llegan a la calle donde está la casa. Llegan a la entrada del huerto. Jesús continúa; detrás, Judas y Santiago. ■ Jesús llega al umbral de la puerta de la cocina. Dentro, junto al fuego, está María de Alfeo, cocinando y… llorando. En un ángulo, Simón y José, con otros hombres, sentados en grupo. Entre ellos está Alfeo de Sara. Están allí, callados como estatuas. ¿Será costumbre? Jesús dice: “Paz a esta casa y paz al espíritu que la ha dejado”. La viuda emite un grito y hace un movimiento instintivo de cerrarle el paso a Jesús, de ponerse entre Él y los otros. Simón y José se levantan, hoscos y confundidos; pero Jesús no muestra darse cuenta de su actitud hostil. Va hacia los dos hombres (Simón tiene ya sus cincuenta años, y quizás más, a juzgar por el aspecto) extendien­do hacia ellos sus manos en gesto de amorosa iniciativa. Los dos hombres se muestran más turbados que nunca, pero no osan com­portarse maleducadamente. Alfeo de Sara tiembla angustiado, sufre visiblemente. Los otros hombres se muestran reservados, en espera de una indicación. ■ Jesús: “Simón, tú, ya cabeza de familia, ¿por qué no me recibes afable­mente? Vengo a llorar contigo. ¡Cuánto habría deseado estar con vo­sotros en la hora del duelo! Pero me encontraba lejos, no por culpa mía. Eres justo, Simón. Y lo debes decir”. El hombre sigue con actitud reservada. Jesús: “Y tú, José, que tienes un nombre muy estimado por Mí, ¿por qué no acoges mi beso? ¿No me permitís llorar con vosotros? La muerte es lazo para los verdaderos afectos. Y nosotros nos quisimos. ¿Por qué ahora debe haber desunión?”. José dice con dureza: “Por tu culpa nuestro padre ha muerto resentido”. Y Simón añade: “Debías haberte quedado. Sabías que estaba agonizando. ¿Por qué te marchaste? Te quería a su lado…”. Jesús: “No habría podido hacer por él más de cuanto hice. Y vosotros lo sabéis…”. Simón, más justo, dice: “Es verdad. Sé que viniste y que te echó. Pero era un enfermo, un hombre afligido”. Jesús: “Lo sé. De hecho dije a tu madre y a tus hermanos: «No le guardo rencor, porque comprendo su corazón». Pero por encima de todos está Dios. Y Dios quería este dolor para todos. Para Mí que, creedlo, he sufrido como si me hubieran arrancado carne viva; para vuestro padre, que en esta pena ha comprendido una gran verdad, la cual durante toda la vida le había permanecido oscura; para vosotros, que con este dolor tenéis el modo de ofrecer un sacrificio más beneficioso que el becerro inmolado; y para Santiago y Judas, que ahora ya no están menos formados que tú, mi Simón, porque tanto dolor —para ellos es la mayor carga y los oprime como rueda de molino— los ha hecho adultos y de perfecta edad ante los ojos de Dios”.
* “Curas a los moribundos y a él no curaste”. “No creía en Mí. No creía y tampoco deponía el rencor. Yo no puedo hacer nada donde hay incredulidad y odio.  Vuestro padre  ha alcanzado la paz porque su postrer deseo de Mí le significó perdón de Dios”.- ■ José rebate con dureza: “¿Qué verdad ha visto nuestro padre? Una sola: que su sangre en la última hora, le era enemiga”. Jesús responde: “No. Que el espíritu es más que la sangre. Ha comprendido el dolor de Abraham y por eso Abraham le ha ayudado”. Simón: “¡Ojalá fuera verdad! Pero ¿quién lo asegura?”. Jesús: “Yo, Simón. Y, más que Yo, la muerte de tu padre. ¿No ha anhelado mi presencia? Tú lo has dicho”. Simón: “Lo he dicho. Es verdad. Quería que viniera Jesús. Y decía: «¡Al menos que no muera el espíritu! Él puede hacerlo. Le he rechazado y no volverá. ¡Oh, muerte sin Jesús, qué horror eres! ¿Por qué le obli­gué a irse?». Sí, esto decía, como también: «Él me preguntó muchas veces: ‘¿Debo marcharme?’ y yo le eché. Ahora ya no vuelve». Te anhelaba, te anhelaba. Tu Madre te mandó recado, pero no te encontraron en Cafarnaúm y él lloró mucho, y con sus últimas fuerzas tomó la mano de tu Madre y quiso tenerla cercana. A duras penas podía hablar, pero decía: «La Madre es un poco el Hijo. Me agarro a su Madre para tener algo de Él, porque tengo miedo de la muerte». ¡Pobre padre mío!”. ■ Se produce una escena oriental de gritos y actos de dolor, en la que todos toman parte; también Santiago y Judas, que se han atrevido a entrar. Jesús, que solamente llora, es el más tranquilo. Simón pregunta: “¿Lloras? ¿Entonces le querías?”. Jesús: “¡Simón! ¿Lo preguntas? Si hubiera podido, ¿crees que habría permitido este dolor suyo? Yo estoy con el Padre, pero no por encima del Padre”. José dice ásperamente: “Curas a los moribundos, y a él no le curaste”. Jesús: “No creía en Mí”. Simón, su hermano, observa: “Esto es verdad, José”. Jesús: “No creía y tampoco deponía el rencor. Yo no puedo hacer nada donde hay incredulidad y odio. Por eso, os digo: no sigáis odiando a vuestros hermanos. Aquí están. Que su aflicción no reciba el peso de vuestro rencor. Vuestra madre está más acongojada por este odio que respira que por la muerte que termina en sí misma, pues vuestro padre ha alcanzado la paz porque su deseo de Mí le significó perdón de Dios”.
* Jesús trata de pacificar los ánimos de la familia. No aboga por Él, pues Él, aunque está en el mundo, no es del mundo. Defiende el proceder de sus dos discípulos: Santiago y Judas. En Simón, el hermano mayor, todavía un poco reticente, cede el rencor. En José, en cambio, persiste.- ■ Jesús prosigue: “Ni hablo de Mí, ni abogo por Mí. Yo estoy en el mundo, pero no soy del mundo. Aquel que dentro de Mí vive me compensa lo que el mundo me niega; sufro con mi humanidad, pero elevo el espíritu por encima de la tierra y me alegro en las cosas celestiales. ¡Pero ellos!… No faltéis a la ley del amor y de la sangre. Amaos. En Santiago y Judas no existe ofensa a la sangre. Pero, aun en el caso de que existiera, perdonad. Mirad con ojo justo las cosas y veréis que los más ofendidos han sido ellos, incomprendidos en las necesidades del alma raptada  por Dios. Y a pesar de todo no guardan rencor, sino que sólo desean el  amor. ¿No es verdad, primos?”. Judas y Santiago, a los cuales la madre les tiene estrechamente abrazados, asienten entre lágrimas. Jesús: “Simón, eres el mayor, da ejemplo…”. Simón: “Yo… por mí… Pero el mundo… pero Tú…”. Jesús: “¡Oh, el mundo! Olvida y cambia a cada amanecer… Y Yo… Ven, dame tu beso fraterno. Yo te quiero. Esto lo sabes. Despójate de estas escamas que te hacen duro y no son tuyas sino que te vienen de persona a ti ajena y menos justa que tú. Tú, juzga siempre con tu recto corazón”. Simón todavía un poco reticente, abre los brazos. Jesús le besa y luego le conduce adonde sus hermanos. Se besan entre llanto y lamentos. ■ Jesús: “Ahora, José,  tú”. José: “No. No insistas. Tengo presente el dolor de nuestro padre”. Jesús: “En verdad tú lo perpetúas con tu rencor”. José: “No importa. Soy fiel”. Jesús no insiste. Se vuelve hacia Simón: “La tarde está avanza­da. Pero, si quisieras… Nuestro corazón arde por el deseo de venerar sus restos mortales. ¿Dónde está Alfeo? ¿Dónde le habéis puesto?”. María de Alfeo dice: “Detrás de la casa. Donde el olivar cesa contra el barranco. Un sepulcro digno”. Jesús: “Te lo ruego. Llévame. María, sé fuerte. Tu esposo se regocija porque ve a sus hijos en tu pecho. Quedaos. Yo voy con Simón. ¡Estad en paz! ¡Estad en paz! José, te digo a ti cuanto dije a tu padre: «No hay ren­cor en Mí. Te quiero. Cuando quieras que venga, llámame. Vendré a llorar contigo. Adiós»”. Y Jesús sale con Simón… Los apóstoles miran de reojo con curiosidad, pero se sienten con­tentos al ver a Jesús y Simón en armonía. Jesús dice: “Venid también vosotros. Son mis discípulos, Simón. Ellos también desean honrar a tu padre. Vamos”. Van por el olivar y todo termina. (Escrito el 12 de Febrero de 1945).
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1  Nota  : José, Simón, Santiago y Judas (estos dos últimos apóstoles de Jesús) son hijos de Alfeo y María de Cleofás o de Alfeo. Primos de Jesús:  pues  San José, esposo de la Virgen, y Alfeo eran hermanos. ■ Alfeo, el padre, y dos de sus hijos, José y Simón, fueron acérrimos opositores de Jesús. Creían que Jesús estaba destruyendo la familia. Todos ellos llegarán a reconocer a Jesús por el Cristo. Cfr. Personajes de la  Obra magna: Alfeo y familia.
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2-105-155 (2-72-647).- La fe de Simón de Alfeo fue creciendo lentamente.
* Todavía era «demasiado hombre», y se avergonzaba un poco de Mí. Después del Sacrificio, supo proseguir, cada vez más firme, hasta confesarme con la sangre. La Gracia obra en ocasiones fulminantemente, otras veces lentamente, mas siempre obra en donde existe la voluntad de ser justo”.- ■ Dice Jesús: “Como ves, Simón —menos obstinado— se rindió, si no completamente sí al menos en parte, a la justicia, con santa prontitud. Es cierto que no se hizo discípulo mío, y menos aún apóstol —como en tu ignorancia le llamaste hace ahora un año (1)—, en seguida, después de este encuentro por la muerte de Alfeo, pero sí, al menos, espectador no enemigo. Incluso fue protector de su madre y de la mía en momentos en que había necesidad de que un hombre las protegiera y defendiera de las sátiras de la gente. No fue fuerte hasta el punto de imponerse contra quien me llamaba «loco». Todavía era «demasiado hombre», y se avergonzaba un poco de Mí y se preocupaba por los peligros que podía correr toda la familia a causa de mi apostolado contrario a las sectas. No obstante, ya estaba en el camino del Bien, por el cual, luego, después del Sacrificio, supo proseguir, cada vez más firme, hasta confesarme con la sangre. La Gracia obra en ocasiones fulminantemente, otras veces lentamente, mas siempre obra en donde existe la voluntad de ser justo. Ve en paz. Queda en paz en medio de tus dolores. El tiempo preparatorio para la Pascua empieza. Lleva por mí la Cruz. Te bendigo, María de la Cruz de Jesús”. (Escrito el mismo día: el 12 de Febrero de 1945).
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1  Nota  : En el siguiente episodio 2-106-156. A esto respecto, es preciso tener en cuenta las fechas. Cfr. María Valtorta y la Obra  6.1: Las fechas.
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2-106-156 (2-73-648).- Incredulidad de Nazaret.- Jesús es expulsado  de Nazaret (1).
Te­ned la buena voluntad de creer, de desear la salud y la salud os será dada; la tengo en mi mano, pero solo se la doy a quien tiene buena voluntad de poseerla. Porque sería una ofensa a la Gracia el darla a quien quiere seguir sirviendo a Satanás. Dado que soy de Nazaret, querrías un favor de privilegio; por vuestro egoísmo no porque tengáis una gran fuerza de fe. Así que os digo que, en verdad, a ningún profeta se le recibe bien en su patria”.- ■ Veo una amplia sala cuadrada. Digo sala, a pesar de que com­prendo que se trata de la sinagoga de Nazaret —como me dice el ín­timo consejero—, porque no hay sino paredes desnudas pintadas de un amarillo pajizo y en una parte una especie de púlpito. Hay tam­bién un alto ambón que tiene encima unos rollos. Ambón, escritorio… llámelo como mejor le parezca. Es, en definitiva, una tabla inclinada sujeta por un pie; sobre ella están alineados unos rollos. Hay gente orando. No como rezamos nosotros, sino vueltos todos hacia un lado con las manos separadas: más o menos como el sacerdote en el altar. Hay lámparas puestas sobre el púlpito del ambón. No veo la finalidad de esta visión, que no cambia y que me queda fija así por un tiempo, pero Jesús me dice que escriba lo que veo y yo lo hago. ■ Desde el principio me encuentro en la sinagoga de Nazaret. Ahora el rabino está leyendo. Oigo la cantinela de su voz nasal, pero no entiendo las palabras, pues las pronuncian en una lengua que yo no sé. Entre la gente está también Jesús con sus primos apóstoles y con otros (también parientes, sin duda, pero no sé quiénes son). Después de la lectura el rabino dirige la mirada, en actitud de muda expectativa, hacia la multitud. Jesús pasa adelante y solicita encargarse hoy de la reunión de la asamblea. Oigo su hermosa voz, que lee el paso de Isaías citado por el Evangelio: “El espíritu del Señor está sobre Mí…” (2). ■ Y oigo el comentario que hace al respecto, diciendo de Sí mismo que es “el portador de la Nueva, de la ley del amor, que pone misericordia donde antes había rigor; por la cual todos aquellos que, por la culpa de Adán, pa­decen enfermedad en el espíritu, y, como reflejo, en la carne —por­que el pecado siempre suscita el vicio y el vicio enfermedad incluso física— obtendrán la salud; por la cual todos los prisioneros del Es­píritu del mal obtendrán la liberación. Yo he venido —dice—  a rom­per estas cadenas, a abrir de nuevo el camino de los Cielos, a propor­cionar luz a las almas que han sido cegadas, oído a las sordas. Ha llegado el tiempo de la Gracia del Señor. Ella está entre vosotros, Ella es la que os habla. Los Patriarcas desearon ver este día, cuya existencia ha sido proclamada por la voz del Altísimo y cuyo tiempo predijeron los Profetas, y ya, llevada a ellos por ministerio sobrena­tural, saben que el alba de este día se ha levantado, y que su entrada en el Paraí­so está ya cercana, exultando por ello en sus espíritus; santos a quie­nes no falta sino mi bendición para ser ciudadanos del Cielo. Voso­tros lo estáis viendo. Venid hacia la Luz que ha surgido. Despojaos de vuestras pasiones para resultar ágiles en el seguir a Cristo. Te­ned la buena voluntad de creer, de mejorar, de desear la salud, y la salud os será dada; la tengo en mi mano, pero sólo se la doy a quien tiene buena voluntad de poseerla, porque sería una ofensa a la Gra­cia el darla a quien quiere continuar sirviendo a Satanás”. ■ El murmullo se desata en la sinagoga. Jesús mira en torno a Sí. Lee los rostros y el interior de los corazo­nes y prosigue: “Comprendo lo que estáis pensando. Vosotros, dado que soy de Nazaret, querríais un favor de privilegio; mas esto por vuestro egoísmo, no porque tengáis una gran fuerza de fe. Así que os digo que, en verdad, a ningún profeta se le recibe bien en su patria. Otros lugares me han acogido, y me acogerán, con mayor fe, incluso aquellos cuyo nombre es motivo de escándalo entre vosotros. Allí cosecharé mis seguidores, mientras que en esta tierra no podré hacer nada, porque se me presenta cerrada y hostil. Os recuerdo a Elías y Eliseo. El primero halló fe en una mujer fenicia; el segundo, en un sirio (3): en favor de aquella y de éste pudieron realizar el milagro. Los de Israel que estaban muriéndose de hambre y los leprosos de Israel no obtuvieron pan o curación, porque su corazón no tenía la buena voluntad, perla fina que el profeta, de haber existido, hubiera visto. Lo mismo os sucederá a vosotros, hostiles e incrédulos ante la Palabra de Dios”. ■ La multitud se alborota y dice palabras injuriosas, e intenta ponerle la mano encima a Jesús, pero los apóstoles-primos: Judas, Santiago y Simón (4) le defienden, y entonces los enfurecidos nazarenos le echan fuera de ciudad. Van detrás con amenazas —no solamente verbales— hasta la cima del monte. Pero Jesús se vuelve y los inmoviliza con su mirada magnética, y pasa incólume entre ellos. Desaparece luego, camino arriba, por un sendero.

* “Mamá, si el Hijo del hombre hubiera de ir únicamente a donde le aman, tendría que retirar su paso de esta Tierra y volverse al Cielo. Tengo en todas partes enemigos porque se odia la Verdad, y Yo soy la Verdad”.- ■ Veo un pequeño, pequeñísimo, grupo de casas, un puñado de casas. Hoy lo llamaríamos anejo rural. Está más alta que Nazaret, la cual se ve más abajo. Dista de ésta pocos kilómetros. Es un caserío misérrimo. Jesús, sentado encima de una pequeña tapia, junto a una casu­cha, habla con María. Quizás es una casa amiga, o por lo menos de gente hospitalaria, según las leyes de la hospitalidad oriental. Jesús se ha refugiado en ella después de haber sido echado de Nazaret, pa­ra esperar a los apóstoles que se habían dispersado por la zona mientras estaba con su Madre… ■ María está afligida. Ha venido a saber lo de la sinagoga y está triste. Jesús la consuela. María le suplica a su Hijo que se mantenga lejos de Nazaret, donde todos están mal predispuestos hacia Él, in­cluyendo a los otros familiares que le consideran un loco que está deseando suscitar rencores y disputas. Pero Jesús hace un gesto sonriendo; parece como si dijera: “¿Por esta pequeñez? ¡Olvídate de ello!”. Pero María insiste. ■ Entonces él responde: “Mamá, si el Hijo del hombre hubiera de ir únicamente a donde le aman, tendría que retirar su paso de esta Tierra y volverse al Cielo. Tengo en todas partes enemigos, porque se odia la Verdad, y Yo soy la Verdad. Pero no he venido para encontrar un amor fácil. He venido para hacer la voluntad del Padre y redimir al hombre. El amor eres tú, Mamá, mi amor, el que me compensa todo. Tú y este pequeño rebaño que todos los días se va acrecentando con alguna oveja que arranco a los lobos de las pasiones y llevo al redil de Dios. Lo demás es el deber. He venido para cumplir este deber y debo cumplirlo, si es preciso partiéndome en pedazos contra las piedras de los corazones que oponen firme resistencia al bien. Es más, sólo cuando caiga, bañando de sangre esos corazones, los ablandaré estampando en ellos el Signo mío, que anula el del Enemigo. Mamá, he bajado del Cielo para esto. No puedo sino desear cumplir esto”.  (Escrito el 13 de Febrero de 1944)
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1  Nota  : Cfr. Lc. 4,16-30.  2  Nota  : Cfr. Is. 61,1-3.  3  Nota  : Cfr. 1 Rey. 17,7-16;  2 Rey. 4  Nota  : El primo Simón, también presente, es erróneamente llamado apóstol por la escritora, a la que Jesús, en el episodio anterior, corrigió diciendo: “Simón no se hizo discípulo mío, y menos aún apóstol, como en tu ignorancia le has llamado”.
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(<Jesús, acompañado de Tomás y Simón Zelote, respondiendo a la invitación de José de Arimatea, ha llegado a la casa de éste. Aquí se encuentra, además de con Lázaro,  con otros invitados:  Nicodemo, Félix y Simón —miembros del Sanedrín—, Cornelio y un tal Juan. Una vez que ha llegado Gamaliel, se sientan a la mesa [1]>)
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2-114-204 (2-81-698).- El milagro y la santidad.- El cargo y la santidad.- La fe de Gamaliel y la señal.
* ¿El milagro es prueba de santidad?.- ■ Gamaliel está sentado en el centro de la mesa entre Jesús y José. Junto a Jesús está Lázaro y junto a José, Nicodemo. Empieza la comida después de las preces rituales, que Gamaliel recita después de un intercambio oriental de cortesías entre los tres principales personajes, esto es, Gamaliel, Jesús y José. Gamaliel es un hombre de porte muy digno, pero no orgulloso. Prefiere escuchar que hablar. Se ve que medita cada una de las palabras de Jesús, y le mira frecuentemente con sus negros, profundos y severos ojos. Cuando Jesús se calla porque el tema se ha agotado, Gamaliel con una pregunta oportuna enciende la conversación. Lázaro en un primer momento se encuentra un poco sin saber qué hablar, pero luego toma confianza y participa en la conversación. Hasta que la comida está casi acabada no se hacen alusiones directas a la personalidad de Jesús. ■ Se enciende entonces, entre Félix y Lázaro, a quien se une a apoyarle Nicodemo, y, en fin, el otro invitado de nombre Juan, una discusión acerca de los milagros como prueba a favor o en contra de un  individuo. Jesús guarda silencio. Se le nota una sonrisa hasta cierto punto misteriosa, pero no dice nada. También Gamaliel calla. Tiene un codo apoyado sobre el lecho y la mirada fijamente intensa en Jesús. Parece como si quisiera descifrar alguna palabra sobrenatural, escrita en la piel pálida y lisa del rostro de Jesús, rostro del que parece estar analizando cada una de las fibras. ■ Félix sostiene que la santidad de Juan Bautista es innegable, y de esta santidad de la que nadie discute ni duda saca una conclusión desfavorable a Jesús de Nazaret, autor de muchos y famosos milagros. Concluye: “El milagro no es prueba de santidad, porque no se ve en la vida del Profeta Juan, y nadie en Israel lleva una vida como la suya: ni banquetes, ni amistades, ni comodidades; sí sufrimientos y prisiones por el honor de la Ley; soledad, porque, aunque sí tiene discípulos, ni siquiera convive con ellos, y encuentra culpas incluso en los más honrados y a todos alcanzan sus invectivas. Mientras que… la verdad es que el Maestro de Nazaret aquí presente, ha hecho, es verdad, milagros, pero veo que aprecia como los demás lo que la vida ofrece, y no rechaza amistades —y… perdona si esto te lo dice uno de los Ancianos del Sanedrín—, se muestra demasiado dispuesto a dar, en nombre de Dios, perdón y amor a los pecadores públicos y señalados con anatema. No lo deberías hacer, Jesús”. Jesús, sonríe pero no habla. Lázaro responde por Él: “Nuestro poderoso Señor es libre de dirigir a sus siervos como quiere y a donde quiere. A Moisés le concedió el milagro; a Aarón, su primer pontífice, no se lo concedió. ¿Qué decir entonces? ¿Qué conclusión sacas? ¿El uno es más santo que el otro?”. Félix responde: “Ciertamente”. Lázaro: “Entonces el más santo es Jesús, que hace milagros”.
* El cargo no es prueba de santidad. El cargo o misión va más allá del hombre. Los pontífices deberían tener: «Doctrina y Verdad». El milagro no es signo de santidad. Hay santos que jamás hicieron milagros. Hay magos y nigromantes que con fuerzas oscuras hacen milagros pero no son santos. ■ Félix ha perdido la brújula, pero acude a un último subterfugio: “A Aarón se le había concedido el pontificado. Era suficiente”. Nicodemo responde: “No amigo. El pontificado es un cargo santo, pero no es más que cargo. No siempre y no todos los pontífices de Israel han sido santos: lo cual no quita el que fueran pontífices, aunque no fueran santos”. Félix exclama: “¡No querrás decir que el Sumo Sacerdote sea un hombre privado de gracia!…”. Interviene el que se llama Juan: “Félix, no entremos en el fuego que quema. Yo, tú, Gamaliel, José, Nicodemo, todos, sabemos muchas cosas…”. Félix está escandalizado: “Pero ¡cómo!… pero ¡cómo! ¡Gamaliel, intervén!…”. Los tres, que discuten acaloradamente contra Félix, dicen: “Si es justo, dirá la verdad que no quieres oír”. José trata de poner paz. Jesús no dice nada, lo mismo que Tomás, Zelote y el otro Simón, amigo de José. Gamaliel parece que está jugando con las cintas de su vestido, pero mira de arriba abajo a Jesús. Félix grita: “¿No hablas, Gamaliel?”. Dicen los tres: “Sí ¡Habla! ¡Habla!”. Gamaliel responde: “Yo digo: las debilidades de la familia se tienen ocultas”. Félix grita: “No es una respuesta. Parece como si confesases que hay culpas en la casa del Pontífice”. Los tres le replican: “Es boca que dice verdad”. ■ Gamaliel se pone derecho y se vuelve a Jesús: “Aquí está el Maestro que eclipsa a los más doctos. Que Él dé su opinión”. Jesús dice: “Tú lo deseas. Obedezco. Yo digo: el hombre es hombre; el cargo o misión va más allá del hombre; pero el hombre investido de un cargo, es capaz de cumplirlo como superhombre cuando, por vivir una vida santa, tiene a Dios por amigo. Él es quien dijo: «Tú eres sacerdote según el orden que Yo te he dado». ¿Qué está escrito en el Racional? (2). «Doctrina y Verdad». Esto deberían poseer los pontífices. A la Doctrina se llega por medio de una meditación constante, dirigida a conocer al Sapientísimo; a la Verdad, con la fidelidad absoluta al Bien. El que juega con el Mal entra en la Mentira y pierde la Verdad”. Gamaliel exclama admirado: “¡Bien has respondido! Como un gran Rabí. Yo, Gamaliel. Te lo digo. Me superas”. ■ Félix estalla: “Entonces, que Éste aclare por qué Aarón no hizo milagros y Moisés sí”. Jesús, interpelado, responde: “Porque Moisés debía imponerse sobre la masa oscura y pesada, y hasta contraria, de los israelitas, y debía llegar a tener una autoridad moral sobre ellos que fuera capaz de doblegarlos a la voluntad de Dios. El hombre es el eterno salvaje y el eterno niño. Se admira de lo que sale de las reglas. Tal cosa es el milagro. Es una luz agitada ante las pupilas cerradas; es un sonido que resuena junto a los oídos tapados: despierta, atrae la atención, hace decir: «Aquí está Dios»”. Félix rebate: “Lo dices a favor tuyo”. Jesús: “¿A favor mío? ¿Y qué me añado haciendo milagros? ¿Puedo parecer más alto si pongo una hoja de hierba bajo mis pies? Así es el milagro con respecto a la santidad. Hay santos que jamás hicieron milagros. Hay magos y nigromantes que con fuerzas oscuras los hacen, pero no son santos siendo ellos unos demonios. Yo seré Yo, aunque deje de obrar milagros”. Gamaliel aprueba: “¡Perfectamente bien! ¡Eres grande, Jesús!”. Félix insta dirigiéndose a Gamaliel: “¿Y quién es, según tú, este «grande»?”. Gamaliel le responde: “El mayor entre los profetas que yo conozco, tanto en obras como en palabras”. José dice: “Es el Mesías, te lo digo, Gamaliel. Créelo, tú que eres sabio y justo”. Félix a Gamaliel y José: “¿Cómo? ¿Con que tú, jefe de los judíos, tú el Anciano, gloria nuestra, caes en la idolatría de un hombre? ¿Quién te prueba que es el Mesías? Yo no lo creeré jamás aunque le vea hacer milagros. Pero, ¿por qué no hace uno delante de nosotros? Díselo tú que le alabas, díselo tú que le defiendes”. José responde seriamente: “No le invité para diversión de mis amigos, y te ruego que recuerdes que eres mi invitado”.  Félix, enojado y grosero se va.
* “Grande es tu santidad. Pero aquel Niño en quien creo dijo entonces: «Yo daré una señal. Estas piedras (del Templo) se estremecerán cuando llegue mi hora». Espero esa señal para creer”.- ■ Después de unos momentos Jesús se dirige a Gamaliel: “¿Y tú no pides milagros para creer?”. Gamaliel: “No serán los milagros de un hombre de Dios que me quiten la espina dolorosa que llevo en el corazón de tres preguntas que siempre han permanecido sin respuesta”. Jesús: “¿Qué preguntas?”. Gamaliel: “¿Está vivo el Mesías? ¿Era Aquél?…. ¿Es Éste?” (3). José exclama: “Él es, te lo digo, Gamaliel. ¿No le sientes santo, distinto, potente? ¿Sí? ¿Entonces qué esperas para creer?”. Gamaliel no responde a José. Se dirige a Jesús: “Una vez… no te sientas molesto, Jesús, si soy tenaz en mis ideas… Una vez, cuando aún vivía el grande y sabio Hilel, yo creí, y él conmigo, que el Mesías estaba ya en Israel. ¡Un gran resplandor de sol divino en aquel frío día de un persistente invierno! Era Pascua… Los campesinos temblaban por las mieses heladas… Yo dije, después de haber oído aquellas palabras: «Israel está salvado. ¡Desde hoy, abundancia en los campos y bendiciones en los corazones! El Esperado se ha manifestado con su primer fulgor». Y no me equivoqué. Todos podéis recordar qué cosecha hubo en aquel año, de trece meses (4), que en éste se repite”. Jesús: “¿Qué palabras oíste? ¿Quién las dijo?”. Gamaliel: “Uno… poco más que un Niño… pero Dios resplandecía en su inocente y apacible rostro… Hace diez y nueve años que lo pienso y lo recuerdo… y trato de volver a oír esa voz… que hablaba palabras de sabiduría. ¿En qué parte de la Tierra está?  Yo pienso:… «Era Dios. Bajo forma de Niño para no aterrorizar al hombre. Y como el rayo que en un momento recorre los cielos de oriente a occidente, de norte a sur, Él, el Divino, recorre de un lado a otro de la Tierra, vestido de hermosa misericordia, con voz y rostro de Niño y pensamiento divino, para decirles a los hombres: ‘Yo soy’». Pienso de esta forma:.. «¿Cuándo volverá a Israel?… ¿Cuándo?». Y pienso: «Cuando Israel sea altar para el pie de Dios». Y gime mi corazón al ver la abyección de Israel: «Nunca». ¡Oh…, dura respuesta… y verdadera! ¿Puede la santidad descender en su Mesías mientras exista en nosotros la abominación?”. Jesús responde: “Puede hacerlo y lo hace, porque es Misericordia”.  ■ Gamaliel le mira pensativo y le pregunta: “¿Cuál es tu verdadero Nombre?”. Y Jesús, majestuoso, se levanta y dice: “Yo soy quien es. Soy el Pensamiento y la Palabra del Padre. Soy el Mesías del Señor”. Gamaliel: “¿Tú?… No lo puedo creer. Grande es tu santidad. Pero aquel Niño en quien creo dijo entonces: «Yo daré una señal… Estas piedras se estremecerán cuando llegue mi hora». Espero esa señal para creer. ¿Me la puedes dar Tú para persuadirme que Tú eres el Esperado?”. Los dos —ahora en pie ambos— altos, majestuosos —el uno con su amplio vestido de blanco lino, el otro con su vestido sencillo de lana de color rojo oscura; el uno, de edad; el otro joven; ambos, de ojos dominadores y profundos—, se miran fijamente. Jesús baja su brazo derecho, que tenía sobre el pecho y como si jurase exclama: “¿Esa señal aguardas? ¡Pues la tendrás! Repito las palabras de aquel entonces: «Las piedras del Templo del Señor se estremecerán con mis últimas palabras». Espera esa señal, doctor de Israel, hombre justo, y luego cree, si quieres obtener perdón y salvación. ■ ¡Serías bienaventurado si pudieses creer antes! Pero no puedes. Siglos de creencias equivocadas acerca de una promesa justa, y cúmulos de orgullo, como muro se te interponen para llegar a la Verdad y a la Fe”. Gamaliel: “Dices bien. Esperaré esa señal. Adiós. ¡El Señor sea contigo!”. Jesús: “Adiós, Gamaliel. Que el Espíritu Eterno te ilumine y te guíe”. Todos despiden a Gamaliel que se va con Nicodemo, Juan y Simón (el miembro del Sanedrín). Se quedan Jesús, José, Lázaro, Tomás, Simón Zelote y Cornelio. José dice: “¡No cede!… Me gustaría que estuviese entre tus discípulos. Sería peso decisivo en tu favor… pero no lo logro”. Jesús: “No te aflijas por ello. No hay influencia capaz de salvarme de la tempestad que ya se está preparando. Pero Gamaliel, si no se pliega a favor, tampoco lo hará contra el Mesías. Es de los que esperan…”. Todo termina. (Escrito 21 de Febrero de 1945).
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1 Nota : Cfr. Personajes de la obra magna: José de Arimatea; Gamaliel; Nicodemo; Lázaro y familia.  2  Nota  : Cfr. Éx. 28,15-30; 39,8-21;  Lev. 8,8; 1. 3  Nota  :  “¿Está  vivo el Mesías… Era Aquél… Es Éste?”. El episodio de  Jesús, a los doce años, entre los doctores en el Templo, es narrado por Lucas 2,41-50. En el episodio analógico descrito por María Valtorta para la Obra sobre el Evangelio (se relata en el episodio 1-41-220 y en nuestro trabajo en el tema “Jesús Niño”), aparecen los personajes de: Gamaliel y Hilel entre esos doctores. Jesús prometió entonces a Gamaliel, impresionado por la ciencia de aquel muchacho, que vería cómo las piedras se estremecerían, como señal de su Divinidad. Este suceso y las palabras de Jesús marcaron a Gamaliel, como se ve a lo largo de esta Obra. “¿Era Aquel el Mesías? ¿Es Éste?”. En esta duda se  agitará hasta el final de su vida. Esperaba la señal para creer que Jesús era el Mesías. La famosa y poderosa señal del día de la Parasceve, cuando Jesús moría en la Cruz  —la señal del velo del Templo al rasgarse— le destrozará. Ese día, su espíritu de viejo y terco judío se abrirá y buscará afanosamente la luz, con el remordimiento de no haber comprendido jamás a Jesús en lo que realmente Él era.  4 Nota : El año hebraico contaba con 12 meses de 29 y 30 días, con un mes suplementario cada dos o tres años.
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(<Jesús se encuentra en la casucha del olivar en el Getsemaní, donde suele permanecer con sus discípulos. Es ya de noche. Jesús ordena que todos vayan a descansar, excepto Simón Zelote y Juan que se quedan con Él. Zelote quiere comunicar a Jesús que Nicodemo desea hablar con Él en secreto>)
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2-116-217 (2-83-712).- En Getsemaní, coloquio con Nicodemo: “Nacer de nuevo” (1).
* Nicodemo quiere para Jesús, ante el acoso del Sanedrín, la protección de Lázaro, poderoso por familia y por protección de Roma.- ■ Dice Jesús a Zelote: “Has dicho, Simón, que Lázaro te ha enviado a Isaac con Maximino, hoy, mientras Yo estaba al otro lado de la torre de David. ¿Qué quería?”. Zelote: “Quería decirte que Nicodemo está en su casa y que quería hablarte en secreto. Me he tomado la libertad de decir: «Que venga. El Maestro le esperará durante la noche». Solo tienes la noche para estar solo. Por este motivo te he dicho: «Despide a todos, menos a Juan y a mí». Juan es necesario para ir al puente del Cedrón, a esperar a Nicodemo, que está en una de las casas de Lázaro, fuera de los muros. Yo hacía falta para explicar. ¿He hecho mal?”. Jesús: “Has hecho bien. Ve, Juan, a tu puesto”. ■ Se quedan solos Simón y Jesús. Jesús está pensativo. Simón respeta su silencio. Pero Jesús lo rompe improvisamente, y, como si terminara de hablar consigo mismo, en voz alta  dice: “Sí, está bien así. Isaac, Elías, los otros, son suficientes para mantener viva la idea que se está consolidando entre los buenos y en los humildes. Para los poderosos… hay otras levas. Está Lázaro, Cusa, José, y otros… pero los poderosos…  no me aceptan. Temen y tiemblan por su poder. Mas iré lejos de este corazón judío que cada vez se muestra más hostil al Mesías” (2). Zelote: “¿Vamos a volver a Galilea?”. Jesús: “No. Pero vamos lejos de Jerusalén. Judea debe ser evangelizada; también ella es Israel. Pero, aquí, ya ves… todo sirve para acusarme. Me retiro. Y esta es la segunda vez…”. ■ Juan, entrando primero, dice: “¡Maestro! ¡Aquí está Nicodemo!”. Se saludan y luego Simón toma a Juan y sale de la cocina, dejándolos a los dos solos. Nicodemo: “Maestro, perdona si  he querido hablarte en secreto. Desconfío, por Ti y por mí, de muchos. No es solo cobardía esto mío. También es prudencia y deseo de ayudarte más que si te perteneciera abiertamente. Tienes muchos enemigos. Soy uno de los pocos que te admiran. Pedí consejo a Lázaro. Éste es poderoso de nacimiento y temido porque goza del favor de Roma; es justo a los ojos de Dios, es sabio por maduración de ingenio y cultura. Es en verdad verdadero amigo tuyo y mío. Por esto he querido hablar con él. Y estoy contento de que él también haya pensado de la misma manera. Le he dicho las últimas discusiones del Sanedrín sobre Ti”. Jesús: “Las últimas acusaciones. Di la verdad desnuda como es”. Nicodemo: “Las últimas acusaciones. Sí, Maestro. Yo estaba a punto de decir: «Pues bien. Yo también soy uno de los de Él». Aunque solo fuera porque en esa asamblea hubiese al menos uno que estuviera a tu favor. Pero José, que estaba cerca de mí, me susurró: «Cállate. Ocultemos nuestro modo de pensar. Luego te explico». Y a la salida me dijo… exactamente, dijo: «Es mejor así. Si saben que somos discípulos, nos mantendrán al margen de cuanto piensan y deciden, y pueden perjudicarle y también perjudicarnos. Como sencillos admiradores de Él, no nos tendrán secretos». Comprendí que tenía razón. Son muchos… ¡Y malos! También tengo yo mis intereses y mis obligaciones… lo mismo que José… ¿Entiendes, no, Maestro?”. Jesús: “No os reprocho nada. Antes de que tú llegases decía esto a Simón. ■ Y he determinado alejarme también de Jerusalén”. Nicodemo: “¡Nos odias porque no te amamos!”. Jesús: “No. ¡No odio ni siquiera a mis enemigos!”. Nicodemo: “Tú lo dices. Pero es así. Tienes razón. ¡Pero para mí y para José es un gran dolor! ¿Y Lázaro? ¿Qué dirá Lázaro que exactamente hoy ha decidido proponerte que dejases este lugar para ir a una de sus propiedades de Sión? ¿Sabes? Lázaro es muy rico. Gran parte de la ciudad es suya, y también muchas tierras de Palestina. Su padre, a su herencia y a la de Auqueria, de tu tribu y familia, había unido aquello que los romanos daban como recompensa a su fiel siervo, y a los hijos les ha dejado grandes posesiones, y, lo que más vale, una velada pero poderosa amistad con Roma. Sin ésta, ¿quién habría podido salvar de la ignominia a toda su casa después de la vergonzosa conducta de María, su divorcio (conseguido sólo porque se trataba de «ella»), su vida licenciosa en esa ciudad, que es su feudo, y en Tiberíades, que es el elegante lupanar donde Roma y Atenas han construido lechos de prostitutas para tantos del pueblo elegido? En verdad, si Teófilo sirio hubiese sido un prosélito más convencido, no hubiera dado a sus hijos esa educación helenizante que tanta virtud mata y siembra tanta voluptuosidad  —que bebieron y expulsaron sin consecuencias Lázaro y sobre todo  Marta—, ha contagiado a la desenfrenada María y ha proliferado en ella, convirtiéndola en el fango de la familia y de Palestina. ¡No! Sin la poderosa sombra del favor romano, se les habría mandado el anatema más que a los leprosos. Pero, considerando que las cosas están así, aprovéchate de ello”. Jesús: “No. Me retiro. Quien me quiere, vendrá a Mí”. ■ Nicodemo se siente abatido: “¡He hecho mal en hablar!”. Jesús: “No, espera y convéncete” y Jesús abre una puerta y llama: “¡Simón! ¡Juan! ¡Venid!”. Los dos acuden. Jesús: “Simón. Di a Nicodemo lo que te había dicho cuando él estaba por llegar”. Simón: “Que para los humildes es suficiente con los pastores; para los poderosos, Lázaro, Nicodemo, José, Cusa, y que Tú te ibas a retirar lejos de Jerusalén, aunque sin dejar Judea. Esto estabas diciendo. ¿Por qué has hecho que te lo repitiese? ¿Qué ha pasado?”. Jesús: “Nada. Nicodemo temía que Yo me fuera a causa de sus palabras”. Nicodemo: “He dicho al Maestro que el Sanedrín cada vez más, es su enemigo y que está bien que se pusiese bajo la protección de Lázaro. Protegió tus bienes porque tiene a Roma en su favor; protegería también a Jesús”.  Zelote: “Es verdad. Es un buen consejo. Pese a que mi casta no sea bien vista de Roma, sin embargo una palabra de Teófilo me conservó mis bienes durante la proscripción y la lepra. Y Lázaro es muy amigo tuyo, Maestro”. Jesús: “Lo sé, pero ya me he pronunciado y lo que digo lo sostengo”. Nicodemo: “Entonces, ¿te perdemos?”. Jesús: “No, Nicodemo. Van al Bautista hombres de todas las sectas. A Mí podrán venir también hombres de todas las sectas y de todos los cargos”. Nicodemo: “Nosotros venimos a Ti, porque sabemos que eres más que Juan”. Jesús: “Podéis seguir viniendo. También Yo, como Juan, seré un Rabí solitario, y hablaré a las turbas deseosas de oír la voz de Dios y capaces de creer que Yo sea esa Voz. Y los demás me olvidarán… si  son, al menos,  capaces de tanto”.
* Nicodemo pregunta a Jesús por qué él no tiene esa fe (en Jesús como Mesías, el Esperado) segura de Juan, un joven todavía, o la fe de Zelote, hombre probado y docto, ya casi en la vejez. “Yo te diré el verdadero secreto. Éstos han sabido nacer de nuevo, con espíritu nuevo. Si uno no nace de nuevo (no es reencarnarse), no puede ver el Reino de Dios ni creer en su Rey. Yo no estoy hablando de la carne y de la sangre, sino del espíritu inmortal, el cual por dos cosas renace a la vida verdadera: por el agua y por el Espíritu”.-Nicodemo: “Maestro, Tú estás triste y desilusionado. Tienes razón. Todos te escuchan y creen en Ti hasta el punto de que obtienen milagros; hasta incluso uno de los de Herodes, uno que, por fuerza, debe tener corrompida la bondad natural en esa corte incestuosa; hasta los soldados romanos. Sólo nosotros los de Sión somos tan duros… Pero no todos. Lo ves… Maestro, sabemos que has venido de parte de Dios, para hablarnos de Él mejor que ningún otro lo haya hecho. También Gamaliel lo dice. Nadie puede hacer los milagros que haces si no tiene a Dios consigo. Hasta los doctores como Gamaliel creen en esto. ¿Por qué entonces sucede que no podamos tener la fe que tienen los pequeños de Israel? ¡Oh! Dímelo claro. No te traicionaré aunque me dijeses: «He mentido para dar valor a mis palabras de sabiduría con un sello del que nadie puede burlarse». ¿Eres Tú el Mesías del Señor?… ¿El Esperado? ¿La Palabra del Padre, encarnada para instruir y redimir a Israel según el Pacto?…”. Jesús: “¿Lo preguntas por ti mismo, o te mandan otros a preguntarlo?”. Nicodemo: “Por mí mismo, por mí mismo, Señor. Tengo aquí un tormento. Tengo una gran confusión. Vientos contrarios y voces contrarias. ■ ¿Por qué no tengo yo, hombre maduro, esa pacífica seguridad que tiene éste, casi analfabeto muchacho, la cual le da esa sonrisa plácida a su rostro, esa luz a sus ojos, ese sol a su corazón? ¿Cómo crees tú, Juan, para estar así tan seguro? Enséñame hijo, tu secreto, el secreto en virtud del cual supiste ver y encontrar al Mesías en Jesús Nazareno”. Juan se pone colorado como una fresa, baja la cabeza como disculpándose de decir una cosa tan grande, y responde sencillamente: “Amando”. Nicodemo: “¡Amando! Y tú, Simón, hombre probo y ya en las puertas de la vejez, tú docto y sobre quien ha habido tantas pruebas… ¿cómo has hecho para que puedas dejarte convencer?”. Zelote: “Meditando”. Nicodemo: “¡Amando! ¡Meditando! ¡Yo también amo y medito y no estoy todavía seguro!”. ■ Jesús interviene: “Yo te diré el verdadero secreto. Éstos han sabido nacer de nuevo, con un espíritu nuevo, libres de toda cadena, vírgenes de cualquier idea. Y por esto han comprendido a Dios. Si uno no nace de nuevo, no puede ver el Reino de Dios ni creer en su Rey”. Nicodemo: “¿Cómo puede un hombre volver a nacer si ya es adulto? Expulsado del seno materno, el hombre no puede jamás volver a entrar. ¿Aludes tal vez a la reencarnación como creen muchos paganos? Pero, no, no es posible en Ti esto. Y además, no se trataría de volver a entrar en el seno materno, sino de un reencarnarse más allá del tiempo y, por tanto, no ahora. ¿Cómo es esto? ¿Cómo?”. Jesús: “No hay más que una existencia de la carne sobre la tierra y una vida eterna del espíritu, más allá de la Tierra. Yo no estoy hablando de la carne y de la sangre, sino del espíritu inmortal, el cual por dos cosas renace a la vida verdadera: por el agua y por el Espíritu (3). Es más grande el Espíritu; sin Él, el agua no es más que un símbolo. Quien ha quedado limpio con el agua, debe purificarse luego con el Espíritu y con Él encenderse y renacer, si quiere vivir dentro de Dios aquí y en el Reino eterno. Porque lo que ha sido engendrado por la carne es y seguirá siendo carne, y con ella muere después de haberla servido en sus apetitos y pecados. Pero lo que ha sido engendrado por el Espíritu, es espíritu y vive volviendo al Espíritu Generador después de haber alimentado su propio espíritu hasta la edad perfecta. El Reino de los Cielos no será habitado sino por los que han llegado a la edad perfecta espiritual. No os maravilléis si digo: «Es necesario que nazcáis de nuevo».Estos han sabido renacer. El joven ha matado a la carne y hecho renacer el espíritu poniendo su «yo» en la hoguera del amor. Todo lo que era materia se quemó. Y de las cenizas, he aquí, que surge su nueva flor espiritual, maravilloso heliotropo que sabe dirigirse hacia el Sol eterno. El de edad, puso la guadaña de la meditación honesta en la base de su viejo pensar, y arrancó la vieja planta dejando sólo un retoño, el de la buena voluntad, del cual hizo nacer su nuevo pensamiento. Ahora ama a Dios con un espíritu nuevo y le ve. Cada uno tiene su método para llegar al puerto. Cualquier viento es bueno con tal de que se sepa usar la vela; sentís que el viento sopla y por su corriente podéis regularos para dirigir la maniobra, mas no podéis decir de dónde viene ni atraer el viento que necesitáis. También el Espíritu llama y viene llamando y pasa. Pero solo el que está atento puede seguirle. El Hijo conoce la voz del Padre; conoce la voz del Espíritu el espíritu que ha sido engendrado por Él”.
* Quien cree en el Unigénito no será juzgado. Ya está salvado, porque este Hijo del hombre ruega por él al Padre diciéndole: «Éste me ha amado». Pero el que no cree, es inútil que haga obras santas. Está ya juzgado porque no ha creído en el Hijo Único de Dios. Hay una sentencia de la Justicia Eterna para él”.-Nicodemo: “¿Cómo puede suceder esto?”. Jesús: “Tú, maestro de Israel ¿me lo preguntas? ¿Ignoras estas cosas? Se habla y se da testimonio de lo que sabemos y hemos visto. Pues bien, Yo hablo y doy testimonio de lo que sé. ¿Cómo vas a poder aceptar las cosas que no has visto, si no aceptas el testimonio que Yo te traigo? ¿Cómo podrás creer en el Espíritu si no crees en la Palabra Encarnada? Yo he bajado para volver a subir y llevar conmigo a los que están acá abajo. Uno solo ha descendido del Cielo: Yo, Hijo del hombre. Uno solo subirá con el poder de abrir el Cielo: Yo, el Hijo del hombre. Recuerda a Moisés. Levantó la serpiente en el desierto para curar las enfermedades de Israel (4). Cuando Yo sea levantado en alto, los que ahora están ciegos, sordos, mudos, locos, leprosos, enfermos por la fiebre de la Culpa, serán curados y cualquiera que creyera en Mí tendrá la vida eterna. También los que en Mí hubiesen creído, tendrán esta vida bienaventurada. ■ No bajes la cabeza, Nicodemo. He venido a salvar no a destruir. Dios no ha enviado a su Unigénito al mundo para condenar al que está en el mundo, sino para que el mundo se salve por medio de Él. En el mundo he encontrado toda clase de culpas, herejías, idolatrías. Mas, ¿puede acaso la golondrina que vuela veloz por encima del polvo ensuciarse el plumaje? ¡No! Lleva por los tristes caminos de la Tierra una coma de azul, un olor de cielo, lanza un chillido para conmover a los hombres y hacerles levantar del fango la mirada y seguir su vuelo que retorna al cielo. Igualmente vengo Yo, para llevaros conmigo. ¡Venid…! ■ Quien cree en el Unigénito no será juzgado. Ya está salvado, porque este Hijo del hombre ruega por él al Padre diciéndole: «Éste me ha amado». Pero el que no cree, es inútil que haga obras santas. Está ya juzgado porque no ha creído en el Hijo Único de Dios. ¿Cuál es mi nombre, Nicodemo?”. Nicodemo dice: “Jesús”. Jesús: “¡No! ¡Salvador! Yo soy Salvación. Quien no cree en Mí, rechaza su salvación y hay una sentencia de la Justicia Eterna para él. La sentencia es ésta: «La Luz te había sido enviada, a ti y al mundo, para salvaros, y tú y los hombres habéis preferido las tinieblas a la Luz, porque preferisteis las obras malas, que por demás eran vuestras costumbres, a las obras buenas que Él os señalaba como obras que seguir para ser santos». Habéis odiado la Luz porque los malhechores buscan las tinieblas para sus delitos; y habéis rehuido de la Luz para que no proyectara luz sobre vuestras ocultas llagas. No es por ti, Nicodemo, pero la verdad es ésta; y el castigo estará en relación con la sentencia, bien se trate de uno solo, bien de una colectividad. ■ Si me refiero a los que me aman y ponen en práctica las verdades que enseño, naciendo, por tanto, en el espíritu una segunda vez (que es la más verdadera), Yo afirmo que no temen a la Luz; antes bien, a ella se arriman, porque su luz aumenta aquella luz con que fueron iluminados: gloria recíproca, que hace a Dios dichoso en sus hijos y a sus hijos en el Padre. No, ciertamente los hijos de la Luz no temen ser iluminados; antes bien, con el corazón y con las obras dicen: «No yo, Él, el Padre; Él, el Hijo; Él, el Espíritu Santo han realizado en mí el Bien. ¡A ellos la gloria eternamente!». Y desde el Cielo responde el eterno canto de los Tres que se aman en su perfecta Unidad: «A ti eternamente la bendición, hijo verdadero de nuestra voluntad». ■ Juan, recuerda estas palabras para cuando llegue la hora de escribirlas. ¿Estás convencido, Nicodemo?”. Nicodemo: “Sí… Maestro, ¿cuándo podré hablar de nuevo contigo?”. Jesús: “Lázaro sabrá a dónde llevarte. Iré a su casa antes de alejarme de aquí”. Nicodemo: “Me voy, Maestro. Bendice a tu siervo”. Jesús: “Mi paz sea contigo”. Nicodemo sale con Juan. ■ Jesús se vuelve a Simón Zelote: “¿Ves la obra del poder de las Tinieblas? Como araña, tiende su trampa, y hace que quede enviscado y aprisionado quien no sabe morir para renacer como mariposa, con una fortaleza capaz de romper la tela tenebrosa y traspasarla, llevándose, como recuerdo de su victoria, pedazos de reluciente red en sus alas de oro, como estandartes y lábaros conquistados al enemigo. Morir para vivir. Morir para daros la fuerza de morir. Ven, Simón, a descansar. Y que Dios esté contigo”. Todo termina. (Escrito el 24 de Febrero de 1945).
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1  Nota  : Cfr. Ju.3,1-21. 2  Nota  : “Iré lejos de este corazón judío…”.- Jesús se establecerá junto con sus apóstoles en una posesión de Lázaro, una casa situada en «Aguas Claras», en una región entre Efraín y el Jordán, donde antes también había evangelizado y bautizado el Bautista. Aquí se dedicarán a evangelizar y a bautizar. Cfr. en Personajes de la Obra magna: «Aguas Claras». 3 Nota : Comentario de la “Biblia Latinoamérica”: Y la pregunta algo desatinada de Nicodemo da a Jesús la oportunidad para insistir en el cambio profundo y misterioso que se produjo en el creyente: ha nacido del agua y del Espíritu. Del agua, es decir, por el rito del bautismo efectuado por hombres; del Espíritu, es decir, que por este gesto Dios le ha comunicado su propio Espíritu. Cuando creemos, cuando luchamos por la esperanza cristiana o cuando amamos, esto viene de nosotros, por supuesto, pero esto viene también, y más todavía, de Dios, que nos ha comunicado esta vida de «de arriba» propia de Él, que es Amor (Ver Jn 1,13; Jn, 2,29: 3,9; 4,7).  4  Nota  : Cfr. Números 21,4-9.
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(<Jesús acaba de llegar a una región de Samaria con los doce apóstoles>)
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2-143-381 (3-3-12).- Coloquio de Jesús con la samaritana Fotinái. “Quien beba de esta agua no tendrá jamás sed” (1).
* La samaritana Fotinái.- ■ Dice Jesús: “Yo me detengo aquí. Id a la ciudad. Comprad los alimentos necesarios. Comeremos en este lugar”. Juan: “¿Vamos todos?”. Jesús: “Sí, Juan. Es bueno que estéis en grupo”. Juan: “¿Y Tú? ¿Te quedas solo?… Son samaritanos…”. Jesús: “No serán los peores de entre los enemigos del Mesías. ¡Hala, po­neos en camino! Yo oraré mientras os espero. Por vosotros y por éstos”. Los discípulos se van a regañadientes. Tres o cuatro veces se vuelven a mirar a Jesús, que se ha sentado en un muro pequeño asoleado que está cerca del brocal ni alto ni ancho de un pozo; en realidad un pozo grande, pues parece casi una cisterna por lo profundo. En verano deben darle sombra unos árboles grandes que ahora están deshojados. No se ve el agua, pero en el suelo, junto al pozo, hay signos claros de haberla sacado: pe­queños charcos y círculos de jarros húmedos. Jesús se sienta y se pone a meditar en su acostumbrada posición: los codos apoyados sobre las rodillas; las manos hacia adelante, uni­das; el cuerpo levemente curvado; la cabeza inclinada hacia abajo. Luego, sintiendo el calor de un agradable solecillo, se deja caer el man­to de la cabeza y de los hombros y lo tiene recogido sobre sus rodillas. Alza la cabeza para sonreír a una multitud de pájaros reñidores que se están disputando un pedacito de pan que se le ha caído a alguien jun­to al pozo. ■ Al improviso, llega una mujer. Los pájaros huyen. Viene al pozo con un cántaro vacío que sostiene de una de las asas con la mano izquierda; y con la derecha, como sorprendida, aparta el velo, para ver quién es el hombre que está sentado allí. Jesús sonríe a esta mujer de unos treinta y cinco o cuarenta años, alta, de facciones fuertemente marcadas pero bonitas. Un tipo de mujer que nosotros diríamos casi español: palidez aceitunada; labios muy rojos y más bien grandes; ojos grandes, casi demasiado, y negros, bajo cejas muy espesas; trenzas, que se transparentan a tra­vés del ligero velo, de color negro corvino. También las formas, más bien modeladas y llamativas, reflejan un marcado tipo oriental, leve­mente flexuoso, como el de las mujeres árabes. Lleva un vestido de ra­yas multicolores, bien ceñido a la cintura, que le cae perpendicular sobre caderas y pe­cho abultados, para caer luego, en forma de ondas, hasta el suelo. Muchos anillos en las manos ya un poco regordetas y morenitas, muchas pulseras en las muñecas que despuntan bajo las bocamangas de lino. En el cuello lleva un pesado collar, del que cuelgan medallas, yo diría amuletos, pues son de las más variadas formas. Pesados pendientes, que brillan bajo el velo, caen hasta la altura del cuello.
* “Quien bebe de esta agua tendrá otra vez sed; Yo, en cambio, tengo una agua que si uno la bebe no vuelve a sen­tir sed. Pero es solo mía y la doy a quien me la pide. En verdad te digo que quien reciba esta agua que Yo le dé quedará para siempre fresco y no volverá a tener sed, porque mi agua se hará en él ma­nantial seguro, eterno”.- ■ Dice Jesús: “La paz sea contigo, mujer. ¿Me das agua para beber? He caminado mucho y tengo sed”. Samaritana: “¿Pero no eres judío? ¿Me pides de beber a mí, que soy samarita­na? ¿Qué ha sucedido? ¿Hemos sido rehabilitados, o es que vosotros estáis derrotados? Sin duda algo grande ha sucedido, cuando un ju­dío habla amablemente con una samaritana. De todas formas, debe­ría responderte: «No te doy nada, para vengar en ti todas las inju­rias que los judíos desde hace siglos nos han hecho»”. Jesús: “Así es: algo grande ha sucedido. Como consecuencia, muchas co­sas han cambiado, y más aún van a cambiar. Dios ha hecho un gran don al mundo y por él muchas cosas han cambiado. Si conocie­ras el don de Dios y quién es el que te dice: «Dame de beber», quizás tú misma le pedirías de beber y Él te daría agua fresca”. Samaritana: “El agua fresca está en las venas de la tierra. Este pozo la tiene… pero es nuestro”. La mujer se muestra burlona y arrogante. Jesús: “El agua es de Dios, como también es de Dios la bondad, y la vida misma. Todo es de un único Dios, mujer. Y todos los hombres vienen de Dios: tanto los samaritanos como los judíos. ¿No es éste el pozo de Jacob? ¿Jacob no es cabeza de nuestra estirpe? Si luego un error nos ha dividido, ello no cambia el origen”. La samaritana, agresiva, pregunta: “Error nuestro, ¿verdad?”. Jesús: “Ni nuestro ni vuestro. Error de alguien que había perdido de vista caridad y justicia. No te estoy ofendiendo, ni tampoco a tu raza. ¿Por qué quieres tú mostrarte ofensiva?”. Samaritana: “Eres el primer judío al que oigo hablar así. Los otros… Pero, res­pecto al pozo, sí, es el de Jacob y tiene tanta agua y tan clara que los de Sicar le preferimos a las otras fuentes. De todas formas, es muy profundo, y no tienes ni cántaro ni odre; ¿cómo podrías sacar para mí agua fresca? ¿Eres, acaso, más que Jacob, nuestro santo patriarca, que encontró esta abundante agua para él, para sus hijos y sus hatos de ganado, y que nos la dejó como don y recuerdo suyo?”. ■ Jesús: “Es así como tú lo has dicho, pero quien bebe de esta agua tendrá otra vez sed; Yo, en cambio, tengo un agua que si uno la bebe no vuelve a sen­tir sed. Pero es sólo mía y la doy a quien me la pide. En verdad te di­go que quien reciba esta agua que Yo le dé quedará para siempre fresco y no volverá a tener sed, porque mi agua se hará en él ma­nantial seguro, eterno”. Samaritana: “¿Cómo? No entiendo. ¿Eres un mago? ¿Cómo puede un hombre transformarse en un pozo? El camello bebe y se aprovisiona de agua en su voluminoso vientre, pero luego la consume y no le dura toda la vida. ¿Y Tú dices que tu agua dura toda la vida?”. Jesús: “Más que eso: saltará hasta la vida eterna. En quien la beba será cual un surtidor que llegue hasta la vida eterna, y producirá semillas de vida eterna, porque es una fuente de salvación”. Samaritana: “Dame de esa agua si es verdad que la posees. Me canso viniendo hasta aquí. La tendré y no volveré a sentir sed, y no me enfermaré ja­más ni envejeceré”.
* “Jacob os dio no solo el agua de la tierra, sino que se preocupó de darse, y de dar, santidad, el agua de Dios. ¿Te duele el no poder aspirar a la santidad por el hecho de ser pagana —como tú dices— , por vivir —como digo Yo— en las tinieblas de un antiguo error? Y entonces, ¿por qué no vives al menos como una virtuosa pagana? Ve a llamar a tu  marido… También tenéis del Decálogo. ¿Dónde están tus hijos?”.-Jesús: “Sólo de eso te cansas? ¿de nada más? ¿Sólo sientes necesidad de sacar agua para beber, para tu pobre cuerpo? Reflexiona. Hay algo que vale más que el cuerpo: el alma. Jacob no dio a los suyos y a sí mismo sólo el agua de la tierra, sino que se preocupó de darse, y de dar, la santidad, el agua de Dios”. Samaritana: “Vosotros nos llamáis paganos. Si eso es verdad, no podemos ser santos…”. La mujer ha perdido su tono petulante e irónico y ahora se muestra sumisa y ligeramente confundida. Jesús: “Un pagano puede también ser virtuoso. Dios, que es justo, le premiará el bien realizado. No será un premio completo, pero sí te digo que entre un fiel en culpa grave y un pagano sin culpa Dios mi­ra con menos rigor al pagano. ¿Y por qué, si sabéis que lo sois, no vais al verdadero Dios? ¿Cómo te llamas?”. Samaritana: “Fotinái”. Jesús: “Pues, respóndeme, Fotinái: ¿Te duele el no poder aspirar a la santidad por el hecho de ser pagana —como tú dices—, por vivir —como digo Yo— en las tinieblas de un antiguo error?”. Fotinái: “Sí, me duele”. Jesús: “Y entonces, ¿por qué no vives, al menos, como una virtuosa pagana?”. Fotinái: “¡Señor!…”. Jesús: “Sí. ¿Puedes, acaso, negarlo? Ve a llamar a tu marido y vuelve aquí con él”. Fotinái: “No tengo marido…”. La confusión de la mujer crece. Jesús: “Tú lo has dicho: no tienes marido. Has tenido cinco hombres y ahora tienes contigo otro que tampoco es marido tuyo. ¿Era necesa­rio esto? También tu religión desaconseja la deshonestidad. También te­néis vosotros el Decálogo. ¿Por qué vives así, Fotinái? ¿No te sientes cansada de este esfuerzo de ser la carne de tantos, en vez de la ho­nesta esposa de uno solo? ¿No tienes miedo de cuando decline tu vi­da, de cuando te encuentres sola con tus recuerdos, con la amargura de lo pasado, con tus temores? Sí, temor a Dios y a los espectros. ¿Dónde están tus hijos?”. La mujer baja del todo la cabeza y calla. Jesús: “No los tienes aquí en la Tierra. Sin embargo, sus almitas, a las que has impedido ver la luz del día, te acusan; siempre. Joyas… bonitos vestidos… casa rica… una mesa bien surtida… Sí, pero vacío y lágrimas y miseria interior. En realidad eres una desvalida, Fotinái; sólo con un arrepentimiento sincero, a través del perdón de Dios —y, como consecuencia, el de tus hijos— puedes volver a ser rica”. Fotinái: “Señor, veo que eres profeta. Me avergüenzo…”.  Jesús: “¿Y ante el Padre que está en los Cielos no sentías vergüenza cuan­do hacías el mal? Pero… no llores de humillación ante el Hombre…”.
* “Vosotros adoráis a quien no conocéis, nosotros a quien conocemos, porque la salvación viene de los judíos. Recuerda a los profetas. Pero llega la hora en que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad; no ya con el rito antiguo sino con el nuevo, en que no habrá sacrificios ni hostias de animales consumidos por el fuego: el sacrificio eterno de la Hostia inmaculada consumida por el Fuego de la Caridad”.-Jesús: “Ven aquí, Fotinái, junto a Mí. Yo te hablaré de Dios. Quizás no le co­nocías bien y por eso… sí, por eso has cometido tantos errores; si hubieras conocido bien al verdadero Dios, no te habrías rebajado de es­te modo, Él te habría hablado y sostenido…”. Fotinái: “Señor, nuestros padres adoraron en este monte. Vosotros decís que sólo en Jerusalén se puede adorar. Pero, como Tú dices, Dios es sólo uno. Ayúdame a ver dónde y cómo debo hacerlo…”. Jesús: “Mujer, créeme, está llegando la hora en que ni en el monte de Samaria ni en Jerusalén será adorado el Padre. Vosotros adoráis a quien no conocéis, nosotros a quien conocemos, porque la salvación viene de los judíos. Recuerda a los Profetas. Pero llega la hora —es ésta— en que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espí­ritu y en verdad; no ya con el rito antiguo sino con el nuevo, en que no habrá sacrificios ni hostias de animales consumidos por el fuego: el sacrificio eterno de la Hostia inmaculada consumida por el Fuego de la Caridad: culto espiritual del Reino espiritual que será comprendido por aquellos que sepan adorar en espíritu y en verdad. Dios es Espíritu y debe ser adorado espiritualmente”. Fotinái: “Dices santas palabras. Yo sé —también nosotros sabemos algu­na cosa— que el Mesías va a llegar pronto; el Mesías, llamado también «el Cristo». Cuando venga nos enseñará todo. Aquí cerca está el que dicen que es su Precursor; muchos van a él a oírle. Pero es muy severo. Tú eres bueno. Las almas menesterosas no sienten miedo de Ti. Yo creo que el Cristo será bueno. Le llaman Rey de la paz… ¿Tar­dará mucho en venir?”. Jesús: “Te he dicho que su tiempo es ya presente”. Fotinái: “¿Cómo lo sabes? ¿Eres discípulo suyo? El Precursor tiene mu­chos discípulos; también los tendrá el Mesías”. ■ Jesús: “Soy Yo, el que te está hablando, el Cristo Jesús”. Fotinái: “¡Tú!… ¡Oh!…”. La mujer, que se había sentado junto a Jesús, se levanta y hace ademán de huir. Jesús: “¿Por qué quieres huir, mujer?”. Fotinái: “Porque me da horror estar a tu lado. Tú eres santo…”. Jesús: “Soy el Salvador. He venido aquí —y no era necesario— porque sabía que tu alma estaba cansada de andar errante. Ya te produce náuseas tu alimento… He venido a darte uno nuevo, que te quitará las náuse­as y la hartura… Allí vuelven mis discípulos, con mi pan. Pero el so­lo hecho de haberte dado estas migas iniciales de tu redención ya me ha alimentado”. ■ Los discípulos miran a la mujer de soslayo, más o menos pruden­temente, pero ninguno habla. Ella se marcha olvidando agua y cántaro.
* Tengo un alimento que no conocéis. Comeré de ése. Mi alimento consiste en hacer la voluntad del que me ha enviado y consumar la obra que me ha encomendado”.-Pedro dice: “Mira, Maestro, nos han tratado bien. Aquí hay queso, pan reciente, aceitunas y manzanas. Coge lo que quieras. Esa mujer ha hecho bien dejando el cántaro; así será más rápido, que no con nuestros pequeños odres. Bebemos y luego los llenamos, y así no tendremos que pedir nada a los samaritanos, no tendremos ni si­quiera que acercarnos a sus fuentes. ¿No comes? He buscado pesca­do para Ti, pero no había. Quizás te hubiera gustado más. Te veo cansado y pálido”. ■ Jesús: “Tengo un alimento que vosotros no conocéis. Comeré de ése. Re­pondrá ampliamente mis energías”. Los discípulos se miran con ademán de querer preguntar. Jesús responde a sus calladas preguntas. “Mi alimento consiste en hacer la voluntad del que me ha enviado y consumar la obra que me ha encomendado. Cuando un sembrador esparce la semilla, ¿pue­de pensar que ya ha hecho todo, como si hubiera cosechado? Cierta­mente no. ¡Cuánto tendrá que hacer todavía para poder decir: «Mi obra está ya terminada»! Hasta ese momento no podrá descansar. Fijaos en estos campos bajo el alegre sol de la hora sexta. Hace sólo un mes,  incluso menos, la tierra estaba desnuda, oscura por el agua de las lluvias. Fijaos ahora: abundantes tallitos de trigo, recién brotados, de un verde tenuísimo, que, bajo esta intensa luz, parece todavía más claro, la hacen blanquecina con el sutil velo con que la cubren, que es la mies futura. Vosotros, viéndole, decís: «Dentro de cuatro meses será la cosecha. Los sembradores tomarán consigo a los segadores; porque, aunque uno sea suficiente para sembrar su propio campo, muchos son necesarios para segarlo. Ambas partes están contentas: tanto el que ha sembrado un pequeño saquito de trigo y ahora debe preparar los graneros para guardarlo, como los que en pocos días ga­nan de qué vivir para algunos meses». De la misma forma, en el campo del espíritu, los que recojan lo que por Mí fue sembrado se alegrarán conmigo, y como Yo, porque les daré mi salario y el fruto debido. Les daré de qué vivir en mi Reino eterno. Vosotros sólo te­néis que recoger. Yo he hecho la parte más dura del trabajo; no obs­tante, os digo: «Venid, cosechad en mi campo; contento me siento de que os carguéis de haces de mi trigo. Una vez que hayáis recogi­do todo mi trigo, sembrado por Mí por todas partes, infatigable, que­dará cumplida la voluntad de Dios, y Yo me sentaré al banquete de la celeste Jerusalén». Allí vienen los samaritanos con Fotinai. Mostrad caridad para con ellos. Son almas que se acercan a Dios”. (Escrito el 22 de Abril de 1945).
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1  Nota  : Cfr. Ju. 4,5-42.
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(<Jesús ha pasado dos días en Sicar con los samaritanos que le han recibido bien y le dicen que se quede con ellos. Al final se ha despedido de ellos. Pero los apóstoles muestran su disconformidad con esta  conducta de Jesús respecto a los samaritanos>)
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2-147-395 (3-07-28).- Curación de una mujer en Sicar  y conversión de Fotinái.
* “Sí, pero, Maestro, pierdes tu tiempo en una ciudad idólatra, habiendo como hay muchos lugares en Israel que te esperan”.- ■ Jesús va caminando solo, casi rozando un seto de cácteas que, burlándose de todas las demás plantas desnudas, resplandecen bajo el sol con sus carnosas paletas espinosas, en las que hay todavía al­gún fruto al que el tiempo ha dado un color rojo ladrillo, o en que ya ríe alguna flor precoz amarilla con pinceladas de color bermellón. Los apóstoles, detrás, cuchichean. No creo que estén verdadera­mente alabando al Maestro. En un momento dado, Jesús se vuelve de repente y dice: “«Quien está pendiente del viento no siembra, quien está pendiente de las nu­bes no recoge nunca». Es un refrán antiguo, pero Yo lo sigo. Como podéis ver, donde temíais adversos vientos y no queríais deteneros, he encontrado terreno y modo de sembrar. Y, a pesar de «vuestras nubes», que, conviene que lo oigáis, no está bien que las mostréis donde la Misericordia quiere mostrar su sol, estoy seguro de haber cosechado ya”. Tomás dice: “Sí, pero ninguno te ha pedido un milagro. ¡Es una fe en ti muy extraña!”. Jesús: “Tomás, ¿crees que el hecho de pedir milagros es lo único que prueba que hay fe? Te equivocas. Es todo lo contrario. Quien quiere milagro para poder creer patentiza que sin el milagro, prueba tangible, no creería. Sin embargo, quien, por la palabra de otro, dice «creo» muestra la máxima fe”. Tomás: “¡Así que entonces los samaritanos son mejores que nosotros!”. Jesús: “No estoy diciendo eso. Pero en su estado de minoración espin­al han mostrado tener una capacidad de comprender a Dios mucho mayor que la de los fieles de Palestina. Esto os lo encontraréis muchas veces en vuestra vida. ■ Os ruego que os acordéis también de este episodio para saberos conducir sin prejuicios con las almas que se acerquen a la fe en el Cristo”. Interviene Santiago: “De todas formas —perdona, Jesús, si te lo digo— ya te persi­gue mucho odio y dar pie a nuevas acusaciones creo que te perjudica. Si los miembros del Sanedrín vinieran a saber que has tenido…”. Jesús: “¡Dilo, hombre!: «amor», porque esto es lo que he tenido y tengo, Santiago. Tú, que eres primo mío, comprenderás que en Mí no puede haber sino amor. Te he mostrado cómo en Mí sólo hay amor, incluso para con quienes me eran enemigos en mi familia y en mi tierra. Y, entonces, ¿no debía amar a éstos, que me han respetado a pesar de que no me conocían? Los miembros del Sanedrín pueden hacer todo el mal que quieran, pero la consideración de este futuro mal no ce­rrará las esclusas de mi amor omnipresente y omnioperante. Pero además es que, aunque lo hiciera, ello no impediría al odio del Sane­drín encontrar motivos de acusación”. Felipe dice: “Sí, pero, Maestro, pierdes tu tiempo en una ciudad idólatra, ha­biendo como hay muchos lugares en Israel que te esperan. Dices que es necesario consagrar cada hora del día al Señor. ¿No son horas per­didas?”.  Jesús: “Un día dedicado a reagrupar las ovejas extraviadas no es un día perdido, Felipe. Está escrito: «Hace muchas oblaciones quien respeta la Ley… mas quien practica la misericordia ofrece un sacrificio». Está escrito: «Que tu ofrenda al Altísimo esté en proporción de cuanto te ha dado; ofrece con mirada alegre según tus facultades». Yo lo hago, amigo, y el tiempo empleado en el sacrificio no es un tiempo perdido. Practico la misericordia y uso de las facultades recibidas ofreciendo mi trabajo a Dios. Tranquilos, por tanto. Además, el que, de voso­tros, quería que hubieran pedido milagros para convencerse de que los de Sicar creían en mí va a quedar satisfecho. Aquel hombre nos sigue, sin duda por algún motivo. Detengámonos”.
* Curación de una mujer.- ■ Efectivamente, el hombre viene en dirección a ellos. Se le ve encorvado bajo la carga de un voluminoso fardo que lleva malamente contrapesado sobre los hombros. Al ver que el grupo de Jesús se ha detenido lo hace él también. Pedro dice: “Se ha parado porque ve que nos hemos dado cuenta de sus ma­las intenciones. ¡Son samaritanos!”.  Jesús: “¿Estás seguro, Pedro?”. Pedro: “¡Sin duda!”. Jesús: “Pues entonces quedaos aquí. Yo me acerco a él”. Pedro: “No, Señor, eso no. Si vas Tú, también yo”. Jesús: “De acuerdo, ven”. ■ Jesús se dirige hacia el hombre. Pedro trota a su lado, entre curioso y hostil. Llegados a pocos metros uno del otro, Jesús dice: “¿Hombre, qué quieres? ¿A quién buscas?”. Hombre: “A ti”. Jesús: “Y ¿por qué no has venido a Mí cuando estaba en la ciudad?”. Hombre: “No me atrevía… Si en presencia de todos me hubieras rechazado hubiera sufrido demasiado dolor y vergüenza” Jesús: “Podrías haberme llamado cuando me quedé solo con los míos”. Hombre: “Mi deseo era acercarme a ti estando Tú solo, como Fotinái. Tam­bién yo, como ella, tengo un motivo importante para estar a solas contigo…”. Jesús: “¿Qué quieres? ¿Qué es lo que transportas con tanto esfuerzo so­bre tus hombros?”. Hombre: “Es mi mujer. Un espíritu se ha adueñado de ella y la ha trans­formado en un cuerpo muerto y una inteligencia apagada. Debo has­ta darle la comida en la boca, vestirla, llevarla como a una niña pe­queña. Ocurrió al improviso, sin previa enfermedad… La llaman «la endemoniada». Todo esto me supone dolor, afanes, gastos. Mira”. El hombre pone en el suelo su fardo de inerte carne envuelta en un sayo (como un saco), y descubre un rostro de mujer, todavía joven, que si no respirase se podría decir que estaba muerta: ojos cerrados, boca entreabierta: es el rostro de una persona que ha expirado. Jesús se agacha hacia la desdichada mujer que yace en el suelo, la mira, luego mira al hombre y le dice: Jesús: “¿Crees que puedo hacer­lo?… ¿Por qué lo crees?”. Hombre: “Porque eres el Cristo”. Jesús: “Pero tú no has visto nada que lo pruebe”. Hombre: “Te he oído hablar. Me basta”. Jesús: “¿Has oído, Pedro? ¿Qué piensas que debo hacer ante una fe tan genuina?”. Pedro: “… Maestro… Tú… Yo… Bueno, decide Tú”. Pedro está des­concertado. Jesús: “Sí, ya he decidido. Hombre, mira”. Jesús coge la mano de la mu­jer y ordena: “Vete de ella. Lo quiero”. ■ La mujer, que hasta ese momento había permanecido inerte, se contrae en una horrenda convulsión, primero muda, luego acompaña­da de quejidos y gritos que terminan con uno más fuerte durante el cual, como quien se despierta de una pesadilla, abre como platos los ojos que hasta ahora había mantenido cerrados. Luego se tranquiliza y, con cierto estupor, mira a su alrededor; fija primero sus ojos en Je­sús —el Desconocido que le sonríe…—; luego mira a la tierra del ca­mino en que yace, y a una mata nacida en el borde, en la que la cabe­zuela blanco-roja de las margaritas de los prados coloca perlas ya próximas a abrirse en forma de radiado nimbo; mira al seto de cactáceas, al cielo —muy azul—; luego vuelve la mirada y ve a su marido… a es­te marido suyo que, ansioso, la mira a su vez escudriñando todos sus movimientos. Sonríe y, recuperada completamente su libertad, se po­ne en pie como impulsada por un resorte para refugiarse en el pecho de su marido. Este, llorando, la acaricia y la abraza. La mujer pregunta: “¿Cómo es que estoy aquí? ¿Por qué? ¿Quién es este hombre?”. Hombre: “Es Jesús, el Mesías. Estabas enferma y te ha curado. Dile que le quieres”. Mujer: “¡Oh…, sí! ¡Gracias!… Pero, ¿qué tenía? Mis niños… Simón… no recuerdo cosas de ayer, pero sí que recuerdo que tengo hijos…”. Jesús dice: “No es necesario que te acuerdes de ayer. Acuérdate siempre del día de hoy. Sé buena. Adiós. Sed buenos y Dios estará con vosotros”. Y Jesús, seguido por la bendiciones de los dos, se reti­ra rápido. ■ Llegado adonde están los demás, que se habían quedado al pie del seto, no les dirige la palabra. Sí a Pedro: “¿Y ahora, tú, que esta­bas seguro de que aquel hombre venía con malas intenciones, qué di­ces? ¡Simón, Simón! ¡Cuánto te falta todavía para ser perfecto! ¡Cuánto os falta! Tenéis, excepto una patente idolatría, todos los pe­cados de éstos, y además soberbia en el juicio. Tomemos nuestro ali­mento. No podemos llegar antes de la noche a donde quería. Dormi­remos en algún henil, si es que no encontramos nada mejor”. ■ Los doce, con el sabor en su corazón de la corrección recibida, se sientan sin hablar y se ponen a comer su comida. El sol de este sere­no día ilumina los campos, que descienden, formando suaves ondulaciones, hacia una llanura. Después de comer, todavía permanecen un tiempo en el lugar, hasta que Jesús se pone en pie y dice: “Venid, tú, Andrés, y tú, Si­món; quiero ver si aquella casa es amiga o enemiga”. Y se pone en movimiento.
* Conversión de Fotinai.- ■ Los otros permanecen en el lugar y guardan silencio, hasta que Santiago de Alfeo le dice a Judas Iscariote: “¿Pero esta que viene no es la mujer que estaba en Sicar?”. J.Iscariote: “Sí, es ella. La reconozco por el vestido. ¡Qué querrá?”. Pedro, con cara de mal humor, responde: “Seguir su camino”. Los otros advierten: “No. Nos está mirando demasiado, protegiéndose los ojos del sol con la mano”. La observan hasta que llega cerca de ellos y dice todo sumisa: “¿Dónde está vuestro Maestro?”. Pedro: “Se ha ido. ¿Por qué preguntas por El?”. Fotinái: “Le necesitaba…”. Pedro responde cortante: “No se echa a perder con mujeres”. Fotinái: “Ya lo sé. Con mujeres, no; pero yo soy un alma de mujer que tie­ne necesidad de Él”. Judas de Alfeo le aconseja a Pedro que la deje quedarse, y respon­de a la mujer: “Espera. Dentro de poco vuelve”. La mujer se retira a una curva del camino y allí se queda, en si­lencio. Los apóstoles se desinteresan de ella. Jesús al poco tiempo re­gresa. Pedro dice a la mujer: “Ahí está el Maestro. Dile lo que quie­ras. ¡Apúrate!”. La mujer ni siquiera le responde; va a los pies de Je­sús y se prosterna hasta tocar el suelo, y guarda silencio. Jesús: “Fotinái, ¿qué quieres de mí?”. Fotinái: “Tu ayuda, Señor. Yo soy muy débil. No quiero pecar más. Esto se lo he dicho ya al hombre. Pero, ahora que he dejado de pecar no sé nada más. Ignoro el bien. ¿Qué tengo que hacer? Dímelo Tú. Soy fan­go, pero tu pie pisa también el camino para ir a las almas; pisa mi fango, pero ven a mi alma con tu consejo”. Llora. Jesús le dice: “Seguirme como única mujer no es posible. Si verdaderamente quieres no pecar y conocer la ciencia de no pecar, regresa a tu casa con espíritu de penitencia, y espera. Llegará el día en que tú, mujer, entre otras muchas, igualmente redimidas, podrás estar al lado de tu Redentor y aprender la ciencia del Bien. Ve. No tengas miedo. Sé fiel a la voluntad que tienes ahora de no pecar. Adiós”. ■ La mujer besa la tierra, se alza y se retira caminando hacia atrás durante algunos metros; luego se vuelve hacia Sicar… (Escrito el 26 de Abril de 1945).                                              .                                                 ——————000——————-

2-151-407 (3-11-42).-En Caná en casa de Susana. El oficial del rey Herodes (1).
* La fe, segura y manifiesta del oficial, obtiene la curación de su hijo.- ■ Jesús se dirige, quizás, hacia el lago. En cualquier caso, lo cierto es que llega a Caná y que se encamina hacia la casa de Susana (2). Van con Él sus primos. Mientras descansan en la casa y comen, los discípulos, los parientes y amigos que hay en Caná escuchan a Jesús como acostumbran hacerlo. Instruye a estas buenas personas y consuela además al marido de Susana, la cual parece estar enferma como se deduce del hecho de que no esté presente y de que se hable insistentemente de su dolor. En esto, entra un hombre bien vestido y se postra a los pies de Jesús, que le pregunta: “¿Quién eres? ¿Qué quieres?”. Mientras el hombre está todavía suspirando y llorando, el dueño de la casa le tira de un extremo de la túnica a Jesús y susurra: “Es un oficial del Tetrarca, no te fíes demasiado”. Jesús: “Habla. ¿Qué quieres de Mí?”. Oficial: “Maestro, he sabido que habías vuelto. Te esperaba como se espe­ra a Dios. Ven en seguida a Cafarnaúm. Mi hijo varón yace enfermo; tanto, que sus horas están contadas. He visto a tu discípulo Juan. Por él he sabido que estabas viniendo hacia aquí. Ven, ven en segui­da, antes de que sea demasiado tarde”. Jesús: “¿Cómo? ¿Tú, que eres siervo del perseguidor del santo de Israel, puedes creer en Mí? ¿Cómo podéis creer en el Mesías si no creéis en su Precursor?”. Oficial: “Es verdad. Vivimos en pecado de incredulidad y de crueldad. Pe­ro, ¡ten piedad de este padre! Conozco a Cusa. He visto a Juana an­tes y después del milagro (3). He creído en Ti”. Jesús: “¡Ya! Sois una generación tan incrédula y perversa que sin signos y prodigios no creéis. Os falta la primera cualidad que se requiere para obtener milagros”. Oficial: “¡Es verdad! ¡Todo eso es verdad! Pero ya ves que ahora creo en Ti y te ruego que vengas, que vengas en seguida a Cafarnaúm. Tendrás preparada una barca en Tiberíades para que puedas ir más rápido. Ven antes de que mi niño muera” y llora desolado. Jesús: “Por ahora no iré a Cafarnaúm. Vuelve tú. Tu hijo, desde este momento, está curado y vive”. Oficial: “¡Que Dios te bendiga, mi Señor! Yo creo. De todas formas, ven en otro momento a Cafarnaúm, a mi casa, que quiero que toda mi ca­sa te lo agradezca”. Jesús: “Iré. Adiós. La paz sea contigo”. El hombre sale rápido. Inmediatamente después se oye el trote de un caballo. (Escrito el 1 de Mayo de 1945).
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1  Nota  : Cfr. Ju. 4, 46-53. 2  Nota  : Susana. Se trata de la novia de “las bodas de Caná” a cuyas nupcias asistió Jesús, según Juan 2,1-11.  3  Nota  : Se refiere a la curación  milagrosa de Juana de Cusa. Cfr. Personajes de la Obra magna: Juana de Cusa.
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3-161-7 (3-21-90).- En la curación del nieto del fariseo Elí de Cafarnaúm: “El milagro lleva a la fe a los que ya están en ese camino”.
* Jesús cura al niño mordido por una serpiente, chupando la herida.- ■ Jesús está llegando en barca a Cafarnaúm. El ocaso está ya próximo. Todo el lago es de un color dorado rosado. Mientras las dos barcas hacen las maniobras para atracar, Juan dice: “Voy enseguida a la fuente por agua para que puedas calmar tu sed”. Andrés afirma: “El agua de aquí es buena”. Jesús: “Sí que lo es, y vuestro amor me la hace todavía mejor”. Pedro: “Llevaré a casa el pescado. Las mujeres lo prepararán para la cena. ¿Nos vas a hablar después a nosotros y a ellos?”. Jesús: “Sí, Pedro”. Pedro: “Ahora regresar a casa es más bello. Antes parecíamos un grupo de nómadas; pero ahora con las mujeres hay más orden, más amor. ¡Y además ver a tu Madre que quita todo cansancio! No sé…”. Jesús sonríe y calla. La barca roza ya en la grava de la orilla. Juan y Andrés que vienen con las túnicas cortas, saltan al agua y con la ayuda de los trabajadores acercan la barca a la orilla, y echan piedras que sirvan de puentecillo. Jesús es el primero en bajar y espera que la otra barca esté también en la orilla para que todos estén unidos. Luego se dirigen hacia la fuente caminando despacio: es una fuente natural, un manantial cuya agua cae fresca, abundante, plateada en el recipiente de piedra. Tan pura es el agua que invita a uno a beberla. Juan, que se ha adelantado corriendo con el ánfora, vuelve ya y se la ofrece a Jesús. Jesús bebe copiosamente. Juan: “¡Qué sed tenías Maestro mío! Y yo, estúpido de mí, no pensé en traer agua en la barca”. Jesús: “No importa, Juan. Ahora todo pasó” y le acaricia. ■ Ya van a volverse, cuando ven que llega con toda velocidad de que es capaz Simón Pedro, que había ido a su casa a llevar el pescado. “¡Maestro!” grita con aire entrecortado. “Toda la gente está alborotada porque el único nieto de Elí el fariseo está muriendo porque le picó una serpiente. Había ido, precisamente con el abuelo —aunque contra la voluntad de su madre— al olivar que tienen. Elí inspeccionaba unos trabajos mientras el niño jugaba cerca de las raíces de un viejo olivo; ha metido la mano en un agujero creyendo que encontraría alguna lagartija y encontró una víbora. El anciano está como enloquecido. La madre del niño que, dicho sea de paso, odia al suegro y con razón, le acusa de ser su asesino. El niño se está enfriando de momento en momento. Son parientes pero no se han querido; ¡y más allegados que ellos…!”. Jesús: “Mala cosa son  los rencores entre la familia”. Pedro: “Pero, Maestro, yo digo, de todas formas, que es que las serpientes no han querido a la serpiente, o sea a Elí, y le han matado a su serpientita. Siento que me haya visto y que me haya gritado: «¿Está el Maestro?». Siento por el pequeñín. Era un niño hermoso y no tiene la culpa de ser el nieto de un fariseo”. Jesús: “Claro que no la tiene…”. ■ Dirigen sus pasos hacia el pueblo. Ven venir hacia ellos un montón de gente que grita y llora, y a cuya cabeza viene el viejo Elí. Pedro advierte: “¡Nos encontró! Volvamos atrás”. Jesús: “Pero ¿por qué? El anciano sufre”. Pedro: “El anciano te odia, acuérdate. Es uno de los más encarnizados y feroces acusadores tuyos ante el Templo”. Jesús: “Lo que recuerdo es que soy Misericordia”. ■ El anciano Elí, despeinado, asustado, con los vestidos en desorden, corre a Jesús con los brazos extendidos, y cae a sus pies gritando: “¡Piedad! ¡Piedad! ¡Perdón! No te vengues de mi dureza en el inocente. ¡Tú solo puedes salvarle! Dios, tu Padre, te ha traído aquí. ¡Yo creo en Ti! Te venero. Te amo. ¡Perdón! He sido injusto, mentiroso, he sido castigado. Estas horas ya han sido suficiente castigo. ¡Socórreme! Es el varoncito, el único hijo de mi hijo varón ya difunto. Y ella me acusa de haberle matado” y llora mientras golpea repetidas veces su cabeza contra el suelo. Jesús: “Vamos, hombre. No llores así. ¿Quieres morir y no ocuparte más del nieto?”. Elí: “¡Está muriendo, está muriendo!, tal vez ya se murió. Haz que también yo muera, para que no viva yo en esa casa vacía. ¡Oh, mis últimos días, qué tristes!”. Jesús: “Elí, levántate y vamos…”. Elí, sorprendido: “Tú… ¿de veras vienes? Pero ¿sabes quién soy yo?”. Jesús: “Un infeliz. Vamos”. El anciano se levanta y dice: “Voy delante, pero Tú corre, corre. ¡Date prisa!” y aprisa camina por la desesperación que lleva en el corazón. Pedro: “Señor, ¿piensas que con esto le cambiarás? Vamos, ¡es un milagro desperdiciado! Deja que se muera esa serpientita. También el anciano se morirá de aflicción y… tendrás uno menos en tu camino.  Dios ha pensado en…”. Jesús: “¡Simón! En verdad que la serpiente eres tú”. Jesús rechaza severamente a Pedro, que se queda con la cabeza baja, y así sigue su camino. ■ En la plaza mayor de Cafarnaúm, hay una hermosa casa ante la que la gente se ha estado juntando… Jesús se dirige a aquella casa y está a punto de llegar cuando de la puerta abierta sale el anciano, al que sigue una mujer despeinada que estrecha entre sus brazos un niño agonizante. La manita herida va colgando y se ve la señal de la picadura al pie del dedo pulgar. Elí no hace más que gritar: “¡Jesús, Jesús!”. Y Jesús, estrujado, rodeado por una multitud que casi le impide el moverse, toma la manita, se la lleva a la boca, chupa la herida, luego sopla sobre la carita de cera de ojos semicerrados y vidriosos. Después se endereza y dice: “El niño despierta. No le asustéis con esos rostros desencajados, que ya de por sí tendrá miedo por el recuerdo de la serpiente”. De hecho el pequeñín, cuyo rostro se tiñe de color rosa, abre su boca con un largo bostezo, se restriega los ojitos, los abre y queda atónito al verse entre tanta gente. Luego le viene el recuerdo y trata de huir, dando un salto tan repentino que se habría caído al suelo si Jesús no hubiese estado preparado para recibirle en sus brazos. Jesús: “¡Tranquilo, tranquilo! ¿De qué tienes miedo? ¡Mira qué hermoso sol! Allá está el lago, allá la casa, aquí tu mamá y el abuelo”. Niño: “¿Y la serpiente?”. Jesús: “No está. Estoy Yo”. Niño: “Tú. Sí…”. El niño se para a pensar un poco. Luego, la voz de la verdad inocente dice: “Me aconsejaba mi abuelo que te llamase «maldito». Pero no lo digo; yo te quiero mucho”. Elí protesta: “¿Yo? ¿Dije eso? El pequeño delira. No lo creas, Maestro. Siempre te he respetado”. El miedo que está ya pasando, permite que su antigua naturaleza salga a flor. Jesús: “Las palabras tienen y no tienen valor. Las tomo por lo que valen. Adiós, pequeño, adiós mujer, adiós Elí. Amaos y amadme, si podéis”. Jesús les vuelve la espalda y se va a la casa donde vive.
* “Si hubiese actuado como queríais vosotros, habría dicho él que Belcebú me ayudaba. En su alma en ruinas todavía puede entrar mi poder como médico, pero no más. El milagro lleva a la fe a los que están ya en ese camino. Pero en los que no hay humildad conduce a la blasfemia. Es mejor evitar este peligro. Es la miseria de los incrédulos, miseria incurable porque ningún milagro los lleva a creer, ni los hace ser buenos”. ■ Los apóstoles preguntan a Jesús: “¿Por qué, Maestro, no hiciste un milagro que llamase la atención? Debías de haber ordenado al veneno que abandonase al pequeñín. Debías mostrarte Dios; al contrario, has chupado el veneno como un cualquier pobre hombre”. Judas Iscariote no está muy contento. Quería algo que fascinase. Los otros también son de igual parecer. “Debías haber aplastado a ese enemigo con tu poder. ¿Has visto cómo sacó enseguida el veneno?”. Jesús: “No importa el veneno; pensad, más bien, que si hubiese actuado como queríais vosotros, habría dicho él que Belcebú me ayudaba. En su alma en ruinas todavía puede entrar mi poder como médico, pero no más. El milagro lleva a la fe a los que están ya en ese camino. Pero en los que no hay humildad —la fe prueba siempre la existencia de humildad en un alma— conduce a la blasfemia. Es mejor evitar este peligro recurriendo a formas de una apariencia de vistosidad humana. Es la miseria de los incrédulos, miseria incurable. Ninguna moneda la elimina, porque ningún milagro los lleva a creer, ni los hace ser buenos. No importa. Esto es mi deber. De ellos es su mala suerte”. ■ Los apóstoles insisten: “Entonces, ¿por qué lo hiciste?”. Jesús: “Porque soy la Bondad y para que no se diga que soy vengativo con mis enemigos o que he provocado a los provocadores. Acumulo carbones sobre su cabeza, y ellos me los dan para que Yo los acumule. No te preocupes, Judas de Simón. Trata de no hacer como ellos. Vamos a ver a mi Madre. Estará feliz de saber que he curado a un pequeñín”. (Escrito el 11 de Mayo de 1945).
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(<Jesús se encuentra en la casa de Cafarnaúm después del milagro hecho al nieto del fariseo Elí.  Allí está también, además de los apóstoles, su primo Simón de Alfeo, junto con las tres Marías, —María Virgen, María de Alfeo y María de Zebedeo— y el pastor Isaac. Llega también allí el fariseo Elí acompañado de dos siervos con una canasta llena de frutas, quesos, vino, cosecha de sus propiedades y una bolsa con dinero. Con todo ello el fariseo quiere mostrar al Maestro su agradecimiento y su amistad. Una vez finalizada la visita del fariseo Elí, tiene lugar este episodio>)
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3-162-14 (3-22-97).- Las conversiones humanas del fariseo Elí y de Simón de Alfeo desalientan a Jesús. Busca alivio a su amargura de Redentor incomprendido, en Mateo.
* Jesús, dirigiéndose a su primo Simón que quiere seguirle: “Ven. Ni rechazo ni fuerzo a nadie. Ni siquiera exijo todo a todos. Tomo lo que me podéis dar”.- ■ Pedro, que con toda una mímica en su rostro había sacado cuanto contenía la canasta para devolvérsela a los siervos, pone ahora la bolsa sobre la mesa, delante de Jesús, y, como concluyendo todo un discurso, dice: “Y será la primera vez que ese viejo búho da limosna”. Mateo confirma: “De acuerdo. Yo era avaro, pero él me superaba. Ha duplicado sus bienes a base de usura”. Isaac dice: “Y bien… Si se arrepiente… ¿No es una cosa hermosa?”. Felipe y Bartolomé asienten: “Claro que lo es; y tiene todas las apariencias de ser así”. Pedro: “Que el vejete Elí se convierta, ¡ja!, ¡ja!”. Y se ríe con gusto. ■ Simón, el primo de Jesús, que hasta ahora ha estado pensativo, dice: “Jesús, quisiera… quisiera seguirte. No como ellos, pero sí al menos como las mujeres. Déjame que esté con mi madre y la tuya. Todos te siguen… yo… yo soy tu pariente… No pretendo un lugar entre ellos, pero sí al menos como buen amigo…”. Su madre, María de Alfeo, grita: “¡Dios te bendiga, hijo mío! ¡Cuánto tiempo hacía que esperaba de ti esa palabra!”. Jesús: “Ven. Ni rechazo ni fuerzo a nadie. Ni siquiera exijo todo a todos; tomo lo que me podéis dar. Es bueno que las mujeres no estén siempre solas cuando vayamos a regiones desconocidas para ellas. Gracias, hermano”. La madre de Simón dice: “Voy a decírselo a María”, y termina: “Está abajo, en su cuarto, orando. Se pondrá muy contenta”.
* “Mateo (realmente un convertido), tú no eres ingenuo como Pedro y Juan; eres un hombre sagaz e instruido. Dime ¿te sentirías contento con estas dos conquistas? El hombre-Elí ha recibido una fuerte impresión, no el espíritu-Elí. ¿Y Simón? También es todavía solo un hombre. No son estas conversiones incitadas por consideraciones humanas las que me hacen feliz”.- ■ …Cae de prisa la tarde. Encienden una lámpara para bajar por la escalera ya oscura en el crepúsculo, unos van hacia la derecha, otros a la izquierda, para dormir. Jesús sale y va a la orilla del lago. El pueblo está todo en calma. Desiertas las calles, desierta la orilla. Nadie en el lago, en esta noche sin luna. Solo las estrellas en el Cielo y murmullo de voces de la resaca contra los cantos de la orilla. Jesús sube a la barca, que está en la ribera. Se sienta. Apoya en el borde un brazo, reclina sobre éste la cabeza y permanece en esa posición. No sé si está pensando u orando. Se llega hasta Él con mucha cautela Mateo y le pregunta en voz baja: “Maestro, ¿duermes?”. Jesús: “No. Estoy pensando. Si no duermes, estate aquí conmigo”. Mateo: “Me dio la impresión de que algo te turbaba y por eso he venido detrás de Ti. ¿No estás contento de lo del día? Has tocado el corazón de Elí, has conquistado como discípulo a Simón de Alfeo…”. Jesús: “Mateo, tú no eres ingenuo como Pedro y Juan; eres un hombre sagaz e instruido. Sé también franco. ■ Dime: ¿te sentirías tú contento con estas conquistas?”. Mateo: “Pero… Maestro… son siempre mejores que yo; y me dijiste aquel día, que estabas muy contento porque me había convertido…”. Jesús: “Sí. Pero realmente convertido; eras sincero en tu evolución hacia el Bien. Te acercabas a Mí sin tanto cavilar. Venías porque querías. Pero no es así el caso de Elí… y ni siquiera el de Simón. El primero está tocado solo superficialmente: el hombre-Elí ha recibido una fuerte impresión, no el espíritu-Elí, que está igual que siempre; una vez que haya desaparecido la efervescencia que en él ha producido el milagro de Doras (1) y el de su nieto, volverá a ser el Elí de ayer y de siempre. ¿Y Simón?… Simón también es todavía solo un hombre. Si me hubiera visto insultado en vez de alabado, su reacción habría sido de compasión hacia Mí y, como siempre, me habría abandonado. Esta tarde ha oído que un anciano, un niño, un leproso, saben hacer cosas que él no sabe hacer —él, que es de la familia—, ha visto, además que el orgullo de un fariseo se ha doblado ante Mí, y ha decidido: «Yo también». Pero no son estas conversiones incitadas por consideraciones humanas las que me hacen feliz; antes bien, me desalientan”.
* “Mateo, eres el hombre que lleva consigo toda la experiencia del hombre. Puedes clasificar los dos sabores (por haber comido del fango y ahora de la miel celestial) y comprender y hacer comprender a tus iguales. Te creerán porque precisamente eres un hombre que por su voluntad llega a ser el hombre justo, el que Dios sueña. Deja que Yo, el Hombre-Dios, me apoye en ti, humanidad, que amo hasta dejar el Cielo por ti y morir por ti. Abrázame, besa a tu Mesías. Hazlo por ti y por todos. Alivia mi cansancio de Redentor incomprendido. Enjuga mi llanto porque mi amargura se debe a ser comprendido por muy pocos”.- Jesús: “Quédate aquí conmigo, Mateo. No se ve la luna en el cielo, pero, por lo menos, brillan las estrellas. En mi corazón esta noche no hay sino lágrimas. Sea tu compañía la estrella de tu afligido Maestro”. Mateo: “Pero, Maestro… ¡mira… si puedo! Porque soy siempre un desdichado, un pobre inepto. Tengo muchos pecados para poder agradarte. No sé hablar. Ni siquiera sé todavía las palabras nuevas, santas, puras, ahora que he dejado mi antiguo lenguaje de engaño y lujuria. Temo que no seré jamás capaz de hablar contigo y de Ti”. Jesús: “No, Mateo; tú eres el hombre que lleva consigo toda la experiencia del hombre. Eres, por tanto, aquel que, por haber comido del fango y ahora por comer de la miel celestial, puedes clasificar los dos sabores y dar su verdadero contenido, y comprender, comprender, comprender y hacer comprender a tus iguales de hoy y del futuro. Te creerán porque precisamente eres un hombre, un hombre pobre que, por su voluntad, llega a ser el hombre justo, el hombre que Dios sueña. ■ Deja que Yo, el Hombre-Dios, me apoye en ti, humanidad que amo hasta dejar el Cielo por ti y de morir por ti”. Mateo: “No, morir, no. No me digas que mueres por mí”. Jesús:  “No por ti, Mateo, sino por todos los Mateos de la Tierra y de los siglos. Abrázame, Mateo, besa a tu Mesías. Hazlo por ti y por todos. Alivia mi cansancio de Redentor incomprendido. Yo te alivié al sacarte del tuyo de pecador. Enjuga mi llanto… porque mi amargura, Mateo, se debe a ser comprendido por muy pocos”.  Mateo: “¡Oh…, Señor! ¡Sí ¡Sí!…” y Mateo sentado junto a su Maestro, le ciñe con un brazo… y le consuela con su amor.  (Escrito el 13 de Mayo de 1945).
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1  Nota  : Se refiere a dos hechos, que tuvieron gran repercusión, acaecidos al cruel fariseo Doras: la desolación de sus tierras, que quedaron totalmente improductivas, en castigo por el trato inhumano dado a sus trabajadores y, posteriormente, su muerte súbita, entre imprecaciones contra Jesús, durante un discurso de Jesús, en el que se condenaba a esta clase de patronos. Cfr. Personajes de la Obra magna: Doras.
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3-175-120 (3-35-212).- Curación de un leproso al pie de un monte (1).
* “Alza tu rostro y mírame. El hombre debe saber mirar al Cielo cuando cree en él; y tú crees, porque pides”.-Entre las muchas flores que perfuman el suelo y alegran la vista, se yergue el horrendo espectro de un leproso, llagado, maloliente, co­rroído. La gente grita de espanto y se vuelca de nuevo hacia las primeras pendientes del monte. Hay quien incluso agarra piedras para tirárselas al imprudente. Pero Jesús se vuelve, con los brazos abiertos, gritando: “¡Paz! ¡Quedaos donde estáis y no tengáis miedo! Dejad las piedras. Tened piedad de este pobre hermano. También él es hijo de Dios”. La gente obedece dominada por el poder del Maestro, que se acer­ca a través de las altas hierbas en flor hasta pocos pasos del leproso, el cual a su vez, habiendo comprendido que está bajo la protección de Jesús, se ha acercado también. ■ Ya próximo a Jesús, se postra: la hierba florecida le acoge, le su­merge, cual fresca y perfumada agua. Las flores ondean y se agru­pan, como haciendo de velo a la miseria celada tras ellas. Sólo la voz quejumbrosa que de allí dentro proviene recuerda la presencia de un pobre ser. La voz dice: “Señor, si Tú quieres puedes limpiarme. ¡Ten piedad también de mí!”. Jesús responde: “Alza tu rostro y mírame. El hombre debe saber mirar al Cielo cuando cree en él; y tú crees, porque pides”. ■ Las hierbas se agitan y se abren de nuevo. Aparece, cual cabeza de náufrago sobre la superficie del mar, el rostro del leproso, despo­jado de cabellos y barba. Es una cabeza de calavera con restos de carne todavía. Sin embargo, Jesús se atreve a colocar la punta de sus dedos en esa frente, en el punto en que está limpia, o sea, sin llagas, donde só­lo es piel cinérea, escamosa, entre dos erosiones purulentas, de las cuales una ha destruido el cuero cabelludo y la otra ha abierto un hueco donde antes estaba el ojo derecho, de manera que no sabría decir si dentro de ese enorme agujero lleno de porquería, que va des­de la sien hasta la nariz, dejando al descubierto el pómulo y el cartí­lago nasal, está o no todavía el globo ocular. Y dice Jesús, manteniendo apoyada ahí la punta de su bonita mano: «Lo quiero. Queda limpio». ■ Y, como si el hombre no estuviera corroído por la lepra y llagado, sino sólo recubierto de porquería, y sobre él se arrojasen aguas puri­ficadoras, el mal desaparece. Primero se cierran las llagas, luego re­cupera su color claro la piel, el ojo derecho vuelve a aparecer bajo el renacido párpado, los labios vuelven a cerrarse delante de los dien­tes amarillentos. Sólo le siguen faltando el pelo y la barba (aparecen escasos mechones de pelo en los lugares donde antes existía todavía un trocito de epidermis sana). ■ La muchedumbre grita de estupor. El hombre, por esos gritos de júbilo, comprende que ha quedado curado. Levanta las manos, que hasta este momento habían quedado escondidas entre la hierba, y se toca el ojo, en el lugar en que antes estaba el enorme agujero; se toca la cabeza, donde antes estaba la extensa llaga que dejaba al descu­bierto el hueso craneal, y siente la nueva piel. Entonces se pone en pie y se mira el pecho, las caderas… Todo ha quedado curado y lim­pio… El hombre se deja caer de nuevo sobre el prado florido llorando de alegría. Jesús le dice: “No llores. Levántate y escúchame. Cumple el rito y vuelve a la vida; no hables a nadie hasta que no lo hayas cumplido. Preséntate lo antes posible al sacerdote, haz la ofrenda prescrita por Moisés co­mo testimonio del milagro de tu curación”. Exleproso: “¡A ti te debería presentar mi testimonio, Señor!”. Jesús: “Así lo harás amando mi doctrina. Ve”.
* “Sí, sí, rogaré por ellos y por Ti: para que el mundo tenga fe en Ti”.- ■ La muchedumbre se ha acercado de nuevo, y, aun guardando de­bida distancia, se congratula con el hombre que ha sido curado. No falta quien siente la necesidad de arrojarle, como viático, unas mo­nedas. Otros le lanzan unos panes y otras provisiones, y uno, viendo que el vestido del leproso no es sino un harapo reducido a jirones que deja todo al descubierto, se quita el manto, lo anuda como si fuese un pañuelo muy grande y se lo arroja al leproso, el cual puede así taparse de forma decente. Otro —pues la caridad es contagiosa cuando se hace en común— no resiste al deseo de procurarle las sandalias: se las quita y las lanza hacia el leproso. “¿Y tú?” pregunta Jesús al ver el gesto. “Estoy aquí cerca. Puedo andar descalzo. Él tiene que recorrer mucho camino”. Jesús dice: “La bendición de Dios descienda sobre ti y sobre todos los que han favorecido a este hermano. Hombre: pedirás por ellos”. Exleproso: “Sí, sí; por ellos y por Ti: para que el mundo tenga fe en Ti”. Jesús se despide de él: “Adiós. Ve en paz”. El hombre anda unos metros y luego se vuelve y grita: “¿Puedo decirle al sacerdote que Tú me has curado?”. Jesús: “No hace falta. Di solamente: «El Señor ha tenido misericordia de mí». Dices toda la verdad y no hace falta más”. ■ La gente se arremolina en torno al Maestro. Es un círculo que bajo ningún concepto quiere abrirse. Pero, entretanto, el sol se ha ocultado y comienza el reposo del sábado. (Escrito el 30 de Mayo de 1945).
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1  Nota  : Cfr. Mt. 8,1-4.
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3-177-129 (3-37-222).- La fe del Centurión obtiene la curación de su siervo (1).
* “No soy digno de que entres en mi casa. Pero si desde aquí dices una palabra, una sola, mi siervo quedará curado”.- ■ Jesús entra en Cafarnaúm. Viene de los campos. Están con Él los doce; mejor dicho, tan sólo once, porque Juan no está. Los acostumbrados saludos de la gente: una gama muy variada de expresiones, desde los sencillísimos saludos de los niños, hasta los de las mujeres, un tanto tímidos, o de los que han recibido la gracia de un milagro, extáticos, o incluso los curiosos y burlones. Los hay para todos los gustos. Jesús responde a todos según el modo en que es saludado: caricias para los niños; bendiciones para las mujeres, sonrisas para los curados; respeto profundo para los demás. Pero esta vez a la serie se une el saludo del centurión del lugar, según parece. Le saluda a su manera: “¡Salve, Maestro!”. Al que Jesús responde con su: “Que Dios venga a ti”. El romano prosigue: “Hace algunos días que te estoy esperando. Si no me reconoces como uno de los que te escuchaban en la Montaña es porque estaba vestido de paisano. ¿No me preguntas por qué estaba allí?”. ■ Mientras, la gente se ha acercado, curiosa por ver cómo se desarrolla este encuentro. Jesús: “No. ¿Qué quieres de Mí?”. Centurión: “Tengo órdenes de seguir a los que celebran reuniones, porque muchas veces Roma ha tenido que arrepentirse de haber permitido reuniones aparentemente justas. Pero, al ver y oír, he pensado en Ti como en un… como en un… Señor, tengo un siervo enfermo. Está en mi casa, en su cama, paralizado a causa de un mal de huesos, y sufre mucho. Nuestros médicos no le curan. He invitado a los vuestros a venir a mi casa, porque estas enfermedades se originan en los aires corrompidos de estas regiones y vosotros las sabéis curar con las hierbas del suelo que produce la fiebre, el suelo de la orilla donde se estancan las aguas antes de ser absorbidas por las arenas del mar; pero se han negado a venir. Me apena mucho porque se trata de un siervo fiel”. Jesús: “Iré a tu casa a curarle”. Centurión: “No, Señor. No te pido tanto. Soy pagano, inmundicia para vosotros. Si los médicos israelitas tienen miedo de contaminarse por poner su pie en mi casa, con mucha mayor razón será contaminadora para Ti, que eres divino. No soy digno de que entres en mi casa. Pero si desde aquí dices una palabra, una sola, mi siervo quedará curado, porque tienes mando sobre todo lo que existe. Pues si yo —que soy hombre que depende también de muchas autoridades, la primera de las cuales es César (por lo cual tengo que obrar, pensar y actuar como se me ordena)— puedo dar órdenes a los soldados que están bajo mi mando, de forma que si a uno le digo: «Vete», al otro: «Ven», y al siervo: «Haz esto», el uno va a donde le mando, el otro viene porque le llamo, el tercero hace lo que le digo, pues Tú, que eres quien eres, serás inmediatamente obedecido por la enfermedad y desaparecerá”. Jesús objeta: “La enfermedad no es un hombre…”. Centurión: “Tampoco Tú eres un hombre sino el Hombre; puedes, por lo tanto, ordenar también a los elementos, y a la fiebre, porque todo está sujeto a tu poder”. ■ Algunos principales de Cafarnaúm toman a Jesús aparte y le dicen: “Aunque es romano, atiéndele porque es un hombre de bien y nos respeta y ayuda. Fíjate que ha sido él quien ha hecho construir nuestra sinagoga; además tiene controlados a sus soldados los sábados para que no nos ultrajen. Concédele, pues, este favor por amor a tu ciudad, para que no quede desilusionado y no se irrite, y su amor hacia nosotros se convierta en odio”. Y Jesús, después de haber escuchado a éste y a aquél se vuelve sonriente al centurión y le dice: “Adelántate, que ahora voy Yo”. Pero el centurión insiste: “No, Señor. Como he dicho: me sentiría honrado si entrases en mi casa, pero no soy digno de tanto; di una sola palabra y mi siervo quedará curado”. Jesús: “Pues así sea. Ve con fe. En este instante la fiebre está dejando y la vida está volviendo a su cuerpo. Procura que también venga la Vida a tu alma. Vete”. El centurión saluda militarmente, después se inclina y se va.
* “En verdad os digo que no he encontrado tanta fe en Israel”.- ■ Jesús le mira y luego dirige a los presentes: “En verdad os digo que no he encontrado tanta fe en Israel. Es verdad que «el pueblo que caminaba en las tinieblas vio una gran luz. Ésta ha despuntado sobre los que habitaban en la oscura región de la muerte» y también: «El Mesías reunirá a las naciones cuando levante su estandarte» (2). Oh, mi Reino, verdaderamente que a ti vendrán en número sin fin. Más que todos los camellos y dromedarios de Madián y Efa (3), y que los que trajeron oro e incienso de Saba, más que todos los ganados de Cedar y los machos cabríos de Nabaiot serán los que vendrán a ti, y mi corazón se ensanchará de gozo al ver que vienen a Mí los pueblos del mar y las naciones poderosas. Me están esperando las islas para adorarme, y los extranjeros edificarán los muros de mi Iglesia cuyas puertas estarán siempre abiertas para acoger a reyes y a las fuerzas de las naciones y por Mí se santificarán (4). Esto que Isaías vio se cumplirá. Y digo que muchos del oriente y occidente vendrán y se sentarán con Abraham, Isaac y Jacob en el Reino de los Cielos, mientras los hijos de Reino serán arrojados a las tinieblas exteriores, donde habrá llanto y rechinar de dientes”. ■ Judíos: “¿Profetizas que los gentiles serán iguales a los hijos de Abraham?”. Jesús: “No iguales: superiores. No os duela, porque es vuestra culpa. No Yo, sino los Profetas lo dicen, y las señales ya lo confirman. Vaya alguno de vosotros a la casa del centurión para comprobar que su siervo ha sido curado según merecía su fe. Venid. Tal vez en casa haya enfermos que me están esperando”. Jesús con los apóstoles y alguno que otro va a la casa donde suele hospedarse en Cafarnaúm. La mayoría se ha lanzado, curiosa y alborotadora, hacia la casa del centurión. (Escrito el 2 de Junio de 1945).
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1  Nota  : Cfr. Mt.  8,5-13; Lc. 7,1-10.   2  Nota  : Cfr.  Is. 9,2; 11,12.   3  Nota  : Cfr.  Is. 60.  4  Nota  : Cfr. Is. 60,6-11.
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(<A petición de J. Iscariote, que está sumamente interesado en visitar una gruta de Endor, un villorrio, donde en tiempos de Saúl una maga, que ejercía la adivinación, había invocado a Samuel, por orden de Saúl, para solicitar ayuda de Samuel [1 Sam. 28]. Jesús con su comitiva, ha llegado a la gruta, por indicaciones de un tal Félix o Juan de Endor (1) que vive en Endor y que conoce la exacta ubicación de la gruta>)
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3-188-194 (3-49-290).- Una lección de Jesús sobre las ciencias ocultas.- Jesús, en Endor, por deseos de Iscariote, visita la gruta de la maga a la que un día acudió Saúl.
* “Te responderé con palabras eternas, porque son del Libro, y el Libro existirá mientas exista el hombre”. Y, en base al texto del Libro del Génesis y al texto del Libro de Saúl le hace saber: Hijo, no extiendas tu mano al fruto prohibido. Quien no obedece la voz del Señor, pierde al Señor; mas el Señor ha prohibido el ocultismo, la nigromancia, el satanismo en todas sus formas”.- ■ Llegan a un socavón hecho de ruinas caídas y aprovechando las mismas cavidades del monte. El hombre, Juan de Endor, trata de que su voz sea segura, y dice: “Es aquí. Entra, pues”. Jesús: “Gracias amigo. Eres bueno”. El hombre no dice nada, se queda donde está, mientras Jesús con los suyos, subiendo sobre grandes piedras que fueron trozos de muros bastante fuertes, incomodando a lagartijas y otros feos animales, entran en una espaciosa gruta ahumada en las paredes. Hay rasgos del zodíaco y cosas semejantes en las piedras. En un rincón ahumado hay un nicho, debajo del cual hay un agujero como si fuese un acueducto para dejar salir los líquidos. Los murciélagos adornan el techo con sus alas extendidas que causan horror, y un búho, molestado con la luz de una rama que acaba de encender Santiago para ver si pisan escorpiones o víboras, se lamenta sacudiendo sus alas y cerrando sus ojos heridos por la luz. Está exactamente echado sobre el nicho. Se percibe hedor de ratones muertos, de comadrejas, pájaros corrompidos. Y a esto se añade el hedor de estiércol y de la humedad del suelo. Pedro dice: “Un hermoso lugar, en realidad. Era mejor tu Tabor y tu mar, muchacho”. Y luego volviéndose a Jesús: “Maestro, date prisa en complacer a Judas porque aquí… ¡ciertamente no es la sala real de Antipas!”. Jesús: “Enseguida”, ■ y pregunta a Iscariote: “¿Qué quieres saber exactamente?”. Iscariote: “Pues bien… Querría saber si Saúl pecó al venir aquí y por qué… Querría saber si es posible que una mujer pueda llamar a los muertos. Querría saber si… Oh, en resumidas cuentas, habla y yo te haré preguntas”. Pedro suplica: “¡Asunto largo! Vámonos por lo menos allá fuera, al sol, sobre las piedras… Nos veremos libres de la humedad y del hedor”. Y Jesús asiente. Se sientan como pueden sobre los trozos de muros caídos. Jesús dice: “El pecado de Saúl no fue sino uno de sus pecados, precedido y seguido de muchos otros, todos graves. Fue doblemente ingrato para con Samuel, que no solo le unge rey sino que además se eclipsa después para que el rey no deba repartir con él la admiración del pueblo. Ingrato muchas veces para con David que le libera de Goliat, que le perdona de una muerte cierta en la cueva en Engaddi y en Aquila. Culpable de muchas desobediencias y de escándalo ante el pueblo. Culpable de haber causado un gran dolor a Samuel su bienhechor, faltando a la caridad. Culpable de envidia y de atentar contra la vida de David, también bienhechor suyo. Culpable, en fin, del pecado que aquí cometió”(2). Iscariote: “¿Contra quién? Pues aquí no mató a nadie”. Jesús: “Mató su alma, aquí dentro terminó por matarla. ■ ¿Por qué bajas la cabeza?”. Iscariote: “Estoy pensando, Maestro”. Jesús: “Que estés pensando, lo veo. Pero ¿en qué? ¿Por qué quisiste venir aquí? No por mera curiosidad de investigar, confiésalo”. Iscariote: “Siempre se oye hablar de magos, nigromancias, de invocación de espíritus… Quería ver si descubría alguna cosa… Me gustaría saber cómo se producen esas cosas. Pienso que nosotros, destinados a llamar la atención para atraer, debemos ser un tanto nigromantes o adivinos. Tú eres Tú y obras con tu poder, pero nosotros debemos pedir un poder, una ayuda, para hacer obras insólitas, obras que se impongan…”. Varios gritan: “¡Bah! ¿Estás loco? Pero ¿qué estás diciendo?”. Jesús: “Callad. Dejadlo hablar. No está loco”. Iscariote: “Sí. En resumidas cuentas me parecía que al venir aquí podría entrar en mí algo de la magia de tiempos idos, y hacerme más grande. Buscando tu interés, créemelo”. Jesús: “Sé que eres sincero en este deseo natural tuyo. ■ Pero te responderé con palabras eternas, porque son del Libro, y el Libro existirá mientas exista el hombre. Que se le crea o que se le insulte, que se le ataque en nombre de la verdad o que sea objeto de burla, existirá, siempre existirá. Se dijo: «Y Eva, al ver que el fruto del árbol era apetitoso al paladar y agradable a la vista, lo cortó, comió de él y dio a su marido… y entonces los ojos de ambos se abrieron y cayeron en la cuenta de que estaban  desnudos y se hicieron unos taparrabos… Y Dios dijo: `¿Cómo caísteis en la cuenta de que estabais desnudos? Por haber comido del fruto prohibido’. Y los arrojó del paraíso de delicias» (3). Y en el libro de Saúl, se lee: «Apareció Samuel y dijo:`¿Por qué me has perturbado invocándome? ¿Por qué me consultas después de que el Señor se ha retirado de ti? El Señor te tratará como te he anunciado… porque no has querido obedecer a la voz del Señor’» (4). Hijo, no extiendas tu mano al fruto prohibido. Aun solo el acercarte es imprudencia. No tengas curiosidad por conocer lo ultraterreno; ten temor a que el veneno satánico de la curiosidad se te adhiera. Huye de lo oculto y de lo que no tiene explicación. Una sola cosa tiene que aceptarse con santa fe: Dios. Pero, de lo que Dios no es, y de lo que no se puede explicar con las fuerzas de la razón ni crearse con las fuerzas del hombre, huye de eso; huye de eso para que no se te abran las fuentes de la malicia y comprendas que estás «desnudo». Desnudo: cosa repulsiva aún al mundo. ¿Por qué quieres llamar la atención con prodigios tenebrosos? Haz que los demás queden estupefactos ante tu santidad, luminosa como cosa que viene de Dios. ■ No tengas deseo de rasgar los velos que separan a los vivos de los difuntos. No perturbes a los difuntos. Escúchales —a los sabios— mientras están en este mundo y venérales obedeciéndoles incluso después de su muerte. Pero no disturbes su segunda vida. Quien no obedece la voz del Señor, pierde al Señor; mas el Señor ha prohibido el ocultismo, la nigromancia, el satanismo en todas sus formas. ¿Qué más quieres saber aparte de lo que te dice la Palabra?, ¿qué más quieres obrar aparte de lo que tu bondad y mi poder te conceden que obres? No te inclines hacia el pecado, antes bien hacia la santidad, hijo. No te sientas avergonzado. Me gusta que te descubras cual eres. Lo que te agrada a ti, agrada a muchos, a demasiados. Solo el fin que pones en este deseo tuyo: de «ser poderoso para atraer a Mí» quita a esta tu humanidad mucho peso, y le pone alas; pero son alas de ave nocturna. No, Judas mío. Ponte alas de sol, pon alas de ángel a tu espíritu; bastará el viento de estas alas para captar a los corazones, y los llevarás, en tu estela, a Dios. ■ ¿Podemos irnos?”. Iscariote: “Sí, Maestro. Me equivoqué…”. Jesús: “No. Has sido un investigador… El mundo estará lleno siempre de eso. Ven, ven. Salgamos de este lugar apestoso. Salgamos al sol. Dentro de pocos días es la Pascua…”. Salen de las ruinas y empiezan a bajar por el sendero que habían seguido antes.  (Escrito el 13 de Junio de 1945).
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1  Nota  : Juan de Endor  o Félix.- Cfr.  Personajes de la Obra magna: Juan de Endor.   2  Nota  : Cfr. 1 Sam.  8-31.   3  Nota  : Cfr.  Gén. 3,6-7 y 11.   4  Nota  : Cfr. 1 Sam. 28,15-17.
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3-189-200 (3-50- 297).- En Naím. Resurrección del hijo de una viuda (1).
* En el rostro de Jesús aparece la expresión de los milagros más poderosos.- ■ Naím debía tener importancia en los tiempos de Jesús. No es muy grande pero está bien construida. La ciñen muros. Se asienta sobre una baja y risueña colina (un ramal del pequeño Hermón, que domina desde lo alto la fertilísima llanura abierta hacia el noroeste). Para llegar a ella, viniendo de Endor, hay que atravesar un riachuelo afluente del Jordán. Desde aquí ya no se ve este último —y ni siquiera su valle— pues le ocultan unas colinas que dibujan un arco en forma de signo de interrogación abierto hacia el este. Jesús camina en dirección a esta ciudad, por un camino de primer orden que comunica las regiones del lago con el Hermón y sus pueblos. Tras de Él van muchos habitantes de Endor, verdaderamente locuaces. La distancia que separa al grupo apostólico de los muros de la ciudad es muy poca: unos doscientos metros, no más. Dado que el camino va derecho a meterse por una de las puertas de la ciudad, y dado, además, que la puerta está totalmente abierta —es pleno día—, se puede ver todo lo que está sucediendo en la zona inmediatamente situada al otro lado de los muros; ■ es así que Jesús, que iba hablando con los apóstoles y con el nuevo convertido (2), ve venir, en medio de un gran revuelo de plañideras y de otras manifestaciones orientales de este tipo, un cortejo fúnebre. Muchos dicen: “¿Vamos a ver, Maestro?”. (Ya muchos de los habitantes de Endor se han precipitado a la puerta para mirar). Jesús, condescendiendo, dice: “Bueno, vamos”. Judas de Keriot dice a Juan: “Debe ser un niño; ¡fíjate cuántas flores y cuántas cintas hay sobre la camilla!”. Juan responde: “O quizás una virgen”. Bartolomé dice: “No, sin duda es un muchachito joven, por los colores que han puesto; además faltan los mirtos…”. El cortejo fúnebre ya está afuera de la ciudad. No es posible ver lo que hay en la camilla, que va en alto, llevada a hombros; sólo por el relieve que hace, se intuye un cuerpo extendido, fajado, tapado con una sábana, y se comprende que es un cuerpo que ya ha alcanzado su completo desarrollo, porque ocupa toda la largura de la camilla. A su lado, una mujer velada, ayudada por parientes o amigas, camina llorando: es el único llanto sincero en toda esa comedia de plañideras. Y si uno de los que llevan las andas tropieza con una piedra, o hay un agujero o una pequeña elevación, la madre gime: “¡No, no, despacio; mi niño ya ha sufrido mucho!” y levanta una de sus temblorosas manos y acaricia el borde de la camilla —más no puede—, y, no pudiendo efectivamente más, besa los ondeantes velos y las cintas que el viento a veces agita, y que acarician la forma inmóvil. Pedro, compungido, dice: “Es la madre”, y aparece un brillo de llanto en sus ojos sagaces y buenos. Pero no es el único que tiene bañados los ojos por esa congoja; al Zelote, a Andrés, a Juan hasta a Tomás, que siempre está alegre, les brillan los ojos. Todos, todos están conmovidos. Judas Iscariote dice en voz baja: “¡Si fuera yo… pobrecilla mi madre…!”. ■ Jesús, con una dulzura en sus ojos tan profunda que se hace irresistible, se dirige hacia la camilla. La madre, sollozando ahora más intensamente porque el cortejo se prepara a girar en dirección al sepulcro abierto, en su delirio —¡quién sabe de quién tiene miedo!— aparta con violencia a Jesús al ver que hace ademán de tocar la camilla, y grita: “¡Es mío!” y mira a Jesús con ojos de loca. Jesús le dice: “Yo sé que es tuyo, madre”. Viuda: “¡Es mi único hijo! ¿Por qué le ha tenido que llegar la muerte? ¿por qué a él, que era bueno, que era encantador, que era la alegría de esta viuda? ¿Por qué?”. La comparsa  de las plañideras aumenta su pagado llanto para hacer coro a la madre, que continúa: “¿Por qué él y yo no? No es justo que quien ha dado la vida vea perecer al fruto de su vientre. El fruto debe vivir, porque, si no, ¿qué sentido tiene el que estas entrañas se desgarren para dar a luz a un hombre?” y, violenta y desesperada, se golpea el vientre. Jesús: “¡No, así no! ¡No llores, madre!”, y le coge las manos, se las aprieta fuertemente, se las sujeta con su mano izquierda mientras con la derecha toca la camilla, y dice a los que la llevan: “Deteneos. Poned en el suelo la camilla”. Los hombres obedecen y bajan la camilla, que queda apoyada en el suelo sobre sus cuatro patas. Jesús sigue teniendo en sus manos las manos maternas. Se yergue, imponente con su mirada centelleante —en su rostro, la expresión de los milagros más poderosos— y baja la mano derecha mientras dice con toda la fuerza de su voz: “¡Muchacho, Yo te digo: álzate!”. ■ El muerto, así como está, todavía fajado, se incorpora en la camilla y llama a su madre: “¡Mamá!”. La llama con la voz balbuciente llena de miedo propia de un niño aterrorizado. Jesús: “Es tuyo, mujer. Te le restituyo en nombre de Dios. Ayúdale a librarse del sudario. Sed felices”. Jesús hace ademán de retirarse. ¡Ya, ya!… La muchedumbre le inmoviliza junto a la camilla. La madre está literalmente volcada hacia la camilla, forcejeando entre las vendas para tardar lo menos posible, ¡lo menos posible!, mientras el lamento infantil, implorante, se repite: “¡Mamá!”. Desenmarañado el sudario y las vendas, madre e hijo se pueden abrazar, y lo hacen sin tener en cuenta los bálsamos pegajosos. La madre quita del amado rostro y las amadas manos, con las mismas vendas, esos bálsamos, y luego, no teniendo con qué vestirle de nuevo, se quita el manto y con él le envuelve; y todo sirve para acariciarle…
* Jesús llora al ver resucitar al hijo de la viuda porque piensa en su Madre. ■ Jesús la mira, observa este grupo de amor abrazado al lado de los bordes de la camilla, que ahora ya no es fúnebre… y llora.  Judas Iscariote ve este llanto y pregunta: “¿Por qué lloras, Señor?”. Jesús vuelve su rostro hacia él y dice: “Pienso en mi Madre…”. El breve coloquio llama de nuevo la atención de la mujer hacia su Benefactor. Coge a su hijo de la mano, sujetándole, porque es como uno que tuviera todavía entumecidos los miembros, y, arrodillándose, dice: “Tú también, hijo mío, bendice a este Santo que te ha devuelto a la vida y a tu madre”. Y se inclina para besar la túnica de Jesús. Mientras, la muchedumbre alaba jubilosa a Dios y a su Mesías (ya le conocen como tal porque los apóstoles y los habitantes de Endor se han encargado de decir quién es el que ha obrado el milagro). El gentío prorrumpe en alabanzas: “¡Bendito sea el Dios de Israel! ¡Bendito sea el Mesías, su Enviado! ¡Bendito sea Jesús, Hijo de David! ¡Un gran profeta se ha alzado en medio de nosotros! ¡Verdaderamente Dios ha visitado a su pueblo! ¡Aleluya ¡Aleluya!”.
* “Voy a otros desdichados que también me esperan. No retrases, por egoísmo, su alegría. Vendré en otra ocasión. Ahora déjame seguir mi camino”.- ■ Por fin Jesús puede librarse de la apretura de la gente y entrar en la ciudad. Pero la muchedumbre le sigue, le persigue, con amor exigente. Se acerca un hombre, que saluda con toda reverencia. “Te ruego que te alojes en mi casa”. Jesús: “No puedo: la Pascua me prohíbe cualquier detención aparte de las establecidas”. Hombre: “Faltan pocas horas para la puesta del sol, y es viernes…”. Jesús: “Precisamente eso: antes del ocaso debo llegar a mi etapa. De todas formas, gracias. Pero no me retengas”. Hombre: “Soy el jefe de la Sinagoga”. Jesús: “Con lo cual me estás diciendo que tienes derecho a ello. Mira, hombre, habría sido suficiente que hubiera llegado una hora más tarde para que esa madre no hubiera recuperado a su hijo. Voy a otros desdichados que también me esperan. No retrases, por egoísmo, su alegría. Vendré en otra ocasión y estaré contigo, en Naím, unos días. Ahora déjame seguir mi camino”. El hombre no sigue insistiendo; se limita a decir: “Lo has dicho. Te espero”. ■ Jesús: “Sí. La paz sea contigo y con los habitantes de Naím; y también a vosotros, de Endor, paz y bendición. Volved a vuestras casas. Dios os ha hablado a través del milagro. Haced que en vosotros se produzcan, como consecuencia del amor, tantas resurrecciones en orden al Bien cuanto es el número de los corazones”. Una última, unánime exultación de la multitud, para después dejar a Jesús que continúe su camino. Él atraviesa diagonalmente la ciudad y sale hacia los campos, en dirección a Esdrelón. (Escrito el 14 de Junio de 1945).
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1  Nota  : Cfr.  Lc.7,11-17.   2  Nota  : Juan de Endor.
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3-199-257 (3-60-355).- Donde los leprosos de Siloán: “La fe no se impone”.
* Leprosos de Siloán: 5 curados por su fe. Éstos se vuelven a sus compañeros incrédulos: “¿No queréis todavía creer? ¡Qué desdichados sois!”. Jesús les dice: “¡Calma! ¡Sed buenos! Nuestros pobres hermanos necesitan pensar. No les digáis nada. La fe no se impone; se predica con paz, dulzura, paciencia, constancia”.- ■ Jesús dice: “¡Vamos a ver a estos pobrecitos!», y, vol­viendo las espaldas a la ciudad, empieza a andar en dirección a un lugar desolado, situado en las laderas de un cerro rocoso que está en­tre los dos caminos que de Jericó van a Jerusalén. Es un lugar extra­ño: después de la primera subida por la que trepa un escarpado sen­dero, presenta una estructura escalonada, de forma que, hasta el primer desnivel, hay al menos tres metros a pico, y así el segundo desnivel… Es un lugar árido, muerto… tristísimo. ■ Simón Zelote grita: “Maestro, estoy aquí; párate, que te en­seño yo el camino…” y Simón, que estaba apoyado en la roca buscan­do un poco de sombra, viene, y conduce a Jesús por un camino tam­bién escalonado, que va en dirección a Getsemaní, pero que está separado por el camino que del Monte de los Olivos va a Betania. Dice Zelote: “Hemos llegado. Yo viví entre los sepulcros de Siloán. Aquí están mis amigos; parte de ellos, porque los otros están en Ben Hinnón y no han podido venir porque habrían tenido que atravesar el camino y los habrían visto”. Jesús: “Iremos a verlos también a ellos”. Zelote: “¡Gracias!, por ellos y por mí”. Jesús: “¿Son muchos?”. Zelote: “El invierno ha matado a la mayoría. Aquí, de todas formas, hay todavía cinco de aquellos con los que había hablado. Te esperan. Mi­ra, allí están, en el borde de su presidio…”. ■ Serán diez monstruos. Digo «serán» porque, si bien a cinco de ellos se los distingue en pie, a los otros —sea por el color grisáceo de su piel, sea por la deformidad de su rostro, sea porque apenas asoman de los peñascos— se los distingue tan mal, que su número podría ser mayor o menor. Entre los que están en pie, hay una mujer: dicen que es mujer sólo sus encanecidos cabellos, descuidados, duros y sucios, que le caen por la espalda hasta la cintura; por lo demás, no se distingue su sexo, pues la enfermedad, ya muy avanzada, la ha reducido a los huesos, anulando todo resto de femenina forma. Igual­mente, respecto a los hombres, sólo uno muestra todavía un rastro de bigote y barba; a los demás los ha rasurado la destructora enfermedad. ■ Gritan: “¡Piedad de nosotros, Jesús, Salvador nuestro!” y tienden hacia Él sus manos, deformes y llagadas. “¡Jesús, Hijo de David, ten piedad!”. Jesús, alzando el rostro hacia esas ruinas humanas, pregunta: “¿Qué deseáis que os haga?”. Leprosos: “Que nos liberes del pecado y de la enfermedad”. Jesús: “Del pecado libera la voluntad y el arrepentimiento…”. Leprosos: “Pero, si Tú quieres, puedes cancelar nuestros pecados. Al menos eso, si no quieres curar nuestros cuerpos”. Jesús: “Si os digo: «Elegid entre las dos cosas», ¿cuál queréis?”. Leprosos: “El perdón de Dios, Señor; para sentirnos menos desolados”. Jesús hace un gesto de aprobación, sonriendo luminosamente, y luego alza los brazos y grita: “Sea como queréis. Lo quiero”. ■ ¡Como queréis!: puede referirse al pecado o a la enfermedad, o a las dos cosas; los cinco desdichados quedan en la incertidumbre; ellos sí, pero no los apóstoles, que no pueden menos que gritar su hosanna cuando ven que la lepra desaparece rápidamente, como el copo de nieve caído en la llama. Entonces los cinco comprenden que se ha concedido todo lo que habían pedido… y su grito resuena como un tañido de victoria: se abrazan entre sí, lanzan besos a Jesús —no pueden arrojarse a sus pies—, ■ y luego se vuelven a sus compañeros: “¿No queréis todavía creer? ¡Qué desdichados sois!”. Jesús: “¡Calma! ¡Sed buenos! Nuestros pobres hermanos necesitan pensar. No les digáis nada. La fe no se impone; se predica con paz, dulzura, paciencia, constancia, que es lo que haréis después de vuestra purifi­cación, como hizo Simón con vosotros. Por lo demás, el milagro predi­ca ya por sí mismo. Vosotros, los curados, iréis a presentaros al sacer­dote lo antes posible; vosotros, los enfermos, esperad para esta tarde nuestro regreso: os traeremos comida. La paz sea con vosotros”. (Escrito el 24 de Junio de 1945).
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(<Jesús envía a predicar a sus apóstoles. Pero ellos se sienten incapaces>)
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3-215-372 (4-77-475).- “El convencido siempre persuade”.
* “Decid con sencillez lo que penséis, con vuestra convicción”. Jesús les dice: “Cuando lleguemos a la cima de este monte os mostraré desde lo alto las zonas más importantes, de las que podréis sacar pensamientos para lo que tengáis que decir al pueblo”. Andrés, al que se unen Pedro y Santiago, se queja: “Pero ¿cómo haremos, Señor mío? Yo no soy capaz. Nosotros somos los menos agraciados del grupo”. Tomás dice: “¡Oh!, si es por eso, no es que yo sea el más capaz. Si se tratase de oro y plata, podría hablaros pero de estas cosas…”. Mateo pregunta: “¿Y yo? ¿Qué era yo?”. Andrés le objeta: “Pero tú no tienes miedo al público. Sabes discutir”. Mateo le replica: “Pero de otras cosas distintas…”. Pedro dice: “Sí, ya… pero… bueno…  ya sabes lo que yo quiero decir, así que como si te lo hubiera dicho. Lo cierto es que vales más que nosotros”. ■ Jesús  dice: “Pero queridos míos, no es necesario subir hasta lo sublime. Decid con sencillez lo que penséis, con vuestra convicción. Tened en cuenta que cuando uno está convencido, siempre persuade”. (Escrito el 11 de Julio de 1945).
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3-225-435 (4-87-542).-Curación del paralítico de la piscina de Betsaida, en sábado, y la disputa con los judíos sobre las obras del Hijo (1).
* Marziam ve al ángel que opera el milagro de la piscina. Jesús cura al paralítico.-Jesús está en Jerusalén y precisamente en las cercanías de la torre Antonia. Todos los apóstoles, menos Iscariote, están con Él. Mucha gente se apresura a ir al Templo. Los apóstoles como los demás peregrinos lucen sus vestidos de fiesta, de lo que deduzco que se trata de los días de Pentecostés… ■ Jesús va hablando con Marziam (2) y Juan mientras camina y da limosnas. Está explicando muchas cosas al niño, porque veo que va indicándole acá o allá. Se dirige hacia el final de las murallas del Templo del ángulo nordeste, donde hay mucha gente que está yendo a un lugar con muchas arquerías que precede a una puerta que oigo que la llaman con el nombre de Puerta del Rebaño. Jesús: “Esto es la Probática, la piscina de Betsaida. Ahora observa bien el agua. ¿Ves qué tranquila está? Dentro de poco verás que se mueve y que se eleva hasta llegar a aquella señal húmeda. ¿La ves? Es cuando desciende el Ángel del señor: el agua le siente y le venera de la forma que puede. Y da órdenes al agua de curar a quien se eche en ella. ¿Ves cuánta gente? Pero muchos se distraen y no ven el primer movimiento del agua; o lo que pasa es que los más fuertes, sin caridad, estorban a los más débiles acercarse. No se debe uno nunca distraer ante las señales de Dios. Es necesario tener el alma siempre vigilante, porque no se sabe nunca cuándo Dios se manifiesta o cuándo manda su ángel. Y nunca debe ser uno egoísta, ni siquiera por motivos de salud. Muchas veces por estar discutiendo sobre a quién le toca primero, o quién tiene mayor necesidad, estos infelices pierden el beneficio de la venida angélica”. ■ Jesús, pacientemente explica a Marziam que le mira con sus ojos bien abiertos, atentos, pero sin dejar de echar el ojo al agua. Marziam: “¿Se puede ver al ángel? Me gustaría”. Jesús: “Leví, un pastor de tu edad, le vio. Mira bien tú y prepárate a alabarle”. El niño no se distrae más. Sus ojos recorren el agua. No oye nada, no ve nada. Jesús entre tanto mira ese pequeño grupo de enfermos, paralíticos, ciegos que están esperando. También los apóstoles están observando atentamente. El sol hace juegos de luces en la superficie del agua, e invade regiamente los cinco órdenes de arquerías que rodean a las piscinas. En esto, se oye el grito de Marziam: “Mira, mira, el agua sube de nivel, se mueve, ¡resplandece! ¡Qué luz! ¡El ángel!”… y el niño se arrodilla. Efectivamente, mientras se mueve el agua del estanque, que parece crecer como por una masa de agua repentinamente introducida que lo hincha y que lo eleva hacia el borde, el agua resplandece cual espejo puesto al sol. Un destello cegador por un instante. Un cojo está preparado para echarse al agua, y poco después sale con la pierna curada perfectamente (que antes la tenía contraída debido a una gran cicatriz grande). Los demás se quejan y pelean con él, diciendo que, a fin de cuentas, no estaba imposibilitado para trabajar, mientras que ellos sí. La riña continúa. ■ Jesús mira a su alrededor y ve en su camilla a un paralítico que llora en silencio. Se le acerca, se inclina, y le acaricia preguntándole: “¿Lloras?”. Paralítico: “Sí. Nadie se acuerda de mí. Estoy aquí. Todos se curan, menos yo. Hace treinta y ocho años que estoy acostado. He acabado con todo. Han muerto los míos, ahora soy un peso para un pariente lejano que me trae aquí por la mañana y viene a recogerme por la tarde… ¡Pero, ya está cansado de hacerlo! ¡Yo quisiera morirme!”. Jesús: “No desfallezcas. ¡Con tanta paciencia y fe como has tenido!… Dios te escuchará”. Paralítico: “Eso espero… pero a uno le llegan momentos de depresión. Tú eres bueno, pero los demás… Quien se cura podría, por agradecimiento a Dios, estar aquí y ayudar a sus pobres hermanos…”. Jesús: “Debería hacerlo. Así es. Pero no tengas rencor. Ellos no piensan en esto. No es que tengan mala voluntad. Es la alegría de estar curados la que les hacer ser egoístas. Perdónalos…”. Paralítico: “Tú eres bueno. Tú no actuarías así. Yo me esfuerzo en arrastrarme con mis manos hasta allí cuando se agitan las aguas de la piscina. Pero siempre se me adelanta alguno. Y en el borde no se puede estar, porque me aplastarían. Además, aunque estuviese allí, ¿quién me ayudaría a sumergirme en el agua? Si te hubiese visto antes, te lo habría pedido…”. ■ Jesús: “¿Quieres de veras curarte? Levántate, pues. ¡Toma tu camilla y anda!”. Jesús, para dar la orden, se ha enderezado (es como si al enderezarse hubiera levantado también al paralítico, porque éste se pone en pie y da uno, dos, tres pasos, como si no creyese, detrás de Jesús, que se está marchando). Pero, al ver que realmente camina, da un grito que hace que todos se vuelvan a él. Paralítico: “Pero ¿quién eres? En nombre de Dios, ¡dímelo! ¿Tal vez el Ángel del Señor?”. Jesús: “Soy más que un ángel. Mi nombre es Piedad. Vete en paz”. ■ Todos se aglomeran. Quieren ver, hablar, curarse. Acuden guardias del Templo, que pienso que también estaban encargados de la piscina, y hacen  a un lado a aquel vocerío con amenaza de castigos. El paralítico toma su camilla —dos barras con dos pares de pequeñas ruedas y un pedazo de tela rasgada clavada en las barras— y se marcha todo contento, gritando detrás de Jesús: “Te volveré a ver. Jamás olvidaré tu nombre ni tu rostro”.
* Los judíos al paralítico: “Está claro que será un demonio porque te ha mandado violar el sábado”.- Nuevo encuentro del paralítico con Jesús.- ■ Jesús, mezclándose entre la gente, se va en dirección contraria, hacia las murallas. Mas no ha rebasado todavía el último pórtico cuando ya se han llegado a Él, como empujados por un ventarrón, un grupo de judíos de las peores castas, todos aunados para decirle sus insolencias. Buscan, miran, escrutan, pero no logran comprender bien de qué se trata, y Jesús se marcha, mientras éstos, contrariados, siguiendo indicaciones de los guardias, se lanzan contra el pobre y feliz curado y le dicen: “¿Por qué vas cargando esta camilla? Es sábado. No te es lícito”. El hombre los mira y dice: “Yo no sé nada. Lo que sé es que quien me curó, me dijo: «Toma tu camilla y anda». Esto es lo que sé”. Judíos: “Se tratará de un demonio porque te ordenó que violases el sábado. ¿Cómo era? ¿Quién era? ¿Judío? ¿Galileo? ¿Prosélito?”. Paralítico: “No lo sé. Estaba aquí. Me vio llorar y se me acercó. Me habló. Me curó. Y se fue llevando a un niño de la mano. Creo que es su hijo, porque tiene edad para haberlo tenido…”. Judíos: “¿Un niño? Entonces no es Él… ¿Cómo dijo que se llamaba? ¿No se lo preguntaste? ¡No mientas!”. Paralítico: “Me dijo que se llamaba Piedad”. Judíos: “Eres un pedazo de alcornoque. ¡Eso no es un nombre!”. El hombre se encoge de hombros y se va. Los judíos dicen: “No cabe duda de que era Él. Los escribas Anías y Zaqueo le han visto en el Templo”. “Pero, ¡Él no tiene hijos!”. “Y sin embargo es Él. Estaba con sus discípulos”. “Pero no estaba Judas. Es al que conocemos bien. Los otros… pueden ser otros cualesquiera”. “No. Eran ellos”. Y la discusión continúa, mientras los pórticos se llenan de gente. ■ …Jesús entra de nuevo en el Templo, esta vez por otro lado, el Oeste, que es el que está más cercano a la mayor parte de la ciudad. Los apóstoles le siguen… Cerca del atrio de los hebreos encuentra al paralítico curado, que vino a dar gracias al Señor. El hombre favorecido con el milagro le descubre entre la multitud, le saluda con alegría y le cuenta lo que le pasó en la piscina después de su partida. Termina diciendo: “Luego uno de ellos, asombrado al verme aquí sano, me ha dicho quién eres. Tú eres el Mesías. ¿Es verdad?”. Jesús: “Lo soy. Pero aun cuando el agua te hubiese curado, o por otro medio hubieses recobrado la salud, tendrías el mismo deber para con Dios, de emplear tu salud en buenas obras. Estás curado. Vete, pues, con recta intención a emprender tu nueva vida. Y no peques más, para que Dios no te castigue. Adiós, vete en paz”. Paralítico: “Soy viejo… no sé nada… Pero quisiera ir en pos de Ti para servirte, para conocerte. ¿Me aceptas?”. Jesús: “No rechazo a nadie. Pero medítalo antes de venir, y si te decidieres, ven”. Paralítico: “¿A dónde? No sé a dónde vas”. Jesús: “Por el mundo voy. Dondequiera encontrarás discípulos que te llevarán a Mí. Que el Señor te ilumine lo mejor”. Jesús se dirige a su lugar y se pone a orar.
*  Jesús acusado de violar el sábado y de sacrílego por decir que es Hijo de Dios.- Dios es Uno y Trino.- ■ No sé si es que el hombre curado va por propia iniciativa a donde los judíos, o si éstos, que están al acecho, le detienen para preguntarle si el que acaba de hablar con él es el que le ha sanado; sí veo que está hablando con los judíos y después se marcha;  mientras, éstos se acercan a la escalera por la que tiene que bajar Jesús para pasar a los otros patios y salir del Templo. Cuando Jesús llega allí, sin siquiera saludarle, le dicen: “Así pues, ¿continúas violando el sábado, no obstante todas las recriminaciones que se te han hecho? Y ¿quieres que se te respete como a enviado de Dios?”. Jesús: “¿Enviado? Mucho más que como enviado: como a su Hijo. Porque Dios es mi Padre. Si no me queréis respetar, no lo hagáis, pero Yo no dejaré de cumplir mi misión por esto. Dios no deja de actuar ni un instante. Incluso en este momento mi Padre está actuando y Yo también, porque un buen hijo hace lo que su padre, y porque he venido al mundo para actuar”. ■ Se acerca gente a oír la disputa. Entre estas personas hay algunos que conocen a Jesús, otros que recibieron de Él algún beneficio, y otros que le ven por vez primera: algunos le estiman, otros le odian, otros son indiferentes. Los apóstoles forman grupo con su Maestro. Marziam casi tiene miedo, y pone una cara casi de llorar. Los judíos, mezcla de escribas, fariseos y saduceos, gritan en voz alta lo que les parece escándalo: “¡Tienes osadía! ¡Se llama Hijo de Dios! ¡Sacrílego! ¡Dios es el que es (3) y no tiene hijos! ¡Pero hombre, llamad a Gamaliel! ¡Llamad a Sadoc! ¡Reunid a los rabíes! ¡Que oigan y le demuestren que está equivocado!”. Jesús: “No os agitéis. Llamadlos. Os dirán, si es verdad que saben, que Dios es Uno y Trino: Padre, Hijo y Espíritu Santo y que el Verbo, o sea el Hijo del Pensamiento, ha venido, como estaba profetizado, para salvar del Pecado a Israel y al mundo. Yo soy el Mesías anunciado. No cometo, por tanto, ningún sacrilegio si doy al Padre el nombre de Padre mío”.
.   ● El Hijo obra en unión con el Padre.- ■ Jesús: “Vosotros os inquietáis porque hago milagros, porque de este modo atraigo hacia Mí a las muchedumbres y las convenzo. Me acusáis de ser un demonio porque obro prodigios. Pero Belcebú anda por el mundo desde hace siglos, y, en verdad, no le faltan devotos adoradores… ¿Y por qué no hace él las obras que hago Yo?”. La gente cuchichea: “¡Es verdad! ¡Es verdad! Nadie hace lo que Él hace”. Jesús continúa: “Os respondo Yo. Es porque Yo sé lo que el demonio no sabe y puedo lo que él no puede. Si hago obras de Dios, es porque soy Hijo de Dios. Uno por sí solo no puede hacer sino aquello que ha visto hacer; Yo, que soy Hijo, siendo Uno con Él eternamente, no distinto ni en naturaleza ni en poder, no puedo hacer sino lo que he visto hacer al Padre. Todo lo que hace el Padre lo hago también Yo, que soy su Hijo. Ni Belcebú ni otros pueden hacer lo que Yo hago, porque ni Belcebú ni los otros saben lo que Yo sé. El Padre me ama a Mí, que soy su Hijo; me ama sin medida, como Yo le amo. Por ello me ha mostrado y  me sigue mostrando todo lo que Él hace, para que Yo haga lo que Él hace: Yo, en la tierra, en este tiempo de Gracia; Él, en el Cielo, desde antes que el tiempo existiese sobre la tierra. Y me mostrará obras cada vez mayores para que Yo las haga y vosotros quedéis maravillados. Su Pensamiento piensa inagotablemente. Yo le imito cumpliendo inagotablemente aquello que el Padre piensa y con el pensamiento quiere. ■ Todavía no sabéis cuán inagotablemente crea el Amor. Nosotros somos el Amor. No hay limitaciones para Nosotros, ni hay cosa alguna que no pueda ser aplicada en los tres grados del hombre: el inferior, el superior, el espiritual. En efecto, de la misma forma que el Padre resucita a los muertos y les devuelve la vida, Yo, el Hijo, puedo dar la vida a quien quiero; es más, por el amor infinito del Padre al Hijo, tengo concedido no solo devolver la vida a la parte inferior sino también —y aún más— a la superior (liberando el pensamiento del hombre de los errores mentales y su corazón de las malas pasiones) y a la parte espiritual (devolviendo al espíritu su libertad del pecado); ■ porque el Padre no juzga a nadie, sino que ha dejado todo juicio en manos de su Hijo, pues el Hijo es el que, con su propio sacrificio, ha comprado a la Humanidad para redimirla; y esto lo hace el Padre por justicia, porque es justo dar a quien con su moneda paga, y para que todos honren al Hijo como ya honran al Padre. Sabed que si separáis al Padre del Hijo, o al Hijo del Padre, y no os acordáis del Amor, no amáis a Dios como se le debe amar, con verdad y sabiduría, antes bien cometéis herejía porque dais culto a uno solo mientras que son una admirable Trinidad. Por tanto, el que no honra al Hijo es como si no honrase al Padre, porque el Padre, Dios, no acepta adoración a una sola parte de Sí sino que quiere que se adore su Todo. Quien no honra al Hijo no honra tampoco al Padre, que le ha enviado por pensamiento perfecto de amor; niega, por tanto, que Dios sepa hacer obras justas”.
.    ● Llega la hora —para muchos ya ha llegado— en que los muertos oirán la voz del Hijo de Dios y aquel que la haya oído resonar, vivificadora, en el fondo de su corazón, vivirá. Habéis humanizado de tal forma las cosas sobre­naturales, que ya sólo dais a las palabras un significado inmediato y terreno.- Jesús: “En verdad os digo que quien escucha mi palabra y cree en quien me ha enviado tiene la vida eterna y no será condenado, sino que pasará de la muerte a la vida, porque creer en Dios y aceptar mi palabra quiere decir infundir en sí la Vida que no muere. Llega la hora —para muchos ya ha llegado— en que los muertos oirán la voz del Hijo de Dios y aquel que la haya oído resonar, vivificadora, en el fondo de su corazón, vivirá. ¿Qué dices tú, escriba?”. Escriba: “Digo que los muertos no oyen y que estás desquiciado”. Jesús: “El Cielo te persuadirá de que no es así y de que tu saber es cero respecto al de Dios. Habéis humanizado de tal forma las cosas sobre­naturales, que ya sólo dais a las palabras un significado inmediato y terreno. Habéis enseñado la Haggadá según fórmulas fijas, vuestras, sin esforzaros en comprender las alegorías en su auténtica verdad; y ahora, en vuestro ánimo, cansado del agobio de una humanidad que triunfa sobre el espíritu, no creéis ni siquiera en lo que enseñáis. Y ésta es la razón que explica el que ya no podáis luchar contra fuerzas ocultas”.
.   ● El Hijo recibió del Padre la Vida y junto con la Vida el poder de resucitar a los muertos y el poder de juzgar porque el Hijo del Padre es el Hijo del hombre.- ■ Jesús: “La muerte de que hablo no es la de la carne, sino la del espíritu. Vendrán los que oyen con sus oídos mi palabra y la acogen en su corazón y la ponen en práctica. Éstos, aunque hayan muerto en el espíritu, volverán a vivir, pues mi Palabra es Vida que se infunde, y Yo la puedo dar a quien quiera, ya que poseo la perfección de la Vida, porque, así como el Padre tiene en Sí la Vida perfecta, el Hijo recibió del Padre la Vida en Sí mismo, perfecta, completa, eterna, inagotable y fácil de transfundir. Junto con la Vida, el Padre me ha dado el poder de juzgar, porque el Hijo del Padre es el Hijo del hombre, y puede y debe juzgar al hombre. ■ No os maravilléis de esta primera resurrección —la espiritual— que realizo con mi Palabra. Veréis otras más asombrosas todavía, más asombrosas para vuestros sentidos pesados porque en verdad os digo que no hay cosa mayor que la invisible —pero real— resurrección de un espíritu. Se acerca la hora en que la voz del Hijo de Dios penetrará en los sepulcros y todos los que están en ellos la oirán: quienes hicieron el bien saldrán para ir a la resurrección de la Vida eterna; quienes hicieron el mal, a la resurrección de la condena eterna. ■ No digo que esto lo hago, y lo haré, por Mí mismo, sólo por mi propia voluntad, sino por la voluntad del Padre y la mía. Hablo y juzgo según lo que escucho, y mi juicio es recto porque no busco mi voluntad, sino la del que me ha enviado. Yo no estoy separado del Padre; estoy en Él y Él en Mí; conozco su Pensamiento y lo traduzco en palabras y en obras”.
.   ● En verdad, el que escucha la palabra del Hijo y cree en quien le ha enviado tiene la vida eterna. Hay un testimonio a favor del Hijo: el del último Profeta de Israel. De todas formas, el Hijo posee un testimonio mayor que el de Juan: las obras del Hijo.- ■ Jesús: “En verdad os digo que quien escucha mi palabra y cree en quien me ha enviado tiene la vida eterna y no será condenado, sino que pasará de muerte a vida, porque creer en Dios y aceptar mi palabra quiere decir infundir en sí la Vida que no muere. Llega la hora —para muchos ha llegado— en que los muertos oirán la voz del Hijo de Dios y aquel que la haya oído resonar, vivificadora, en el fondo de su corazón, vivirá. ■ Vuestro espíritu incrédulo, que no quiere ver en Mí sino a un hombre semejante a todos vosotros, no puede aceptar lo que digo para dar testimonio de Mí mismo. Pues bien, hay otro que testifica en mi favor. Vosotros decís que le veneráis como a un gran profeta. Yo sé que su testimonio es verdadero, pero vosotros, que decís que le veneráis, no aceptáis su testimonio porque no es conforme a vuestro pensamiento, que me es hostil. No aceptáis el testimonio del hombre justo, del Profeta último de Israel, porque en lo que no os gusta decís que es simplemente un hombre y que puede equivocarse. Habéis enviado a personas para que preguntasen a Juan, esperando que dijera de Mí lo que queríais, lo que vosotros pensáis de Mí, lo que queréis pensar de Mí. Pero Juan dio un testimonio verdadero y no pudisteis aceptarlo. Como el Profeta dice que Jesús de Nazaret es el Hijo de Dios, vosotros —en el secreto de vuestros corazones, porque tenéis miedo al pueblo— decís del Profeta lo mismo que del Cristo: que está loco. Bueno, Yo tampoco recibo testimonio del hombre, aunque éste sea el más santo de Israel. Os digo: él era la lámpara que ardía e iluminaba, pero vosotros poco tiempo habéis querido gozar de su luz; cuando esta luz se ha proyectado sobre Mí, para daros a conocer el Cristo por lo que es, habéis permitido que pusieran la lámpara bajo el celemín, y, ya antes, habéis levantado entre ella y vosotros un muro, para no ver a su luz a Cristo del Señor. Yo agradezco a Juan el que haya dado testimonio de Mí; también el Padre se lo agradece. Juan, por este testimonio, recibirá un gran premio; por esto seguirá ardiendo en el Cielo; será, de entre todos los hombres, el primer sol que resplandecerá arriba, ardiendo como arderán todos los que hayan sido fieles a la Verdad y hayan tenido hambre de Justicia. ■ De todas formas, dispongo de un testimonio mayor que el de Juan. Este testimonio son mis obras, porque Yo hago las obras que el Padre me ha encargado, y ellas testifican que el Padre me ha enviado y me ha dado todo poder. Así, el Padre mismo, que me ha enviado, es quien da testimonio a mi favor. Vosotros nunca habéis oído su Voz ni visto su Rostro, pero Yo lo he visto y lo veo, la he oído y la oigo. En vosotros no mora su Palabra porque no creéis en su Enviado. Investigáis las Escrituras porque creéis que podéis obtener, conociéndola, la Vida eterna. ¿No os percatáis que son precisamente las Escrituras las que hablan de Mí? ¿Por qué, entonces, os obstináis en no venir a Mí para tener la Vida? Os lo diré: porque rechazáis todo cuanto es contrario a vuestras enquistadas ideas. Os falta humildad. No sois capaces de decir: «Me he equivocado. Éste, o este libro, están en lo cierto y yo en el error». Esto habéis hecho con Juan y esto hacéis con las Escrituras y con el Verbo, que os está hablando. Ya no sois capaces ni de ver ni de entender; en efecto, estáis fajados de soberbia y saturados de vuestras ensordecedoras voces”.
.  ● El Hijo no busca ni acepta la gloria de los hombres. Lo que busca y quiere es la salvación eterna de los hombres. Ésta es la gloria que busca, su gloria de Salvador, que aumenta en la medida de los salvados que tiene. El Hijo no os va a acusar delante del Padre. Otro os acusa: Moisés.- Jesús: “¿Creéis que hablo así buscando ser glorificado por vosotros? No. Yo no busco ni acepto la gloria de los hombres. Lo que busco y quiero es vuestra salvación eterna. Ésta es la gloria que busco, mi gloria de Salvador; que no puede existir si no tengo espíritus salvados y que aumenta en la medida de los salvados que tengo; gloria que deben dármela los espíritus salvados y el Padre, Espíritu purísimo. Pero vosotros no os salvaréis. Os he conocido en lo que sois. No tenéis en vosotros el amor de Dios. No tenéis amor. Por eso no venís al Amor, que os habla, y no entraréis en el Reino del Amor. Allí no os conocen. No os conoce el Padre, porque vosotros no me conocéis a Mí, que estoy en el Padre. No me queréis conocer. Vengo en nombre del Padre mío, y no me recibís; pero, eso sí, estáis preparados para recibir a cualquiera que venga en nombre de sí mismo, con tal de que diga lo que a vosotros os gusta. ¿Decís que sois espíritus de fe? No, no lo sois. ¿Cómo podéis creer vosotros que mendigáis la gloria entre vosotros mismos y no buscáis la gloria del Cielo, que solo procede de Dios? La gloria es la Verdad, no un juego de intereses que no pasan de este mundo, que lisonjean solo a la humanidad viciosa de los degradados hijos de Adán. ■ No creáis que os voy a acusar delante del Padre. Ni os lo imaginéis. Otro os acusa: ese Moisés en quien esperáis os echará en cara por no creer en Mí, porque Moisés escribió de Mí y vosotros no me reconocéis en lo que él dejó escrito de Mí. Si vosotros no creéis en las palabras de Moisés, el grande por quien juráis, ¿cómo podéis creer en mis palabras, en las palabras del Hijo del hombre, en las que no tenéis fe? Esto es, humanamente hablando, lógico. Pero es que aquí estamos en el campo del espíritu, y se trata de vuestras almas. Dios las observa a la luz de mis obras y compara vuestras acciones con lo que Yo enseño… Y Dios os juzga.  Ahora me marcho. Pasará largo tiempo sin que me volváis a ver, y, creedlo, ello no es un triunfo sino un castigo. Vamos”. Y Jesús se abre paso entre la muchedumbre, entre los que algunos permanecen mudos, y otros dan su aprobación pero en voz baja por temor a los fariseos. La muchedumbre poco a poco se retira.  (Escrito el 21 de Julio de 1945).
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1  Nota  : Cfr.  Ju. 5,1-47.   2  Nota  : Marziam.- Se trata del niño que recogió Jesús en la llanura de Esdrelón, con el consentimiento de su abuelo, único familiar del niño, después de la muerte de sus padres en un accidente. Cfr. Personajes de la Obra magna: Marziam o Yabés.   3  Nota  : Cfr. Éx. 3,13-15; Is. 42,8.
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(<Jesús va camino de Cafarnaúm>)
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4-230-10 (4-91-561).- Curación de la hemorroísa y la resurrección de la hija de Jairo (1).
* El sinagogo Jairo pide a Jesús la curación de su hija, una niña muy enferma. Jesús, tomando la mano de Jairo, se dirige a la casa del sinagogo.- ■ Aparecida mientras estoy orando muy cansada y afligida; por tanto, en las peores condiciones de pensar en estas cosas por mí mis­ma. Pero el cansancio físico y mental y la pena se han desvanecido con la primera imagen de mi Jesús. Así que me pongo a escribir. Va, rodeado de mucha gente que ciertamente le estaba esperando, por un camino soleado y polvoriento que bordea la ribera del lago. Se dirige hacia un pueblo. La muchedumbre le oprime a pesar de que los apóstoles, a fuerza de codos y hombros, vayan tratando de hacer hueco y levanten la voz para convencer a la masa de dejar un poco de espacio. Pero Jesús no está inquieto por tanto barullo. Sobrepasando en altura con toda la cabeza a los que le rodean, mira con dulce sonrisa a esta multitud que le apretuja; responde a los saludos, acaricia a al­gún niño que logra hacerse ver por entre la barrera de adultos y arrimarse a Él, pone la mano en la cabeza de aquellos pequeñuelos a los que sus madres aúpan por encima de las cabezas de la gente pa­ra que Él los toque… Y, entretanto, sigue andando, lentamente, pa­cientemente, en medio de esta bulla y de estas continuas presiones que pondrían de malhumor a cualquiera. ■ Una voz de hombre grita: “¡Dejad paso! ¡Dejad paso!”, una voz que denota angustia. Muchos deben conocerla y respetarla, como de una persona influyente, porque la multitud se escinde —aunque con mucha dificultad, porque están muy apretujados— y dejan pasar a un hombre de unos cincuenta años, enteramente cubierto con un lar­go y amplio indumento y con una especie de pañuelo blanco alrede­dor de la cabeza, cuyo vuelo pende hasta el cuello y sobre la cara. Llega adonde Jesús, se postra a sus pies y dice: “¡Maestro, ¿por qué has estado fuera tanto tiempo?! Mi hija está muy enferma. Nin­guno la puede curar. Tú eres la única esperanza mía y de la madre. Ven, Maestro. Te esperaba con ansiedad infinita. Ven, ven en segui­da. Mi única criatura se está muriendo…” y se echa a llorar. Jesús pone su mano sobre la cabeza de este hombre que llora, so­bre esta cabeza inclinada y convulsa por los sollozos, y le responde: “No llores. Ten fe. Tu hija vivirá. Vamos a verla. ¡Levántate! ¡Va­mos!”. Las dos últimas palabras tienen tono de imperio. Antes era el Consolador, ahora habla como Dominador. ■ Se ponen de nuevo en camino. El padre, llorando, va al lado de Jesús, que le tiene cogido de la mano; y, cuando un sollozo más fuer­te agita al pobre hombre, veo que Jesús le mira y le aprieta la mano. No hace sino esto, pero ¡cuánta fuerza debe tornar a un alma cuando se siente tratada así por Jesús!
* En la curación de la hemorroisa, dice Jesús: He sentido que salía de Mí una virtud milagrosa porque un co­razón la invocaba con fe”. ■ Antes, donde ahora está el padre, estaba Santiago, pero Jesús le ha dicho que le cediera el puesto. Pedro está al otro lado. Juan al lado de Pedro, tratando de hacer con él de barrera a la gente, como hacen también Santiago y Judas Iscariote en el otro lado, detrás del adolorado padre. Los otros apóstoles están unos delante y otros detrás de Jesús. Pero no es suficiente. Especialmente los tres de atrás, entre los cuales veo a Mateo, no consiguen mantener detrás a la muralla viva. Y, cuando refunfuñan un poco demasiado y casi casi insultan a esta muchedumbre poco discreta, Jesús vuelve la cabeza y dice con dulzura: “¡No pongáis impedimento a estos pequeñuelos míos!…”. ■ Pero, en un momento dado, se vuelve bruscamente, soltando incluso la mano del hombre. Se detiene. Se vuelve (esta vez no vuelve sólo la cabeza sino todo su cuerpo). Parece incluso más alto porque ha tomado una actitud de rey. Con su rostro —ahora severo— y su mirada inquisitiva escruta a la muchedumbre. En sus ojos hay relámpagos, no de dureza sino de majestad. Pregunta: “¿Quién me ha tocado?”. Nadie responde. Insiste Jesús: “¿Quién me ha tocado?, repito”. Responden los discípulos: “Pero, Maestro, ¿no ves que la muche­dumbre te está apretujando por todas partes? Todos te tocan, a pe­sar de nuestros esfuerzos”. Jesús: “Estoy preguntando que quién me ha tocado para obtener un mi­lagro. He sentido que salía de Mí una virtud milagrosa porque un co­razón la invocaba con fe. ¿Quién es este corazón?”. ■ Jesús, mientras habla, baja dos o tres veces sus ojos hacia una mujercita de unos cuarenta años, vestida muy pobremente, de rostro demacrado, la cual busca eclipsarse entre la muchedumbre, desapa­recer tragada por la multitud. Esos ojos puestos en ella deben que­marla. Se da cuenta de que no puede huir y vuelve adelante. Se postra a sus pies, casi tocando el polvo con el rostro; con los brazos ex­tendidos, aunque sin llegar a tocar a Jesús. “¡Perdón! Soy yo. Estaba enferma. ¡Hacía doce años que estaba enferma! Todos huían de mí. Mi marido me ha abandonado. He gastado todos mis haberes para no ser considerada un oprobio, para vi­vir como viven todos. Ninguno ha podido curarme. Maestro, ya ves que soy una anciana prematura. Mi vitalidad, con mi flujo incurable, ha salido de mí, y mi paz con ella. Me dijeron que Tú eras bueno. Me lo dijo uno al que habías curado de su lepra, uno que por su expe­riencia de tantos años en que todos huían de él no sintió asco de mí.  No me he atrevido a decir esto antes. ¡Perdóname! He pensado que sólo con tocarte quedaría curada. Pero no te he contaminado de impureza. Apenas he rozado el extremo de tu vestido que toca el suelo, la suciedad del suelo… como mi inmundicia… ¡Pero ahora estoy curada! ¡Bendito seas! En el momento en que he tocado tu vestido mi mal ha cesado. Ahora soy como todas las demás. Ya no se apartará de mí la gente. Mi marido, mis hijos, mis parientes podrán estar conmigo, los podré acariciar, seré útil a mi casa. ¡Gracias, Jesús, Maestro bueno! ¡Bendito seas eternamente!”.  Jesús la mira con una bondad infinita. Le sonríe y le dice: “Ve en paz, hija. Tu fe te ha salvado. Queda curada para siempre. Sé buena y vive feliz. Ve”.
* En la resurrección de la hija de Jairo: “No digáis a nadie lo que ha sucedido. Vosotros habéis creído, habéis merecido el Milagro. Los otros no han tenido fe. Es inútil tratar de persuadirlos. Dios no se muestra a quien niega el milagro”.- ■ No ha terminado de hablar cuando, al improviso, llega un hombre —creo que un siervo—, y se dirige al padre de la niña enferma —que durante todo este tiempo ha estado en actitud de espera respetuosa pero angustiada, verdaderamente en ascuas— y le dice: “Tu hija ha muerto. No molestes ya al Maestro. Su espíritu la ha abandonado y ya las plañideras empiezan los lamentos. Tu mujer me envía a decírtelo y te ruega que vayas enseguida”. El pobre padre exhala un gemido, se lleva las manos a la frente, frunce la frente, se comprime los ojos, se pliega como si le hubieran herido.  Jesús, que parecía que no debería ver ni oír nada, porque está atento a lo que dice a la mujer y a responderla, se vuelve, sin embargo, y pone la mano sobre la espalda curvada del pobre padre: “Hom­bre, te he dicho: ten fe. Te repito: ten fe. No temas. Tu hija vivirá. Vamos adonde ella”. (Y se pone de nuevo en marcha, manteniendo es­trechado contra sí a este hombre completamente destruido). ■ La multitud, ante este dolor y ante el milagro que se ha producido, se de­tiene atemorizada; se abre, deja a Jesús y a los suyos que puedan caminar ­ligero para seguir luego como una estela a la Gracia que pasa. Se recorren así unos cien metros, quizás más —no soy buena cal­culadora—; se entra cada vez más en el centro del pueblo. Hay una aglomeración de gente delante de una casa de fino aspecto. Están comentando con voz alta y estridente lo que ha sucedido, a manera de contrapunto de otros gritos más altos que llegan a través de la puerta abierta de par en par: son gritos vibrantes, agudos, sostenidos en una sola nota y que parecen dirigidos por una voz más aguda, solista; a ésta responden, primero un grupo de voces más finas, luego otras voces más llenas. Es un alboroto capaz de producir la muerte incluso a quien está bien. ■ Jesús ordena a los suyos que se queden delante de la puerta, pero llama a Pedro, Juan y Santiago. Con ellos entra en la casa (lleva todavía agarrado de un brazo al padre, que sigue llorando: parece como si quisiera infundirle la certeza de que Él está ahí para consolarle con ese gesto). Las plañideras, que yo llamaría más bien «chillonas», al ver al jefe de la casa y al Maestro, doblan su gritería. Dan palmadas, agitan unas panderetas, golpean triángulos y sobre esta… música apoyan sus plañidos. “Callad” dice Jesús. “No es el caso de llorar. La niña no está muerta, sólo duerme”. Las mujeres lanzan gritos más fuertes aún. Algunas se revuelcan por el suelo, se hacen arañazos, se arrancan los pelos (o, más bien hacen como si se los arrancaran) para mostrar que está realmente muerta. Los que suenan los instrumentos y los amigos menean la cabeza como respuesta a lo que creen ser un espejismo de Jesús. Mas Él repite: “¡Callad!”, tan enérgicamente, que el alboroto, si bien no cesa completamente, al menos se transforma en simple murmullo. Jesús pasa más adentro. ■ Entra en un cuarto pequeño. Encima de la cama está extendida una niña muerta. Delgada y palidísima, yace, ya vestida, ordenada con cuidado sus negros cabellos. La madre llora al pie del costado derecho de la cama, mientras besa la cérea manita de la difunta. ¡Qué hermoso está Jesús ahora! ¡Como pocas veces le he visto! Se acerca al lecho rápidamente, tanto que parece deslizarse sobre el suelo… volar. Los tres apóstoles cierran la puerta sin contemplaciones para con los curiosos y permanecen apoyados a ella. El padre se ha detenido a los pies de la cama.  Jesús va a la parte izquierda, extiende la mano izquierda para tomar la manita muerta de la pequeña difunta; es también la izquierda, lo he visto bien, es la izquierda de Jesús y la izquierda de la niña. Alza el brazo derecho hasta llevar la mano abierta a la altura del hombro, y la baja con el gesto propio de uno que o jura o manda. Dice: “¡Niña, Yo te lo digo, levántate!”. Transcurre un momento en que todos, excepto Jesús y la muerta, permanecen en suspenso. Los apóstoles alargan el cuello para ver mejor. El padre y la madre miran con ojos acongojados a su hija. Pasa un instante… y un suspiro alza el pecho de la pequeña difunta, un leve color sube a la carita cérea, anulando el cárdeno de muerte. Una sonrisa se dibuja en los pálidos labios antes de abrirse los ojos, como si la niña estuviera teniendo un dulce sueño. Jesús la tiene todavía tomada de la mano. Entonces la niña abre dulcemente los ojos y los mueve en su derredor como si se despertara en ese momento. Lo primero que ve es el rostro de Jesús, que la está mirando fijamente con sus ojos espléndidos, sonriéndole con alentadora bondad. Y ella también le sonríe. “Levántate” repite Jesús, mientras aparta con su mano los objetos fúnebres que estaban colocados o sobre la propia cama o a los lados (flores, velos, etc. etc.) y la ayuda a bajar. Y hace que dé unos  primeros pasos teniéndola todavía de la mano. “Dadle de comer. Ahora” ordena Jesús. “Está curada. Dios os la ha devuelto. Dadle gracias. No digáis a nadie lo que ha sucedido. Vosotros sabéis qué le había sucedido. Habéis creído, habéis merecido el milagro. Los otros no han tenido fe. Es inútil tratar de persuadirlos. Dios no se muestra a quien niega el milagro. Y tú, niña, sé buena. ¡Adiós! La paz descienda sobre esta casa”. Sale cerrando tras sí la puerta.  La visión termina.
* María Valtorta dice que no es posible que con semejante piedad no pueda tener pie­dad de nosotros.- ■ Le diré que los dos momentos en que la visión me ha alegrado de forma especial han sido: primero, cuando Jesús ha buscado entre la muchedumbre a la persona que le había tocado; segundo, y sobre to­do, cuando, erguido al lado de la pequeñuela muerta, le ha tomado la mano y le ha mandado levantarse. La paz, la seguridad han entrado en mí. No es posible que con semejante piedad no pueda tener pie­dad de nosotros, ni que con semejante poder no pueda vencer al Mal que nos hace morir. Jesús, por ahora, no comenta. Tampoco dice nada sobre otras co­sas. Me ve casi muerta, pero no juzga oportuno que esté mejor esta tarde. Hágase como Él quiere. Ya me siento suficientemente feliz de tener en mí su visión. (Escrito el 11 de Marzo de 1944).
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1  Nota  : Cfr. Mt. 9,18-26;  Mc. 5,21-43;  Lc. 8,40-56.
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4-232-24 (4-93-574).- Curación de dos ciegos en Cafarnaúm (1).
* A los dos ciegos curados: “Cuidad de que nadie sepa lo que he hecho con vosotros. Llevad a vuestras ciudades, a parientes y a amigos, la nueva de la gracia recibida. Aquí (en Cafarnaúm) ni es necesario ni bueno para vuestra alma”.- El rostro sonriente de Jesús al orar.- ■ Están en la casa de Cafarnaúm para la cena. Mientras están a la mesa, comiendo el pescado frito, llegan los ciegos que ya habían implorado a Jesús por el camino. Repiten su frase: “Jesús, Hijo de David, ¡Ten piedad de nosotros!”. Pedro, en tono de reproche, les contesta: “¡Idos! Os dijo: «Mañana» y mañana será. Dejadle comer”. Jesús: “No, Simón. No los eches. Tanta constancia merece un premio. Venid acá vosotros” dice a los dos ciegos, que entran tanteando con el bastón el suelo y paredes. “¿Creéis que pueda hacer que veáis?”. Ciegos: “¡Oh, sí, Señor! Venimos porque estamos seguros de ello”. ■ Jesús se levanta de la mesa, se acerca más, pone sus yemas sobre los párpados, levanta el rostro, ora y dice: “Hágase con vosotros según la fe que tenéis”. Entonces quita las manos: en uno, los párpados que antes no se movían ahora se mueven, porque la luz hiere de nuevo las pupilas renacidas; al otro se le abren los párpados, de forma que donde antes había una cicatriz natural, debida ciertamente a úlceras mal curadas, ahora se rehace de nuevo el borde de los párpados, sin dejar huella alguna, y sube y baja con movimiento de ala. Los dos caen de rodillas. Jesús: “Levantaos. Marchaos. Cuidad de que nadie sepa lo que he hecho con vosotros. Llevad a vuestras ciudades, a parientes y amigos, la nueva de la gracia recibida. Aquí ni es necesario ni es bueno para vuestra alma. Conservadla inmune de toda lesión a su fe, de la misma forma que ahora que sabéis qué significa tener ojos y los preservaréis de toda lesión para no quedaros ciegos de nuevo”. ■ La cena ha terminado. Sube a la terraza donde se respira un poco de fresco. La luna en su cuarto creciente lava la cara del lago. Jesús se sienta en el borde del antepecho y se abstrae contemplando el lago que la luna pinta de color plateado. Los demás hablan en voz baja para no molestarle. Eso sí, le miran, como atraídos por algo misterioso. En realidad, ¡qué bello rostro tiene! La luna le transmite sus mejores adornos sobre su rostro sereno pero tranquilo, y así permite estudiar hasta sus mismos rasgos. Su cabeza está ligeramente apoyada sobre el tosco tronco de la parra que desde allí sube y se extiende por la terraza. Sus grandes ojos, de color azul, que parecen tomar en la noche el color del ónix, parecen emanar olas de paz sobre todas las cosas. De vez en cuando se dirigen al cielo sereno, tapizado de estrellas; otras veces descienden para mirar a las colinas; o más aún para mirar al lago; más todavía, y entonces se quedan fijos en un punto indeterminado y parecen sonreír ante algo que solo ellos ven. Sus cabellos al soplo del viento ondean pausadamente. Está sentado al bies, con una pierna suspendida a poca distancia del suelo y la otra apoyada en la tierra; las manos relajadas sobre las rodillas. Su blanco vestido parece acentuar su propio candor, haciéndose casi de plata por la luz lunar; sus manos largas, blanco marfil, parecen intensificar la propia tonalidad marfil viejo, y la propia belleza viril, a pesar de su forma ahusada. Igualmente su rostro, con su frente despejada y nariz recta, con sus delicadas mejillas ovaladas, alargadas por la barba rubia-cobre, parece, bajo esta luz lunar, hacerse de color marfil viejo, perdiendo el tenue matiz róseo que de día se nota en los pómulos. Pedro pregunta: “¿Estás cansado, Maestro?”. Jesús: “No”. Pedro: “Me parece que estás pálido y pensativo…”. Jesús: “Pensaba en… pero no creo que esté más pálido de lo acostumbrado. Venid aquí… La luz de la luna también a vosotros os tiñe de palidez…”. (Escrito el 28 de Julio de 1945).
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1   Nota   : Cfr. Mt. 9,27-31.
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(<Van todos subiendo por frescos atajos que conducen a Nazaret. Mientras Jesús está hablando con J. Iscariote, Juan y Zelote se separan de los apóstoles para ir a ayudar a las mujeres —la Virgen, Susana, María Magdalena y Marta—  en un lugar escabroso, de cuya cima se ve el Tabor y el Hermón>)
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4-244-94 (4-107-648).- Un discurso de Jesús sobre la Creación y sobre los pueblos que esperan la Luz, pronunciado en el Tabor, que Juan ahora lo puede repetir exactamente.
* ¿Puede, acaso, un muchacho repetir las palabras de Dios?”.- ■ María Magdalena suspira: “Me gustaría saber lo que dijo Jesús en el Tabor… y también reconocer el monte en que le vi”. Zelote: “El monte es aquel en que ahora parece encenderse un sol, por aquel pequeño estanque, usado por los rebaños, que recoge agua de manantial. Nosotros estábamos más arriba, donde la cima parece abrirse, cual largo bidente que quisiera meterse entre las nubes para lle­varlas a otra parte. Por lo que respecta al discurso de Jesús, creo que Juan te lo puede referir”. Juan: “¡Simón! ¿Puede, acaso, un muchacho repetir las palabras de Dios?”. Zelote: “Un muchacho, no; tú, sí. Inténtalo. Por complacer a tus herma­nas y a mí, que te quiero”.
.   ● El secreto para vivir inmune de estériles dudas que dan a la jornada terrena nerviosismo, hieles, está en saber creer que Dios todo lo hace por una razón inteligente y buena.- ■ Juan se ruboriza mucho cuando empieza a repetir el discurso de Jesús.
.  “Dijo: «He aquí la página infinita en que las corrientes escriben la pala­bra: ‘Creo’. Pensad en el caos del Universo antes de que el Creador quisiera ordenar los elementos y constituirlos en maravillosa socie­dad que dio a los hombres la Tierra y cuanto contiene, y al firma­mento los astros y planetas. No existía nada. No existía ni como caos informe ni como cosa ordenada. Dios creó (1). Hizo, antes de todo, los elementos, porque son necesarios, a pesar de que alguna vez parezcan nocivos. Pero —pensadlo siempre— ni la más diminuta gota de rocío exis­te sin su razón buena de ser; no hay insecto, por pequeño y latoso que sea, que no tenga su razón buena de ser. Y, lo mismo, no hay  montaña, aunque  de sus entrañas escupa fuego y piedras incandescentes, que no tenga su razón buena de ser. Y no hay ciclón que exista sin un motivo. Y no hay —pasando de las cosas a las perso­nas— hecho, llanto, alegría, nacimiento, muerte, esterilidad o ma­ternidad prolífica, larga vida matrimonial o rápida viudez, desventu­ra de miseria y de enfermedad, prosperidad de medios y de salud, que no tenga su razón buena de ser, aunque no se los vea como tal la miopía y soberbia humanas, que ve o juzga con todas las cataratas y ofuscaciones propias de las cosas imperfectas. Mas el ojo de Dios ve, el pensamiento ilimitado de Dios sabe. ■ El secreto para vivir inmune de estériles dudas que dan a la jornada terrena nerviosismo, agotamiento, hieles, está en saber creer que Dios todo lo hace por una razón inteligente y buena, que Dios hace lo que hace por amor, y no por un estúpido intento de atormentar por atormentar.
.   ● Los ángeles rebeldes, a las armoniosas razones de los ángeles fieles, opusieron su injusto y pesimista pensamiento; y el pesimismo, que es falta de fe, es también Negación.- ■ Dios ya había creado a los ángeles. Parte de ellos, por no haber querido creer que fuera bueno el nivel de gloria al que Dios los había destinado, se habían rebelado y, con su corazón encendido por la falta de fe en su Señor, habían tratado de asaltar el inalcanzable trono de Dios (2). A las armoniosas razones de los ángeles fieles habían opuesto su discorde, injusto y pesimista pensamiento; y el pesimismo, que es falta de fe, los convirtió de espíritus de luz en es­píritus entenebrecidos. ¡Vivan, eternamente, aquellos que, tanto en el Cielo como en la Tierra, saben inclinar su pensamiento sobre una premisa de optimismo lleno de luz! Jamás se equivocarán, aun cuando los hechos los contradigan. No errarán, al menos por lo que se refiere a su espíritu, que continuará creyendo, esperando, amando sobre todo a Dios y al prójimo, ¡y por esta razón permanecerá en Dios por los siglos de los si­glos!  ■ El Paraíso había sido ya liberado de estos orgullosos pesimistas, que veían negrura incluso en las luminosísimas obras de Dios; de la misma forma que en la Tierra los pesimistas ven negrura hasta en las más claras y luminosas acciones del hombre, y, queriendo aislar­se dentro de una torre de marfil, pues se creen los únicos perfectos, ellos mismos se autocondenan a una oscura prisión, que termina en las tinieblas del reino infernal, el reino de la Negación; porque el pesimismo es también Negación.
.   ●  Para ver la creación, reflejo de su Creador, es necesario mirarla con ojos de fe. En el principio, fueron el cielo y la tierra a los que se dio la luz, atmósfera del Cielo, y por la luz todo fue hecho.- ■ Dios, pues, creó todo. Y, de la misma forma que para comprender el misterio glorioso de nuestro Ser Uno y Trino hay que saber creer y ver que desde el principio el Verbo existía, y estaba con Dios, unidos por el Amor perfectísimo que sólo puede ser espirado por dos que Dioses son, siendo Uno; así, igualmente, para ver la creación co­mo realmente es, es necesario mirarla con ojos de fe, porque en su ser —de la misma forma que un hijo lleva el imborrable reflejo de su Padre— la creación tiene en sí el indeleble reflejo de su Creador. Ve­remos entonces que también aquí al principio fueron el cielo y la tierra, luego fue la luz, que puede ser comparada con el amor, porque la luz es alegría, como lo es el amor. Y la luz es la atmósfera del Paraíso. Y Dios, incorpóreo Ser, es Luz, y es Padre de toda luz intelectual, afectiva, material, espiritual, en el Cielo y en la Tierra.  En el principio existieron el cielo y la tierra, y les fue dada la luz y por la luz todo fue hecho. Y de la misma forma que en el Cielo altísimo habían sido separados los espíritus de luz de los de tinieblas, en la creación fueron separadas las tinieblas de la luz, y se hizo el Día y la Noche: el primer día de la creación se había cumplido, con su mañana y su tarde, su mediodía y su media noche. ■ Y, cuando la sonrisa de Dios, la luz, pasada la noche, volvió, la mano de Dios, su poderosa voluntad, se extendió sobre la tierra informe y vacía y sobre el cielo por el que vagaban las aguas —uno de los elementos libres en el caos— y quiso que el firmamento separase el desordenado errar de las aguas entre el cielo y la tierra para que fuera entrecielo que protegiera de los rayos paradisíacos, contención de las aguas superiores para que no cayeran los diluvios sobre la fermentación de metales y átomos y erosionasen y disgregasen lo que Dios estaba reuniendo. Estaba establecido el orden en el cielo. El imperativo dado por Dios a las aguas que se extendían sobre la tierra puso orden en ésta. Y tuvo origen el mar. Ahí está. En él, como en el firmamento, está es­crito: ‘Dios existe’. ■ Cualquiera que sea la capacidad intelectual de un hombre y su fe, o su no fe, ante esta página en que brilla una parte mínima de la infinitud que es Dios y en que se manifiesta su poder —porque ningún poder humano ni ninguna ordenación natural de ele­mentos pueden repetir, ni siquiera en mínima medida, un prodigio semejante— está obligado a creer. A creer no sólo en el poder, sino también en la bondad del Señor, que a través de ese mar le da al hombre alimento y caminos, sales saludables; y mitiga el sol y da es­pacio al viento, semillas a las tierras lejanas entre sí; da voces a las tempestades para que llamen a la hormiga, que es el hombre, hacia el Infinito, su Padre; y da la forma de elevarse, contemplando visiones más altas, a más altas esferas.
.  ● Toda la creación es testimonio de Dios. Pero tres son las cosas que hablan de Él: luz, firmamento y mar.- ■ En la creación todo es testimonio de Dios, mas tres son las cosas que más hablan de Él: la luz, el firmamento y el mar: el orden astral y meteorológico es reflejo del Orden divino; la luz que sólo un Dios po­día hacer; el mar, esa potencia que sólo Dios, tras haberla creado, po­día meter en límites seguros, y darle movimiento y voz, sin que por ello, cual poderoso elemento de desorden, dañase a la tierra, a esta tierra que lo sostiene sobre su superficie. ■ Penetrad el misterio de la luz que nunca se acaba. Alzad la mira­da al firmamento en que ríen estrellas y planetas. Bajad vuestra mi­rada hacia el mar. Ved su verdadera realidad: no es algo que separe, sino puente entre los pueblos (con los que están en las otras orillas, invisibles, incluso desconocidas, pero en cuya existencia es necesario creer, por el simple hecho de que existe este mar). Dios no hace nin­guna cosa inútil. Por tanto, no habría hecho esta infinidad si no tu­viera como borde, más allá del horizonte que nos impide la visión, otras tierras, pobladas por otros hombres, con origen todos ellos en un único Dios, llevados allá por tempestades y corrientes, por volun­tad de Dios, para poblar continentes y regiones. Este mar trae en sus ondas, en el rumor de sus olas y mareas,  llamadas lejanas; es elemento de unión, no de separación. ■ Esta ansia que le produce una dulce angustia a Juan, es la llama­da de los hermanos lejanos. Cuanto más dominador de la carne se hace el espíritu más es capaz de oír las voces de los espíritus que están uni­dos aunque medie separación entre ellos (como están unidas las  ramas que han brotado de una única raíz, a pesar de que una ya ni siquiera vea a la otra porque un obstáculo se interpone entre ellas). ■  Mirad el mar con ojos de luz. Veréis tierras y más tierras extendi­das sobre sus playas, en sus bordes, y, dentro de él, más tierras to­davía… Pues bien, de todas ellas llega un grito: ‘¡Venid! ¡Traednos esa Luz que poseéis, esa Vida que se os da! ¡Decidle a nuestro cora­zón esa palabra que ignoramos, pero que sabemos que es la base del universo: amor. Enseñadnos a leer la palabra que vemos escrita en las páginas infinitas del firmamento y el mar: Dios. Iluminadnos, porque sentimos que hay una luz aún más verdadera que la que enrojece el cielo y da perlas al mar. Dad a nues­tras tinieblas esa Luz que Dios os ha dado tras haberla engendrado con su amor; que os ha dado a vosotros, pero para todos, de la misma forma que se la dio a los astros para que la dieran a la Tierra. Voso­tros sois los astros; nosotros, el polvo. Pero formadnos, de la misma forma que el Creador creó con el polvo la Tierra para que el hombre la poblara y le adorase, ahora y siempre, hasta que llegue la hora en que ya no sea Tierra, sino que venga el Reino, el Reino de la luz, del amor, de la paz, como el Dios vivo os ha dicho que será. Porque tam­bién nosotros somos hijos de este Dios y pedimos conocer a nuestro Padre’. ■ Sabed ir por caminos infinitos, sin temores, sin sentimientos de desdén, al encuentro de aquellos que invocan y lloran, de aquellos que os darán, sí, dolor, porque sienten a Dios pero no saben adorarle, pero que os darán también la gloria, porque seréis grandes en la me­dida en que, poseyendo el amor, sepáis darlo, conduciendo a la Ver­dad a los pueblos que esperan». ■  Jesús habló así. Mucho mejor de como lo he dicho yo. Pero al me­nos su concepto es éste”.
* “Juan, has dado una exacta repetición del Maestro. Sólo has dejado lo que dijo sobre tu poder de comprender a Dios por tu generosidad de donarte. Eres bueno, Juan, ¡el mejor de entre nosotros!”.- Zelote dice: “Juan, has dado una exacta repetición del Maestro. Sólo has dejado lo que dijo sobre tu poder de comprender a Dios por tu generosidad de donarte. Eres bueno, Juan, ¡el mejor de entre nosotros! Hemos recorrido la distancia sin darnos cuenta. Allí está Nazaret, construida sobre su terreno ondulado. El Maestro nos está mirando y sonríe. ¡Venga, vamos a alcanzarle para entrar en la ciudad juntos!”. Virgen: “Gracias, Juan, por el gran regalo que has dado a la Mamá”. Magdalena: “Yo también te doy las gracias. También a la pobre María le has abierto horizontes infinitos…”. ■ Cuando llegan, Jesús pregunta: “¿De qué hablabais tanto?”. Zelote: “Juan ha repetido tu discurso del Tabor. Perfectamente. Y hemos gozado de ello”. Jesús: “Me alegro de que mi Madre, cuyo nombre tiene que ver con el mar y cuya caridad es vasta como él, lo haya oído”. Virgen: “Hijo mío, Tú la posees como Hombre; y no es nada respecto a tu infinita caridad de Verbo divino. ¡Mi dulce Jesús!”. Jesús: “Ven, Mamá, a mi lado; como cuando volvíamos de Caná o de Je­rusalén cuando era niño, que me llevabas de la mano”.  Y se miran con su mirada de amor. (Escrito el 5 de Agosto de 1945).
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1  Nota  : Cfr. Gén, 1,1-25;  Salm. 8; 103; Prov. 8,22-31. 2  Nota  : El  deseo pecaminoso  que infundió Satanás en los primeros padres, de llegar a ser “como dioses” (Gén. 3,5), o “como Dios” (Gén. 3,22), no habría sido alguna otra cosa que reproducción o copia de la desordenada ansia que desde un principio los ángeles caídos concibieron. Cfr. como ejemplo, los siguientes lugares bíblicos, en que se habla de ella literal o simbólicamente: Is. 14,3-21; Ez. 28,1-19; Lc. 10,17-20; Ju. 12,31-32; 2 Tes. 2,3-4; Apoc. 8,10; 9,1; 12,7-9.
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(<Jesús acaba de hablar en la sinagoga de Nazaret. Mas la ciudad sigue cerrada al Maestro. En parte irónica, en parte incrédula con algún núcleo incluso de clara maldad que se manifiesta en frases hirientes. Jesús abandona la sinagoga>)
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4-246-110 (4-109-666).- Nazaret permanece incrédula (1): “Mi poder aquí es inoperante porque aquí no hay fe”.
* Una profecía de Judas Tadeo sobre Nazaret y nazaretanos: «Estupidez». ■ Le siguen los apóstoles. Al final de todos van los hijos de Alfeo (y sus ojos no son, ciertamente, ojos de manso cordero)… Miran severamente a la multitud hostil, y Judas Tadeo, sin vacilaciones, se planta erguido ante su hermano Simón y le dice: “Creía que tenía un hermano más honesto y de carácter más fuerte”. Simón agacha la cabeza y calla. Pero el otro hermano, José, respaldado por otros de Nazaret, dice: “¡Deberías avergonzarte de ofender a tu hermano mayor!”. Tadeo: “No. Me avergüenzo de vosotros. De todos vosotros. Esta Nazaret no es simplemente una madrastra para el Mesías, es una madrastra depravada. Oíd mi profecía: Lloraréis tantas lágrimas como para llenar una fuente, pero de nada servirán vuestras lágrimas para borrar de los libros de la historia el verdadero nombre de esta ciudad y el vuestro. ¿Sabéis cuál es? «Estupidez». Adiós”. Santiago añade un saludo más amplio augurando luz de sabiduría. Y salen.
* “¿Pero de dónde le viene la sabiduría? ¿Y de dónde el poder de los milagros que hace? ¿No es el hijo de José el carpintero? Ni siquiera fue a la escuela”.- ■ La gente, que ha quedado confundida, murmura: “¿Pero de dónde le viene la sabiduría?”. “¿Y de dónde los milagros que hace? Porque hacerlos los hace. Toda Palestina lo dice”. “¿No es el hijo de José el carpintero? Todos le hemos visto hacer mesas y camas en el banco de artesano de Nazaret, y arreglar rue­das y cerraduras.  Ni siquiera fue a la escuela. Su Madre fue su única maestra”. José de Alfeo dice: “Eso también fue un escándalo, que nuestro padre criticó”. Nazaretano: “Pero también tus hermanos terminaron la escuela con María de José”. José de Alfeo: “¡Ya! Mi padre fue débil ante su mujer…”. Nazaretano: “Entonces, ¿también el hermano de tu padre?”. José de Alfeo: “También”. Y entre los presentes sigue la confusión. “¿Pero es realmente el hijo del carpintero?”. “¿Pero es que no lo ves?”. “Hay muchos que se parecen. Creo que es uno que se hace pasar por Él pero no lo es”. “¿Y dónde está entonces Jesús de José?”. “¿Pero tú crees que su Madre no le va a conocer?”. “Aquí están sus hermanos y hermanas, y todos ellos le reconocen corno pariente. ¿No es verdad, vosotros dos?”. Los dos hijos mayores de Alfeo asienten con la cabeza. “Entonces se ha vuelto loco o está endemoniado, porque lo que dice no puede provenir de un carpintero”. “Lo que habría que hacer es no escucharle. Su pretendida doctrina es delirio o posesión”.
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* “Un profeta, generalmente, no recibe honor ni de su patria ni de su casa. Mi poder aquí es inoperante, porque aquí no hay fe”.- ■ Jesús está de pie en la plaza esperando a Alfeo de Sara, que está hablando con un hombre. Mientras espera, uno de los que llevaron los borricos, y que había quedado cerca de la puerta de la sinagoga, le trae las calum­nias que allí se han dicho. Jesús le dice: “No te apenes por esto. Un profeta, generalmente, no recibe honor ni de su patria ni de su casa. El hombre es tan necio que cree que para ser profetas es necesario casi estar fuera de la vida; y los coterráneos y familiares, más que todos los demás, conocen y recuerdan la humanidad de su paisano y pariente. Pero la verdad triunfa siempre. Adiós. La paz sea contigo”. “Gracias, Maestro, por haber curado a mi madre”. Jesús: “Lo merecías, porque supiste creer. Mi poder aquí es inoperante, porque aquí no hay fe. Vamos, amigos. Mañana al alba nos marchamos”. (Escrito el 7 de Agosto de 1945).
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1  Nota  : Cfr. Mt. 13,53-58; Mc. 6,1-6.
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(<Jesús y los suyos van camino de Sicaminón. Surge el tema del discurso que Jesús pronunció ayer. En ese discurso, Jesús había comparado a Israel con un bosque petrificado; el bosque no solo se había secado sino que tampoco servía para leña: porque se había convertido en piedra>)
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4-249-130 (4-112-688).- María Stma. instruye a Iscariote sobre el deber preeminente de la fidelidad a Dios.- Israel es incrédulo voluntariamente. Es muy grave pisotear las tres virtudes principales.
“Ahora es Él, el Mesías del Señor y debe ser fiel al Señor como cualquier otro, mejor dicho, más que cualquier otro”.- ■ Zelote dice a Jesús: “A mí me gustó mucho ayer tu discurso de por la noche”. Iscariote: “A mí, no. Fue muy duro para muchos de Israel”. Jesús le pregunta: “¿Te encuentras entre ellos?”. Iscariote: “No, Maestro”. Jesús: “Y entonces, ¿por qué te sientes ofendido?”. Iscariote: “Porque te puede causar algún mal”. Jesús: “¿Debería entonces, para evitar perjuicios, hacer tratos con los pecadores y hacerme su cómplice?”. Iscariote: “No quiero decir esto. No podrías hacerlo. Pero sí guardar silencio, no buscar enemistarte con los grandes”. Jesús: “Callar es otorgar. Yo no doy mi visto bueno a los pecados, ni de los grandes ni de los pequeños…”. Iscariote: “¿Pero no estás viendo lo que le pasó al Bautista?”. Jesús: “Su gloria”. Iscariote: “¿Su gloria? A mí me parece que es su ruina”. Jesús: “Persecución y muerte, porque somos fieles a nuestro deber, son la gloria del hombre. El mártir es siempre glorioso”. Iscariote: “Pero con la muerte, se impide a sí mismo ser maestro, y causa dolor a sus discípulos y familiares; él escapa de todo dolor, pero deja a otros en sufrimientos mucho mayores. El Bautista no tiene padres, es verdad, pero tiene, de todas formas, deberes para con sus discípulos”. Jesús: “Aunque tuviera a sus padres sería igual. La vocación está por encima de la sangre.” ■ Iscariote: “¿Y el cuarto mandamiento?”. Jesús: “Viene después de los que hablan de Dios”. Iscariote: “Tú mismo viste ayer cómo sufre una madre por un hijo…”. Jesús: “¡Mamá ¡Ven aquí!”. María rápida acude a la llamada de Jesús y le pregunta: “¿Qué quieres, Hijo mío?”. Jesús: “Mamá, Judas de Keriot está defendiendo tu causa porque te ama y me ama”. Virgen: “¿Mi causa? ¿En qué?”. Jesús: “Me quiere persuadir de que sea más prudente para que no me vaya a pasar lo que ha pasado a nuestro pariente, el Bautista. Y me dice que es menester tener piedad de la madre propia, no exponiéndose al peligro por causa de ella, porque así lo ordena el cuarto mandamiento. ¿Tú qué dices? Te cedo la palabra, Mamá, para que tú amaestres con dulzura a este Judas nuestro”. Virgen: “Yo digo que dejaría de amar a mi Hijo como Dios, que llegaría hasta pensar que he estado siempre equivocada, que he sufrido siempre error acerca de su Naturaleza, si le viese perder su perfección rebajando su pensamiento a consideraciones humanas perdiendo así de vista las consideraciones sobrehumanas, o sea: redimir, tratar de redimir a los hombres, por amor a ellos y para gloria de Dios, a costa de procurarse dolores y rencores. Le seguiría queriendo como a un hijo descarriado por efecto de alguna fuerza maligna, le seguiría queriendo por piedad, por el hecho de ser hijo mío, porque sería un desgraciado, pero no ya con esa plenitud de amor con que le amo ahora viéndole fiel al Señor”.  Iscariote: “Fiel a Sí mismo, querrás decir”. Virgen:  “Al Señor. Ahora es Él, el Mesías del Señor, y debe ser fiel al Señor como cualquier otro, mejor dicho, más que cualquier otro porque Él tiene la misión más grande que haya existido, que existe y que existirá sobre la Tierra; ciertamente recibe de Dios la ayuda proporcional a tan gran misión”.
* “Israel es incrédulo voluntariamente. Y, por esto, a la falta de caridad une la incredulidad y se cierra a toda esperanza. Pisotear las 3 virtudes principales, Judas, no es pecado pequeño. Es grave”.-Iscariote: “¿Pero si le sucediese alguna desgracia, no llorarías?”. Virgen: “Derramaría todas mis lágrimas. Pero derramaría lágrimas y sangre, si le viese desleal a Dios”. Iscariote: “Esto disminuirá mucho el pecado de los que le persigan”. Virgen: “¿Por qué?”. Iscariote: “Porque tanto tú como Él casi los justificáis”. Virgen: “No lo creas. Los pecados serán siempre iguales a los ojos de Dios, tanto si nosotros juzgamos que ello es inevitable, como si juzgamos que ningún hombre de Israel debería ofender al Mesías”. Iscariote: “¿Ningún hombre de  Israel? Y si fuesen gentiles, ¿no sería lo mismo?”. Virgen: “No. Para los gentiles solo habría pecado hacia un semejante. Israel sabe quién es Jesús”. ■ Iscariote: “Muchos de Israel no lo saben”. Virgen: “No lo quieren saber. Israel es incrédulo voluntariamente. Y, por esto, a la falta de caridad une la incredulidad y se cierra a toda esperanza. Pisotear las tres virtudes principales, Judas, no es un pecado pequeño. Es grave, espiritualmente es más grave que el acto material que se cometa contra mi Hijo”. Judas ya sin argumentos suficientes, se agacha para atarse una sandalia y se queda retrasado. (Escrito el 10 de Agoto de 1945).
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(<Jesús y Santiago de Alfeo se encuentran en el monte Carmelo. Jesús le habla de los tiempos futuros, cuando ya no esté Él. Le encomienda la misión de ser el jefe de la Iglesia de Jerusalén>)
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4-258-188 (4-121-748).- Jesús instruye a Santiago de Alfeo, futura cabeza de la Iglesia de Jerusalén. Sobre la forma de convencer. Inconmovible solo en el dogma.
* “La convicción se obtiene con una dulce firmeza”.- ■ Santiago dice: “No puedo, no puedo, Señor. Da a mi hermano esta tarea. Dala a Juan, a Simón Pedro, al otro Simón, pero no a mí, Señor. ¿Por qué a mí? ¡Qué he hecho para merecerla! ¿No ves que soy un pobre, bien pobre, hombre con una sola capacidad: la de amarte y la de creer firmemente en todo cuanto dices?”. Jesús: “Tu hermano Judas tiene un temperamento muy fuerte. Estará bien él, donde haya que abatir al paganismo. Pero no aquí donde hay que convencer a la nueva fe a los que, por pertenecer al pueblo de Dios, se creen a pies juntillas que están en lo cierto; no aquí, donde lo que hay que hacer es convencer a todos aquellos que, a pesar de creer en Mí, se sentirán defraudados ante el desarrollo de los acontecimientos. Convencerlos que mi Reino no es de este mundo, sino que es ese Reino espiritual, de los Cielos, cuyo preludio es una vida de creyentes, esto es, una vida cuyos valores preponderantes son los del espíritu. ■ La convicción se obtiene con una dulce firmeza. ¡Ay del que coge de la garganta para persuadir! El que se siente así agredido dirá: «sí» en ese momento, por libertarse, pero después huirá, y —si no es un malvado, sino solamente una persona extraviada— no volverá hacia atrás ni querrá aceptar más confrontaciones; o  —si es un malvado o simplemente un fanático— huirá para ir a armarse y dar muerte a éste que, atropellando a los demás, proclama ser el poseedor de doctrinas distintas de las suyas. Y tú te verás rodeado de fanáticos. Fanáticos entre los creyentes, fanáticos entre los israelitas. Los primeros exigirán actos de violencia, o al menos, permiso para llevarlos a cabo. Porque el viejo Israel, con sus intransigencias y restricciones, estará todavía presente en ellos agitando su cola venenosa. Los segundos marcharán contra ti, como si se tratase de una guerra santa, en defensa de su vieja fe, de sus símbolos, de sus ceremonias. Y tú estarás en  el centro de este mar tempestuoso. Tal es la suerte de los jefes. Y tú serás el jefe de los creyentes que Jesús haya hecho en Jerusalén. ■ Habrás de saber amar con perfección para poder ser jefe santamente. A las armas y anatemas de los judíos no opondrás armas ni anatemas, sino tu propio corazón. Jamás te vayas a tomar la licencia de imitar a los fariseos considerando a los gentiles como basura. También por ellos vine, porque en realidad, para sólo Israel hubiera sido desproporcionado el aniquilamiento de Dios en una carne sujeta a la muerte. Porque si es verdad que mi Amor me habría movido a encarnarme con alegría aún por la salvación de una sola alma, la Justicia, que es también parte de Dios, exige que el Infinito se aniquile por una infinitud: el género humano. ■ Deberás ser dulce con ellos, con esa dulzura que no rechaza, limitándote a ser inconmovible solo en el dogma, pero condescendiente con otras formas materiales de vida, distintas de las nuestras, pero que no lesionan el espíritu. Mucho tendrás que combatir con los hermanos por esto, porque Israel está cargado de prácticas, externas e inútiles porque no cambian el espíritu. Tú, por el contrario, preocúpate únicamente del espíritu, y así enséñalo a otros. No vayas a pretender que los gentiles cambien de repente sus costumbres; ni siquiera tú cambiarías las tuyas de un solo golpe. No te quedes anclado en tu dique, porque para recoger en el mar los restos de embarcaciones y llevarlos al astillero para reconstruirlos es menester navegar, no estar parado en tierra firme; y debes ir en busca de estos restos. Los hay en el gentilismo y también en Israel. En el confín del inmenso mar está Dios abriendo los brazos a todos lo que ha creado, sean ricos de santo origen, como los israelitas, o pobres como los paganos”. (Escrito el 20 de Agosto de 1945).
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4-268-265 (5-131-832).- “No tengáis miedo porque mi yugo es suave y su carga ligera” (1).
* “Mi doctrina y mi fe, por el contrario, son el alivio de estos pesos agobiadores (desengaños, trabajos y sus cargas, las heridas de su larga vida, superiores a veces a las fuerzas humanas). Por esto se llama la «Buena Nueva». Quien la acepta y obedece, ya desde este mundo será bienaventurado, porque Dios será su ayuda”.- ■ Dice Jesús: “Mi doctrina es un yugo que pliega al linaje humano culpable; es mazo que rompe la dura corteza para liberar de ella al espíritu. Es yugo y es mazo, sí; pero, a pesar de ello, quien la acepta no siente el cansancio que producen todas las otras doctrinas humanas y las otras cosas humanas; el que se deja golpear por este mazo no siente el dolor de ser quebrado en su yo humano, sino que experimenta un sentido de liberación. ¿Por qué queréis liberaros de ella para sustituirla por lo que es plomo y dolor? Todos vosotros tenéis vuestros dolores y vuestros trabajos; todos los hombres padecen dolores y trabajos, algunas veces superiores a las fuerzas humanas, desde el niño hasta el anciano, que se pliega hacia la tumba con todos sus desengaños y trabajos y sus cargas y las heridas de su larga vida. Mi doctrina y mi fe, por el contrario, son el alivio de estos pesos agobiadores. Por esto se llama la «Buena Nueva». Quien la acepta y obedece, ya desde este mundo será bienaventurado, porque Dios será su ayuda, y porque las virtudes harán fácil y luminoso su camino, como si fuesen hermanas buenas que, llevándole de la mano, con las lámparas encendidas, iluminarán su camino y su vida y le cantarán las eternas promesas de Dios, hasta que, plegando en paz su cansado cuerpo, se despierte en el Paraíso. ■ ¿Por qué queréis, oh hombres, estar fatigados, tristes, cansados, hastiados, desesperados, cuando podéis ser aliviados y confortados? ¿Por qué queréis, vosotros, apóstoles míos, sentir el cansancio de la misión, su dificultad, su dureza, siendo así que, teniendo la confianza de un niño, podéis experimentar exclusivamente gozosa diligencia, luminosa facilidad para cumplirla; podéis comprender y sentir que la misión es dura exclusivamente para los impenitentes que no conocen a Dios, mientras que para sus fieles es como una mamá que ayuda en el camino, señalando a los pies inseguros del niño piedras y espinos, nidos de serpientes y zanjas, para que los advierta y no peligre en ellos? ■ Ahora os sentís desalentados. ¡Vuestro desaliento ha tenido un comienzo harto miserable! Os sentís desalentados: antes, por mi humildad, como si hubiera sido un delito contra Mí mismo; ahora, porque habéis comprendido que me habéis causado dolor, y también lo lejos que estáis todavía de la perfección. En pocos, este segundo estado de desaliento está exento de soberbia, de la soberbia herida por la constatación de que todavía no sois nada, mientras que, por orgullo querríais ser perfectos. Tened tan solo la humildad gozosa de aceptar la reprensión y de confesar que os equivocasteis, prometiendo dentro de vuestro corazón que deseáis la perfección por un fin sobrehumano. Y luego venid a Mí. Yo os corrijo, mas os comprendo y os trato con indulgencia”.
* “Tres veces bienaventurados aquellos que siguen avanzando sin goces de luz ni de dulzuras, y que no se rinden porque no ven ni sienten nada. Os lo digo: que el más oscuro de los caminos, de pronto, se hará luminosísimo y se abrirá a paisajes celestiales”.- Jesús: “Venid a Mí, apóstoles míos; venid a Mí, todos vosotros, hombres, que sufrís por dolores materiales, morales, espirituales. Dolores espirituales causados por el dolor de no saberos santificar como querríais por amor a Dios y con diligencia y sin retornos al Mal. El camino de la santificación es largo y misterioso, y algunas veces se cumple con desconocimiento por parte del que camina, el cual avanza entre tinieblas, con el sabor del veneno en la boca, y cree que ni avanza ni bebe bebida celestial, y no sabe que esta ceguedad espiritual es también un elemento de perfección. ■ Bienaventurados aquellos, tres veces bienaventurados aquellos que siguen avanzando sin goces de luz ni de dulzuras, y que no se rinden porque no ven ni sienten nada, y no se paran diciendo: «Hasta que Dios no me consuele no continúo». Os lo digo: que el más oscuro de los caminos, de pronto, se hará luminosísimo y se abrirá a paisajes celestiales; el veneno, después de haber quitado todo gusto por las cosas humanas, se cambiará en dulzura de paraíso para estos valientes, que, asombrados, dirán: «¿Pero cómo? ¿Por qué a mí tanta alegría y dulzura?». La razón es que han perseverado y Dios les hará pregustar desde la tierra lo que habrá en el Cielo. ■ Pero, entre tanto, para que podáis resistir, venid a Mí, apóstoles, que estáis fatigados y cansados, y con vosotros todos los hombres que buscan a Dios, que lloran a causa de los dolores que sufren, que se agotan solos, que Yo os confortaré. Echad sobre vosotros mi yugo, que no es un peso sino un apoyo. Abrazad a mi doctrina como si fuese una esposa amada. Imitad a vuestro Maestro que no se limita a predicarla sino que pone en práctica lo que enseña. Aprended de Mí que soy manso y humilde de corazón. Encontraréis el descanso para vuestras almas, porque la mansedumbre y la humildad conceden el reino, en los Cielos y en la tierra. ■ Os lo dije, ya, que los verdaderos triunfadores son los que conquistan el amor y el amor siempre es manso y humilde. Nunca os impondría algo que fuese mayor a vuestras fuerzas, porque os amo y os quiero conmigo en mi Reino. Tomad pues mi enseña y mi distintivo, y esforzaos por ser semejantes a Mí, y como mi doctrina enseña. No tengáis miedo, porque mi yugo es suave y su carga ligera, mientras que la gloria de que gozaréis, si me sois fieles, será infinitamente grande, ilimitada, eterna…”. (Escrito el 1 de Septiembre de 1945).
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1  Nota  : Cfr. Mt. 11,28-30.
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(<Después de la 1ª multiplicación de los panes y peces, estando Jesús orando en el monte, tiene lugar la tempestad en el lago>)
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4-274-298 (5-137-868).- La tempestad calmada. Jesús camina sobre las aguas  (1).
* Jesús hecho luz, envuelto como en una fosforescencia, vuela sobre las olas.- ■ La tarde está ya avanzada; es casi de noche, porque apenas se puede distinguir por el sendero que trepa hacia la cima de un montecillo en el que hay, esparcidas acá y allá, árboles que parecen olivos. Como la luz es tan escasa no puedo asegurar lo que sea. Lo que sí puedo decir es que son árboles no demasiado altos, frondosos y torcidos como suelen ser los olivos. Jesús está solo. Su vestido es blanco, su manto azul oscuro. Va subiendo. Se interna entre los árboles. Su paso es largo y seguro, y por ser largo aunque no rápido, avanza mucho y no se fatiga. Sigue caminando hasta que llega a una especie de balcón natural, desde el que uno se asoma al lago; un lago todo calmado bajo la luz de las estrellas, que llenan el cielo con sus ojitos brillantes. El silencio envuelve a Jesús en su tranquilidad; le aleja y le hace olvidar de las multitudes y de la tierra, y le une al Cielo, que parece descender cada vez más para adorar al Verbo de Dios y acariciarle con la luz de los astros. Jesús está orando en su posición habitual: en pie y con los brazos abiertos en forma de cruz. Tiene detrás de su espalda un olivo; parece ya un crucificado en este tronco oscuro. Puesto que es alto, las ramas le cubren, y sustituyen al letrero de la cruz con las palabras más apropiadas de Cristo: en el calvario se leyó: “Rey de los Judíos”; aquí: “Príncipe de la paz”. El pacífico olivo habla cabalmente a quien sabe oír. Jesús ora largo tiempo. Luego se sienta sobre las raíces del olivo que sobresalen de la tierra, y toma su actitud acostumbrada: con las manos entrecruzadas y los codos apoyados sobre las rodillas. Medita. ¡Quién sabrá qué conversación sostiene con el Padre y el Espíritu en esta hora en que está solo y puede ser todo de Dios! ¡Dios con Dios! Me parece que pasan muchas horas así, porque veo que las estrellas han cambiado de posición y muchas ya se han ido a ocultar tras del horizonte. ■ En el preciso momento en que un asomo de rayo de luz se dibuja en el lejano horizonte del este, una racha de viento sacude el olivo. Luego calma. Luego vuelve más fuerte. Con pausas cada vez más violentas. La luz del alba, que apenas empezó a asomarse, se hace camino entre el montón de nubes negras que vienen a llenar el cielo, empujadas por ráfagas de viento cada vez más fuerte. El lago no está ya quieto. Me da la impresión de que se está preparando una tempestad como la que vi otra vez. El rumor de las ramas, y el ruido sordo de las aguas llenan ahora este espacio, poco antes tan calmado. Jesús sale de su meditación. Se levanta. Mira el lago. Busca en él, a la luz de las pocas estrellas que han quedado y de la naciente alba, y ve la barca de Pedro que boga a todo remo hacia la orilla opuesta, pero sin llegar. Jesús se envuelve estrechamente en su manto, coge la extremidad del mismo (que pende y que le impediría bajar fácilmente) y se lo echa sobre la cabeza, como si fuera una capucha;  y baja corriendo, no por donde había subido, sino por un sendero corto que lleva directamente al lago. Baja tan veloz que parece volar. Llegado a la orilla, sacudida por las aguas, donde las olas se agolpan por momentos y la cubren de espuma, prosigue su veloz camino como si no caminase sobre un elemento líquido y todo en movimiento, sino sobre el más liso y sólido pavimento. Ahora Él se ha convertido en luz. Parece como si toda la poca luz, que todavía llega de unas cuantas y agonizantes estrellas y de la borrascosa aurora, convergiera en Él; parece como si fuera recogida como fosforescencia en torno a su cuerpo esbelto. Vuela sobre las olas, sobre las crestas espumosas, en los pliegues oscuros entre ola y ola, con los brazos extendidos hacia delante, hinchándose el manto en torno a la cara y flotando al viento, pese a que está estrechamente pegado al cuerpo, como el aleteo de un ala.
* ¡Oh, qué hombre de poca fe! ¿Por qué has dudado de Mí? ¿Por qué quisiste hacerlo por ti mismo?”.- ■ Los apóstoles le ven y lanzan un grito de miedo que el viento lleva a Jesús. Jesús: “No temáis. Soy Yo”. La voz de Jesús aunque tiene el viento en contra, resuena sin perderse sobre el lago. Pregunta Pedro: “¿Eres Tú de veras, Maestro? Si eres Tú dime que pueda ir a tu encuentro caminando sobre las aguas como Tú. Jesús sonríe: Ven”, y lo dice sencillamente como si fuese la cosa más natural del mundo andar sobre el agua. Y Pedro, semidesnudo como está, o sea, con una túnica ligera, corta y sin mangas, salta de la barca y se dirige a Jesús. Pero, cuando se encuentra a una distancia de unos cincuenta metros de la barca y casi a otros tantos de Jesús, el miedo se apodera de él. Hasta ahí le ha mantenido su impulso de amor. Ahora su humanidad le vence y… tiembla, temiendo por su propia vida. Como quien estuviera sobre un suelo resbaladizo o mejor, sobre arenas movedizas, Pedro empieza a tambalear, a gesticular, a sumergirse. Y cuanto más gesticula y más miedo tiene, más se hunde. ■ Jesús se ha detenido y le está mirando, serio. Espera. Pero ni siquiera extiende una mano; es más, tiene ambas manos entrecruzadas sobre el pecho. Ya no da un paso ni pronuncia una sola palabra. Pedro se va hundiendo. Desaparecen los tobillos, las espinillas, las rodillas. El agua le llega hasta las ingles, sube, sube hasta la cintura. El terror está pintado en su cara. Un terror que le paraliza aun el poder pensar. No es más que una carne que tiene miedo de ahogarse. No piensa siquiera en echarse a nadar. Nada. Es una presa del terror. Por fin se decide a mirar a Jesús. Y basta con mirarle para que su mente empiece a razonar,  comprender dónde está la salvación. “Maestro, Señor, sálvame”. Jesús abre los brazos y, casi como llevado por el viento y la ola, se apresura hacia el apóstol, le tiende la mano diciéndole: “¡Oh, qué hombre de poca fe! ¿Por qué has dudado de Mí? ¿Por qué quisiste hacerlo por ti mismo?”. Pedro, que angustiosamente se ha asido de la mano de Jesús, no responde. Le mira sólo para ver si no está enojado. Le mira con una mezcla de miedo que todavía le queda y de arrepentimiento que va naciendo. Jesús sonríe. Le ase fuertemente a la muñeca, hasta que llegados a la barca suben en ella. ■ Jesús ordena: “Id a la ribera. Éste está completamente mojado”. Y sonríe mirando al discípulo humillado. Las olas se allanan para facilitar el desembarco. La ciudad, vista otra vez desde lo alto de una colina,  se delinea más allá de la otra orilla. La visión termina aquí. (Escrito el 4 de Marzo de 1944).
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1  Nota  : Cfr. Mt. 14,24-33;  Mc. 6,47-52;  Ju. 6,16-21.
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4-274-300 (5-138-871).- Enseñanza sobre la «tempestad calmada»: “Quiero que tengáis fe. Si la tenéis vengo a vosotros  pues  soy el Ángel vigilante”.
“¡Qué caricia, qué dulzura oír que me llamen los hombres; sentir que se acuerdan de que soy el «Salvador»! Y no te digo qué infinita alegría me penetra cuando alguien que me ama y me llama incluso sin esperar el momento de la necesidad; porque me ama más que a nadie en el mundo”.- ■ Dice Jesús: “Muchas veces no espero ni siquiera a que me llamen cuando veo a mis hijos en peligro. Y muchas veces acudo también a favor del hijo ingrato conmigo. Vosotros dormís, o estáis embebidos en los cuidados de esta vida, en los afanes de esta vida. Yo vigilo y ruego por vosotros. Soy el Ángel de todos los hombres. Velo sobre vosotros, y para Mí no hay nada más doloroso que el que no pueda intervenir por rechazar vosotros mi intervención, prefiriendo actuar por vosotros mismos, o, peor aún, pidiendo ayuda al Maligno. Siento como sentiría un padre a quien su hijo le dijese: «No te amo. No te quiero. Sal de mi casa», y quedo humillado, dolorido como no lo estuve por las heridas. Pero si lo que pasa es que estáis distraídos por esta vida y mínimamente no me instáis a que me vaya, entonces Yo soy el eterno Vigilante dispuesto a acudir antes incluso de ser llamado. Y si espero a que apenas me digáis una sola palabra —alguna vez lo espero— es para oír vuestra llamada. ■ ¡Qué caricia, qué dulzura oír que me llamen los hombres; sentir que se acuerdan de que soy el «Salvador»! Y no te digo qué infinita alegría me penetra y exalta cuando alguien que me ama y me llama incluso sin esperar el momento de la necesidad; que me llama porque me ama más que a nadie en el mundo y se siente llenar de una alegría semejante a la mía por el simple hecho de llamarme: «Jesús, Jesús», como hacen los niños cuando gritan a sus madres: «¡Mamá, mamá!» y les parece como si fluyera miel de entre sus labios, pues el simple hecho de pronunciar la palabra: «Mamá» lleva consigo el sabor de los besos maternos”.
“Me había aislado para dar gracias al Padre por el milagro de los panes. Mi espíritu se había lanzado al encuentro de mi Padre para decirle: «¡Te amo, Padre Santo!». Decírselo como Hombre, además de como Dios”.-Jesús: “Los apóstoles remaban, obedeciendo mi orden de que me esperasen en Cafarnaúm. Yo, después del milagro de los panes, me había alejado de la gente, no por desdén hacia ella ni por cansancio. Jamás sentí desdén hacia los hombres, ni siquiera si conmigo eran malos. Solo me indignaba cuando veía pisoteada la Ley y profanada la casa de Dios. Entonces no se trataba de Mí directamente, sino de los intereses del Padre; y Yo era en la tierra el primero de los siervos de Dios al servicio del Padre de los Cielos. Nunca estaba cansado de dedicarme a las multitudes, a pesar de verlas tan obtusas, tardas, humanas, como para hacer perder el ánimo a los más optimistas en su misión. Es más, precisamente porque eran tan imperfectas, multiplicaba hasta el infinito mis lecciones, los consideraba verdaderamente como escolares retrasados y guiaba su espíritu hacia los más rudimentales descubrimientos y pasos primeros, de la misma forma que un maestro paciente guía las manitas inexpertas de sus alumnos para que tracen los primeros rasgos de letras, para irlos haciendo cada vez más capaces. ¡Cuánto amor di a las gentes! Las tomaba de la carne para llevarlas al espíritu. Sí, Yo también empezaba por la carne; pero, mientras que Satanás coge de la carne para llevar al Infierno, Yo cogía de la carne para llevar al Cielo. ■ Me había aislado para dar gracias al Padre por el milagro de los panes. Habían comido varios millares de personas. Yo había exhortado a que dijesen: «gracias» al Señor. Pero el hombre una vez conseguida la ayuda, no sabe decir «gracias». Di Yo las gracias por ellos. Y luego… y luego, me había fundido con mi Padre, del que sentía una nostalgia de amor infinita. Vivía en la tierra, pero como un cuerpo sin vida. Mi espíritu se había lanzado al encuentro de mi Padre —le sentía inclinado hacia su Verbo— para decirle: «¡Te amo, Padre Santo!». Mi gozo consistía en decirle. «Te amo». Decírselo como Hombre, además de como Dios. Humillar ante Él el sentimiento del hombre, de la misma forma que le ofrecía mi palpitar de Dios. Me parecía que era Yo el imán que atraía a sí todos los amores del hombre, del hombre capaz de amar un poco a Dios; y me parecía acumularlos y ofrecerlos en la cavidad de mi corazón. Me parecía ser Yo solo el Hombre, o sea, el Linaje humano, que volvía —como en los días de su inocencia— a conversar con Dios con el fresco del atardecer”.
“Quiero que tengáis fe. Si la tenéis vengo a vosotros, y os saco del peligro. ¡Ah si la Tierra supiese decir: «Maestro, Señor, sálvame!». Bastaría un grito —habría de ser de toda la Tierra— para que instantáneamente Satanás y sus colaboradores cayesen vencidos”.- ■ Jesús: “Pero, aunque tal beatitud era completa porque era beatitud de caridad, no me abstraía de las necesidades de los hombres. Y advertí el peligro en que se encontraban mis hijos en el lago. Entonces dejé al Amor por el amor. La caridad debe ser diligente. Me tomaron por un fantasma. ¡Oh! Cuántas veces, pobres hijos, me tomáis por un fantasma, por un objeto que infunde miedo. Si pensarais continuamente en Mí, al momento me reconoceríais. Pero tenéis muchas telarañas en vuestro corazón, y ello os aturde. Pero Yo me doy a conocer. ¡Oh, si supierais oírme! ■ ¿Por qué se hunde Pedro después de que caminó algunos metros? Ya lo dijiste: «porque su humanidad vence a su espíritu». Pedro era muy humano. Si hubiera sido Juan, ni habría tenido esa soberbia osadía ni habría cambiado tan volublemente de pensamiento. La pureza da prudencia y firmeza. Pero Pedro era «hombre» en toda la extensión de la palabra. Tenía el deseo de sobresalir, de mostrar que «nadie» como él amaba al Maestro; quería imponerse y, solo por el hecho de ser uno de los míos, se creía ya superior a las debilidades de la carne. Sin embargo, ¡pobre Simón!, en las pruebas mostraba todo lo contrario. Ello era necesario para que luego fuera el que perpetuase la misericordia del Maestro en la Iglesia naciente. Pedro no solo se convierte en presa del miedo por temor de su vida que se halla en peligro, sino como tú dijiste, «no piensa sino en salvarse». Ya no reflexiona ni me mira. ■ También vosotros hacéis lo mismo. Y, cuanto más inminente es el peligro, más queréis valeros por vosotros mismos. ¡Como si pudieseis hacer algo! Nunca como en los momentos en que deberíais esperar a Mí, y llamarme, os alejáis y me cerráis el corazón, y hasta me maldecís. Pedro no me maldice, pero sí me olvida, con lo cual tengo que manifestar una voluntad imperiosa para llamar hacia Mí a su espíritu, y que éste le haga levantar los ojos hacia su Maestro y Salvador. Le absuelvo anticipadamente de su pecado de duda porque le amo, porque amo a este hombre impulsivo que, una vez confirmado en gracia, sabrá caminar ya sin turbaciones ni cansancios hasta el martirio, echando incansablemente, hasta la muerte, su mística red para llevar almas a su Maestro. ■ Y cuando me invoca, no solo camino sino que vuelo en su socorro y le agarro bien fuerte para conducirle sano y salvo. Mi reproche fue suave porque comprendo todas las atenuantes de Pedro. Soy el defensor y juez más bueno que hay y que jamás habrá. Para todos. Os comprendo ¡pobres hijitos míos! Y si os digo una palabra de reproche mi sonrisa os la endulza. Os amo. Eso es todo. Quiero que tengáis fe. Si la tenéis vengo a vosotros, y os saco del peligro. ¡Ah si la Tierra supiese decir: «Maestro, Señor, sálvame!». Bastaría un grito —habría de ser de toda la Tierra— para que instantáneamente Satanás y sus colaboradores cayesen vencidos. Pero no sabéis tener fe. Multiplico los medios para llevaros a la fe, pero éstos caen en medio de vuestro lodo, como una piedra cae en el fango de un pantano y quedan ahí sepultados. No queréis purificar las aguas de vuestro espíritu. Preferís ser fango pútrido. No importa. Yo cumplo mi deber de Salvador eterno. Aunque no pueda salvar al mundo, porque el mundo no quiere ser salvado, salvaré del mundo a aquellos que, por amarme como debo serlo, no pertenecen ya al mundo”. (Escrito el 4 de Marzo de 1944).
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4-275-316 (5-139-887).- Obra de misericordia: “Afirmad la fe de los que dudan”.
Abrid las cárceles a estos prisioneros de sí mismos, de su enfermedad llena de niebla. Guiadlos hacia el sol y hacia lo alto. Sed maestros y padres para con estas personas inseguras”.- Dice Jesús: “Hay muchas personas con saber en el mundo, pero no saben creer con firmeza. Titubean, titubean, como atrapadas por dos sogas opuestas, y no caminan ni un solo paso; se acaban las fuerzas sin lograr nada. Son los que dudan. Son los de los «pero», los de los «si», los de los «¿y luego?»; los de las preguntas: «¿Será así después?», «¿Y si no fuera así?», «¿Voy a poder?», «¿Y si no lo logro?», etc. Son esas flores campanilla que, si no encuentran dónde agarrarse, no suben;  y, aunque lo encuentren, se bambolean para un lado o para otro, y no solo hay que darles el soporte, sino que hay que colocarles en él a cada rato del día. ¡Verdaderamente hacen practicar la paciencia y caridad más que un muchachito retrasado! ¡Pero, en nombre del Señor, no los abandonéis! Dad toda la fe luminosa, la fortaleza ardiente, a estos prisioneros de sí mismos, de su enfermedad llena de niebla. Guiadlos hacia el sol y hacia lo alto. Sed maestros y padres para con estas personas inseguras. Sin cansancios ni impaciencias. ¿Que le hacen caérsele el alma a los pies a uno? Perfectamente bien. También vosotros muchas veces me la hacéis caer a Mí, y más todavía al Padre que está en los Cielos, que debe pensar muchas veces que parece  inútil el que la Palabra se haya hecho Carne, ya que el hombre, aun oyendo ahora hablar al Verbo de Dios, sigue dudando. ¡No querréis ya presumir de estar por encima de Dios y de Mí! ■ Abrid, pues, las cárceles a estos prisioneros de los «pero» y de los «si». Romped las cadenas de los «¿voy a poder?». «¿Y si no lo  logro?». Persuadidles de que basta con hacer lo mejor posible todo; Dios está contento así. Y, si los veis resbalar y caer de su soporte, no paséis de largo; levantadlos otra vez; como hacen las madres, que no siguen su camino si cae por tierra su pequeñuelo, sino que se detienen, le levantan, le limpian, le consuelan, le sujetan, hasta que se les pasa el miedo de caerse otra vez; y esto lo hacen durante meses y años si el niño es débil de piernas”. (Escrito el 8 de Septiembre de 1945).
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(<Jesús y toda una comitiva de apóstoles y mujeres van recorriendo las ciudades del otro lado del Jordán: Gerasa, Bozra, Arbela, Aera… Viajan algunos de estos trayectos con la caravana de un mercader, Alejandro Misace, que por asuntos de negocios se desplaza también por esos lugres>)
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4-290-405 (5-154-982).- El mercader Alejandro Misace pregunta: “¿Por qué exiges tanta fe para hacer un milagro? ¿Y por qué quisiste antes que se arrepintiese?”.-
* Al hombre de los ojos ulcerosos: “Di a tu mujer que tenga también fuerzas para creer completamente”.- ■ La caravana sale del vasto patio del mercader Alejandro. Sale ordenada como si se tratase de un desfile militar. Los últimos son Jesús y los suyos. Los camellos avanzan columpiando rítmicamente su cuerpo con los grandes fardos, y las cabezas, sobre los arqueados cuellos, a cada paso parecen preguntar: “¿Por qué? ¿Por qué?”, con un movimiento mudo pero típico, como el de las palomas, que a cada paso parecen decir: “sí, sí” a todo lo que ven. La caravana debe atravesar la ciudad. El aire de la mañana es transparente. Todos van envueltos porque hace fresco. Los cascabeles de los camellos, el “arre”, “arre” de los camelleros, el sonido propio de los camellos que producen al caminar, avisan a los gerasenos que Jesús parte. La noticia se difunde rápida como el rayo y los gerasenos llegan a saludarle, a traerle frutas y alimentos. Un hombre con un niñito enfermo corre: “Bendícelo, para que se cure. Compadécete de él”. Y Jesús levanta la mano, le bendice y añade: “Vete en paz. Ten fe”. ■ El hombre responde con un “sí” tan lleno de confianza, que una mujer pregunta: “¿Curarías también a mi marido que tiene úlceras en los ojos?”. Jesús: “Si sois capaces de creer, sí”. Mujer: “Entonces voy a traerle. Espérame, Señor”. Y, más que echarse a correr, vuela como una golondrina. ¡Esperar! ¡Parece fácil! Los camellos siguen avanzando. Alejandro a la cabeza de la columna, no sabe lo que pasa en la retaguardia. La única solución es mandarle un aviso. Dice Jesús: “Corre, Marziam. Ve a decir al mercader que se detenga antes de salir de los muros”. Y el niño cual flecha corre a cumplir lo que le mandaron. La caravana se detiene. El mercader viene a donde está Jesús: “¿Qué pasa?”. Jesús: “Quédate y verás”. ■ Pronto regresa la mujer gerasena con su marido enfermo de los ojos. ¡Decía úlceras!: son dos cuevas de pus abiertas en medio de la cara. Los ojos se ven allí en el centro, enturbiados, enrojecidos, casi ciegos, entre gotas repugnantes de lágrimas. En cuanto el hombre levanta la venda obscura que protege los ojos de la luz, aumentan las lágrimas porque la luz aumenta el dolor de los ojos enfermos. El hombre entre gemidos dice: “¡Piedad! ¡Me duele mucho!”. Jesús: “También has pecado mucho ¿De eso no te dueles? ¿Tan sólo te afliges por no poder ver este mundo de miseria? ¿No conoces nada de Dios? ¿No te causan miedo las tinieblas eternas? ¿Por qué faltaste a tu deber?”. El hombre se echa a llorar y agacha la cabeza. No pronuncia ni una palabra. La mujer también llora y dice: “Le he perdonado…”.  Jesús: “También yo le perdonaré si me jura aquí de no volver a caer en su pecado”. Hombre: “¡Sí, sí! Perdón. Ahora comprendo qué cosa trae el pecado consigo. Perdón. Perdóname como mi mujer me ha perdonado. Tú eres bueno”. Jesús: “Te perdono. Vete a lavar la cara en el río y te curarás”. La mujer gime: “El agua está fría. ¡Le hará mal, Señor!”. Pero el hombre no piensa más que en ir al riachuelo, y se va… a tientas, hasta que el apóstol Juan, movido de compasión, le toma de una mano y le guía; llega la mujer y le toma de la otra mano. El hombre baja hasta donde está el agua fría, que sale entre piedras, se agacha, toma agua con los cuencos de sus manos unidas y se lava una y otra vez la cara. No da señales de dolor. Es más, da la impresión de que lo que está haciendo le alivia. Sube a la orilla, vuelve donde Jesús, quien le pregunta: “¡Y bien! ¿Estás ya curado?”. Hombre: “No, Señor, todavía no. Pero Tú dijiste y me curaré”. Jesús: “Entonces sigue esperando. Hasta pronto”. La mujer pierde sus ilusiones. Llora… ■ Jesús hace señal al mercader de que puede emprender de nuevo la marcha; y éste, también desilusionado, hace pasar la voz. Los camellos empiezan nuevamente a caminar con ese movimiento suyo como de una barca que alzara y bajara la proa contra la ola, salen fuera de las murallas, toman el camino ancho y polvoriento de caravanas que va en dirección al suroeste. Los últimos del grupo apostólico, esto es, Juan de Endor y Simón Zelote, apenas han sobrepasado unos veinte metros los muros, cuando un grito rompe el aire tranquilo, grito que parece llenar el mundo. Se oye otra vez, es fuerte, resuena con notas de alegría, de alabanza: “¡Veo! ¡Jesús, bendito mío! ¡Veo, veo, veo! ¡Creí y veo! ¡Jesús! ¡Jesús, bendito mío!” y el hombre con la cara completamente sana, con los ojos que ahora son bellos, cual dos encendidos carbones, llenos de luz y de vida, atraviesa por entre los apóstoles, y cae a los pies de Jesús, llegando casi hasta las pezuñas del camello del mercader que apenas tiene tiempo de que su animal se retire un poco. El hombre besa el vestido de Jesús repitiendo: “¡Creí! ¡Creí y veo! ¡Bendito mío!”. Jesús: “Levántate y sé feliz. Sobre todo bueno. Di a tu mujer que tenga también fuerzas para creer completamente. Adiós”. Y Jesús se separa del hombre curado y emprende el camino.
* “¿Por qué exiges tanta fe para hacer un milagro? ¿Y por qué quisiste antes que se arrepintiese?”.- ■ Pensativo el mercader se alisa la barba. Después pregunta: “¿Y si no hubiera seguido creyendo después de que se lavó y vio que nada le sucedió?”. Jesús: “Se hubiera quedado como estaba”. Alejandro: “¿Por qué exiges tanta fe para hacer un milagro?”. Jesús: “Porque la fe es testimonio de que hay esperanza y amor en Dios”. Alejandro: “¿Y por qué quisiste antes que se arrepintiese?”. Jesús: “Porque el arrepentimiento hace amigo de Dios”.
“Porque el arrepentimiento viene cuando el hombre busca y conoce a Dios”.- ■ Alejandro dice: “Yo, que no estoy enfermo, ¿qué debo hacer para testimoniar que tengo fe?”. Jesús: “Venir a la Verdad”. Alejandro: “¿Y podría llegar a la verdad sin la amistad de Dios?”. Jesús: “No podrías hacerlo sin la bondad de Dios. El Señor permite que quien —todavía sin arrepentimiento— le busca, le encuentre; porque el arrepentimiento llega cuando el hombre, conscientemente o con un mínimo atisbo de conciencia de lo que desea su alma,  busca y conoce a Dios. Al principio es como un idiota guiado tan sólo por el instinto. ¿Nunca has sentido el deseo de creer?”. Alejandro: “Muchas veces. Lo que pasaba es que no me sentía satisfecho de lo que tenía. Eso es todo. Sentía que había otra cosa, más fuerte que el dinero y los hijos, mi esperanza… Pero a la hora de la verdad no me preocupaba de tratar de saber aquello mismo que buscaba sin saberlo”. Jesús: “Tu alma buscaba a Dios. La bondad de Dios te permitió que encontrases a Dios. El arrepentimiento de tus años, pasados inútilmente, y alejado de Dios, te dará la amistad con Dios”. ■ Alejandro: “Entonces… para obtener el milagro de que vea yo con el alma la verdad ¿debo arrepentirme de mi pasado?”. Jesús: “Ciertamente. Arrepentirse y resolverse a cambiar completamente de vida…”. El mercader vuelve a alisarse la barba. Parece como si estuviese revisando y contando los cabellos del cuello de su camello, pues los ojos los tiene fijados ahí. Sin querer, golpea con el talón al animal que, al sentirlo, acelera el paso llevándose al mercader a la cabeza de la caravana.  (Escrito el 29 de Septiembre de 1945).
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(<El mercader Alejandro Misace, después de varios días de convivencia con el Maestro,  ha quedado impresionado de la doctrina y de los milagros de Jesús. Ha llegado la hora de despedirse>)
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4-293-429 (5-157-1007).- El don de la fe: regalo de despedida para Alejandro.
* “Santifica tu alma para que tu Fe no sea en ti no solo un don inerte sino hasta dañoso”.- ■ Le dice Jesús: “Créeme, Alejando Misace, tú has sido un amable guía del Peregrino. Te recordaré siempre…”. ■ La emoción se transparenta en el anciano. Está saludando con los brazos cruzados, con gran reverencia, a la manera oriental, un poco inclinado, frente a Jesús. Mas al oír estas palabras, dice: “Sobre todo acuérdate de mí cuando estés en tu Reino”. Jesús: “¿Lo deseas, Misace?”. Alejandro: “Sí, Señor mío”. Jesús: “También Yo deseo una cosa de ti”. Alejandro: “¿Cuál, Señor? Si puedo te la daré; aunque fuera la cosa más preciosa que poseo”. Jesús: “Es la más preciosa. Quiero tu alma. Ven a Mí. Te dije cuando empezábamos a viajar juntos que esperaba hacerte un regalo al final. Es la fe. ¿Crees en Mí, Misace?”. Alejandro: “Creo, Señor”. Jesús: “Entonces santifica tu alma para que la Fe no sea en ti no sólo un don inerte, sino hasta dañoso”. Alejandro: “Mi alma es vieja. Pero me esforzaré en hacerla nueva. Señor, soy un viejo pecador. Absuélveme y bendíceme para que empiece desde ahora una nueva vida. Llevaré conmigo tu bendición como mi mejor escolta en mi camino hacia tu Reino… ■ ¿Nos volveremos a ver, Señor?”. Jesús: “En la tierra, jamás. Pero oirás hablar de Mí y tu fe aumentará, porque no te dejaré sin evangelización, sin que te hablen de Mí. Adiós, Misace. Mañana tendremos muy poco tiempo para despedirnos. Hagámoslo ahora, antes de que comamos juntos por última vez”. Le abraza y le da el beso de paz. También los apóstoles y discípulos le imitan. Las mujeres saludan todas juntas. Misace casi se arrodilla delante de María y le dice: “Tu luz de cándida estrella matinal brille en mi pensamiento hasta la muerte”. Virgen: “Hasta la Vida, Alejandro. Ama a mi Hijo y me amarás, y yo te amaré”.  (Escrito el 2 de Octubre de 1945).
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(<Marziam vive angustiado porque sus padres han muerto sin haber conocido a Jesús, el Salvador>)
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5-305-47 (5-171-1071).- La fe en Cristo salva. Jesús instruye a Marziam.
* La fe en Mí da Vida, al dar sed de justicia”.- ■ Jesús sale de la casa llevando al niño de la mano. No pasan por el centro de Nazaret, sino por el mismo camino que tomó Jesús la vez primera que dejó su hogar para iniciar su vida pública. Al llegar a los primeros olivos, dejan el camino principal y toman unos senderos que serpentean entre los árboles, buscando el tibio sol que brilla después de varios días de borrasca. Jesús invita al niño que vaya a correr y a brincar, pero él responde: “Prefiero estar cerca de Ti. Ya soy grande y soy un discípulo”. Jesús sonríe ante esta… competente profesión de edad y de dignidad. En realidad es un pequeño adulto el que camina a su lado. Nadie le echará más de diez años, pero nadie puede negar que sea un discípulo, y menos Jesús, que se limita a decir: “Te cansarás de estar quieto mientras Yo oro. Te traje conmigo para que te divirtieras”. ■ Marziam le dice: “Durante estos días no lo haré… Pero estar cerca de Ti me proporciona un gran alivio… Te he añorado mucho durante este tiempo… porque… porque…”. El niño aprieta sus labios que tiemblan. Y no dice nada más. Jesús le pone la mano sobre la cabeza: “Quien cree en mi palabra no debe estar triste como los que no creen. Siempre te digo la verdad. Digo la verdad también cuando aseguro que no hay separación entre las almas de los justos que están en el seno de Abraham y las de los justos que están en la tierra. Yo soy la Resurrección y la Vida, Marziam. Y transmito la Vida incluso antes de realizar mi misión. Siempre me has dicho que tus padres anhelaban la venida del Mesías y rogaban a Dios que los dejase vivir para verle. Creían, pues, en Mí. En esta fe se han dormido, y ella los ha salvado, ella los ha hecho resucitar y por ella viven. Porque esta fe da vida al dar sed de justicia. Piensa cuántas veces habrán resistido a las tentaciones para que pudiesen ser dignos de encontrar al Salvador”. (Escrito el 17 de Octubre de 1945).
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5-312-78 (5-178-1105).- Providencia  y  Prudencia.
* “El afán exagerado y miedoso del egoísta es distinto del cuidado prudente del justo. Pecado es la avaricia por el día de mañana”.-Jesús llama a la puerta de Juan (1) que se asoma y cuyo rostro se llena de luminosidad al ver a Jesús. Jesús pregunta: “¿Puedo entrar?”. Juan de Endor: “¡Maestro! ¡Lo puedes siempre! Estaba escribiendo lo que dijiste ayer sobre la prudencia y obediencia. Es más, hasta es conveniente que le eches una mirada, porque creo que no he podido acordarme bien de todo lo referente a la  prudencia”. Jesús está ya dentro de la habitación bien arreglada, en la que hay una mesita para comodidad del viejo maestro. Jesús se inclina sobre los pergaminos y lee. “Muy bien, lo has repetido muy bien”. Juan de Endor: “Mira. Creía que había sido inexacto en esta frase. Siempre dices que no es necesario preocuparse por el mañana, ni por el propio cuerpo. Ahora bien, al decir aquí que la prudencia, incluso la que se refiere a las cosas relativas al mañana, es una virtud, me parecía un error; mío, naturalmente”. Jesús: “No. No te has equivocado. Es así como dije. El afán exagerado y miedoso del egoísta es distinto del cuidado prudente que tiene el justo. Pecado es la avaricia por el día de mañana, que tal vez jamás gozaremos de él; no es pecado el ahorro para asegurarse el pan, y garantizárselo a nuestros familiares, en los tiempos de escasez. Pecado es el cuidado egoísta del propio cuerpo, cuando se exige que todos los que están a nuestro alrededor estén preocupados de él, evitando todos los trabajos o sacrificios por miedo a que el cuerpo sufra; pero no es pecado preservar el cuerpo de inútiles enfermedades, cogidas por imprudencias, enfermedades que luego serán un peso para los familiares y una pérdida de productivo trabajo para nosotros. ■ Dios es el dador de la vida. Es un don suyo. Por esto debemos hacer uso de ella santamente, sin imprudencias y sin egoísmos. ¿Entiendes? Algunas veces la prudencia aconseja acciones que a los necios pueden parecerles vileza o volubilidad, cuando en  realidad no son sino santas medidas de prudencia, derivadas de hechos nuevos que se han presentado. Por ejemplo: si te enviase ahora, entre gente que te pudiese hacer daño… digamos, entre los familiares de tu mujer, o entre los guardias de las minas donde trabajaste ¿haría mal o bien?”. Juan de Endor: “Yo… no sería capaz de juzgarte. Diría que era mejor que me enviases a otra parte, donde no haya peligro de que mi poca virtud fuese sometida a una dura prueba”. Jesús: “¡Eso es! Juzgarías con sabiduría y prudencia. Por esta razón no te enviaría jamás a Bitinia o Misia en donde estuviste; ni siquiera a Cintium, pese a que en tu corazón has deseado ir. Tu alma podría encontrarse con muchas dificultades y durezas humanas, y podría retroceder. La prudencia enseña, pues, a no mandarte a un lugar en que serías inútil, mientras que podría mandarte a otra parte, para que me fueses útil para Mí y para las almas del prójimo y la tuya. ¿No es verdad?”. (Escrito el 24 de Octubre de 1945).
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1  Nota  : Se trata de Juan de Endor.  Cfr. Personajes de la Obra magna: Juan de Endor.
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(<Una orden del Sanedrín, que pesaba sobre Juan de Endor y Síntica [1], ha obligado a Jesús a buscar refugio para ellos, lejos de las tierras de Israel. Lázaro, generoso como siempre con Jesús, ha puesto a disposición de Él una de sus propiedades de la lejana Antioquía. Ocho apóstoles, designados por Jesús, se han encargado de acompañar a ambos, por mar y tierra, hasta su destino. Y ahora, una vez de dejar a Juan de Endor y a Síntica en este lugar seguro de Antioquía, después de unos días de estancia, habiendo llegado la hora de la despedida, los ocho apóstoles son invitados a hablar. Y los ocho proclamarán su fe en Jesús-Mesías, el Hijo de Dios>)
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5-324-150 (6-10-67).- “¡Esta es nuestra Fe!”.
* Pedro dice: Hoy hemos oído explicar en la sinagoga el capítulo 52 de Isaías. Comentario según el mundo. La Verdad es ésta: Jesús de Nazaret es el Mesías prometido. Juan el Bautista —y aquí están presentes los que oyeron esas palabras— dijo: «Éste es el Cordero de Dios que quita los pecados del mundo». Sus palabras fueron creídas por los más humildes de en­tre los que se hallaban presentes, porque la humildad ayuda llegar a la Fe. ■ Los apóstoles están otra vez en la casa de Antioquía; con ellos, los dos discípulos, Juan de Endor y Síntica, y todos los hombres de Antigonia, no vestidos ya con túnicas cortas y de trabajo, sino con indumentos largos, festivos. De esto deduzco que es sábado. Felipe (2) ruega a los apóstoles que hablen al menos una vez a todos, antes de su ya inminente partida. Apóstoles: “¿Sobre qué?”. Felipe: “Sobre todo lo que queráis. Habéis oído estos días lo que hemos dicho. De acuerdo con ello, decidid”. Los apóstoles se miran unos a los otros. ¿Quién debe hablar? ¡Pe­dro, es natural! ¡Es el jefe! Pero Pedro no quiere hablar y cede el honor a Santiago de Alfeo o a Juan de Zebedeo. Sólo cuando los ve irremovibles se decide a hablar. ■ Pedro habla: “Hoy hemos oído en la sinagoga explicar el capítulo 52 de Isaías. El comentario que se ha hecho ha sido docto según el mundo, pero no según la Sabiduría. De todas formas no se debe reprochar al comentador, que ha dado lo que podía con esa sabiduría suya que carece de la parte mejor: el conocimiento del Mesías y del tiempo nuevo que Él ha traído. No obstante, no hagamos críticas, sino oremos para que se conozcan estas dos gracias y las pue­da aceptar sin obstáculo. Me habéis dicho que durante la Pascua oísteis que algunos hablaban del Maestro con fe y otros con menosprecio. Y me dijisteis también que so­lamente por la gran fe que llena los corazones de la casa de Lázaro, todos los corazones, habíais podido resistir a la desazón que las acu­saciones de otros metían en el corazón; mucho más si se considera que estos otros eran precisamente los rabíes de Israel. Pero ser doc­tos no quiere decir ser santos ni poseer la Verdad. La Verdad es ésta: Jesús de Nazaret es el Mesías prometido, el Salvador de que hablan los Profetas, de los cuales el último descansa desde hace poco en el seno de Abraham después del glorioso martirio sufrido por la justi­cia. Juan el Bautista —y aquí están presentes los que oyeron esas palabras— dijo: «Éste es el Cordero de Dios que quita los pecados del mundo». Sus palabras fueron creídas por los más humildes de en­tre los que se hallaban presentes, porque la humildad ayuda a llegar a la Fe, mientras que a los soberbios les es difícil el camino —carga­dos como están de lastre— para llegar a la cima del monte donde vi­ve, casta y luminosa, la Fe. Estos humildes, porque muy humildes eran y también por haber creído, han merecido ser los primeros en el ejército del Señor Jesús. Podéis ver, pues, cuán necesaria es la humildad para tener fe pronta, y cuánto es premiado el saber creer, incluso cuando las apa­riencias se presentan contrarias. Os exhorto y estimulo a tener estas dos cualidades en vosotros; y si es así pasaréis a formar parte del ejército del Señor y conquistaréis el Reino de los Cielos… A ti, Simón Zelote. Yo he ter­minado. Continúa tú”.
* Zelote dice: Voy a continuar sin dejar el tema del capítulo 52 de Isaías. Está escrito: «¡Levántate, revístete de tu fuerza, oh Sión, vístete de fiesta, ciudad del Santo!». Así debía ser cuando una promesa se cumple. Llenemos de fuerza nuestro corazón con esa fe de que habla Simón, y vistámonos de fiesta. El Mesías, el Santo, el Verbo de Dios está realmente entre nosotros. Yo que os hablo, era un leproso. Tuve fe. Quedé curado. En el cuerpo. En el corazón. De proscrito pasé a ser su siervo.- ■ El Zelote, cogido tan al improviso y tan claramente señalado para hablar, da un paso adelante y di­ce: “Voy a continuar la plática de Simón Pedro, cabeza de todos noso­tros por voluntad del Señor. Voy a continuar sin dejar el tema del ca­pítulo 52 de Isaías, visto por uno que conoce la Verdad encarnada, de la que es siervo para siempre. Está escrito: «¡Levántate, revístete de tu fuerza, oh Sión, vístete de fiesta, ciudad del Santo!» (3). Así verdade­ramente debería ser. Porque, cuando una promesa se cumple, cuando una paz se establece, cuando cesa una condena y cuando viene el tiempo de la alegría, los corazones y las ciudades deberían vestirse de fiesta y levantar las frentes abatidas, sintiendo que ya no son per­sonas odiadas, derrotadas, golpeadas, sino amadas y liberadas. No estamos aquí haciendo un proceso a Jerusalén. La caridad, primera entre todas las virtudes, lo prohíbe. Dejemos, pues, de observar el corazón de los demás y miremos al nuestro. Llenemos de fuerza nuestro corazón con esa fe de que ha hablado Simón, y vistámonos de fiesta, porque nuestra fe secular en el Mesías ahora se corona con la realidad de la cosa. El Mesías, el Santo, el Verbo de Dios está realmente entre nosotros. ■ Y tienen prueba de ello no sólo las almas, que reciben palabras de Sabiduría que las fortalecen e infunden santi­dad y paz, sino también los cuerpos, que por obra del Santo, al cual el Padre todo concede, se ven liberados de las más atroces enferme­dades, e incluso de la muerte; para que las tierras y los valles de nuestra patria de Israel queden llenos de las alabanzas al Hijo de David y al Altísimo, que ha enviado a su Verbo, como había prometi­do a los Patriarcas y Profetas. Yo que os hablo, era un leproso, condenado a morir, transcurriendo primero años de cruel angustia, en la soledad, cual si fuera una fiera. Un hombre me dijo: «Ve a Él, al Rabí de Nazaret, y serás curado». Tuve fe. Fui. Quedé curado. En el cuerpo. En el corazón. En el primero desapareció la en­fermedad que separa de los hombres; en el segundo, el rencor que se­para de Dios. Y con un corazón nuevo, pasé, de proscrito, enfermo, inquieto, a ser su siervo, llamado a la feliz misión de ir a los hombres y amarlos en nombre suyo e instruirlos en la única cosa que es necesario conocer: que Jesús de Nazaret es el Salvador y que son bienaventurados los que creen en Él. Habla tú ahora, Santiago de Alfeo”.
* Santiago Alfeo dice: Yo soy el hermano del Nazareno. Y, no obstante, no puedo llamarme hermano sino siervo. Porque la paternidad de José, hermano de mi padre, fue una paternidad espiritual, y en verdad os digo que el verdadero Padre de Jesús es el Altísimo, al que nosotros adoramos. Es el Hijo de Dios. Ésta es la Fe. Santiago de Alfeo: “Yo soy el hermano del Nazareno. Mi padre y su padre eran hermanos nacidos del mismo seno. Y, no obstante, no puedo llamarme hermano, sino siervo. Porque la paternidad de José, hermano de mi padre, fue una paternidad espiritual, y en verdad os digo que el verdadero Padre de Jesús, Maestro nuestro, es el Altísimo al que nosotros adoramos. El cual ha permitido que la Segunda Persona de su Divinidad Una y Trina se encarnara y viniera a la tierra, permaneciendo de todas formas siempre unida con Aquellas que viven en el Cielo. Porque ello lo puede hacer Dios, el infinitamente Potente. Y lo hace por el Amor, su naturaleza, que tiene hacia sus criaturas. ■ Jesús de Nazaret es nuestro hermano, ¡oh hombres!, porque ha nacido de mujer y es semejante a nosotros por su humanidad. Es nuestro Maestro porque es el Sabio, es la Palabra misma de Dios que ha venido a hablarnos para hacernos de Dios. Y es nuestro Dios, siendo uno con el Padre y con el Espíritu Santo, con los cuales está siempre en unión de amor, potencia y naturaleza. Sea propiedad vuestra también esta verdad, que con manifiestas pruebas fue concedido conociera el Justo que fue pariente mío. Y contra el mundo, que tratará de separaros de Cristo diciendo: «Es un hombre cualquiera», responded: «No. Es el Hijo de Dios, es la Estrella nacida de Jacob, es el Cayado que se eleva en Israel, es el Dominador» (4): no dejéis que ninguna cosa os disuada. Ésta es la Fe. A ti, Andrés”.
* Andrés dice: Yo soy un pobre pescador. Mi ignorancia humana me hacía imaginar un Mesías de poder y majestad irresistible. Yo era discípulo del Bautista. Había visto a un joven hermoso, de aspecto dulce, venir a nosotros. Sus ojos se posaron en mí y experimenté una cosa que no he vuelto a experimentar jamás. Se hablaron. Y, cuando Juan, pasado el terrible trueno de Dios y pasado el inconcebible resplandor de la Luz en forma de hermosa paloma, dijo: «Éste es el Cordero de Dios», grité «¡Creo!». ■ Andrés: “Ésta es la Fe. Yo soy un pobre pescador del lago de Galilea, y, en las silenciosas noches de pesca, bajo la luz de los astros, tenía muchos coloquios conmigo mismo. Decía: «¿Cuándo vendrá? ¿Viviré todavía? Faltan todavía muchos años (5), según la profecía». Para el hombre, de vida limitada, unas pocas decenas de años son siglos… Me preguntaba: «¿Cómo vendrá? ¿Dónde? ¿De quién?». Y mi ignorancia humana me hacía imaginar glorias de reyes, palacios regios, y cortejos y trompetas, y poder, e irresistible majestad… Y me decía: «¿Quién podrá mirar a este gran Rey?». Le imaginaba manifestándose en modo más aterrorizador que el propio Yeové en el Sinaí. Me decía: «Los hebreos, allí, vieron al monte lanzando truenos y relámpagos, y no quedaron reducidos a cenizas porque el Eterno estaba más allá de las nubes. Pero aquí nosotros le miraremos con ojos mortales y morire­mos…». ■ Yo era discípulo del Bautista. Y en las pausas de la pesca iba donde él, con otros compañeros. Era un día como este, con su luna… Las már­genes del Jordán estaban llenas de gente que temblaba al oír las pa­labras del Bautista. Yo había visto a un joven hermoso y pausado venir hacia nosotros por un sendero. Humilde la túnica, dulce el aspecto. Parecía pedir amor y dar amor. Sus ojos azules por un instante se posaron en mí, y experimenté una cosa que no he vuelto a experimentar jamás. Me pareció como si me acariciaran el alma, como si alas de ángel me rozaran apenas. Por un momento, me sentí tan lejos de la tierra, tan distinto, que dije: «¡Ahora muero! Dios está llamando a mi alma». Pero no morí. Me quedé hechizado contemplando al joven desconocido, que, a su vez, había fijado su mirada azul en el Bautis­ta. Y el Bautista se volvió, se apresuró a ir a Él, se inclinó ante Él. Se hablaron. Y, dado que la voz de Juan era un trueno continuo, las misteriosas palabras llegaron hasta mí, que estaba escuchando, de­seando vehementemente saber quién era el joven desconocido. Mi al­ma le sentía distinto de todos. Decían: «Yo debería ser bautizado por Ti…». «Deja, ahora. Conviene cumplir con todo lo prescrito»… Juan ya había dicho: «Vendrá uno al que no soy digno de desatar las correas de las sandalias». Había dicho ya: «En medio de vosotros, en Israel, hay uno que no conocéis. Tiene ya en su mano el ventilador y limpiará su era y quemará la paja con el fuego que jamás se apaga». Yo tenía ante mí a un joven común, de aspecto manso y humilde, y, no obstante había oído que era Aquel al que ni siquiera el Santo de Israel, el último Profeta, el Precursor, era digno de desatarle las sandalias. ■ Había oí­do que era Aquel al que no conocíamos. Pero no sentí miedo de Él. Es más, cuando Juan, pasado el terrible trueno de Dios, pasado el inconcebible resplandor de la Luz en forma de una hermosa paloma, dijo: «Éste es el Cordero de Dios», yo, con toda la fuerza de mi corazón, lleno de júbilo al contemplar a ese joven de dulce y humilde aspec­to, grité: «¡Creo!». Por esta fe soy su siervo. Sedlo vosotros también y tendréis paz. Mateo, te toca a ti el narrar las otras glorias del Señor”.
* Mateo dice: Yo era un gran pecador. Me había endurecido en el error y no sentía desazón. Si alguna vez los fariseos o el arquisinagogo me decían que algún día me presentaría ante el Juez implacable, me acomodaba a mi necia idea: «¡Qué importa! ¡Estoy ya condenado! Goce­mos». Vino un Desconocido a Cafarnaúm. Me impresionó su porte viril, casto… su poder. Él me buscaba. Hablaba sobre la caridad que es un perdón para los pecados. Deseé el perdón. Hacía las cosas en secreto… Le oí decir que los impuros no entrarían en su Reino. Y luego aquel día, fue su mirada….- ■ Mateo: “Yo no puedo usar las palabras límpidas de Andrés. Él era un hombre recto; yo, un pecador. Por eso mi palabra no tiene notas festivas, aunque no le falta la paz esperanzadora de un salmo. Era un pecador, un gran pecador. Vivía en el error completo. Me había endurecido en el error y no sentía desazón. Si alguna vez los fariseos o el arquisina­gogo me echaban en cara mis errores, y que algún día me presentaría ante el Juez implacable, experimentaba un momento de terror… y luego me acomodaba en la necia idea: «¡Qué importa! ¡Estoy ya condenado! Goce­mos, pues, sentidos míos, mientras podamos hacerlo». Y, cada vez más, me hundía en el pecado. ■ Hace dos primaveras, vino un Desco­nocido a Cafarnaúm. También para mí era un desconocido. Lo era para todos, porque estaba en los comienzos de su misión. Solamente unos pocos hombres le conocían por lo que Él era realmente. Estos que veis y otros pocos. Me atrajo su aspecto viril, y, al mismo tiempo, casto. Esto último fue lo que más me impresionó. Le veía con porte austero, y, a pesar de ello, dispuesto a escu­char a los niños que iban a Él como las abejas a la flor; en los juegos de los niños y en sus palabras sin malicia encontraba su entretenimiento. Luego me impresionó su poder. Hacía milagros. Dije: «Es un exorcis­ta. Un santo». Pero me sentía tan avergonzado a su lado, que me apartaba de Él. Él me buscaba. Ésa era mi impresión. No había vez que pasara cerca de mi banco que no me mirase con sus ojos dulces y un poco tristes. Y cada vez mi conciencia entorpecida se sobresaltaba, sentía despertarse de su sopor. ■ Un día —la gente alababa siempre su palabra— sentí deseos de oírle. Escondiéndome detrás de una esquina de una casa oí que hablaba a un pequeño grupo de hombres. Hablaba con sencillez, sobre la caridad, que es un perdón por nuestros pecados… Desde aquella tarde yo, el exigente y duro de corazón, quise conseguir de Dios el perdón de muchos pecados. Hacía las cosas en secreto (6)… Pero Él sabía que era yo, porque lo sabe todo. Otra vez, le oí explicar precisamente el capítulo 52 de Isaías: decía que en su Reino, en la Jerusalén celes­tial, no estarían los impuros ni los incircuncisos de corazón, y prome­tía que aquella Ciudad celeste —cuyas bellezas expresaba con tan persuasiva palabra, que me vino nostalgia de ella— sería de quien a Él viniera. ■ Y luego… y luego… ¡oh, aquel día no fue una mirada de tristeza, sino de mando! Me atravesó el corazón, puso mi alma al desnudo, la cauterizó, tomó en su poder a esta pobre alma enferma, la taladró con su amor que no espera… y mi alma fue nueva. Fui a Él con arrepentimiento y confiado. No esperó a que le dijera: «¡Señor, pie­dad!». Dijo Él: «¡Sígueme!». El Manso había vencido a Satanás en el corazón del pecador. Que esto os diga, si alguno de vosotros tiene cul­pas que le turban, que es el Salvador bueno y que no hay que apar­tarse de Él, sino que, cuanto más pecador es uno, más debe ir a Él con humildad y arrepentimiento para ser perdonado. Santiago de Zebedeo, habla tú”.
* Santiago Zebedeo dice: Yo también estaba con Andrés en el Jordán. Yo también creí inmediatamente. Cuando se marchó, después de su maravillosa manifestación, sentía un deseo incontenible de volver a encontrarle. Cuando después de muchos días le vi venir, no le reconocí inmediatamente. Llegado a este punto quiero enseñaros otro camino, el indicado por Mateo, para ir a Él y reconocerle: despojarse de la sensualidad. Dios es pureza infinita. Entre nosotros, discípulos de Juan, el que le reconoció al punto, después de la ausencia, fue el alma virgen. Por eso digo: «Sed castos pa­ra poderle reconocer». Santiago: “En verdad no sé qué decir. Habéis hablado y dicho lo que yo habría dicho. Porque la verdad es ésta y no puede cambiar. Yo también estaba, con Andrés, en el Jordán, pero no me di cuenta de Él sino cuando las palabras del Bautista me lo mostraron. Yo también creí inmediatamente, y, cuando se marchó, después de su maravillosa ma­nifestación, me quedé como uno al que de una cima llena de sol le llevan a una obscura cárcel. Sentía un incontenible deseo de volver a encontrar el Sol. El mundo carecía totalmente de luz, después de ha­bérseme aparecido la Luz de Dios y luego se me había desaparecido de mi presencia. Estaba solo entre los demás hombres. Cuando comía, me sentía con hambre. Nada me atraía, ni dinero, ni oficio, ni afectos, todo había pasado a un segundo lugar respecto a este deseo incontenible de Él; había quedado lejos, sin atractivo. Cual niño que ha perdido a su madre, gemía: «¡Vuelve, Cordero del Señor! ¡Altísimo, como enviaste a Rafael a guiar a Tobí­as (7), envía a tu ángel a guiarme a los caminos del Señor para que le encuentre, le encuentre, le encuentre!». ■ Y, a pesar de todo, cuando, después de muchos días —que para mí fueron siglos por el ansia que tenía de verle y que nos hacía sentir más cruel la pérdida de nuestro Juan, que había sido arrestado por primera vez—, le vi venir por el camino que viene del desierto, aunque no le reconocí inme­diatamente. ■ Llegado a este punto, quiero, hermanos en el Señor, enseñaros otro camino para ir a Él y reconocerle. Simón de Jonás ha dicho que hace falta fe y humildad para reconocerle. Simón Zelote ha confirmado la absoluta necesidad de la fe para reconocer en Jesús de Nazaret a Aquel que está en el Cielo y en la tierra, según cuanto se ha dicho. Y Simón Zelote tuvo necesidad de una fe muy grande, para espe­rar incluso para su cuerpo inevitablemente enfermo. Por eso Simón Zelote dice que fe y esperanza son los medios para poseer al Hijo de Dios. Santiago, hermano del Señor, ha hablado del poder de la fortaleza para conservar lo que se ha hallado. La fortaleza, que impide que las asechanzas del mundo y de Satanás aplasten nuestra fe. Andrés ha dicho que es necesario unir la fe con una santa sed de justicia, tratando de cono­cer y retener la verdad, cualquiera que fuere la boca santa que la anuncie, no por un orgullo humano de ser doctos, sino por el deseo de conocer a Dios. Quien se instruye en las verdades encuentra a Dios. ■ Mateo, pecador en otro tiempo, os indica otro camino para llegar a Dios: despojarse de la sensualidad por espíritu de imitación, yo diría que por reflejo de Dios, que es Pureza infinita. Lo que más llamó la atención a Mateo, cuando todavía estaba envuelto en pecados, fue la «virilidad casta» del Desconocido que había hecho su presencia en Cafarnaúm. Y fue como si esa «virilidad casta» hubiera tenido el poder de resucitar en él su muerta continencia. Porque, como primer paso, se abstuvo del sentido carnal, limpiando así de obstáculos el camino pa­ra la llegada de Dios y para la resurrección de las otras virtudes muertas. De la continencia pasó a la misericordia, de ésta a la con­trición, de la contrición a la superación de todo sí mismo y a la unión con Dios. «Sígueme». «Voy». Pero su alma había dicho ya: «Voy», y el Salvador había ordenado ya: «Sígueme», desde la primera vez que la vir­tud del Maestro había atraído la atención del pecador. Imitad. Por­que toda experiencia ajena, aunque fuera penosa, es guía para evitar el mal y encontrar el bien en aquellos que tienen buena voluntad. ■ Yo, por mí, digo que, cuanto más se esfuerza el hombre en vivir para el espíritu, más apto es para reconocer al Señor; y la vida angélica favorece esto al máximo. Entre nosotros, discípulos de Juan, el que le reconoció al punto, después de la ausencia, fue el alma virgen. Él, más in­cluso que Andrés, le reconoció, a pesar de que la penitencia hubiera cambiado el rostro del Cordero de Dios. Por eso digo: «Sed castos pa­ra poderle reconocer». Judas, ¿quieres hablar tú ahora?”.
* Tadeo dice: Sí. Sed castos para poder reconocer. Sigue diciendo Isaías en el capítulo 52: «No toquéis lo impuro… purificaos los que lleváis los vasos del Señor». Toda alma que se hace discípulo suyo es semejante a un vaso colmado del Señor. Dios no puede estar donde hay impu­reza. Él no viene para ser un monarca terreno. Isaías dice que todos nuestros pecados pesan sobre la Persona Divina, que se ha revestido de carne humana. En su infinita bondad, ha querido ocultar su irre­sistible belleza. Esta belleza ahora se ha hecho atractiva, como la de un manso cordero, para acercarse a nosotros y salvarnos. Él es el Santo. Yo lo puedo decir, yo que con Santiago he crecido con Él. Y lo digo y lo diré que estaré dispuesto a dar mi vida para proclamar esta fe.- Judas Tadeo: “Sí. Sed castos para poderle reconocer. Pero sedlo también para poderle conservar en vosotros con su Sabiduría, con su Amor, con to­do Él mismo. Sigue diciendo Isaías en el capítulo 52: «No toquéis lo impuro… purificaos los que lleváis los vasos del Señor» (8). Verdadera­mente, toda alma que se hace discípulo suyo es semejante a un vaso colmado del Señor, y el cuerpo que la contiene es como el que carga el vaso consagrado al Señor. No puede Dios estar donde hay impu­reza. Mateo ha dicho cómo el Señor había explicado que nada que fuera impuro o que estuviera separado de Dios habitará en la Jeru­salén celeste. Sí. Pero es necesario no ser impuros aquí abajo, y no estar separados de Dios, para poder entrar en ella. Desdichados aquellos que dejan para la última hora su arrepentimiento. No siem­pre tendrán tiempo de hacerlo. De la misma manera que los que ahora le calumnian no tendrán tiempo de hacer nuevo su corazón en el momento de su triunfo, siendo así que no gozarán de los frutos de éste. ■ Quienes esperan ver en el Rey santo y humilde un monarca te­rreno, y, más aún, quienes temen ver en Él un monarca terreno, no estarán preparados para aquella hora; engañados, y defraudado su pensamiento, que no es el pensamiento de Dios sino un pobre pensamiento humano, pecarán cada vez más. La humillación de ser el Hombre pesa sobre Él. Debemos tener presente esto. Isaías (9) dice que todos nuestros pecados pesan sobre la Persona Divina, que se ha revestido de carne humana. Cuando pienso que el Verbo de Dios tiene al­rededor de Sí, como una costra sucia, toda la miseria de la humani­dad desde que ésta existe, pienso con profunda compasión y con pro­funda comprensión en el sufrimiento que debe producirle ello a su alma sin culpa. Es como el asco que una persona sana sentiría al verse recubierta con los andrajos y las porquerías de un leproso. Es verdaderamente el traspasado por nuestros pecados, el llagado por todas las concu­piscencias del hombre. Su alma, que vive entre nosotros, debe tem­blar con los contactos como por escalofrío de fiebre. Y, no obstante, no dice nada. No abre la boca para decir: «Me causáis asco». La abre solamente para decir: «Venid a Mí, para que os quite vuestros peca­dos». Es el Salvador. ■ En su infinita bondad, ha querido ocultar su irre­sistible belleza. Esa belleza que, si se hubiera aparecido cual es en el Cielo, como ha dicho Andrés, nos habría reducido a cenizas. Esa belleza ahora se ha hecho atractiva, como la de un manso Cordero, para poder acercarse a nosotros y salvarnos. Su opresión, su estado de humillación, durará hasta que, consumido por el esfuerzo de ser el Hombre perfecto en medio de los hombres imperfectos, sea elevado por encima de la multitud de los rescatados, en el triunfo de su realeza santa. ¡Dios que conoce la muerte, para salvarnos a la Vida!… ■ Que estos pensa­mientos os hagan amarle sobre todas las cosas. Él es el Santo. Yo lo puedo decir, yo que con Santiago he crecido con Él. Y lo digo y lo diré, que estaré siempre dispuesto a dar mi vida para proclamar esta fe; para que los hombres crean en Él y tengan la Vida eterna. Juan de Zebedeo, te toca hablar a ti ahora”.
* Juan dice: ¡Qué hermosos son los pies del mensajero en los montes! Y estos pies van, incansa­bles, desde hace dos años, por los montes de Israel, convocando a las ovejas de la grey de Dios, perdonando, dando paz. Lo extraño es que los montes no revienten de alegría ni los corazones al sentir la caricia de su pie. ¿Qué le pasa a este mundo para es­tar ciego a la Luz que vive en medio de nosotros? ¿Qué es el Salvador? La Luz fundida con el Amor. Para llegar a su camino yo os digo: amad. No hay virtud mayor ni más semejan­te a su Naturaleza. Seréis humildes, creyentes, fuertes, sabios. Seréis todo. Aban­donad cualquier camino que no sea el suyo. Liberaos de toda tiniebla. Id a la Luz. No seáis como el mundo, que no quiere ver la Luz, que no quiere conocerla.-Juan: “¡Qué hermosos son los pies del mensajero en los montes! (10). Del Mensajero de la paz, de Aquel que anuncia la felicidad y predica la salud, de Aquel que dice a Sión: «¡Reinará tu Dios!». Y estos pies van, incansa­bles, desde hace dos años, por los montes de Israel, convocando a las ovejas de la grey de Dios para reunirlas, confortando, sanando, per­donando, dando paz. Su paz. Verdaderamente me resulta extraño el no ver cómo los montes no revientan de alegría y exultan las aguas de la patria, al sentir la caricia de su pie. Pero lo que más me asombra es el no ver a los corazones estremecerse de alegría y exultar diciendo: «¡Glo­ria al Señor! ¡El Esperado ha venido! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor!». Aquel que derrama gracias y bendiciones, paz y salud, y llama para el Reino abriéndonos el camino que a él conduce; Aquel, sobre todo, que derrama amor de cada una de sus acciones o palabras, de cada mirada, de cada aliento. ¿Qué le pasa a este mundo, pues, para es­tar ciego a la Luz que vive en medio de nosotros? ¿Qué losas, más es­pesas que la piedra que cierra las puertas de los sepulcros, ocultan la vista del alma para no ver esta Luz? ¿Qué montañas de pecados tie­ne encima de sí para estar tan oprimido, aplastado, cegado, ensordeci­do, encadenado, paralizado, de forma que permanece pasivo ante el Salvador? ■ ¿Qué es el Salvador? Es la Luz fundida con el Amor. La bo­ca de mis hermanos ha cantado las alabanzas del Señor, ha recordado sus obras, ha indicado las virtudes que deben practicarse para llegar a su camino. Yo os digo: amad. No hay virtud mayor ni más semejan­te a su Naturaleza. Si amáis, practicaréis todas las virtudes sin esfuerzo, empezando por la castidad. Y no os será gravoso el ser castos, porque amando a Jesús no amaréis a nadie inmoderadamente. Seréis humildes porque veréis en Él sus infinitas perfecciones con ojos de un amante, por lo cual no os ensoberbeceréis de las vuestras, que son mínimas. Seréis creyentes. ¿Quién no cree en aquel a quien ama? Sentiréis la contrición del dolor que salva, porque será recto vuestro dolor, es de­cir será un dolor por la pena causada a Él, no por la pena por vosotros merecida. Seréis fuertes. ¡Oh, sí! ¡Cuando uno está unido a Jesús, es fuerte! Fuerte contra todo. Estaréis llenos de esperanza, porque no dudaréis del Corazón de los corazones, que os ama con la totalidad de sí mismo. Seréis sabios. Seréis todo. Amad a Aquel que anuncia la fe­licidad verdadera, que predica la salud, que va, incansable, por los montes y los valles convocando al rebaño para reunirle; a Aquel en cuyo camino está la Paz, como también hay paz en su Reino, ■ que no es de este mundo, pero que existe en realidad, como en verdad existe Dios. Aban­donad cualquier camino que no sea el suyo. Liberaos de toda tiniebla. Id a la Luz. No seáis como el mundo, que no quiere ver la Luz, que no quiere conocerla. Vosotros id a nuestro Padre, que es el Padre de las luces, que es Luz sin medida, a través del Hijo, que es la Luz del mun­do, para gozar de Dios en el abrazo del Paráclito, que es fulgor de las Luces en una sola beatitud de amor, que a los Tres centra en Uno. ■ ¡In­finito océano del Amor, sin tempestades, sin tinieblas, acógenos! ¡A todos! A los inocentes y a los convertidos. ¡A todos! ¡En tu paz! ¡A to­dos! Para toda la eternidad. A todos los que habitamos sobre la tierra, para que te amemos a ti, Dios, y al prójimo como tú quieres. A todos, en el Cielo, para que sigamos amando, siempre, no sólo a Ti y a los ce­lestes habitantes, sino también, y todavía, a los hermanos que militen en la tierra en espera de la paz, y, cual ángeles de amor, los defenda­mos y apoyemos en las batallas y tentaciones, para que después pue­dan estar contigo en tu paz, para gloria eterna del Señor nuestro Je­sús, Salvador, Amador del hombre, hasta el límite sin límite del ano­nadamiento sublime”. ■ Como siempre, Juan, ascendiendo en sus vuelos de amor, arrastra consigo a las almas a alturas incomprensibles de amor y del silencio místico. Debe pasar un rato antes de que retorne la palabra a los labios de los oyentes. (Escrito el 8 de Noviembre de 1945).
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1 Nota : Cfr. Personajes de la Obra magna: Síntica. 2 Nota : Felipe: el administrador de las propiedades de la familia Lázaro en Antioquía.  3  Nota  :  Cfr.  Is. 52,1. 4  Nota  :  Cfr.  Núm.  24,15-19.  5  Nota  :  Cfr.  Dan. 9.  6  Nota  : Cfr. “Hacía las cosas en secreto”: A través de un niño de Cafarnaúm, Mateo solía enviar una bolsa con dinero periódicamente, como donativo de una persona anónima.  7  Nota  :  Cfr.  Tob. 5-12. 8  Nota  :  Cfr.  Is. 52,11.   9  Nota  :  Cfr. 52,13-53,12.   10  Nota  :  Cfr. Is. 52,7.
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(<En los confines de Fenicia, en dirección a Akcib, Jesús y los apóstoles, acompañados por un pastor de nombre Anás, se hospedan en casa de un anciano llamado Jonás; la casa es casi una posada para los peregrinos que van del mar hacia el interior. Cuando llegan a esta posada, los ánimos de los apóstoles ya están muy tocados, decaídos por los últimos sucesos ocurridos al pasar por ciudades de donde fueron rechazados de palabra e incluso a pedradas. Jesús les dará hoy una lección>)
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5-331-199 (6-19-113).- La fe de la mujer cananea (1) y otras conquistas, ejemplos para las derrotas.
* También esta vez le han tratado muy mal. ¡Mal, siempre mal! ¡En Judea como en Galilea, por todas partes!”.- ■ “¿Está el Maestro contigo?” pregunta el viejo campesino Jonás a Judas Tadeo que entra en la cocina, donde hay fuego que calienta la leche y el ambiente, pues hace frío en estas primeras horas matinales de un bellísimo día de fines de Enero, creo, o a principios de Febrero. Tadeo le responde: “Habrá salido a orar. Sale frecuentemente al alba, cuando sabe que puede estar solo. Regresará dentro poco. ¿Para qué lo quieres?”. Jonás: “Pregunté por Él también a los otros, que se han desperdigado para buscarle, porque hay una mujer allí, con mi esposa. Es una del pueblo de allende el confín. La verdad es que no sé cómo pudo haberse informado de que el Maestro está aquí. Pero lo sabe. Y quiere hablarle”. Tadeo: “Está bien. Hablará con Él. Quizás es la mujer que Él está esperando, con una hija enferma. La habrá guiado hasta aquí su espíritu”. Jonás: “No. Está sola. No trae consigo a nadie. La conozco porque nuestros pueblos están tan cercanos… y el valle es de todos. Yo, además pienso que para servir al Señor no hace falta ser duros con los vecinos, aunque sean fenicios. Tal vez me equivoque, pero…”. Tadeo: “El Maestro enseña siempre que hay que ser compasivos con todos”. Jonás: “Él lo es ¿o no es verdad?”. Tadeo: “Sí”. Jonás: “Me contó Anás que también esta vez le han tratado muy mal. ¡Mal, siempre mal!… ¡En Judea como en Galilea por todas partes! ¿Por qué Israel es tan malo con su Mesías? Me refiero a los principales de Israel, porque el pueblo le ama”. Tadeo: “¿Cómo sabes estas cosas?”. Jonás: “¡Oh! Vivo aquí, lejos; pero soy un fiel israelita. ¡Basta ir para las fiestas de precepto al Templo para saber todo lo bueno y todo lo malo! Y el bien se sabe menos que el mal, porque el bien es humilde y no se hace autoalabanza. Deberían alabarle los que reciben favores de Él. Pero pocos son los agradecidos. El hombre acepta el favor y luego se olvida de él… El mal, al contrario, hace sonar fuerte sus trompetas, hace oír sus palabras aun a los que no quieren oírlas. ¡Vosotros, sus discípulos, no sabéis cuánto abundan en el Templo las críticas y las acusaciones contra el Mesías! Los escribas ya solo tratan de esto en sus lecciones. Yo creo que se han hecho un libro de acusaciones y de pruebas contra Él. Es necesario tener la conciencia muy recta, firme y libre para poder resistir y juzgar con cordura. ¿Él está al corriente de estas intrigas?”. Tadeo: “Lo sabe todo. También nosotros, más o menos las sabemos. Pero Él no se preocupa. Continúa su obra, y los discípulos o personas que creen en Él aumentan cada día que pasa”. Jonás: “Dios quiera que lo sean hasta el fin. El hombre es de pensamiento mudable. Y débil… Mira el Maestro que viene con tres discípulos…”.
* “¡Oh, mujer, grande es tu fe! ¡Con tu fe consuelas a mi Corazón! Vete y hágase como tú quieres. El demonio ha salido desde este momento de tu hija”. Santiago pregunta: “¿Pero por qué, Maestro, la has hecho suplicar tanto, si luego la ibas a escuchar?”. “Por causa tuya y de todos vosotros. Esta no es una derrota, Santiago. Aquí no me han echado afuera, ni se han burlado de Mí, ni me han maldecido. Sirva ello para levantar vuestro abatido corazón. He gustado de una comida sabrosísima”.- ■ El viejo sale afuera, seguido de Judas Tadeo para venerar a Jesús, que, lleno de majestad, viene hacia la casa y saluda: “La paz sea contigo en este día, y siempre, Jonás”. Jonás: “Gloria y paz sean contigo, Maestro”. Y luego dirigiéndose a Tadeo: “La paz contigo, Judas. ¿Aún no han regresado Andrés y Juan?”. Tadeo: “No. Y no les he oído salir. A ninguno. Estaba cansado y dormía profundamente”. Jonás: “Entra, Maestro. Entrad. El aire es un poco frío esta mañana. En el bosque deberá hacer mucho más. Hay leche caliente para todos”. ■ Están bebiendo la leche, y, todos, menos Jesús, mojan gruesas rebanadas de pan en ella, cuando llegan Andrés y Juan con el pastor Anás. Andrés dice: “¡Ah! ¿estás aquí? Volvíamos para decir que no te habíamos encontrado”.  Jesús da su saludo de paz a los tres y añade: “Pronto. Tomad vuestra parte y vámonos, porque quiero, antes de que oscurezca, estar al menos en las faldas del monte Akcib. Esta tarde empieza el sábado”. Anás: “¿Y mis ovejas?”. Jesús sonríe y responde: “Estarán curadas, después de ser bendecidas”. Anás: “Pero yo vivo a oriente del monte. Tú vas a la dirección contraria para encontrarte con la mujer”. Jesús: “Deja todo en manos de Dios. Él proveerá”. ■ Terminan el desayuno. Salen los apóstoles a tomar sus alforjas y se disponen a partir. Jonás: “Maestro ¿no quisieras hablar con esa mujer que está allí?”. Jesús: “No tengo tiempo, Jonás. El camino es largo, y por lo demás vine para las ovejas de Israel. Adiós, Jonás. Que Dios te premie tu caridad. Mi bendición sobre ti y sobre todos tus familiares. ¡Vámonos!”. El anciano se pone a gritar: “¡Hijos! ¡Mujeres! ¡El Maestro parte! ¡Venid!”. Y, como una pollada que corre cuando oye el grito de su madre, así también de todas partes acuden mujeres, hombres que todavía no se han vestido completamente, niños medios desnudos con la carita sonriente… Se estrechan a Jesús que está en medio del patio. Las madres envuelven a sus hijos en mantas para protegerlos del aire frío, o bien los estrechan contra sus brazos, hasta que una sirvienta llega con los vestidos. ■ Acude también una mujer que no es de la familia. Una pobre mujer que llora… Se adelanta, como arrastrándose, y llegada al grupo, donde está Jesús, se pone a gritar: “¡Ten piedad de mí, ¡oh Señor, Hijo de David! Mi hija vive malamente atormentada por el demonio que la hace cometer cosas vergonzosas. Ten piedad porque sufro mucho y todos se burlan de mí por ello. Como si mi hija tuviera la culpa de hacer lo que hace… ¡Ten piedad, Señor! Tú todo lo puedes. Levanta tu voz y tu mano y manda al espíritu inmundo que salga de Palma. No tengo más que a ella. Soy viuda… ¡Oh, no te vayas! ¡Ten piedad!…”. Jesús, efectivamente, después de haber bendecido a la familia, después de haber amonestado a los adultos por haber esparcido la noticia de su llegada —a lo que ellos responden: “No dijimos ni una palabra, ¡créenos, Señor!”—, se va sin dignarse de hacer caso de la pobre mujer, que se arrastra sobre sus rodillas con los brazos abiertos en señal de súplica, mientras dice: “Yo te vi ayer cuando pasabas el arroyo y oí que te llamaban: «Maestro». He venido siguiéndoos, ocultándome entre las matas. Oía lo que éstos iban diciendo. He comprendido quién eres… Y esta mañana, todavía de noche, he venido a ponerme aquí a la puerta como un perrito; hasta que se ha levantado Sara y me ha invitado a entrar. ¡Oh Señor, piedad! ¡Compasión de una madre y de una niña!”. Pero Jesús camina raudo, sin dar oídos a la viuda. Los de la casa dicen a la mujer: “¡Resígnate! No quiere escucharte. Ya ha dicho que vino para los de Israel…”. Pero ella se pone de pie desesperada, y al mismo tiempo llena de fe, y responde: “¡No! Le suplicaré tanto, que me escuchará”. Y sigue al Maestro, repitiendo sus súplicas. Sus gritos hacen que la gente se asome a sus puertas, y se une a ella y a la familia de Jonás para ver en qué termina la cosa. ■ Los apóstoles, por su parte, se miran recíprocamente sorprendidos, y en voz baja dicen: “¿Cómo es posible que haga esto? Jamás lo ha hecho…”. Juan añade: “En Alejandrocena incluso curó a aquellos dos”. Tadeo replica: “¡Pero eran prosélitos!”. Juan: “¿Y ésta a la que va a ir a curar ahora?”. El pastor Anás dice: “También es prosélita”. Andrés, preocupado porque no puede comprender la dureza de Jesús con la mujer cananea, dice: “¡Oh, pero cuántas veces ha curado a gentiles o a paganos! ¿Y la niña romana, entonces?…”. Santiago de Zebedeo dice: “Yo os digo lo que pasa. Lo que pasa es que el Maestro está indignado. Su paciencia se acaba ante tantos golpes de la ingratitud humana. ¿No veis cómo ha cambiado? Tiene razón. De hoy en adelante se dedicará sólo a los que conoce bien y según mi opinión ¡hace bien!”. Mateo se queja: “Será así, pero mientras tanto, ésta viene gritando detrás de nosotros, y un buen grupo de gente la sigue. Si quiere pasar inadvertido, ha encontrado el modo de llamar la atención hasta de los árboles”. Tadeo dice secamente: “Vamos a decirle que la despida… Ved el cortejo que nos sigue. Estaremos buenos, si así llegamos hasta la vía consular. Y ésta, si no le dice que se marche, no nos deja…”. Se vuelve a la mujer y le grita: “¡Cállate y vete!”. Lo mismo hace Santiago de Zebedeo. Pero la mujer no hace caso a las amenazas, ni a las órdenes. Sigue suplicando. Mateo dice: “Vamos a decirle al Maestro que la despida, si no quiere escucharla. ¡Esto no puede continuar!”. Entre tanto que Andrés por su parte: “¡Pobrecita!”. Juan sigue repitiendo: “¡No comprendo!… ¡No comprendo!”. Mas ya, acelerando el paso, han alcanzado al Maestro que camina raudo como un perseguido. “¡Maestro, dile a esa mujer que se vaya! ¡Es un escándalo! Viene gritando detrás de nosotros. La gente aumenta cada vez más… y muchos se ponen detrás de ella. ¡Dile que se vaya!”. Jesús: “Decídselo vosotros. Yo ya la he respondido”. Apóstoles: “No nos hace caso. Mira, díselo Tú y con severidad”. ■ Jesús se detiene y se vuelve. La  mujer cree que es señal de que va a recibir el favor, acelera el paso, levanta la voz. Jesús le dice: “Cállate, mujer. Regresa a tu casa. Ya lo he dicho: «He venido para las ovejas de Israel». Para curar las enfermas y buscar las que anden perdidas. Tú no eres de Israel”. Pero la mujer ya está a sus pies, se los besa, adorándole. Se ase a sus rodillas como un náufrago que ha encontrado un pedazo de madera y gime: “¡Señor, ayúdame! Tú lo puedes. Ordena al demonio. Tú que eres santo… Señor, Señor, Tú eres el Dueño de todo, de la gracia como del mundo. Todo te está sujeto, Señor. Lo sé. Lo creo. Toma tu poder y empléalo en favor de mi hija”. Jesús: “No está bien tomar el pan de los hijos de la casa y arrojarlo a los perros de la calle”. Cananea: “Yo creo en Ti. Al creer, he pasado de ser perro de la calle a ser perro de la casa. Te lo dije. Llegué antes del alba a acurrucarme a la puerta de la casa donde estabas, y, si hubieras salido, te habrías tropezado conmigo. Pero Tú saliste por la otra parte y no me viste. No viste a este pobre perro destrozado, hambriento de tu favor, que esperaba entrar arrastrándose hasta donde estabas para besarte los pies, pidiéndote que no me arrojaras…”. Jesús repite: “No está bien arrojar el pan de los hijos a los perros”. Cananea: “Pero los perros entran en la habitación donde el dueño come con sus hijos, y comen  lo que cae de las mesas, o los desperdicios que les dan los de la familia, lo que ya no sirve. No te pido que me trates como a hija y que me sientes a la mesa. Dame al menos las migajas…”. ■ Jesús sonríe. ¡Cómo se transfigura con esta sonrisa de júbilo! La gente, los apóstoles, la mujer le miran admirados… presintiendo que algo va a pasar… Y Jesús dice: “¡Oh, mujer, grande es tu fe! ¡Con tu fe consuelas a mi corazón! Vete y hágase como quieres. El demonio ha salido desde este momento de tu hija. Vete en paz. Y si como perra callejera has sabido convertirte en perra de la casa, de igual modo en lo futuro sé hija y siéntate a la mesa del Padre. ¡Adiós!”. Cananea: “¡Oh, Señor, Señor!… Quisiera echarme a correr para ir a ver a mi amada Palma… ¡Quisiera estar contigo, seguirte! ¡Bendito! ¡Santo!”. Jesús: “Ve, ve, mujer. Vete en paz”. Y Jesús emprende su camino entre tanto que la cananea, más veloz que una niña, corre seguida por la gente, curiosa para ver el milagro. ■ Santiago de Zebedeo pregunta: “¿Pero por qué, Maestro, la has hecho suplicar tanto, si luego la ibas a escuchar?”. Jesús: “Por causa tuya y de todos vosotros. Esta no es una derrota, Santiago. Aquí no me han echado afuera, ni se han burlado de Mí, ni me han maldecido… Sirva ello para levantar vuestro abatido corazón. He gustado de una comida sabrosísima. Bendigo por ello a Dios. Ahora vamos donde está la otra que sabe creer y que espera con fe segura”.
* La fe sencilla del pastor Anás obtiene el milagro. “Y tampoco esto no es una derrota ¡amigos míos! Tampoco aquí se han burlado de Mí, ni me han insultado, o echado fuera”.- ■ El pastor Anás, inquieto, pregunta: “Y mis ovejas, Señor? Dentro de poco tengo que tomar un camino que no es el tuyo, para ir a mi aprisco”. Jesús sonríe, pero no responde. Es bello caminar, ahora que el sol calienta el aire y hace resplandecer como esmeraldas las hojitas de los bosques, la hierba del campo, transformando en engastes los cálices de las flores para las gotas de rocío, que brillan en los aros radiados multicolores de las florecillas del campo. Jesús avanza sonriente. Los apóstoles, animados de nuevo, le siguen sonrientes… Llegan al cruce. El pastor Anás, afligido, dice: “Debo dejarte aquí… ¿No vienes de veras a curar a mis ovejas? También yo tengo fe. Soy prosélito… ¿Me prometes, por lo menos venir después el sábado?”. Jesús: “¡Oh, Anás! ¿No me has comprendido todavía que tus ovejas están curadas desde el momento en que levanté mi mano en dirección de Lesemdán? Vete también tú a ver el milagro y a bendecir al Señor”. ■ Me imagino que la mujer de Lot, después de haberse convertido en estatua de sal, no se puso tan pálida como el pastor, que está un poco encorvado e inclinado, con la cabeza vuelta hacia arriba para mirar a Jesús, un brazo semiextendido a media altura… Parece una estatua. Una estatua que podría tener debajo la siguiente inscripción: «El suplicante». Mas luego se endereza, se arrodilla diciendo: “¡Seas bendito! ¡Eres bueno! ¡Eres santo!… te prometí mucho dinero, y aquí no tengo más que unas cuantas dracmas… Ven, ven a mi casa después del sábado…”. Jesús: “Iré, pero no por el dinero, sino para bendecir una vez más tu fe sencilla. ¡Hasta pronto Anás. La paz sea contigo!…”. Y se separan… ■ Jesús: “Y tampoco esto no es una derrota ¡amigos míos! Tampoco aquí se han burlado de Mí, ni me han insultado, o echado fuera… ¡Venga, raudos! Hay una madre que hace días está esperando”.
* La fe de una madre obtiene la curación de la espina dorsal de su hija. “Y tampoco esto no es una derrota ¡amigos! Tampoco aquí me echaron afuera, ni se burlaron de Mí, ni me maldijeron”.- ■ Y la marcha prosigue, con un alto en el camino para comer pan y queso y beber del manantial… El sol está a mediodía cuando se ve aparecer la bifurcación del camino. Mateo dice: “Allá en el fondo empieza la escalera de Tiro”. Y se alegra al pensar que la mayor parte del trayecto está ya recorrido. ■ Apoyada en el mojón romano hay una mujer. A sus pies, una niña de unos siete u ocho años. La mujer mira todas las direcciones: hacia la escalera excavada en el monte rocoso, hacia la vía de Tolemaida, hacia el camino recorrido por Jesús. Y, de vez en cuando, se inclina para acariciar a su niña, para proteger su cabeza del sol con un paño, o cubrirle los pies y las manos con un chal… Andrés dice: “¡Ahí está la mujer! Pero, ¿dónde habrá dormido estos días?”. Mateo responde: “Quizás en aquella casa de cerca de la bifurcación. No hay otras casas cercanas”. Santiago de Alfeo: “O al raso”. Su hermano responde: “No, por la niña, no”. Juan dice: “¡Con tal de obtener la gracia!…”. ■ Jesús no habla. Pero sonríe. Todos en fila (Él en el centro, tres de esta parte, tres de la otra) ocupan toda la vía. Como es la hora de comer no se ven viajeros. Jesús sonríe, alto, hermoso, en el centro de la fila. Su rostro está tan radiante que parece como si toda la luz del sol se hubiera concentrado en Él. Parece emanar rayos. La mujer levanta los ojos… Ya están a unos cincuenta metros de distancia. Quizás ha llamado su atención, distraída al oír llorar a su hija, la mirada de Jesús fija en ella. Mira… se lleva las manos al corazón en un gesto involuntario de ansia, de sobresalto. Jesús aumenta su sonrisa. Y esa sonrisa bella, indescriptible, debe decir tantas cosas a la mujer, que, ya sin ansia alguna, sonriente, como si ya hubiera alcanzado lo que quería, se inclina a tomar en brazos a su hijita, y, sosteniéndola en su jergoncillo, con los brazos extendidos, como si se la estuviera ofreciendo a Dios, llega a los pies de Jesús. Se arrodilla alzando lo más que puede a la niña que, extática, mira el bellísimo rostro de Jesús. La mujer no dice ni una palabra. ¿Y qué puede decir, cuando su actitud es ya toda una súplica? Jesús no pronuncia sino una sola palabra, breve pero llena de alegría, como el «Fiat» de la creación: “Sí”, y pone su mano sobre el pecho de la niña. La niña, cual calandria que ha salido de la jaula, grita: “¡Mamá!”, se sienta de golpe, pasa a poner en pie en tierra, abraza a su madre, la cual  —ella sí—  exhausta, vacila y está a punto de caerse, desmayada por el contraste de los sentimientos que la embargan, por el cansancio que ha soportado y por el esfuerzo que ha hecho su corazón. Jesús está atento a sujetarla: una ayuda más eficaz que la de la niña, que, recargada con su peso sobre los miembros maternos, no es, ciertamente, la más indicada para sujetar a su madre sobre las rodillas. Jesús la ayuda a sentarse y le da fuerzas… Y la mira, mientras mudas lágrimas bajan por su cara, cansada, pero dichosa al mismo tiempo. ■ Luego se oyen las palabras: “¡Gracias, Señor mío! ¡Gracias y bendiciones! Mi esperanza se ha visto colmada… tanto te había esperado… pero ahora soy feliz…”. Pasados unos instantes, la mujer se arrodilla, adora a Jesús teniendo ante sí a su hija, a la que Jesús acaricia. Dice: “Hace dos años que se le iba secando un hueso en la espina dorsal, la paralizaba y la llevaba a la muerte lentamente y con grandes dolores. Médicos de Antioquía, Tiro, Sidón, Cesarea y Penéades la vieron. Para curarla vendimos la casa que teníamos en la ciudad. De allí nos fuimos al campo. Nos privamos de criados, y nos quedamos con los de los campos. Vendíamos lo que producían ellos… ¡y nada! Te vi. Me enteré de lo que por otras partes sueles hacer. También cobré esperanzas de que me ayudarías… Y lo he conseguido. Ahora regreso ponto a mi casa… y daré esta alegría a mi esposo… a mi Santiago que fue quien inspiró en mí esta esperanza cuando me dijo lo que habías hecho en Galilea y Judea. ¡Oh, si no hubiéramos tenido miedo de no encontrarte, habríamos ido a buscarte con la niña! ¡Pero Tú estás siempre de viaje…!”. Jesús: “Caminando he venido a verte… ¿Pero dónde has estado durante todos estos días?”.  Mujer: “En aquella casa… por la noche se quedaba solo la niña. Hay allí una buena mujer que me la cuidaba. Yo siempre he estado aquí, por temor de que fueses a pasar de noche”. Jesús le pone la mano sobre la cabeza: “Eres una buena madre. Por eso Dios te ama. Ves que te ha ayudado en todo”. Mujer: “¡Oh, sí! Lo he sentido precisamente mientras venía. Había venido de casa a la ciudad  con la confianza de encontrarte; por tanto, con poco dinero y sola. Después, siguiendo el consejo de aquel hombre, continué por este lugar. Mandé un aviso a casa y vine… y no me ha faltado nunca nada, ni pan, ni refugio, ni fuerzas”. Santiago de Alfeo, enternecido, pregunta: “¿Siempre con la niña en brazos? ¿No podías emplear una carreta?…”. Mujer: “No. Ella habría sufrido demasiado: hasta morir incluso. En los brazos de su mamá mi Juana ha llegado a conseguir el milagro”. Jesús acaricia sus cabellos y dice: “Idos también vosotras y sed fieles al Señor. Que Él esté con vosotras y con vosotros esté mi paz”. ■ Jesús continúa por la vía que lleva a Tolemaida. “Y tampoco esto no es una derrota ¡amigos! Tampoco aquí me echaron afuera, ni se burlaron de Mí, ni me maldijeron”. (Escrito el 15 de Noviembre de 1945).
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1  Nota  : Cfr. Mt. 15,21-28; Mc. 7,24-30.
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(<Jesús está en la Sinagoga de Corozaín. Es un sábado. Además del sinagogo hay entre la gente grupos hostiles hacia el Maestro, y, entre ellos, cuatro notables de la ciudad. Le han dado la palabra a Jesús no por respeto o por fe. Pero Jesús ya les ha advertido que esa incredulidad obstinada suya les pone en peligro de perecer>)
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5-337-243 (6-25-156).- Curación de una mujer encorvada de Corozaín en sábado (1).
* “Yo he sido enviado a labrar vuestros corazones en orden a la Verdad y la Salvación. Vosotros sois imposibles de labrar. Nada sirve en vosotros. Yo, el Artífice cansado, os abandono a vuestro destino. Pero, dado que soy justo, no os abandono a todos de igual modo. En medio de mi tristeza, sé todavía elegir a los que se hacen dignos de mi amor. ¡Mujer, ven aquí! Quédate con un recuerdo de mi paso y con un premio a tu fe silenciosa y humilde. Queda libre de tu enfermedad”.- ■ Dice Jesús: “Yo he sido enviado a labrar vuestros corazones en orden a la Verdad y la Salvación. Han venido a mis manos corazones de hierro, plomo, esta­ño, alabastro, mármol, plata, oro, jaspe, piedras preciosas. Corazo­nes duros, corazones toscos, corazones demasiado tiernos, corazones volubles, corazones endurecidos por las penas, corazones valiosísi­mos: todo tipo de corazones. Los he labrado a todos. Y a muchos los he modelado según el deseo de Aquel que me ha enviado. Algunos me han herido mientras los trabajaba, otros han preferido romperse antes que dejarse modelar completamente. ¡Ojalá que aun con odio conservaran siempre un recuerdo mío! ■ Vosotros sois imposibles de labrar. Nada sirve en vosotros, ni el calor del amor, la paciencia de instruiros, falta de reproches, fatiga en el cincel. Nada más retirar mis manos, volvéis a ser como erais. Ten­dríais que hacer una única cosa para ser cambiados: abandonaros to­talmente en Mí. No lo hacéis. No lo haréis nunca. Yo, el Artífice cansado, os abandono a vuestro destino (2). Pero, dado que soy justo, no os abandono a todos de igual modo. En medio de mi tristeza, sé todavía elegir a los que se hacen dignos de mi amor, los conforto. ■ ¡Mujer, ven aquí!” dice señalando a una mujer que está recargada contra la pared, tan encorvada que parece un signo de interrogación. La gente vuelve sus ojos a donde señala Jesús, pero no ve a la mujer, la cual por su conformación, no puede ver a Jesús ni tampoco su mano. Varias personas le dicen: “¡Ve, Marta! ¡Que te está llamando!”. Y la pobrecita va: renqueando con su bastón, que le llega a la altura de la cabeza. Ahora está delante de Jesús, que le dice: “Mujer, quédate con un recuerdo de mi paso y con un premio a tu fe silenciosa y humilde. Queda libre de tu enfermedad” grita al final, poniéndole las ma­nos en la espalda. Y en seguida la mujer se alza y, derecha como una palma, levanta los brazos y grita: “¡Hosanna! ¡Me ha curado! Ha visto a su sierva fiel y la ha agraciado. ¡Sea alabado el Salvador y Rey de Israel! ¡Ho­sanna al Hijo de David!”. La gente responde con sus «¡hosanna!» a los de la mujer, la cual ahora está de rodillas a los pies de Jesús, besándole el borde de la túnica, mientras Él le dice: “Ve en paz y persevera en la fe”.
* “¡Hipócritas! ¿Quién de vosotros en este día no ha desatado el buey o el asno y le ha llevado a beber?… ¿Y no debía soltar Yo a és­ta de sus cadenas, después de que Satanás la ha tenido atada duran­te dieciocho años, sólo porque es sábado?”.- ■ El sinagogo —deben quemarle todavía las palabras dichas por Jesús al principio— quiere arrojar su veneno en forma de reproche, e indignado, mientras la muchedumbre se abre para dejar pasar a la mujer curada milagrosamente, grita: “Hay seis días pa­ra trabajar, seis días para pedir y dar. Venid, pues, en esos días, tan­to para pedir como para dar. ¡Venid a recobrar la salud en esos días, sin violar el sábado, pecadores e incrédulos, corrompidos y corruptores de la Ley!”, y trata de empujar a todos afuera de la sinagoga, como para arrojar la profanación del lugar de oración. ■ Pero Jesús, —que le ve ayudado en su acción por los cuatro nota­bles de antes y por otros que están repartidos entre la multitud, que hacen gestos de haberse escandalizados por el… delito de Jesús—, a su vez grita severo, majestuoso, teniendo los brazos recogidos sobre el pecho: “¡Hipó­critas! ¿Quién de vosotros en este día no ha desatado el buey o el as­no del pesebre y le ha llevado a beber? ¿Y quién no ha llevado los ha­ces de hierba a las ovejas del rebaño y no ha extraído la leche de las ubres llenas? ¿Y por qué, si tenéis seis días para hacerlo, lo habéis hecho también hoy, por unos pocos denarios de leche, o por miedo de perder el buey y el asno a causa de la sed? ¿Y no debía soltar Yo a és­ta de sus cadenas, después de que Satanás la ha tenido atada duran­te dieciocho años, sólo porque es sábado? Idos. He podido soltar a es­ta mujer de su desgracia involuntaria; mas no podré jamás solta­ros a vosotros de la vuestra, que es voluntaria, ¡oh enemigos de la Sabiduría y de la Verdad! ■ La parte buena de Corozaín, que no es la mayoría, aprueba y alaba, mientras que la otra, pálida de rabia, se va, dejando plantado al embravecido sinagogo. También Jesús le deja plantado y sale de la sinagoga, rodeado de los buenos… (Escrito el 21 de Noviembre de 1945).
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1  Nota  :  Cfr. Lc.  13,10-17.   2  Nota  : “os dejo a vuestro destino”.- Es decir, como se desprende del contexto, al destino que libremente el hombre  quiere, y en la medida en que él no se entrega a Dios.
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(<Jesús con sus apóstoles está recorriendo la región sirofenicia, en dirección a Quedes para después desplazarse hacia el Mar de Galilea. Han entrado en un pueblo, en una casa cuya dueña les ha ofrecido hospedaje>)
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5-341-266 (6-29-178).- Curación de un sordomudo en los confines siro-fenicios (1). Y a los del pueblo: “Por vuestra fe, quedad todos curados”.
* La fe de la mujer y la fe del pueblo para con el Mesías Jesús.- ■ Dice la mujer: “Y cenáis. Aceptadlo. No me pesa. Y, además, algunos, que son discípulos de ese Jesús de Galilea, al que llaman Mesías, que hace tantos milagros y predica el Reino de Dios, nos han enseñado la misericordia. Pero Él no ha venido nunca aquí. Quizás porque estamos en los confines sirofenicios. Pero sí han venido sus discípulos y ya es mucho. Para Pascua, los del pueblo queremos ir todos a Judea para ver si logramos ver a este Jesús. Porque tenemos enfermos y los discípulos han curado a algunos, pero a otros no. Y entre éstos está un hijo, joven, de un hermano de la mujer de mi cuñado”. Jesús pregunta sonriendo: “¿Qué le pasa?”. Mujer: “Es… No habla y no oye. Nació así. Quizás un demonio entró en el vientre de la madre para hacerla desesperarse y sufrir. Pero es bueno. Un endemoniado no sería así. Los discípulos han dicho que para él es necesario Jesús de Nazaret, porque debe faltarle algo, y sólo este Jesús… ■ ¡Ah, aquí están mis hijos y mi marido! Melquías he acogido a estos peregrinos en nombre del Señor. Estaba hablando de Leví… Sara, ve pronto a ordeñar la leche, y tú, Samuel, baja a la gruta por aceite y vino, y trae manzanas del desván. Date prisa, Sa­ra; preparamos las camas en las habitaciones altas”. Jesús: “No te afanes, mujer. Estaremos bien en cualquier sitio. ¿Podría ver al hombre de que hablabas?”. Mujer: “Sí… Pero… ¡Oh! ¡Señor! ¡No serás Tú el Nazareno?”. Jesús: “Soy Yo”.  La mujer cae de rodillas, y grita: “¡Melquías, Sara, Samuel! ¡Ve­nid a adorar al Mesías! ¡Qué gran día! ¡Qué gran día! ¡Y yo le tengo en mi casa! ¡Y estaba hablando con Él, así! ¡Y le he traído el agua pa­ra lavar la herida! (2)… ¡Oh!…” se ahoga de emoción. Y corre a donde el barreño. Lo ve vacío: “¿Por qué habéis tirado esa agua? ¡Era santa! ¡Melquías! ¡El Mesías en nuestra casa!”. Jesús dice sonriendo: “Sí. Pero tranquilízate, mujer. Y no se lo digas a nadie. Más bien, ve por el sordomudo y tráemelo…”.
* ¿Y cómo puede saber hablar, si nunca, desde que nació, oyó palabra alguna? ¡Un milagro en el milagro! Le ha soltado el habla y al mismo tiempo le ha enseñado a hablar”.- ■ Y pronto regresa Melquías con el joven sordomudo, los parien­tes de él y medio pueblo al menos… La madre del infeliz adora a Jesús y le suplica. Jesús dice: “Sí, será como tú quieres”. Toma de la mano al sordomudo, le se­para un poco de la masa de personas que se apiña, mientras los apóstoles, por compasión hacia la mano herida, luchan por mantener a la gente separada. Jesús arrima a Sí bien al sordomudo; le pone los índices en las orejas y la lengua en los entreabiertos labios; luego, al­zando los ojos al cielo ya algo oscurecido, expele su aliento sobre el rostro del sordomudo y grita fuertemente: “¡Abríos!” y le suelta. ■ El joven le mira por un momento, mientras la gente cuchichea. Es sorprendente el cambio de la cara del sordomudo: primero apática y triste, ahora sorprendida y sonriente. Se lleva las manos a las orejas. Las restriega… Comprende que realmente oye… Abre la boca y dice: “¡Madre! ¡Oigo! ¡Oh, Señor, yo te adoro!”. ■ Se apodera de la gente el entusiasmo habitual; mucho más todavía, porque se preguntan: “¿Y cómo puede saber hablar, si nunca, desde que nació, oyó palabra alguna? ¡Un milagro en el milagro! Le ha soltado el habla y al mismo tiempo le ha enseñado a hablar. ¡Viva Jesús de Nazaret! ¡Hosanna al Santo, al Mesías!”. Y se apiñan a su alrededor, que levanta su mano herida para bendecir, mientras algunas personas, informadas por la mujer de la casa, se mojan la cara y los miembros con las gotas de agua que habían quedado en el barreño. Jesús los ve y grita: “Por vuestra fe, quedad todos curados. Id a vuestras casas. Sed buenos, honestos. Creed en la palabra del Evan­gelio. Y conservad para vosotros lo que sabéis, hasta que llegue la hora de proclamarlo en las plazas y por los caminos de la tierra. Mi paz sea con vosotros”. Y entra en la amplia cocina, donde resplandece el fuego y tiemblan las luces de dos lámparas. (Escrito el 25 de Noviembre de 1945)
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1  Nota  : Cfr.  Mc.  7,31-37.   2  Nota  : La herida de la mano de Jesús fue producida junto al sepulcro de Hilel, en las afueras de la ciudad de Giscala, en el choque con los rabíes que lanzaron piedras contra Jesús y apóstoles.
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(<Han concluido la gira del Norte. Después de la larga ausencia llegan a Betsaida Jesús y todos los apóstoles.>)
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5-347-306 (6-35-216).- Curación del ciego de Betsaida (1).
* “¡Jesús, Hijo de David, piedad de nosotros!”, “Pon tu mano en los ojos de mi hijo y verá” “¡Yo creo en Ti!”.- ■ Entran en la primera calle de Betsaida, entre huertas llenas de hortalizas. Pedro, con otros de Betsaida, está llevando a un ciego a la presencia de Jesús. Marziam no está. Sin duda se ha quedado a ayudar a Porfiria. Con los de Betsaida y los padres del ciego hay muchos discípulos venidos a Betsaida de Sicaminón y otras ciuda­des; entre éstos, Esteban, Hermas, el sacerdote Juan y Juan el escri­ba y muchos otros. (Son tantos que apenas si puedo recordar sus nombres). “Te le he traído, Señor. Estaba aquí esperando desde hace varios días” explica Pedro mientras, el ciego y sus padres suplican a Jesús: “¡Jesús, Hijo de David, piedad de nosotros!”, “Pon tu mano en los ojos de mi hijo y verá”, “¡Ten piedad de mí, Señor! ¡Yo creo en Ti!”. ■ Jesús toma de la mano al ciego y retrocede con él unos metros para resguardarle del sol, que ya inunda la calle. Le arrima a la pa­red cubierta de follaje de una casa, la primera del pueblo, y Él se po­ne de frente. Se moja de saliva los dos índices y le restriega los párpados con los dedos húmedos; luego le aprieta los ojos con las manos (la base de la mano en la concavidad de las órbitas y los dedos abier­tos y metidos entre los cabellos del desdichado). Así ora. Luego le quita las manos. Pregunta al ciego: “¿Qué ves?”. Ciego: “Veo hombres. Son sin duda hombres. Pero así me imaginaba a los árboles vestidos de flores; pero deben ser hombres, porque caminan y se mueven en dirección a mí”. Jesús impone otra vez las manos y las vuelve a quitar y dice: “¿Y ahora?”. Ciego: “¡Ahora veo bien la diferencia entre los árboles plantados en la tierra y estos hombres que me están mirando… ¡Y te veo a Ti! ¡Qué hermosura la tuya! Tus ojos son iguales que el cielo y tus cabellos parecen rayos de sol… y tu mirada y tu sonrisa son propios de Dios. ¡Señor, te adoro!”, y se arrodilla para besarle la orla de su túnica. ■ Jesús: “Levántate y ve adonde tu madre, que durante tantos años ha sido para ti luz y consolación y de la cual no conoces otra cosa sino el amor”.  Le toma de la mano y le lleva a su madre, que está arrodillada a algunos pasos de distancia, en actitud de adoración, de la misma for­ma que antes estaba en actitud de súplica. Jesús: “Levántate, mujer. Aquí tienes a tu hijo, que ve la luz del día. Quiera su corazón seguir la Luz eterna. Ve a casa. Sed felices. Y sed santos por agradecimiento a Dios. ■ Pero, al pasar por los pueblos, no digáis a ninguno que te he curado, para que la muchedumbre no se desplace aquí enseguida para impedirme ir a donde es justo que va­ya a llevar confirmación en la fe, a llevar luz y alegría a otros hijos de mi Padre”. Y, rápido, por un senderillo que discurre entre huertos, se escabu­lle en dirección hacia la casa de Pedro, donde entra saludando a Porfiria con su dulce saludo. (Escrito el 1 de Diciembre 1945).
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1  Nota  : Cfr. Mc. 8,22-26.
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(<Jesús y sus apóstoles, en la Transjordania, vienen desde Pela hacia Yabés Galaad. En Pela Jesús ha devuelto la vista al niño Yaia y a su madre [1]. Pero Marcos de Josías [2], uno de los liberados de posesión en el episodio de los cerdos de Gerasa, ha renegado de Jesús y ha emprendido una campaña insidiosa contra Él. Los de Pela, dando crédito a las palabras del renegado, se han mostrado hostiles al grupo apostólico. Por lo cual, Jesús con los apóstoles reanuda la marcha hacia Galaad>)
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5-359-396 (6-49-301).- La fe del viejo Matías que creyó sin ver y la fe de los que creen mientras están bajo la impresión del milagro.
*  Malhumor manifiesto (incluso acusaciones de Iscariote contra Jesús) de los apóstoles, que —helados de frío, llenos de lodo y hambrientos—, buscan un refugio al haber sido rechazados por todas partes.- ■ El valle profundo y boscoso donde se levanta Yabés Galaad siente hasta en sus entrañas el ruidoso cacareo que un arroyo muy cargado de agua va haciendo en su camino hacia el Jordán. El crepúsculo y la jornada, tenebrosos, agravan los aspectos sombríos de las frondas; así que el pueblo se presenta triste e inhóspito ya desde los primeros momentos. Tomás cuyo buen humor jamás se agota, pese a que trae los vestidos salpicados de lodo hasta la cintura, exclama: “¡Uhm, no quisiera que después de tantos siglos, al acordarse de la desagradable jugada que les hicieron los nuestros, se quisieran vengar! (3). ¡Basta! ¡Vamos a sufrir por el Señor!”. ■ No los matan. No. Pero los arrojan de todas partes, gritándoles ladrones y cosas peores. Felipe y Mateo acordándose que tienen piernas echan una buena carrera para salvarse de un perrazo que un pastor les echó encima, cuando habían ido a la puerta de un aprisco a pedir que les permitieran pasar la noche  “al menos bajo el tejado de los animales”. Se preguntan: “¿Qué hacemos ahora?”. “No tenemos pan”. “Ni dinero. ¡Sin dinero no hay ni pan ni alojo!”. “¡Y estamos helados de frío, llenos de lodo y hambrientos!”. “Y la noche se nos echa encima. ¡Qué bien nos veremos mañana, después de una noche en el bosque!”. De los doce que son, siete muestran su malhumor, tres no lo dicen pero lo han escrito en sus caras y puede leerse. Simón Zelote va con la cabeza baja, indescifrable. Juan parece gato sobre ascuas. Se vuelve a los descontentos, se vuelve a Jesús, que continúa caminado y personalmente va a llamar a las puertas de las casas, pues los apóstoles o no quieren, o tienen miedo. De este modo recorre las callejuelas empantanadas de lodo y suciedades. En ninguna parte los admiten. ■ Han llegado a la parte extrema del pueblo donde el valle se abre a los pastizales de la llanura transjordánica. Una que otra casa se ve… pero es lo mismo. No se les da alojo. Jesús dice: “Busquemos en los campos. Juan, ¿te atreves a subir a aquel olmo? Desde lo alto puedes ver mejor”. Juan: “Sí, Señor mío”. Pedro rezonga: “El olmo está resbaladizo. ¡No va a poder subir y se puede lastimar! Y, por si fuera poco, vamos a tener un herido”. Jesús con toda dulzura responde: “¡Entonces subiré Yo!”. Gritan todos: “¡Eso no!”. Los que más protestan son los pescadores: “Si es peligroso para nosotros los pescadores ¿cómo no lo va a ser para Ti que no estás acostumbrado a trepar por las costanas ni por las cuerdas?”. Jesús: “Lo hacía por vosotros, para buscaros donde os alojéis. ¡A Mí me es indiferente! ¡No es el agua la que me molesta!”. ■ ¡Cuánta tristeza! ¡Qué timbre tan doloroso resuena en sus palabras! Algunos se callan. Otros, como Bartolomé y Mateo dicen: “Ya es muy tarde para encontrar algo. Debíamos de haberlo pensado antes”. Iscariote, con tono agresivo, agrio, dice: “¡Sí, y no haberte encaprichado en salir de Pela, cuando empezaba a llover! Has sido terco e imprudente. Ahora lo pagamos todos. ¿Qué cosa quieres encontrar ahora? Si tuviéramos una bolsa llena, habrías visto las puertas abiertas. ¡Pero Tú!… ¿por qué no haces un milagro, al menos un milagro para tus apóstoles, Tú que haces para los que ni aún se lo merecen?”, y lo dice en tal forma que los demás, aunque en el fondo estén de acuerdo con él, sienten la necesidad de exigirle respeto. Jesús parece ya el Condenado que dulcemente mira a sus verdugos. Calla. ■ Este callarse que va acentuándose en Jesús desde hace tiempo, es como un preludio de su «gran silencio» ante el Sanedrín, ante Pilatos y Herodes y me causa tristeza. Me parece como si fueran las pausas silenciosas que se escuchan en los lamentos de un agonizante que no son ausencia del dolor, sino preludio de la muerte. Me parece que estos silencios de Jesús gritan más que cualquier palabra, que revelan todo el dolor de Jesús ante la incomprensión de los hombres y ante su falta de amor. Y su mansedumbre, que no reacciona, esta postura suya con la cabeza un poco baja, me le presentan ya atado, entregado al odio de los hombres. ■ Le preguntan: “¿Por qué no hablas?”. Jesús: “Porque diría algo que en estos momentos vuestro corazón no puede comprender… ¡Vámonos! Caminemos para no congelarnos… y perdonad…”. Se vuelve sin demora y se pone a la cabeza de este grupo que en parte es comprensivo; en parte, acusador; en parte, polémico con los compañeros. Juan se queda atrás. Hace de modo que nadie caiga en la cuenta. Se va a un árbol alto, creo que álamo o fresno. Se quita el manto y el vestido y, semidesnudo, con mucho trabajo se pone a subir. Resbala, no obstante sigue trepando como un gato. Ha llegado casi a la cima, escudriña el horizonte que despide sus últimos rayos. Se esfuerza por descubrir algo donde quiera que sea. Finalmente la alegría le brota de sus pupilas. Se deja resbalar rápidamente a tierra. Vuelve a vestirse. Corre. Pasa a sus compañeros, alcanza a su Maestro. Con el aliento entrecortado: “¡Una cabaña, Señor!… ¡hacia el oriente!… Pero hay que volver atrás… Subí a ese árbol… ¡Ven, ven!”. Jesús, serio y cortante, dice: “Voy con Juan por este lado. Si queréis venir está bien, si no, continuad hasta el último pueblo cercano al río. Nos encontraremos allá”. Le siguen por los campos. Los apóstoles refunfuñan: “¡Pero si estamos volviendo a Yabés!”. “No veo ninguna casa…”. “¡Quién sabe lo que habrá visto el muchacho!”. “Tal vez un pajar”. “¡O la cabaña de algún leproso!”. “Y así acabaremos por empaparnos. Estos campos parecen esponjas”.
* La fe del anciano exleproso Matías, que, a pesar de todas las desventuras de su vida, sabe permanecer confiado en la bondad de Dios de quien espera merecer la bendición en gracia y no en riquezas. Su modelo en su desventura es Job.- ■ Pero no se trata de una cabaña de algún leproso ni de pajar lo que se ve detrás de una hilera tupida de troncos. Es una cabaña, eso sí. Larga y baja, que parece un redil, con el techo de paja con paredes de lodo que a duras penas sostienen los cuatro pilares de toscas piedras. Una empalizada, que sirve de patio, rodea la cabaña y dentro se ven verduras que gotean agua. Juan llama. Un hombre de edad se asoma: “¿Quién es?”. Jesús dice: “Peregrinos que vamos a Jerusalén. ¡Un refugio en nombre de Dios!”. Anciano: “¡Por qué no! Es un deber. Pero no estaréis cómodos. No hay mucho espacio y no tengo camas”. Jesús: “No importa. Tendrás por lo menos fuego”. El hombre mete la llave y abre. “Entrad y la paz sea con vosotros”. Atraviesan la pequeña huerta. Entran a la única habitación que es cocina y dormitorio. Hay fuego. Hay orden y pobreza. Ni un utensilio que no sea necesario. Anciano: “¿Veis? No tengo más que un corazón que es honrado. ¡Pero si os acomodáis!… ¿Traéis pan?”. Apóstoles: “¡No! ¡Un puñado de aceitunas!”. Anciano: “No tengo pan para todos pero os haré algo con leche. Tengo dos ovejas. Me bastan. Voy a ordeñarlas. Dadme vuestros mantos. Los extenderé en el aprisco, aquí detrás. Se secarán un poco y mañana con la llama se acabarán de secar”. El hombre sale con los mantos. Todos se acercan a la alegre llama. Vuelve el hombre con una tosca estera. La extiende. “Quitaos las sandalias. Les quitaré el fango y las colocaré para que se sequen. Os daré agua caliente para que os quitéis el lodo de los pies. La estera está limpia y es gruesa. Será mejor que el suelo frío”. Quita un caldero lleno de agua verdosa, porque contiene verduras que hierven, echa una parte de agua en un lavamanos y la otra en una tina. Echa agua fría y dice: “Tomad. Os restablecerá. Lavaos. Aquí tenéis una toalla limpia”. Entre tanto mueve el fuego, sopla, echa leche en otro caldero, la pone al fuego. Apenas empieza a hervir, echa algo que me parece cebada molida o mijo descascarado. Y remueve la papilla. ■ Jesús, que ha sido uno de los primeros en lavarse, se le acerca: “Dios te dé su gracia por tu caridad”. Anciano: “No hago más que devolver lo que me ha dado. Era un leproso. De los treinta y siete hasta los cincuenta y uno. Después me curé. Cuando regresé encontré que habían muerto mis familiares, mi mujer, y que mi casa había sido arrasada. Era yo «el leproso»… Me vine aquí. Me he hecho un nido con mis esfuerzos y con los de Dios. Primero una choza de hierbas. Luego una de madera. Luego de paredes… Y cada año una cosa más. El año pasado hice el lugar para las ovejas. Las compré haciendo esteras que vendo, u otras cosas de madera. Tengo un manzano, un peral, una higuera, una vid. Detrás tengo un campo pequeño de cebada; delante, uno de verduras. Cuatro pares de palomas y dos ovejas. Dentro de poco tendré sus corderos. Esperemos que sean hembras esta vez. Bendigo al Señor y no pido más cosas. ¿Quién eres?”. Jesús: “Un galileo. ¿Tienes prejuicios?”. Anciano: “Ninguno, aunque soy de raza judía. Si hubiera tenido hijos, uno de ellos sería como Tú… Los míos son ahora las palomas… Me he acostumbrado a vivir solo”. Jesús: “¿Y para las Fiestas?”. Anciano: “Lleno los comederos y me voy. Alquilo un borrico. Me doy prisa, hago lo que tengo que hacer y regreso. Jamás me ha faltado ni siquiera una sola hoja. Dios es bueno”. Jesús: “Tienes razón. Con los buenos y con los que no lo son tanto. Los buenos están bajo sus alas”. Anciano: “Lo dice también Isaías… (4). Me ha protegido”. Tomás pregunta: “Estuviste leproso ¿o no?”. Anciano: “Sí. Empobrecí y me quedé solo. ¡Pero mira que si no es un favor de Dios volver a la vida humana, tener un techo y pan! Mi modelo en mi desventura fue Job. Espero merecer como él la bendición de Dios, no en riquezas sino en gracia”. ■ Jesús: “La tendrás. Eres un justo. ¿Cómo te llamas?”. Anciano: “Matías”. Y saca del fuego el caldero, lo pone sobre la mesa, agrega mantequilla y miel, revuelve, lo vuelve a poner al fuego y dice: “Tengo solo seis trastos de vajilla entre platos y tazones. Os turnaréis”. Jesús: “¿Y tú?”. Matías: “El que da la hospitalidad se sirve el último. Primero los hermanos que Dios envía. Bueno. ¡Está listo! Hace bien”. Echa unos cazos de papilla en cuatro platos y en dos tazones. La cuchara es de palo. Jesús sugiere a los más jóvenes que empiecen a comer. Juan dice: “¡No! ¡Tú, primero!”. Jesús: “¡No! ¡No! Conviene que Judas se sacie y vea que siempre hay comida para los hijos”. Iscariote cambia de color, pero come. Matías pregunta: “¿Eres un rabí?”. Jesús: “Sí. Estos son mis discípulos”. Matías: “Cuando estaba en Betabara, solía ir donde el Bautista. ¿No sabes nada del Mesías? Dicen que está ya y que Juan le señaló. Siempre que voy a Jerusalén espero verle, pero nunca lo he logrado. Cumplo el rito, pero no tengo tiempo para detenerme. Esa será la razón por la que no le veo. Me he aislado aquí y luego… no hay gente buena en Perea. He hablado con algunos pastores que vienen a apacentar sus animales. Le han visto. Me han hablado de Él. ¡Cuántas cosas no habrá dicho!”. Jesús no se descubre. Le toca ahora comer y lo hace con mucha tranquilidad sentado junto al anciano, que dice: “¿Y ahora? ¿Cómo vamos a hacer para dormir? Os dejaré mi cama. Es una… Yo me iré con las ovejas”.  Jesús: “No. Iremos nosotros. El heno es bueno para el que está cansado”. La cena ha terminado y piensan reposar para partir a la aurora. Pero el anciano insiste y Mateo que está acatarrado, va a dormir en su cama.
* La violencia sería idolatría. No una fe verdadera. La fe cree aun sin ver. Persevera aunque se le combata. Cree aun sin milagros, como la fe pronta de Matías que supo creer sin haber visto. La fe de quien cree mientras está bajo la impresión del milagro es insistente, luego… tarda como antes, o enemiga.- ■Pero la aurora es un diluvio. ¿Cómo partir con esta agua torrencial? Hacen caso al anciano y se quedan. Entre tanto cepilla los vestidos secos ya, limpia las sandalias. Llega la hora de comer y el hombre cuece cebada con leche para todos. Luego mete unas manzanas entre la ceniza. Empiezan a comer, y están para terminar cuando afuera se oye un grito. Dice Matías: “¿Otro peregrino? ¿Cómo haremos?”. Se levanta y envolviéndose en una gruesa manta, como impermeable, sale. En la cocina hay fuego, pero no buen humor. Jesús no dice nada. Vuelve el anciano con los ojos llenos de sorpresa. Mira a Jesús, mira a los demás. Parece como si tuviera miedo… parece como si… como si escudriñara. Finalmente pregunta: “¿Entre vosotros está el Mesías? Decidlo, que los de Pela le buscan para adorarle, por un gran milagro que hizo. Desde ayer noche le han venido buscando por todas las casas hasta el río, hasta el primer pueblo… Ahora al regresar se acordaron de mí. Alguien les habrá señalado mi casa. Están afuera, con carros. ¡Mucha gente!”. Jesús se levanta. Los doce le dicen: “No vayas. ¡Si dijiste que era prudente no habernos quedado en Pela, es inútil mostrarte ahora!”. Matías asombrado:  “¡Pero entonces!… ¡Oh bendito, bendito Tú y quien te envió! ¡Y bendito yo que te hospedé! Tú eres el Rabí Jesús, el… ¡Oh!”. El hombre se arrodilla y pone su frente contra el suelo. Jesús: “Soy Yo, pero permíteme ir donde los que me buscan, después vengo contigo”. Se zafa de las manos del anciano que le tiene asidas las rodillas y sale al huertecito lleno de agua. ■“¡Vedle! ¡Vedle! ¡Vedle! ¡Hosanna!”. Bajan de los carros. Hay hombres, mujeres, el ciego jovenzuelo de ayer, su madre y la gerasena. Sin importarles el lodo se arrodillan y suplican. “Regresa. Regresa donde nosotros, a Pela”. Otros, que han de ser de Yabés, gritan: “No: a Yabés. ¡Queremos tenerte! ¡Estamos arrepentidos de haberte echado!”. Los de Pela insisten:  “¡No! ¡No! Con nosotros. Ven a Pela donde está vivo tu milagro. A ellos les has dado la luz de los ojos, a nosotros la del alma”. Jesús: “No puedo. Voy a Jerusalén. Allá me encontraréis de nuevo”. Los de Pela: “Estás enojado porque te hayamos echado. Estás disgustado porque sabes que dimos oído a las calumnias de un pecador”. La madre de Marcos se cubre la cara bañada en lágrimas. “Pídeselo tú, Yaia, pues que te quiere mucho”. Jesús: “Me encontraréis en Jerusalén: Idos y perseverad. No queráis ser como los vientos que van en todas las direcciones. Adiós”. Ellos: “No. Ven. Te llevaremos por la fuerza si no vienes”. Jesús: “No levantéis la mano contra Mí. Esto sería idolatría, no una fe verdadera. La fe cree aun sin ver. Persevera aunque se le combata. Cree aun sin milagros. Me quedo con Matías que supo creer sin haber visto algo, y que además es justo”. Ellos: “Acepta por lo menos nuestros dones. Dinero, pan. Nos dijeron que diste todo lo que tenías a Yaia y a su madre. Toma una carreta. Viajarás en ella. La dejarás en Jericó en casa de Timón el fondero. Tómala. Llueve y continuará lloviendo. No te mojarás tanto, y lo harás más pronto. Danos una prueba de que no nos guardas rencor”. ■ Ellos al otro lado de la empalizada, Jesús a este lado, se miran; los de la otra parte de allá están agitados. Detrás de Jesús está el viejo Matías, de rodillas, con la boca abierta, y detrás de él, de pie, los apóstoles. Jesús extiende su mano y dice: “Acepto los regalos para los pobres, pero la carreta, no. Soy pobre entre los pobres. No insistáis. Yaia, y tú, y tú de Gerasa, acercaos para que os bendiga de un modo especial”. Mateo abre la puerta. Se acercan. Los acaricia y bendice. Luego bendice a los demás que se han acercado hasta el umbral. Dan a los apóstoles dinero y víveres. Jesús se despide de todos. ■ Regresa a la casa… Apóstoles: “¿Por qué no les dijiste algo?”. Jesús: “El milagro hecho en los dos ciegos (5) está hablando”. Apóstoles: “¿Por qué no aceptaste la carreta?”. Jesús: “Porque es mejor ir a pie”. Se vuelve a Matías. “Te habría recompensado sólo con bendiciones. Ahora puedo agregar un poco de dinero por los gastos que hiciste…”. Matías:  “No, Señor Jesús… No acepto. Los hice de buen corazón. Y ahora lo hago sirviendo al Señor. El Señor no paga. No está obligado. Soy yo quien tengo que pagar, no Tú. ¡Oh, este día jamás se borrará de mi memoria ni aun en la otra vida!”. ■ Jesús: “Has hablado bien. La misericordia que tuviste para con los peregrinos la encontrarás escrita en el Cielo. Como tu fe pronta en creer… Tan pronto aclare nos vamos. Aquellos podrían regresar. Insistentes mientras el milagro lo tienen ante sus ojos; luego… tardos como antes, o enemigos. Yo continúo  mi camino. Hasta ahora me he detenido tratando de convertirlos. Ahora llego y paso sin quedarme. Voy a mi destino. Dios y el hombre me empujan. No puedo detenerme. Me impide el amor. Me impele el odio. Quien me ama puede seguirme. Pero el Maestro no va a correr detrás de las ovejas que no quieren”. Matías pregunta: “¿No te aman, Maestro divino?”. Jesús: “No me comprenden”. Matías: “Son malos”. Jesús: “La concupiscencia los tiene ciegos”. ■ El anciano no se atreve a mostrarse con la confianza de antes. Parece como si estuviera ante un altar. Jesús, por el contrario, ahora que no es más el Desconocido, se muestra más franco y habla con el anciano como si fuera un pariente. Así pasan las horas hasta que llega casi el mediodía. Las nubes se deshilan. Dicen que no echarán más agua. Jesús ordena que se parta. Y, mientras el anciano corre a traer los mantos secos, pone en una cajita el dinero y en una artesa pan y queso. Vuelve el anciano. Jesús le bendice. Emprende el camino, volviéndose una vez más a ver esa cabeza blanca que se asoma entre la mugrienta empalizada. (Escrito el 13 de Diciembre de 1945).
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1  Nota  : Yaia y su madre.-  Cfr. Personajes de la Obra magna: Yaia.   2  Nota  : Marcos de Josías.- Cfr. Personajes de la Obra magna: Marcos de Josías.   3  Nota  :  Cfr.  Núm. 21,21-32; Deut.2,26-3,20; Jos. 1,12-18; 12,8-32; Jue. 11,19-22.   4  Nota  :  Cfr. Is. 40,27-31; 43,1-3.   5  Nota   : “El milagro hecho en los dos ciegos”: en  Yaia y en su madre. Cfr. Nota 1.
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(<Han leído las cartas enviadas por Juan de Endor y de Síntica desde Antioquía. En una de ellas, Juan de Endor agradece a Jesús: “Sé bendito que me visitas en mis noches que no son soledad ni dolor como creía, sino el alegre esperarte. La noche que es horror para los enfermos, para los desterrados, para los solos, para los culpables, para mí, que me siento feliz en servirte, se han convertido en la espera «de las vírgenes prudentes al novio»”. Esta gracia concedida a Juan de Endor ha impresionado a Pedro y a otros apóstoles>)
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6-369-45 (6-59-384).- Si Jesús se aparece a Juan de Endor ¿no podría hacerlo con un milagro similar u otro milagro para convencer a los culpables, a los dudosos, a los que reniegan?
* Presencia visible de Jesús experimentada por Juan de Endor.- ■ Y en el camino de regreso hacia la casa de Juana de Cusa, estando un poco aislados en medio de la gente que se aglomera en los caminos y que separa a unos de otros a los componentes de la nutrida comitiva que sigue a Jesús, Pedro, que va con Jesús y con los dos hijos de Alfeo, pregunta: “Bueno, Señor, ahora que estamos solos, ¿quieres decirme una cosa que desde ayer traigo clavada en la cabeza?”. Jesús: “¡Sí, Simón! Dime de lo que se trata y te responderé”. Pedro: “Desde ayer estoy pensando en la inmensa gracia que haces a Juan en Antigonia. ¡Es muy grande esa gracia ¿eh?! Algo único. ¡Exclusivamente para él! También Síntica se lo merece… Y, en fin, también hay mucha buena gente que… merecería verte… y que no te ve, sino cuando está a tu lado. Nosotros, por ejemplo, ¡qué consolados nos habríamos sentido cuando nos has mandado por los caminos! ¡Y hemos atravesado momentos en que una sola palabra tuya nos habría sacado de la incertidumbre!… Pero Tú nunca nos visitas… ¿Por qué esta diferencia?”. Jesús: “En una palabra, que estás celoso”. Pedro: “¡No, hombre, no!… Pero quisiera saber tres cosas: ¿por qué a Juan de Endor?; si solo a él; y si no existe la posibilidad de que algún día nos suceda también a nosotros, a mí, por ejemplo, que te vea milagrosamente y sepa de tus labios cómo debo actuar”. ■ Jesús: “Te voy a responder. Lo hago con Juan porque es un corazón lleno de buena voluntad, pero que, a causa de su pasado, padece de algunas debilidades más bien de tipo físico, que podrían derrumbar el edificio de su elevación a Dios, que él ha construido. ¿Comprendes? El pasado, habiendo estado mucho tiempo sobre nosotros como una costra profundamente radicada, no solo ha dejado sus huellas indelebles, sino que también deja tendencias indelebles en cualquier hombre. Por ejemplo, mira aquella cabaña construida en las faldas del monte. Las aguas, que corren monte abajo durante las lluvias, han penetrado poco a poco en ella. Ahora hay sol caliente, y lo habrá durante varios meses. Pero la humedad que ha penetrado en la argamasa de las paredes estará siempre presente cual manchas de lepra. La casa ha sido abandonada por haber sido declarada leprosa. En otros tiempos más rigurosos la casa habría sido demolida, conforme a la ley (1). ¿Por qué ha llegado a ese desastre la pobre casa? Porque sus propietarios no hicieron zanjas alrededor para desviar, lejos del lado que apoya en el monte, las aguas que bajan. Ahora no tiene remedio. La humedad la carcome. Si un hombre voluntarioso se preocupara de hacer esos trabajos, y luego la limpiara bien, y raspara sus paredes y cambiara sus ladrillos enmohecidos por otros nuevos, podría ser habitada todavía. Pero, de todas formas, presentaría siempre unas debilidades tales, que en un terremoto sería la primera en caerse. ■ Juan ha estado, durante muchos años, penetrado de los venenos del mal del mundo. Con su buena voluntad ha puesto los medios para desterrarlos de su alma revivida. Pero en la base escondida en la carne, en la parte inferior, han quedado debilidades… El espíritu está fuerte, pero su carne es débil; y la carne se desata incluso en tempestades, cuando sus excitaciones se juntan con elementos del mundo, capaces de zarandear el «yo». ¡Juan!… ¡Qué extirpación de partículas del pasado por cuanto ha sucedido! Yo le ayudo a que resista, a que se limpie, a que se levante victorioso de su pasado;  le consuelo en sus sufrimientos. Lo merece. Porque es justo ayudar a una voluntad santa que sufre el asalto de toda la maldad del mundo. ¿Convencido?”. Pedro: “Sí… ¿Y solo a él te muestras?”. Jesús sonríe mirando a Pedro que a su vez le mira de abajo arriba y parece un muchacho mirando la cara de su padre. Jesús responde: “No solo a él. También a otros que están lejos para que construyan el edificio de su santidad, en el que fatigosamente trabajan y solos”.  Pedro: “¿Quiénes son?”. Jesús: “No es necesario saberlo”.
* Diverso cometido de la presencia del Paráclito y de la de Jesús en los futuros apóstoles.- ■ Santiago de Alfeo pregunta: “¿Y a nosotros, por ejemplo, cuando estemos solos y  atormentados por el mundo —¡a saber cuánto!—  no nos vas a ayudar con tu presencia?”.  Jesús: “Tendréis el Paráclito con sus luces”. Pedro replica: “De acuerdo.. Pero yo… no le conozco… y pienso que no lograré jamás comprenderle. Tú… es otra cosa… Diré: «¡Oh, ahí está el Maestro!» y te preguntaré qué hacer, sabiendo que eres Tú… ¡El Paráclito! ¡Demasiado alto para un pobre pescador! ¡Quién sabe cómo hablará y cómo será… y lo ligero que es: un soplo que pasa!… Yo tengo necesidad de un buen empujón, de un grito, para que mi calabaza se despierte y pueda comprender. ¡Pero si Tú te me apareces, te veo, y entonces!… Prométeme, o mejor a todos, prométenos que te nos aparecerás también a nosotros. ¡Pero así ¿eh?! Con carne y huesos. Que te vea bien y se te oiga mejor”. Jesús: “¿Y si te viniera a regañar?”. Pedro: “¡No importa! Al menos —¿verdad, vosotros dos?— al manos sabríamos lo que tendríamos que hacer”. Los dos hijos de Alfeo asienten. ■ Jesús: “Bueno, os lo prometo. A pesar de que, creedlo, el Paráclito sabrá hacer que vuestras almas le entiendan. Pero Yo iré para deciros: «Santiago, haz esto y aquello. Simón Pedro, no está bien que hagas esto. Judas, toma fuerzas para que estés preparado para esto o para aquello»”. Pedro: “¡Muy bien! Ahora me siento tranquilo. Y procura venir con frecuencia ¿eh? Porque yo seré como un pobre niño extraviado y que no sabe hacer otra cosa que llorar… que no sabe hacer cosas buenas…”. Y casi Pedro empieza a llorar.
* El milagro hace mucho bien… pero dado a personas maliciosamente culpables aumenta en ellas su culpabilidad, porque aumenta su soberbia. Toman el don de Dios como una consecuencia de sus grandes méritos. Se dicen a sí mismos: «Dios se humilla conmigo porque soy santo». Es entonces cuando la ruina es completa. La ruina, por ejemplo, de un Marcos de Josías y la de otros tantos. ¡Ay de aquel que toma este camino satánico! Ser agraciado con dones extraordinarios constituye la prueba más grande”.- ■ Judas Tadeo pregunta: “¿No podrías hacerlo para todos desde ahora? Quiero decir: para los dudosos, para los culpables, para los que reniegan. Tal vez un milagro”. Jesús: “No, hermano. El milagro hace mucho bien, especialmente el milagro de este tipo, cuando se concede a su debido tiempo y en el lugar oportuno, a personas no maliciosamente culpables. Dado a personas maliciosamente culpables, aumenta en ellas su culpabilidad, porque aumenta su soberbia. Toman el don de Dios como si fuera una muestra de la debilidad de Dios, que les suplicaría a ellos, a los orgullosos, permitir amarlos. Toman del don de Dios como una consecuencia de sus grandes méritos. Se dicen a sí mismos: «Dios se humilla conmigo porque soy santo». Es entonces cuando la ruina es completa. La ruina, por ejemplo, de un Marcos de Josías y la de otros tantos… ¡Ay de aquel que toma este camino satánico!: el don de Dios se transforma en él en veneno de Satanás. ■ Ser agraciado con dones extraordinarios constituye la prueba más grande y segura del grado de elevación y de voluntad santa en un hombre. Muchas veces el hombre se embriaga humanamente, y de espiritual se hace humano, y luego desciende a lo satánico”. Pedro: “¿Entonces por qué Dios los concede? Sería mejor que no lo hiciera”. Jesús: “¿Simón de Jonás, para enseñarte a andar tu madre te tuvo siempre entre pañales y en brazos?”. Pedro: “No. Me ponía en el suelo y  me soltaba”. Jesús: “¿Pero te caerías, ¿no?”. Pedro: “¡Muchísimas veces! Bueno y mucho más porque yo era muy… Bueno, ya desde pequeño tenía pretensiones de actuar por mí mismo y de hacer todo bien”. Jesús: “¡Pero ahora ya no te caes!”. Pedro: “¡Faltaría eso! Ahora sé que subirme al respaldo de una silla es peligroso, sé que querer usar los desagües para bajar del tejado al patio es un error, sé que tratar de volar desde la higuera hasta dentro de la casa, como un pájaro, es cosa de locos. Pero de pequeño no lo sabía. Y si no me maté es por algún misterio. Poco a poco aprendía a hacer buen uso de mis piernas y también del cerebro”. Jesús: “¿Entonces hizo bien Dios dándote piernas y cerebro; y tu madre dejándote aprender a tu costa?”. Pedro: “¡Claro!”. Jesús: “Lo mismo hace Dios con las almas. Les concede dones y como una madre les hace advertencias, les enseña. Pero después cada uno debe razonar cómo emplearlos”. ■ Pedro: “¿Y si se tratara de un deficiente mental?”. Jesús: “Dios no concede sus dones a los deficientes mentales. A éstos los ama, porque son infelices, pero nos les da aquello de cuya posesión no tendrían conciencia”. Pedro: “¿Pero si se los concediese y ellos los emplearan mal?”. Jesús: “Dios los trataría por lo que son, es decir, como a personas incapaces, y, por lo tanto, sin responsabilidad. No los juzgaría”. Pedro: “¿Y si uno es inteligente cuando los recibe, pero luego se vuelve necio o loco?”. Jesús: “Si es por enfermedad, no es culpable de no usar bien el don recibido”. Pedro: “Veamos. Por ejemplo, uno de nosotros. Digamos, Josías o cualquier otro”. Jesús: “Entonces… ¡sería mejor para él que no hubiera nacido! De este modo se separan los buenos de los malos… Algo penoso, pero justo”. (Escrito el 25 de Enero de 1946).
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1  Nota  : Cfr. Lev. 14,33-57.
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6-390-189 (7-80-519).- La fe de Abraham, sinagogo de Engaddi, ya viva, se hizo perfecta desde el día que vio a los tres Sabios de Oriente.-  ¿Qué es la fe?: Parábola de la semilla de la palma.
* El sinagogo Abraham proclama “Mis ojos han visto al Prometido” al que él ha esperado largo tiempo y ahora, lleno de gozo, hace suyas las palabras del salmo de David: “Firmemente he esperado en el Señor…”.- ■ Hay gente. También están los ocho apóstoles que habían ido a distintos sitios en busca de alojamiento, y cada uno ha traído consigo a un buen número de personas, deseosas de oír a Aquél que han indicado como el Mesías prometido. Los apóstoles, provenientes de todas partes, acuden presurosos hacia el Maestro, y, como jefes en miniatura, arrastran tras sí a los grupitos de sus conquistas. Jesús levanta su mano para bendecir a los discípulos y a los habitantes de Engaddi. Judas de Alfeo toma la palabra en nombre de todos: “Maestro y Señor. Hicimos lo que nos dijiste. Éstos saben que hoy la Gracia de Dios está entre ellos, pero también quieren la Palabra. Muchos te conocen por haber oído hablar de Ti. Algunos porque te vieron en Jerusalén. Todos, especialmente las mujeres, desean conocerte, y entre todos, el sinagogo. Aquí está. Ven, Abraham”. ■ El hombre, ya muy anciano, avanza. Está conmovido. Querría hablar, decir algo, pero en su emoción no encuentra las palabras que había preparado. Se inclina para arrodillar, apoyándose sobre el bastón, pero Jesús se lo impide. Le abraza, diciendo: “¡Paz al anciano y justo servidor de Dios!”. Y éste no sabe, en su emoción, sino responder: “¡Sea alabado Dios! Mis ojos han visto al Prometido. ¿Y qué más puedo pedir a Dios?” y, levantando los brazos en actitud hierática, entona el salmo de David (el 40º): “«Firmemente he esperado en el Señor y Él se ha inclinado a mí»”. Pero no lo dice todo. Recita sólo los puntos más interesantes para la ocasión: “«Escuchó mi grito. Me sacó del abismo de la miseria y del fango del pantano… En mi boca ha puesto un cantar nuevo… Feliz el hombre que ha puesto en el Señor su confianza… Has multiplicado, Dios, Señor nuestro, tus maravillas y tus designios… No hay quien te iguale. Quisiera decirlos, pero su multitud no tiene número… No quisiste ni el sacrificio ni la ofrenda… me abriste mis oídos. Entonces dije: He aquí que vengo. En el Rollo del Libro está escrito de mí: me complace hacer tu voluntad y está tu Ley en el centro de mis entrañas… He anunciado la justicia a la magna asamblea, he aquí que no he frenado los labios, tú lo sabes… Tu justicia no escondí en lo hondo de mi corazón. Tu gracia y tu verdad no he escondido a la asamblea… Oh, Señor, no rehúses tus piedades hacía mí pues me han cercado numerosos males (y llora, las palabras las pronuncia con voz trémula por las lágrimas)… En cuanto a mí, soy un menesteroso, un mendigo, pero el Señor tiene cuidado de mí. Tú eres mi ayuda, mi protector. ¡Oh Dos mío, no tardes!»… Éste es el salmo, mi Señor, y añado cosas mías: Dime: «Ven» y te responderé lo que dice el salmo: «Sí, voy»”. Y guarda silencio, llorando, con toda su fe concentrada en sus ojos nublados por los años. ■ La gente es la que se encarga de dar la explicación: “Se le murió su hija y le dejó nietos de corta edad. Su mujer se ha quedado ciega y como demente por los muchos sufrimientos. Y de su único hijo varón, no se sabe nada. Desapareció de la noche a la mañana…”. Jesús coloca su mano encima del hombro del anciano y le dice: “Los sufrimientos de los justos pasan veloces como el vuelo de una golondrina, respecto a la duración del premio eterno. Devolveremos a tu Sara sus ojos de otros tiempos y su cabeza de cuando tenía veinte años para que consuele tu vejez”. Uno del pueblo advierte: “Se llama Paloma”… Jesús: “Para él es su «princesita». Oíd ahora esta parábola que os propongo”. El viejo sinagogo pregunta ansioso: “¿No quisieras primero quitar las tinieblas de los ojos de mi mujer, lo mismo que las que tiene su inteligencia para que pueda saborear la Sabiduría?”. Jesús: “¿Eres capaz de creer que Dios todo lo puede, y que su poder se extiende de un confín al otro del mundo?”. Abraham  afirma: “Sí, creo”.
* El sinagogo Abraham recuerda el encuentro con los tres Sabios y desde ese día: “Mi fe en el poder de Dios que era viva, se hizo perfecta”.- ■ Abraham prosigue: “A mi memoria llega el recuerdo de un atardecer de hace años. Entonces yo era feliz. Pero era creyente aun viviendo en la alegría. ¡Porque es así! El hombre mientras es feliz puede a lo mejor olvidarse de Dios. Yo creía en Dios incluso en aquel tiempo de alegría cuando mi mujer era joven y estaba sana, y crecía mi Elisa, bella cual una palma y ya había sido prometida. También crecía Eliseo quien la igualaba en belleza y la superaba en robustez, como es natural en un hombre… Había ido yo con el niño a los manantiales que están cerca de los viñedos de la dote de Paloma. Había dejado a mi mujer y a mi hija en el telar, donde se tejía el ajuar nupcial… ¡Pero tal vez te estoy aburriendo! El miserable sueña en la pasada alegría recordando… lo que a los demás no interesa…”. Jesús: “Habla, habla”. Abraham: “Había ido con el niño… a los manantiales… Si viniste por el camino de occidente, sabrás dónde están… Los manantiales estaban en el límite del lugar bendito, y mirando se veía, en el fondo, el desierto y el camino que reverberaba con las piedras romanas, (entonces todavía bien visibles en las arenas de Judá)… Después… desapareció también aquella señal. Al fin y al cabo, no importa que una señal se pierda en las arenas. Lo que sí es malo es que haya desaparecido la señal de Dios, enviada para señalarte, en los espíritus de Israel. ¡En muchos corazones! ■ Mi hijo me dijo: «¡Padre, mira! Una gran caravana y camellos y caballos y pajes y señores en dirección a Engaddi. Tal vez vienen a los manantiales antes de que anochezca…». Levanté los ojos de los sarmientos que estaba trabajando, mis ojos cansados después de mucha vendimia, y vi… Sí, los hombres venían precisamente a los manantiales. Y bajaron y me vieron y me preguntaron si podían acampar en ese lugar durante aquella noche. Yo repuse: «Engaddi tiene casas hospitalarias y está cerca». Ellos dijeron: «No. Estamos alerta para estar preparados para huir, porque Herodes nos busca. Los que estén de guardia, desde aquí, verán todos los caminos, y será fácil escaparnos de quien nos busca». Pregunté yo asombrado «¿Qué crimen habéis cometido?», y ya estaba dispuesto a indicarles las cavernas de nuestros montes, como es nuestra costumbre sagrada para con los perseguidos. Y añadí: «Sois extranjeros y de lugares diversos… No puedo comprender cómo habréis podido cometer algún crimen contra Herodes…». Ellos: «Hemos adorado al Mesías que ha nacido en Belén de Judá. Nos había guiado a Él la Estrella del Señor. Herodes le anda buscando y por eso nos busca para que le indiquemos dónde se encuentra. Y le busca para darle muerte. Nosotros quizás muramos en los desiertos, o a causa del camino largo y desconocido, ¡pero no denunciaremos al Santo descendido del Cielo!». ■ ¡El Mesías! ¡El sueño de todo verdadero israelita! ¡Mi sueño! ¡Y estaba ya en el mundo! ¡Y en Belén de Judá según lo que se había predicho! Pedí noticias y noticias, abrazando contra mi pecho a mi hijo, y decía: «¡Escucha, Eliseo! ¡Recuerda! ¡Seguro que tú le verás!». En ese entonces tenía ya más de cincuenta años y no tenía esperanzas de que le vería… ni me imaginaba que pudiese llegarle a ver hecho ya un hombre… Eliseo… ya no le puede adorar…”. El viejo llora nuevamente. Se calma. Dice: “Los tres Sabios hablaron con dulzura y te describieron, lo mismo que a tu Madre, y a tu padre… Me habría pasado la noche con ellos… Pero Eliseo se dormía en mis brazos. ■ Me despedí de los tres Sabios prometiéndoles que guardaría el secreto para no ser causa de posibles delaciones contra ellos. Pero todo se lo conté a Paloma… y esto fue el Sol en las desgracias que habían de ocurrirnos después. Luego tuvimos noticia de la matanza… y durante años no supe si te habías salvado. Ahora lo sé. Pero yo sólo, porque Elisa ha muerto, Eliseo no está, y Paloma no puede entender la fausta noticia… Pero la fe en el poder de Dios, que era ya viva, se hizo perfecta desde aquel lejano atardecer en que tres hombres, de raza diversa, dieron testimonio del poder de Dios con su unión, por la voz de la Estrella y de los corazones, en el camino de Dios, para ir a adorar a su Verbo”. Jesús: “Y tu fe tendrá su premio”.
“¿Qué es la fe? Semejante a una semilla de palma. Es tal vez pequeña, tan solo tiene una frase breve: «Dios existe», frase que se alimenta con la siguiente afirmación: «Yo le he visto»”.-Jesús: “Ahora escuchad. ¿Qué es la fe? Semejante a una semilla de palma. Es tal vez pequeña, tan sólo tiene una frase breve: «Dios existe», frase que se alimenta con la siguiente afirmación: «Yo le he visto». Como fue la fe Abraham en Mí por las palabras de los tres Sabios del Oriente. Como fue la de nuestro pueblo, desde los antiguos patriarcas, transmitida de uno a otro, desde Adán a sus hijos, desde Adán, pecador, pero que fue creído cuando dijo: «Dios existe y nosotros existimos porque Él nos ha creado. Y yo le he conocido». Como fue —cada vez más revelada y por tanto cada vez más perfecta— la que vino después y es para nosotros herencia, radiante de manifestaciones divinas, de apariciones angelicales, de luces del Espíritu. En todo caso, semillas siempre pequeñas en comparación al Infinito. Minúsculas. Pero, echando raíces, hendiendo la corteza dura del ser humano envuelto en dudas y cavilaciones, triunfando sobre las hierbas nocivas de las pasiones, de los pecados, sobre el moho de los desalientos, sobre las carcomas de los vicios, triunfando sobre todo, se levanta la fe en los corazones, crece, se lanza hacia el Sol, hacia el cielo y sube, y sube… hasta que se libera de los lazos de la carne y se funde con Dios, en su conocimiento perfecto, en su completa posesión, después de la muerte, en la Vida verdadera. ■ Quien posee fe, posee el camino de la Vida. Quien sabe creer, no yerra. Ve, reconoce, sirve al Señor, y obtiene la salvación eterna. Para él el Decálogo es vital, y cada mandamiento que contiene es una piedra preciosa con la que adorna su futura corona. Para él la promesa del Redentor es salvación. ¿Ha muerto ya el creyente que creía en Mí, antes de que hubiese Yo aparecido sobre la Tierra? No importa. Su fe le equipara a aquellos que ahora se me acercan a Mí con amor y fe. Los justos ya fallecidos pronto se alegrarán, porque su fe no tardará en recibir su premio. Iré, después de haber cumplido la voluntad de mi Padre, y diré: «¡Venid!», y todos los que hayan muerto en la Fe, subirán conmigo al Reino del Señor. ■ Imitad en la fe a las palmeras de vuestra tierra, que nacen de una pequeña semilla, pero tan decididas en querer crecer, y crecer tan erguidas, olvidadas del suelo y enamoradas del sol, de los astros, del firmamento. Tened fe en Mí. Sabed creer en lo que muy pocos en Israel creen, y os prometo la posesión del Reino celestial, por el perdón de la Culpa de Origen y por la justa recompensa a todos aquellos que practican mi doctrina, que es la dulcísima perfección del perfecto Decálogo de Dios. Estaré hoy y mañana entre vosotros. Mañana es sábado y sagrado. Partiré al alba del día siguiente. Quien tenga penas venga a Mí. Quien dudas, venga a Mí. Quien desea la vida, venga a Mí. Sin temor alguno, porque Yo soy la Misericordia y el Amor”.
* Curación de Paloma, esposa de Abraham de Engaddi.- ■ Jesús hace como que se va, cuando una viejecilla, que hasta esos momentos estuvo oculta en el ángulo de una callejuela, se abre paso entre la gente que todavía quiere estar cerca del Maestro, y entre el grito de sorpresa de la misma gente, viene a arrodillarse a los pies de Jesús, gritando: “¡Seas bendito! y sea bendito el Altísimo que te envió. Sean benditas las entrañas que te engendraron, que son más que de mujer, porque te pudieron llevar”. El grito de un hombre se junta al de ella. “¡Paloma! ¡Paloma! ¡Oh! ¿Ves? ¿Comprendes? Hablas sabiamente al reconocer al Señor. ¡Oh Dios! ¡Dios de mis padres! ¡Dios de Abraham, de Isaac, de Jacob! ¡Dios de los Profetas! ¡Dios de Juan, el Profeta! ¡Dios, Dios mío! ¡Hijo del Padre! ¡Rey como el Padre! ¡Salvador por obedecer al Padre! ¡Dios como el Padre, y Dios mío, Dios de tu siervo! ¡Sé bendito, amado, seguido, adorado siempre!”. Y el viejo sinagogo, cae de rodillas junto a su mujer. La abraza con el brazo izquierdo, se la acerca a su pecho, se inclina y hace que ella también se incline para besar los pies del Salvador, entre tanto que el clamor exultante de toda la gente hace vibrar los troncos, de tan intenso como es; y hace que se asusten las palomas, las cuales, posadas ya en sus nidos, ahora levantan de nuevo su vuelo, y giran sobre Engaddi como si quisieran esparcir por todos los lugares de la ciudad la buena nueva, la nueva de que el Salvador está entre sus murallas. (Escrito el 21 de Febrero de 1946).
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6-408-294 (7-97-610).-El poder de la fe. La fe multiplica el trigo en los campos de José de Arimatea.- “Si tuviereis tanta fe como un grano de mostaza…” (1).
* “Para demostrar que la fe puede todo, ordeno que se les dé el doble, empezando por los primeros. ¿Podía mentir el Señor a su siervo, que prometía en su Nombre y por motivo santo?”. ■ En la casa de José de Arimatea, la actividad de los segadores se nota por todas partes, mejor dicho, se notó, porque en los campos no queda una sola espiga en pie, en estos campos más cercanos a la costa del Mediterráneo que los campos de Nicodemo. Pero Jesús no ha ido a Arimatea, sino a los terrenos que tiene José en la llanura, cerca del mar, y que antes de la siega, por su gran extensión, debían ser otro pequeño mar de espigas. Una casa baja, larga, blanca, está ahí, en el centro de los campos desnudos. Una casa de campo, pero bien cuidada. Sus cuatro eras se están llenando de gran cantidad de gavillas, puestas en haces (como forman los soldados sus carros cuando hacen alto en un campo). Carretas y carretas transportan el trigo de los campos a las eras, y muchos hombres descargan, amontonan. José va de una era a la otra y vigila que todo se haga bien. Un campesino, desde lo alto de la carreta anuncia: “Hemos acabado, patrón. Todo el trigo está en tus eras. Ésta es la última carretada”. José dice: “Está bien. Descarga y luego suelta a los bueyes y llévalos a que beban agua. Y luego a sus establos. Trabajaron bien y merecen su descanso. También vosotros habéis trabajado y merecéis vuestro descanso. ■ Y vuestra fatiga será llevadera porque para los corazones buenos es descanso la alegría ajena. Ahora vamos a hacer a que vengan los hijos de Dios y les daremos el regalo del Padre. Abraham ve a llamarlos” dice, dirigiéndose a un campesino de aspecto patriarcal, que tal vez sea el primero entre los servidores de José; y lo creo porque veo que los demás le tratan con respeto. Este hombre no trabaja como los demás, sino que vigila y aconseja, ayudando a su patrón. Abraham va… Veo que se dirige a una especie de inmenso galerón con dos gigantescas puertas que llegan hasta los canalones. Creo que será una especie de almacén donde se meten las carretas e instrumentos agrícolas. Entra y sale seguido de una multitud heterogénea y pobre en que hay de todas las edades y de todas las miserias. Hay quienes parecen esqueletos, hay otros que están lisiados, ciegos, mancos, enfermos de la vista… Muchas viudas con no pocos huerfanitos a su alrededor; y también mujeres casadas cuyo marido está enfermo. Mujeres de aspecto triste, abatido, escuálidas por las noches en vela y los sacrificios por curar al enfermo. Vienen con ese aspecto particular de los pobres cuando van a un lugar en que se les va a dar algo: timidez en las miradas, esquivez propia del pobre honrado, y con todo una sonrisa que emerge de la tristeza que días de dolor imprimieron, sobre las caras gastadas; y con todo, con una chispa mínima de triunfo, casi como una respuesta a la mala suerte que se ha cebado sobre ellos en días tristes, continuos, como si dijesen: “Hoy es fiesta, para nosotros también hay un día de fiesta, es alegría, es consuelo para nosotros”. Los más pequeños ponen ojos como platos al ver los montones de gavillas, más altos que la casa y dicen a sus mamás, mientras las señalan: “¿Para nosotros? ¡Qué grandes!”. Los viejos murmuran: “¡El Bendito bendiga al misericordioso!”. Los mendigos, lisiados, ciegos, mancos o enfermos de la vista: “Por fin tendremos pan también nosotros, sin tener que extender siempre la mano”. Y los enfermos a sus familiares: “Al menos podremos medicarnos sabiendo que vosotros no sufrís por nosotros. Las medicinas nos harán bien ahora”. Y los familiares a los enfermos: “¿Lo veis? Ahora no diréis que ayunamos para daros el pedazo de pan. ¡Estad alegres, pues, ahora!…”. Y las viudas a los huerfanitos: “Hijos míos, hay que bendecir mucho al Padre de los Cielos, que os hace de padre, y al buen José que es su administrador. Ahora no os oiremos llorar más por hambre, hijos nuestros que no tenéis solo a vuestras madres para ayudaros… a vuestras pobres mamás, que de rico solo tienen el corazón…”. Un coro y un espectáculo que causa alegría, pero que también arranca lágrimas de los ojos… ■ Y José, teniendo ya delante a estos infelices, se pone a recorrer las filas, a llamar a uno por uno, preguntando cuántos son en su familia, desde cuándo están viudas, o desde cuándo están enfermos… etc… y toma nota de ello. Luego según el caso dice a sus siervos: “Da diez”. “Da treinta”. “Da sesenta”, después de haber oído a un viejo semiciego que se le ha acercado con diecisiete nietos, todos por debajo de los doce años, hijos de dos hijos suyos, que murieron uno en la siega del año anterior, la otra de parto…”y” dice el viejo “su esposo ya ha encontrado consuelo y se ha casado otra vez después de un año de viudez. Me ha remitido los cinco diciendo que yo los tomara a mi cargo. Sin embargo, ¡jamás un solo denario!… Ahora mi mujer se me murió y me quedé solo… con éstos…”. José: “Da sesenta a este viejo padre nuestro. Y tú, padre, quédate aquí, que te daré vestidos para los pequeños”. El siervo hace  notar que si se dan sesenta gavillas cada vez, no alcanzará para todos. ■ José responde a su siervo: “¿Y dónde está tu fe? ¿Acaso amontoné las gavillas para mí? No. Para los hijos más queridos a los ojos del Señor. Él proveerá para que todos tengan algo”. Siervo: “Está bien, patrón, pero el número es el número…”. José: “Pero la fe es fe. Para mostrarte que la fe puede todo, ordeno que se les dé el doble, empezando por los primeros. Quien recibió diez recibirá otros diez, y el de veinte otras veinte; y da ciento veinte al padre. ¡Hazlo! ¡Hacedlo!”. Los siervos se encogen de hombros y ejecutan las órdenes. La distribución continúa en medio de una admiración gozosa de los pobrecitos que ven que se les da algo que jamás habrían creído. José sonríe por ello, y acaricia a los pequeñuelos, que se apresuran a ayudar a sus mamás; o ayuda a los lisiados que hacen su pequeño montón; ayuda a los ancianos demasiado caducos como para hacerlo; o a las mujeres demasiado macilentas; y ordena apartar a dos enfermos para darles otras ayudas, como ha hecho con el anciano de los diecisiete nietos. Los montones más altos que la casa, ahora son muy bajos, casi al nivel del suelo. Pero todos han recibido su parte y en medida abundante. José pregunta: “¿Cuántas gavillas quedan todavía?”. Después de haber contado, responden: “Ciento doce, patrón”. José, después de haber pasado lista a los presentes, dice: “Bien tomaréis cincuenta para semilla, porque es una semilla santa. Las otras sesenta y dos para cada cabeza de familia aquí presente, que sois ese número”. Los siervos obedecen. Llevan al pórtico las cincuenta gavillas y distribuyen el resto. En las eras no se ven ya los montones de color dorado, pero en el suelo hay sesenta y dos montones de diverso tamaño y sus dueños se apresuran a ligarlos, a cargarlos sobre sus rudimentarios carretones o sobre asnos que han ido a traer de detrás de la casa donde los tenían amarrados. ■ El viejo Abraham, que ha estado hablando aparte con los siervos principales al servicio de José, se acerca con éstos al patrón, y éste les pregunta: “¿Entonces? ¿Habéis visto? ¡Ha habido para todos y hasta ha sobrado!”. Abraham: “Pero, patrón, ¡aquí hay algo misterioso! Nuestros campos no pueden haber producido el número de gavillas que has distribuido. Nací aquí y tengo setenta y ocho años. Hace sesenta y seis años que siego, y sé. Mi hijo tenía razón. Sin ayuda misteriosa no habríamos podido haber dado tanto…”. José: “Pero que lo hemos dado es una realidad, Abraham. Tú estuviste a mi lado. Los siervos entregaron las gavillas. No hay sortilegio alguno. No es algo imaginario. Las gavillas pueden contarse todavía. Están todavía allí, divididas en partes”. Abraham: “Así es, patrón. Pero… no es posible que los campos hayan producido tantas gavillas”. José: “¿Y la fe, hijos míos? ¿Y la fe? ¿Podía mentir el Señor a su siervo, que prometía en su Nombre y por un motivo santo?”. Los siervos, prontos a tributar honor, dicen: “Entonces, ¡tú hiciste un milagro!”. José, con una inclinación reverente como si estuviese ante un altar, dice: “No hago ningún milagro. Soy un pobre hombre. El Señor lo hizo. Leyó en el corazón y vio deseos: el primero el de llevaros a la misma a fe; el segundo el de dar mucho, mucho a estos hermanos míos infelices. Dios accedió a mis deseos… y lo hizo. ¡Sea bendito!”.
* “¿Que no tienes ni maestros de mesa, ni siervos capacitados? Pero si donde se ejercita la caridad, allí está Dios; y donde está Dios, están sus ángeles. ¿Y qué maestros de casa quieres tener más capacitados que ellos?… ¡Ánimo, hombre, José!”.- ■ Jesús, oculto hasta ese momento detrás de la esquina de una pequeña casa (bien sea horno o molino de aceitunas) rodeada por un seto, sale ahora a la era donde José está y le dice: “Y su siervo sea bendito con Él”. José, cayendo de rodillas para venerar a Jesús, exclama: “¡Maestro mío y Señor mío!”. Jesús: “La paz sea contigo. Vine a bendecirte en nombre del Padre, a premiar tu caridad y tu fe. Soy tu huésped por esta noche. ¿Me aceptas?”. José: “Oh, Maestro, ¿lo preguntas? Aquí… aquí no puedo honrarte… me encuentro en medio de siervos y campesinos en mi casa de campo… No tengo vajilla… ni maestros de mesa… ni siervos que sepan tratarte… No tengo comida especial… ni vinos exquisitos… No tengo amigos… Será una hospitalidad muy pobre… Pero Tú comprendes… ¿Por qué, Señor, no me avisaste?… Habría proveído a todo… Anteayer estuvo aquí Hermas (2) con los suyos… Y hasta me ayudó para avisar a estos a que viniesen para que les diese lo que es de Dios… Y no me dijo nada. ¡Si lo hubiera sabido!… Permíteme, Maestro que dé órdenes, que trate de hacer lo posible… ¿Por qué sonríes de este modo?” pregunta finalmente José que no sabe qué hacer por la alegría imprevista y por la situación que juzga ser… desastrosa. Jesús: “Me sonrío por tus inútiles penas. José, ¿qué buscas?  ¿Lo que tienes?”. José: “¿Qué tengo? No tengo nada”. Jesús: “¡Cuán hombre eres todavía! ¿Por qué no eres más el José espiritual de hace poco, en que hablabas como un sabio; cuando prometías en nombre de la fe, y cuando prometías darla?”. José: “¡Oh! ¿has estado oyendo?”. Jesús: “He oído y visto, José.  Aquel seto de laureles es muy útil para ver que lo que sembré no ha muerto en ti. Y por esto te digo que te entregas a penas inútiles. ¿Que no tienes ni maestros de mesa, ni siervos capacitados? Pero si donde se ejercita la caridad, allí está Dios; y donde está Dios, están sus ángeles. ¿Y qué maestros de casa quieres tener más capacitados que ellos? ¿Que no tienes alimentos especiales ni vinos exquisitos? ¿Y qué alimento puedes darme, y qué bebida, más selectos que el amor que has tenido para con éstos y que tienes hacia Mí? ¿Que no tienes amigos para darme honor? ¿Y éstos? ¿A qué amigos ama el Maestro de nombre Jesús más que a los pobres y a los infelices? ¡Ánimo, hombre, José! Ni aunque Herodes se convirtiese y me abriese sus salones para hospedarme y honrarme y con él estuviesen los jefes de todas las castas para darme honra, Yo tendría una corte tan selecta que esta gente, a la que quiero decir una palabra y hacer un regalo. ¿Me permites?”. José: “¡Oh, Maestro! Todo lo que quieras, quiero yo. Da órdenes”. Jesús: “Diles que se reúnan. Para nosotros siempre habrá un pedazo de pan… Ahora es mejor que escuchen mi palabra más bien que andar de acá para allá entregados a quehaceres inútiles”. La gente se reúne. Está sorprendida.
* “Habéis comprobado que la fe puede multiplicar la cosecha cuando este deseo se inspira en el amor. No limitéis la fe a las necesidades materiales. Dios creó el primer grano de trigo. Pero creó también el Paraíso para los que viven en la Ley y le son fieles a pesar de las dolorosas pruebas de la vida. En verdad os digo que si el hombre tuviese fe en el Señor, y por un justo motivo, ni siquiera las montañas podrían resistir, y ante la orden de quien tiene fe en el Señor cambiarían de sitio”. ■ Jesús empieza a hablar: “Habéis comprobado que la fe puede multiplicar la cosecha cuando este deseo se inspira en el amor. No limitéis vuestra fe a las necesidades materiales. Dios creó el primer grano de trigo, y de allí viene el pan que alimenta al hombre. Pero creó también el Paraíso que está en espera de sus ciudadanos. Fue creado para los que viven en la Ley y le son fieles no obstante las dolorosas pruebas de la vida. Tened fe y lograréis conservaros santos con la ayuda del Señor, así como José logró distribuir el trigo y en doble ración para que os sintieseis felices y para confirmar en la fe a sus siervos. ■ En verdad, en verdad, os digo que si el hombre tuviese fe en el Señor, y por un justo motivo, ni siquiera las montañas, hincadas en el suelo con sus entrañas de roca, podrían resistir, y ante la orden de quien tiene fe en el Señor cambiarían de sitio. ¿Tenéis vosotros fe en Dios?” pregunta dirigiéndose a todos. Responden: “¡Sí, Señor!”. Jesús: “¿Quién es Dios para vosotros?”. Responden: “El Padre santísimo, como enseñan los discípulos del Mesías”. Jesús: “¿Y quién es el Mesías para vosotros?”. Responden: “¡El Salvador, el Maestro, el Santo!”. Jesús:  “¿Tan sólo esto?”. Responden: “El Hijo de Dios. Pero no hay que decirlo porque los fariseos nos persiguen, si lo declaramos”. Jesús: “Pero ¿creéis que Él lo sea?”. Responden: “Sí, Señor”. Jesús: “Así, pues, creced en vuestra fe. Aunque callareis, las piedras, las plantas, las estrellas, el suelo, todas las cosas proclamarán que el Mesías es el verdadero Redentor y Rey. Lo proclamarán cuando sea levantado, cuando esté con la púrpura santísima y con la guirnalda de la Redención. Bienaventurados los que sepan creer en esto ya desde ahora, pues entonces creerán con más fuerzas, y tendrán fe en el Mesías y con ello la Vida eterna. ¿Tenéis esta fe inquebrantable en el Mesías?”. Responden: “Sí, Señor. Enséñanos dónde está Él, y le pediremos que aumente nuestra fe para ser bienaventurados”. La última parte de esta súplica la hacen no sólo los pobres, sino también los siervos, los apóstoles, José.
* “Si tuviereis tanta fe como un grano de mostaza y conserváis esta fe, cual joya preciosa en el corazón… podréis decir también a esa gigante morera que hace sombra al pozo de José: «Arráncate de ahí y transplántate a las olas del mar»”.- ■ Jesús les dice: “Si tuviereis tanta fe como un grano de mostaza y conserváis esta fe, cual joya preciosa, en el corazón sin permitir que alguien os la robe, bien sea humano, bien una fuerza sobrehumana, podréis decir también a esa gigante morera que hace sombra al pozo de José: «Arráncate de ahí y transplántate a las olas del mar». ■ Los enfermos y los imposibilitados dicen: “Pero ¿dónde está el Mesías? Le estamos esperando para que nos cure. Sus discípulos no nos curaron, pero nos dijeron: «Él lo puede». Queremos curarnos para trabajar”. Jesús, haciendo señal a José de que no diga que el Mesías es Él, pregunta: “¿Y creéis que el Mesías lo pueda?”. Responden: “Lo creemos. Él es el Hijo de Dios. Todo lo puede”. Jesús, extendiendo con imperio su brazo y bajándolo como para jurar, dice: “Sí. Todo lo puede… y ¡todo lo quiere!”. Termina con un grito poderoso: “¡Se haga así, para gloria de Dios!”. Y hace ademán de volverse hacia la casa, pero los curados, que serán unos veinte, gritan, corren, le estrechan en un laberinto de manos extendidas que quieren tocarle, que buscan sus manos, sus vestidos para besárselos, para acariciarlos. Le aíslan de José, de todos… Y Jesús sonríe, acaricia, bendice… Lentamente se desprende de ellos y, siempre seguido de ellos, desaparece entrando en la casa, mientras los gritos de alegría suben al cielo, que se pone violáceo con el principio del crepúsculo. (Escrito el 31 de Marzo de 1946).
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1  Nota  : Cfr. Lc. 17,5-6. 2  Nota  : Hermas.- Cfr. Personajes de la Obra magna: Esteban y Hermas.
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(<Jesús está con once apóstoles en la costa del mar mediterráneo  —J. Iscariote se quedó en Meguiddó con la excusa  de que “allí hay un amigo al que querría hablarle de mi madre”—. Ante la vista de esta costa van a surgir pensamientos de gloria y martirio>)
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6-424-398 (7-115-711).- Los mártires, ante el dolor.- El amor perfecto, para superar el dolor.
* “Pero ¿cuándo dejará el Mal de hacernos daño?”.- ■ Desde la cima de los últimos, digamos montículos de tierra (porque no pueden llamarse colinas, por ser tan bajos), se descubre la costa mediterránea, limitada al norte por el promontorio del Carmelo, libre al sur hasta donde la vista humana puede llegar. Una costa deliciosa, casi recta, que tiene a sus espaldas una llanura fértil, apenas interrumpida por ligerísimas ondulaciones. Las ciudades marítimas aparecen envueltas en la blancura de sus casas, entre el verde del interior y el azul del mar, plácido y sereno, que refleja el azul puro del cielo. Cesarea está un poco al norte del lugar en donde están los apóstoles con Jesús y algunos discípulos, encontrados quizás en los pueblos que tuvieron que atravesar al alba o al atardecer. Ahora es muy de mañana. En estas horas matinales de verano tan hermosas en que el cielo, después de haber peinado a la aurora de color rosado, vuelve a ser azul y fresco el aire nítido, frescos son los campos, intacto de velas  el  mar; son las horas más encantadoras del día en que se abren las nuevas flores, y las gotas de rocío, secándose con el primer sol, lanzan consigo los aromas de las hierbas, refrescando y perfumando la leve brisa matinal, que apenas si mueve las hojas en sus tallos y riza apenas la superficie llana del mar. ■ La ciudad se ve recostada sobre la orilla, hermosa como lo son todos aquellos lugares en que la exquisitez romana ha echado raíces. Termas y palacios de mármol blanquean como bloques de nieve endurecida, en los barrios más cercanos al mar, custodiados por una torre, también blanca, alta, cuadrada, situada junto al puerto. Tal vez se trate de un campamento o de un lugar de vigía. Se ven casitas más modestas, que están alrededor, de estilo hebreo; se ve igualmente verdor de pérgolas y jardines elevados, ubicados en las terrazas que coronan las casas, y descollar de copas de árboles. ■ Los apóstoles contemplan la ciudad, se detienen a la sombra de un grupo de plátanos puesto casi sobre una colinilla. Felipe exclama: “Parece que uno puede respirar mejor al contemplar esta inmensidad”. Pedro dice: “Parece  como si ya se sintiese la frescura de esas aguas azules”. Santiago de Alfeo comenta: “Tienes razón. Después de tanto polvo, piedras, espinas… ¡mira qué limpidez! ¡Qué frescura! ¡Qué paz! El mar siempre da paz…”. Mateo, que probablemente se acuerda de los malos ratos que pasó en el mar, le replica: “¡Uhm! Menos cuando… te coge a bofetones y te hace dar vueltas a ti y a la barca, como a bolos en manos de chavales”. ■ Juan dice: “Maestro… pienso… pienso en todas las palabras de nuestros salmistas, en el libro de Job, en las frases de los libros sabios, allí donde se celebra la potencia de Dios (1). Y, no sé por qué, este pensar,  que me viene de lo que veo, me hace brotar el pensamiento de que seremos elevados hasta una belleza perfecta en una pureza azul y radiante, si somos justos hasta el final, cuando celebres tu Triunfo eterno, del que nos hablas, que pondrá fin al mal. Y me parece ver poblada esta inmensidad celestial con cuerpos resucitados por Ti, brillante más que miles de soles, en el centro de los bienaventurados, donde no hay más dolor, ni lágrimas, ni insultos, ni calumnias como las de ayer tarde… sino paz, paz, paz… Pero ¿cuándo dejará el Mal de hacernos daño? ¿Va a romper acaso las puntas de sus flechas al chocar contra tu Sacrificio? ¿Se persuadirá de haber sido vencido?”, y termina con estas preguntas Juan que si al principio sonreía, ahora aparece afligido. Jesús: “Jamás. Siempre creerá que es vencedor, a pesar de todos los mentís que le den los justos. Mi Sacrificio no despuntará sus flechas; pero llegará la hora final en que el Mal será vencido, y en medio de una belleza mucho más infinita de lo que tu espíritu la prevé, los elegidos serán el único Pueblo, eterno, santo, el verdadero Pueblo del Dios verdadero”. Los apóstoles preguntan: “¿Y nosotros estaremos allí todos?”. Jesús: “Todos” (2). El grupo más numeroso de los discípulos pregunta: “¿Y nosotros?”. Jesús: “También vosotros estaréis”. Insisten: “¿Todos los que estamos presentes o todos los que somos discípulos? Somos muchos, no obstante los que se nos han separado”. Jesús: “Y seréis siempre más. Pero no todos seréis fieles hasta el fin. Sin embargo, muchos estarán conmigo en el Paraíso. Algunos recibirán su premio después de una expiación, otros desde el instante de su muerte; pero el premio será tal que olvidaréis la tierra y sus dolores, así como olvidaréis el Purgatorio con sus nostalgias penitenciales de amor”.
* Él les dará e infundirá una ayuda sobrenatural (para sufrir resignados el martirio). El amor perfecto” (no, la insensibilidad). ■ Nicolás de Antioquía (3) que está entre los discípulos, pregunta: “Maestro, nos dijiste que padeceremos persecuciones y martirios. Entonces, podremos ser apresados y muertos sin tener tiempo de arrepentimiento; o bien, nuestra debilidad nos hará faltar de resignación a la muerte cruenta… ¿Y entonces?”. Jesús: “No creas eso. En realidad, por vuestra debilidad humana no seríais capaces de sufrir resignados el martirio; pero a los grandes corazones que deben dar testimonio del Señor, Él les dará e infundirá una ayuda sobrenatural…”. Nicolás: “¿Cuál? ¿Acaso la insensibilidad?”. Jesús: “No, Nicolás. El amor perfecto. Llegarán a un amor tan completo que ni las torturas, ni las acusaciones, ni las supersticiones, ni las separaciones de los propios familiares, ni la pérdida de la vida ni nada, tendrán importancia alguna, sino al contrario, todo ello se cambiará en pedestal para levantarse al Cielo, para aceptar todo, para extender los brazos y el corazón hacia las torturas, para poder ir allá donde está todo su amor: el Cielo”.
* ¡Pides mucho! (al pedir el martirio que absuelve) ¿Y no te parece martirio vivir cuando el mundo ha perdido toda atracción, y vivir para adoctrinar a otros en orden al amor y conocer las desilusiones del Maestro y perseverar infatigable para dar almas al Maestro? Haz siempre la voluntad de Dios, aunque te parezca que la tuya es más heroica, y serás santo”.- ■ Un discípulo anciano cuyo nombre ignoro, dice: “A uno que muere así se le perdonará entonces muchos pecados”. Jesús: “No muchos pecados, sino todos, Papías. Porque el amor es absolución, y el sacrificio es absolución y la confesión heroica de la fe es absolución. Ves, pues, que los mártires tendrán un triple modo de purificarse”. Papías: “Oh, entonces… Yo he pecado mucho, Maestro, y he seguido a éstos para obtener perdón, ayer me lo has dado, y por eso has sido insultado por quien no perdona y es culpable. Yo creo que tu perdón es válido. Pero por mis largos años de culpa, dame el martirio que absuelve”. Jesús:  “¡Pides mucho!”. Papías: “Nunca será suficiente cuanto debo dar para obtener la felicidad que Juan de Zebedeo describió y Tú confirmaste. Te lo suplico, Señor. Haz que muera por Ti, por tu doctrina…”. Jesús: “¡Pides mucho! La vida del hombre está en manos de mi Padre…”. Papías:  “Pero todas tus oraciones son acogidas, como todo lo que dijeres. Pídelo al Eterno por mí…”. El hombre se ha arrodillado ante Jesús, que le mira fijamente y le dice: “¿Y no te parece martirio vivir cuando el mundo ha perdido toda atracción y el corazón suspira por el Cielo; y vivir para adoctrinar a otros en orden al amor y conocer las desilusiones del Maestro y perseverar infatigable para dar almas al Maestro? Haz siempre la voluntad de Dios, aun cuando te parezca que la tuya es más heroica, y serás santo… ■ Ved que los compañeros llegan con los alimentos. Vámonos a la ciudad antes de que apriete el calor”. Es el primero en bajar por ese montoncillo de arena, y toma por la vereda blanquecina que lleva a Cesarea Marítima. (Escrito el 27 de Abril de 1946).
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1  Nota  : Cfr. Job 25; 36,22-37; Salmos 8;18; 92; 103;146-147; Proverbios 8,22-31; Eccli. 42,15-43. 2  Nota  : “Todos”. M. Valtorta precisa en una nota mecanografiada: Puede decir “todos” porque en esos momentos J. Iscariote no estaba presente, y de entre todos los apóstoles sólo el hombre de Keriot se condenó. 3 Nota :  Cfr.  Personajes de la Obra magna:  Nicolás de Antioquía.
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(<Sucede en un tramo del viaje emprendido en Nazaret hacia Belén>)
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7-441-46 (8-133-49).- Un incendio viene a ser el tema de una parábola: “Donde hay fe en Mí, está presente la Providencia. Veía en el fuego que avanzaba un símbolo de mi Doctrina que se esparcirá en el mundo”.
* Jesús ordena al fuego detenerse. Pedro pregunta: “¿Pero por qué sonreías de ese modo? ¡Parecías feliz!”. Jesús: “Lo sabrás al oír mis palabras”.- ■ Santiago de Zebedeo exclama: “¡Fijaos qué luz hay allá, detrás de aquella loma!”. “¿Se está quemando el bosque?”. “¿O un pueblo?”. “Vamos a ver…”. Nadie se siente ya cansado porque la curiosidad les quita esa sensación. Jesús condescendiente los sigue, dejando el camino para tomar una vereda que va a dar a un collado. Pronto llegan a la cima… No es el bosque ni el pueblo lo que arde, sino una vasta extensión entre dos colinas, llena de alto pasto. La hierba, sequísima ya por el ardiente sol, probablemente empezó a arder quizás por alguna chispa proveniente de los leñadores que han estado trabajando más arriba, talando árboles, y ahora arde: una alfombra de llamas, no muy altas, pero vivas, que se desplaza rápidamente de aquí a allá, en busca de nueva hierba seca. Los leñadores corren y se afanan en apagar las llamas. Pero es inútil. Son pocos y, cuando han extinguido en un lado, el fuego se extiende por otro. Felipe sentencia: “Si llega hasta el bosque, será un desastre. Hay árboles resinosos”. ■ Jesús con los brazos cruzados, de pie sobre el borde de la colina, mira y sonríe mientras piensa… El contraste entre la blanquecina luz de la luna, que se ve en el oriente, y la roja de las llamas en occidente, es grande. Las espaldas de los que miran están blanqueadas por los rayos lunares, pero sus rostros tienen el color rojo de las llamas. Y éstas corren, corren, como agua que crece, se desborda y se extiende por todas partes… Está a pocos metros del bosque el incendio, ya ilumina los montones de leña colocadas en su límite, y el claror, que cada vez es más vivo, muestra las casitas de un pueblecito que está situado en la cima de la colina por la que sube el fuego. Muchos de los presentes dicen: “¡Pobre gente! Perderán todo”. Y miran a Jesús que no habla, que sonríe… Pero luego… Jesús abre los brazos y grita: “¡Detente! ¡Apágate! Te lo ordeno”. Y, como si una gigantesca manta se hubiese abatido sobre las llamas para sofocarlas, el fuego cesa prodigiosamente, y la viva y ágil danza de las lenguas de fuego se transforma en carbones encendidos, rojos, pero sin llamas, luego el rojo se hace morado, gris rojo… aquí y allá salta alguna chispa entre las cenizas… y luego no queda sino la luna con sus plateados rayos iluminando la floresta. Al nítido claror, se ve a los leñadores reunirse gesticulando, mirando a su alrededor, hacia arriba… en busca del ángel que produjo el milagro… Jesús dice: “Vamos a bajar. Me ocuparé de esas almas aprovechando este inesperado motivo que me han proporcionado. Nos detendremos en el pueblecillo en vez de la ciudad. Partiremos al amanecer. Tendrán un lugar para las mujeres. A nosotros nos es suficiente el bosque”, y baja veloz, seguido por los demás. ■ Pedro pregunta: “¿Pero por qué sonreías de ese modo? ¡Parecías feliz!”. Jesús: “Lo sabrás al oír mis palabras”.
* Jesús dirige la palabra a los leñadores y sus familias.
.  ●Si el Eterno no me hubiera enviado, todo el bosque se hubiera convertido en un horno y hubiera dado cuenta de vuestros bienes  y vidas. Esto mismo sucede con las cosas del espíritu. Hay que estar atentos para que una chispa de fuego prenda en vuestra fe y la destruya. Y ¿cuál es el contrafuego? Una fe cada vez más fuerte, una voluntad inquebrantable de querer ser de Dios. Es un pertenecer al Fuego santo. Porque el fuego no come al fuego”.- ■ Han llegado a donde el alijar se ha transformado en cenizas, todavía calientes y crujientes bajo las sandalias. Lo atraviesan. Cuando llegan al centro, donde la luna da de lleno, los leñadores los ven. Un leñador grita: “¡Como decía yo! Él era el único que podía hacerlo. Vamos a presentarle nuestra veneración”, y se echa entre las cenizas a los pies de Jesús. Jesús: “¿Por qué crees que he podido hacerlo?”. Leñador: “Porque solo el Mesías puede hacer esto”. Jesús: “¿Y cómo sabes que Yo soy el Mesías? ¿Me conoces acaso?”. Leñador: “No. Pero solo el Bueno que ama a los pobres puede tener compasión, y solo el Santo de Dios puede haber ordenado al fuego y hacer que le obedezca. ¡Sea bendito el Altísimo que nos envió a su Mesías! ¡Y el Mesías ha llegado a tiempo para salvar nuestras casas!”. Jesús: “Deberías de preocuparos más por salvar vuestra alma”. Leñador: “El alma se salva si se cree en Ti, y se hace lo que enseñas. Pero como Tú comprendes, Señor, la amargura de perder todo puede debilitar nuestras almas, que ya de por sí son débiles… y arrastrarlas a dudar de la Providencia”. Jesús: “¿Quién os ha hablado de Mí?”. Leñador: “Algunos discípulos tuyos… Ahí están nuestras familias… Temiendo que toda la colina se incendiase, habíamos mandado decirles que se despertaran… Acercaos… Y luego enviamos a otro hombre para que les dijese que había ocurrido un milagro y que viniesen a ver. Míralas, Señor. Ésta es la mía; ésta, la de Jacob, ésa, la de Jonatás; ésta, la de Marcos; ésta, la de mi hermano Tobías; y ésta, la de mi cuñado Melquías; ésta, la de Felipe, y ésta la de Eleazar; y luego las otras, las de los pastores que ahora están en los altos montes, en los pastos…”. Es un grupo como de unas doscientas cincuenta personas como mucho, incluyendo a los niños, algunos de los cuales todavía están mamando, otros que lloriquean porque se les despertó o que duermen ignorantes del peligro que han corrido. ■ Jesús: “La paz sea con todos vosotros. El ángel de Dios os ha salvado. Alabemos juntos al Señor”. Muchas mujeres dicen: “¡Nos has salvado Tú! ¡Tú, que siempre estás presente, donde hay fieles que creen en Ti!”. Los hombres asienten con la cabeza. Jesús: “Sí. Donde hay fe en Mí, está presente la Providencia. De todas formas, tanto en las cosas corporales como en las del espíritu, hay que obrar con continua prudencia. ¿Qué cosa produjo el fuego entre la hierba? Probablemente alguna chispa que saltó de vuestros hornos, o una ramita que haya querido encender en el fuego uno de los niños, para divertirse en agitarla y lanzarla hacia abajo, con la despreocupación de su edad. En efecto, es bonito ver cómo una chispa de fuego cruza por la oscuridad. Pero, ¡ya veis lo que puede acarrear una imprudencia! Puede causar graves ruinas. Una chispa, o una ramita caída sobre la hierba seca, ha sido más que suficiente para hacer arder a un valle, y, si el Eterno no me hubiera enviado, todo el bosque se hubiera convertido en un horno que habría dado cuenta de vuestros bienes y de vuestras vidas. ■ Esto mismo sucede con las cosas del espíritu. Hay que estar continua y prudentemente atentos, para que una chispa de fuego no prenda en vuestra fe y la destruya, después de haber estado incubando oculta en vuestro corazón, con un fuego provocado por los que me odian y quieren verme desprovisto de fieles. Aquí, el fuego, detenido a tiempo, se ha transformado de maléfico en benéfico, destruyendo el alijar inútil, que habíais dejado crecer en el valle, y preparándoos, con su destrucción y con el abono que suponen las cenizas, un terreno que, si sois trabajadores, podréis explotar con útiles cultivos. ¡Pero en los corazones lo que sucede es muy distinto!: cuando todo el Bien es destruido, ya nada más puede brotar ahí, a excepción de zarzas para pasto de los demonios. Recordadlo y estad atentos contra las insinuaciones de mis adversarios que, como chispas infernales, serán lanzadas en vuestros corazones. Cuando llegue, estad preparados para combatir el fuego con el contrafuego. ¿Y cuál es este contrafuego? Es una fe cada vez más fuerte, una voluntad inquebrantable de querer ser de Dios. Es un pertenecer al Fuego santo. Porque el fuego no se come al fuego. Ahora bien, si sois fuegos en amar al Dios verdadero, el fuego del que tiene odio a Dios no podrá perjudicaros. El Fuego del amor vence cualquier otro fuego. Mi Doctrina es amor, y quien la acepta entra en el Fuego de la Caridad, y ya no puede ser torturado por el fuego del Demonio”.
.    ● “Sonreía al pensar que de la misma forma que las llamas avanzaban, de igual modo mi Doctrina se esparcirá, en vano perseguida por quienes no aman la Luz. Y mi Doctrina será luz, purificación, bienhechora”.- ■ “De lo alto de aquella colina, mientras miraba cómo corría el fuego, y oía las palabras que vuestros corazones dirigían a su Señor Dios —más aún que ver vuestras acciones orientadas a apagar las llamas—, Yo sonreía. Y un apóstol mío me preguntó: «¿Por qué sonríes?». Le respondí: «Te lo diré cuando hable a la gente». Lo estoy haciendo. Sonreía al pensar que, de la misma forma que las llamas avanzaban entre la hierba del valle, en vano detenidas por vuestras maniobras, de igual modo mi Doctrina se esparcirá por el mundo, en vano perseguida por quienes no aman la Luz. Y mi Doctrina será luz, será purificación, bienhechora. ¡Cuántas pequeñas víboras han muerto bajo las cenizas, y con ellas otros bichos dañinos! ¿No os gustaba este valle porque había en él demasiados áspides? Pues podéis ver que ninguno ha sobrevivido. Igualmente el mundo será liberado de toda clase de errores, de muchos pecados, de muchos dolores, cuando me haya conocido y haya sido purificado por el fuego de mi Doctrina. Limpiado y liberado de las inútiles plantas, capacitado para recibir la semilla, enriquecido en santos frutos. Esta es la razón por la que me sonreía… Veía en el fuego que avanzaba un símbolo de mi Doctrina que se esparciría en el mundo…”.
.    ● “Luego el amor al prójimo, que jamás debe separase del amor al Señor, me trajo el pensamiento de vuestra aflicción. Descendí de la contemplación de los intereses de Dios a los de mis hermanos”.- ■ “Luego el amor al prójimo, que jamás debe separarse del amor al Señor, me trajo el pensamiento de vuestra aflicción. Descendí de la contemplación de los intereses de Dios a los de mis hermanos, y contuve el fuego para que en medio de vuestro júbilo alabaseis al Señor. Veis, pues, que mi pensamiento subió a Dios y de Él bajó, mucho más poderoso aún porque el sumergirse en Dios aumenta siempre nuestras facultades; y ha vuelto a subir después, junto con el vuestro, a Dios. Y así, por la caridad, he realizado conjuntamente los intereses del Padre y de mis hermanos. Actuad también vosotros de modo semejante en vuestra vida futura. ■ Y, ahora os pido hospedaje para estas mujeres. La luna se está poniendo y el incendio nos ha retardado nuestro camino. Así que no podemos proseguir hasta la ciudad cercana”. Todos gritan: “¡Ven! ¡Venid! Hay lugar para todos. Podíamos habernos visto sin techo. Nuestras casas son las vuestras. Son pobres pero limpias. ¡Venid! Venid y nuestras casas quedarán bendecidas”. Y lentamente suben por la cuesta un tanto escarpada hasta llegar al pueblecillo que milagrosamente escapó de la destrucción. Y cada uno se va con quien le ofrece alojamiento”. (Escrito el 22 de Mayo de 1946).
                     
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